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Se acerca el fin del mundo, la humanidad ha confiado la comunicación y los pronósticos de futuro a la tecnología y algunas personas han descubierto una nueva facultad: la de desaparecer voluntariamente, un método radical de evadirse de la realidad cotidiana. Guiado por su abuelo, uno de los primeros en aprender a hacerlo fue Rapo, y ahora Maxi, su hermano, tiene la misión de encontrarlo mientras intenta superar la separación con Sabrina. El de Maxi y Sabrina es uno de los tantos desencuentros que narra esta novela, protagonizada por dos familias –cuatro generaciones– cuyos integrantes se buscan unos a otros en una trama de lazos y afectos cada vez más inestables e incorpóreos. Mientras el mundo se desmorona, algo nuevo está queriendo nacer, una vida que emana de la materialidad de los objetos y que se está filtrando desde un lugar misterioso que llaman "la fosforescencia". En su segunda novela, Martín Felipe Castagnet combina de manera magistral la ficción especulativa, la fantasía y el realismo costumbrista para encontrar nuevas metáforas que hablen del mundo de hoy. ¿Y si fuera el tacto, y no la inteligencia, lo único que nos mantiene humanos?
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A mi familia Navas
Del futuro solo hablaré si estoy obligado a ello.
Marcelo Bielsa
Hace poco me contaron de una mujer que esperaba en un geriátrico la visita de su hijo. Como el hombre solo podía visitarla por la noche, al salir del trabajo, la madre repetía durante todo el día: “Que venga la oscuridad, que venga la oscuridad, que venga la oscuridad”. Señora: espero que sea de su agrado.
Los vendedores del apocalipsis
“Hace mucho que no viene tu hermano”, le dijo la dueña del geriátrico en donde vive Ababa. “Debe estar desaparecido”, contestó Masita, demasiado ocupado como para inquietarse por Rapo. Su mente estaba en otra cosa: Sabrina le acababa de decir que no quería quedar embarazada. Luego, claro, se olvidó de Rapo, o decidió no prestar atención. La segunda llamada le llega recién un par de meses más tarde, mientras separa los reciclables, esta vez de su madre: “Tu hermano no aparece, hacé algo o te quedás sin familia”.
Masita vive en Embarcación desde que nació. Pocas personas le dicen Maxi, entre ellas Sabrina. Cuando sin querer lo llama Masita, por contagio social, se queda trabada entre una palabra y la otra. No se corrige para no delatarse, pero desde que se separaron lo nombra menos y se ahorra el problema. Ella nunca salió con Masita, solo con Maxi, pero cuando Masita está solo de madrugada y se recrimina cosas frente al espejo del baño se dice a sí mismo Masita. Por ejemplo: “¡Qué pelotudo que sos, Masita!”.
El primer paso para encontrar a tu hermano es visitar la casa de tu madre, a lo que te rehusás si tenés la oportunidad. Te hiciste desaparecer antes de entrar, para que nadie te moleste. Sabés que Camelia está dentro porque las llaves están colgadas en su lugar habitual, pero cualquier excusa te resultaría buena para desaparecer: es como ponerse al abrigo aceitoso de una segunda piel que te queda cómoda y resbala a los ojos de los demás. Descalzate y subí las escaleras sin tirar ninguno de los objetos que pueblan los escalones: teteras, cacerolas, cactus, cubiertos, garrafas vacías, relojes, todo correctamente etiquetado y con su respectivo precio.
La puerta de tu habitación está cerrada; te fuiste de tu casa en cuanto pudiste, y después se transformó en un cuarto de estudio que nadie utiliza. Seguí de largo hasta la habitación de tu hermano, la puerta esta vez entornada. La luz apagada, las persianas bajas. No lo podés ver, pero estás convencido de que Rapo está presente y que lo de tu mamá es solo un susto. Debe estar en el centro del dormitorio, pensás, su cuerpo enorme cubriendo toda la alfombra circular; si te quedás en silencio quizás podrías llegar a escuchar su respiración.
–¿Estás ahí? –preguntás en voz alta.
