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Ella no sabía que Tyler quería algo más que un trato de negocios... Doce meses antes su matrimonio era perfecto... entonces Tyler Benedict volvió a casa y descubrió que su mujer se había marchado. Ahora Tyler quería recuperar a Lianne y estaba dispuesto a cualquier cosa para conseguirlo, así que la contrató como ayudante. La bella Lianne Marshall creía que su marido era un mentiroso que la había traicionado. Ella aceptó el trabajo, pero esa vez no iba a jugar limpio…
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Seitenzahl: 168
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2005 Helen Bianchin
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Marido infiel, n.º 2 - septiembre 2022
Título original: The Disobedient Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1141-017-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
LIANNE apretó el botón del teléfono con fuerza innecesaria, y reprimió un juramento cuando se le partió la uña.
Apenas había comenzado el día, y ya se había perfilado como peor que un martes trece.
En el espacio de dos horas se había encontrado con una rueda pinchada, el cajero automático le había estropeado la tarjeta y había perdido el móvil.
El ascensor se detuvo. Se abrieron Las puertas y entró, con ganas de relajarse y de ir directamente a la planta más alta del edificio, donde se encontraban las oficinas de Sloane, Everton, Shell y Asociados.
Pero el ascensor también la frustró, puesto que paró en varias plantas, diez en total, lo sabía porque las había contado.
Finalmente las puertas se abrieron y Lianne entró en la oficina de uno de los despachos de abogados más prestigiosos de Melbourne.
Una cosa era llegar un poco tarde, cinco minutos, por ejemplo. Y otra, llegar treinta minutos tarde.
Dos mujeres atractivas atendían la Recepción, repartiéndose entre la central de teléfonos y la atención personal a los clientes citados. Ambas eran altas, una rubia, la otra de pelo oscuro, con aspecto de modelos, creando un equilibrio perfecto.
Una elección deliberada, pensó Lianne, sabiendo lo importante que era la imagen para Michael Sloane.
Tendría que dar una explicación, junto con una disculpa.
–¿Algún mensaje? –dijo con frialdad profesional. Tenía mucha práctica en poner la cara apropiada.
–Están en tu escritorio –la rubia comprobó el registro de reuniones–. Pamela Whitcroft está en la sala de espera de los clientes.
¡Oh, lo que le faltaba! Aquella mujer de la alta sociedad solía pedir asesoramiento legal sobre los asuntos más triviales, y le encantaba consultar, probar la eficiencia de cada uno de los miembros de la cualificada plantilla, según le había dicho Pamela a Michael.
Lianne levantó la mirada, y se preguntó: «¿Por qué yo? ¿Por qué yo, justo hoy?».
–Dame cinco minutos, y luego hazla pasar –dijo Lianne. Se dio la vuelta y caminó por el pasillo hacia su despacho, donde se tomó el tiempo para mirar sus mensajes, echar un vistazo al archivo de Pamela, y mirar un momento el paisaje urbano de Melbourne desde su ventana.
El edificio donde estaba la oficina representaba una deslumbrante obra de arquitectura… Un edificio circular, de paredes de cristal, diseñado para ofrecer a los despachos de los ejecutivos maravillosas vistas, que llegaban más allá del río Yarra.
No le llevó mucho tiempo ordenar los mensajes por orden de prioridades, y cuando su secretaria le anunció la entrada de la Pamela Whitcroft, Lianne sonrió.
La mañana se fue haciendo más relajada a medida que fue pasando el tiempo. Pamela Whitcroft pontificó, y cuestionó y discutió con considerable fervor, cada una de las acciones legales que Lianne le recomendó, y fue un alivio terminar aquel asesoramiento.
Pero inmediatamente apareció un sentimiento de frustración al saber que Pamela volvería a consultar todo con otro abogado de la empresa en menos de una semana.
Café… Necesitaba cafeína, y algo para el dolor de cabeza.
