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Enrica tiene diecisiete años y sobrevive pasivamente en una cotidianidad mediocre y asfixiante. En su casa, como ajenos a su presencia, coexisten un padre abstraído en la construcción de invendibles jaulas para pájaros y una madre desengañada que se consume en una rutina anodina y frustrante. Sumida en esta condición de crónico desamparo, Enrica se ve obligada a hacer frente sola a los cambios de una existencia desconcertante sin más armas que su desidia. Indolente y resignada, se deja arrastrar por la inercia de la vida y deambula a tientas entre el amor y el sexo buscando en ellos un refugio y una forma de definirse. En este paisaje de desoladora aridez emocional, que se refleja en la sórdida atmósfera de la periferia proletaria de la Roma de principios de los años sesenta, se lleva a cabo la educación sentimental de una adolescente aturdida por una descarga continua de sensaciones sin sentimientos que lucha instintivamente para encontrar su propia identidad de mujer. Un bellísimo retrato que destaca por la fuerza narrativa y la inmediata sencillez realista que acomuna a los mejores personajes femeninos creados por Dacia Maraini.
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Seitenzahl: 265
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Vino a abrirme el padre de Cesare. Llevaba un batín gris forrado de franela roja. Me saludó moviendo ligeramente su gran cabeza entrecana y me sonrió alegremente, como de costumbre, apartándose con aire malicioso.
—¿Buscas a Cesare?
—Sí.
—Espera, que lo llamo.
Cesare ya me había oído llegar y le gritó a su padre que me hiciera pasar a su habitación.
—Está estudiando —dijo el padre, guiñando un ojo—. Exámenes dentro de un mes.
Me acompañó hasta la habitación de su hijo y allí se detuvo, con los dedos en la manilla.
—¡Qué bueno es! Estudia mucho —dijo, sin decidirse a abrir.
—Bien, pues me voy a leer el periódico —añadió con una sonrisa tímida—. No tengo otra cosa que hacer: el periódico, la radio y, de vez en cuando, un café.
Por fin abrió la puerta y me dejó pasar. Luego volvió a cerrarla con delicadeza y lo oí alejarse arrastrando las pantuflas.
—Llevo media hora esperándote —dijo Cesare.
—Tenía cosas que hacer.
—¿Qué cosas?
Me encogí de hombros. Cesare me miró arrugando la frente. Se observó las manos alargadas y bien cuidadas, con las yemas planas.
—Espera un momento, que termino el capítulo. Siéntate.
La habitación estaba abarrotada de muebles. Las contraventanas estaban entrecerradas. Había un olor denso a humo y a polvo. Cesare estudiaba en bata, con los codos apoyados en el escritorio. Tenía la mesa llena de libros.
La luz le aclaraba el pelo, que llevaba largo sobre la nuca. Un mechón rubio le resbaló sobre la frente. Se lo echó hacia atrás con los dedos y volvió a mirar el libro con ojos atentos.
—No puedo —dijo poco después apartando el libro.
La bata se le abrió sobre el pecho liso y sin vello.
—¿Te apetece? —añadió, cambiando el tono de voz.
—Sí.
—¿Por qué no has venido antes? No puedo estudiar cuando te espero.
—Mi padre. Con sus seguros —dije.
—Ya estás con lo de siempre.
Me quité el abrigo y la bufanda.
—Deberías vestirte mejor cuando vienes a verme. No me gusta verte siempre con el mismo jersey sucio.
—¿Quieres decir el vestido azul?
—Ese u otro. Pareces una andrajosa. Mírate —dijo levantándose y señalándome el espejo del armario.
Vi el cuello del jersey dado de sí y los cercos descoloridos por el sudor bajo las axilas. Agaché la cabeza.
—¿A que sí?
Asentí.
—No me irás a decir que tu padre no tiene dinero para comprarte un jersey nuevo. Uno de mil liras en el Upim.1
—Mi padre ni se entera de estas cosas —dije, y reí—. Mi padre trabaja en una compañía de seguros. Piensa solamente en sus cosas. A la familia, ni la ve. Pero lo de debajo está limpio. La ropa interior me la lavo yo misma.
—Desnúdate —dijo Cesare, y cerró el armario. Acercó su gran cabeza rubia a la mía. Tenía los ojos azules, grises y amarillos, como los de un gato. Y los dientes anchos y cortos.
