Mi tentación - Angy Skay - E-Book

Mi tentación E-Book

Angy Skay

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Beschreibung

Nosotros Los dos llevábamos haciéndonos daño demasiados años, y debíamos tomar una decisión en firme. O seguíamos adelante sin importar a quién nos llevásemos por delante, o nos olvidábamos el uno del otro, con las consecuencias sentimentales que aquello conllevase, pero teniendo claro que esa separación sería definitiva. Que el dinero lo compra todo, no es un misterio. Que la venganza se sirve en un plato bien frío, es muy fácil decirlo, pero difícil de llevar a cabo con personajes como Edgar Warren. El tiempo ha pasado, los dos han crecido emocionalmente y ha llegado la hora de tomar una decisión. Sin embargo, el futuro de Enma Wilson se verá truncado cuando el mayor de sus obstáculos aparezca delante de sus narices, complicándole la vida y persistiendo en lo que todos desean: una herencia multimillonaria. ¿Cuánto puede pagar una persona por sobrevivir?, ¿cuánto puede luchar alguien por ser feliz? Prometieron que no habría más secretos, pero ninguno será capaz de cumplir su promesa, y eso provocará una nueva fractura de la que no puedo contaros si sobrevivirán. Mi tentación, la última parte de la trilogía de Enma y Edgar, llega para poner el broche de oro a esta intensa, atractiva y desbordante historia llena de romance, erotismo y acción. ¿Te atreves a descubrir su final?

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Mi tentación

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Angy Skay 2021

© Editorial LxL 2021

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: febrero 2021

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-18748-35-6

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi

tentación

 

parte iii

 

 

Angy Skay

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Busca tu puto equilibrio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ojalá todos sintieran, aunque fuese una vez en la vida,

ese amor que te quita el aliento,

que no te deja respirar.

Brindo por ello y por la profundidad que eso significa.

 

 

 

 

 

 

 

 

índice

1

Enma

2

3

4

5

6

Edgar

7

8

Enma

9

10

Edgar

11

Enma

12

13

14

15

16

Edgar

17

Enma

18

19

20

Edgar

21

22

23

24

25

Enma

26

27

Edgar

28

Enma

29

Epílogo

Edgar

Fin

Agradecimientos

Biografía de la autora

 

1

 

Enma

 

 

 

—Lion, Jimmy, ¡no os alejéis de aquí! —les grité al ver cómo corrían de un lado a otro mientras caminaba y sujetaba la mano de Dakota con la mía.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —me preguntó mi padre con tono serio.

Desvié la vista hacia él de manera momentánea.

—Sí, papá.

Detuve mi paso un instante y lo miré al escucharlo de nuevo:

—¿Segura? —cuestionó, arrugando un poco su frente.

—Sí, papá —repetí, y sonreí feliz.

Descendí mi mirada hasta Dakota, que no dejaba de tirarme de la mano para que nos acercásemos a los revoltosos que corrían por el campo. Me disculpé con mi padre y lo abandoné para encaminarme hacia el otro extremo. La pequeña había comenzado a dar sus primeros pasos y todavía no se sostenía lo suficiente para caminar durante mucho tiempo, y menos sola. Aquel día hacía un calor asfixiante. Tiré del cuello de mi camisa y noté que se me pegaba a la piel.

Corrí dentro de mis posibilidades hasta llegar a la espesura del bosque y relajé el ritmo de mis pasos al encontrarme con mi madre, al lado de los niños. Alcé el rostro unos minutos después, cuando escuché el balido de dos corderos que acompañaban a mi padre tras una reciente adquisición. Los niños sujetaron a los animales con brío y los pasearon con una felicidad desbordante.

—¡Mira lo que nos ha hecho el abuelo! —vociferó Lion con una efusividad desmedida, señalando un trozo de cuerda improvisada atada al cuello del animal.

Todo había cambiado.

Mi vida había cambiado.

Mi recuperación personal había sido más complicada de lo que en un principio pensé. Sin embargo, tener allí de manera constante a esa familia a la que tanto adoraba me había ayudado a superar muchas dificultades. Era consciente de que Edgar sabía ese detalle. Los niños mantenían el nombre de su padre en el anonimato, como si estuviesen sentenciados a muerte si lo pronunciaban delante de mí.

