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Tenía que haber sido una aventura de una sola noche. Y después, tanto Beth Cantrell como Eric Donovan deberían haber seguido cada uno su camino. Esa había sido la única razón por la que él le había mentido sobre su nombre, haciéndose pasar por su alocado hermano pequeño. Y disimulando así su carácter conservador. Pero el deseo poseía su propia lógica, y Eric descubrió que no podía quitarse de la cabeza a la belleza de cabello castaño con quien había compartido una abrasadora noche de pasión. Cuando Beth se enteró de que Eric le había mentido, supo que no era de confianza. Su cerebro la instaba a olvidar a aquel seductor de ojos azules. El problema era que cada fibra de su ser anhelaba volver a estar con él.
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Seitenzahl: 447
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Victoria Dahl
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los hombres de verdad... no mienten, n.º 144 - enero 2018
Título original: Real Men Will
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-572-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Si te ha gustado este libro…
Todo el mérito de este libro descansa en mi familia y amistades. La comunidad de la novela romántica me ha proporcionado un enorme apoyo, que he podido sentir durante todo este año.
Me resulta imposible nombrar a todas las amigas que me han animado a seguir adelante, pero me esforzaré al máximo.
Gracias Lauren, Jami, Courtney, Tessa, Carrie, Julie, Barb, Jeri, Louisa, Zoe, Meljean, Rosemary, Viv, Ann, Megan, RaeAnne, Anne y Carolyn.
¡Jodi, Carrie P. y Lara, gracias a vosotras también! Guau. ¡Es todo un pueblo entero!
Y a Jennifer Echols –amiga, terapeuta y extraordinaria pareja crítica– gracias por hacerme reír en los buenos y en los malos momentos. Eres la mejor.
Gracias a Amy, Tara y Leonore, por todo vuestro trabajo duro y por vuestra paciencia. ¡Y gracias a todas mis maravillosas lectoras!
Pero, por encima de todo, gracias a mi increíble marido y a los dos mejores niños del mundo. Me alegro de que estemos juntos en esto.
Hacía casi medio año que Beth Cantrell no había pensado en él.
Bueno, eso no era del todo cierto.
Beth carraspeó y se removió nerviosa, mirando a su alrededor como si todos los clientes de la cervecería pudieran percibir la mentira que se estaba contando a sí misma.
La verdad era que había pensado en Jamie Donovan muchas veces. Había recordado la hora o dos que habían compartido, había fantaseado con lo que habría podido suceder si se hubiera quedado toda la noche en aquella habitación de hotel.
Pero, durante los seis últimos meses, ni una sola vez se había permitido pensar en la posibilidad de volver a verlo. No había pensado ni en llamarlo ni en contactar con él de manera alguna. Al fin y al cabo, en eso consistía el trato que habían hecho. Una sola noche. Una única ocasión. Nada de ataduras ni de expectativas. Y ella había tenido que atenerse a esa regla, porque de lo contrario nunca habría accedido a verse con él ni en aquella habitación de hotel ni en ningún otro lugar.
Él no era su tipo. No formaba parte de su círculo social. Y ella, definitivamente, tampoco formaba parte del de él. Beth Cantrell dirigía The White Orchid, la primera boutique erótica de Boulder. Sus empleadas eran sus amigas: mujeres a las que quería como a hermanas. Eran valientes y atrevidas, muy liberales en el terreno sexual. Y salían con tipos que eran como ellas mismas: gente culta, tatuada, con piercings. Gente cool. Sí, absolutamente cool, aunque ello les costara comportarse de una manera increíblemente torpe.
Beth, por el contrario, no era así. Ella era simplemente… Beth. Lo cual estaba bien, sin embargo, porque era su jefa y las quería, mientras que ellas hacían todo lo posible por incorporarla a su círculo. Le organizaban citas con hombres. Amigos suyos. Conocidos que les gustaban. Hombres a la moda, hipsters, liberados. Pero ninguno de aquellos hombres le había producido la impresión que sí le había causado Jamie.
Todavía se ruborizaba cuando pensaba en él, con su polo impoluto y sus caquis. Con su gran sonrisa blanca y sus hombros anchos. Vestido de ejecutivo, había estado todavía mejor. La encarnación perfecta del pijo guaperas de clase media. Y Beth lo había deseado hasta la locura.
No se habían conocido hasta entonces, pese a vivir en una población tan pequeña. Pero en aquella habitación de hotel, con la promesa de que su aventura solo sucedería una vez… el secretismo que había rodeado su encuentro había hecho que se sintiera segura. El problema era que, desde entonces, no había podido dejar de pensar en él.
Todo lo cual había sucedido precisamente con la primera gran cita que había tenido en años.
–Hey –le dijo en aquel momento su pareja en la fiesta, agitando una mano delante de su cara–. ¿Estás bien? –le sonrió, quitando toda crítica a sus palabras.
–Lo siento.
Antes de que ella se hubiera puesto a pensar en Jamie, su acompañante le había estado hablando de… algo. Se estrujó el cerebro. Algo artístico e importante sobre los primeros años de la carrera de Robert Mapplethorpe.
–De verdad que lo siento –insistió–. No me había dado cuenta de lo cansada que estaba hasta que he bebido el primer trago de cerveza. Por lo general no soy tan grosera.
Él sonrió de una manera que vino a confirmarle que no se había sentido ofendido.
–Me alegro de que no te molestara venir a la fiesta conmigo. Faron y yo somos amigos desde hace años. No quería perdérmela. Y me figuré que tú también la conocías.
–Sí, tenemos amistades comunes –repuso. La fiesta no era el problema. Como tampoco lo era su acompañante. El problema era que Beth no había tenido la menor idea de que la fiesta estaba convocada en la cervecería Donovan Brothers. No lo había sabido hasta que su acompañante metió el coche en el aparcamiento, y para entonces el alma se le había caído a los pies.
No era culpa de aquel tipo que la fiesta a la que había pensado llevarla hubiera tenido lugar precisamente en el local de los hermanos Donovan.
Desde que llegó, había pasado los primeros cuarenta y cinco minutos escaneando con la mirada la fila de camareros y clientes de la barra, pero Jamie no estaba allí. Un golpe de pura suerte por su parte. Jamie Donovan era copropietario de la cervecería, pero también un barman famoso por su simpatía. O al menos eso había oído ella. Porque cuando estuvo con él, la había impresionado lo serio y concentrado de su carácter.
No quería volver a verlo de aquella forma. Como tampoco quería que él pensara que se había llevado a otro hombre a su cervecería. Seguía esperando a que Jamie apareciera por allí en cualquier momento, y dudaba de que pudiera superar la tortura que ello supondría.
–Voy al servicio –le espetó. Vio que su acompañante recibía una cerveza de manos de la camarera, sonriendo de oreja a oreja mientras se lo agradecía.
–¿Quieres que te pida otra cerveza mientras tanto? –le preguntó él de pronto.