La rutina y la visita de otro cliente la entretuvieron hasta la hora del almuerzo, en que comió un sándwich de pollo con tomate y bebió una botella de agua, en su escritorio, para compensar un poco el tiempo perdido aquella mañana
El dolor de cabeza continuó. Miró el reloj, y entonces decidió salir a tomar un poco de aire fresco en el parque que había al lado de la oficina.
Fue una bendición aquella brisa. Respiró profundamente, disfrutando del olor del césped recién cortado mezclado con los capullos que estaban floreciendo en el jardín, y el aire de la primavera.
Melbourne era una ciudad bonita, con anchas calles atravesadas por verdes tranvías y con árboles a los lados. Los viejos edificios se mezclaban con la arquitectura moderna, y había numerosos espacios verdes.
Aunque era conocida por su clima impredecible, aquél era un día agradable, el cielo estaba azul con algunas nubes, y el sol calentaba suavemente el aire. Era un claro contraste con la tormenta y la lluvia del día anterior.
Las parejas caminaban de la mano, y se miraban a los ojos…
Una repentina tristeza retorció su estómago. Ella intentó ignorarla, sin demasiado éxito, puesto que la imagen de Tyler se le aparecía en la mente.
Alto, de hombros anchos, pelo oscuro, con los rasgos de un guerrero.
Hacía tres meses que ella se había marchado del apartamento que había compartido con su esposo, después de algo más de un año de casados. Había tomado un vuelo de Nueva York a Melbourne, Australia… su hogar.
Tres meses, tres semanas, y dos días…
Era una cualificada abogada, y había conseguido un buen trabajo, había alquilado un bonito apartamento, y tenía una buena vida.
¿No era así?
Con casi treinta años, se encontraba donde quería estar, entre amigos, en un territorio familiar, y lejos del alto estilo de vida de su marido, de su familia, de sus compromisos sociales, y su supuesta antigua amante. «Supuesta», dado que él había negado cualquier intimidad con ella.
Lianne se decía que debía estar contenta por la decisión de divorciarse. Que debía sentirse aliviada por haber decidido cerrar un capítulo tan desastroso de su vida.
Entonces, ¿por qué se sentía vacía? Y ese malestar en el estómago… ¿qué era?
Se dio la vuelta y comenzó a regresar.
Tyler Benedict había entrado en su vida hacía un año y medio, la había seducido, le había propuesto matrimonio, y le había colocado una alianza en el dedo. Todo en el espacio de un mes.
Él había sido para ella la luna, las estrellas, y lo había amado con cada célula de su cuerpo, su corazón y su alma.
Entonces, ¿cómo habían podido torcerse de aquella manera las cosas?
No había sido una sola cosa, reflexionó Lianne mientras volvía al ascensor, para subir a la planta que tenía asignada.
Había sido más bien una combinación de cosas. Todas pequeñas si se tomaban por separado. Pero se habían acumulado, multiplicado, y se habían transformado en algo serio que no había podido ignorar.
Había sido entonces cuando habían empezado las acusaciones, las discusiones. Ninguna disculpa había podido compensar el dolor que había sufrido.
Y encima había estado Mette, la modelo danesa, alta, rubia, cuya supuesta previa amistad con Tyler, parecía dar licencia para que demandara su atención. Por no mencionar a la familia de Tyler, que ni siquiera se molestaba en fingir comprender por qué su hijo había rechazado a Mette, la hija de una familia amiga de toda la vida, y había elegido a alguien a quien apenas hacía un mes que conocía.
La recepcionista no hizo caso al timbre de una llamada que estaba entrando.
–Michael Sloane quiere verte en cuanto puedas.
Los nervios de Lianne se tensaron un poco.
–¿Padre o hijo?
Michael padre era uno de los tres socios principales. Era un hombre pedante, a quien le gustaba sacar defectos, y que podía halagar a alguien un día y al otro denostarlo.
Era conocido por su cambiante humor. Incluso alguien había sugerido que aquella actitud era algo deliberado para mantener a todo el mundo a raya.