La única luz proviene del monitor, pero la pantalla está en blanco. El resplandor ayuda a que tu mamá ya no quiera entrar sola. Entrá en la habitación y cerrá la puerta. Todavía tenés las zapatillas en la mano derecha.
¿Todavía te conectás?, le preguntás a través del bindi. Vine a escondidas a visitarte. Rapo sigue sin responder. Te acercás al centro del cuarto, palpando por tu hermano: nada. Quizás Camelia tenga razón después de todo. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él? La aplicación ni siquiera informa cuándo es la última vez que se conectó.
De a poco la negrura muestra sus capas: la mesita de luz apagada, el abrigo sobre el cobertor. Tocás la cama con la mano izquierda: está armada. Antes de irte desinflá el monitor, para no asustar a mamá.
Cuando Masita reaparece fuera del cuarto su madre está esperándolo en el rellano de la escalera. Le da un beso en cada cachete. Tiene un teléfono en la mano, y con la otra tapa el auricular.
–¿Vas a ir a visitar a tu abuelo al geriátrico?
–¿Por qué insistís tanto si ni siquiera te cae bien?
–Era mi suegro. Pero sigue siendo tu abuelo.
–Voy a visitarlo, pero después. Ahora dejame tranquilo, mamá.
Le señala el teléfono y le pregunta cómo van las ventas. Eso la hace sonreír. Camelia vende las pertenencias de los que le temen al fin del mundo.
“Deberíamos mudarnos a una casa más chica, que no necesite empleada”, había dicho en cuanto enviudó, pero en vez de eso se encerró en la cámara mortuoria junto a todos los tesoros del difunto faraón. El miedo que iniciaron las desapariciones la sacó de su sopor y abrió las ventanas de su tumba. Empezó vendiendo sus cosas y luego siguió con las de los demás. Al día de hoy sigue en la misma casa y todavía pagándole a Inmaculada para que la ayude con la limpieza.
A Masita no le gusta ver los recuerdos familiares apiñados en el piso, fuera de lugar. Hay más cosas de las que pensaba, y muchas que ni siquiera recuerda. La casa es tan grande que durante su infancia hubo demasiado lugar para los dos hermanos, y jamás tuvieron que compartir una habitación. De chicos eran los mejores amigos, y todas las Navidades se despertaban mutuamente para ir a buscar los regalos juntos. El vínculo se fue desarmando a medida que entraban en la adolescencia; de grandes solo coincidían al alimentarse, la mayonesa en silencio de una mano a la otra. Más tarde Masita se mudó a un departamento con Sabrina y luego de separarse alquiló otro con tal de no volver a la casa materna. Como los anillos del tronco de un árbol, cada mudanza dejó en su interior una muesca del paso del tiempo.
Masita espera en la cocina a que su madre termine la llamada. Se apresura en hacerse un té; últimamente el café le cae mal y la madre siempre le hace uno sin preguntarle si quiere. Le gusta tener una excusa para lavar la vajilla. El agua caliente, las manos rojas y suaves, el fin de las asperezas. La escucha hablar de colchones, de precios, del Ejército de Salvación. Para qué usa el teléfono si puede usar el bindi que le instalé en la frente, se pregunta Masita mientras prepara la bandeja. Lleva la taza consigo y deja la tetera y el pote con hebras sobre la mesada, bien a la vista.
Camelia entra silbando y empieza a armar la cafetera.
–Mamá, no, ya me hice un té, mirá.
Ella se pone triste.
–Es para hacer uno para mí –le dice.
Miente, piensa Masita: solo toma café cuando está muy preocupada y ahora no lo está. La gente que silba no está preocupada. Camelia mira la bacha y descubre que Masita estuvo lavando.
–No quiero que ayudes, te lo dije muchas veces.
–No lo hice para ayudarte.
–Lo que sí te pido no lo hacés.
–Al abuelo siempre lo visita Rapo.
–No estoy hablando de tu abuelo. Estoy hablando de tu hermano. Si siempre lo visita, ¿por qué ahora no? Hoy me volvieron a llamar del geriátrico, les parece raro y se preocupan. Son gente de bien.
