Metanoia - Dioni Arroyo - E-Book

Metanoia E-Book

Dioni Arroyo

0,0

Beschreibung

Dentro de unos años, en una lúgubre cárcel subterránea, el funcionario de prisiones Asur conocerá a la interna Domnita, una mujer excepcional envuelta en el misterio. A través de ella, conocerá el devenir de los tiempos y se verá envuelto en una vorágine en la que deberá luchar para salvar su vida. En un mundo en el que la civilización se desmorona y la era glacial avanza por culpa de quienes manipulan el tiempo, solo el amor les permitirá comprender el alcance de los cambios.  Metanoia refleja el deseo de transformación interior, la posibilidad de cambiar de rumbo por el bien de una sociedad cada vez más violenta. Metanoia, es además, una  historia de suspense, una brutal persecución que nos mostrará la capacidad humana para sobreponernos al dolor, y al anhelo de alcanzar el mejor de los futuros posibles. 

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 324

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Wiki
Preludio
Dentro de 15 años
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
Mensaje
Bio Dioni
Más novelas Dioni
Más nou editorial

.nou.

EDITORIAL

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Metanoia.

 

© 2021 Dioni Arroyo Merino.

© Diseño Gráfico y cubiertas: nouTy.

Director de colección y editor: JJ. Weber.

Colección: Volution.

 

Primera edición abril 2012

Segunda edición marzo 2013

Tercera edición mayo 2021

Derechos exclusivos de la edición.

© noueditorial 2021

 

ISBN: 978-84-17268-61-9

Edición digital julio 2021

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

conlicencia.com — 91 702 19 70 / 93 272 04 45.

 

Más información:

noueditorial.com / Web

info@ noueditorial.com / Correo

@noueditorial / Twitter

noueditorial/ Instagram

noueditorial / Facebook

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dedicado a todos aquellos que, sigilosamente,

entregan sus vidas para que podamos disfrutar

del mejor de los futuros posibles.

Y con mucho cariño, dedicado especialmente a Mónica,

que siempre ha creído en mí y he recibido su apoyo

como la más firme de las esperanzas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

METANOIA: cambiar de pensamiento.

Gran cambio personal ante la llamada a la conversión. Reforzar la importancia del cambio, que no tiene vuelta atrás. Cambio unido al compromiso de afiliación y al compromiso de mejora de la organización.

«Psicología Social de las Organizaciones.»

Ed. Dykinson 2004.

 

 

Del griego metanoien, Meta, más allá y Nous, de la mente. Significado literal del griego, denota una situación en que un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección.

Wikipedia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y el mundo, tal como lo concebíamos, se estaba acabando…

No era nada nuevo ni nada bueno para nadie, pero la evidencia de que lo que ocurría era real, estremeció a una humanidad descreída y decepcionada, consciente de que era el final, o tal vez para una minoría, solo el fin del principio. El principio de una nueva esperanza sobre un planeta sucio y oscuro, pero que deseaba y se merecía una nueva oportunidad.

Ajenos a los anhelos de los hombres, se habían reunido los presidentes de los Estados Unidos, la señora Gladys Gutiérrez Ortega y de la Unión Europea, el señor Mohamed Hussein Ibn Mussa, coincidiendo con el Quinto Aniversario de la disolución de las Naciones Unidas. El objeto del encuentro, era concretar por dónde debían discurrir las nuevas reformas, sintiéndose todavía representantes de todos los hombres, de una sociedad planetaria que no se sentía representada por nadie y menos por ellos, potencias decadentes de un periodo histórico que solo certificaban sus intenciones de seguir dirigiendo los destinos humanos como habían hecho durante décadas. Hablaron largas horas de la crisis, de aquella crisis que iba a ser breve pero que llevaba más de dos lustros castigando las economías del mundo, y de las nuevas superpotencias, hasta hace poco países emergentes, que eran realmente las que dominaban el nuevo escenario de un planeta cada vez más caótico y peligroso, donde todo empezaba a ser relativo, sin certezas absolutas y sin proyectos comunes.

En definitiva se habló de la crisis económica, de la crisis ambiental y de la crisis alimentaria, del parón energético por el fin del petróleo y de la necesidad del uso generalizado del carbón para producir electricidad —aunque fuese sucia y contaminante—, así como de seguir invirtiendo en la investigación para reducir el agua del mar a oxígeno e hidrógeno, usando la luz del sol. Reconocían abiertamente que el hidrógeno era la energía del futuro, pero que aún estaba en fase embrionaria.

La dependencia del carbón y de otras energías contaminantes condicionaba y limitaba el desarrollo, y en esta ocasión, afectaba a las potencias tradicionales, incapaces de adaptarse al precipitado fin de la era del petróleo. Potencias tradicionales que otrora resplandecieron sobre el resto y ahora languidecían en aquella tediosa reunión.

