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Katrina había tratado de olvidar que seguía casada con Nicos Kasoulis. De recién casados, los había consumido la pasión... pero después Katrina había llegado a la conclusión de que su flamante esposo tenía una aventura... Después de meses intentando olvidar al sexy magnate con el que se había casado, Katrina descubrió que, de acuerdo con el testamento de su padre, no podría hacerse con el control de la empresa familiar a menos que se reconciliara con Nicos. Convencida de que su marido esperaba que ella se negara a obedecer tal condición, Katrina pensó que quizás sería divertido sorprenderlo y poner su matrimonio a prueba...
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Seitenzahl: 159
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Helen Bianchin
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Reconciliación, n.º 5420 - noviembre 2016
Título original: The Husband Test
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9042-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
KATRINA sintió que se quedaba sin aliento al exclamar incrédula:
–¡No puede ser verdad!
Tenía que ser una broma. Una broma de muy mal gusto. Lo malo era que los abogados no tenían la costumbre de gastar bromas durante una consulta profesional.
–¡Dios mío! –exclamó, irreverente–. ¡Es verdad!
El hombre que estaba sentado al otro lado del imponente escritorio de caoba se encogió de hombros.
–Tu padre expresó preocupación por las dificultades que pudieran surgir.
«¿Dificultades?»; esa no era la palabra que mejor describía la horrible situación en la que quería meterla.
Desde luego, no se trataba de algo nuevo. Tres divorcios paternos, dos esposas intrigantes y dos hijos tan poco limpios como sus madres. Nadie podía decir que su vida no hubiera sido interesante, pensó Katrina.
Durante sus estudios, se había librado de todos ellos gracias al internado. Sin embargo, las vacaciones en casa habían sido como estar en el infierno. La vida cotidiana había sido una lucha constante; una guerra emocional interminable que se enmascaraba bajo una fachada de perfección.
Afortunadamente, ella siempre había sido la favorita de su padre. La niña mimada. Una espina clavada para su segunda y tercera esposas y sus respectivos hijos de matrimonios anteriores.
Con respecto a los negocios, la situación familiar no la había desanimado, en lugar de eso, le había hecho desear con más fuerza convertirse en una heredera capacitada del gran imperio.
Para gran placer y deleite del hombre que había sido su padre.
Ahora, ese mismo hombre, desde la tumba, tenía todas las intenciones de resucitar una parte de su vida que deseaba olvidar a toda costa.
Katrina le lanzó al abogado una mirada penetrante.
–No puede hacerme esto –negó con firmeza, intentando ocultar el pánico que estaba empezando a invadirla.
–Tu padre solo quería lo mejor para ti.
–¿Haciendo que los términos de su testamento quedaran supeditados a que yo me reconciliara con mi ex marido? –preguntó muy enfadada. ¡Eso era ridículo!
–Tengo entendido que todavía no se ha formalizado el divorcio.
Su desesperación estaba llegando al límite. No había tenido tiempo de arreglar ese asunto y tampoco había recibido los papeles por parte de Nicos.
–No tengo la menor intención de permitir que Nicos Kasoulis vuelva a mi vida.
Nicos había nacido en Grecia, pero había emigrado con sus padres a Australia cuando era muy pequeño. Había estudiado varias carreras. Después, entró en la industria de la tecnología al heredar los negocios de su padre cuando este y su madre murieron en un accidente de avión.
Katrina lo conoció en una fiesta y la atracción entre ellos fue instantánea. Tres meses después se casaron.
–Kevin lo nombró albacea de la herencia –dijo el abogado–. Poco antes de su muerte, tu padre también lo nombró consejero delegado de Macbride.
¿Por qué nadie se lo había comunicado? Ella tenía un puesto de responsabilidad en Macbride. Su padre no había sido justo al no decirle nada a ella.
–Voy a impugnar el testamento.
Su padre no podía estar haciéndole eso.