–No, gracias… –por un momento, se quedó boquiabierta de sorpresa. Oh, Dios, se había olvidado hasta del nombre de su acompañante. Cierto que aquella era la primera vez que salían juntos, pero se había mostrado tan amable con ella… –No, gracias –repitió, aferrando su bolso y levantándose tan rápidamente de la silla que a punto estuvo de caerse–. Vuelvo ahora mismo.
Desafortunadamente, tenía que pasar por delante de la barra para llegar hasta el baño, y le fallaron las rodillas como si fueran a doblarse bajo su peso. Contempló la barra, descubriendo que el tipo que estaba detrás del grifo de cerveza era el mismo joven delgado que había visto antes. A continuación volvió a escrutar la zona entera del pub, con el corazón latiendo a un ritmo aterrador.
No estaba allí, gracias a Dios. Para cuando alcanzó el corto pasillo que llevaba al baño, estuvo a punto de echar a correr. Empujó la puerta, rezó una silenciosa plegaria de agradecimiento al ver el servicio vacío y se pasó una mano por los ojos.
–Menos mal.
Una vez que su corazón dejó de galopar como un loco, dejó el bolso a un lado y se lavó las manos. La sensación del agua helada la hizo sentirse mejor.
–Todo va a salir bien –musitó, intentando convencerse a sí misma de que estaba lista para volver a salir. Pero cuando descubrió su mirada desorbitada en el espejo y descubrió lo muy pálida que estaba, comprendió que iba a necesitar algunos minutos más.
Apoyándose con ambas manos en el lavabo, se inclinó hacia delante.
–Todo va a salir bien –se repitió.
Dos minutos más, y se marcharía con la cabeza bien alta y el corazón en su justo lugar. Y ya no volvería a pensar en Jamie Donovan por esa noche.
Que Dios lo librara de las mujeres sexualmente liberadas.
Eric Donovan se cruzó de brazos y miró ceñudo sus zapatos, mientras intentaba procesar lo que acababa de oír de su maestro cervecero.
–Wallace, no te entiendo. Faron está aquí con su marido. Su marido. ¿Cómo puede molestarte eso? ¡Si está casada con ese hombre!
–¡Ese tipo es un canalla donjuanesco! –gritó Wallace, alzando el puño y blandiéndolo en dirección a la zona del pub con el rostro rojo de rabia.
¿Un canalla? Eric se pasó una mano por el pelo.
–Perdona, pero no lo entiendo. Esos dos son una pareja abierta, liberal. De hecho, tú mismo estás saliendo con Faron, así que… ¿cómo puedes decir que su marido la está engañando?
Wallace Hood, un gigante barbado con aspecto de dormir en una cabaña de troncos cada noche, lanzó a Eric una mirada de horror.
–¡Yo no estoy saliendo con ella, hombre! Yo estoy enamorado de ella. Y por supuesto que su marido puede engañarla. No seas imbécil.
Eric probablemente habría debido molestarse por aquel insulto, pero lo cierto era que estaba demasiado perplejo por la conversación. Allí, en la sala de los barriles, miró a su alrededor como buscando ayuda. Pero estaban solos, en medio de las cubas y toneles de fermentación. Finalmente se encogió de hombros, sacudiendo la cabeza.
–Lo siento. Pero no lo entiendo.
El maestro cervecero suspiró y se pasó una mano con gesto impaciente por la cerrada barba.
–En las parejas abiertas hay unas reglas básicas, y el canalla de su marido las ha incumplido so pretexto de seguirlas. La engaña. Le miente. Y luego veta a cualquier tipo al que ella desea ver, arguyendo que no le cae bien. Eso fue lo que me hizo a mí, a pesar de que los conocía a los dos desde hacía años. Y, para colmo, esta noche la ha traído a ella aquí a propósito.
–¿Por qué? –inquirió Eric.
–Para burlarse de mí, porque él sabe que lo conozco bien. Yo intenté decírselo a Faron hace unos meses. Faron es una reina, mientras que él ni siquiera es digno de besarle los pies. Pero ella le es leal y siempre está viendo lo mejor de la gente. Quiere darle una oportunidad.
–La verdad es que parece una chica muy dulce –comentó Eric, basándose en la única vez que había hablado con ella. De hecho, le habían sorprendido su voz callada y su tímida sonrisa. Aquella menuda jovencita de adorables ojos había parecido desmentir de hecho los prejuicios de Eric sobre su liberal estilo de vida.
–Sí que lo es –suspiró Wallace–. Y se estaba enamorando de mí. Y ahora ese canalla se la va a llevar a California, y deliberadamente ha organizado esta fiesta de despedida para las amistades de ella en mi cervecería…
Técnicamente, no era su cervecería, pero Wallace se mostraba tan posesivo y apasionado con el negocio como si fuera su propietario. Así que Eric se limitó a poner los ojos en blanco.
–No puedes irte ahora, Wallace. Necesito que…
–Bueno, no puedo quedarme aquí. Es evidente, ¿no?
¿Qué se suponía que él tenía que decir a eso? Miró a la cocina a través del panel de cristal de la sala de cubas. Pese a lo avanzado de la hora, todavía había obreros allí, trabajando horas extras para abrir un agujero de ventilación en la pared. Esbozo una mueca.
–Ella está justo allí, hombre –rezongó Wallace–. Sé que es un mal momento para que me vaya, pero es que… está justo allí.
Sí que era un mal momento. La cinta embotelladora estaba en marcha por tercera vez en aquel mes y la cocina estaba llena de visitantes de fuera. Por supuesto, la hermana y el hermano de Eric los habían traído allí, que no él, pero aun así… Todos aquellos cambios en la cervecería no habían sido idea suya, aunque los hubiese aprobado, y él no quería saber nada de todo aquello…
–De verdad que te necesito aquí esta noche. Me prometiste que te quedarías hasta tarde y que transferirías ese pequeño lote de cerveza rubia a las nuevas barricas de roble.
Al oír aquellas palabras, Wallace lo miró con una expresión tan desconsolada que a Eric le entraron ganas de retirarlas.
–Pero –cedió al fin– supongo que tampoco pasará nada por unas pocas horas.
–Mañana vendré más temprano que nunca. Te lo juro.
Eric suspiró.
–Quizá sea una buena cosa que ella se mude a California.
–Es una gran chica –dijo Wallace con una voz sospechosamente ronca–. Ella quiere confiar en ese tipo, y no lo dejará hasta que se convenza realmente de que la relación está acabada. Pero él va a romperle el corazón.
Eric seguía sin comprender lo que podía significar el matrimonio para una mujer que salía con otros hombres al mismo tiempo, pero la verdad era que nunca había entendido el estilo de vida de Wallace. Pese a su intimidante aspecto de montañés, Wallace se relacionaba con hombres, mujeres y con cualquier persona de género indefinido. Pero era la primera vez que lo había visto tan fuera de control. Parecía que el amor le había dado fuerte esa vez.
Eric lanzó otra mirada a la sala de las barricas.