Dedicaron un espacio para hablar de las guerras generadas por los intereses de siempre, solo que ahora la humanidad conocía masivamente esos intereses y ellos mismos ya ni siquiera los ocultaban. Sí confesaron su temor a una nueva carrera armamentística entre Brasil y China, sus sucesores naturales.

Expresaron también su preocupación por las consecuencias aún visibles de la guerra de los diez años, aquella escalada de escaramuzas violentas tan dramática que enfrentó al Islam y Occidente durante la primera mitad del siglo xxi, y que aceleró inexorablemente la transferencia de poder del norte al sur. También comentaron el nuevo papel cada vez más influyente y determinante del ejército, que a todas luces podía inclinar la balanza hacia regímenes totalitarios o garantizar el status quo convencional en periodos inestables.

 

 

Acabó el encuentro como empezó, con tímidos y abstractos compromisos que no avanzaban soluciones, sino posteriores encuentros a la espera de que el gran milagro llegase y los mantuviera en aquella privilegiada posición.

Y cuando llegó la hora de celebrar la rueda de prensa, cuando llegó la hora de dejar fluir el teatro una vez que el escenario estaba listo, atónitos, vislumbraron el nuevo devenir de los tiempos, y es que apenas había periodistas para escucharlos. Ya no eran relevantes ni imprescindibles, habían pasado a un discreto segundo plano, solo eran el pasado y solo se representaban a sí mismos. La era contemporánea tal como la definían los historiadores había terminado, y una nueva etapa histórica, indefinida e indefinible todavía, iniciaba sus salvajes aleteos sin mostrar el destino de sus feroces e imprevisibles zarpas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En algún lugar del noroeste de la península ibérica.

Dentro de quince años.

 

Nuevamente intentó abrir los ojos porque no quería morir a oscuras. No sentía el dolor, lo que no era nada bueno. Aunque era consciente de que no sentía absolutamente nada, era incapaz de moverse, ni siquiera un dedo. Escuchó el grave susurro de su respiración y se concentró en el irregular latir del corazón, que golpeaba frenéticamente su cerebro, sus sienes, sus tímpanos, como si el corazón definitivamente se hubiese instalado en la cabeza tras el golpe, tras la terrible caída desde lo alto del edificio.

Tenía en la lengua un sabor amargo y desagradable, quizás de sangre o de sudor, y deseó ardientemente que fuera de lo segundo, que no sangrara por la cabeza. Eran gotas, estaba seguro, y cada vez había más, llegando hasta los labios y humedeciendo su lengua. «Definitivamente me estoy muriendo» pensó, pero lo que realmente le obsesionaba, era la imposibilidad de abrir los ojos. Y como no quería morir a oscuras hizo un último intento con renovadas fuerzas, agotando sus últimas reservas y sintiendo que ya no le quedaría ni un soplo de vida. Recordó cuanto sabía sobre el poder de la mente y se exigió a sí mismo levantar los párpados, ordenando a su cuerpo que hiciese ese esfuerzo.

Pero fue inútil.

Todo era en vano; bañado en sudor y sangre, fue consciente de que era el final.

Entonces fue cuando se empezó a relajar y dejarse llevar por ensoñaciones, tratando de vislumbrar algo entre las tinieblas que lo envolvían, y vio una figura, o mejor dicho, presintió la presencia de una figura, la silueta de «algo» que parecía una persona y que se aproximaba a él. Tardó unos instantes en cerciorarse de que era real y no una visualización de la caprichosa mente, aunque no podía dejar de dudar, teniendo los ojos cerrados como se encontraban. Sentía, deseaba y necesitaba que esa silueta fuera real, que perteneciera a alguien que se estuviera acercando a él y que le pudiese ayudar… Pero no podría confirmarlo, y es que la imposibilidad de abrir los ojos le martilleaba por dentro.

«¡Ayuda!» Gritó desde lo más hondo de su alma. Percibió la soledad con tanta fuerza, que le recordó secuencias de toda su vida. Soledad, siempre había estado solo, pero pocas veces se había sentido tan solo como en ese momento; «estar solo y sentirse solo, la peor de las combinaciones…» por ello, la silueta que se le aproximaba se reveló como la mayor de las esperanzas.

«¡Ayuda!»

Experimentó un ligero cosquilleo en el estómago, como si algo se moviese en su interior, «mis tripas, que con la caída se reventaron y se están esparciendo por el asfalto», pensó imaginando un charco de intestinos viscosos dispersos en el frío suelo en torno a su cuerpo. Pero lo peor fue que con la oscuridad, todos sus demás sentidos se pusieron alerta, y un fétido olor nauseabundo le aturdió más de lo que estaba. Olía a vómito, de una manera tan intensa, que se preguntó cómo no lo había percibido antes, cómo se hallaba en tan mal estado, tan patético y tétrico allí, tirado por el suelo. «Increíble, ¡me he caído sobre un vómito!». Intentó nuevamente abrir los ojos, pero nada, imposible.