Su hijo, en cambio, Michael hijo, había estudiado Derecho por insistencia de su padre. Había nacido entre algodones, y era un niño mimado, hijo único de sus indulgentes padres. Era un rico playboy que se ganaba con su simpatía a los clientes, y que había desarrollado el fino arte de parecer siempre ocupado, mientras el personal tenía que hacer su trabajo.
–El padre.
Lianne levantó una ceja inquisidoramente, y la recepcionista puso los ojos en blanco en respuesta.
Lo que le faltaba.
Lianne tomó aliento y se encaminó hacia el ascensor que daba al ático, que era donde los socios principales tenían sus despachos individuales con una suite, y una sala para clientes, un ayudante personal y una secretaria.
Sus clientes estaban entre la rica sociedad de Melbourne.
La perspectiva de reunirse con Michael Sloane logró que las imágenes de su imaginación se borrasen de un plumazo.
¿Habría cometido algún error importante? ¿Le diría algo por haber llegado tarde aquella mañana? ¿O sería que Pamela Whitcroft había hecho un informe negativo sobre ella después de su consulta?
Entró en el lujoso despacho particular, con muebles caros, valiosas antigüedades y cuadros originales.
Había olor a cera con limón y a las flores frescas que había en un florero alto y ancho.
–Querida mía, por favor, pase…
Si la aparición de Michael Sloane en la sala de espera la había tomado por sorpresa, aquel «querida mía» casi la dejó sin habla.
No podía comprender la razón de que pronunciara aquellas palabras.
–Póngase cómoda –le indicó unos sillones de piel que había en un rincón. Esperó a que se hubiera sentado, luego fue hasta su escritorio, y se dio la vuelta para mirarla.
Debía de tener unos sesenta y pocos años, y su altura y su porte militar le daban un increíble aire de autoridad.
–Me imagino que tendrá curiosidad por saber por qué la he mandado llamar, ¿no?
–Estoy sorprendida, señor Sloane –lo corrigió Lianne, con educación.
–¡Oh, por favor! Dejemos las formalidades –sonrió el hombre–. Puesto que estaremos trabajando codo con codo, le doy permiso para que me llame por mi nombre de pila.
«¿Cómo?», le hubiera preguntado Lianne.
–Supongo que le debo una explicación –dijo el señor Sloane con amabilidad.
Por supuesto que necesitaba una explicación. Nadie llamaba a ninguno de los tres socios fundadores por sus nombres.
–Gracias –dijo ella.
–La empresa acaba de hacer un nuevo cliente. Un cliente con muchas influencias. Ya tiene algunas inversiones en propiedades privadas en Australia. Y ahora quiere expandir su cartera de propiedades y extender sus negocios hasta aquí.
Debía ser importante, pensó Lianne. Si no, Michael Sloane no le habría dedicado su interés personal.
–¿En Melbourne fundamentalmente?
–El cliente usará Melbourne como base. Ha mostrado interés en Sidney, la Costa de Oro, Brisbane y Cairns.
–¿Su nacionalidad? –preguntó ella.
–Estadounidense.
Su sistema nervioso se puso en alerta. Y luego se maldijo por ser tan tonta como para pensar en Tyler.
Tyler Benedict y esa parte de su vida había terminado.
«Mentirosa», se dijo. No pasaba un solo día en que no pensara en él.
La obsesionaba su recuerdo.
«¡Basta!», se dijo.
No tenía sentido. Tyler estaba al otro lado del mundo, con Mette o con alguna otra sofisticada belleza a sus pies.
–Me siento halagada por haber sido elegida para ayudarlo –dijo Lianne, y se encontró con la mirada pensativa de Michael Sloane.
–Y sentirá curiosidad por saber por qué lo he hecho…
–Sí –respondió ella.
Podría haber elegido a su hijo, o a cualquiera de las eminencias del bufete que llevaban más años que ella trabajando allí.
Sloane le sonrió por aquella respuesta tan sincera.
–En sus datos personales pone que trabajó y vivió un tiempo en los Estados Unidos.
–En Nueva York.