–Está bien. Yo me encargaré de los toneles. Tú…
–Oh, no sé si quiero que tú…
–Wallace –le espetó Eric–. Ya llevamos suficiente retraso.
Wallace entrecerró los ojos. El hombre se mostraba demasiado posesivo con su cerveza. Era casi una obsesión. Pero también era su cerveza, y además había perdido demasiado control sobre su propia vida durante el último año. No iba a dejar que Wallace pensara que iba a poder aprovecharse un poco más.
–Está bien –se resignó al fin el maestro cervecero–. Pero no la líes –arrojó sus guantes de trabajo sobre la mesa y salió a toda prisa, dando un portazo. Todavía se detuvo por un momento, mirando con ojos como láseres la doble puerta que llevaba a la zona del pub y a Faron, pero luego sacudió la cabeza y abandonó el local por la puerta trasera.
–Dios mío –masculló Eric.
Últimamente, todo el mundo a su alrededor parecía tiranizado por el amor y el sexo. Tanto su hermana como su hermano estaban embarcados en relaciones muy serias, y ahora resultaba que Wallace, un tipo que se tomaba las relaciones como un deporte profesional, estaba desconsoladamente enamorado de una mujer casada. Él tenía la sensación de ser la única persona no tocada por aquella locura.
Lo que no quería decir que no hubiera tenido alguna experiencia al respecto. De hecho la había tenido unos pocos meses atrás: un encuentro que, aunque breve, le había dejado muy afectado. No podía imaginarse a sí mismo enfrentando toda aquella intensidad emocional cada día. Quizá por ello pudiera disculpar el hecho de que toda la gente cercana que conocía hubiera perdido el juicio.
Flexionó los hombros, en un intento por sacudirse la sensación de cansancio que parecía haberse apoderado de él. Siempre estaba tenso en el trabajo. Pero, por lo general, el estrés no lo molestaba, aunque solo fuera porque no podía imaginarse la vida sin él. Tenía un negocio; por supuesto que estaba estresado. Lo que no le gustaba era la devoradora incertidumbre que parecía haberlo invadido durante el último par de meses.
Había sido una situación de pesadilla tras otra. Contratos perdidos, estafas, robos, y ahora este caos en la cocina. Su hermano, Jamie, estaba convirtiendo la cervecería familiar en un pub que además servía pizza, y él tenía la sensación de haber perdido completamente el control.
Esbozando una mueca, contempló la pequeña nube de polvo de ladrillos que se levantaba procedente del muro de la cocina. Habría preferido quedarse escondido en la paz y tranquilidad de la sala de barricas, pero, desgraciadamente, los toneles tendrían que esperar un par de horas.
Cuando salió a la cocina, su ceño fruncido se evaporó a pesar del estrépito que estaban armando los obreros. El lugar podía ser el reino del caos y del polvo, pero Jamie permanecía en su sitio mirándolo todo con una sonrisa en los labios. Aquel no era precisamente su sueño, pero sí el de Jamie, razón por la cual Eric estaba dispuesto a todo con tal de hacerlo realidad.
Jamie se volvió para mirarlo con una sonrisa. La relación ente ellos había mejorado mucho durante los últimos meses. Gracias a Dios. Aún no era muy estable, pero Eric se sentía inmensamente aliviado de que tantos años de discusiones hubieran quedado atrás.
Acercándose, le dio una palmada en el hombro.
–¿Qué tal va todo?
–¡Estupendo! –gritó Jamie para hacerse oír.
Eric se volvió para contemplar los progresos con su hermano durante unos segundos, pero como nada sabía sobre hornos y demás instalaciones del restaurante, se limitó a darle otra palmadita en la espalda.
–Iré a echar un vistazo al pub para asegurarme de que todo va bien.
Conforme se dirigía hacia allí, podía escuchar el creciente rugido de las carcajadas. Empujó las puertas y contempló a la multitud, buscando a Faron y al canalla de su marido. Pero antes de que las puertas se hubieran cerrado a su espalda, alguien chocó contra su hombro. Una mujer. La sujetó al ver que perdía el equilibrio. Ella intentó apoyarse en él, rozándole un costado con una mano al tiempo que alzaba la mirada.
Por unos instantes, sus rostros quedaron tan cerca que Eric pensó que se lo estaba imaginando todo. Sonrió pese a que los nervios de su cuerpo parecieron activarse uno a uno. La oleada de aquella cruda sensación fue ascendiendo progresivamente por sus dedos, sus manos, sus brazos. Para cuando ella lo empujó con una exclamación ahogada, tenía todo el cuerpo electrizado.
«Beth». Estaba tocando a Beth Cantrell. Su cerebro entró en pánico.
Diablos. Tenía las manos sobre Beth Cantrell. Y en su cervecería.
Sintió su intención de alejarse, pero de alguna manera sus manos se tensaron sobre sus hombros al tiempo que desviaba la mirada hacia las puertas que tenía detrás. Jamie seguía en la cocina. Siempre y cuando no se asomara al pub, todo iría bien. No pasaría nada. No había, por lo tanto, razón alguna para el pánico.
Excepto que…. ¿qué diablos estaba haciendo ella en la cervecería? ¿Había ido allí a verlo?
–Beth –empezó, justo cuando ella se liberaba de sus brazos. El cosquilleo de las puntas de los dedos se desvaneció lentamente, aunque en aquel momento se estaba desplazando a su cerebro.
Si Jamie entraba por aquella puerta, Beth se quedaría terriblemente sorprendida de verlo. «Terriblemente» sería poco.
Al ver que ella retrocedía unos pasos hacia el pasillo, Eric la siguió.
–Hola –susurró Beth.
–¿Todo bien?
–Sí. Absolutamente.
Estaba tan impresionante como seis meses antes. Igual de bella y sofisticada. Esa noche no llevaba recogido su pelo castaño oscuro, que le caía sobre los hombros en suaves ondas. Su cuerpo, de largas piernas y generosas caderas, lo tenía tan hipnotizado como la primera vez que lo vio. Nada había cambiado. Se embebió de la vista de sus curvas hasta que se dio cuenta de que ella estaba mirando algo detrás de él.
Se volvió de nuevo, pero no había nadie. Si Jamie entraba en aquel momento, si alguien lo llamaba por su nombre…
Dios, quizá debería decírselo sin más. Quizá, si lo hacía, la cosa no fuera tan grave, después de todo. Se imaginó lo que le diría: «Curioso. Cuando me llamaste Jamie en la feria comercial… debí corregirte. En realidad me llamo Eric. Qué tontería, ¿verdad?». Y luego ella se echaría a reír, sacudiría la cabeza y le contestaría que todo aquello no importaba nada, ya que simplemente había sido una aventura de una sola noche.
Ya. Claro. En realidad tendría suerte si ella no lo asesinaba allí mismo, con los tacones de aguja de sus zapatos.
