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¿Qué puede salir mal cuando estás deprimida y la revista Mente Sana te encarga un blog sobre cosas del bienestar? Pues solo podía salir Mentes Insanas: Porque lo raro es estar bien. Brigitte Vasallo, activista feminista siempre, escritora a trompicones, retrata con humor ácido y mirada de género todo tipo de vicisitudes cotidianas. Situaciones del día con las que cualquier mujer se puede sentir identificada y que producen desde incomodidades apenas perceptibles hasta agresiones en todo regla. Si en ocasiones te sientes mal, apunta Vasallo, no eres tú: es el sistema.
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Seitenzahl: 250
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BRIGITTE VASALLO
MENTES INSANAS
Ungüentos feministas para males cotidianos
© del texto: Brigitte Vasallo.
© de la ilustración final: Natalia Fariñas, 2020.
Los artículos seleccionados para este libro se publicaron por primera vez en el blog Mentes Insanas, de la revista Mente Sana, desde 2017 hasta 2019.
© de esta edición: RBA Libros, S.A. 2020.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona
rbalibros.com
Primera edición: noviembre de 2020.
REF.: ODBO774
ISBN: 978-84-9187-755-4
COMPOSICIÓN DIGITAL • GRAFIME, S.L.
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Queridas Mentes Insanas:
Cuentan una historia que dice más o menos así: estaba Emma Goldman bailando cuando un correligionario fue a llamarle la atención. Emma Goldman, la filósofa, la anarquista, la revolucionaria, la que fue nombrada como la mujer más peligrosa de Estados Unidos, la encarcelada, la abortista. Esa Emma Goldman. En opinión del tal correligionario, bailar no era una acción apropiada para una alta pensadora, a lo que ella contestó, tranquilamente, que, si no se podía bailar, no es mi revolución.
Me interesa mucho Emma Goldman porque me preocupan mucho los dogmas, las doctrinas, y el proceso según el cual cualquier gesto liberador queda congelado inmediatamente en una nueva normativa. Es decir, el proceso según el cual un dogma sustituye a otro y todo cambio se queda apenas en un reemplazamiento. Ella, como Hannah Arendt, como Audre Lorde, fue extremadamente fina en detectar ese proceso y no dejarse atrapar por él. Fue extremadamente fina en ser revolucionaria todo el rato, incluso dentro y hacia la revolución.
Lo del baile, pues, no es ninguna tontería.
El pensamiento crítico tiene también sus dogmas, esos que dicen de antemano cómo tienen que ser las cosas nuevas aun antes de que existan, cómo tiene que ser el resultado, porque ese es el único resultado «bueno», «correcto». Y el dogma de la revolución tiene su estética también: señores cejijuntos, cabizbajos, atormentados en sus pensamientos profundos, como si pensamiento crítico, lucidez, rigor y alegría, sentido del humor y petardeo fuesen incompatibles.
Yo no creo que todos esos pensadores cabizbajos, llámalos Walter Benjamin, Marx, Martin Luther King, Platón o Fanon, no creo que ninguno de ellos estuviese siempre enfadado. Dudo de Marx, pero los otros seguro que tenían momentos de gracia. Pero esos no eran los momentos de representación. Y si alguna muestra hay de ellos fuera del cajoncito de cómo debe ser un revolucionario, esta desaparece de la memoria colectiva porque no encaja en el cajoncito que, como la banca, siempre gana. Las feministas andamos atrapadas en la pinza que hacen el género y el pensamiento crítico. La estética del género nos pide que seamos agradables, risueñas, divertidas, amorosas. La estética del pensamiento crítico nos pide que estemos enfadadas todo el día. Y entonces está Emma Goldman para recordarnos que los feminismos llegaron precisamente para desmontar todos esos tinglados y construir un espacio aligerado del peso constante de tanta norma. Y aunque se nos señale a menudo como mujeres amargadas, poco disfrutonas, nosotras somos de la estirpe de las brujas, aquellas mujeres que celebraban orgías con el demonio. No tengo ni idea de cómo se celebra una orgía con el demonio, pero tendréis que reconocer que suena a cualquier cosa menos a aburrido.
