Los últimos días de Immanuel Kant - Thomas de Quincey - E-Book

Los últimos días de Immanuel Kant E-Book

Thomas De Quincey

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Beschreibung

Los últimos días de Immanuel Kant sigue siendo uno de los textos más singulares y elaborados de Thomas de Quincey. Gracias en buena medida a las memorias firmadas por Ehregott Wasianski, el ensayista inglés pudo prestar sus palabras al fiel amigo de Kant y relatar los últimos momentos del célebre filósofo ilustrado. Siguiendo meticulosamente el flujo de los acontecimientos, De Quincey nos da cuenta en sus páginas de las preocupaciones que invaden ahora a ese pobre espíritu en otro tiempo brillante. Atrapado por su vejez y por sus problemas de salud, el filósofo aparece retratado como un hombre agotado y enfermo. Sus pérdidas de memoria y de equilibrio afligen a Wasianski, que intenta por todos los medios hacer su vida más llevadera hasta el último aliento. No hay que perder de vista, sin embargo, que, aun apoyándose en los testimonios de algunos de sus coetáneos, lo que De Quincey pone ante el lector es una obra de no ficción especulativa, sujeta a intromisiones discursivas y a sutilísimas desviaciones biográficas, y en la que la figura del filósofo es sublimada al tiempo que satirizada en sus facetas más íntimas. De esta mezcla de ironía y ternura termina por desprenderse una profunda melancolía, la del tiempo que pasa y que destruye inexorablemente hasta las mentes más preclaras.

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Thomas de Quincey

 

 

Los últimos días

de Immanuel Kant

 

 

 

Prefacio de

Marcel Schwob

 

traducción del inglés de

Julia García Olmedo

 

 

2022

firmamento

 

título original:

The Last Days of Kant, 1827

Los últimos días de Immanuel Kant

 

primera edición digital: Febrero de 2023

© de la traducción: Julia García Olmedo, 2021

© de la traducción del prefacio: Javier Vela, 2021

© de esta edición: Firmamento Editores s. l., 2022

[email protected]

www.firmamentoeditores.com

rrss: @firmamentoed

 

isbn epub: 978-84-126630-6-8

diseño y composición: Firmamento

 

Este libro no puede ser reproducido sin

la autorización expresa del editor.

Todos los derechos reservados.

prefacioI

 

 

¿Fue el «justo, sutil y poderoso opio» lo que a menudo condujo a Thomas de Quincey hacia el más amargo de los placeres, a saber, la depreciación del ideal? ¿O se trataba acaso del tenebroso tentáculo de vanidad que nos hace ambicionar las bajezas humanas de nuestros héroes? Quién sabe. Las obras de De Quincey se nos antojan impregnadas de esta pasión. A nadie amó más que a Coleridge, su poeta predilecto, cuyas manías reveló no obstante con voluptuosidad. Adoró a Wordsworth, y pese a todo en tres páginas de éxtasis nos mostró a aquel gran hombre cortando un hermoso libro —que no le pertenecía— con un cuchillo manchado de mantequillaII. Pero, de entre todos los héroes de Thomas de Quincey, Kant fue sin duda el primero.

He ahí pues el sentido del relato que sigue. De Quincey considera que la inteligencia humana nunca se elevó hasta el punto que alcanzó en Immanuel Kant. Y, sin embargo, ni aun en tales cotas la inteligencia se revela divina. No sólo es mortal, sino que, cosa horrible, puede declinar, envejecer y deslucirse. Y puede que De Quincey sintiese aún más afecto por este fulgor supremo al verlo vacilar. No en vano, sigue sus palpitaciones. Anota la hora en que Kant deja de poder crear ideas generales y ordena falsamente los hechos de la naturaleza. Consigna el minuto en que su memoria empieza a desvanecerse. Inscribe el segundo en que su capacidad de reconocer a los demás se extingue sin remedio. Y paralelamente ilustra las escenas sucesivas de su decadencia física, hasta la agonía, hasta los sobresaltos de sus estertores, hasta la última chispa de conciencia, hasta la exhalación final.