Aparte de la adrenalina que percutía en sus venas, a Eric se le erizaba el vello de la piel ante la perspectiva de volver a estar cerca de ella. Porque todavía podía recordar aquella noche con todo detalle. Su cuerpo desnudo, sus labios entreabiertos en un gemido, su trasero ancho y firme, la manera que tenían sus músculos de flexionarse mientras la penetraba por detrás. El ardiente calor envolviéndolo.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó él.
El calor parecía envolverla también a ella. Sus mejillas enrojecieron. ¿Acaso había ido allí a verlo? Nervioso como estaba, Eric sintió una súbita, feroz punzada de esperanza. Quería volver a tocarla. Quería sentir aquellas chispas. El deseo. La necesidad.
Se acercó un poco más, lo suficiente como para poder tocarla. Beth cerró los ojos, y él apretó los puños para contenerse mientras todavía podía.
Beth estaba casi segura de que se lo estaba imaginando. De que se lo estaba imaginando a él. Aquel hombre olía igual. Y tenía exactamente su mismo aspecto: alto y moreno, con aquel constante ceño de preocupación, como si no pudiera nunca dejar de pensar.
–¿Beth? –volvió a pronunciar él, y de repente ella tuvo la sensación de que el corazón le estallaba en el pecho. Quería que la tocara, para poder lanzarse a sus brazos. A la vez que quería rodearlo y salir corriendo de allí.
Sacudió la cabeza y abrió los ojos.
Él lanzo otra rápida mirada a su espalda antes de volverse de nuevo hacia ella.
–¿Cómo estás?
–Bien –logró pronunciar–. Estupendamente. He venido a una fiesta.
–Oh –Eric hundió las manos en los bolsillos–. ¿Conoces a Faron?
–¡Sí! Yo… –se cambió el bolso de mano. Dos veces–. Sí, la conozco –no era del todo una mentira. Tenían amistades en común. Se habían visto un par de veces a lo largo de los últimos años.
El pasillo se le antojaba demasiado estrecho, a pesar de que medía casi dos metros de ancho. Las espaldas de él eran demasiados anchas, mientras que sus propios recuerdos eran demasiado grandes, con lo que el espacio que los separaba parecía empequeñecerse por momentos. Él carraspeó, y Beth pudo ver que estaba tan incómodo como ella.
–Lo siento –dijo de pronto–. No sabía que la fiesta a la que acepté venir iba a celebrarse aquí. Sinceramente no era mi intención…
–Por supuesto –se apresuró a interrumpirla él–. De todas maneras, puedes venir cuando quieras –dijo, aunque sus ojos gris azulado volvieron a clavarse en el fondo del pasillo.
Beth pensó entonces que quizá estuviera con alguna chica. Tal vez se tratara de alguna de las camareras. Y deseó de pronto que el suelo se abriera bajo sus pies para tragársela a ella y a su estúpido corazón, que no dejaba de atronarle en el pecho.
–Precisamente estaba a punto de marcharme –dijo al fin.
Él retrocedió un paso.
–Estupendo. Quiero decir… claro. Por supuesto. Que pases una buena noche.
Mortificada, lo rodeó y regresó presurosa a la fiesta.
–¡Bienvenida! –la saludó su acompañante cuando casi chocó contra él.
–Gracias.
–¿Te encuentras bien?
–¡Perfectamente! –sonrió al tiempo que él le entregaba la cerveza que había pedido antes. Al ver la manera en que le temblaba la mano, tomó asiento en la mesa más cercana y dejó cuidadosamente el vaso de cerveza.
Disimuló un estremecimiento en el momento en que él se sentó frente a ella. ¿Estaría Jamie observando? Bebió un trago de cerveza para refrescarse la boca reseca.
Desvió la mirada hacia la barra, pero no vio a Jamie por ninguna parte.
–Lo siento –logró pronunciar, y vaciló de nuevo al no recordar su nombre–. Yo…
«¡Davis!». Ese era su nombre. No David, sino Davis, por Miles Davis, porque el tipo había sido un cool desde el día en que sus padres lo bautizaron.
Beth se sintió culpable por aquel pensamiento tan perverso, pero la sensación de culpa se evaporó cuando oyó gritar a una chica:
–¡Hola, Jamie!
Beth giró tan rápidamente la cabeza que la voz de Davis se interrumpió como si ella hubiera cortado sus palabras con un cuchillo.
–¿Beth? ¿Seguro que estás bien?
Definitivamente, no. Escrutó la zona atestada de la barra, pero no lo vio. Mientras observaba, un atractivo rubio vestido con una camiseta con el logo de la cervecería saludó a alguien con la mano. Una chica se separó del grupo en el que se encontraba y le dio un gran abrazo.
–Oye, quizá una fiesta llena de desconocidos no sea precisamente el lugar ideal para una primera cita.
–No, no es eso –Beth intentó pensar en una réplica ingeniosa. Intentó concentrarse en el tipo. Sí, era cool y sofisticado, pero también un tipo majo. Y con una sonrisa que habría podido derretir la mantequilla en un día helado. De hecho, desde el primer momento en que lo vio, pensó que podría disfrutar realmente saliendo con él. Que podría animarse y desear incluso tocarlo, besarlo.
Por primera vez en seis meses, Beth había pensado que quizá podría encontrar finalmente a otro hombre capaz de excitarla. Solo que justo aquella noche, como un genio diabólico al que hubiera convocado con el pensamiento, Jamie Donovan había reaparecido en su vida para recordarle lo que había vivido con él.
Sí, con Jamie no había tenido que preguntarse si el sexo sería bueno o malo. El tipo la había tentado desde el primer instante, como un postre sabroso. La manera en que la había mirado, con los ojos clavados en su boca cuando entreabrió los labios…. En aquel entonces había deseado…
Davis le cubrió de pronto la mano con la suya por un instante.
–Me despediré de Faron y luego nos iremos.
–No. ¡Lo siento! No quiero estropearte la fiesta…
–No te preocupes. Vamos a buscar a Faron.
Davis volvió a tomarle la mano y la guio a través del pub atestado hacia la diminuta mujer que se hallaba en las cercanías de un gran grupo de gente. Beth se preguntó por lo alta que sería sin aquel peinado afro perfectamente esférico, porque aún con él, no debía de medir más de un metro cincuenta y poco. Un tipo flacucho de pelo largo le rodeaba los hombros con un brazo, sonriendo con actitud posesiva. Pero Faron no sonreía. No al menos hasta que ellos se acercaron y, nada más reconocer a Davis, una sonrisa estalló en sus labios.
Abrazó primero a Davis y luego a Beth, a modo de despedida. El marido de Faron había aceptado un trabajo en Santa Bárbara, pero nadie quería verla marchar a ella. Nadie parecía, por lo demás, especialmente afectado por la marcha de su marido.
–¿Lista? –inquirió Davis.
–Sí –respondió Beth, dándose cuenta de que era la cosa más sincera que había dicho en toda la noche. Estaba ya abandonando el local cuando se atrevió a lanzar una última mirada sobre su espalda, pero Jamie seguía sin aparecer.