–Pagamos mucha plata para que se preocupen.
–No todo es dinero, Masita.
Camelia también se sienta a la mesa; él sabe que va a dejar el café sin tocar.
–La última vez que vi a tu hermano fue hace dos o tres meses. Entré a cambiarle las sábanas y me pareció verlo medio invisible. Claro que no puedo confirmarlo porque no me respondió. Estoy segura de que a veces él viene cuando duermo: cada tanto me deja… rastros, pero son cada vez más inusuales.
Ambos miran hacia la mesada, luego la heladera, los imanes parcialmente inmóviles. Pueden ver con claridad lo mismo: Rapo, separando varias rebanadas de pan en más de un plato, haciendo sánguches de cualquier cosa. Sus huellas digitales en los vasos. Un fantasma que los visita cada día menos.
–Tenés que convencerlo de que regrese, Masita.
–Ya es grande y decide por su cuenta.
–Es tu hermano menor. Nunca va a ser grande para vos. ¿Vos sabés lo que les pasa a los que están demasiado tiempo desaparecidos? Yo sí: desaparecen.
Rapo debería salir de su cuarto en este instante, piensa Masita, bajar las escaleras y rescatarme con su presencia de esta situación irresoluble.
–No sé, mamá. Rapo siempre fue y volvió…
Camelia revuelve su taza y toma un poco de café.
–Bueno, yo lo voy a hacer por vos. Pero no te olvides de lo que hablamos. ¿Terminaste de usar la taza? Así la lavo.
Masita se pone las zapatillas mientras ella se queda mirándolo, los brazos cruzados, el teléfono de nuevo en la mano.
–Llevate un paraguas de los nuestros que mañana llueve. No invento, eh, les pregunté a los buscadores. Tu mamá ya maneja la aplicación, sentite orgulloso.
Al final el paraguas lo trae ella. Cuando se queda solo Masita lo esconde dentro del armario de los juegos de mesa. La casa está más ordenada y eso lo hace sentirse mejor. Masita tiene ganas de desaparecer durante mucho tiempo, de recordar que no hay nada que temer y que es una sensación maravillosa que ella no entiende porque está vieja y también, a su modo, desapareciendo. Activa la música del bindi, se saca los mocos y entonces desaparecés y te echás a correr.
Estás relajado, como sucede siempre que estás desaparecido, tus huesos hechos polvo de gelatina luego de correr hasta tu departamento. Encendés la estufa y un palo santo para darle vida al living. Te buscás en el espejo y no te encontrás: ni tus pocas canas tempranas, ni tus ojos apenas rasgados, ni la cicatriz que te hizo tu hermano sin querer cuando tenías dos años. Te das una ducha caliente y frotás lo invisible. ¿Se bañará tu hermano? Mamá habló de las sábanas pero no dijo nada de las toallas. Entonces se te ocurre que Rapo está buscando la disolución lenta que supuestamente sobreviene a todos aquellos que desaparecen por demasiado tiempo, y la ducha es reemplazada por un calambre, agua helada, y culpa. Cerrá la canilla, bien fuerte para que no gotee y Sabrina no se enoje, aunque ya no estén juntos ni viva con vos.
Masita reaparece y se sienta en la alfombra al costado del sillón. La llama a Sabrina por bindi y le cuenta el problema. Se enojaría si no le cuento, piensa. A excepción de una o dos semanas, no dejaron de hablar después de la separación.
Tu hermano ya es grande, le contesta ella. Y vos sabés lo mucho que yo odio la desaparición. Me da arcadas de solo pensarlo, como algo viscoso que me sube del estómago hasta la nariz. Todas las madres se preocupan por sus hijos ausentes. ¿Te pensás que mi papá no se preocupaba cuando yo no avisaba que me quedaba a dormir en tu casa? Además, ¿no es que a vos también te gusta desaparecer? Siempre me insistís con eso. ¿Entonces?