Cuento todo esto porque en la primavera de 2017 recibí una propuesta de la revista Mente Sana para escribir un blog sobre bienestar y ese tipo de cosas. Faltaban apenas dos meses para mi cuadragésimo cuarto cumpleaños, apenas cinco semanas para que muriese mi padre elegido y yo ya caminaba, sin saberlo pero sin pausa, hacia mi tercera depresión diagnosticada y hacia un duelo profundo que iba a reconfigurar buena parte de mi vida. Y fue con todo este panorama abriéndose ante mí que acepté el reto. Y así nació el «Mentes Insanas»: el título irónico de una columna escrita en pleno hundimiento para una revista sobre equilibrio emocional.
Porque las feministas, si algo tenemos, es un gran sentido del humor.
Cristy Tojo Velasco, campeona de parakarate, me presentó una vez diciendo que yo, al igual que ella, me dedico a la autodefensa, aunque yo lo haga con las palabras y ella con el cuerpo.
Crecí en un entorno violento, pensando que tener miedo era normal. No era una violencia de esas de película, de pistolas y puñetazos, era otra cosa mucho más difícil de narrar, mucho más difícil de identificar y que nos fue calando a todas las que estuvimos expuestas a su radiación, como un veneno de esos que no detectas hasta que todos tus órganos internos están podridos, pulverizados. Mi cuerpo asumió tanto y tan profundamente la indefensión que solo era capaz de protegerme imaginando que era una persona distinta, interpretando a alguien que se parecía a mí pero que no era yo.
Escribir tiene algo de estar en otros cuerpos desde los que poder hablar, estar en otras voces. Mientras escribía el «Mentes Insanas» y me sumía en la depresión, también estaba cerrando una investigación de muchos años sobre sistemas relacionales, que publiqué en 2018. Un libro intenso, aunque mesurado, un trabajo serio acorde con la estética y la ética que se espera de un ensayo científico. Y aunque escribirlo y poder acabarlo en plena depresión fue un logro personal y fue sanador, el «Mentes Insanas» me dio espacio para otra voz mucho más personal y mucho más perdida en mis procesos, una voz añorada que se enredaba en los mismos temas de mis otros escritos, pero que los resolvía de manera distinta. La voz personal de alguien que no estaba siendo yo pero que podía volver a ser si lograba sacarme de la desolación. La voz de alguien que planta cara, que se ríe de las cosas que le pasan, que da portazos y no se culpa por darlos, que se atreve a verbalizar el hundimiento porque ya no está del todo hundida. Esa fue mi voz en el «Mentes Insanas», y ese fue, también, un hilo que me permitió volver a hacer mía esa voz. Recuperarla.
Fue, efectivamente, un ejercicio de autodefensa ante una vida que me estaba dando demasiado fuerte.
Tengo que decir que mis editoras del momento no sabían de la dimensión de todo esto, así que este texto es también una salida del armario ante ellas. Y posiblemente ahora entenderán los mails sin respuesta durante semanas y ese tipo de imposibilidad de lidiar con la vida que yo iba disimulando como podía y que ellas aceptaron con una tranquilidad que les agradezco profundamente.