Es entonces cuando todo parecía perdido, cuando se concentró con todas las escasas fuerzas que le quedaban en aquella figura que se aproximaba hasta él, pero que nunca llegaba a tocarle, cuando sintió un poco de paz interior porque algo le resultó familiar. Era un aroma, un perfume que le devolvió hermosos recuerdos… era su fragancia, ¿podía ser su colonia? Tan embriagadora, que deseó frenéticamente que fuera ella con todas sus fuerzas, que ella le salvara, porque en definitiva para eso había llegado a su mundo, para salvarle.

Sintió recobrar el equilibrio perdido y hasta creyó que ahora sí podría moverse y ponerse en pie, y hasta besarla dulcemente y volver a casa, y volver a contemplarla desnuda al salir de la ducha, y perderse nuevamente con ella entre las sábanas. Aunque sabía que era imposible. El corazón dejó de castigar su cerebro, deteniendo lentamente el ritmo de sus latidos. Imaginó su rostro sobre el suyo y sus largos cabellos acariciando sus mejillas… y se percató de que ahora, eran lágrimas las que bañaban su rostro, lágrimas saladas y dulces a un mismo tiempo.

Antes de perder la consciencia, una leve sonrisa se dibujó en sus labios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1

 

DOS MESES ANTES

 

 

 

El pitido del coche me despertó de mis ensoñaciones. Estaba despistado caminando por la calle con las primeras luces del alba, en una oscura mañana de invierno con el frío penetrando hasta mis huesos, así que la velocidad del coche que conseguí esquivar por poco, me obligó a reaccionar devolviéndome a la realidad para percatarme de que casi me atropella. Llegué a la acera y tiré el cigarro expulsando el humo que me hacía toser, y decidiendo por milésima vez dejar de fumar.

Doblé la esquina para internarme en la espesa niebla. A lo lejos, pude ver iluminada la silueta del mayestático edificio donde trabajaba, una construcción que desde la distancia se mostraba arrogante, soberbia e impresionante, aunque no fuera más que un océano de hormigón armado, más propio del constructivismo soviético del xx que de mi época, imposible de definir… la torre, de abundante vidrio y metal, que en verano reflejaba los rayos del sol hiriendo la vista del osado que la contemplase, ahora se hallaba mustia, proyectando el gris del cielo, el triste color del frío invierno, como una masa inerte en medio de la nada, como un pene flácido después de una eyaculación. Caminé con dificultad debido al frío, que helaba mi cara y cortaba la respiración o más bien, rajaba la respiración.

Aquellos inviernos cada vez eran más crueles, más secos e intensos, prolongándose hasta mayo para dar paso a unos veranos tórridos, áridos y sofocantes que igualmente se prolongaban para retornar al gélido invierno. Consecuencias del nuevo régimen climático ya consolidado y que hasta hacía no mucho, «ellos» decían que debía evitarse por todos los medios. Al final los ciudadanos perdimos la batalla y no pasó nada, solo que la información, los estudios, cálculos y estimaciones, dejaron de publicarse y de ser noticia. Y nuestro mundo comenzó a transformarse en un espacio inanimado donde la vida se había vuelto un poco más peligrosa e imprevisible.

 

 

Pasé mi tarjeta electrónica por una ranura metálica, esperando ver la lucecita verde encendida sobre mi cabeza, pero como ya empezaba a ser habitual, de lucecitas, nada de nada. Tuve que armarme de paciencia y llamar a un timbre que emitía un afónico sonido, para esperar a que mi compañera me abriese la puerta y me diera los buenos días.

—Hola, compañero. Bienvenido al iceberg… ¡pero qué mala cara traes hoy!, ¡ni que fuera lunes! —exclamó mientras agachaba la mirada hacia su reloj y su rubio flequillo le caía por el rostro, ocultándolo entre la escasa luz de la entrada, dándole un aire casi espectral.

—Casi me pilla un coche, así que no he empezado bien la mañana… además, hace frío y la puñetera tarjeta sigue sin funcionar.

—Dímelo a mí, que os tengo que abrir a todos.