Las gruesas gotas de lluvia que le cayeron de pronto en la cara la sacaron de sus reflexiones.
–¡Corre! –la instó Davis, tirando de ella.
Beth corrió, y para cuando llegaron al coche de él, estaba riendo tan fuerte y con tanto alivio que no podía respirar. Davis se apresuró a abrirle la puerta antes de rodear rápidamente el vehículo para sentarse al volante.
–¡Tengo los pies empapados! –exclamó ella, pisando con fuerza la moqueta del interior del coche–. Creo que alguno de aquellos charcos era más bien una balsa.
–Toda tú estás empapada –la corrigió él. Le acarició una mejilla, apartándole de paso un húmedo mechón de pelo. Una gota de agua helada resbaló hasta su mandíbula y, de repente, inclinó la cabeza y la besó.
Beth aspiró profundo y lo sintió sonreír contra su boca. Cuando él volvió a acariciarle los labios con los suyos, se obligó a relajarse, a disfrutarlo.
En realidad no había razón alguna por la que no debiera hacerlo. Davis olía bien. Entreabría los labios justo lo suficiente como para animarla a ella a hacerlo también. Y su mano era un dulce contacto en su mejilla. Así que Beth suspiró y se negó a pensar en Jamie Donovan. Él no había querido verla a ella más de lo que lo deseaba ella misma.
Pero de pronto Davis se apartó y el beso terminó antes de que Beth hubiera tenido oportunidad de disfrutarlo.
–Me alegro mucho de que Cairo nos presentara –murmuró él.
–Yo también –era cierto. Cuando no estaba pensando en Jamie, podía imaginarse a ese hombre siendo su amante. Sabía por experiencia que un primer beso decía mucho sobre el desempeño de un hombre en la cama. Por ejemplo, el tipo que dos años atrás le había metido inmediatamente la lengua garganta abajo: ese había sido el mismo nivel de contención y sutileza que luego había utilizado en el sexo. Los preliminares se habían reducido a la frase «Prepárate. ¡Voy a entrar!».
Pero Davis… Davis podía llegar a ser bastante tierno.
–Admito, sin embargo… –arrancó el coche y la miró–, que no eres en absoluto como había esperado.
Los cálidos pensamientos de Beth se congelaron al instante.
–¿Qué quieres decir?
–Bueno, con la tienda y la columna de consejos en la prensa local sobre temas sexuales… Ya sabes. Cairo y los demás son…
Sabía exactamente a dónde quería ir a parar. Se alisó la falda con una mano y disimuló una sonrisa resignada.
–Hacía tiempo que no salía con una mujer sin tatuajes. Eres una especie de rareza aquí, en Boulder.
Al oír aquello, Beth soltó una genuina risotada. Era un tipo directo, al menos. Clavó de nuevo la mirada en él y la deslizó lentamente por su cuerpo. Era mayor que la mayoría de los amigos de Cairo, con un punto alternativo sin ser escandaloso. Tejanos oscuros y una camiseta de aspecto caro bajo una cazadora de cuero bien cortada. Y aunque Beth podía distinguir los bordes de unos cuantos tatuajes asomando bajo su ropa, ni siquiera llevaba las orejas perforadas. Aunque siempre había zonas ocultas sobre las que no podía decir nada…
–Entiendo –dijo finalmente, contestándole con la misma sinceridad–. Supongo que no soy la mujer que esperaría cualquiera –aunque lo dijo con una coqueta sonrisa, aquellas palabras no dejaron de atenazarle dolorosamente el corazón.
–A mí no me molestan las sorpresas –repuso Davis.
Era la respuesta correcta, y a Beth le gustaba, pero cuando estaban abandonando el aparcamiento para dirigirse a la zona en la que ella vivía, se dejó llevar por el desánimo. Así que no era lo que él había esperado. En realidad, no lo era nunca. Ya podía ver cómo iba a terminar aquello.
Al tipo le caía bien. De alguna manera, se sentía intrigado. Al fin y al cabo, era la propietaria de The White Orchid, una boutique erótica de categoría. Tal vez pareciera una ejecutiva como tantas, pero se pasaba los días vendiendo juguetes eróticos y lencería cara. Y las noches dando clases de educación sexual y escribiendo una columna de consejos como experta en sexualidad.
En la superficie, era una mujer fascinante. Pero por debajo de todo ello…
Beth aferró con fuerza su bolso e intentó no pensar. Siempre pensaba demasiado. La única vez que había sido capaz de desconectar su cerebro había sido con… él.
En anteriores citas, que hubiera seguido pensando en él no había resultado preocupante. No se había sentido atraída por ninguno de aquellos hombres, de modo que lo natural había sido pensar en Jamie. Pero en aquel momento le estaba arruinando las citas buenas, también, y estaba empezando a sentirse un tanto desesperanzada.
–Menos mal que no fui a recogerte en moto –le dijo en ese momento Davis–. Correr bajo la lluvia es una cosa, pero en moto puede llegar a ser brutal.
Se imaginó a Davis con su cazadora de cuero, inclinado sobre su motocicleta, con ella detrás abrazada a su cintura. La imagen debería resultar excitante. Al menos para cualquier otra mujer de sangre caliente.
Davis aparcó en el sendero de entrada, apagó el motor y bajó del coche para abrirle la puerta. Tal vez se hubiera criado entre los hipsters de Boulder, pero había sido bien instruido en los rituales de rigor a la hora de salir con chicas. Definitivamente, aquel hombre no tenía nada de malo. Como tampoco lo tenía la manera en que la besó una vez que estuvieron a cubierto bajo el tejado del porche.
–Vuelves a estar toda empapada –murmuró mientras le enjugaba dulcemente el agua de lluvia de los labios con los suyos.
Quizá llegara a estarlo del todo, pensó, si se dejaba llevar… Así que cuando él volvió a urgirla suavemente para que abriera la boca, Beth le tocó la lengua con la suya. Y qué lengua tenía… Cálida, de movimientos lentos…
Beth le devolvió el beso y pensó en invitarlo a entrar. Sabía tan bien… Era alto y guapo y, por lo que podía adivinar, desnudo tendría un aspecto magnífico. Él bajó entonces una mano hasta su cadera, masajeando sus curvas con los dedos al tiempo que profundizaba el beso.
Sí, podía dejarse tocar por aquel hombre. Lo disfrutaría. Y, probablemente, él lo disfrutaría también. Pero ella no era una chica de tatuajes, ni tenía piercings ocultos. Y a pesar de lo que escribiera en aquellas columnas, las cosas que le gustaba hacer en la cama eran igual de convencionales que el resto de sus gustos.
Así que él disfrutaría, pero al mismo tiempo se sentiría secretamente sorprendido. Les sucedía a todos. ¿No se suponía acaso que la encargada de una boutique erótica debía ser… erótica? ¿No se suponía que debía ser un poquito… rara en la cama? ¿O mejor aún… muy rara? ¿No se suponía que en la cama debería ser mejor que las demás mujeres?