Nos desnudamos y nos metimos bajo las sábanas.
—Se me ha olvidado cerrar la puerta con llave —dijo, apoyándose sobre un codo—. ¿Me levanto yo?
—Pero tu padre no vendrá —añadí.
—Vete a saber. A veces pienso que me espía por el ojo de la cerradura. Papá es como un niño.
—¿Por qué mira?
—Por curiosidad. Le divierte.
Sentía sus pies fríos contra mis tobillos. Me apretó hasta dejarme sin respiración. Acabó en seguida, se echó a un lado y se durmió. Yo me puse a mirar el techo, que parecía un bordado. Tenía dibujos rosas, violetas y negros, flores grandes como bandejas y hojas brillantes y rectas como espadas. Conté los pétalos de una de esas flores. Eran doce, ya lo sabía. Pero siempre volvía a contarlos, como si no estuviera segura. Bajo mi brazo notaba el hombro suave y caliente de Cesare, que se alzaba y descendía con cada respiración.
De las paredes colgaban enmarcadas unas fotos de Holanda. Un molino, un canal, prados grandes y verdes, un mar agitado y gris con veleros y gabarras llenas de flores amontonadas.
El teléfono sonó junto a la cama. Cesare alargó una mano y se llevó el auricular a la oreja.
—¿Dígame?
Rápidamente puso una voz dulce y habló como si estuviera solo. Era su novia.
—Sí, estoy estudiando. No, esta tarde tengo que estudiar. Mañana a las cinco, ¿vale? Sabes que te adoro. Te mando un beso, sí. Mándame tú otro.
Cuando dejó el teléfono se volvió hacia mí, con una sonrisa avergonzada.
—¿Te molesta?
—No.
—¡Qué cosa más estúpida, el matrimonio! —dijo apretándome contra él.
—¿Por qué te casas con ella?
—Ya ves. No lo sé ni yo.
—¿Cuándo es la boda?
—En abril. Tendremos que dejarnos, ya lo sabes.
—Ya me lo habías dicho.
—¿Y si después me sigue apeteciendo estar contigo?
—No sé qué decirte.
—De todos modos, no tendré tiempo. Tengo que terminar la carrera este año. Me gustaría ganar algo de dinero, no quiero que se diga que me he casado con una rica para que me mantenga.
Bajó de la cama, se puso la bata y se la remangó sobre sus brazos rubios, donde se veían las venas azuladas. Se llevó las manos a la garganta. Dijo que le dolía.
—He fumado demasiado estos días. Pero ¿cómo se puede estudiar sin fumar? —Encendió un cigarrillo y me lo pasó—. ¿Quieres?
Negué con la cabeza. Le dio una calada y expulsó el humo por la nariz y por la boca, lentamente.
—Vístete. Ahora ya puedo ponerme a estudiar con más calma. Necesito concentrarme.
Abrió la puerta y asomó la cabeza.
—No veo a mi padre. A lo mejor ha salido. Bueno, yo voy a la cocina a prepararme un café. Ven, te preparo una taza a ti también —dijo, y se dirigió hacia el fondo del pasillo.
Encontramos a su padre en la cocina, sentado junto a la ventana, con la mirada fija en el periódico, aunque parecía que dormía. Nos sonrió y volvió a leer el periódico.
—Pescado contaminado por las radiaciones. Es de locos —dijo de pronto, alzando la cabeza.
—¿Quieres café, papá?
—Sí, un poco. «El pescado, descargado ayer en el puerto de Génova…» —leyó—. Muy bonito —dijo, golpeando la hoja del periódico con la mano abierta—. Como para envenenarnos a todos —añadió, y le dio un sorbo al café.
—Un poco más de azúcar. Muy bien, Cesare —continuó mientras alzaba la vista del periódico—, preparas el café mejor que yo.
En cuanto acabó de bebérselo, Cesare me empujó hacia la puerta de entrada, ignorando al padre, que seguía comentando en voz alta las noticias del día.
—Adiós, bonita —me gritó desde la cocina el padre.
—Pero ¿tu padre no se da cuenta de lo que hacemos? —pregunté.
—Hace como que no se entera. A él, con que no le molesten, le basta.
—Es discreto —dije.
—¡Qué va!
Cerró la puerta detrás de mí y yo bajé por las escaleras despacio, recordando su cuerpo caliente y nervioso durante el sexo y sus gestos bruscos, entre la rabia y la timidez.
