Los años urgentes - Ana María Del Río - E-Book

Los años urgentes E-Book

Ana María del Río

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Beschreibung

La historia de LOS AÑOS URGENTES -una historia de amor entre dos jóvenes- resuena hoy con potente eco de la década de los 70' en el Chile actual, el del estallido social chileno de 2019. La ebullición social y política de los recientes años pasados de nuestro país se ve reflejada -casi en espejo- con la situación de surgimiento del poder popular, enfrentado a la privilegiada clase de la derecha tradicional chilena. Es por ello que la novela presenta una narración de plena actualidad debido al tema de su narrativa y que coincide con la conmemoración de los 50 años del golpe militar en nuestro país. La publicación de esta obra honra el papel decisivo que tuvieron los jóvenes en la crítica confrontacional de un sistema de gobiernos post Pinochet, que, aún con la democracia reinstalada, fueron retrocediendo en sus demandas sociales y llegaron a caer nuevamente en el sistema de privilegios y concentración de poder económico en manos de unos pocos. Son los jóvenes que lucharon hasta el límite para mantener la igualdad y la justicia como ejes de la democracia. Son ellos los destinatarios de esta historia que no es sólo una simple historia de amor. LOS AÑOS URGENTES nos instala en un universo lleno de ideales, idas, venidas, descubrimientos, traiciones, amores, odios, seguridades y miedos presentes en esta retorta que hierve a punto de estallar: un Chile que intenta cambiar su sistema político tradicional neoliberal a un sistema igualitario donde la propiedad de los medios de producción deje de estar confinada en manos de unos pocos.

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Los años urgentes

Ana María Del Río

Ediciones Liz

Santiago, julio2024

Colección Raíces Narrativas

Los años urgentes

Ana María Del Río

©Ediciones Liz, julio 2024

Primera edición

[email protected]

Santiago de Chile

I.S.B.N. Digital: 978-956-6230-22-9

I.S.B.N.: 978-956-9965-36-4

RPI: 2022-A-7819

Dirección y edición: Liz Gallegos

Asistente de edición: Flavia Paredes

Novela ganadora de la beca del Fondo de Creación Del Ministerio de Las Culturas, Las Artes y el Patrimonio, Chile, convocatoria 2021 y Fondo Nacional de Fomento del libro y la lectura, línea de apoyo a la industria, modalidad apoyo a ediciones, convocatoria 2024.

www.edicionesliz.cl

www.artesdellibro.cl

Instagram: @edicionesliz

A ti. A quién, si no.

ÍNDICE

Primera Parte

Segunda Parte

Tercera Parte

Cuarta Parte

Quinta Parte

Sexta Parte

Séptima Parte

Octava Parte

Novena Parte

Décima Parte

Biografía

PRIMERA PARTE

1

A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar sólo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?

Tú y tu nombre completo. Cuando te lo piden, omites tu segundo apellido.

Sabes que no puedes sacártelo. Tu apellido materno.

Cierras los ojos. Los Larréin, la familia de tu madre. Una de las familias extendidas más poderosas del país, a cuyos miembros darías muerte sin vacilar en los almuerzos de los domingos, después de misa de doce. Envenenarlos a todos, piensas.

Los Larréin, verbalizando incansables el atroz amasijo de ideas que tienen inoculadas desde su nacimiento. Perorando acerca de todos los temas de esta tierra. Todo lo comentan, todo lo dictaminan, todo lo controlan, todo lo jerarquizan. Las frases clichés derramándose alrededor de los sucesos. Los estúpidos consejos, las frases inamovibles que llenan sus pomposos corpus de gente pudiente. Gente que establece la frontera entre el bien y el mal. Gente que tiene descompuesto el altímetro y cree ser parte de un Olimpo particular en el que moran por derecho en una cúpula de cristal sobre los demás mortales.

Oh, sí. Prende la ducha para no oírlos.

No. No quieres provenir de ese tallo. Ser de esa horneada.

Pero eres. Los Larréin. Tu familia materna. Quieras o no.

Ellos sólo pronuncian el Larréin. Dicen larrrréeinnn. Como si fuera un conjuro. El sonido queda zumbando.

No quieres provenir de este clan estruendoso que emite sus pseudópodos de arrogancia hacia los cuatro puntos cardinales. Esa mesnada que afirma que Dios creó a los seres humanos divididos en ricos y pobres, gordos y flacos, ganadores y perdedores, reyes y mendigos.

No quieres ser parte de esa tribu con olor a colonia Yardley legítima, comprada en el último viaje a Londres. No quieres ser el fruto, la inflorescencia de una familia así.

Pero te llamas así. No hay remedio. Mala muerte, mala suerte.

2

Acabas de salir del colegio, tienes miedo, tienes 17 años, pesas 48 kilos, no tienes pechos, piernas largas, las rodillas demasiado abajo, llevas a cuestas una cara medio Modigliani y medio Picasso, intrínseca, insobornable. Estás llena de objeciones a todo lo que te rodea. Cargas con un alud de preguntas no respondidas. Enrojeces cuando hay que palidecer elegantemente. Tu impaciencia vive bajo tus uñas. Tienes un pelo indomable que manifiesta su propia voluntad de formas imprevistas, un hermano mellizo al que adoras, bello como un pecado, Pablo, y acabas de dar la Prueba de Aptitud Académica para entrar a la universidad este año.

Hoy debes ir a ver los resultados. Se acerca marzo de este año 1973. No puedes esperar más. Llegó el momento de saber si pertenecerás al grupo de los que manejan el barco o a la multitud de los que remarán en la galera durante toda su existencia. No quieres pertenecer al primer grupo y quieres que el segundo grupo se rebele de una vez.

Tiemblas, no quieres ir. Temes no haber quedado en ninguna lista de admisión. Temes no existir. Cierras los ojos, piensas en los 19.000 postulantes que tienen miedo también ese año. Piensas en las tres universidades existentes, se te contrae el hueso del alma.

Tiras una moneda al aire.

Cara, no vas. Sello, vas.

Te paseas por tu pieza, miras por la ventana. Abres la persiana atrancada, con fuerza, hasta que entra la luz.

Llegó la hora. Cruzar el umbral. Nunca creíste que llegaría este momento ni que sería tan abismo. Tiras la moneda. Sale sello.

Quieres y no quieres ir. Sientes latir tu pulso en la oscuridad, aterrada, encogida dentro del clóset, aferrada a tu oso de la niñez, el estómago tenso.

Afuera, el peligro. Afuera, lo que cae por su propio peso. Ni siquiera sabes si pesas, si eres algo más que una masa de células y huesos o si te disolverás en el aire de la realidad como una semilla volante, efímera.

Pero algo aguarda afuera. Algo invisible, de presencia ferozmente imantada, espera. Debes saber, debes ir, temes.

Miras a tu alrededor.

Tu pieza se hincha de soledad. Algo en el aire que está huérfano.

Siempre fue igual en tu casa. Algo frío. Una casa vieja, grande, helada. Vetusta. Goteras y hoyos. Siempre parece que no hubiera nadie en tu casa. Un espacio lleno de ausencias compactas. La soledad paseándose impúdica, llenando todo con esa especie de vacío, el hoyo ese que te da cuando crees que tienes hambre, pero no, no es hambre. Es estar sola, parada en el mundo sobre tus propios pies incógnitos, envuelta en tu piel transparente, sin coraza ni parapeto tras el cual esconderse. Tu casa vieja, tu casa esquina, de muros amarillos, desolados. Lágrimas pasan al galope sobre el silencio. Ah, esa oquedad de tu casa. Ese vago olor a coliflor perenne. Tu casa, la más fea de todas las casas de la familia.

¿Casa de familia? ¿Guarida? ¿O sólo eres la parte desechable de una tribu de depredadores?

Sientes algo que se avecina. No sabes de dónde vendrá. De cualquier lado que venga, removerá esta sopa de lentejas que es la existencia.

El gong de haber salido del colegio. El gong de salir a la vida. El encuentro a boca de jarro con la realidad desnuda.

Tendrás que dar la cara. Lo sabes.

Reacciona, despierta, vístete, move yo’r ass. Levántate, decapita de una vez a la maloliente incertidumbre.

Enfrentarse al paredón. Saltar al vacío desde el tablón del barco.

Anda, debes ir a buscar tu nombre en las listas de la universidad.

Listas de qué. ¿De condenados a sobresalir? ¿A brillar?, ¿A hacerse oír? ¿A vivir?

¿O a ser vividos?