Cerró los ojos con fuerza e intentó desconectar el cerebro, pero no funcionó. Nunca funcionaba. Era demasiado consciente de sí misma. Consciente, por ejemplo, de la manera en que aquellos dedos se tensaban demasiado sobre su cadera. El tipo se estaba excitando. Mientras que ella, simplemente… estaba pensando. Una vez más.
Interrumpió el beso y suspiró profundamente.
–Gracias, Davis. Me lo he pasado muy bien.
Pero aquella mano seguía sobre su cadera.
–Yo también –esperó durante unos segundos, dándole una y hasta dos oportunidades de que lo invitara a entrar.
No podía hacerlo. No esa noche, después de haber vuelto a estar tan cerca de Jamie. No tenía la menor duda de cómo terminaría aquello. Ella estaría pensando durante todo el tiempo, comparando a Davis con Jamie, y comparándose a sí misma con quien había sido aquella noche seis meses atrás.
Tenía que volver a encontrar aquello, pero eso no iba a suceder esa noche. No con Davis.
–Gracias –dijo de nuevo.
Davis retiró finalmente la mano y se apartó, con aspecto no demasiado decepcionado.
–Te llamaré. Quizá nos atrevamos a más la próxima vez. ¿Una cena?
–Tal vez –respondió tímida, regalándole un rápido beso en la mejilla antes de refugiarse en su apartamento.
Dejó el bolso sobre la mesa y colgó su abrigo en el armario del vestíbulo. El apartamento estaba tan silencioso y tan palpablemente solitario que, para cuando se dirigió a la cocina con la intención de servirse una copa de vino, ya se estaba arrepintiendo de haber despachado a Davis. Le había mentido. Con una sola copa de cerveza no había tenido bastante. Debería haber tomado tres, y quizá solo entonces habría tenido el coraje suficiente para dejarlo entrar en su apartamento. Para intentar dejarse llevar. Pero le resultaba imposible.
En alguna parte de su ser, sin embargo, debería encontrar la fuerza necesaria para ello. Y no estaba dispuesta a renunciar.
Para el día siguiente, Beth estaba absolutamente enfadada consigo misma. Un solo minuto con él, un vistazo, un simple contacto y ya no podía sacárselo de la cabeza. Y lo peor era que cada vez estaba resultando más obvio que Jamie había estado desesperado por quitársela a ella de encima, por sacarla de su local. Primero, la había acorralado pasillo abajo, y luego había saltado de alegría ante la oportunidad de despedirla a la mayor rapidez posible.
Seguramente tenía una relación. A ella eso le daba igual. ¿Pero y si estaba casado? ¿Y si había estado casado, ya en aquel entonces, la noche que habían pasado juntos?
Solo de pensarlo se le aceleró tanto el corazón que tuvo que apretarse el pecho con una mano. Eso lo explicaría todo…
Intentó olvidarse de ello mientras entraba en la tienda y saludaba a Cairo. Y lo mismo mientras procedía a desenvolver los últimos juguetes eróticos y a colocarlos en el escaparate. Pero en cierto momento, justo cuando estaba desembalando un sofisticado vibrador con música incorporada gracias al Mp3 que llevaba alojado dentro, no pudo ya luchar contra el constante remolino de pensamientos.
–¿Cairo?
Cairo estaba ocupada escuchando tonos de llamada en su móvil, intentando dar con el adecuado.
–¿Sí?
–Anoche estuve en Donovan Brothers y…
–¡Oh! –Cairo alzó la mirada hacia ella con una sonrisa de oreja a oreja–. Me olvidé de preguntarte cómo te había ido con tu cita.
–¿Mi cita?
–¿Con Davis?
–Oh. ¡Estupendamente! –exclamó Beth con demasiado entusiasmo–. ¡Sí, fue maravilloso!
Los ojos castaños de Cairo se iluminaron.
–¿Maravilloso? ¿De veras? ¿No esconde esa palabra un cierto arrepentimiento del día después?
–Para nada. Davis fue realmente dulce.
–Y sexy, ¿verdad? –insistió Cairo, sonriéndose como si Beth estuviera escondiendo algo–. ¿Te gustó ese dragón que lleva tatuado en el estómago?
Beth arqueó una ceja.
–No le vi el estómago, Cairo.
La joven se echó a reír, con su brillante melena negra enmarcando su delicioso rostro.
–Lo sé. Hablé con él esta mañana.
–¿Te llamó?
–No, lo vi en el curso de yoga. Razón por la cual sé lo del tatuaje del dragón, y por la que se me ocurrió juntaros a los dos, también. Si yo no tuviera ya dos novios, le daría un meneón tan grande que no volvería a recuperarse.
Beth puso los ojos en blanco.
–Fue muy correcto conmigo. Aunque, la verdad, no sabría qué pensar de un hombre que al día siguiente va y te cuenta a ti cómo ha pasado la noche…
–Él no me dijo nada. Fui yo la que me figuré que un tipo que teóricamente había pasado la noche en tu cama jamás necesitaría presentarse a las ocho a clase de yoga. El sexo es mucho más relajante.
Bueno, esa sería una buena manera de poner a prueba a Davis, pensó Beth. Dejar que pasara la noche con alguien y esperar luego a ver si iba a yoga al día siguiente.
–Por cierto… –dijo Cairo con un familiar brillo en los ojos–. Tienes que ver ese tatuaje. Se lo hizo el mejor artista de Colorado. Le delinea los abdominales hasta por debajo de la cintura. Pero muy abajo… Estoy segura de que se depila. Se lo depila todo.
A juzgar por la reacción de Cairo, Beth debió de haber hecho una mueca.
–¿Qué? ¡No me digas que nunca has estado con un hombre depilado!
Intentó adoptar una expresión de indiferencia. Lo intentó de veras. Pero, obviamente, no podía disimular su horror.
–¡Oh, Beth! –exclamó Cairo–. Te lo juro, es lo mejor. Toda esa carne tan suave. Nada entre tu boca y su piel… Y con un tipo como Davis, una querría acercarse todo lo posible, ¿no te parece?
–Yo… yo… –no podía imaginar el proceso. ¿Tumbado y espatarrado, con los pies en los estribos?–. Seguro que es estupendo.
–Bueno, quizá lo averigües por ti misma.
–Ya… –Beth intentó en vano ahuyentar la imagen–. ¿Harrison y Rex están depilados? –había coincidido con los dos novios de Cairo en numerosas ocasiones.
–Oh, Harrison siempre va muy arreglado. Rex no estaba interesado en un principio, pero se enceló con toda la atención que le estaba dedicando a Harrison, así que al final se acostumbró a la idea –la sonrisa de Cairo se estiró aún más, de oreja a oreja–. Ahora los dos son tan suavecitos…
«Oh, Dios», exclamó Beth para sus adentros. No debió haber preguntado. La próxima vez que viera entrar en la tienda a Harrison o a Rex, se desmayaría de vergüenza. Pero aquella no era la reacción adecuada en una sofisticada profesional de su negocio como ella, así que se esforzó todo lo posible por disimular su azoro.