Había pasado un año y medio desde que me marché de Mánchester y dejé la mitad de mi corazón allí. Porque siempre sería de él, y me había dado cuenta con el paso de los días. Apenas hablábamos; podría decirse que nuestra relación era inexistente. Siempre se decantaba por hacerlo con mi madre, con la que parecía tener una relación muy afín. Nosotros únicamente intercambiábamos un par de wasaps cuando se refería a algún tema de los niños.

Era lógico. Yo misma me lo había buscado, y no podía pedirle más cuando estaba haciéndolo por mi bienestar; para que me olvidara de él, para que pudiera pasar página e intentar recomponer los trozos partidos de mi alma. No había sido sencillo, y ni siquiera era consciente de si había podido pasar página en algún momento. Por mis sentimientos arraigados, supuse que no.

Me dolía no tener una relación fluida con Edgar. Eso no entraba en mis planes cuando me marché. Sin embargo, quizá había llegado un punto en su vida en el que él también necesitaba recuperarse de mi marcha, como era lógico.

Había estado viajando de Mánchester a Galicia con asiduidad. Susan era plena conocedora de aquello, pues la agencia estaba organizando esos viajes de un día para otro. Al final la había abierto en el centro de Mánchester, junto a las oficinas de Luke, quien, por cierto, había sido mi gran sustento en los peores días. No avisaba a nadie, y me marchaba y volvía en el mismo día. Rara vez era la que me quedaba más de uno, aunque sí era cierto que en alguna ocasión me vi plantada frente al edificio de Waris Luk, con la intención de pisar aquel suelo ostentoso para aparecer como si nada en el despacho de Edgar. No obstante, y pese a mis impulsos y ganas, justo cuando estaba en la puerta, me daba cuenta de que eso era egoísta, de que él me había concedido el espacio que yo siempre le pedí, y solo tenía que verlo con aquel año y medio que había transcurrido, y ni siquiera había hecho aparición aquella prepotencia que lo caracterizaba.

Nunca lo vi cara a cara, pues solo venía a por Dakota. Incluso cuando estaban los tres niños, se los llevaba y no miraba atrás. Ya no era como las primeras veces en las que preguntaba por mí. Ya no había dolor en esos ojos tan bonitos que siempre amé cuando mi madre me excusaba y yo lloraba por su presencia detrás de una puerta, viendo cómo se alejaba con ellos. En algunas ocasiones nos mandábamos un wasap o un audio cuando Dakota o los niños decían alguna cosa sobre cualquiera de nosotros, pero siempre intentábamos no aparecer en aquellas imágenes ni vídeos. Era muy triste pensar que algo tan fuerte como lo que nos había unido había terminado de aquella manera, y más fuerte fue darme cuenta de que el amor que sentía por él jamás desaparecería, por mucho que intentara ocultarlo. De ahí a tomar mi decisión final en las últimas semanas, la misma que había llevado a mi padre de cabeza.

Recordé las insistencias de Klaus desde el primer momento en que llegué a Galicia. Él me aseguró en muchas ocasiones que, por más tiempo que quisiese darle, aunque entendiese mi postura, sería insuficiente, porque nunca me recompondría. Pese a todos los desánimos que albergaba, me había dado cuenta de que, por una vez en la vida, aquel camino que tomé me sirvió para valerme por mí misma. Para pensar siempre en mí y para ser más fuerte.

—¡Abuelo! ¿Vamos a darle de comer a los conejos? —le preguntó Jimmy.

Ese era otro cantar. Los niños habían decidido llamarles abuelos a mis padres, y supe por Juliette que, cuando se lo contó a Edgar, no se tomó nada bien que mi padre entrase en esa ecuación. Continuaban llevándose a matar. A matar de verdad.

A los pequeños les encantaba ir a Galicia, y viajaban muchas veces a lo largo del mes. Mi padre poseía una granja pequeñita pero muy suculenta, llena de animales, y los niños se lo pasaban pipa echándoles de comer y dándoles todos los mimos que podían y más. Yo los veía sonreír de aquella manera, y se me partía un poquito más el corazón al saber que nuestra pequeña gran familia nunca estaría unida si alguno de los dos no lo remediaba.