 

Con gran rapidez seguí caminando por un estrecho pasillo hasta la siguiente puerta, que esta vez sí se abrió a mi paso. Por lo menos, las cámaras funcionaban. Entré en un reducido recibidor y mientras se cerraba la puerta anterior, esperé que se abriese una ventanita a la altura de mi cara y del tamaño de una boca de buzón de correos. Por ella, alguien debía de mostrarme la Hoja de Servicios para firmar ese día. A continuación, esperar que la siguiente puerta se abriese, entrar por ella, esperar a su vez que se volviese a cerrar y pasar así por otro rastrillo más amplio, del que un ascensor me permitiría descender varios niveles bajo tierra, para llegar a otro pasillo angosto y poco iluminado que me llevara hasta mi módulo. Todo un laberinto subterráneo de cuevas de acero y hormigón que formaban mi centro de trabajo. Mientras esperaba que se abriese el siguiente rastrillo, aprovechaba para arreglar mi lacio cabello revuelto y mojado por la niebla frente al cristal, y vigilar esas ojeras que me añadían años y que no paraban de aumentar, así como las pronunciadas arrugas de mi frente, cada vez más profundas, como surcos que comenzaban a horadar mi pálida piel que aún no había cumplido los treinta tacos.

Justo a la entrada y bajo un luminoso cartel, se podía leer:

 

CENTRO PENITENCIARIO XVII.

CUMPLIMIENTO-PREVENTIVOS.

MÓDULO EXPERIMENTAL MIXTO.

MINISTERIO PARA LA SEGURIDAD PÚBLICA.

 

Coloqué mi mano derecha sobre una superficie lisa de plástico para que el ordenador leyera mi fórmula dactiloscópica y me permitiese entrar. Una sirena parpadeante hizo girar una puerta de caracol por la que me introduje accediendo así a mi puesto.

A lo largo de los últimos años, nuestro Estado había iniciado una profunda reforma penitenciaria, y por motivos de seguridad (siempre por seguridad, esa seguridad que lo justificaba todo), se había llegado a la conclusión de que construir cárceles subterráneas evitaba quebrantamientos de condena (como se llamaba a las fugas) y garantizaba de una forma más eficaz y eficiente, la seguridad y la protección. A estas megalíticas construcciones que podían albergar a casi cinco mil internos, las llamábamos icebergs, pues solamente sobresalía la torre de control y las oficinas de atención al público, así como las de dirección y gestión. El resto de la construcción se encontraba en diversos niveles subterráneos. De esta forma, en los últimos tiempos miles de internos vieron sepultadas sus vidas, y nosotros con ellos; por lo menos durante nuestras prolongadas jornadas laborales que debido al escaso sueldo, nos obligaban a vivir bajo tierra varios días seguidos. El trabajo se volvía muy rutinario y con muy poco margen para el tratamiento, detalle que no parecía importar a casi nadie.

Aquella mañana accedí a la cabina de mandos mientras me saludaba y me presentaba a un compañero al que no conocía, ofreciéndome una huesuda y alargada mano. Debido al calor que generaban las bombillas en un habitáculo tan pequeño, procurábamos acostumbrarnos a estar a oscuras; el cristal tintado, permitía además, vislumbrar mejor el interior del módulo con la cabina sin luz, por lo que me hallaba sentado en un reducidísimo espacio con un compañero al que ni remotamente podría reconocer fuera de allí. Me senté en mi sitio y habituándome a los mortecinos destellos luminosos de las cámaras, él me fue informando del parte de incidencias.

—Por la noche, nada que reseñar. Las rondas sin novedades, salvo una urgencia a la enfermería sin complicaciones. Solo recordarte que has llegado tarde, tío, por lo que te pediría que empieces haciendo el recuento, mientras por el radiotransmisor termino de informarte.

—Vaya una forma de echarme…

—Supongo que te harás cargo de que quiero dormir —respondía mientras escuchaba algo parecido a un bostezo.

—Vamos hombre, no me hagas reír, seguro que algún ratito habrás pegado el ojo. —Sonreí para que se lo tomara a broma.

—Pues no, así que date prisa. —Sus palabras fueron duras, pero me percaté ayudado por el resplandor de las cámaras, de que también sonreía, así que presentí que íbamos a llevarnos bien.

Salí de la cabina bajando por las diminutas y estrechas escaleras de caracol por las que cabía gracias a mi excesiva delgadez, y que difícilmente se lo permitirían a alguien más corpulento… «claro que en estos tiempos», pensé, «a nadie le sobran kilos». Después anduve unos metros hasta llegar a un nuevo rastrillo en el que tuve que esperar a que mi compañero me abriera.

—Por cierto, antes de que entre. ¿Cómo me has dicho que te llamabas? —quise saber usando el radiotransmisor a sabiendas de que no me lo había dicho.

—Abdul Hamid, para servirte a ti y al Estado que tan puntualmente nos paga. ¿Tú eras Asur, verdad?

—¡Buena memoria! Abdul, pues ya estás tardando en abrirme el rastrillo, que aquí hace un frío que pela. —Y el rastrillo comenzó a abrirse lentamente, entré con agilidad y esperé a que se cerrase para que la siguiente puerta se pudiera abrir. La rutina de siempre, un verdadero rollo.