Este diario de los últimos momentos del filósofo está compuesto por los detalles que De Quincey extrajo de las memorias de Wasianski, de Borowski y de Jachmann publicadas en Königsberg en 1804, año de la muerte de Kant, aunque el autor inglés empleó asimismo otras fuentes bastardas. Todo ello aparece ficticiamente agrupado en un solo relato atribuido a Wasianski. En realidad su autoría es, línea a línea, obra de De Quincey, quien, con un artificio admirable consagrado por Defoe en su inmortal Diario del año de la peste, se revela él también como un «falsificador de la naturaleza», rubricando su invención con el sello engañoso de lo real.

Marcel Schwob

 

 

I Este texto, con que Schwob precedió su traducción de The Last Days of Kant, apareció por primera vez en la revista La Vogue de París el 4 de abril de 1899. Nota del Editor.

 

II Refiere Schwob la anédcota descrita por De Quincey en Memoria de los poetas de los lagos según la cual el patriarca de las letras románticas inglesas habría arruinado un libro intonso de Edmund Burke en la biblioteca de Robert Southey, su propietario, lo que «hacía de él un monstruo». N. del E.

Los últimos díasde Immanuel Kant

 

 

Doy por hecho que toda persona instruida mostrará cierto interés en conocer la historia personal de Immanuel Kant, por poco que su gusto o sus oportunidades hayan podido ponerle en relación con la historia de sus opiniones filosóficas. Todo gran hombre, aun quien discurre por un camino impopular, debe siempre ser objeto de curiosidad. Suponer que un lector sea del todo indiferente a Kant es suponer que sea del todo inintelectual; así pues, por más que no se sintiera realmente interesado por el pensador, habría que presumir lo contrario por mera cortesía. Desde esta premisa, prescindo de disculparme ante el lector (sea filósofo o no, godo o vándalo, huno o sarraceno) por distraerle con este breve bosquejo de la vida y las costumbres domésticas de Kant, extraído de los testimonios auténticos de sus amigos y discípulos. Es cierto que —sin que exista una suerte de intolerancia explícita por parte del público— las obras de Kant no despiertan en este país el mismo interés que su nombre concita, algo que puede ser atribuido a tres causas: en primer lugar, a la lengua1 en que éstas fueron escritas; en segundo lugar, a la hipotética oscuridad de la filosofía que promulgan, ya porque resulte indisociable de la propia obra, ya por el modo particular que Kant tiene de exponer sus ideas; y, en tercer lugar, a la impopularidad inherente a toda filosofía especulativa, sea cual sea su enfoque, en un país en que la estructura y la tendencia de la sociedad imprimen a todas las actividades de la nación una orientación casi exclusivamente práctica2. Pero, con independencia de la fortuna que a corto plazo hayan podido cosechar sus escritos, nadie que posea cierta curiosidad podrá dejar de atribuir al autor un interés más profundo. Tomando como medida el número de libros escritos directamente a favor o en contra de él, por no hablar de aquellos en los que ha influido de manera indirecta, no hay otro escritor filosófico, excepción hecha de Aristóteles, Descartes y Locke, que pueda pretender igualarse a Kant en la intensidad o profundidad de la influencia que éste ha ejercido en la mente de los hombres. Y, habiéndose granjeado el derecho a recibir nuestra atención, presumo en el lector —lo que no es sino un acto de respeto hacia él— un interés por el filósofo que, insisto, justificará estos breves apuntes en recuerdo de su vida y sus costumbres.