Hazte hombre, hazte mujer, hazte recia, hazte dura, hazte hueso. Aguanta a pie firme el saco. Realidad sin salvavidas. No hay cinturón de seguridad.

Patalea, mira, asume. Levanta la cabeza. Deja de jugar con tu mechón enredado en la boca.

El miedo de no haber sido seleccionada. El miedo de quedar fuera. Fuera de qué. De la norma, del margen, del vagón de la vida.

Bajo la ropa, tu alma galopando desbocada.

Saber de una vez si has sido de los tripulantes seleccionados para conducir la nave del futuro o si pasarás a engrosar el contingente de los invisibles crónicos.

El contingente de los que no son salvados en un naufragio simplemente porque son demasiado poco relevantes y harían naufragar el bote.

La manada de los que no les dio para más. La manga de los que quedaron debajo. La multitud de los que no protagonizarán nunca Meyerling, ni Doctor Zhivago, ni Love Story. Ni nada Marvel, por supuesto.

El ejército de los que nacen, se reproducen y desaparecen para siempre en una mudez sin eco. Sin aparecer en ningún diario.

La avalancha de los rechazados de los que tienen tatuado en sus frentes los «no insista», «no llena los requisitos», «lamentamos comunicarle», «siga concursando». El mar de los que mueren sin obituario, sólo sus iniciales en la lápida.

Aparecen las tías Larréin. El mundo está lleno de tías.

Ávidas. Se enteran de que Pablo, tu hermano mellizo, ha quedado en Ingeniería.

—No me extraña —dicen en voz alta, mirándote—. Ese niño es un prodigio de inteligencia y simpatía.

Luego preguntan por ti. Otro tono de voz.

—Y esta niñita, la Eloísa. ¿Cuántos puntos?

—Ponte firme —vierten en los oídos de tu madre—. No la vayas a dejar entrar a esas carreras de perdedores o de homosexuales, que están de moda ahora: Gastronomía, Ballet, Diseño Gráfico, Pedagogía. Son todos unos fracasados que no les dio para una de las tres grandes.

Tu madre no pregunta cuáles son las tres grandes. Pero ellas se las recitan igual: Derecho, Medicina, Ingeniería Civil.

—La Eloísa —agregan—, está pintada para Derecho. Por lo discutidora e insolente. No le permitas meterse a una pedagogía o a esas licenciaturas en algo. Ahí llegan puros rascas. De esas familias que nadie conoce. Apellidos sin erre. Ponte firme Manuela Trinidad, por una vez en tu vida ponte firme.

Métete al baño, prende la ducha para no oírlas. Piensas en vivir en un búnker. Ahogar el ruido de la vida. Pero no es el caso.

Si no entras a la universidad, qué te espera. Condenada durante un año a la nada. Clases de secretariado bilingüe, taquigrafía Gregg, el traje sastre, los tacos altos, la pulserita de oro, perlitas cultivadas en las orejas. Una joven de familia conocida. Clases de cocina con el libro La Buena Mesa.

Condenada al zapatito princesa, a las uñas con barniz incoloro. A la pollera escocesa tableada. Al ensamble de cachemira. A la decencia. Al moño, al barniz incoloro de uñas. Sujeta al silencio, a aprender a hacer arroz graneado, puré con carne al jugo, queque los domingos para la hora del té. La nada esperándote con su mandíbula abierta. Levantando su guadaña sobre tu cuello emergiendo del chaleco celeste de hija de familia.

3

Tu casa vacía. Chiflones de aire, los únicos habitantes. Parece una vivienda abandonada. Se escuchan los quejidos de las vigas, de las tablas del piso. Un suave rascar de garras pequeñas. Ratones. Viven entre las paredes de tu casa. Es un hecho de la causa. El hoyo de tu clóset lo tienes tapiado con una piedra. Tienes miedo de que lo agranden, salgan y te muerdan. Morirás de rabia. Todos los ratones tienen rabia. Tú también, piensas.

Circulas a grandes pasos por la galería de la despensa. Llamar despensa a ese espacio vacío como nicho aún sin ocupante es un eufemismo en cualquier idioma.

Sólo está la Ram en su pieza.

La Ram.

Se llama Ramona Alicante Molina. Trabaja en la casa desde que tenía 17 años. Ahora tiene 25 y a veces pareciera tener 250.

Pablo juntó sus iniciales y le puso Ram. Por supuesto, ella se muere por Pablo.

La ves inmersa en lo que ella llama su espacio cultural de después de comida. No le habla a nadie, no mira a nadie.

Amas eso. Amas el que la Ram, después de almuerzo, en vez de lavar la loza, se encoja de hombros y se atrinchere en su pieza. Pestillo. No hay pero que valga. Ni campanillas furibundas, ni llamados. Lee incansable, una y otra vez, su único libro. El empastado en cuero rojo con páginas de papel biblia y baño de oro, la edición de lujo de Lo que el viento se llevó. Regalo de tu padre en la Navidad pasada.

Aún recuerdas la escena. Tu padre, ese 24 de un diciembre con 31 grados centígrados, acercándose al Nacimiento, sacando un gran paquete, diciendo, esto llegó para ti Ram.

—¿Para mí, don Álvaro? —la Ram, con lágrimas en los ojos, recibiendo el paquete como un cáliz.

—I think it’s too much, don’t you? —la tía Adela Larréin susurrando al oído de tu madre—. At last, she’s only the maiden, isn’t she?

La tía Adela aprovecha todas las ocasiones que tiene para hablar su inglés aprendido en Inglaterra en la época del bombardeo de Londres.

Tu padre dándose vuelta y mirándola.

—Precisamente por eso, Adela —diciendo con su voz de exactitudes legales inamovibles—. Precisamente por eso.

Te cae bien la Ram. Ahora la sientes llorar fuerte y sonarse con estrépito al terminar el capítulo de la muerte de Melanie, por enésima vez. Lee en vez de encerar el comedor, en vez de limpiar los cubiertos con Silvo y una franela blanca. Lee en cualquier parte. Cuando entra a hacer el aseo al escritorio, se queda leyendo los libros de Historia de la Iglesia, de Guido Zagheni, mientras mueve la cabeza.

—Si su mamá puede seguir siendo creyente después de todas estas barbaridades de los curas y papas, es católica de veras —dice.

Piensas que la Ram tiene razón. La tiene en casi todo lo que dice. Los jueves, su día de salida, asiste a clases de materialismo histórico al lado del local de las empanadas del mercado de Providencia.

En la noche la ves volver animada, los ojos brillantes, llena de frases con palabras de cinco sílabas. Las desparrama desde la cocina. Mientras pela papas la oyes hablar en voz alta sin destinatario fijo. Amas su tono, su voz de feria, con todas las vocales abiertas.

—Al pan, pan y al vino, vino —la oyes decir—. Nosotros somos los que siempre cagamos fuego en esta sociedad capitalista, somos víctimas de la explotación del hombre por el hombre. En mi caso —añade, mirando a tu madre—, de la mujer por la mujer. Pero eso se acabará, la tortilla se dará vuelta y ahí va a quedar la grande, porque los capitalistas ya no van a existir.

Sus sílabas llenan el silencio de la zona de la cocina, la despensa y el comedor. Tu madre frunce su bella boca y la convierte en una línea de puntos. La Ram sigue hablando, cada vez más fuerte. Se entusiasma con el sonido de su propia voz.

—En un tiempo más todos viviremos una gran experiencia —profetiza—. La repartición de excedentes y la redistribución de utilidades por igual y el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo y —Ram, sirva el segundo —tu madre toca estentórea la campanilla de mesa.

—La Ram no tiene la menor idea lo que quiere decir excedentes ni utilidades, pero las usa perfecto —te susurra Pablo, al oído, riendo—. Es increíble esta mujer.

—¿Estás seguro de que no sabe? —respondes.

—Pero si se reparten por igual, sea lo que sea, es justicia —de nuevo la Ram. Tiene una manera deliciosamente insolente de pronunciar las a.

Las tías Larréin miran a tu madre.

—No sé cómo no mandas a cambiar de una vez a esa rota metida a gente, esa china con la pluma parada que ni siquiera es capaz de recibirnos decentemente los abrigos cuando llegamos —le susurran a tu madre.