Mi padre no estaba en casa cuando llegué. Poco después llegó mamá. Cansada, de mal humor, se fue directamente a su habitación y se tumbó en la cama.
—¿Te ha dicho algo? —me gritó de pronto, ansiosamente, a través de la puerta abierta.
—No.
—Tienes que ser más lista. Haz que te desee. Y, sobre todo, no le concedas nada. ¿Está claro?
—Sí.
Mamá empezó a desnudarse en su habitación fría y sin adornos, a la débil luz de una pequeña bombilla sin pantalla, y de vez en cuando me gritaba algo acerca de Cesare.
—¿Qué?
—Digo que deben de tener una buena posición esos Rapetto. Nunca me has contado cómo es la casa. ¿Cuántas habitaciones tiene?
—No lo sé.
Procuré no mirarla mientras se quitaba el corsé y buscaba la bata en el armario. Me hacía pensar que un día me volvería como ella, gorda, con las carnes flácidas y llena de arrugas.
—Tú nunca sabes nada. Deberías mostrarle más respeto a tu madre. ¿Se te olvida que te llevo cuarenta años? Sé de la vida más que tú, así que te conviene hacerme caso si no quieres acabar mal. ¿Me has entendido?
No le importaba mucho si le respondía o no. Mientras me hablaba así, se examinaba minuciosamente la piel en el espejo e, inclinando la cabeza, se cogió un mechón de pelo con los dedos para comprobar si el tinte aún aguantaba. Luego se sentó en la cama y se puso a masajearse los pies cuchicheando para sí misma.
—¿Has estudiado? —preguntó, por fin, tras un largo silencio.
—No.
—Me gustaría saber cómo piensas sacarte el título si no estudias nunca.
No le contesté. Fue a coger mis libros y me los abrió sobre la mesa.
—Estudia —insistió, empujándome hacia la silla.
Salí de casa encogida dentro del abrigo, que me quedaba pequeño. Tenía un agujero en la suela del zapato por el que me entraba agua. Sentí un escalofrío en la espalda. Me envolví el cuello con la bufanda. La calle estaba vacía. La lluvia había ahuyentado a la gente. Ya no llovía y el agua fluía hacia las alcantarillas bajo las aceras. Yo caminaba mirando al suelo, atenta a no meter el zapato agujereado en algún charco. Entré en la papelería y compré un cuaderno para taquigrafía. El propietario, un hombre flaco y bajito que se parecía a mi padre, me sonrió con aire bonachón mientras contaba las monedas para darme las vueltas.
—Que estudies bien —dijo alegremente.
Salí de la tienda y caminé hasta la avenida XXI de Abril siguiendo los raíles del tranvía. Me detuve y, después de dudar un instante, crucé la calle para ir a telefonear desde el bar Mocambo, en la acera de enfrente.
—Cesare no está —me respondió la voz de su padre—. Pero si quieres puedo darle el recado cuando vuelva —continuó, amable y afectuoso.
—No, gracias. Pero ¿cuándo vuelve? —pregunté yo.
—Ah, no lo sé, hija. Ha salido a eso de las tres. Habrá ido a estudiar a casa de algún amigo —dijo.
«Habrá ido donde su novia», pensé, y colgué. Cuando salí, llovía otra vez. Me cubrí la cabeza con el pañuelo y caminé pegada a la pared. Oí el tranvía a mis espaldas y luego lo vi detenerse a pocos pasos de mí. Apenas había puesto el pie en el estribo cuando volvió a arrancar bruscamente.
Mientras trataba a duras penas de abrirme paso, noté que alguien me agarraba del brazo.
—Hola, Enrica.
—Hola —dije. Era un compañero de clase.
—¿Qué haces?
—No sé.
Se echó a reír.
—Yo voy a bailar. ¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Adónde?
—A casa de un amigo, de Giordani, ¿te acuerdas de él?
Negué con la cabeza.
—Uno alto con gafas. Está en la clase de al lado de la nuestra.
—Ah, sí. ¿Y dónde vive?
—En la calle Marsala.
—¿Cerca de la escuela?
—Dos edificios más allá.
Olía intensamente a impermeables mojados y los paraguas goteaban sobre los pies de la gente. Miré a mi amigo: no me acordaba de su nombre. Tenía la cara angulosa, con los pómulos prominentes y los labios finos.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—Yo veinte. ¿Y tú?