Los días en los que Dakota pronunció sus primeras palabras, quise morirme. Dijo «papá», pero su padre no estaba allí para poder escucharlo. Me enfadé mucho al ser consciente de que eso mismo lo había provocado yo, de que yo lo había privado de aquel momento tan bonito. Sin embargo, y pese a las insistencias de Luke por que dejara de martirizarme, estaba claro que nuestra vida estaría unida para siempre. Porque los hijos te unían, y porque Dakota, Jimmy y Lion ya no eran solamente de él, sino míos también.

El día en el que mis pequeños terremotos decidieron llamarme «mamá», creí que la tierra se abrió bajo mis pies. Argumenté e intenté explicarles, en vano, que no podían decir mamá a la ligera y a cualquiera, que esas cosas tenían que hablarlas con su padre primero. De la misma forma, Lion —el más sabiondo, como siempre— se excusó diciendo que mientras estuviesen en Galicia era su mamá, y que, por mucho que dijese su padre, para ellos era como la madre que nunca tuvieron. Esa noche, las lágrimas volvieron a mí con mucha fuerza y me desvelaron. No sabía cuál habría sido la reacción de Edgar al enterarse de aquel detalle, pero lo imaginé sonriendo sin llegar a mostrar sus dientes, y entonces recordé con tristeza muchos momentos vividos. Vino a mi mente cómo me asusté cuando me dijeron en el lago esa palabra que tanto significaba. Podría sonar muy egoísta, pero las ganas de verlo se intensificaban cada día más y estaba al borde de presentarme en su casa.

Mis amigos no habían parado de viajar para verme; no como me hubiese gustado, pero no se habían olvidado de mí. Klaus lo hacía continuamente cuando el trabajo se lo permitía, pues lo habían ascendido y ahora se le multiplicaban las horas del día. No habíamos tenido ni un arrebato pasional, aunque en ocasiones no nos habían faltado las ganas. Sin embargo, era consciente de que él se sentiría mal si eso ocurriese después de haber recuperado la amistad de Edgar. A los pocos minutos, meditaba y llegaba a la conclusión de que, si yo no tenía intenciones de volver a Mánchester con él, ¿qué había de malo en tener algún escaqueo de vez en cuando? Luego me decía con aquella sonrisa pilluela de siempre: «Mejor que desfogues conmigo que con un desconocido», y yo terminaba esquivándolo para no caer en la tentación. Sonreí al acordarme de aquello y de la estrecha relación que ya nos unía.

Garlys iba viento en popa, y lo que comenzó como una pequeña agencia, terminó siendo una gran cadena de agencias de viaje por todo el mundo. Volví a decirme lo mismo: «Lo que hacía el dinero, no podía compararse con nada». Todo lo pequeño terminaba siendo grande. Muy grande. Cuanto más dinero amansabas, más gigantesca era la fortuna.

Juliette había avanzado muchísimo con Alan. Me alegraba enormemente por ella, y en alguna ocasión habíamos hablado sobre lo incómodo que era para Edgar. No quería entrar en detalles con tal de no hacerme daño, aunque sí le pregunté si le había dado la oportunidad de explicarse sobre algo que no tenía explicación, como el abandono de un padre. Sus palabras fueron: «Un día se sentó delante de él, escuchó lo que tenía que decirle y se marchó». Eso quería decir que todavía no lo había perdonado y que de momento no se veía capaz de darle ninguna oportunidad. Seguramente, si yo hubiese estado allí, habría intentado que esa relación fluctuase de alguna manera. No todo el mundo encontraba a su padre después de casi treinta y siete años y tenía la posibilidad de retomar una relación que nunca imaginó.

Me senté en la hierba y miré a los niños corretear alrededor de mi padre. Se le veía feliz y había aparcado aquel tono gruñón que siempre lo caracterizaba, aunque cuando el padre de las criaturas ponía un pie en su casa…, el buen rollo se terminaba en un suspiro. Había mantenido largas y tendidas conversaciones con mi madre cuando los sentimientos dejaron de ahogarme. Ella había sido otro de mis grandes sustentos, junto con George.