Ella no responde. Nunca lo hace. Elige la visita semanal de sus hermanos, cuñados y primos para volverse extrañamente tímida, apocada. Muestra una cara dulcemente víctima de alguien que no se sabe quién es. Sus hermanos, enfurecidos, peroran por sobre su cabeza que aquí en esta casa, recalcan, hace falta una mano firme. Y alguien que se encargue de darle a tu madre un modo de vivir con las comodidades que merece una Larréin. Porque Álvaro, realmente, bajan la voz, no da puntada con hilo. Es un idealista de la peor especie. No tiene ni calefacción en la casa y tiene una reliquia en vez de auto.

—Esta casa se está cayendo de a pedazos —exclaman.

Y miran a tu padre, que está absorto contemplando su plato, dubitativo.

—Hasta ahora la casa no se ha hundido —replicas, levantando la barbilla.

Salir en defensa de tu padre es un acto reflejo en ti. Levantas la barbilla y te concentras en la larga y triste mancha de la gotera en el techo.

4

Todos los hombres Larréin son abogados. Tu padre también lo es.

Pero ellos opinan que él es un abogado con un tornillo suelto. No tienen muy claro si se ha vuelto completamente loco o es loco de nacimiento.

Todo esto es por el lugar donde tu padre trabaja desde hace años. Sin querer pertenecer al Estudio L&A, Larréin y Asociados.

Tratan de llevarlo a su redil. Pero es tarea perdida.

—Álvaro, eres el mejor abogado tributario del país y estás hace años perdiendo el tiempo ahí —dicen—. ¿Qué haces metido en esa absurda covacha donde trabajas para patipelados, gente que no tiene dónde caerse muerta? Ni siquiera tienes una oficina decente. Dinos cuánto ganas, huevón. Te lo cuadruplicamos. No, no nos digas nada. Sal de ahí cuanto antes. Eres un desperdicio en toda regla, cuñado.

Desde hace años vienen tratando de llevarse a tu padre al flamante estudio jurídico familiar, que ocupa todo un piso en la calle Nueva York. Una placa de bronce que el ascensorista bruñe tres veces al día.

—Allá tendrás tu oficina, Álvaro —le dicen—. Ganarías diez veces más que en tu absurdo garito de la calle San Martín.

Tu padre los escucha. Pone esa cara de distraído y atento a la vez. Queda silente, como pensando en otra cosa. Hasta que ellos murmuran que tu padre no tiene remedio. Hablan de internarlo. De declararlo algo que no alcanzas a escuchar.

Te encoges de hombros. No has venido al mundo para oír perorar a los Larréin. Siempre estarás de parte de tu padre. Delgadísimo, de cara larga como la del Greco, se parece mucho al Quijote que hay en tu casa, ilustrado por Doré.

5

Hace calor, hace frío, hace humo, hace miedo, hace llegó la hora, hace mugre, hace escasez, hace soñar con pan caliente, hace colas, hace un día denso como un puré innombrable en este año 1973 que aún está sin usar, recién nacido.

El teléfono de tu casa ha estado sonando sin parar en el escritorio, desde la mañana temprano.

Mucha gente quiere hablar con Pablo, tu hermano.

Siempre la gente quiere hablar con Pablo.

Pablo, el seductor. El besa-tías; tú, la insolente a ultranza.

Descuelgas el teléfono negro del escritorio de tu padre.

Es una chica. Siempre una chica en el mundo quiere hablar con Pablo. La misma frase, la misma entonación, dicha con el mechón en la boca.

—¿Estará Pabloo?

Te harías el harakiri. Por qué siempre la misma voz, leve, gangosa, regalona, de niña entre almohadones. Todas las niñas mimadas de Santiago preguntando por Pablo.

—No. No está—. Y cortas, brusca.

Es la misma pregunta que te haces tú. Pablo no está casi nunca. No sabes cómo se las arregla para desaparecer en los momentos difíciles de tu vida familiar. Que son casi todos.

Aparentemente nadie puede vivir sin él.

A veces lo miras, silbando, bajar la escalera a saltos, con su pelo dorado, crespo. Cabalgando sobre el mundo. Lo amas y a la vez, estás chata de su encanto. De su sonrisa irresistible.

Desde que naciste vienes oyendo la misma frase.

—Este Pablito, tan encantador, qué increíble que sean mellizos, ¿no? Francamente...

Tienes esta frase incorporada a tu ADN. Eres su melliza y su antípoda. Lo amas sin remedio, porque todo el mundo quiere a Pablo, porque es imposible no quererlo. Y también en la oscuridad de tu corazón, estás harta de su popularidad, de sus pasos de baile, de sus ideas luminosas, de sus inventos, de sus soluciones para todo, de su sonrisa con la que derrite a tu madre, a los Larréin, a la Ram, al mundo entero.

Párala, huevón, piensas. Párala con el derrame inevitable de tu gracia hacia los cuatro puntos cardinales. Párala con lo de candidatearte en todos los minutos de tu vida.

Ahora lo necesitas y no está, por supuesto. Quedó en acompañarte para ver tus resultados. Y ha salido. Obvio.

Te tocará ir sola. Siempre estarás sola para todo, piensas. Y un sombrío horizonte se despliega ante ti.

Cierras los ojos. Mejor no pensar.

6

Subes a tu pieza, abres el clóset. ¿Cómo irás?

Como has ido siempre a todas partes.

Con lo que tienes puesto. Con lo primero a que echaste mano.

Y de pronto.

Un ramalazo de miedo.

El recuerdo.

He comenzado a tener recuerdos, piensas.

Tu salida del colegio. El último día.

Queridas niñas, desde ahora entrarán a la vida.

El mismo discurso todos los años. Esa voz arrugada de la Madre Superiora, colegio de niñas, la gorguera rizada enmarcándole la cara, el olor a género negro, el rigor, la temible castañuela de la disciplina, tac, tac. Cierras los ojos.

Aunque avance rugiente la tormenta y en mi vela se agite el huracán, feliz con mi pureza yo te enfrento, a ti que por nombre eres Satán.

El himno atroz de tu colegio. Bien vs. Mal. Sin árbitro.

Aunque avance rugiente la tormenta.

¿Quién escribió eso? ¿Un marino?

Último día de tu Sexto Año de Humanidades. El último. Tus compañeras, llorando; tú, en tortuoso disimulo, aguantando la risa, el grito de libertad, los ojos secos, ni una sola lágrima, se acabó el olor a monja para siempre.

Tus compañeras de curso, las mismas con las que armaste desorden durante los catorce años de colegio ahí, todas llorando de verdad. Creyéndose de veras barquitos en la tormenta de la vida.

Entrar a la vida. Qué chuchas es eso. Como si no hubieras nacido. O estuvieras muerta. Qué tontería. Entrar a la vida. Ja. Como las puertas de los bancos. Giratorias.

Pero.

Es ahora cuando te das cuenta de que la frase es atrozmente exacta. Estás asomándote, cagada de miedo, al afuera. Por la mierda, estás entrando a la vida.

Recién comprendes que el colegio era un nido, no una cárcel. Como un eructo te viene el recuerdo de las horribles clases de Formación General y Conciencia Moral. Obligatorias. Asistir con guantes y falda planchada. Profesoras con granos en narices. Pañuelos en cuellos trágicos. Monjas y más monjas, oscureciendo los corredores. Por debajo, entre los bancos, frases obscenas, papelitos, risitas, la pregunta de siempre ¿A que no sabes quién atracó en la fiesta del sábado?...

Ahora, nada de eso. Ahora, lo de respirar en este aire pedregoso e incierto de la realidad. Ahora lo ves claro. Pichones todas. Traídas y llevadas durante años, toda la comida molida y en la boca. Todas las decisiones tomadas por otros.