Más tarde es Masita el que silba mientras prepara la cena, cuchilla en mano y carne en tabla, y piensa si la solución no hubiera sido pinchar un preservativo a tiempo.
Era como tocar basura con las manos, anotó Sabrina para describir su primera vez. Pero antes siempre está el calor, una llamarada de agua ardiente que dura un segundo y estremece las falanges. Es un dolor adictivo, y a Sabrina le gusta meter y sacar la mano para repetir la sensación (aunque más tarde, al terminar la inspección y quitarse los guantes de látex, le resulta inevitable examinarse los dedos en busca de alguna irregularidad, alguna pelotita en las articulaciones que finalmente nunca aparece). Recién cuando el calor se vuelve constante y suave emerge la vida exótica.
Al tacto se asemeja a una crema de cáscaras de uva, ramas arrancadas de cuajo, semillas a punto de germinar. Cuanto más usado el objeto más crecen las ramas, mayor la apertura de las semillas, el espesor y brillo de la crema. Si el objeto es nuevo, en cambio, su vida exótica se presenta lisa y sin color, casi acuosa. Sabrina comenta todas estas particularidades en voz alta para que queden registradas; luego las ordena según las clasificaciones que ella misma armó en base a sus lecturas y sus entrevistas con los desaparecidos. La vida exótica del objeto que Sabrina inspecciona esta vez tiene una consistencia mantecosa y llena de filamentos azulados. Intenta recordar dónde compró ese banquito; supone que es heredado.
Una vez finalizados los comentarios Sabrina se toca el bindi rugoso que tiene en la frente y se quita las antiparras. La vida exótica se apaga de inmediato: donde antes había llamas ahora solo queda madera. Con algo de esfuerzo se pone de pie y devuelve a su lugar el banquito que estuvo inspeccionando. Le gusta sentarse en el suelo, tanto para estudiar como para comer; volver a la posición erguida la agota mentalmente. Quisiera levitar, se dice, y luego pregunta: ¿algún día el ser humano podrá levitar? Los buscadores procesan la consulta y responden: podrá levitar cuando deje de ser humano. Los guantes se pegan a la piel cuando intenta sacárselos y las manos hieden a preservativo durante todo el día.
Frente al cesto duda si tirarlos o no. Son guantes hápticos de buena calidad: se los puede arrugar como una bola de papel o estirarlos hasta tres veces su longitud sin presentar signos de fatiga. Pero este par ya está muy gastado, la lámina en la yema de los dedos se ve ennegrecida y llena de transparencias. No seas sucia, se dice, mirá la ropa tirada en el suelo y los platos en la bacha. Decide tirarlos.
El bindi no es invasivo: es un parche de piel rugosa como el codo, que de vez en cuando se ilumina tenuemente. Cuando Sabrina está hablando con alguien y se ilumina la aureola le gustaría acercarse y tocar las líneas que se le forman en la frente. Incluso le gustaría lamerlo: a veces debe ser dulce, otras veces salado, casi siempre amargo.
La verdad es que desde que empezaron las desapariciones los desconocidos se tocan más entre sí. Sabrina tuvo que aprender ese lenguaje cuando comenzó con las entrevistas.
Fue poco después de separarse de Masita; las desapariciones ya eran un asunto cotidiano y, pese a los accidentes, había consenso en que después de todo se podía seguir viviendo. Así lo habían predicho los buscadores. No iba a ser el fin del mundo, como se temía. Hasta que muchas personas desaparecidas empezaron a desaparecer del todo: como si se disolvieran.
Las llamadas desapariciones ocuparon la tapa de los medios desde el comienzo; estas disoluciones, en cambio, siguen siendo un secreto a voces. Por eso Sabrina empezó con las entrevistas. Se aburría de consultar una y otra vez los buscadores rastreando noticias para el diario digital donde trabaja.
Los primeros casos los descubrió navegando, como cualquier otra cosa, pero para encontrarlos hay que saber qué es lo que se está buscando. Se sube al auto, los sigue, los investiga. Se pone las antiparras y espera a que salgan, invisibles, de sus casas.