Ella debía sentirse contenta de salir de la oscuridad de un puesto sin relevancia a uno privilegiado, pero tenía una extraña sensación acerca de todo aquello. Aunque no tuviera sentido.
–Recibirá, por supuesto, un aumento de sueldo –mencionó una cifra que era más que generosa–. Junto a ciertos privilegios.
Un nuevo despacho, su propia secretaria… Era demasiado… Y eso de llamarlo Michael… ¿Quién más, excepto Shane Everton y Dante Shell lo llamaba Michael?
–Gracias.
–A partir de mañana deberá personarse en esta planta. Le será entregada una copia de la historia del cliente, y seré yo quien le dé las instrucciones.
–Comprendo. Sería de gran ayuda que pudiera tener información sobre el cliente de antemano…
Y además sería un alivio poder descartar a Tyler de entre los posibles clientes, pensó ella.
Sloane miró el reloj.
–Lo conocerá pronto. Estoy esperando que mi ayudante personal me anuncie su llegada dentro de unos minutos.
El módulo de intercomunicación sonó discretamente, y Sloane agarró el auricular.
–Sí, acompañélo hasta aquí.
Lianne se puso de pie y se dio la vuelta para marcharse. Estaba nerviosa.
Durante un segundo, Caroline James se quedó al lado de la puerta, luego se hizo a un lado, sonriendo profesionalmente.
–Tyler Benedict –dijo.
Por el espacio de unos segundos todo pareció detenerse, incluido el latido del corazón de Lianne.
Era como si estuviera viendo una película en tecnicolor y alguien hubiera apretado el botón de «pausa».
«¡Dios santo!», pensó.
Hacía sólo una semana que ella le había comunicado a Tyler sus intenciones de iniciar los trámites de divorcio. Siete días durante los cuales ella había agonizado pensando cuál sería la posible reacción de Tyler.
¿Había ido allí para atormentarla? ¿O su presencia en Melbourne era pura coincidencia?
La sola idea de que pudiera ser lo primero le ponía los nervios de punta.
–Tyler. Espero que haya tenido un buen viaje –le dijo Michael.
–Gracias. Sí.
El sonido de su voz, con aquel acento tan típico de Nueva York, era suficiente para ponerla en tensión.
Lianne hizo un esfuerzo por mirarlo.
Estaba… increíble, admitió Lianne.
Tenía casi cuarenta años, y estaba vestido con un atuendo europeo que le quedaba perfecto con aquella figura alta, como si estuviera hecho especialmente para él. Lo que probablemente fuera así. Poseía la gracia innata de un animal de la selva, y una actitud de vigilancia, como si estuviera a punto de dar alcance a su presa.
Una cara de huesos marcados, ojos grises de mirada intensa, y una boca que prometía mil delicias sensuales.
Y que ella conocía, pensó Lianne, recordando la sensación de moverse debajo de él, encima de él. Formar con sus cuerpos una unidad, y olvidarse de todo, excepto de que era suya. Sólo suya.
La calidez de su sonrisa, el modo en que la había mirado tantas veces, contrastaba con aquella actitud fría, impersonal, que presentaba en aquel momento. Mostraba cierta dureza, una actitud inflexible que casi daba miedo.
–Mi ayudante, Lianne Marshall –la presentó Michael Sloane.
Y por un momento a Lianne le pareció que los ojos grises de Tyler se oscurecían primitivamente. Luego aquello pasó.
Tyler se inclinó levemente. Era imposible de interpretar su expresión mientras la miraba detalladamente, como valorando su pequeña estatura, sus suaves curvas, los rasgos atractivos de su cara, el cabello rubio ceniza, los ojos azules.
–Lianne… –dijo Tyler con cortesía.
–Por favor… tome asiento –Michael le indicó una silla de piel.
Ella sintió un cosquilleo en su interior, la anticipación de un calor sensual, una reacción que le hacía sentir rabia… consigo misma, y con él.
Tenía que actuar. Y respirar, lentamente.