Con quien también hablaba casi todos los días era con Luke. Se había encargado de mis finanzas, que cada día daban más y más dinero. Todo lo que quería gastar para no tener que seguir siendo esa megamultimillonaria estaba sirviendo de poco. Había vuelto a invertir en Waris Luk, y supe que Edgar puso el grito en el cielo cuando se enteró. Aun así y pese a sus insistencias para que retirase mi dinero, me negué.

También transferí una pequeña aportación a Evanks, la cadena de Luke. De poco servía aquella separación de ambos amigos, pues continuaban trabajando juntos, incluso más que antes.

—¿Queréis comer ya? —la voz de mi madre me apartó de mis pensamientos.

—¡Sí, sí! —gritaron los niños, y dejaron a los conejos para correr hacia nuestro mantel improvisado.

Otra cosa no, pero la comida de la abuela era sagrada, tanto que en varias ocasiones los había escuchado decir: «Papá nos ha dicho que, si no volvemos con un táper de pulpo a la gallega de la abuela, no nos deja entrar en casa». Cada vez que lo escuchaba, reía por la suavidad de las palabras de su padre —véase la ironía—. Eso seguía dándome a entender que a Edgar le gustaba mucho mi madre; o, más bien, su comida.

Se sentaron a mi lado para acurrucarse, sobre todo Jimmy, que era el más cariñoso y el que más mimos me pedía constantemente. Besé su cabeza con cariño y lo estrujé en mis brazos. Tenían nueve años, y poco a poco iban haciéndose mayores.

—Las próximas vacaciones tendréis que pasarlas con la abuela Juliette y el abuelo Alan, o van a enfadarse —argumentó mi padre.

Los niños sonrieron, y Lion, tan eficaz como de costumbre, soltó:

—Bueno, podemos decirles a los abuelos que se vengan y quedarnos con vosotros aquí, como hacemos muchas veces, todos juntos. Así mamá podrá irse de vacaciones con papá.

—¡Sí! —lo apoyó Jimmy—. ¡Así viviremos todos juntos de nuevo!

Lo dijo con una enorme sonrisa y yo sentí un pellizco en el corazón. Apreté los labios, ocultando las enormes ganas de llorar que tenía, y de reojo atisbé la mirada triste de mi madre. Mi padre no aportó nada, pero supo cómo salir de aquella situación con rapidez:

—¡Venga!, a ver qué ha preparado la abuela hoy. Veamos si nos sorprende por una vez, que últimamente está sin iniciativas.

Mi madre le dio un pequeño golpecito en el hombro y rio.

—La abuela, por lo menos, sabe hacer comida, ¿a que sí? —les preguntó ella, mirándolos.

Dakota se revolvió en mis brazos y comenzó a gatear, la muy gandula, en dirección a la enorme cesta de mimbre de su abuelo. Mi teléfono sonó, pero pensé que podríamos dejarlo para más tarde y disfrutar de la comilona. Últimamente, entre correos electrónicos, llamadas y mensajes, estaba saturada.

—¡Tío Luke! —vociferó Jimmy, y señaló con un dedo en dirección al susodicho.

Habíamos quedado en vernos para arreglar algunos temas sobre las inversiones. Lo miré con mala cara, diciéndole sin palabras que era mediodía y que llevaba esperándolo desde las ocho de la mañana.

Los niños se abalanzaron sobre él, quien movió su cuerpo lo justo para dar dos pasos atrás por el impulso.

—Lo siento, pero el avión se ha retrasado.

—No me vengas con excusas —le dije.

—No son excusas. —Arrugó el entrecejo como lo hacía su amigo.

Mi teléfono volvió a sonar, con más insistencia.

—Bueno, pues ya que vienes, hacéis lo que tengáis que hacer después de comer —añadió mi madre con media sonrisa.

—Tu hija es una renegona —comentó Luke, con su sonrisa pilluela habitual.

—Y tú eres un impuntual —aseveré con tono duro.

El aludido llegó hasta nosotros, me dio un beso en la mejilla y se sentó, dejando sus pertenencias a un lado. Cogió un trozo de tortilla y se lo llevó a la boca sin decir ni mu. Los niños rieron y Lion hizo su típico comentario:

—Viene el último y come el primero. ¡No es justo!

