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Guillaume Apollinaire publicó Méditations esthétiques. Les peintres cubistes en 1913. En este momento el cubismo había alcanzado una fuerte actualidad y en torno a él se desarrollaba un amplio debate. Apollinaire divide su texto en dos partes fundamentales: en la primera expone los que podemos considerar fundamentos teóricos de la pintura cubista; en la segunda, analiza la obra de, entre otros, Picasso, Braque, Gris, Gleizes, Metzinger, Marie Laurencin, Léger... A través de todos estos artistas advierte Apollinaire la nueva dirección que adquiere el arte de nuestro siglo, un camino que durante mucho tiempo se ha considerado sin retorno. De una gran belleza literaria, el texto de Apollinaire se ha convertido en una obra clásica, y, al igual que los artistas a los que se refiere, parte él mismo de la historia del arte contemporáneo. La edición que presentamos se completa con un epílogo de Valeriano Bozal sobre Apollinaire y el Cubismo.
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Los pintores cubistas
Traducción de
Lydia Vázquez
www.machadolibros.com
Del mismo autoren La balsa de la Medusa:
107. Picasso/Apollinaire, Correspondencia
Guillaume Apollinaire
Meditaciones estéticas
Los pintores cubistas
Sobre la pintura
Pintores nuevos
Pablo Picasso - Georges Braque - Jean Metzinger - Albert Gleizes - Juan Gris - Marie Laurencin - Fernand Léger - Francis Picabia - Marcel Duchamp - Duchamp-Villon, etc.
La balsa de la Medusa, 70 Clásicos
Colección dirigida por
Valeriano Bozal
Título original: Méditations esthétiques. Les peintres cubistes
© del Epílogo, Valeriano Bozal Fernández
© de la traducción, Lydia Vázquez
© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]
ISBN: 978-84-9114-189-1
Sobre la pintura
I
II
III
IV
V
VI
VII
Pintores nuevos
Picasso
Georges Braque
Jean Metzinger
Albert Gleizes
Marie Laurencin
Juan Gris
Fernand Léger
Francis Picabia
Marcel Duchamp
Apéndice
Duchamp-Villon
Epílogo
Apollinaire y el cubismo, Valeriano Bozal
Las virtudes plásticas: la pureza, la unidad y la verdad tienen a la naturaleza vencida a sus pies.
En vano, tensamos el arco iris, las estaciones del año se estremecen, las gentes se precipitan en tropel hacia la muerte, la ciencia hace y deshace lo que existe, los mundos se alejan para siempre de nuestra concepción, nuestras imágenes móviles se repiten o resucitan su inconsciencia y los colores, los olores, los ruidos que llevamos con nosotros nos sorprenden, para luego desaparecer de la naturaleza.
Ese monstruo de la belleza no es eterno.
Sabemos que nuestro aliento no ha tenido un principio y que nunca cesará, pero concebimos ante todo la creación y el fin del mundo.
Sin embargo, demasiados pintores adoran aún las plantas, las piedras, la onda o a los hombres.
Nos acostumbramos en seguida a la esclavitud del misterio. Y la ser vidumbre acaba por crear dulces distracciones.
Dejamos a los obreros dominar el universo y los jardineros tienen menos respeto por la naturaleza que los artistas.
Es tiempo de ser los amos. La buena voluntad no garantiza la victoria.
De este lado de la eternidad danzan las mortales formas del amor y su maldita disciplina se resume en el nombre de la naturaleza.
La llama ardiente es el símbolo de la pintura y las tres virtudes plásticas arden resplandecientes.
La llama posee esa pureza que no soporta nada ajeno a ella y que transforma cruelmente en sí misma lo que toca.
Posee esa unidad mágica que hace que si es dividida, cada una de esas llamas será similar a la llama única.
Posee por fin la verdad sublime de esa luz suya que nadie puede negar.
Los pintores virtuosos de esta época occidental estiman su pureza sin tener en cuenta las fuerzas naturales.
Es ella el olvido tras el estudio. Y, para que un artista puro muriera, no tendrían que haber existido los de los siglos anteriores. La pintura se purifica, en Occidente, con esa lógica ideal que los pintores clásicos han transmitido a los de hoy como si les dieran vida.
Y eso es todo.
El uno vive entre delicias, el otro en el dolor, unos se gastan las herencias, otros se hacen ricos y aún hay quienes sólo poseen la vida.
Y eso es todo.
Uno no puede llevar a todas partes consigo el cadáver de su padre. Se le abandona en compañía de otros muertos. Y nos acordamos de él, lo echas de menos, hablamos de él con admiración. Y, si alguno de nosotros llega a padre, que no espere que uno de nuestros hijos quiera cargar con nuestro cadáver de por vida.
Pero en vano se despegan nuestros pies del suelo que contiene a los muertos.