Immanuel Kant3, segundo de seis hijos, nació en Königsberg (ciudad prusiana que en ese tiempo contaba con unos cincuenta mil habitantes) el 22 de abril de 1724. Sus padres eran personas de rango humilde, incluso dentro de su propio estrato, pero, con la ayuda de un pariente cercano, a la que se sumaban las migajas de un aristócrata que les tenía en estima por su piedad y sus virtudes domésticas, fueron capaces de dar a su hijo una educación liberal. Kant fue enviado de niño a una escuela de beneficencia hasta que, en 1732, ingresó en el Collegium Fridericianum. Allí estudió a los clásicos griegos y latinos y trató estrechamente a David Ruhnken (bien conocido luego por los académicos con el nombre latinizado de Ruhnkenius), condiscípulo suyo, y cuya amistad conservaría hasta la muerte de éste. En 1737 Kant perdió a su madre, mujer de carácter prominente y cuyas dotes intelectuales estaban por encima de su nicho social, que contribuyó a la futura eminencia de su hijo al orientar sus pensamientos de juventud al tiempo que le inculcaba elevados valores morales. Hasta el final de su vida, Kant aludió a ella con toda ternura, reconociendo sinceramente su débito por los cuidados de que le hizo depositario.

El 29 de septiembre de 1740, coincidiendo con el día de San Miguel, ingresó en la Universidad de Königsberg, y, en 1746, cuando frisaba los veintidós años, escribió su primera obra sobre un problema de cariz matemático al tiempo que filosófico —«la evaluación de las fuerzas vitales»—. Dicha cuestión ya había sido planteada por Leibniz en oposición a los cartesianos; Leibniz insistía en postular no simplemente una nueva evaluación, sino también una nueva ley de esa evaluación, y la disputa quedó definitivamente resuelta después de que los más grandes matemáticos europeos se ocuparan de ella durante más de medio siglo. Kant dedicó su tesis al rey de Prusia, que no llegó a recibirla; de hecho (y pese a haber sido impresa, según creo), nunca fue publicada4. Desde esa época y hasta 1770 Kant se desempeñó como preceptor en varias familias y dio clases en Königsberg sobre el arte de la fortificación, en especial a soldados y militares. En 1770 fue llamado a ocupar la cátedra de matemáticas (que cambió pronto por la de lógica y metafísica), con ocasión de lo cual impartió una conferencia inaugural (De Mundi Sensibilis atque Intelligibilis Forma et Principiis) digna de mención por contener los primeros gérmenes5 de la filosofía trascendental. En 1781 publicó su obra magna, Kritik der reinen Vernunft o Crítica de la razón pura. Falleció el 12 de febrero de 1804.

Tales fueron los grandes momentos de la vida de Kant, ciertamente notable, aunque no tanto por sus incidentes como por la pureza y la dignidad filosófica de su cotidianeidad, cuyo mejor reflejo se extraerá de las memorias de Wasianski, corroboradas y apoyadas por los testimonios colaterales de Jachmann, Rink, Borowski y otros. Ahí lo vemos pugnar con la miseria de su decadencia y de sus menguantes facultades físicas y mentales, así como con el dolor, la depresión y la agitación causadas por sendas enfermedades, una concerniente al estómago y otra a la cabeza; sobre todo ello se elevaría como extendiendo las alas gracias a la bondad y la nobleza de su temperamento, invicto hasta el final. La tacha más llamativa de éste y de otros testimonios sobre Kant es que apenas si ahondan en su conversación y en sus opiniones. Es probable que el lector esté en disposición de quejarse de que algunas de esas anotaciones sean en exceso minuciosas y detalladas, carentes acaso de la dignidad y la sensibilidad necesarias. Por lo que respecta a la primera objeción, y pese a que nadie que tenga en estima su propio honor se permitiría a sí mismo escribir sobre ello, cabe decir que este tipo de rumores biográficos, estas intromisiones poco caballerosas en la vida privada de un hombre, pueden ser leídas no obstante sin reproche e incluso con provecho, toda vez que se trate de una personalidad tal. Por lo que atañe a la segunda objeción, difícilmente sabría cómo disculpar al señor Wasianski por arrodillarse ante el lecho de muerte de su amigo para consignar, con la precisión de un taquígrafo, los últimos latidos de su pulso vital y la lucha de la naturaleza en un trance extremo, de no presumir en él una concepción idealizada de Kant, como si perteneciera simultáneamente a todas las épocas y, a su juicio, trascendiese todas las limitaciones por lo común sometidas a la sensibilidad humana, una impresión ésta bajo cuyo influjo habría justificado su conducta por una suerte de sentido del deber público, declinando de buen grado obrar de tal modo de acuerdo a sus sentimientos particulares. Y ahora, pongámonos en marcha, quedando bien entendido que en lo sucesivo, o al menos en su mayor parte, es Wasianski quien habla6.