Dicen que los que se disuelven no mueren sino que reaparecen en un lugar mejor. Entrevistó a algunas personas que afirmaban haber regresado de ese lugar: le agarraban la mano, le sujetaban el codo y compartían la piel de gallina. No podía verlos porque seguían desaparecidos (“tengo miedo de reaparecer y no ser capaz de regresar”, le había dicho uno), pero varios lloraban. Sabrina estiraba la mano y lentamente les tocaba las ojeras con las yemas de los dedos, hasta encontrar el cosquilleo de las pestañas, el surco mojado. Luego le daban ganas de llevarse los dedos a la boca.
Todos, de una forma u otra, hablaban de la fosforescencia como la cualidad destacada del paisaje. En algún momento se transformó en el nombre del lugar. Le cuentan que para reconocerse preguntan “¿fuiste a la fosforescencia?”. Los ignorantes contestan “¿qué?” y ellos dicen “nada” y siguen con sus cosas. Ella nunca fue, pero al menos no es ignorante. Tampoco lo considera un privilegio. Al fin y al cabo, si empezó a investigar fue en busca del hermano de Masita.
Hoy pusieron vidrio dentro de la polenta, o al menos eso cree Ababa. Está terminando el plato cuando escucha pensar a la dueña del geriátrico: Te va a cortar la lengua y la vas a almorzar, mientras elogia la salsa que prepararon los cocineros. “Por qué no me dijiste”, le recrimina Ababa al plato de metal. El plato responde: Desconozco a qué sabe la comida, yo solo estoy haciendo mi trabajo. Quiere revolearlo con lo que queda de polenta, pero se contiene. Ya es tarde. Por las dudas después vomita. Si sobrevivo a esto, piensa agarrado al lavatorio, debo ser más astuto para continuar sobreviviendo. Luego de hacer caca se saca el pañal en el baño y lo examina bajo la luz. El sorete tiene tantas astillas que parece nevado.
Mientras intenta terminar una tostada y compensar la comida procesada, Ababa recibe la visita de un chico que insiste en que es su nieto. Quizás sea este chico y no yo el que deba estar internado acá dentro, se dice, y encima es el peor vestido que vi en mi vida.
–Sé que te gustaría, y lamento decepcionarte, pero mi nieto se llama Rapo, y nadie más diferente a Rapo que vos. Rapo siempre fue grandote, igual que yo. Es un gran jugador de rugby. Yo le enseñé las mejores movidas, cuando todavía podía doblar la espalda y echar a correr.
Como el chico no se va Ababa tiene que recurrir a la dueña. Se guarda la tostada en el bolsillo para que nadie se la coma. La dueña está tomando mate mientras en el noticiero alertan contra las violaciones, multiplicadas desde que se hizo común la desaparición. Lo observa durante tres segundos, dice que definitivamente es su nieto y sigue cebando. “Maxi Diciervo, es tu mismo apellido”. Quizás ella también debería estar acá internada; quizás ya lo está.
Ababa intenta leerle la mente al chico para comprender por qué le miente, pero los resultados no son satisfactorios. Peor aún: insiste en que además de ser su nieto es el hermano de Rapo. Está tan convencido que Ababa se entristece. Lo lleva hasta la puerta y le pone la mano en el hombro:
–Disculpame, pero Rapo jamás tuvo hermanos.
Hace tanto que Rapo no me visita, piensa, debe haberse muerto. ¿Eso es lo que me vino a decir este chico y no se anima? Pobre mi Rapo. Muerto tan joven.
En el geriátrico hay tres clases de pacientes, piensa Ababa: los inertes, los inestables y los lúcidos. Aunque al final solo hay una clase, porque los inertes no lo saben y los inestables se creen lúcidos. Vicky es uno de los pocos lúcidos que le hace compañía. Tiene noventa años y el pelo rubio. Dice que durante mucho tiempo no pudo fumar y se desquita ahora en el exilio; “mis pulmones ya están tan acostumbrados que necesitan el tabaco para seguir funcionando”. Nació en otro lugar, pero es fuerte, siempre lo fue, el cuerpo lo muestra. Por eso le dicen así, por Vikingo. Él fue quien le enseñó a leer la mente y a comunicarse con los objetos.