–Las condiciones son irrefutables –repitió el abogado con amabilidad–. Cada una de la ex mujeres de tu padre recibirá una suma específica y una cantidad anual que les bastará para mantener un buen nivel de vida junto con la residencia que obtuvieron tras el divorcio. Hay algunas donaciones a la caridad; pero el resto de la propiedad se divide en tres partes iguales: una para Nicos, otra para ti, y la tercera para tus hijos. Hay una cláusula –continuó–, que os obliga a Nicos y a ti a volver a residir juntos durante al menos un año.
¿Conocería Nicos Kasoulis esas condiciones cuando asistió al funeral de su padre hacía menos de una semana?
No cabía la menor duda, pensó Katrina. Recordó la manera en la que había permanecido de pie como un simple observador y la manera impersonal en que le había tomado la mano y le había rozado la mejilla con un beso. Cuando todo acabó, murmuró unas cuantas palabras de pésame y con educación declinó la invitación para asistir al refrigerio que iba a tener lugar en el hogar de Kevin Macbride.
–¿Qué pasaría si decido no cumplir con las instrucciones de mi padre?
–Nicos Kasoulis se quedaría con el control de la compañía.
No podía creerlo, no podía aceptar que Kevin hubiera llegado tan lejos para satisfacer sus deseos, para hacer que su hija se reconciliara con el hombre que él había considerado idóneo para ella.
–Esto es ridículo –espetó Katrina. Ella era la única heredera del imperio Macbride. Y no se trataba solo de dinero... ni tampoco tenía nada que ver con los ladrillos y el cemento, con las acciones y los bonos.
Se trataba de lo que todo eso representaba.
Un joven irlandés de Tullamore que con solo quince años se había marchado a Australia para comenzar una nueva vida en Sidney como obrero de la construcción. A la edad de veintiún años, levantó su propia empresa y consiguió su primer millón. Cuando llegó a los treinta ya era reconocido y admirado por todos. Eligió esposa entre las mejores mujeres solteras de Sidney y enseguida tuvo una hija. Después empezó a pasar de un matrimonio a otro como el que cambia de coche. «Un adorable pícaro», había dicho su madre cuando ya lo había perdonado.
Para Katrina había sido el mejor. Un hombre alto de pelo negro cuya risa le salía de lo más profundo y llenaba el aire de un sonido estrepitoso. Alguien que la tomaba en sus brazos y le frotaba la mejilla contra el cabello rubio, que le contaba historias que le hubieran encantado a las propias hadas y que la quería de manera incondicional
Desde muy joven, ella había jugado al Monopoly con su reino, sentada en sus rodillas, absorbiendo todos los detalles sobre los negocios que él quería contarle. Durante las vacaciones, solía acompañarle a las obras, con su propio casco, y había tenido la oportunidad de decir palabrotas igual que cualquier tipo duro, aunque solo mentalmente. Porque si Kevin hubiera escuchado salir de sus labios alguna palabra mal sonante, por pequeña que fuera, no la habría llevado a visitar ninguna otra obra.
Algo que le hubiera dolido más que cualquier reprimenda, porque había heredado de él su amor por la construcción. Le encantaba visitar los solares, imaginar los diseños arquitectónicos, seleccionar los materiales, ver crecer los edificios de la nada para convertirse en verdaderas obras de arte. Casas, edificios, torres de oficinas. Durante los últimos años, aunque Kevin Macbride había delegado sus responsabilidades, seguía echando un vistazo a las nuevas construcciones para que todo llevara su toque personal. Lo había hecho por orgullo irlandés; un orgullo que ella había heredado.
Solo imaginarse que Nicos podía obtener algo de todo eso era inconcebible. No podía permitirlo; de hecho, no lo permitiría. Macbride pertenecía solo a Macbride.
–¿Te niegas?
El tono suave del abogado la devolvió a la realidad y ella levantó la barbilla desafiante.
–No le voy a dejar el control de la empresa de mi padre a Nicos Kasoulis.