Tyler acercó su silla a la de Lianne. Ella pudo oler su colonia mezclada con el suave perfume de ropa limpia y planchada. Y algo más: una esencia masculina única, su fragancia.
Aquello era una prueba para su autocontrol, pensó Lianne.
Ella no quería estar allí, pero se suponía que era lo suficientemente madura como para poder separar su vida privada de su trabajo, ¿no? ¿Lo era realmente?
Y aquello sólo era trabajo. Después de aquel primer encuentro, lo más probable era que apenas tuviera contacto con Tyler. A éste lo asesoraría Michael Sloane. Su participación se limitaría a estar en un segundo plano, comprobando documentación, haciendo pequeñas búsquedas, haciendo interminables llamadas telefónicas, y pasando toda información relevante a su jefe.
¿Sería muy difícil?
Tyler tenía una actitud relajada y amable por fuera, pero sólo un tonto no se daría cuenta de que por debajo tenía muy claro lo que quería, y sobre las expectativas que tenía puestas en Sloane, Everton, Shell y Asociados, y en Michael Sloane padre en particular.
Tyler estaba allí, en persona, y su presencia la amenazaba con perder la compostura.
Fue un alivio cuando terminaron aquel encuentro.
Tyler se puso de pie y dijo:
–Michael… –luego se dirigió a Lianne–: Lianne…
Ella hizo un esfuerzo por mirarlo, vio sus ojos fríos, y después de unos segundos, bajó la mirada.
Todo había terminado. No había duda.
Ella intentó disimular sus sentimientos.
Michael acompañó a Tyler hasta la puerta. Y ella disimuló el alivio que sintió en aquel momento.
–El cliente nos ha puesto una agenda apretadísima… –dijo Michael.
Y Lianne se imaginó que Michael también estaba contando el dinero que ganarían con aquello.
Lianne presintió que la presencia de Tyler en Sloane, Everton, Shell y Asociados no era casual.
Lo que quería decir que no le había perdido el rastro.
Pero no alcanzaba a ver el motivo de todo aquello. Y el interrogante le rondó en la cabeza durante toda la tarde, y durante el viaje de regreso a su casa de las afueras, en medio del denso tráfico de la hora punta.
El matrimonio estaba terminado. El divorcio era lo que seguía. No se habían separado exactamente como amigos, y ella no había querido atender ninguna de sus llamadas telefónicas.
¿A qué querría jugar Tyler?
LIANNE puso la llave en la puerta y respiró profundamente al entrar en su apartamento. Cerró la puerta.
Con movimientos automáticos, se quitó los zapatos de tacón de aguja y se desabrochó la chaqueta con una mano mientras soltaba su maletín con la otra.
Una bebida fría, una ducha, ropa cómoda, se prepararía una ensalada y se relajaría.
Había sido un día agotador.
El contenido de su frigorífico no ofrecía muchas posibilidades, así que agarró una botella de agua mineral, la abrió, bebió un largo trago y la cerró mientras iba hacia el salón.
Le encantaba su apartamento, amueblado, moderno, situado en un piso alto con unas maravillosas vistas y, con un espacioso salón, un comedor, una cocina, tres dormitorios y trastero.
La renta era moderada, y con un escritorio y unas estanterías había convertido el dormitorio más pequeño en un estudio, quedándole el dormitorio principal para ella y otro para invitados.
Le había añadido algunos toques personales, macetas en los balcones, una mesa pequeña de hierro forjado y una silla donde habitualmente desayunaba.
Era su apartamento.
Un suave sonido rompió el silencio. Por un momento, pensó que provenía de dentro del apartamento, pero no era posible. No podía haber entrado nadie, ¿no? Las medidas de seguridad lo hacían muy difícil, y además…
Oyó lo que le pareció el ruido de la mampara de la ducha. El sonido venía directamente de la habitación principal.
Lianne se puso tensa.
Había alguien en su apartamento.
El número de emergencias sólo tenía tres dígitos…
Con mucho cuidado se volvió sobre sus pasos, abrió el maletín, sacó su teléfono móvil, y marcó los números.
–Policía –dijo.