Mi relación personal con el profesor Kant empezó mucho antes de la época a la que alude principalmente este breve relato. En el año 1773 o 1774, no puedo exactamente decir cuál, asistí a una de sus clases. Más tarde me desempeñé como su amanuense, y de dichas funciones surgió naturalmente entre ambos una conexión más estrecha que la que él mantenía con otros estudiantes; y así fue como, sin que llegara siquiera a pedírselo, me concedió el privilegio general de acceder libremente a su aula. En 1780 entré en las órdenes y perdí toda relación con la universidad. Continué no obstante residiendo en Königsberg, cayendo en el olvido o pasando, cuanto menos, enteramente desapercibido para Kant. Diez años más tarde, en 1790, nos encontramos por puro azar en la boda de un profesor de Königsberg, cuya celebración se nos antojó de lo más festiva. En la mesa, Kant distribuyó homogéneamente su conversación y sus atenciones con todos los comensales, pero una vez que la comida hubo terminado y la gente comenzó a dispersarse en pequeños grupos, vino muy amablemente a sentarse junto a mí. Por aquel entonces yo me dedicaba —por mera afición, quiero decir— a estudiar las flores, de las que era un apasionado. No bien lo supo, entabló diálogo conmigo acerca de la que era mi ocupación favorita, y sobre la que se reveló como un interlocutor muy bien informado. En el curso de la misma, me sorprendió descubrir que estaba al tanto, y con detalle, de mis circunstancias y mi situación personal. Evocó los inicios de nuestra relación, expresó su satisfacción por encontrarme en un momento de notorio bienestar y terminó por proponerme, siempre que mis compromisos así lo hiciesen posible, ir de cuando en cuando a cenar con él. Poco después se levantó para despedirse y, como nuestros destinos se encontraban en la misma dirección, sugirió que le acompañara hasta casa. Así lo hice, y con ello recibí una invitación para la semana siguiente, y otra, en general, para las sucesivas, dándome asimismo la libertad de elegir día. En un principio, a duras penas lograba explicarme la distinción con que Kant me obsequiaba, y supuse que algún amable amigo le habría hablado de mí más elogiosamente de lo que merecían mis humildes logros, pero, conforme pude conocerlo mejor, reparé en que solía mantenerse constantemente al corriente de la fortuna de sus antiguos alumnos y de que siempre se alegraba con sinceridad de sus éxitos. Me equivocaba así pues al creer que me había olvidado.

Mi trato con Kant se reanudó y estrechó al tiempo que éste experimentaba un giro copernicano en sus hábitos y disposiciones domésticas. Hasta entonces, había tenido costumbre de cenar regularmente en un restaurante, pero a partir de ese instante comenzó a pasar más tiempo en su casa y a invitar diariamente a algunos amigos a comer con él, de tal modo que el grupo, él incluido, fuese de tres personas como mínimo y de nueve como máximo, quedando conformado por un total de entre cinco y ocho comensales cuando se trataba de pequeñas celebraciones. Era, como se ve, un riguroso adepto de la regla de Lord Chesterfield7 según la cual una reunión de huéspedes, incluyendo al anfitrión, no debía nunca ser inferior al número de las Gracias ni superior al de las Musas. Toda la economía doméstica de Kant, y en particular sus invitaciones a comer con él, tenía algo de especial que se oponía gozosamente a las costumbres y convenciones sociales, y no me refiero en modo alguno a que se faltase al decoro, como sucede a veces en ciertas casas en las que no hay damas que marquen el buen tono de la conversación. La rutina, que no variaba ni se relajaba bajo circunstancia alguna, era la siguiente: tan pronto se servían las viandas, Lampe, el viejo criado del profesor, entraba en el gabinete para anunciar con aire circunspecto que la comida estaba en la mesa. Los convocados acudían a su llamada con extrema rapidez, mientras que, de camino al comedor, Kant no dejaba de hablar del clima8