Sus ojos eran vedes como la patria de su padre. Brillantes, ambiciosos. Todavía resaltaban más por la blancura de su tez y el rojo de su melena de brillantes rizos que le caía en cascada por la espalda.
Kevin había sido un hombre grande y corpulento, pero Katrina había heredado el cuerpo pequeño de curvas esbeltas de su madre y los ojos y el pelo de su abuela paterna, y un temperamento a juego.
Demasiado mujer para un hombre cualquiera, meditó el abogado intrigado por la vida personal de uno de los iconos de la ciudad cuyos negocios requerían grandes sumas de dinero en cuestiones legales.
–Entonces, ¿te atendrás a los deseos que tu padre notificó en su testamento?
¿Vivir con Nicos Kasoulis? ¿Compartir su hogar, su vida, durante un año?
–Si eso es lo que hace falta... –pronunció Katrina con solemnidad
El abogado podría haber jurado que había captado un tono helado que no presagiaba nada bueno para el hombre que quisiera doblegarla.
¿Sería Nicos Kasoulis ese hombre? Eso sería bastante comprensible, conociéndolo. Sin embargo, se habían separado solo después de unos meses de matrimonio...
Lo único que él tenía que hacer era asegurarse de que los deseos de Kevin Macbride se cumplían. No tenía que preocuparse por la vida privada del hombre en cuestión ni de su única hija.
–Emitiré una notificación legal de que estás dispuesta a cumplir con el testamento.
Katrina levantó una ceja y su voz sonó seca, sin una pizca de humor:
–¿Especificó mi padre la fecha para la reconciliación?
–Durante los siete días siguientes a su muerte.
Kevin Macbride no había sido una persona que perdiera el tiempo, pero una semana significaba ser demasiado celoso.
Katrina se fijó en los muebles suntuosos, los cuadros caros de las paredes y se quedó mirando al puerto a través de la ventana.
De repente, sintió que necesitaba salir de allí. Alejarse de tanto formalismo. Necesitaba sentir el aire fresco en la cara. Conducir su Porsche y dejar que el viento le alborotara el pelo y le devolviera el color a las mejillas. Sentirse libre para pensar, antes de tener que tratar con Nicos.
Con resolución se puso de pie.
–Me imagino que volveremos a vernos pronto –dijo ella, extendiendo una mano en un gesto formal que concluía la cita.
Murmuró unas cuantas palabras de despedida y se dirigió hacia el pasillo. El abogado la acompañó hasta la puerta que llevaba al ascensor.
No cabía duda de que Katrina Kasoulis era una joven belleza. Había algo en su forma de caminar, en su elegancia de movimientos, y ese pelo...
El abogado reprimió un suspiro. Esa melena era como fuego y cualquier hombre se podía quemar con solo mirarla.
Katrina se dirigió al lugar donde tenía aparcado su coche y se sentó al volante.
Eran casi las cinco, la hora a la que solían salir de las oficinas. Cuando se alejó del centro, el tráfico empezó a descender y ella pudo aumentar la velocidad.
Eran casi las seis cuando paró el coche en la cuneta, en un lugar desde donde se divisaba el mar. Había un barco en el horizonte, dirigiéndose con lentitud hacia el puerto y en la playa, unos cuantos niños jugaban bajo la mirada atenta de sus padres.
Las gaviotas revoloteaban cerca de la playa, se posaban en el agua y se quedaban flotando sobre las olas para después volver a la arena.
Era una escena muy placentera y ella la necesitaba para apaciguar el dolor por la reciente pérdida. Había tenido que organizar tantas cosas, tanta familia con la que tratar...
Y ahora estaba el asunto de Nicos.
Ya había acabado con él. Estaba curada.
«Mentirosa».
Solo tenía que pensar en él para recordar como había sido todo entre ellos. No pasaba ni un solo día sin que su memoria forzara la vuelta de un recuerdo. Él invadía su mente, poseía sus sueños y se había convertido en su peor pesadilla.