Quiero que me llegues a las ocho y media en punto. Siete horas de clase, dos recreos. Aburridas hasta la muerte a las cinco en punto de la tarde, ahogando bostezos, pasándose mensajes por debajo de los bancos. ¿Irás a la fiesta de la Bea? Fiestas, malones, juntarse para hacer el torpedo del Despotismo Ilustrado. Prueba el martes. Todas esperando los recreos, saliendo en tropel. Escondiéndose de las monjas que se pasean, vigilantes, para evitar que las alumnas hablen de sexo, el único tema vibrante, desconocido, latente, durante los seis años de la Enseñanza Media. Los datos pasados al oído. Las dudas no contestadas. Las informaciones falsas, acromegálicas. Si menstruas, no hagas mayonesa, se te cortará. En el cerro Huelén, no te sientes en los bancos. Están llenos de semen y puedes quedar embarazada. Un bosque impenetrable. A ciegas, atravesando. La hora de salida. Las cinco y media. Todas en los baños, enrollándose los jumpers sobre los cinturones, logrando minifaldas, bajándose los calcetines grises o quitándoselos. Algunas poniéndose medias, garzas, un pie, luego el otro. Otras pintándose frenéticamente los ojos, egipcias, escarmenándose, la peineta finita, a velocidad sideral. Untándose los labios, briskey blanco, bocas exangües, ojos negreados. Versiones diversas de Hola María, de Brigitte Bardot. Tener un cuerpo como la Twiggie. Máxima aspiración. Pesar 48 kgs. Privilegio de algunas. Huesos largos, estómagos planos, movimientos lánguidos. Todas huyendo del Chabelón, la monja de setecientos años que cuida la puerta de calle. La cinco veintisiete. Tres minutos exactos para correr a la libertad. Divisan ya a los tontos del Liceo Lastarria, llenos de espinillas, con los ojos electrocutados, fijos a la reja del colegio. Los ves desde lejos, las caras rojas, encendidas de excitación, los labios brotándoles de las bocas, como orquídeas rotas, ensangrentadas, los ojos vibrando, insolentes, desvalidos, galopantes, tímidos, el deseo en las manos transpiradas, rojas, la piel hecha un solo grano, supurando en erupción de adolescencia, de testosterona, pelos grasos, brillantes, cuerpos potros, manos sabañonas, uñas comidas.

—No mires a esos, son los del Lastarria, no valen la pena —tocándote en el codo las amigas. Tú, discutiendo.

—¿Por qué? No entiendo. Por qué no hay que mirarlos. Son iguales a los otros.

—Parece mentira lo ingenua que eres, —diciéndote alguien al oído—. ¿Es que no ves la diferencia? Son flaites, huelen a ajo, a cebolla, sus espinillas son más gruesas que las de los del Verbo, son horribles, mírales las bocas, tienen otro olor, dicen osho y provesho... En cambio, los del San Ignacio, mira, ahí llegaron los del Notre Dame, el otro día salí con Borja García Huidobro, su papá le prestó el Mercedes, Borja es genial, maneja con una mano y la otra en mi hombro, casi me morí...

No. No ves la diferencia. Los miras sudorosos, llenos de esfuerzo y hormonas, trepando a la reja del colegio, como moscas, todos iguales, sus chaquetas color petróleo. Iguales todos. Distintas chaquetas.

—Es cuestión de piel, deberías tener más olfato —te dicen.

No. No tienes ese radar. De alguna manera borrosa, te enorgullece el no tenerlo.

Pero no lo sabes aún. No sabes que eres de otra camada. No sabes que tragas lo que después vomitarás. No corres escaleras abajo con las otras. Te quedas largo rato en la sala de clases vacía, mirando el gran ventanal de la escalera.

Tus compañeras pasando ante ellos en vuelo rasante, corre, vamos a Presidente Errázuriz, es la hora de salida del Verbo Divino.

Quedas sola frente al grupo. Ellos, con esa mirada estupefacta de tener quince años, mirándote voraces. Pasas entre el grupo, lenta, pasillo de ojos, espinillas mirándote, sientes sus alientos, mantienes la mirada en alto, nunca abatirás ni por un segundo tus ojos delante de un hombre. Nunca.

7

Ahora, nada de eso. El colegio ha quedado atrás como el paisaje mirado desde un tren.

Llegó la hora de salir sola a vivir, a enfrentar ese molusco informe de la realidad, a conseguirte un lugar en la selva. Comes o te comen. Darwin y la crueldad.

No hay brújula, sólo navegación por derrota. Las monjas les previnieron de esto durante seis años. No les creíste. Nadie de tu curso les creyó.

Ahora tiemblas, escondida en ti misma, piernas de lana, el miedo, parva, te sientes pequeñísima, sin voz.

Agrégale a eso la desgraciada desgracia de pertenecer a esa familia materna. La que te derrama tu segundo apellido por entre las células. Una familia de rango, si se aplica el olvido histórico de abusos y muertes, si se aplica la amnesia de abusos sociales generación por generación, perpetrados durante decenas de lustros por ese clan arrogante, de apellido con erre, de gente erguida, de reclinatorios con nombre en las iglesias, de gente que pasea golpeándose las botas con la fusta, sin jamás dudar sobre nada, esa familia que no admite interrupciones de ningún tipo, ni opiniones que no sean las suyas propias.

Pero te llamas como ellos. Has perdido la cuenta de cuántos bisabuelos, abuelos, tíos, tías, primos, primas, de primer, segundo y tercer grado tienes. Siempre serán demasiados, muchos más que lo deglutible.

Una familia plural, de descendencia eruptiva, incansable, una familia de arrogancia ósea. Los hijos que Dios mande.

Los Larréin y tus padres. Tu madre, la hermana menor. Manuela Trinidad Larréin. Manuelita. La Titi. Protegida por reflejo rotuliano.

Una niña caprichosa. Cuando se junta con su familia de origen, tu madre cambia la voz. ¿De dónde le sale esa entonación de niña de siete años, de ojos parpadeantes, que no sabe dónde está parada? ¿Qué onda? Rodeada de sus hermanos. Todos mayores. Ella vuelve a ser la Titi. La que no tuvo suerte. Cómo se le fue a ocurrir casarse con Álvaro, por favor...

Tu padre. El rara avis. Todo el desprecio Larréin confluye en él.

Algunas tías en las tardes de invierno, mirando a tu padre y a tu madre.

—Porque ustedes, cómo te dijera —dicen.

Los rara avis. Es porque sólo tienen dos hijos. Todos los demás tíos, con familias de dos dígitos: trece, 15 vástagos. Compra de poleras por kilos. Maletas llenas de zapatillas. Intoxicantes.

Tus tías, teniendo la audacia de preguntarle a tu padre cuándo el otro par de mellicitos, citando a la Biblia, creced y multiplicaos.

Tu madre, labios apretados, silencio de hielo. Tu padre, rostro de madera.

¿Cuándo ha comenzado la línea Maginot entre ellos?

Ya no son felices. ¿Alguna vez lo fueron?

Escaramuzas, ahogos. La puerta del dormitorio dejando pasar las discusiones de cuchicheos exasperados, hirientes. Exclamaciones en voz baja.

Los primeros encuentros bélicos, las primeras peleas en la oscuridad de la pieza de casados.

Tu padre, Álvaro Díaz, la gran decepción Larréin. Un tonto, un perdedor. Un sin vuelo. ¿De dónde fue a salir? Sin ambiciones. Proveniente de una familia de empleados públicos, contralores. Nadies. Un idealista de la peor especie que no tiene cómo mantener a su familia, lo mínimo, ¿no? Y esa cosa del servicio social, tan como metida en la sangre...

Todos los fines de mes, los Larréin, con la barbilla torcida.

—Díaz es un huevón del hoyo. Pudo haber sido un abogado tributario brillante. ¿Qué hace trabajando en esa estúpida oficina de la Corporación de Asistencia Judicial, Agustinas 1419?

—Hay que hacer de nuevo la colecta, el Díaz no llega a fin de mes.

—Pobre Titi, no fue criada para esto —comentan.

Esto es la casa vieja donde vives. Las cucarachas de la cocina en marcha guerrera. La despensa vacía. Los clósets con ropa heredada de los primos.

—Pensar que Manuela estuvo en las Monjas Francesas de la Rue Montmartre. El mejor colegio de París —suspiran—. Qué desperdicio.

Cada fin de mes, ellos pasándole cheques subrepticios a tu madre. Gestos ácidos.

—A ver si logras que tu marido trabaje en algo que valga la pena, Titi. Cuentas de luz, agua, teléfono, víveres, lavado, gas, el Díaz, un inútil, no tiene tiraje.

—Hay que conseguirlo para el estudio, que trabaje ahí. Ese idiota es un desperdicio, un suicida laboral. Consigámoslo. Que nos enseñe triquiñuelas tributarias. Es todo lo que le pedimos. Es el más hábil en su tipo —murmuran.

—Que Álvaro se vaya a trabajar con nosotros, convéncelo —le insisten a tu madre.

La realidad palpable. El hic et nunc con sus colores hirientes incendiando las calles, la vida real, con olores coágulos, chirridos, llagas, pus, cáscaras.

Quieres huir, huir, huir.

No sabes qué va a ser de ti, no estás aquí ni allá, no perteneces a nada. Siempre te parece estar lejos de casa. Y cuando llegas, quieres irte.

Apenas tienes un miserable carné de identidad en el cual no confías para nada. Porque no estás segura de existir ni de ser guion 9. Más bien, lo dudas.