Cuando las enfermeras los dejan solos Ababa se sienta junto a Vicky. Siempre hay una silla vacía cerca porque Vicky no tiene amigos. El sol le da en la cabeza y la hace brillar.
Ababa le cuenta del nieto que decía ser Rapo y el hermano de Rapo al mismo tiempo, y cómo fracasó en leerle la mente. Vicky tira la silla hacia atrás para esquivar el sol y el resplandor da de lleno en los ojos de Ababa, pero no se anima a moverse.
–Si querés llegar al fondo de la mente, tenés que aprender a desaparecer; si dominás la desaparición vas a poder leer lo que se esconde detrás de lo invisible –le dice Vicky.
Ababa ya está parpadeando sin pausa y medio ciego.
–¿Y cómo hago? Quiero sobrevivir. Necesito vivir.
–Te puedo mostrar, si realmente te animás a saber.
Dice que sí. Entonces Vicky desaparece y Ababa siente cómo le violan el cerebro con un guante.
–Ahora –dice Vicky luego de una pausa–, te toca leerme la mente.
Ababa cierra los párpados e intenta concentrarse pese a las pelotas de luz que siente dentro de los ojos. De inmediato escucha la voz de Vicky, pero al mismo tiempo no lo es; luego se da cuenta de que debe ser la manera en que Vicky escucha su propia voz dentro de su cabeza. Quiere apartar la cabeza y separar los párpados, pero los músculos se tensan y la piel se adhiere.
Se hace pis, y el calor le abre los ojos. Vicky no está; solo su ropa, suspendida como un espantapájaros, hasta que con los minutos también desaparece y solo queda la luz de la ventana.
Ababa pasa el resto de la tarde con los inertes, para que no le digan nada, lejos de la pandilla de los cien y los demás lúcidos. De vez en cuando simula que él también tiene puesta una camisa química y deja que la baba le caiga hasta el mantel. Lo hace sobre todo para evitar a Vicky: él detesta a los inertes. Una vez Vicky le dijo que les cortaría las yemas de los dedos con un cuchillo de cocina para obligarlos a reaccionar. “Humanos que se creen plantas, lo único que nos faltaba”. Ababa se despierta sobresaltado y con miedo de haberse quedado manco, con una semilla germinando dentro del puño cerrado y perdido.
Masita lo vuelve a visitar unos días más tarde. Este chico tiene un suéter de nenas, piensa Ababa, el más puto que vi en mi vida. El chico insiste en que es el hermano de Rapo.
–Querido, disculpame, pero no podés ser Rapo porque Rapo está muerto –le dice; está a punto de palmearle el hombro pero se arrepiente–. No te burles de mí, estoy viejo y frágil pero de las cosas realmente malas uno nunca se olvida.
–¿Y cómo fue que se murió Rapo? –le pregunta Masita sonriendo.
A Ababa le da bronca la pregunta. Si este chico fuera el hermano lo sabría.
–Se murió jugando al rugby. Lo aplastaron y le quebraron la espalda y la cabeza. Ahora yo también quiero estar muerto.
Cuando uno es grande no llora nunca, piensa Ababa, y cuando llora lo hace sin esfuerzo. Como una canilla sin cuerito. Quince minutos con un afeminado y me largo a llorar. Quizás sea yo el que deba estar usando ese suéter de chicas.
De pronto Ababa no tiene ganas de que el chico se vaya. En el geriátrico solo está la dueña que piensa en envenenarlo, los inertes que no piensan, los enfermeros de los que no le interesa lo que piensan, los objetos con los que ya está un poco hastiado de charlar y Vicky, que lo llama con la mente como si fuera un teléfono pero a él le da miedo atender y escuchar qué tienen para decir los muertos.
Cuando le pregunta si él se puede hacer invisible, Masita se incomoda y dice que sí.