—Asur, parte informativo de ayer: anoche, justo antes de que empezase mi turno, llegaron tres nuevos internos de ingresos en situación judicial preventiva, lo habitual…un hombre y dos mujeres. Cacheé al hombre y requisé su celda. Habrá que llamar a alguna funcionaria para que se haga cargo del cacheo de las mujeres y de la requisa de sus aposentos. —Su voz sonaba entrecortada, debido a la batería del radiotransmisor y a que yo había comenzado a caminar a gran velocidad hacia la primera galería. —Tuve la delicadeza de llevarlos a la cuarta galería y seguir el principio celular, uno por celda para que tengan una bienvenida menos terrorífica. A ver qué más… ¡Ah, sí! El hombre es de ascendencia albanesa y solicitó lo más común, un abogado de oficio porque dice no tener un duro, y un Corán. Su compañera sentimental es otra albanesa que no paraba de chillar, y bueno, los dos son descaradamente yonquis.

—¿Y la tercera mujer? —le interrogué distraído por simple interés.

—Bueno, no sé de qué planeta se ha caído ni cual es su problema, porque aunque los tres aparentemente están por la misma causa, esta no tiene pinta taleguera, ni parecen conocerse, además, estaba tan asustada que no le salían ni las palabras. Te aseguro que no ha visto una prisión ni en pintura.

—Espera, luego me lo explicas, que ya estoy en la primera galería. —Le interrumpí para que no hablase por el radio mientras pasaba el recuento y evitar que pudiesen escuchar nuestra conversación o conociesen nuestros nombres.

Con una pequeña llave, abrí un buzón y recogí una tabla donde a lápiz aparecía un esquema de las cuatro galerías circulares, así como los números de celdas y los internos o internas que allí habitaban. Comencé celda por celda, golpeando la puerta con el pie y contando por la mirilla los que vivían en su interior, habitualmente dos, y asegurándome que coincidían con los de la tabla. Así una tras otra, un total de doscientas ochenta patadas.

La cuarta galería era la última y como estaba recién pintada, era donde metíamos a los nuevos para que les impactase menos su ingreso en prisión y les sirviese de aterrizaje suave, a pesar de estar bajo tierra y de que el olor a humedad y sudor era tan intenso que sobrecogía a cualquiera. En su origen, aquella galería se había preparado para las internas, que viviesen separadas de los hombres, pero por culpa del hacinamiento aquellas buenas intenciones se fueron al garete, por lo que lo común era que compartieran las mismas galerías, aunque saliesen a patios diferentes hombres y mujeres.

Cuando llegué a las tres últimas celdas, me fijé bien en el aspecto de los nuevos. El hombre ni se levantó, limitándose a mover la mano por encima de las sábanas, por lo que deduje que ya era reincidente. La siguiente celda, la ocupaba su compañera sentimental, y ella sí se hallaba sentada sobre la cama, mostrando unos brazos famélicos y llenos de tatuajes caseros. Con el pelo revuelto y enmarañado por el rostro, ocultaba su mirada y con una mano se rascaba el pecho sin ningún escrúpulo. Totalmente taleguera, pensé. Por fin en la última celda, me asomé a la mirilla para sorprenderme de que unos penetrantes ojos bañados en lágrimas estaban acechando fijamente a pocos centímetros de la puerta.

—Aléjese de la puerta, haga el favor. —Advertí pues no podía ver más que el iris de sus ojos debido a su excesiva proximidad. Era algo común entre internos que se autolesionaban cortándose las venas del cuello y pegándose a la puerta para pasar desapercibidos. Ella dio unos pasos hacia atrás como si hubiese entendido el porqué de mi advertencia, y observé que llevaba el cabello suelto y liso, bien cuidado y de un rubio sospechosamente teñido. Vestía un camisón negro, largo y muy fino que aparentaba ser de seda, o de algún tejido sintético especial totalmente veraniego, nada apropiado para subsistir bajo tierra. Llevaba una cruz eslava en el pecho y sus ojos ya no miraban a ninguna parte. Ojos profundos, pequeños pero impactantes y de un color difícil de definir, con unos labios temblorosos que indicaban que estaba conteniendo como podía sus ganas de llorar. Me hubiera quedado unos instantes más contemplándola, pues enternecía a cualquiera, pero la voz de la otra interna me despertó.

—¡Jefe, llévese a esa choromica de mierda o cámbienos de chabolo! —gritó con voz afónica mientras golpeaba la puerta para reclamar mi atención.

—¡Qué pasa! —Fue mi respuesta mientras me asomaba por la mirilla y la veía dar vueltas en círculo con excesivo nerviosismo.

—Mi metadona, señor funcionario, que estoy muy mal y no respondo… ¡y esa que no sabemos quién coño es, ha terminado por jodernos la vida con lo bien que nos había salido el trabajo! —Su estado de excitación e irritación iba a más, así que simplemente me marché, acostumbrado a la falta de paciencia de los toxicómanos cuando les llegaba el mono.