8

Descuelgas un vestido, te lo pones frente al espejo, mueves la cabeza, no, esto no funciona, piensas, te lo sacas, vuelves a los jeans. Esa es tu indumentaria. Tu única piel.

Te miras al espejo, son los jeans de Pablo. Te quedan algo grandes. Con ellos, te ves borrosa, vagamente andrógina, algo subalimentada. Una cara intensa de Irene Papas, de furia reconcentrada, de labio superior salido, impertinente: falta el frenillo que nunca te pondrán, tu boca en punta. Tus caderas exiguas, tu boca breve, la firme huesería de tu pecho. Tu estructura indecisa entre armonía y dureza. Tu silueta guerrera, arisca.

¿Serás limada por el tiempo escofina? Piensas en tu hermano mientras te metes en sus jeans. Pablo es total, te los presta siempre. Comparten ropa.

Sonríes. A veces, él se pone tus vestidos, se ve horriblemente bello. Todo le queda mejor que a ti. Ríe. Te hace sacarle fotos. Vestido y maquillado. Infernalmente atractivo. Pablo es el hermano que amas, el sinvergüenza que no viene jamás a comer y te deja clavada entre tus padres, en el siniestro comedor de tu casa, de muros verde oscuro, en medio de goteras que parecen efebos egipcios.

Comes el potaje familiar de forma dudosa y fondo líquido.

Bajas la cerviz bajo la mirada crítica de tu madre. Manuela Larréin, Titi. Sales mal en el examen. Siempre saldrás mal en cualquier evaluación a que te someta tu madre. Permaneces quieta, oyendo con obligado silencio reverencial el Repórter Esso, el programa radial estrella del que pende tu padre como un moribundo de la botella de oxígeno. Las noticias aminoran el abismo.

Te sientes rara. Tú sola entre los dos, ante la estepa vacía de la mesa de comedor. Algo no funciona. No funcionará nunca. Eternidad. No hay término. Sola ante dos que te miran, críticos.

Pablo no. A él no le pasan estas cosas. Él es y será el encantador de serpientes, seductor por antonomasia. Tú, el cactus de la familia.

Pablo el sí, tú, el no.

Hasta tú te sorprendes. Cómo has podido salir tan diferente a este mellizo unido a ti de cordón umbilical, del mismo líquido amniótico, placenta, él y tú, una sola persona, navegando, dos caras de la misma moneda, proa y popa de la misma nave.

No son dos. Son y serán uno. Recuerdas, ah, unos años antes, los dos en el colegio, los planes de irse a Europa a dedo, solos, ¿Francia?, sí, La Sorbonne, él, Física, tú, Teatro. Trabajarían donde fuera, de meseros, viajarían en bus, toda Europa.

Pablo y tú, aliados profundos más allá de esta existencia, comparten una corriente subterránea que los nutre, la que te salva de hacer estallar este planeta o autoeyectarte al espacio.

Pero él se mueve bien. Tú, mal.

—Cómo lo haces, huevón, para tener a todos pendientes de ti —lo miras fijo.

—Qué sé yo —se encoge de hombros, con ese gesto suyo—. Les caigo bien, supongo. Su voz sedosa, convincente hasta el delirio.

Lo oyes reír con esa risa fascinante de los seductores que manejan el universo en la punta de sus dedos.

Tú, en cambio.

Raudales de tías mirándote, moviendo la cabeza en los almuerzos de los domingos.

Reprobación, escepticismo frente a todo lo que haces y harás, frente al aire que respiras y respirarás durante tu vida.

Te saludan con aprensión. El acercamiento gélido de la mejilla.

—Esta niñita pasa la vida vestida de hombre, es desastrosa, Titi —se dirigen siempre a tu madre.

—Ella tendrá problemas serios para encontrar marido con ese carácter —susurrando las tías.

Tú, lanzando la carcajada estentórea en pleno living.

—¿Quién chucha quiere encontrar marido? —lanzas.

—Se quedará solterona —augura la tía Adela moviendo la cabeza sin mirarte, dirigiéndose a tu madre.

Condenada al ostracismo por ser como eres, por existir, por ser el antónimo de Pablo, por no guardar silencio, por negarte a untar todo de sonrisas, por vocear los secretos de familia, por no acercarse ni de lejos al modelo de jovencita que ellos tienen en mente. Por responder cuando hay que callar. Por callar cuando hay que decir lo obvio.

9

Ya. Es hora.

Levanta la cabeza, echa el miedo hacia atrás, agarra la fuerza que no tienes, echa hacia atrás tu melena. Ese gesto perenne de todo me importa un coco que enarbolas desde que naciste.

Encógete de hombros, di pelos de la cola.

Échate una última mirada en el espejo, reconcíliate con tu aspecto, tu vago aspecto de perro hambriento, interrogante, huesos indecisos, largos, ateridos, animal sin dueño.

Sólo te salva tu esmirriada silueta de muchacho, ninguna curva, caderas enjutas, hombros anchos, iracundos. Se te ve la huesería, te da un aspecto enarbolado contra todos los mandatos familiares, contra todos los comentarios, qué tiene esa niñita que nunca se peina, no parece una niña de familia.

Nunca te lo cortarás, te lo juras. El pelo.

O tal vez lo hagas.

Pelos de la cola.

Si te lo cortas será como no debe ser, a lo hombre, muy corto, hasta quedar con el aspecto de un sobreviviente de tifus exantemático, como los que las tías Larréin llaman «esa gente».

Te miras al espejo. A la defensiva. Tu pelo te envuelve. Una cara triangular insobornable, barbilla en punta, ojos de miedo, asomada a un balcón imaginario, mirando pasar una vida que ya no existe en el aire incierto de esta época.

Eco de 1968. Ahí, gritando con Sartre, sean realistas pidan lo imposible. Sí, lo habrías gritado tú también. Si ah, hubieras estado allí.

Sal de tu casa de una puta vez. Camina con tu sonrisa descreída, escéptica, la que no le pide nada a nadie. Te servirá para disimular tu terror.

Sí, tendrás que ir a pie. No tienes un cinco. ¿Alguna vez lo has tenido? El dinero es un ser aparte, que no se deja, no te llega su efluvio, un animal que anda en otras cuadras. Nadie tiene dinero nunca en tu casa. Hurgas en la caja de lata roja de ex té inglés. Nada.

Endereza los hombros al caminar. Aunque se asomen tus pequeños pechos en punta bajo el suéter rojo.

Cierra los ojos. No quieres ver a tus tres tías Larréin, una versión dantesca de las Tres Gracias, cuchicheando al oído de tu madre, pasándole dinero.

—Es hora de que le compres ropa interior decente, Manuela, tu hija va desnuda bajo la polera, ya no es una niña.

No. Nunca lo fuiste, en realidad, piensas.

Odias tus pechos. Los alisas bajo la polera. Todo el calor, todo tu sudor, ahora, con olor a algo duro, ácido.

Caminas por Providencia en dirección a Plaza Italia. A lo lejos, la silueta de Balmaceda en su túnica, envuelto en una nube de indiferencia. Aún quedan cuadras por caminar. Calor y frío. Sudas bajo el viento helado.

Alameda con Irene Morales, un hombre te mira desde el interior de una micro en marcha. Esos ojos ahuecados de los hombres que miran jovencitas. Esa mirada rodante por tu cuerpo. Ojos caracoles demorándose en ti. Te encoges.

Levantas la cabeza, a lo lejos divisas el lienzo colgante del frontis de la fachada de la Casa Central Pontificia Universidad Católica. Bajo el Cristo, tres palabras inmensas en un lienzo: El Mercurio miente. Se balancea en el aire lento, como un ahorcado.

Algo se te agita dentro, una pequeña ola. Las letras moviéndose con el viento, escurriéndose y reapareciendo en el aire del polvo. Sí, El Mercurio miente, miente, mente, demente. Amas ver esa frase escrita en rojo, gritándose sola, ahí, colgando al viento. Todos tus tíos los domingos, con El Mercurio doblado bajo el brazo, esgrimiéndolo en el almuerzo familiar, repitiendo párrafos enteros de la página editorial, si lo dice El Mercurio, por algo será. Comentando horrorizados el lienzo colgado en la Católica, inaceptable, diciendo. Alguien debería hacer algo. Es una provocación inimaginable. Cómo se atreven con el Dunny. Alguien debería matar a todos esos terroristas barbones, sucios comunistas, están charqueando el país, ya nada está al derecho.

Tus tíos Larréin, todos con doce, catorce hijos. Tribus. Falanges.