–Eres una mujer de suerte –le dijo–. Y si tuviera que darte un dólar por cada vez que te he dicho lo que te he dicho…
–Ya hablaremos de eso después, si sigues viendo a Davis –Cairo pulsó en ese momento el botón del play de su teléfono y ambas bajaron la mirada a la pulsante cabeza del vibrador, que se iluminó de pronto de manera intermitente. Le dio un empujoncito con el hombro–. ¿Piensas seguir viendo a Davis?
–Ya veremos –Beth se quedó mirando las luces danzantes mientras procuraba no imaginarse a Davis sin vello.
–Terminas a las siete, ¿verdad? –le preguntó Cairo–. Si quieres marcharte ahora, yo me encargo. Quizá deberías darle un toque.
Cairo era la mejor empleada de Beth, siempre amable, vivaz e igual de trabajadora que ella. De hecho, Beth acababa de hacerla ayudante personal suya.
–Oye, ¿qué es lo que dijiste antes de Donovan Brothers?
–¿Qué? –inquirió a su vez Beth, con voz demasiado alta.
–La cervecería. Dijiste que estuviste allí anoche.
–Ah, sí. Er… una amiga mía quería saber si Jamie Donovan estaba casado. Tú lo has mencionado antes, ¿no?
–Oh, Dios, definitivamente no está casado.
–Ya. Bien. Se lo diré entonces a…
–Pero la semana pasada estuvo aquí con su novia, así que no está disponible, al menos por lo que yo sé. Aunque quizá tenga cada uno sus aventuras…
Beth asintió varias veces sin pensar, antes de llegar a asimilar sus palabras.
–¿Qué? –inquirió sin aliento.
–Ya lo sé, ya lo sé, perdona. Nada de cotillear sobre los clientes. Ahora mismo vuelvo al trabajo.
Cairo dejó fuera de la caja el modelo de vibrador como muestra y regresó a la caja registradora. Beth se quedó donde estaba por un momento. El pulso había empezado a atronarle la cabeza. ¿Jamie había estado allí? ¿Con su novia?
No, eso no podía ser verdad. Él no sería capaz de hacer algo así. Nunca se llevaría a su novia a su lugar de trabajo, sabiendo que vendía juguetes y lencería erótica. Eso sería demasiado cruel.
Cairo tenía que estar equivocada.
Beth asintió, intentando convencerse a sí misma de ello, pero no sentía la más mínima seguridad al respecto. Porque… ¿por qué Jamie no habría de ir allí?
Estaban en el sigo XXI. Ella era una mujer moderna, de pensamiento evidentemente avanzado. Se habían liado una sola vez, sentimientos aparte. Sin lazos ni compromisos. Ciertamente, muchos de los ex-novios de Cairo acudían a la tienda y la saludaban tan tranquilos, todo abrazos amistosos. Quizá no se le hubiera ocurrido a Jamie que ella pudiera sentirse dolida si lo veía con otra chica.
Habían convenido explícitamente en que aquella noche no significaría nada. Que a ella no se le diera tan bien ceñirse al trato no quería decir que Jamie fuera a tener el mismo problema.
Juntó las manos con fuerza mientras se repetía a sí misma que no se sentía dolida. Aun así… había sido una suerte que ella no hubiera estado presente cuando Jamie se presentó en su local. No habría podido reprimir el dolor de verlo entrar en su tienda en compañía de otra mujer, tomándola de la mano, escogiendo en su compañía artículos que usar más tarde en el dormitorio…
Beth suspiró profundamente solo de pensarlo. En las breves horas que había pasado con él, le había parecido un hombre bueno y considerado. Oh, diablos, quizá estuviera simplemente más evolucionado que ella en el terreno sexual.
Pero la noche anterior se había comportado de una manera absolutamente taimada. Escurridiza. Aquello no tenía ningún sentido.
Se retiró a su despacho y cerró la puerta. Se enfadó de repente. Se había sentido terriblemente culpable por haber acudido a su cervecería con otro hombre. ¿Qué clase de imbécil era él? ¿Y cuándo exactamente se había liado con aquella otra chica? Todo aquel misterio que se le había antojado tan excitante en la feria comercial en la que lo conoció parecía haber adquirido de pronto una nueva luz mucho más siniestra…
–El muy canalla… –gruñó.
Debería olvidarse del tema. En aquel momento, a seis meses vista, no podía importarle menos, aunque lo cierto era que se sentía abrumada por la necesidad de confrontarlo. Abrió el móvil, pero era inútil. Había borrado su número a las dos semanas de haberlo conocido. Había tenido que borrarlo de su vida porque el recuerdo de aquel único encuentro se había convertido en un afrodisíaco en sí mismo. Porque había sabido que, si no lo hacía, la tentación crecería y crecería hasta tragársela.
–Maldita sea –masculló.
Quizá le resultaría más fácil contactar con él por medio de la cervecería. Menos privacidad, menos intimidad. Nada que le recordara la noche en que su móvil había sonado y él había pronunciado dos únicas palabras: «habitación 421».
Se le erizó el vello de los brazos mientras un escalofrío eléctrico recorría todo su cuerpo.
Carraspeó y sacudió la cabeza. No debería llamarlo. Eso lo sabía bien.
Pero tal vez pudiera averiguar la verdad de otra manera. Entre Facebook, Twitter y demás redes sociales, la vida de la gente había dejado de ser privada.
–No importa –se dijo. Si él era una especie de canalla engañoso de dos caras, ella no tenía la culpa. Pero terminó cediendo a la debilidad y buscó su nombre en Google de todas formas. Aparecieron miles de entradas, todas aparentemente relacionadas con la cerveza y premios recibidos por la cervecería. Buscando una información más personal, clicó un enlace de Twitter. La cuenta estaba a nombre de Jamie Donovan, de la cervecería Donovan Brothers, pero la imagen estaba equivocada.
Frunciendo el ceño, clicó en la foto para ampliarla. Definitivamente, aquel tipo no era Jamie. De hecho, se parecía mucho al joven rubio al que había visto atendiendo la barra de la cervecería la noche anterior.
–¿Qué diablos…?
Absolutamente perpleja, volvió a Google y clicó la búsqueda de imágenes. La primera que salió fue la del joven rubio, otra vez. Siguió mirando. La mayoría de las imágenes pertenecían al rubio. Las únicas en las que vio a Jamie eran de grupo. Clicando en la mayor de las imágenes de grupo, leyó el pie: Wallace Hood, Eric Donovan, Tessa Donovan, Jamie Donovan, Chester Smith.
Aquello no tenía ningún sentido. Continuó revisando las siguientes páginas de imágenes, pero en su mayoría eran logos de la empresa Donovan Brothers y fotos de jarras de cerveza.
Hasta que vio dos imágenes de vídeo y las abrió, casi mareada de expectación.