—Lion, hay para todos —lo regañó mi madre.

El pequeñajo sabelotodo puso mala cara y se cruzó de brazos de manera inconformista. Reí con ganas al ver ese gesto y mi teléfono volvió a sonar.

—¿No deberías cogerlo? —me preguntó Luke con la boca llena, señalando mi bolso de mano.

Suspiré con mucha fuerza cuando abrí la pequeña cremallera para sacar el aparato. Al ver aquel nombre en la pantalla, mi corazón dio un vuelco que hacía mucho tiempo que no sentía.

Edgar.

Ponía Edgar.

¿Me habría leído el pensamiento?

Alcé la barbilla para mirar a mi amigo y este elevó una ceja sin saber por qué mi cara se descomponía por segundos. No le había comentado a nadie nada sobre mi vuelta, excepto a mis padres. Era imposible que lo supiese. Dejé de hacer suposiciones tontas cuando escuché a mi padre:

—¿Qué te ocurre, hija? Parece que has visto un fantasma.

—Eso digo yo —señaló Luke.

Miré la pantalla de nuevo, incapaz de pronunciar una palabra, y se la enseñé a mi amigo. Supe por su gesto que ya era consciente de que esa llamada llegaría en algún momento. Lo contemplé con extrañeza y seguí escuchando de fondo las constantes preguntas de mi padre. Estaba incorporándose para quitarme el aparato de las manos, pero alcé la palma en su dirección para detenerlo cuando ya levantaba su cuerpo del suelo. Se detuvo, mirándome con asombro.

Era la cuarta vez que me llamaba, porque había vuelto a sonar. Solo había dos opciones: o había pasado algo grave, o me necesitaba por algún motivo.

—¿Vas a cogerlo? —me preguntó Luke con desespero.

Tragué saliva y miré la pantalla de nuevo. No podía describir lo que significaba hablar con él después de tantísimo tiempo, después de haber anulado nuestra relación por completo.

Pulsé el botón verde hacia arriba y cerré los ojos antes de colocarme el aparato en la oreja. Me sentí observada por todos los presentes, incluidos los niños, que me contemplaban con cierto interés. Mientras descolgaba, me levanté de la hierba con la intención de apartarme los suficientes metros para que nadie pudiese notar el nerviosismo que recorría mis venas, pues me sudaban hasta las manos.

—¿Sí? —pregunté sin ser capaz de decir otra palabra, incluso sabiendo que era él.

Hubo un silencio perturbador, en el que me lo imaginé cerrando los ojos. Sin querer, a mi memoria vino aquel último día cuando se arrodilló delante de mí y me suplicó que no me marchase, cuando le pedí que se levantase con la fuerza que siempre lo había caracterizado. Sentí un nudo tan grande que apenas conseguía respirar. Pero, también, la ilusión por tener una llamada suya me embaucó.

Cuando habló, el corazón se me detuvo:

—Vamos a lanzar el nuevo transatlántico esta semana. Como tu aportación ha ido directa a este proyecto, lo ideal sería que estuvieses para la gala de presentación y el previo viaje. O eso dice Luke —añadió con desgana, para mi disgusto.

Apenas pude musitar una pequeña broma; siempre muy habitual con él y sus formas:

—Se dice buenas tardes.

Silencio.

Un silencio inmenso y desgarrador que me provocó replantearme los futuros planes.

—Necesito que me confirmes si vendrás o no. La gala es pasado mañana.

Su tono era duro, como de costumbre, firme y sin una pizca de delicadeza, por lo menos la delicadeza que había conocido un año y medio atrás. Me apenaba saber que seguramente habría retrocedido como los cangrejos.

Me llené los pulmones de aire antes de darle una contestación. Tras permitir que otro silencio más extenso se apoderara de aquella incómoda conversación, le dije:

—Cuando terminemos de comer, buscaré algún alojamiento y cogeré un vuelo mañana a primera hora.

—No es necesario que cojas ningún vuelo —dijo con tono hosco, sin apenas dejarme terminar—. Te mandaré el número de pista desde el que sale el avión de la cadena para recogerte a ti y a los niños. Te quedarás en mi casa con ellos.