Pablo, los ojos de Pablo desde el otro hemisferio de la mesa de comedor, en ese almuerzo interminable. Te mira, se pasa risueño la mano por el cuello, te hace señas con su barbilla, no enganches, no digas lo que vas a decir, no abras la boca o te ahorcarán, no les des en el gusto. Su mirada atraviesa la mesa a todo lo largo, su boca floreciendo como una pequeña explosión dentro de su rostro, absurdamente bello, su cara de Leonard Whitting.

—Míralo si parece un arcángel del Renacimiento, de los de la galería de Ufficci —dicen las tías y enseguida empiezan a contar su viaje a Italia.

—O como el Romeo de Zeffirelli, este niño es igual a Leonard Whiting.

Tú no. No eres como Olivia Hussey, ni lo serás jamás, por más esfuerzos que.

Tu cara es otra, de furia cósmica, una mezcla de Jeanne Moreau e Irene Papas, una boca en desazón, acostumbrada al desengaño, ojos fieros, inconmutables, picoteando la mano que.

—Manuela —susurran las tías—, tu hija tiene cara de cactus.

Tu madre con cara de punto cruz.

10

Sigues caminando. Cuadras. No sabes por qué piensas en los malditos almuerzos de los domingos. Algo queda atrás.

Cambia el panorama, algo se tuerce, la pieza caliente, el bajativo, el sopor de la siesta, los tíos tirados en los sillones con las gordas copas de cognac colgadas de manos inertes, calentando el licor, miran el mundo con ojos soñolientos, la digestión avanza.

Ahí es cuando llega la hora de las voces secretas que odias tal vez más que los gritos.

Ese aire caliente que sale de la boca de los tíos.

A veces, uno de ellos.

—Niña, ven para acá, acércate. Por Dios cómo pasa el tiempo. Si ya eres una mujer. Si te arreglaras un poco —dicen, sus dedos gruesos paseando por tu cara, quedándose un instante sobre tus labios.

—No estás tan mal, tienes una cara interesante, pero tu mal genio te echa a perder por completo —evalúan, pasándote sus dedos temblorosos por el contorno de tus párpados.

Aguantas unos minutos, los ojos cerrados. Sientes los dedos de sus manos blandas calientes, subiendo por tu vestido, deteniéndose en tus orejas.

Subes a la carrera, te encierras en el baño, te duchas desesperadamente restregándote el contacto.

Necesitas que algo cambie. Que algo cambie ya.

El descarado de Pablo, tu hermano. No sabes cómo logra meterse a todos los Larréin al bolsillo, sobre todo a las tías.

Ellas suspiran por él, él les manda un beso con la punta de los dedos, lo sopla en su dirección, hace todos los gestos de un gigoló. Se acerca, les susurra al oído, les dice, por favor dejen de verse tan jóvenes, cada día más bellas, más despampanantes.

Huevón tollero, piensas. Le miras la mirada fija, ardiente, de latin lover.

Él se sienta al piano, comienza a tocar un arreglo. ¿Por qué Pablo sabe tocar piano? Nunca ha tenido clases.

Mierda. La Internacional disfrazada de vals de Straüss. Él te mira furtivo, risueño. No digas nada. Mira cómo se la tragan.

Las tías Larréin suspiran, se emocionan, aparecen los pañuelitos de batista entre las manos.

Manos manchadas de las pecas de la muerte.

—Este niño toca como un ángel —dicen.

Miras las manos de Pablo, grandes, llenas de venas galopando por el teclado, táctiles, gráciles.

Tus tías, de extrema derecha, casadas con hombres de extrema derecha, comienzan a bailar al son de la Internacional convertida en vals. Nadie se da cuenta.

Esto es histórico, piensas, ahogándote de risa. Histórico. Histérico.

Te ríes fuerte. Ellas te miran con desagrado, tal como se mira a una barata subiendo por un mantel blanco.

Se acercan a tu madre, tu oído es fino, le comentan que debiera tomarte clases de piano.

—Se vería tan bien una niñita de familia tocando el piano, y, anda tú a saber, si no se le suaviza ese carácter del demonio que tiene.

—Sí, sí, sí —dice sobresaltada tu madre. Está a mil kilómetros de aquí. Siempre tu madre está a mil kilómetros de donde debe estar. Nunca se sabe con su cara de Ingrid Bergman en «Casablanca».

Las tías comienzan a hablar sobre postular a Pablo para la Juilliard. Ahí sacan a relucir los contactos, las influencias, yo conozco al embajador de, al agregado cultural de, yo soy íntima de alguien que es íntima de la no sé quién. Se enzarzan en una discusión sobre quién es quién, quién es más, quién, que otro, quiénes, esferas de poder, influencias, apellidos saltando sobre el mantel, viajes, estudios, años de experiencia en no sabes qué.

Todo es una mierda, bostezas.

Respira hondo, di tengo diecisiete años y todo el mundo por delante. Dilo tres veces, aunque sientas al mundo sentado sobre ti aplastándote como un ropero de tres cuerpos.

Un parpadeo, el momento se te viene a la mente, años atrás, es 1970, la tarde en que Allende, ganando las elecciones. Tus tíos, llamadas telefónicas enloquecidas. La derecha rasgando vestiduras, guardando las centollas y los Chivas Regal, listos para la celebración por el triunfo de Alessandri.

Fines de octubre, el comando Allende, el Congreso ratifica, un clamor de estadio, Allende sube al poder.

Has ido a verlo sola, sin permiso por supuesto, a escondidas, en el primer ejercicio de tu adolescencia, aterrada de realidad, de soledad. Es el primer estallido de tu vida adulta. Te arrancas del colegio, subes a la micro, te vas a la Plaza Bulnes. El gentío.

Los Larréin, escondidos en los livings de sus casas acromegálicas, trasegando botellas de whisky, moviendo la cabeza, denegando, no puede ser que haya ganado ese tipo, debió haber algún error en el recuento. Los traidores demócrata cristianos, demócratas cretinos, han vendido al país, el Congreso ratificando a ese pinganilla, no puede haber ganado, horror y ahora, qué.

No podrás olvidarlo. En momentos de extrema tensión recuerdas.

—Con profunda emoción les hablo desde esta improvisada tribuna... Nunca un candidato triunfante por la voluntad y el sacrificio del pueblo usó una tribuna que tuviera mayor trascendencia...

Trascendencia. Ahí estás ese atardecer, ahí estás bajo los balcones de la FECH. Cientos, miles de personas gritando, mirando a una ventana, allá arriba, codazos, por ahí aparecerá, saludará a la multitud. Es el día del triunfo. Es el día de Allende. Es el día de Chile.

Cada vez más intensa la sensación de invisibilidad, la sensación de ser arrollada por la marea humana de la que formas y no formas parte, eres y no eres.

Te ves más niña aún, sola, con tu uniforme, la boina azul, eres la boina azul, el corazón en un alambre. Te has escapado del colegio para venir aquí a la marea humana.

Buscas a Pablo, él también ha venido, lo ha hecho con sus amigos del San Ignacio, invisible también entre los cientos, miles de rostros.

Esa tarde histórica, la multitud acezante.

El miedo te envuelve una bufanda en tu garganta. Como el que sientes ahora. Doblas en cuatro tu pánico, te hundes en el gentío. Tu pelo de salvaje longitud y crespitud, una explosión castaña. Te muerdes el labio inferior, pánico, miedo, cuasi terror.

Si te mareas, te caerás. Cierras los ojos, miles de zapatos pasándote por encima. No, no puedes desmayarte. Mascas el Alprazolam que le sacaste del velador a tu madre.

Poco a poco, la benzodiazepina bloquea tus neuro-transmisores, facilita la unión con el gabaérgico. En castellano, te calma, te hipnotiza un poco, te hace flotar, formas parte medular de la masa humana que inspira y exhala repletando toda el área y alrededores.

Te sientes liviana, feliz, sonríes. Alguien sin cara te toma del brazo, saltas con él, eres poder popular, poder-po-pu-lar, u-u-u-, ni-ni-ni, Unidad Popular.

Desde lejos, una ventana se abre. Ves asomarse a un hombre pequeñísimo un brazo levantado, un punto en el espacio. Es Allende, eleva el brazo, compañeros...

Una electricidad recorre las gargantas. El pueblo unido jamás será vencido, coreas. Tu cuello elevándose en el grito. Lo ves, a lo lejos, una silueta, una cabeza cuadrada, una mano en alto, una voz abierta.