En los dos años que existió el blog pasaron muchas cosas. Escribí sobre amores, sobre violencias, sobre género, sobre feminismo… todo aquello que se esperaba de mí, porque se supone que son temas de los que sé cosas. Pero los escribí aterrizados en realidades concretas, pequeñas, cotidianas. El feminismo, para mí, es una herramienta, no una identidad. Una herramienta como muchas otras, ni mejor ni peor, que utilizo según la ocasión, cuando me es útil para esa ocasión concreta. Si no lo es, porque no siempre lo es, uso otras herramientas, o las combino, o las adapto. Ni el feminismo como corriente ni sus variantes concretas, los feminismos, me solucionan nada (sospecho de las teorías emancipadoras que dan soluciones), sino que me ayudan a mirar fuera del marco, a encontrar preguntas donde ni siquiera había dudas, y a encontrar respuestas a través de esas preguntas. Y escribí desde la decepción colectiva de no poder hacer más de lo que hacemos, de no estar a la altura de nuestros sueños, ni de nuestros discursos. También están escritos desde el enfado, desde la rabia, desde el puñetazo sobre la mesa y la patada a la puerta y el ataque de llanto. Y escritos, aun, desde la risa, la ironía, la autoparodia, la comicidad y una intrascendencia que es como el bailar de Emma Goldman: no solo compatible con la revolución, sino consustancial a esta.
Para sacarlos en papel he reorganizado las entradas, he roto la línea temporal en favor de otra que tenga más sentido fuera del espacio-red. Me hace ilusión que estén juntas ahí en un objeto físico, olible, tirable contra la pared, dibujable, y me da vértigo, al mismo tiempo, que cojan tanto cuerpo estos textos que fueron pensados en un modo más etéreo.
Gracias por volverlos a acoger, y feliz lectura, Mentes.
Me gusta mucho Audre Lorde y vuelvo a ella siempre, desde hace un montón de años. Y, a cada nueva lectura, aparecen capas de significado a las que no había prestado atención y que de pronto están, inevitablemente allá, relucientes, inesquivables.
En su biomitografía, una autobiografía novelada, narra las dificultades para encontrar un entorno seguro, certero, en cuanto que mujer, Negra (ella lo escribe con mayúscula), lesbiana y pobre, y de cómo todo encuentro articulado a través de la similitud es una ficción temporal. Cuenta de qué manera participó en grupos que giraban en torno a la experiencia lesbiana donde el racismo no era tomado en consideración, o en grupos donde el eje aglutinador era la racialización, pero donde su experiencia lesbiana era mirada de medio lado, o en grupos donde el común denominador era el género, y en los que no se tenía en cuenta ni lo uno ni lo otro. Y así, Lorde inicia un recorrido en busca de sus iguales, donde cada espacio se proyecta en un juego de espejos infinito que remite a una nueva diferencia interna, que a su vez genera un subgrupo que remitirá a una nueva diferencia interna que generará un subgrupo.
«Tardé mucho en darme cuenta —dice— de que nuestro lugar era el hogar mismo de la diferencia más que la seguridad de cualquier diferencia particular. (Y con frecuencia éramos cobardes en nuestro aprendizaje)».
Lorde, como la realidad, ni es simple, ni es simplista. Ella, sus textos, no sirven para negarles la diferencia a las y a los demás mientras reivindicamos la propia, no sirven para hacer ejercicios de abuso de poder. Eso que ella llama «la casa de la diferencia» es precisamente un espacio donde atender al hecho irrefutable de que somos distintas y de que, en el mundo en que vivimos, somos desiguales de manera multidimensional.
Y solo atendiendo a esa realidad podremos estar juntas.
Queridas Mentes Insanas:
Inicio este blog en las fechas que rodean mi cuarenta y cuatro cumpleaños, abrumada por la infinidad de mensajes que, desde hace más de una década, me informan puntualmente de que algo anda mal. No directamente, claro: cuando digo mi edad se hace un instante de silencio tras el cual todo el mundo se lanza a quitarle hierro a la cosa.
Y «la cosa» no es otra que el hecho de que soy una mujer y cumplo cuarenta y cuatro años.
Oye, pues no se te nota nada.
Parece que tengas treinta.
¿Cuántos cumples… dieciocho? (seguido de risa-risa, codazo-codazo).
Vamos a poner las cosas claras.
Haciendo un cálculo digno de la nefasta matemática que soy, cuarenta y cuatro años han sido unos 16.071 días sobre la faz de la tierra. En ese porrón de días, he aprendido a distinguir entre lo que me gusta y lo que me hace bien, he aprendido a escoger mis batallas, a no enfadarme más de la cuenta pero a enfadarme cuando es necesario, a no darle mayor importancia a algunas cosas pero a no dejar pasar ni una en otras cuestiones, a aguantarme a mí misma en general y a tratarme bien en particular.