—Diecisiete.
—Entonces qué, ¿vienes?
—Vale.
Cuando nos bajamos me agarró de la mano y se puso a correr bajo la lluvia. El barro me salpicaba las piernas y el abrigo, notaba el pelo mojado que se me pegaba en la frente.
—¡Qué manera de llover! —dijo él.
Pasamos por delante del escaparate de la zapatería donde me paraba siempre al salir de clase. Los zapatos parecían más bonitos detrás del cristal brillante. Me paré también esta vez, fascinada. Él me dio un tirón y seguimos corriendo hasta el final de la calle.
No nos detuvimos hasta quedar resguardados de la lluvia, en un portal oscuro que apestaba a orín de gato.
—¿Cansada?
—Un poco.
Me apretó la mano. Se la retiré y me arreglé el pelo mojado. El pañuelo estaba empapado. Sentía en los pies la humedad de los zapatos calados.
—¡Me he puesto perdido! —dijo él mientras se miraba los bajos de los pantalones, que habían cambiado de color.
La escalera estaba a oscuras y los escalones eran altos. Llegamos al último piso sin aliento.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras esperábamos delante de la puerta cerrada.
—Carlo.
Vino a abrirnos Giordani, vestido de oscuro, con los ojos azules y miopes abiertos de par en par detrás de unos gruesos vidrios.
—Hola.
—Buenas tardes.
—¡Menudo chaparrón!
El recibidor era húmedo y estrecho, y estaba lleno de fotos enmarcadas.
—Al coronel Giordani, el general Giossi —leí en voz alta.
Carlo se acercó hasta la foto envejecida en su pesado marco dorado.
—Al coronel Giordani, pero la firma es ilegible —corrigió, pedante. Seguimos a Giordani hasta el salón. Era una gran habitación asimétrica con una gran lámpara de cristal y hierro forjado que colgaba del centro del techo.
Vi a un montón de chicas apiñadas unas contra otras en un sofá; delante de ellas, de pie, algunos chicos fumaban torpemente.
—¿Queréis una limonada? ¿Un poco de anís? —Giordani alzó el vaso y la botella ante sus ojos de miope y vertió en el vaso un poco de aquel licor blanco y viscoso.
Junto al gramófono, colocado sobre un viejo mueble con adornos de taracea, había una pila de discos. Carlo se puso a ojearlos. Eran pequeños discos de cuarenta y cinco revoluciones: todo canciones americanas y francesas. La música salía por el altavoz, unas veces ronca y agresiva, otras veces suave y empalagosa. Carlo seguía el ritmo con el pie.
—¿Cómo se llama Giordani?
—No me acuerdo. Su padre es coronel —dijo, complacido—. Ahora está retirado. Ha estado en no sé cuántas guerras y tiene un montón de medallas. —Hizo un ruido despectivo con la boca.
Giordani iba de un lado para otro con la botella en la mano, ofreciendo bebida a todo el mundo. Y, cuando se acercaba con el vaso, rogaba a todos que bailaran.
—¿No os divertís? —preguntaba incómodo—. Bailad, por favor —insistía.
Pero nadie bailaba. Hasta que él mismo fue a sacar a una chica y le hizo dar vueltas por el salón.
—Es un rocanrol, no lo sé bailar —dijo al final, secándose el sudor de la frente. La chica se reía. Alguien dijo que no era un rocanrol. Carlo sacó un disco de la funda y lo puso en lugar del otro. Algunos chicos comenzaron a bailar.
—Mucho mejor —dijo Giordani mientras se me acercaba.
—Era cuestión de un poco de tiempo —dijo Carlo, y le guiñó un ojo.
Vino hacia mí una chica que se llamaba Gabriella. Era una de mi clase. Llevaba el cabello pelirrojo suelto sobre la espalda. Tenía una cara pequeña y blanca, llena de pecas, que se le perdía entre el pelo. La miraban todos porque llevaba un vestido ajustadísimo ceñido sobre su cuerpo pequeño y bien formado.
—Hola, Enrica —dijo, y empezó a hablarme de la escuela. Dijo que la profesora Aiuti había descubierto a dos besándose en el baño y que había montado un numerito.