Hueles, sientes el olor de ser parte de todos, eres, no eres nadie, te deshaces, se evapora tu identidad, eres muchedumbre, eres estadística, percentil, número, cientos, miles de codos, caderas, hombros, manos, hombros, te mueves con todos, comienza el balanceo de la masa, po-der-po-pu-lar, te mueves un baile de miles, sientes fuerte ese momento, está comenzando algo nuevo, algo más grande que tú y que todos los que están contigo. La esquina del balcón se agiganta más allá de la atmósfera, te mueves, bailas, el-pue-blo-u-ni-do..., cientos de caderas moviéndose en gloria, saltas, te saltan, te viven, eres ellos, eres todos los codos ajenos, narices, bocas, gritos, hombros, el-que-no-sal-taes-mo-mió-el-que-no-sal-taes… Chile, piensas, el primer país del mundo en elegir democráticamente el socialismo, recién inaugurado esta noche de 1970, tú y tu hermano están en alguna parte ahí mismo, casi juntos, anónimos, temblando los dos, en medio de la multitud ovacionante de la Plaza Bulnes, miles de gargantas sosteniendo a Allende allá a lo lejos, apareciendo en la ventana, diminuto como un muñequito de torta de novia, una marea de gente saltando, tú, muriendo de agorafobia, inubicable en el mar humano, masa leudante, resucitas con todos. Desaparecer tragada por la piel de los otros, no ser nadie, ser un número, tu respiración-sudor fundida con las salivas de los otros, saltas, gritas, te sientes feliz.

Has huido del colegio para asistir, alguien te ha visto, avisa a tu familia. En el almuerzo del domingo siguiente, cónclave familiar.

—Tomaremos medidas —le dicen a tu madre, esta niña es ingobernable.

Hablan de meterte rápido en algo útil apenas salgas del colegio, un curso de secretariado bilingüe en Manpower, mantenla ocupada, es la única solución para que no ande dejando el desastre por donde vaya.

¿Ya estás condenada a una existencia perenne, como hijita de familia, niñita decente, faldita plisada, taquigrafía Gregg, Dactilografía al Tacto, un poquito de piano, otro poquito de inglés, nociones básicas de casi todo y aritos de perlas?

11

Vuelves al ahora. Ya no existe tu uniforme azul. Ya no existe tu infancia. El colegio quedó atrás. Caminas la milla verde hacia la ejecución, las listas de inscritos en las carreras. Quedar, no quedar entre los elegidos.

Oyes a tus tías cuchicheando con tu madre.

—Si no queda en la universidad, nos encargaremos. La rienda corta con ella. Trabajará, será recepcionista en el estudio Larréin & Asociados —los oyes secretearse, mirándote. Cuando madure, será buenamoza, bueno, tiene a quién salir, ¿no? Esperemos.

Tu madre es una belleza Larréin. Buena quijada, ojos fulgurantes. Boca floreciendo en medio de un rostro nítido. No. No sacaste sus ojos claros.

Larréin & Asociados. Quiénes serán los asociados. No, no quieres saberlo.

Si no quedas en la universidad serás secretaria. La ley de la vida.

Cierras los ojos, sin respiración. Te imaginas secretaria recepcionista hasta la consumación de los siglos. Llevar a gringos a salas de reuniones, ofrecerles café, hablarles inglés, encargar almuerzos al Chez Henry. Atender el teléfono BuenosdíasLarréin&Asociados, voz tonal, modulada, serena. Digitar escrituras, rápido, apúrate, se te atasca la margarita de las letras, cambiando a última hora la cinta, transpirando entre las piernas, debajo de los brazos, Etiquet, maldita chomba de cachemira, la muerte antes que eso.

Es lo que te espera si no quedas en la universidad. Tiemblas.

12

Vas a pie. El pavimento tibio. Ha salido el sol. Un tipo pasa. Te mira directo a los pezones. No abajes los ojos, mantenle la mirada fija, de frente, es tu pequeña victoria, vuélvelo gusano, imponle tu pupila, deshazlo, hazlo quedar desorbitado, sin armas, desnudo.

Pasas.

Victoria, no lo verás nunca más, ya lo olvidaste. Eres la que no abaja los ojos. No pestañeas.

Apuras el paso.

Cruzas frente a la estatua de la Casa Central Pontificia Universidad Católica de Chile, la estatua de Crescente Errázuriz, el amigo de tu bisabuela materna, los Larréin cuentan la historia a cada incauto que les cree, sí, venía a tomar té todos los jueves, muy simpático. Punto final. Más allá no se sigue. Se guarda el más obstinado silencio sobre la conducta indoors de tu bisabuela materna y de don Crescente Errázuriz. Los susurros van y vienen, ratones, tu bisabuela era una loca y Monseñor le hacía caso en todo, shht. El contacto con la alta curia.

No te amilanes. Pisa fuerte, camina sobre tus dos zapatillas desabrochadas. Vas sobre tu miedo cerval, sin padre sin madre sin perro que le ladre, recitas, te sientes un producto de generación espontánea.

Deja atrás todo, camina, ya falta poco para llegar. Pasas frente a la Fuente Alemana, tu pulso bombeando, pegándote golpes de box en las sienes. Móntate sobre tu propio pavor, haz caso omiso del calor, no hace calor, hace frío, aminora el paso, respira hondo, airéate la masa del pelo mojado de la nuca, a cien grados. Que sea lo que tenga que ser, dilo tres veces, enderézate y, por lo que más quieras, apura el paso, camina erguida. ¿Cadalso? ¿Futuro? Nadie sabe. Enfrenta. Guillotina, silla eléctrica o altar. Sigue caminando.

Odias tener el pelo hasta la cintura, tan crespo, encrespándose más por momentos, castaño oscuro, opaco como una castaña sin lustrar. Eso eres. Una castaña. Tu pelo es y será protagónico, perenne, encabritado, rebelde, alejado completamente de los cánones de la decencia, de la modestia, de la sencillez. Ese pelo que crece, hinchándose vociferante sobre tu cuero cabelludo.

Pasas frente a una vitrina. Enfrentas tu silueta larga, incompleta, tu cara triangular, inquisitiva, pura ceja, desapareciendo entre la masa de pelo crespo, enervado, movedizo.

Esa y no otra eres tú. Tú aquí, tú ahora, hic et nunc. Apura el paso. Maldice a Pablo. Te ha dejado sola, como lo hace siempre. Me las vas a pagar ese, todas juntas, piensas. No te valdrá tu sonrisa irresistible. O sí te valdrá. No hay remedio. Amas a ese descastado. Hace lo que quiere contigo. Y con todos. Le basta un fruncimiento de nariz y esa mirada risueña mezcla de halcón y de ángel en picada. No puedes resistirte.

A la hora de salida, has encontrado un papel en tu velador.

«Eloísa, mi amada esquiva, perdón, tuve que ir casa de Rivadeneira, urgente apoyo moral. P.».

Sí, ya conoces sus apoyos morales: partidos de tacataca, completos, jabas de cerveza hasta que las velas no ardan, carreras en auto por Apoquindo.

Encógete de hombros. Di en voz alta, puedo sola perfectamente, no necesito a nadie.

Dilo tres veces, siente en tu interior un pequeño músculo tirante. Algo se te encoge adentro.

13

No pienses en nadie. Tu familia no existe. Por lo menos, ese mito no te lo crees.

Girando cada uno en su órbita. Tú, desorbitada, subida a una elipse vertiginosa, sola en el universo, tu casa vacía, las ausencias, las cuencas, los espacios vacíos repletando el tiempo.

El no estar casi nunca de tu madre. Sus llegadas escasas. Sus idas precipitadas, sus portazos tensos, sus apariciones breves, en vuelo rasante por la casa. Siempre yéndose. Encuentros desvencijados con ella, su rápido paso por la casa haciendo presencia, desapareciendo minutos después, dejando un recado en la mesa del hall, no me esperen a comer, reunión hasta tarde en la oficina. ¿Qué oficina? ¿Cuántas veces te has encontrado con esos papelitos? ¿Desde hace cuándo? No sabes ni siquiera cuándo se ha iniciado. Desde antes del tiempo, desde antes del recuento. ¿Hace cuánto que tu madre se arranca de casa? Lo olvidaste. Desde siempre.

Tu padre, en silencio. En su pieza. Desde que no tiene trabajo. Desde que no tiene oficina. Desde que tus tíos «se ocuparon del asunto de Álvaro». Atrincherado. Tapiado tras la puerta de la ex pieza matrimonial, leyendo las Crónicas de la Conquista de Aurelio Díaz Meza con una minuciosidad delirante, pasando el dedo por las páginas amarillentas. La vida suspendida de tu padre.