Nada de esto venía de serie y nada lo he hecho yo sola: me ha acompañado una constelación de gente que me ha hecho bien, y otra que no tanto, y unas cuantas personas que me han hecho mal, así, directamente.
Me he llevado una cantidad de palos que prefiero no calcular, me he deprimido unas cuantas veces y lo he superado otras tantas, he ido a terapia una vez y he salido bastante renovada, a lo fénix.
Tengo un sentido del humor afinado y una perspectiva sobre el mundo que me alegra la vida y me la amarga simultáneamente, estoy de vuelta de un montón de cosas, mientras que a otras tantas ni siquiera he empezado a ir. Y cada vez me faltan más cosas por hacer, pues cada cosa que hago me remite a decenas que aún no he hecho pero que quiero hacer.
Todo esto, queridas Mentes, necesita tiempo. No lo pude hacer con treinta, ni mucho menos con dieciocho.
Por lo demás, cada una de estas cosas ha dejado una huella clara en mí, en mi cabeza, en mi espíritu y en mi cuerpo. Tengo magulladuras, cicatrices, arrugas, incluso una específica y vertical entre ceja y ceja de tanto fruncir el ceño y romperme la crisma buscando soluciones a los problemas que he ido encontrando.
Y si estoy aquí es porque, de alguna manera, he encontrado esas soluciones.
Mis 16.071 días se notan en todo lo que hago: se notan en los orgasmos que doy y que recibo, en las fiestas que monto, en los artículos que escribo, en las cosas de las que me río y en las que no me hacen gracia, en los límites que pongo y en las cuestiones que dejo pasar y que hace unos años se me hacían chicle en la boca del estómago.
Haber llegado hasta aquí me parece una especie de milagro, visto cómo anda el mundo. Y hacerlo orgullosa entre todos esos mensajes compasivos por algo que me parece un milagro, hace que el milagro sea aún mayor.
El problema con mi edad lo tiene el mundo, no yo. Un mundo que quiere que las mujeres seamos eternamente infantiles, inexpertas, maleables, dubitativas, controlables y muy poco peligrosas.
Pero yo, queridas, como muchas de vosotras, tengo peligro. Y, la verdad: estoy encantada de ser peligrosa.
Queridas Mentes Insanas:
Las actrices se quejan de que no hay papeles para ellas pasados los cuarenta. Como consecuencia, no tenemos representaciones audiovisuales de mujeres de más de cuarenta años, a menos que aparenten tener la mitad o que su rol sea puramente residual y estereotipado; las compañeras heterosexuales se quejan de que a partir de esa edad devienen invisibles… Me encantaría deciros que son invisibles a los ojos de los hombres, pero, desgraciadamente, en las redes de ligue lesbiano y bisexual hay un filtro de edad que ejerce una función invisibilizadora. Añado que en las apps de ligue para mujeres con mujeres hay muy pocos filtros. No los hay, por ejemplo, para cosas tan trascendentes como la ideología política, pero sí hay un filtro de edad para que ni siquiera veas los perfiles de mujeres que no entran en tu franja escogida. Cada cual sus gustos, me diréis, pero curiosamente el gusto de todo el mundo se parece mucho, y eso siempre es sospechoso.
¿Qué pasa con las mujeres a partir de una edad, y qué edad es esa?
La respuesta es bastante triste. Dejamos de ser posibles reproductoras y, por lo tanto, ya no tenemos espacio social asignado. Por mucho que las cosas hayan cambiado, por mucho que eso ya no se estile, por mucho que ahora el feminismo nosequé o nosecuántos. Que las mujeres ya no estamos reducidas únicamente a nuestra función reproductiva es relativamente cierto, sí. Aunque es como si hubiésemos derribado un muro, pero hubiéramos olvidado retirar los escombros, así que el espacio sigue ocupado por el muro en ruinas que ahí continúa al fin y al cabo.