Salí en silencio de las galerías y volví a nuestra cabina de mandos. Justo cuando entré, Abdul se puso de pie y me dejó sentarme en su silla.

—Fírmame el libro de incidencias y el recuento, así se lo llevo ahora mismo al Jefe supremo y luego me echo una siesta, si no te importa… —Su forma de hablar nerviosa y acelerada y su aspecto larguirucho y delgado, le daban un aspecto gracioso. Al salir de la cabina y mientras tomaba yo los mandos del módulo, pude ver que mediría un metro ochenta, igual que yo, y al darse la vuelta para despedirse, observé las bolsas de sus ojos, producto de una noche en vela y unas pronunciadas entradas que descubrían arrugas propias de alguien que ya pasaba de los treinta.

—No hemos coincidido nunca, ¿verdad, Asur? —me interrogó escrutándome los ojos.

—Tranquilo, puedes ver mi ficha en la Oficina de Seguridad, te garantizo que llevo trabajando aquí unos meses. Llegué destinado del sur. Oye —cambié de tema de forma abrupta—, la segunda mujer que llegó anoche, no parece yonqui ni albanesa, de hecho, lleva una cruz en el pecho…

—Veo que también te has fijado en ella, ¿eh, picarón? —me interrumpió burlándose de mí y sin terminar de marcharse—. Y no solo en la cruz, ¿verdad? bueno, pues tu queridísima novia se llama Domnita Iliescu y es de ascendencia rumana o moldava, no lo sé, y si quieres más información llama a Ingresos y recuerda —me empezó a hablar de espaldas mientras se alejaba a pasos endiablados—, que tiene que venir una funcionaria a realizar su cacheo y requisar sus chabolos. La cámara 44c es la de tu queridísima novia, por si quieres ver cómo la compañera la manda despelotar.

 

 

Las siguientes horas fueron muy monótonas, llegó el desayuno y la apertura de celdas, para lo que afortunadamente aún funcionaba el ordenador y permitía abrirlas con solo hacer clic en el ratón. Si fallaba me hubiese tocado avisar a Abdul para que viniera y sortear a cara o cruz quién se quedaba en la cabina inspeccionando el proceso y a quién le tocaba ir con las llaves abriendo todas las celdas una a una. Él seguía sin aparecer, por lo que supuse que estaría desayunando fuera, así que telefoneé a la Oficina de Régimen para informarme sobre los ingresos de anoche. Un compañero me aseguró que me haría llegar al módulo una copia del Auto de Prisión de la policía, así como de las diligencias practicadas. Mientras, observaba por las diferentes cámaras el lento proceder de los internos, cómo desayunaban y salían a sus respectivos patios. Parecían grotescas figuras que sin destino fijo, vagaban dando vueltas por el patio. Todos salvo los tres nuevos, a la espera de su cacheo y de lo que dispusieran los juristas.

 

A los pocos minutos, una llamada hizo iluminar una cámara y a través de la pantalla pude ver a Abdul portando una carpeta debajo del brazo y con una bolsa en el otro. Le fui abriendo todos los rastrillos hasta que llegó a la cabina, que perezosamente abrí para que entrase. Como pudimos nos acomodamos en aquel habitáculo tan diminuto y lleno de cámaras, ordenadores y cables, no construido para que seres humanos pasaran allí largas temporadas. Debido a la obligación de compartir aquel agobiante espacio a lo largo del día y que apenas saldríamos más que para cuestiones puntuales, era imprescindible aprender a convivir, como los internos en sus celdas o chabolos, como les llamaban ellos. Por eso, generalmente y con los años, la experiencia nos había enseñado a buscar entre compañeros puntos en común para soportarnos tantas horas, y que se nos hiciese la convivencia soportable. La primera jornada de trabajo suponía las veinticuatro horas del día, pasadas estas, teníamos el día siguiente libre. El posterior, pasábamos una meteórica jornada laboral de cuarenta y ocho horas, tras lo cual, descansábamos un día para volver a trabajar esta vez solo en horario de noche. Después, cuatro días libres para desconectar física y psicológicamente. Supongo que os imaginaréis que casi nunca era así, pues todos doblábamos días y días de trabajo para redondear el sueldo, para que nuestra vida valiese la pena vivirla bajo tierra, para dar sentido a lo que hacíamos y que a fin de mes tuviera su pequeña recompensa económica.

La crisis había cambiado nuestras costumbres y el ocio había pasado a un discreto segundo puesto en el escalafón de prioridades vitales.

 

 

—Pues soy de ascendencia argelina, treinta y dos años, hetero y divorciado. Llevo en esto casi cinco años y sí, empecé quemado —hizo una breve pausa y sin dejarme intervenir, prosiguió—. Después de estos años, aún sigo quemado. Y no tengo ninguna intención de sentir el trabajo como algo vocacional en el que tengamos que implicarnos, como quiere nuestro sagrado Ministerio para la Seguridad, ni me creo que la crisis se esté acabando, ni creo en Dios ni en el amor.