Considerar la pureza, es bautizar el instinto, es humanizar el arte y divinizar la personalidad.
La raíz, el tallo y la flor de lis muestran la progresión de la pureza hasta su floración simbólica.
Todos los cuerpos son iguales ante la luz y sus modificaciones resultan de ese poder luminoso que construye según su voluntad.
No conocemos todos los colores y cada hombre inventa uno nuevo.
Pero el pintor debe ante todo hacer de su propia divinidad un espectáculo y, así, los cuadros que expone a la admiración de los hombres conferirán a éstos la gloria de ejercer también y momentáneamente su propia divinidad.
Para ello hay que abarcar de un vistazo: el pasado, el presente y el futuro.
El lienzo debe presentar esa unidad esencial única en provocar el éxtasis.
Entonces no conducirá al azar nada fugitivo. No echaremos bruscamente marcha atrás. Seremos espectadores libres y no abandonaremos nuestra vida a causa de nuestra curiosidad. Los falsos salineros de las apariencias no pasarán de contrabando nuestras estatuas de sal con el beneplácito de la razón.
No nos agotaremos en el intento de cazar el presente demasiado fugaz y que no puede ser para el artista sino la máscara de la muerte: la moda.
El cuadro existirá ineluctablemente. La visión será entera, completa, y su infinito en lugar de denotar una imperfección, destacará solamente la relación de una nueva criatura con un nuevo creador y nada más. Si no, no habrá unidad, y las relaciones de los diferentes puntos del lienzo con diferentes genios, con diferentes objetos, con diferentes luces no mostrarán más que una multiplicidad de disparates sin armonía.
Porque, aunque pueda haber un número infinito de criaturas que den todas fe de su creador, sin que ninguna creación ocupe la extensión de las que ya coexisten, resulta imposible concebirlas al tiempo y la muerte proviene de su yuxtaposición, de su mezcla, de su amor.
Cada divinidad crea a su imagen y semejanza; así lo hacen los pintores. Y sólo los fotógrafos fabrican la reproducción de la naturaleza.
La pureza y la unidad no cuentan sin la verdad que no puede compararse con la realidad puesto que son una misma, más allá de todas las naturalezas que se esfuerzan en retenernos dentro del orden fatal en el que no somos más que animales.
Ante todo, los artistas son hombres que quieren volverse inhumanos. Buscan penosamente las huellas de la inhumanidad, huellas que no se encuentran por ninguna parte de la naturaleza.
Huellas que son la verdad y fuera de ellas no conocemos realidad alguna.
Pero, nunca se descubrirá la realidad de una vez por todas. La verdad será siempre nueva.
Porque, si no, es tan sólo un sistema más miserable aún que la naturaleza.
En tal caso, la deplorable verdad, más lejana, menos distinta, menos real cada día reduciría la pintura al estado de escritura plástica, simplemente destinada a facilitar las relaciones entre gentes de la misma raza.
En nuestros días, se encontraría rápidamente la máquina capaz de reproducir tales signos, sin entendimiento.
Muchos pintores nuevos pintan sólo cuadros donde no hay tema propiamente dicho. Y las denominaciones que se encuentran en los catálogos juegan entonces el papel de los nombres que designan a los hombres sin caracterizarlos.
Así como hay quienes se apellidan Fuertes y son muy débiles o Rubio y son muy morenos, he visto lienzos denominados Soledad, donde había varios personajes.
En casos de este tipo, todavía se condesciende en ocasiones y se utilizan palabras vagamente explicativas como retrato, paisaje, naturaleza muerta; pero muchos jóvenes pintores emplean exclusivamente el vocablo general de pintura.
Esos pintores, aun cuando sigan observando la naturaleza, ya no la imitan y evitan cuidadosamente la representación de escenas naturales observadas y reconstruidas por el estudio.
La verosimilitud ya no tiene ninguna importancia, puesto que el artista lo sacrifica todo a las verdades, a las necesidades de una naturaleza superior que él supone sin descubrirla. El tema ya no importa nada o apenas nada.
El arte moderno rechaza, en general, la mayor parte de los medios de agradar utilizados por los grandes artistas de tiempos pasados.
Si bien la finalidad de la pintura sigue siendo la de siempre, el placer de la vista, al aficionado se le pide ahora que encuentre en ella otro placer distinto del que le procura el espectáculo de las cosas naturales. Así nos vamos encaminando hacia un arte enteramente nuevo, que será a la pintura, tal y como se había concebido hasta aquí, lo que la música es a la literatura.
Será pintura pura, lo mismo que la música es literatura pura.
El aficionado a la música siente, al oír un concierto, un gozo de un orden diferente al gozo que siente al escuchar ruidos naturales tales como el murmullo de un arroyo, el estruendo de un torrente, el silbido del viento en un bosque, o las armonías del lenguaje humano fundadas en la razón y no en la estética.