Los escombros de aquella idea de las mujeres únicamente como madres es nuestra fecha de caducidad como mujeres, que sigue estando vigente en mil detalles. Desde el clásico «no aparentas tu edad» como piropo, aunque sea un insulto infantilizador, hasta la abuelización de las mujeres mayores, a las que llaman abuelas tengan o no descendencia.
En el mundo laboral, la cuestión es escandalosa: desde los entornos donde la apariencia física tiene tanto peso como la calidad del trabajo, hasta entornos que pretenden huir de esas dinámicas, pero confunden cuerpo joven con ideas novedosas, y acaban construyendo entornos solo de mujeres jóvenes con ideas decimonónicas sin darse siquiera cuenta.
El espacio postfértil, en lugar de ser un espacio liberado de ese mandato de la mujer-madre, es un espacio aleccionado de autoodio plasmado en el imaginario de la bruja, que tiene todos los defectos «imperdonables»: vieja, fea, mala, despeinada, con una nariz grande y una especie de falo (¡esa escoba!) entre las piernas.
Nosotras no nos ayudamos las unas a las otras tampoco. Y no por aquello de que somos nuestro peor enemigo, que menuda frase también, sino porque el mundo nos ha enseñado a confrontarnos y tenemos que llevar a cabo un proceso de deconstrucción para darnos cuenta de ello. No nos viene dado de serie eso de apoyarnos las unas a las otras. La manera en que imponemos normas de edad a las otras mujeres es muy significativa. Parece unánime que tenemos que vestir y comportarnos acorde con un estereotipo que incluye nuestra edad. Y pobre de la que se quiera salir de la norma. Al mismo tiempo, aquellas que intentan seguir a rajatabla la norma y, por ejemplo, escogen los retoques estéticos, también son defenestradas por haberse «estropeado» la cara.
Parece un callejón sin salida, pero no lo es. Si no hay espacios de existencia, tendremos que crearlos. Y las viejas somos solo uno de los muchos grupos de mujeres que escapan al sistema, de manera voluntaria o impuesta. Tenemos un montón de alianzas por forjar y un montón de cosas que aprender las unas de las otras. Y eso es, siempre, una estupenda noticia.
Queridas Mentes Insanas:
He vuelto a ver, por enésima vez y pico, el documental Amy sobre la vida de la Winehouse. Esta vez me he quedado enganchada a una frase que dice Tony Bennett. Reflexionando sobre aquello que le hubiese querido decir a Amy que, como sabéis, murió a los veintisiete años por una mezcla letal de capitalismo bestia, patriarcado violento, amor Disney tóxico (oxímoron) y sustancias químicas asociadas, del tipo alcohol, cocaína, crack…
La frase de Tony Bennett era: «La vida te enseña a vivirla, si vives el tiempo suficiente para aprender».
Y sí, la vida hay que sobrevivirla. Diría que cada vez se pone más fácil, pero eso para nada es cierto, mal que nos pese. Lo que sí se pone es más comprensible, más inteligible, como que cada vez la película va sonando más a la misma película, más a ese déjà vu que canta Shakira refiriéndose a otra cosa. Y cada vez tienes más herramientas para relativizar lo relativizable, y para darle espacio a las cosas que son trascendentes, porque entiendes su trascendencia. Y eso te enseña a escoger mejor tus batallas, a saber en qué líos meterte y cuáles dejar pasar, porque total…
Vale, esa es mi experiencia después de cuarenta y pico años en el tinglado. Pero igual no, igual esto solo pasa a veces, o igual solo parece a veces que esté pasando.
Aunque, como todo, nuestras experiencias, todas ellas y todas distintas, tienen partes compartidas con el tinglado grande, con eso que llamamos «el sistema», tachán.