¡Qué idiotas! —dijo—. ¿No podían hacerlo fuera? Ahora lo sabe todo el mundo y les toman el pelo. Los llaman «los novietes del váter». Con lo fea que es Elisa. ¿Qué le habrá visto él a ese callo?
Carlo la cogió por la cintura y bailaron muy apretados. Yo apuré mi vaso y me acerqué a la ventana. Fuera seguía lloviendo. La calle estaba poco iluminada y las gotas caían densas y luminosas ante el halo de la farola, que oscilaba por el viento. Pasaban algunas sombras corriendo bajo un paraguas abierto. Los coches, a intervalos, iluminaban a los peatones con dos conos de luz y se alejaban salpicando agua. En la casa de enfrente unos niños se perseguían por una habitación muy iluminada y una mujer cocinaba en pie, delante de los hornillos.
—¿Quieres bailar?
Carlo me rodeó la cintura con el brazo y me atrajo hacia sí. Bailaba despacio, sin prestar atención a la música. Estaba excitado y restregaba su cuerpo contra el mío con los ojos entornados.
Bailamos dos o tres piezas, siempre igual de agarrados. Entonces alguien apagó la luz. Una chica chilló. Otros se rieron. Carlo me apretó aún más y empezó a jadear junto a mi oreja. Sentía la presión de su vientre contra el mío a través de la lana del vestido.
Ahora todos bailaban en silencio. Solo se oían los pies arrastrándose por el suelo y la respiración agitada de algún chico excitado.
—Esto marcha, ahora sí que marcha —repitió Giordani en la oscuridad. Carlo se rio.
—Marcha estupendamente —dijo, y me rozó los labios.
—Estamos solos —decía Giordani—, mis padres están fuera. Tenemos que aprovecharlo.
Parecía que nadie le escuchaba. Alguien gritó que hacía falta más vino y él se fue a buscarlo, después de haber encendido la luz. Una chica lo siguió y volvió sola, con la cara colorada y la blusa fuera.
—He encontrado una botella de Tenerelli —gritó, mostrando el coñac. Un chico se precipitó a quitársela. Otros corrieron detrás de él y la botella pasó de mano en mano. Bebían a morro, directamente de la botella, y se reían sin motivo, doblándose en dos, dándose manotazos en la espalda. —No, esa no —gritó Giordani mientras trataba de recuperar la botella, ya medio vacía.
—¿Qué más te da?
—Mi padre me mata si no encuentra su botella. La tenía escondida en su habitación.
—Mentiroso.
La chica se le plantó delante
—Estaba en la cocina.
—Mentirosa lo serás tú. Hemos caído sobre la cama y ahí estaba, debajo de la almohada.
Todos se echaron a reír. La chica aprovechó para coger la botella y Giordani se rindió a regañadientes.
Carlo me dejó para irse a bailar con Gabriella. Se restregaba contra ella como había hecho conmigo. Gabriella apoyó la mejilla en su hombro. Carlo hundió la nariz entre sus cabellos y le dijo algo al oído.
Le pregunté a Giordani dónde estaba el teléfono. Él me acompañó por el pasillo.
—¿Te hace falta la guía telefónica? —preguntó.
—No.
No se decidía a irse. Se acercó tímidamente a mí y trató de atraerme hacia él apretándome la cintura con las dos manos.
—Déjame sola —le grité al oído.
Retiró inmediatamente las manos y se marchó curvando la espalda. Marqué el número y esperé.
—¿Cesare?
—¿Qué pasa? —Era él. Pero tenía una voz extraña—. ¿Qué quieres? —continuó, esforzándose por resultar amable.
—Me gustaría verte.
—No puedo; ni hoy ni mañana. Tengo mucho que estudiar. Ya sabes que dentro de pocos días tengo el examen. Te llamo yo cuando pueda.
—Vale —dije. Colgué.
Pensé en su voz y comprendí lo que había de extraño en ella: estaba en la cama con una mujer. Contestaba igual cuando estaba yo con él, en pleno sexo. Niní, su novia, no era la clase de chica que se deja tocar antes del matrimonio. Entonces, ¿quién era?
Casi podía verlos. En esa habitación que conocía tan bien. Cesare quizá se acababa de dormir. Y ella, con la pierna apoyada sobre su muslo, a lo mejor también dormía o miraba al techo, igual que hacía yo. Entonces él deja el auricular, luego la observa para averiguar si ella ha intuido quién soy. Le roza un hombro con los labios. Ella sonríe. Él mira de reojo el reloj. Decide que es hora de volver a ponerse a estudiar. Quizá vaya a prepararse un café a la cocina. Y su padre estará allí, leyendo el periódico, amable como siempre e indiferente a todo.