–Ah –le responde Ababa–. Todos pueden volverse invisibles menos yo. Acá a nadie le interesa y no entiendo por qué, todos dicen que es fácil, como andar en bicicleta, o peor, que es inevitable y de pronto desaparecés sin poder hacer nada.
El tema parece entusiasmar al visitante:
–Sí, al comienzo nadie podía controlarlo. Era como una sacudida, una ola de electricidad que te levantaba y te metía debajo del mar sin que pudieras evitarlo. Ahora los buscadores ofrecen diez mil páginas con métodos diferentes para cada persona. Claro que desaparecer no es seguro: hay demasiados accidentes y el gobierno dice que lo hagamos dentro de nuestras casas, y previniendo la disolución. Pero es tan adictivo. Usted sabe, como otras cosas.
Se pone colorado. Ababa piensa: seguro debe estar pensando en cosas de putos. Entonces se acuerda de que puede leerle la mente y le pregunta si vive con Rapo. Masita le responde que no, pero Ababa lo escucha pensar con claridad: Vive dentro de su monitor. Eso lo pone aún más triste:
–¿Duerme en un monitor? Mi casa siempre estaba conectada. ¿Qué te pensabas, que por ser viejo no tenía internet?
Las llamadas invisibles comienzan por la noche. Ababa no quiere atender, pero su cabeza no logra cerrarse del todo. Siente los pliegues por donde se mete la llamada. Se levanta de la cama y se pone las pantuflas. Con una de las medias en la mano camina hasta la cocina, lento como siempre pero más silencioso. Dos heladeras, un frigorífico, doce hornallas. Cacerolas más grandes que un perro mediano. Botellas de vidrio oscuro. La boca de los hornos gigantes.
Abre la puerta del horno que más refulge. La manija está caliente y la media humea. Adentro hay cenizas grises, negras y blancas, y huesos largos. Tenés que escaparte, le dicen los huesos, antes de que te hagan harina como a nosotros.
Los feos fueron los primeros en desaparecer. Según los buscadores, la primera fue la conductora de un micro escolar. Los adolescentes le gritaban vieja, gorda, cara de mierda. Entonces desapareció; primero el cuerpo y después la ropa. La gorda fea seguía manejando y quizás lloraba. Los adolescentes comenzaron a gritar y a filmar con sus bindi, aunque en realidad no había nada que se pudiera compartir en las redes: un asiento vacío y un paisaje borroso del otro lado de la ventanilla. A los adolescentes también les llegaría el turno de desaparecer.
Los detalles son lo primero que se pierde, pero al final la memoria es la supervivencia de un único detalle. Cuando desapareció por primera vez, Masita sintió como si todas las cosas de este mundo hubieran sido dibujadas en trazo grueso, como si se le hubieran dormido las piernas, como si su cerebro hubiera absorbido todo el líquido que lo regaba. Eyaculó. Lo transparente enturbiaba lo invisible. Reapareció en público con los pantalones manchados. Los demás pasajeros se rieron y quiso desaparecer de nuevo.
Le llevó tiempo dominar la desaparición; más tiempo le llevó no querer esquivarla, deshecho de miedo. Le tomó semanas en las redes, primero en un sitio de preguntas y respuestas pero luego descargando manuales de usuario y libros de texto budistas, ejercitando la respiración, el movimiento del vientre. Mientras tanto su cuerpo desaparecía y aparecía sin ningún control, un rayo negro durante una tormenta blanca.
Supo que lo había logrado cuando entró y salió de la casa de su madre sin que nadie se enterara. Para que la ropa no lo delatara esperó sentado en una plaza los diez a quince segundos que tarda la disolución parcial: todo aquello que está en contacto con el cuerpo. Camelia embalaba cajas que tenían escrito frágil en el cartón: Masita vio platos, botellas de whisky, discos de vinilo. Cajas con etiquetas naranjas, azules, negras. A Rapo no lo pudo percibir; Masita quiso pensar que quizás, por primera vez en mucho tiempo, simplemente no estaba encerrado en casa.