A las mujeres, al menos en el norte global y urbano en el que vivo, nos lo ponen muy difícil para aprovechar esa experiencia, que vamos acumulando con tanto esfuerzo, porque no paran de mandarnos mensajes para que odiemos nuestra edad, nuestro tiempo, nuestro recorrido. A ver, no hace falta ser muy lista para entender que, a menos experiencia, más fácil vendernos motos. Afortunadamente las diosas le dan a la juventud otra herramienta, que es la furia. Pero cuando la furia (que no la rabia) se calma, porque no puedes sobrevivir eternamente en estado de furia, o porque la vida es muy cansina en perpetuo estado de furia (que no de rabia, que es otra cosa y ojalá la conservemos siempre), llega lo otro: la zorrez. Que más sabe la diabla por vieja que por diabla. La edad te da listura, que no es inteligencia, es otra cosa.
Las mujeres viejas somos un peligro para el sistema. No lo digo yo, lo dice el sistema. ¿Cómo lo dice? Pues poniéndonos trabas constantes para la vejez. Quiere que actuemos siempre como si fuésemos jóvenes, pero sin la furia, que también nos la penalizan infinitamente. Quiere que estemos en la inopia constante, como si no hubiésemos visto la película mil veces, como si tuviésemos que comprar la misma moto una y otra y otra vez, como si la vida no nos hubiese ensañado a vivirla.
En mundos donde las viejas aún conservan su espacio social, existe la posibilidad de transmitir conocimiento entre unas y otras. Un conocimiento que va en todas las direcciones: la listura de los muchos años y la furia de los pocos, puestas a trabajar juntas son imparables. Por eso nos separan en categorías cerradas desde que nacemos. Cada cual con su edad. Las mayores criticando infinitamente a las jóvenes porque en «nuestros» tiempos nosequé no pasaba o nosecuántos, y las jóvenes criticando a las mayores porque están pasadas de rosca.
Y así nos va.
Esa es otra de las grandes motos que hemos comprado. Pero, una vez más, el proceso es reversible desde hoy mismo, si nos ponemos a ello.
Queridas Mentes Insanas:
Hace unos días estuve en Ferrol dando una conferencia con motivo del Orgullo Crítico, que están las compañeras en plena ebullición y os recomiendo encarecidamente que sigáis las cosas que están haciendo los colectivos por allá, que solo nos fijamos en las grandes ciudades y así acabamos, viviendo de puro refrito del refrito del refrito.
Después de la charla se me acercó una mujer y me contó que una amiga suya había querido extirparse los pechos por riesgo de cáncer de mama, pero que «la medicina», así, en abstracto, no la había dejado. Me explicó que te puedes aumentar las mamas o reconstruírtelas, pero que no te dejan extirpártelas por mucho que el cuerpo sea tuyo, y el riesgo sea tuyo, y el miedo sea tuyo, y la vida sea tuya y hasta la medicina sea la tuya porque la pagamos entre todas. Y venía a contármelo para que yo os lo contase a vosotras, Mentes, para que supiésemos que eso está pasando y para que hablásemos del tema. Porque su amiga había muerto de cáncer de mama y ella se había quedado con esa angustia dentro.
Justo me he traído de Galicia un libro que me tiene fascinada y que es de lo mejorcito que he leído, así en general. De lo mejorcito. Es de Susana Sánchez Arins, y en galego se titula Seique, y si tenéis la suerte de poder leerlo en ese idioma, a por él en formato original, que es una maravilla. Está traducido también al castellano bajo el título de Dicen.
Tiene un fragmento maravilloso en el que habla del anonimato. Vivimos en una época y un contexto en los que consideramos la visibilidad como un bien superior, como un bien en sí mismo y, por supuesto, como un derecho. Susana Sánchez Arins le da la vuelta a esa lógica y propone el anonimato como un derecho también. Que lo es, efectivamente. Y dice que hay cosas que no son dignas de anonimato, que no merecen el anonimato precisamente por su dureza. Mostafà Shaimi habla del derecho a la diferencia, sí, y también del derecho a la indiferencia.