Con demasiada frecuencia, se despertaba empapada en sudor, sintiendo las manos de él... su boca sobre ella... tan real que casi habría podido jurar que había estado junto a ella.
Sin embargo, siempre estaba sola, el sistema de seguridad sin haber saltado. Luego le había tocado pasar el resto de la noche leyendo o viendo una película en la televisión para intentar ahuyentar su fantasma.
De vez en cuando, se lo encontraba en eventos sociales o en reuniones profesionales donde su presencia era necesaria. Entonces, se saludaban, intercambiaban palabras amables y seguían sus distintos caminos. Aunque ella era plena y dolorosamente consciente de él, del poder latente que emitía, de su calor sensual.
Con solo pensar en él, su pulso se le aceleraba, su piel se calentaba y el fino vello de su cuerpo se erizaba por la sensación. Una sensación que le salía de muy adentro y que se extendía por todo su cuerpo como una lengua de fuego, despertándole a la vida cada punto erógeno.
Era una locura. Lentamente tomó aliento y después lo expulsó despacio. Repitió el procedimiento varias veces.
«Céntrate», se dijo en silencio». «Recuerda por qué te marchaste de su lado».
¡Dios santo! ¿Cómo se iba a olvidar de la ex amante de Nicos dando la noticia de su embarazo y confirmando que él era el padre?
La fecha de la concepción, según había revelado Georgia Burton, una modelo cuya belleza escultural llenaba la portada de las revistas, coincidía con un periodo en el que su marido había estado fuera de la ciudad por negocios.
Georgia aseguró que su romance con Nicos no había terminado con su boda y eso era algo que Katrina no podía perdonar. Aunque él lo había negado todo, después de una de las muchas discusiones que habían tenido, ella recogió sus cosas y se marchó.
Después de todos esos meses, el dolor era tan intenso como el día que lo dejó.
Su teléfono móvil sonó estridente en el silencio, interrumpiendo su soledad. Katrina comprobó que se trataba del numeró de su madre.
–¿Siobhan?
–¿Cielo, te habías olvidado de que habíamos quedado para cenar y para ir después al teatro?
Katrina cerró los ojos y ahogó un juramento.
–¿Podemos saltarnos la cena? Te recogeré a las siete y media.
Conseguiría llegar si conducía al límite de velocidad permitido por la ley, se daba la ducha más rápida posible y se vestía.
Llegó justo a tiempo. Juntas entraron en el auditorio y se sentaron en sus butacas justo cuando se levantaba el telón.
Katrina se centró en el escenario, en los actores y eliminó de su mente todo lo demás. Era una técnica que había aprendido cuando era pequeña y, ahora, le venía muy bien.
En el descanso se dirigió con su madre a la cafetería para tomar algo frío y charlar un rato. Siobhan tenía una boutique en la zona exclusiva de Bouble Bay y desde que se había divorciado se había convertido en una importante mujer de negocios y con mucho prestigio.
–He traído algo para ti.
El gusto de su madre por la ropa era exquisito y Katrina le dedicó una sonrisa amable.
–Gracias. Te firmaré un cheque.
Siobhan le apretó la mano.
–Es un regalo, cielo.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y apenas pudo evitar temblar de pies a cabeza.
Solo había un hombre que provocaba ese efecto sobre ella. Se volvió despacio, obligándose a adoptar una postura natural. Aunque eso era bastante difícil, teniendo en cuenta que todos sus instintos estaban alerta.
Nicos Kasoulis estaba con un grupo de gente. Tenía la cabeza ladeada hacia una rubia cuya exclusiva atención era casi repulsiva. Dos hombres y dos mujeres, un grupo perfecto.
Cuando iba a volver la cabeza, él levantó la suya y la vio. Katrina lo miró fijamente. Sus ojos negros eran hipnotizadores, casi aterradores.