—¿Qué haces, Enrica?
Carlo se me había acercado sin que me diera cuenta. Me cogió por los hombros, me dio la vuelta y me besó. Tenía los labios finos. El aliento le olía a anís.
—¿Vienes?
Le seguí hasta el salón oscuro, donde algunas parejas habían dejado de bailar y se besaban por los rincones. La única luz era la de la farola de la calle; entraba de refilón por los cristales y difundía una claridad ambigua alrededor de la ventana. El volumen del gramófono estaba puesto al mínimo. Entreví el pelo de Gabriella sobre el jersey de un chico gordo tumbado en el sofá. Ella se había quitado los zapatos y se reía histéricamente.
—¿Qué le pasa?
—Habrá bebido demasiado.
Carlo ya no bailaba. Me apretaba contra la pared como si quisiera aplastarme mientras me besaba las orejas y el pelo.
—Ya me he cansado de estar aquí. ¿Vienes fuera conmigo? —preguntó, separándose de repente.
—Mira a ver si aún llueve.
Fue hasta la ventana y la abrió. Me acerqué yo también a la repisa y asomé la cabeza. Parecía que había dejado de llover. Desde la calle llegaba un agradable olor a mojado.
Sin despedirnos de nadie, salimos de la casa de Giordani después de haber buscado a tientas nuestros abrigos entre un montón que había encima de una cama.
En la calle hacía frío. El aire húmedo nos envolvió y se pegó a nuestros cuerpos como una gasa mojada.
—Conozco un sitio donde podemos estar tranquilos —dijo Carlo.
—¿Dónde?
—Tú ven —contestó.
Al cabo de un rato tenía los zapatos llenos de agua. Pero no sentía el frío. Al doblar la esquina el viento nos golpeó suavemente. El asfalto mojado reflejaba los colores de los coches y de los escaparates.
Caminamos durante un buen rato, uno al lado del otro. Los coches nos adelantaban velozmente con el rumor blando de los neumáticos sobre el agua. Carlo miraba hacia delante, sombrío. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Yo intentaba mantener su paso. A veces me dejaba atrás y yo lo alcanzaba con una carrera. Estaba acalorada y me dolían los pies.
—Pero ¿adónde vamos?
—Tú calla. Ya sé yo.
Me miró un instante como sin verme y aceleró el paso. Pasamos por delante de un quiosco tapizado de revistas de colores vivos. Me distraje un momento para mirar, pero Carlo siguió andando con decisión.
—Ya estamos —dijo, por fin.
Miré a mi alrededor. Era una calle sin empedrar y llena de baches. A un lado se erguían los esqueletos de dos edificios en construcción. Detrás de una valla se veía un jardín encharcado, lleno de plantas y de flores.
—¿Y ahora?
—Ven.
Miró a su alrededor; luego quitó una tabla de la valla y se agachó para pasar al otro lado.
—Pero ¿no habrá alguien?
—No. Están arrancando las plantas para hacer aquí un bloque de pisos. Pero en la obra de al lado hay un vigilante. Procura no hacer ruido.
Me colé detrás de él. Me resbalé en el barro y para no caer me agarré a una tabla. Carlo me hizo señas para que estuviera callada y lo siguiera. Las hojas se me pegaban a la cara; notaba en la boca un sabor a agua y polen. Carlo caminaba con seguridad, sin mirar por dónde pisaba. De vez en cuando se volvía para ver si le seguía.
—Venga —me animaba—. Date prisa.
Detrás de unas matas, adosada a la pared de la casa en construcción, entreví una caseta muy baja, como una leñera.
Entramos a gatas. Apenas cabíamos los dos. En el suelo había extendida una gruesa esterilla empapada de agua. Carlo se sentó encorvado, como si de repente le fallaran las fuerzas. Le temblaban las manos y no conseguía encenderse el cigarrillo.
—Estará mojado —dije.
Sacudió la cabeza. Gastó diez cerillas y al final consiguió encenderlo. Me echó el humo a la cara.