—Ahora me toca a mí: yo soy de ascendencia portuguesa, de hecho esa es mi primera lengua, también tengo casi tu edad, treinta tacos, soy soltero, hetero y me gusta fumar, si es que no te importa… —dudé mientras sacaba unos cigarrillos y le ofrecía uno, que por la expresión de su rostro, sentí que rechazaba con cierto aire de desprecio—. Vale, ya me has dado una razón para no fumar. —Nos habíamos ido acostumbrado a la mortecina luz de la cabina poco a poco, por lo que ya no eran solo sus palabras, sino también los gestos y muecas de su rostro los que podía detectar.

—Te he traído un regalito —comenzó haciéndose el interesante mientras acariciaba una carpeta—, para que hagas de criminólogo y realices un seguimiento concienzudo de tu queridísima rumana. Por cierto, que ni tiene antecedentes penales ni penitenciarios, ni multas ni nada que se le parezca. Por no aparecer, no aparece en ningún fichero policial o administrativo. Da la impresión de que la tía salió de la nada —me decía mientras mi interés aumentaba por momentos y trataba sin éxito de arrebatarle la carpeta—. ¡Tranquilo, que ambos somos profesionales y con el estómago vacío no se puede reflexionar! Por eso he traído unos emparedados… adivina, portugués, fala-me um bocadinho na tua lingua!1

—¡Increíble!, es la primera vez que un argelino me habla en portugués. ¿Dónde lo has aprendido? —Le pregunté con total extrañeza.

—Eu gosto2*, sí, lo aprendí de una brasileira que conocí, pero claro, con mejor aspecto que tú —bromeaba mientras gesticulaba con las manos imitando una masturbación y se reía de mí—. Las brasileñas tienen un acento muy meloso, cómo decís, unsotaque mais doce!3.

—Bueno, pues ahí va, si te hace ilusión: Eu acho que você trouxe alguns sandes da cantina depressunto e queijo, mas… onde é que estão os cafés com leite? Eu gosto com leite frío, e o señor?4 —hablé con mi portugués de infancia, viendo cómo le resultaba gracioso un idioma tan sonoro.

—¡Jo, suena de mil amores! Te has ganado el informe policial de tu chica.

 

Disimulando mi creciente interés, agarré la carpeta sin aparente atención, dejándola sobre la mesa y abriendo un emparedado caliente para comer algo mientras Abdul llamaba a un ordenanza —internos de tercer grado con condenas leves o a punto de salir en libertad— por la megafonía para pedir los cafés. Abrí la carpeta y apareció la ficha policial de los tres, con sus fotos de perfil y de frente y sus respectivas fórmulas dactiloscópicas. La siguiente página, era un extracto de las primeras diligencias practicadas por la policía y los vigilantes de seguridad en el lugar de los hechos, seguido de un primer informe con sus conjeturas y primeras pesquisas, y la decisión del Juez de Vigilancia Penitenciaria de su internamiento de prisión en régimen preventivo a la espera de juicio, bajo la acusación de robo con fuerza en las cosas y de homicidio.

Me dediqué a leer solo el apartado referente a Domnita:

 

«Alertados por los vecinos, nos presentamos en la vivienda donde detuvimos a los tres supuestos delincuentes. Mientras Ibrahim Elbasan M. con N.I.S… y su pareja sentimental Nur Prizem L. con N.I.S… se hallaban sobre el cadáver empuñando el supuesto arma blanca homicida en el mismo lugar de los hechos, la tercera supuesta delincuente a la queremos hacer referencia, Domnita Iliescu Vernaut, se encontraba en una de las habitaciones tumbada sobre el suelo, despierta y en estado de choque. Carece de N.I.S. por lo que no tiene antecedentes en ningún estado de la U.E.

Debido a su alterado estado, tuvo que ser atendida por los Servicios Médicos, mientras le tomábamos sus huellas dactilares y muestras de saliva para verificar su ADN y saber de quién se trataba. Por su perfil, no responde a ningún miembro de banda organizada, ni parece tener conexión con los otros dos, y si ha sido puesta a disposición judicial, se debe fundamentalmente a que se hallaba en propiedad ajena y a que fue incapaz de justificar ni su presencia en aquella propiedad, ni cómo llegó hasta allí. Otro dato relevante es que los otros dos insisten en que no la conocen.