El primer vídeo estaba enlazado a una cadena local de noticias. Lo abrió y esperó, conteniendo el aliento.
Sonó la melodía de entrada de las noticias, y luego la cámara enfocó a una periodista rubia muy arreglada que sonreía de oreja a oreja.
–¡Hoy damos una gran noticia referente a un establecimiento icónico de la localidad! Me encuentro en la cervecería Donovan Brothers de Boulder, Colorado, y me acompaña ahora mismo uno de los dos hermanos, en persona…
La cámara se retiró lentamente, introduciendo en el cuadro un brazo, luego un hombro, y por fin al hombre de cabello rubio oscuro al que había visto en la barra. Beth frunció el ceño.
La periodista lo miraba con expresión radiante.
–Este es Jamie Donovan, uno de los famosos hermanos…
El joven hizo un guiño a la reportera mientras la cabeza de Beth empezaba a dar vueltas.
Jamie Donovan. Jamie. Que no el hombre con quien ella se había acostado.
Aquello era absurdo. El tipo y la periodista seguían hablando, con sus palabras tintineando en su cabeza como cristales rotos que le estuvieran arañando el cráneo. Era Jamie… y no era Jamie. Miraba fijamente el nombre que aparecía debajo del hombre que hablaba: Jamie Donovan, de la cervecería Donovan Brothers.
Le temblaba la mano cuando alcanzó el ratón y clicó el icono de pausa de vídeo.
Un extraño peso parecía crecerle en la garganta. No era de lágrimas, ni de enfermedad, ni de emoción. Tenía la sensación de que la carne se le estaba inflamando, constriñéndole la garganta cada vez más. Intentó tragar y no pudo.
El hombre del vídeo trabajaba para Donovan Brothers. Había estado en la cervecería. Estaba en las imágenes de Google. Pero no era Jamie.
Beth volvió a pasar frenéticamente las imágenes hacia atrás hasta que recuperó la anterior fotografía de grupo. Abrió otra ventana y fue investigando cada nombre, pero no consiguió buenas imágenes. Siempre le salía el logo verde de Donovan Brothers y fotos de los premios y marcas de las diferentes variedades de cerveza que vendían.
¿Quién era él? ¿Era Wallace, o Chester, o Eric?
Se levantó tan rápidamente que se dio un buen golpe en un muslo, sin que llegara apenas a registrar el dolor. Tambaleándose, regresó a la alegre luminosidad de la tienda.
–¿Cairo?
Cairo asomó la cabeza detrás de la caja registradora.
–¿Sí?
–¿Qué aspecto tiene Jamie Donovan?
–No sé –se encogió de hombros–. Mono. Bastante pijo. Conservador. Pero tiene una sonrisa muy bonita.
–¿Pelo oscuro? –se obligó a preguntarle Beth, aunque tenía la garganta demasiado cerrada para que pudieran salirle las palabras.
–No, oscuro no. Dorado más bien. Pero tampoco muy rubio. ¿Por qué?
–Es solo que… Nosotros –toda aquella sangre que se le acumulaba en el cerebro no le estaba haciendo ningún bien. No podía pensar. Ni siquiera era capaz de sentir. Sentía entumecido el cuerpo entero–. No, por nada.
–¿Te encuentras bien?
Cairo se dispuso a acercarse, pero Beth retrocedió.
–Estoy bien. Es solo que… no, la verdad es que no me encuentro muy bien. ¿Sigue en pie tu oferta de cubrirme durante una hora? Creo que será mejor que me vaya a casa.
–Por supuesto, pero….
Beth corrió de regreso al despacho a recoger el bolso y el móvil. Borró el historial y cerró el ordenador. No supo por qué lo hizo: lo único que sabía era que sentía vergüenza. Vergüenza porque la habían engañado. Porque le habían hecho quedar en ridículo. Y, Dios mío, estaba volviendo a experimentar una horrible y familiar sensación con la que no había tenido que lidiar en años.
En su cabeza, empezó a escuchar las palabras que había absorbido a lo largo de sus estudios sobre sexualidad femenina e historia de las mujeres. «Nadie puede hacerte avergonzar. Vergüenza significa que has hecho algo malo, y tú no has hecho nada malo». Pero… ¿qué otra cosa podía sentir después de que la hubieran engañado y mentido?
Se le saltaron las lágrimas, pero gruñó para ahuyentar la frustración y las dominó.
Esa vez ya no tenía diecisiete años. No tenía por qué quedarse simplemente sentada y asimilarlo. No, esa vez se enfrentaría directamente con el problema. Haría avergonzarse al único que debería sentir vergüenza por lo que había pasado.
Cuando abandonó a toda prisa el despacho, Cairo estaba atendiendo a una clienta, espolvoreándole sobre el brazo una muestra de miel en polvo, pero alzó la vista con expresión preocupada. Beth vio cómo la clienta alzaba el brazo y se lamía tentativamente la muñeca. En cualquier otra ocasión, la vista le habría hecho sonreír, pero ese día simplemente se quedó viendo a la mujer con la mirada vacía.
Todavía tenía el cuerpo entumecido y la cabeza le retumbaba como un tambor. Se le ocurrió que probablemente no debería conducir en ese estado, pero empujó las puertas y se dirigió directamente a su Nissan color rojo cereza. El motor rugió a un leve giro de la llave. Se lo había comprado cinco meses antes simplemente por capricho, porque estaba intentando mentalizarse a sí misma para satisfacer sus deseos. Y lo que deseaba en aquel momento era matar a alguien. Alguien cuyo nombre ni siquiera conocía.
La sorpresa del descubrimiento volvió a impactarla, y respiró profundo para sobreponerse al mareo. Estaba dentro de un coche, conduciendo. No podía dejarse vencer por los puntos negros que bailaban en los bordes de su campo de visión. Respiró profundamente una vez más, y otra. Y aunque el cráneo entero todavía le retumbaba con cada latido, la visión se le fue aclarando y, conforme se acercaba a la cervecería, empezó a sentirse más tranquila. No menos furiosa, sino más. Furiosa de una manera concentrada.
Entró en el aparcamiento del local, apagó el motor, bajó del coche y cerró cuidadosamente la puerta.
Sus tacones machacaban los pocos granos de arena que cubrían el asfalto. Miró su propia mano cerrándose sobre el picaporte mientras abría la puerta como si aquellos dedos pertenecieran a otra persona.
Penetró de golpe en una estampa alegre. Música de fídula por los altavoces. Risas procedentes de una mesa cercana. Beth atravesaba aquellas risas como si estuviera dentro de uno de aquellos sueños en los que nada tenía sentido, pero siguió caminando.
El hombre que estaba detrás de la barra empezó a volverse. El corazón de Beth se preparó para aquel encuentro, pero resultó que no lo conocía de nada. Un desconocido. Aunque, en realidad, todos eran desconocidos.
–¿Está Jamie Donovan? –le ardió la piel de vergüenza cuando pronunció su nombre.