Tenemos que transmitir nuestras historias porque solo nosotras las transmitiremos. Porque solo nosotras podemos hacernos cargo de todo ello y darle la importancia y la trascendencia que tienen, y porque todas merecemos esa transmisión de conocimiento, incluso desde el dolor, o especialmente desde el dolor. Porque las violencias que recibimos no merecen el anonimato y nosotras merecemos el anonimato del vivir sin violencias.
Para la compañera de Ferrol que no me dio su nombre sino su historia: aquí va también mi eslabón en la cadena que empezaste. Para que siga adelante.
Queridas Mentes Insanas:
Paso el verano en una especie de pueblo balneario de la Europa periférica, donde la Unión pierde su nombre y empieza a ser otra cosa. En mi pueblo, porque ya es mío también, las verduras se compran a la persona que las cultiva, los coches van a veces en contradirección y tampoco es tan grave, y hay tanto tiempo que puedes perder un poco y aún te queda de sobras.
Este es un pueblo de mar y montaña todo junto y mezclado, y en eso que llamamos playa hay gente gorda y gente vieja y gente coja. Supongo que por eso lo llamo yo balneario, o también porque tiene un poco de óxido aquí y allá, algo de haber tenido delirios de grandeza y haberse quedado en menos sin saber muy bien por qué o sin querer recordarlo.
La combinación de playa y gente gorda, gente vieja y gente coja es un regalo, porque todos los cuerpos estamos allí, de repente. Hay playas donde es difícil ser gorda, porque eres la única gorda en muchos metros a la redonda. La gorda. O la vieja. O la coja. Nunca tenemos ocasión de mirarnos los cuerpos y entender que los cuerpos raros son los otros, los que salen en los anuncios y en las revistas, y que el tuyo y el mío son eso: cuerpos. Nunca tenemos suficiente espacio para ver lo bonitos que son todos los cuerpos raros, todas las barrigas que cuelgan, todas las piernas dispares, todos los ojos torcidos.
En mi pueblo balneario la gente pasa de todo, o al menos pasa de estas cosas. Seguramente porque la gente es obrera a la vieja usanza y tiene otras cosas más importantes que atender. Y seguramente porque venir aquí de vacaciones es el mejor momento del año y han decidido que no se lo amarguen menudencias como los kilos, o los ojos torcidos, o las barrigas que cuelgan, ni todas esas historias que poco tienen que ver con una misma y con su vida sino con unas modas que vete tú a saber de dónde vienen y para qué.
Si estáis imaginando un paisaje idílico, pues tampoco. La gente aquí, en mi pueblo, es medio taciturna, medio malcarada, medio a la defensiva siempre, ni especialmente simpática, ni especialmente sonriente. Por si esto fuera poco, de buenas a primeras, conmigo no saben muy bien ni qué hacer, con mi pinta, que es rara más allá de las rarezas que aquí pasan desapercibidas, ni saben en qué idioma hablarme, ni saben cómo he venido a parar aquí ni de dónde he venido. Que si rusa, que si sueca. Pero hay un par de señoras que, a fuerza de verme y reverme, me han empezado a hablar. En un idioma que yo chapurreo y que ellas me hablan muy rápido como si las estuviese entendiendo. Yo les digo que sí porque me fascinan. Por muchas cosas, pero una de ellas es que van maquilladas a la playa. No se avergüenzan de su cuerpo viejo en la playa y se maquillan, tal vez, precisamente, porque no se avergüenzan de su cuerpo viejo. Y entran en el agua perfectamente maquilladas y salen igual de divinas y vuelven a contarme cosas. Y yo vuelvo a dejar mi libro de lado y me pongo a escuchar esas cosas que no entiendo y a admirarlas y a desear ser como ellas.
Y se acabará mi tiempo aquí y volveré a las playas de gente guay, a las playas delgadas, a las playas jóvenes, y me pasaré el resto del año añorando a las señoras maquilladas con bañadores de flores y sombreros de rayas hasta que el nuevo verano me devuelva aquí.