Él tenía una altura, una anchura de hombros y una presencia que llamaba la atención. Su atractivo rostro, herencia de sus antepasados griegos, parecía esculpido en piedra. Unos pómulos prominentes, la mandíbula cuadrada, por no mencionar una boca que prometía miles de delicias sensuales y unos ojos tan negros como el pecado, añadían otra dimensión a un hombre que tenía un aura de poder por segunda piel. El pelo negro, más largo de lo habitual, le confería un toque personal a un hombre cuya voluntad era tan admirada como temida entre sus conocidos.
Si quiso intimidarla, no lo consiguió. Levantó la barbilla y sus ojos brillaron con fuego verde antes de darle la espalda.
En ese mismo instante, sonó el timbre anunciando al publico que iba a comenzar la segunda parte.
Katrina no pudo prestar atención al segundo acto. Lo único que quería era escaparse del auditorio sin encontrarse con el hombre que la había hecho enloquecer de placer y cuyo solo recuerdo le hacía perder el equilibrio físico y emocional.
Pero eso iba a depender de él, de lo que a él le apeteciera.
Y parecía que no le apetecía que se escapara, percibió Katrina mientras caminaba hacia la salida.
–Katrina. Siobhan.
Su voz era peligrosamente sensual.
–¡Hombre, Nicos! –exclamó su madre entusiasmada mientras él se inclinaba para rozarle la mejilla–. Cuánto me alegro de verte.
«Traidora», pensó Katrina en silencio. Siobhan había sido una de sus admiradoras. Todavía lo era.
–Lo mismo digo –afirmó girándose hacia ella, atravesándola con una mirada engañosamente amable–. ¿Cenamos mañana? ¿A las siete?
«Bastardo». El insulto se quedó en la garganta mientras su madre los miraba sorprendida. Maldito Nicos.
Él se limitó a arquear una ceja.
–¿No te lo ha dicho?
Hubiese querido pegarle y casi lo hace.
–No.
El monosílabo salió cargado de furia.
Los ojos de Siobhan iban del uno al otro.
A Katrina le hubiera gustado abofetearlo. Él lo sabía. Se le notaba en el brillo de los ojos mientras esperaba a que ella hablara.
No había forma de evitarlo, lo mejor era decir la verdad.
–Kevin, con su infinita sabiduría –declaró fría como el acero– ha puesto como condición de su testamento que resida en la misma casa que Nicos durante un año. Si no lo hago, Nicos se queda con el control de Macbride –anunció dirigiéndole una mirada capaz de matar–. Algo a lo que no estoy dispuesta.
–¡Dios mío! –exclamó su madre con un tono cercano al desmayo.
Siobhan conocía muy bien a su ex marido. La voluntad de acero bajo el encanto amable y persuasivo tan típicamente irlandés. Había pasado mucho tiempo y ella ya lo había perdonado. Porque lo mejor de su unión había sido tener a Katrina.
–Ese hombre era un loco –dijo con calma y notó la sonrisa de su hija.
Un loco muy inteligente. Desde luego, siempre fue realmente astuto. Y le gustó el griego con el que su hija se había casado. Quizá, solo quizá, el padre conseguía después de muerto lo que no había logrado en vida.
Nicos estaba analizando cada una de las facciones de su mujer. Había perdido peso, su piel estaba más pálida y, en aquel momento, estaba hirviendo con furia apenas controlada. Lo que más le apetecía era echársela al hombro y, entre patadas e insultos, llevársela al coche y, después, a la cama.
Katrina leyó la intención en aquellos ojos oscuros y deseó sacárselos.
–Buenas noches.
La despedida sonó fría como el hielo, con un dejo de desdén.
Descubrió lo que iba a hacer un instante antes de que su cabeza descendiera y su boca capturara la de ella en un beso que destruía las defensas que tan cuidadosamente había erigido.
Corto, posesivo, evocador, portador de un recuerdo vivo de lo que había sido.
Y sería de nuevo.