Cuando se me pasó el sofocón de la carrera, también yo me sentí aterida de frío y desilusionada. No tenía ganas de tocarle. Miré el jardín, más allá de la portezuela. Por entre los tablones desvencijados de las paredes entraba agua. Me ceñí el abrigo. Me sentía calada hasta los huesos.
Carlo tiró el cigarro a medio fumar y se puso a masajearme los pies con fuerza.
—¿Tienes frío? ¿Tienes frío? —preguntaba.
—No —dije, y era verdad. El calor me subía por las piernas.
De repente se me echó encima y se puso a toquetear entre su abrigo y el mío.
—Cuánta ropa… —protestó, y luego se echó a reír. Me arrancó un botón.
Hicimos el amor con furia, obstaculizados por los abrigos y la ropa. Al final Carlo se dejó caer a mi lado con un suspiro de satisfacción.
Encendió un cigarrillo y me lo pasó. Le dimos una calada cada uno. Empezaba a sentirse la humedad a través de los abrigos.
—¿Nos vamos?
—Sí.
Al salir del cuchitril nos manchamos de barro las rodillas. Carlo me atrajo hacia sí y me besó. Solo se oía el ruido de las hojas mojadas bajo nuestros pies y la bocina de algún coche, a lo lejos.
Carlo me rodeó los hombros con un brazo.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las ocho y media.
—Es tarde. Mi madre me echará la bronca.
—Pues que te la eche.
Carlo se dirigió hacia la salida y yo le seguí. Quitó la tabla y cuando pasamos al otro lado la volvió a poner en su sitio. Nos paramos bajo una farola para examinar nuestras ropas.
—Dios, cuánto barro —gruñó Carlo. Miré su espalda cubierta de fango, sus zapatos embarrados—. Pareces un gato rabioso con esos pelos mojados y revueltos —me dijo.
—Y tú no sé lo que pareces, pero algo muy gracioso.
Nos abrazamos por última vez y echamos a correr para alcanzar un tranvía que acababa de doblar la esquina de la calle.
El tranvía estaba abarrotado de trabajadores que volvían a casa para cenar. Tenían todos aspecto de estar cansados y hambrientos. Yo me puse el pañuelo en la cabeza, procurando esconder el pelo revuelto.
—¿Dónde vives?
—En la calle Moroni.
—Te acompaño —dijo—. Yo también vivo por allí.
Cuando entré en casa, mi padre estaba escondiendo debajo de un mantel la jaula en la que trabajaba. Papá se pasaba el tiempo construyendo jaulas para pájaros y se lastimaba las manos con los alambres. Tardaba meses en hacer una. Pero eran jaulas muy bonitas, con todo lo necesario e incluso más. No obstante, no vivíamos de sus jaulas; vivíamos casi exclusivamente del trabajo de mamá en Correos, porque el trabajo de papá en la compañía de seguros era discontinuo y estaba mal pagado.
—Soy yo —dije.
Le vi desarrugar la frente. Descubrió la jaula y me la enseñó alzándola con dos dedos.
—¿Te gusta?
Era la jaula más complicada que había hecho. Alrededor del cuerpo central se alzaban cuatro torres coronadas con cúpulas. Y las cuatro cúpulas, a su vez, estaban rematadas con cuatro banderitas.
—Es bonita —dije, y él la hizo girar ante mi nariz.
—¿Te gusta? —Me miró a los ojos, contento. Luego se ensombreció—. No estoy muy satisfecho —continuó, pensativo, mientras apoyaba la jaula sobre la mesa—. No es lo bastante robusta, y luego este barniz, ¿ves? Es la primera vez que lo uso y no va bien. Se descascarillará en seguida. Tengo que encontrar otro barniz. Pero ¿te gusta la idea de las torres? ¿Sabes cómo se me ha ocurrido? Viendo una iglesia bizantina en un libro de tu madre, uno de esos de cuando aún quería ser profesora. Te la voy a enseñar.
Hizo ademán de ir a por el libro, pero se detuvo en medio de la habitación, atento a un ruido que venía de la escalera.
—Debe de ser ella —dijo.
Guardó la jaula y sacó un montón de impresos de seguros.
—¿Me ayudas a rellenar estos impresos?
—Tengo que hacer la cena —respondí.
—Bueno, bueno.
Soltó un profundo suspiro e inclinó la cabeza sobre los papeles llenos de números.