Asimismo, los pintores nuevos procurarán a sus admiradores sensaciones artísticas únicamente debidas a la armonía de las luces impares.
Es conocida la anécdota de Apeles y de Protógenes, que aparece en Plinio. Muestra claramente el placer estético, resultante tan sólo de la construcción impar de la que he hablado.
Apeles desembarca, un día, en la isla de Rodas para ver las obras de Protógenes, que vivía allí. Éste estaba ausente de su taller cuando llegó Apeles. Había una vieja guardando un gran lienzo para ser pintado. Apeles, en lugar de dejar su nombre, ejecuta en el lienzo un trazo tan suelto que nadie podía haber imaginado nada más a propósito.
De vuelta, Protógenes, al percibir el lineamiento, reconoció la mano de Apeles, y ejecutó sobre el trazo otro de distinto color y más sutil aún y, de esta forma, parecía que hubiera tres trazos.
Apeles volvió al día siguiente sin encontrarse con aquel a quien estaba buscando y la sutileza del trazo que ejecutó aquel día desesperó a Protógenes. El cuadro causó durante largo tiempo la admiración de los conocedores, que lo contemplaban con tanto placer como si, en lugar de estar representados trazos casi invisibles, hubieran figurado en él dioses y diosas.
Los jóvenes pintores de las escuelas extremas tienen como fin secreto hacer pintura pura. Es un arte plástico enteramente nuevo. Sólo está en sus comienzos y todavía no es tan abstracto como quisiera. La mayoría de los pintores nuevos están haciendo matemáticas sin saberlo o sin saberlas, pero no han abandonado todavía a la naturaleza, a la que interrogan para aprender de ella el camino de la vida.
Un Picasso estudia un objeto como disecciona un cadáver un cirujano.
Este arte de la pintura pura, aunque consiga desprenderse enteramente de la pintura clásica, no provocará necesariamente la desaparición de ésta, como tampoco provocó la desaparición de los diferentes géneros literarios el desarrollo de la música ni el sabor de los alimentos fue sustituido por la acritud del tabaco.
Se ha reprochado enérgicamente a los pintores nuevos sus preocupaciones geométricas. Sin embargo, las figuras geométricas son lo esencial del dibujo. La geometría, ciencia que tiene por objeto la extensión, su medida y sus relaciones, ha sido de siempre la regla misma de la pintura. Hasta ahora, las tres dimensiones de la geometría euclidiana bastaban a las inquietudes que nacían del sentimiento de infinito en el alma de los grandes artistas.
Los pintores nuevos no se han planteado ser geómetras, como tampoco lo hicieron sus ancestros. Pero puede decirse que la geometría es a las artes plásticas lo que la gramática es al arte del escritor. Así pues, hoy, los sabios ya no se limitan a las tres dimensiones de la geometría euclidiana. Los pintores se han visto conducidos natural y, por así decirlo, intuitivamente, a preocuparse por las nuevas medidas posibles de la extensión que en el lenguaje de los talleres modernos se designaban global y brevemente por el término cuarta dimensión.
Tal y como se presenta en la mente, desde el punto de vista plástico, la cuarta dimensión estaría engendrada por las tres medidas conocidas: configura la inmensidad del espacio eternizándose en todas las direcciones en un momento determinado. Es el espacio mismo, la dimensión del infinito; es la que dota a los objetos de plasticidad.
Les da las proporciones que merecen en la obra, mientras que en el arte griego, por ejemplo, hay un ritmo como mecánico que destruye las proporciones sin cesar.
El arte griego tenía una concepción de la belleza puramente humana. Tomaba al hombre como medida de perfección. El arte de los pintores nuevos toma el universo infinito como ideal y gracias a este ideal existe una nueva medida de la perfección que permite al pintor dar al objeto proporciones conformes con el grado de plasticidad que desea alcanzar.
Nietzsche había adivinado la posibilidad de un arte semejante: «Oh, divino Dioniso, ¿por qué me tiras de las orejas?, pregunta Ariadna a su filosófico amante en uno de sus famosos diálogos en la Isla de Naxos. –Tus orejas me agradan, me gustan, Ariadna: ¿por qué no serán aún más largas?».
Nietzsche, al contar esta anécdota, juzga, por boca de Dioniso, el arte griego.
Añadamos que esta imaginación: la cuarta dimensión, sólo ha sido la manifestación de las aspiraciones, de las inquietudes de gran número de jóvenes artistas cuando observaban esculturas egipcias, negras y oceánicas, cuando meditaban sobre obras científicas, cuando esperaban un arte sublime, y, que ya sólo se atribuye a esta expresión utópica, que había que comentar y explicar, un interés, por así decirlo, histórico.