Esperando a Godot. Día a día. Minuto a minuto, traspasado de invisibilidad, de insignificancia.

Vaciando su vida en ese sillón del que no se mueve desde que los Larréin lo hicieron expulsar de su oficina, de su trabajo de toda la vida en la Corporación de Asistencia Judicial. CAJ.

—Era una mierda de trabajo.

—Pon los pies en la tierra, Álvaro. Con nosotros en el Estudio, ganarás veinte veces más. Qué manía es esa de andar perdiendo el tiempo con los pobres. No eres el Padre Hurtado ni Robin Hood, por el amor de Dios. Entiéndelo. Y dejémonos de huevadas. Con el nombre Larréin no se juega. Estás casado con la Titi y tienes que estar a la altura.

Estar a la altura.

Tu padre, el único de la familia que no tiene ni tendrá jamás acciones en el Club de Golf, ni viajará jamás a Europa para capear el invierno.

Miras la puerta cerrada de su pieza. Sabes que está ahí, en silencio.

Ignoras hace cuántos milenios tu padre y tu madre han separado pieza. Tal vez siempre. No lo sabes. No puedes dimensionar el iceberg que flota entre ellos. Cualquier cosa menos encuentro.

Tu padre encerrado en su pieza de hombre solo, en tozuda espera de lo imposible, en espera de un rescate teórico, que no vendrá de ningún lado.

Nunca hubo nada, piensas. No comprenderás nunca por qué insisten en seguir juntos en esa casa, adosados a esos muros amarillos, de oquedad pavorosa. Insistiendo en parecer una familia como todas.

Sacude la cabeza, bota ese pensamiento como una costra. Qué importa ya. La piel a todo se acostumbra. Somos elásticos, piensas. Encógete de hombros, tu ademán preferido. Sola. Del verbo sola.

14

Cuadra, calle, cuadra, calle, cuadra.

No te detengas.

Las veredas. Sol. Calor endovenoso. Sientes que tu cuello se licúa, no tienes nada seco bajo la ropa, deliras. La resolana hace bailar el pavimento. La Alameda se mueve levemente. El hoyo del futuro Metro, un socavón en el que todo cabe. Socavón. Qué palabra más negra. Baldomero Lillo.

Miras la grúa, animal prehistórico. El polvo fino sepia cubriendo tu alma y el mundo.

Pasas frente al edificio de la UNCTAD, recién armado, un Mekano acromegálico, tornillos gigantes del porte de una cabeza humana uniendo vigas que parecen puentes, todo al aire, uniones, cañerías, módulos, cemento, hierro. Te quedas ahí, la boca entreabierta, miras hacia arriba, lees, UNCTAD, United Nations Conference on Trade and Development. Por la cresta el desarrollo.

Recuerdas la sensación de ser gigante que te acomete a veces, antes de quedarte dormida. La temes. Es una condición médica, ha dicho alguien, llenando una ficha.

Dentro tuyo zumba tu precariedad.

Las líneas de tu vida, un mapa cuyos contornos no conoces y casi no quieres conocer. Vas a ciegas, dibujando tu rayado de cancha, tu destino, tu forma. Cómo escoger la forma de tu mañana, del día de mañana. Qué aterradora palabra, mañana, abierta con sus fauces al aire, dientes.

15

Tu ficha médica: condición en extremo nerviosa, distónica neurovegetativa, crisis de epilepsia tónico-clónica, causas psicógenas, nervios perversos, enervados desde tu nacimiento, desconexiones neuronales, menstruación inexistente. Te obligan a tomar estrógenos de caballo, Carbamazepina de 200 mg. De por vida. Para que te conviertas en una joven normal, dicen, no es sano haber menstruado recién a los 17 años por primera vez.

Odias los estrógenos de caballo. Sospechas que los fármacos te dan mal aliento, los botas por el excusado, gastas tu dinero en chicles, pasta de dientes para fumadores.

Miras la ciudad despedazada, hendida a lo largo de su vientre, un país en guerra, piensas. Momios contra upelientos. La derecha contra la izquierda, poder versus poder popular.

La turba versus los poderosos. El que caga, caga.

Todo está en pedazos, el mundo agujereado, excavaciones, trincheras, piedras, terrones, tierra suelta sin límites, polvo borroso, los árboles tosiendo entre el polvo, estatua de Baquedano.

La estatua de Baquedano, siempre te quedas mirándola, vago parecido con la tía Adriana después de la ducha.

Miras hacia la Plaza Italia, el pivote, el eje intransitable que separa las tierras enemigas. Barrio alto, barrio bajo, Plaza Italia arriba, Plaza Italia abajo. ¿Dónde vives? Es pregunta que hiende, que fija los rasgos, el lenguaje, tu procedencia, tu futuro, tus posibilidades de vida o muerte.

Sigues caminando, pasas sobre charcos de aceite, cáscaras, perros esqueléticos, ávidos, buscando lo que sea para digerir, lamiendo cosas heridas. Todo amasado con tierra suelta, polvo, hojas opacas de los árboles, llenas de tierra parda, un mundo sordomudo. Miles de miles de hojas de cuadernos destrozados, escolares del Instituto Nacional, celebrando el haber pasado de curso. Todo queda ahí, con ese aire de terriblemente muertas que tienen las cosas que nadie recoge, papeles naufragando en las esquinas. Cerca de los alcantarillados encuentras cáscaras, desechos, hollejos imprecisos. Es mejor ignorar la procedencia de las cosas. La vida es horrible y bella, a medio hacer y eterna, invisible y caótica, como tú misma, audaz y no atreviéndote a nada, recogiendo tu cuerpo agazapado, inabarcable, mínimo, pétalo de una flor sin importancia.

Miras la cordillera sin una gota de nieve, Santiago es un gigantesco pozo séptico, caótico, agujero, polvo, cascotes, piedras, ruidos, objetos sin destino. Santiago es un guaipe.

Cómete el mundo que te rodea, quiérelo todo, sin espera, sin paciencia, sin humildad. Todo el dolor, la belleza, la vida, la muerte, la miseria, la traición, el sacrificio, la amistad, la vida, la clara, la yema.

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Cornisas, fachadas, aleros, ¿ya falta poco para llegar?, atraviesas la Alameda sin álamos, ¿cuándo tuvo alguno? Miras la gigantografía de Fidel, aún colgada en el ancho espacio del aire, de acera a acera, moviéndose lenta, un velamen con el viento. Recuerdo de su visita a Chile.

Todavía ahí, desteñida, su cara ancha de cubano, su ojo pirata, la frente amplia, su nariz aristócrata mal que le pese, de puente recto. El viento le pinta una sonrisa vaga al moverse el lienzo. Aquel cubano definitivo, las cosas claras, el verbo derramado. El lienzo con su rostro haciéndose tira lentamente, igual que los tristísimos letreros derruidos de Mejor que mejor, Mejoral, en los muros de adobe de los campos.

La cara de Fidel. Recuerdas cuando vino. Un estadio repleto. Tú, aterrada, con tu hermano, ahí, sentados en las nubes, los asientos de más arriba, galucha. Sintiéndote guerrillera por haber logrado ir. Desde lejos, los ademanes del cubano, sus manos levantándose, allá, lejos, en el centro del estadio. Algo abre tu garganta, gritas, Fidel, Fidel. Su barba oscura, selvática, encendiendo el fuego, su voz incansable seductora, algo extraordinario está sucediendo en Chile, quieres seguir oyendo esa, esa frase por siempre jamás. Gritas, ovacionas, te libras de todo lo que te oprime en tu territorio de 17 años. Ríes, cantas, puño en alto, el pueblo unido jamás será vencido.

La cara de horror de tus tíos Larréin, cuando en el almuerzo del próximo domingo, repites el grito, la consigna: Fidel hace historia.

Delicioso.

Pablo y sus ojos de cállate, idiota, te va a llegar.

Pero contigo no ha nacido la elegancia de callarte cuando debes.

Y te llega.

El mayor de los hermanos de tu madre, de doble barbilla, cogote violáceo, te expulsará del comedor.

Saldrás con un leve silbido, repitiendo fuerte Fidelhacehistoria.

Toda tu familia materna mirará a tu madre.

—Realmente, Manuela, la Eloísa es una muchacha innavegable, ¿te has dado cuenta?

Tu madre en silencio, mirando por la ventana.

Ni siquiera ha escuchado la pregunta.

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