Mamá se dio cuenta inmediatamente de que estaba sucia de barro y empezó a interrogarme. Estaba más nerviosa que de costumbre y se tocaba continuamente el pelo. Abrió el paraguas y lo apoyó en el recibidor. Mientras entraba en su habitación para cambiarse los zapatos y quitarse el corsé, siguió preguntándome qué había hecho y dónde había estado.
—Me parece que Cesare no es un caballero si te hace volver a casa toda llena de barro.
—No he estado con Cesare. He ido a bailar a casa de un tal Giordani.
—No te creo —gritó desde la otra habitación mientras se tendía en la cama—. Qué cansancio —suspiró. Tenía la voz débil y aguda—.
—Cesare lo que quiere es aprovecharse de ti, me juego lo que quieras; el muy cerdo. Pero tú habrás seguido mis consejos, espero. Y mira que, si te la juega, monto un escándalo. Voy donde su padre, ¿cómo se llama?, y le obligo a que se case contigo.
Sus palabras no tenían fuerza. Parecía que quisiera convencerse a sí misma. Bostezó dos o tres veces y se quedó dormida, creo, porque ya no la oí moverse.
Entré en mi habitación y, restregando con fuerza el cepillo, intenté quitarme las costras de barro, que al estar aún húmedo se quedaba pegado a la lana. Colgué el abrigo en el armario. Me miré en el espejo. Tenía la cara roja y estaba despeinada. Me froté la cabeza con una toalla. Me sentía invadida por el olor de Carlo. Decidí darme un baño.
Me habría gustado llamar a Cesare. Fui a ver si mamá dormía. Estaba tumbada en la cama y respiraba profundamente con la boca abierta. Cerré la puerta sin hacer ruido. Observé a papá, que parecía absorto en los números, pero seguro que estaba pensando en algún tipo de jaula, y cerré tras de mí la puerta de la cocina. Levanté el auricular y marqué el número.
No contestaba nadie. Pensé que la casa estaría vacía y oscura, con aquel característico olor a humo y a moho concentrado en las habitaciones. La cama de Cesare está siempre deshecha. Con la huella de su cuerpo, como una fosa en el centro de la cama, y, si uno se fija bien, con la huella menos profunda de una espalda femenina y algún pelo rizado. Cesare no abre casi nunca la ventana. Le gusta estudiar a la luz del flexo, incluso de día. Se sienta delante del escritorio en bata, con las piernas abiertas bajo la mesa y su gran cabeza rubia inclinada sobre los libros. Delante de él está el armario con las puertas siempre abiertas. El espejo cuelga a un lado, y a veces Cesare levanta la cabeza y se queda mirándose con los ojos atónitos e inexpresivos.
Su padre entra de vez en cuando, si sabe que está solo, para ver si está estudiando, y en seguida vuelve a cerrar, después de haberle sonreído, satisfecho.
Otras veces, Cesare se queda mirando las fotos de Holanda como si no las hubiera visto nunca. Estudia sus detalles, los colores, y a menudo las cambia de sitio. La de abajo la cuelga arriba y viceversa. Delante tiene un vaso lleno de lápices afilados y dos o tres paquetes de cigarrillos empezados. Al lado del escritorio hay una estantería con libros amontonados en desorden. En la parte alta de la estantería hay un montón de adornos: una foca de madera, a lo mejor también esta comprada en Holanda, un muñeco de tela con un calendario colgado del cuello, un cencerro de los que llevan las vacas, una foto suya de cuando era pequeño, tumbado desnudo encima de un sofá.
Me quedé escuchando, con la oreja pegada al auricular, el remoto sonido de la llamada, manado de la angustia que me oprimía el estómago y destinado a alcanzar aquella casa vacía. Nadie respondió. Colgué y volví a la cocina.
Papá se había puesto a trabajar otra vez en su jaula. Cuando me vio se sobresaltó, asustado.
—¡Ah, eres tú! —exclamó.
Me remangué y cogí un cogollo de lechuga para lavarlo y cortarlo. El agua del grifo salía helada y me atería los dedos. Solo se oía el ruido de unas sillas que se movían en el piso de arriba y el llanto desesperado de un niño.
Mamá entró bostezando. Se veía que no se tenía en pie. Tenía el rostro hinchado y pálido, los ojos enrojecidos.
—Yo no puedo —dijo—. Prepara tú algo para papá. Yo me bebo una taza de leche y me voy a la cama.
—Vale.