Se ha barajado la hipótesis de posible encubrimiento para mantenerla fuera del caso…»

 

A continuación, una cuartilla escrita a mano y firmada por los Servicios Médicos explicaba de manera escueta:

 

«Mujer joven, raza blanca latina, de unos veinticinco años de edad, ha sido atendida con pronóstico reservado, presentando convulsiones y sufriendo arritmias y taquicardias múltiples en una primera exploración. Posteriormente, en el Hospital Estatal H.H. se ha detectado un nivel anormal de radiación alfa en su cuerpo: radioactividad inducida y probablemente manifestada por radioisótopos de transformaciones artificiales. Origen desconocido. Su peligro para la salud, dependerá del tiempo de exposición y de la intensidad de la radiación, así como de la capacidad de absorción de su propio organismo. Se solicita a la entidad penitenciaria responsable de su custodia y manutención, un seguimiento pormenorizado y exhaustivo de la paciente».

 

—Abdul, no sé si has leído esto, pero es de lo más extraño… ¿de dónde salió la radioactividad? —exclamaba mientras él no paraba de devorar el emparedado aún caliente de jamón y queso y bebía unos sorbos de café, que el ordenanza había traído sin que me percatase de su llegada.

—Come el tuyo que se va a enfriar. A propósito, la siguiente página viene la orden de ingreso, lo cual también es desconcertante, pues ella solicitó su ingreso voluntario, mostró incoherencias y contradicciones sobre los delitos de los que se le acusa, por lo que el Juez dice que en breve «podría decretarse su orden de libertad» si se demuestra que no tiene nada que ver ni con la pareja, ni con el robo o el homicidio. Solo se le podría acusar de estar en propiedad ajena de forma injustificada. Y claro, por eso no se la puede meter en la trena. Además hay otro detalle, porque en Ingresos fue atendida por el psicólogo novato, ese interino que lleva tan pocos meses, y que ya sabes que como aún no ha sacado su plaza hace horas extras permanentemente…

—Sí, sí, pesado, sé quién es, continúa —le apremié porque su forma cansina de hablar con la boca llena, me estaba generando ansiedad.

—Pues eso, que el psicólogo dice que ella no sabía qué hacía allí, y que no responde a ningún perfil criminológico. Por si fuera poco, los otros dos confirman que se pegaron un susto de muerte al encontrársela en esa casa, y que no la conocían de nada.

 

Nos interrumpió el sonoro timbre que daba acceso al módulo, y pudimos ver a través de la cámara a una funcionaria que venía decidida para realizar los cacheos y requisar las celdas. Sin pensarlo dos veces, la abrimos los respectivos rastrillos y salí de la cabina para acompañarla hasta las celdas de la cuarta galería. Sin embargo no parecía posible que pudiese conocerla aquel día, pues la compañera me insistió en que no era necesario que la acompañase, y que solo echáramos un vistazo por la cámara, ante lo cual no perseveré en el intento.

—No tenemos suerte ¿eh?, te aseguro que anoche cuando la conocí, así con esa cara de desconcierto y medio llorando, estaba de lo más erótica—. Susurró Abdul a mis oídos como si temiese que alguien le oyera.

—Creo que necesitas una mujer en tu vida con la mayor urgencia, porque me da la impresión de que en vuestro divorcio, tú has sido la parte más perjudicada —le respondí para evitar que se siguiese burlando de mí siempre que me interesase por esa mujer. Pero ya no me escuchaba, atento como estaba a las cámaras y al cacheo de la compañera.

A través de la diminuta cámara, se iban intercalando imágenes de los cuatro patios y de las celdas donde la compañera realizaba el cacheo, así que teníamos que esperar unos cuarenta segundos a que llegara a nuestro objetivo, y como empezó con la yonqui, tuvimos que esperar más tiempo a que llegase el turno de Domnita. En ese momento, ninguno de los dos disimulamos nuestro interés en prestar toda la atención, aunque he de reconocer que apenas se veía y como era un cacheo rutinario —en Ingresos ya habían pasado por los detectores de metal y las incómodas radiografías—, consistía solo en la palpación de la persona. Para nuestra frustración, no iba a haber desnudo integral. En breves instantes y tras intercambiar algunas palabras, veíamos salir de nuevo a la funcionaria de la galería a gran velocidad.

Cuando llegó hasta nuestra cabina, la abrimos para que subiese la escalera de caracol y firmase la conformidad con el parte de cacheos y requisas sin novedades, y entonces hubo algo que me dejó estupefacto.

—La rumana no tiene pinta taleguera, parece como aturdida. Por cierto, me preguntó si conocía a un funcionario llamado Asur, no sé si os suena ese nombre o se lo inventa para que la tratemos mejor. Ya sabéis cómo son estos internos…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 - N. del A. : «Háblame un poco en tu idioma».

2 - N. del A.: «Me gusta».

3 - N. del A.: «Acento más dulce».

4 - N. del A.: «Me parece que has traído unos emparedados de la cafetería de jamón y queso, pero… ¿dónde están los cafés con leche? A mí de gusta con leche fría, ¿y a ti?».

 

 

 

 

2

 

IVÁN