Tenía ganas de preguntarle cómo estaba, qué era de su vida y mucho más, de hablar con él más de dos minutos y de conseguir que su tono gruñón cambiase. Tenía ganas de abrazarlo, de oler su perfume y de ver y besar aquellos labios con los que tanto había soñado. Y me daba igual lo egoísta que pudiese sonar, pero estaba dispuesta a intentarlo, a forjar de nuevo la familia a la que tanto amaba y a recuperar al hombre al que tanto necesitaba.

—Pero…

No tuve tiempo de objetar nada más, porque el pitido de la línea al colgar me perforó el oído.

Solté todo el aire contenido y sentí cómo mi mano se deslizaba con lentitud hasta dejarla en mi costado.

Iba a verlo.

Iba a estar con él en el mismo espacio.

Íbamos a hacer un viaje juntos.

Y por Dios que sabía que aquello provocaba que mi corazón brincase y una sonrisa asomase junto con unas lágrimas que aparecieron de la nada en mis ojos. Emoción. Esa era la palabra que definía mi estado en aquel instante.

Miré hacia atrás y vi que Luke me contemplaba con afecto. Después, agachó la mirada e intentó esquivar mis ojos. Pensé que su gesto se debía a que esa conversación ya la había tenido con Edgar antes de acudir a Galicia.

Iba a volver a verlo, y no podía sentir más felicidad. Ya me encargaría de borrarle aquel tono gruñón y de reprenderlo por colgarme sin decirme siquiera adiós.

Lo importante era que esa noche no dormiría pensando en el siguiente amanecer.

 

 

 

2

 

 

 

 

 

 

Decir que iba con los nervios a flor de piel era quedarse corto. No sentía las piernas de lo temblorosas que estaban según daba pasos y más pasos en el aeropuerto, ya entrada la tarde. Mis padres habían insistido en acompañarme para no tener que cargar con los tres niños sola, sin embargo, había declinado su ofrecimiento e iba con una sonrisa implantada en mi boca, aunque miedosa por lo que pudiese ocurrir.

Durante todo el viaje desde Galicia a Mánchester estuve en un constante desasosiego. No había podido pegar ojo, y di gracias a que los niños habían caído rendidos en cuanto entraron en el dormitorio. Me hizo gracia ver a Dakota, tan pequeña, en medio de aquellos dos, que la rodeaban entre sus brazos contra todo pronóstico. Como si fuese a caerse de la cama con esas barreras…

Había transcurrido mucho tiempo, tal vez más del necesario, y las dudas comenzaron a asaltar mi mente como fogonazos intermitentes. Las preguntas se sucedían una detrás de otra en mi cabeza: ¿Y si ya no quería saber nada de mí?, ¿y si prefería que mantuviésemos la distancia?, y si, y si, y si… Así avancé hasta llegar al coche que nos esperaba en el aparcamiento del aeropuerto, con una ilusión desbordante. Esperé con el corazón en un puño encontrarme con él, pero volvió a sorprenderme que, en vez de Edgar, apareciese Alan. Supe que la decepción se había reflejado en mi rostro, pues sus ojos me lo dijeron sin palabras.

Sonreí de manera tímida cuando vi cómo abría los brazos para que los pequeños corriesen a cobijarse bajo ellos. Dakota movió sus diminutas manitas en su dirección y apresuré el paso hasta llegar a su altura.

—Hola, Alan —lo saludé con una pequeña sonrisa.

—Hola, Enma. —Besó mi mejilla y se apartó. Acarició mi hombro y, en un susurro, me dijo—: Lo siento.

Sí, todavía continuaba siendo un libro abierto, parecía ser.

Los niños gritaban, jaleaban y se reían sin parar mientras se montaban en el impresionante coche que tenía su nuevo y descubierto abuelo. Era grande y muy largo, no me fijé en qué marca, pero el espacio que albergaba era impresionante.

—La poli tiene coches muy chulos —comentó Jimmy.

—Pero este no es de la poli —apostilló Alan, guiñándole un ojo.

Monté a Dakota en su sillita y acoplé a los niños en los asientos de al lado. Me coloqué con pesar en el asiento del copiloto y mis labios se sellaron como si no tuviesen ganas de mantener ninguna conversación después de llevar sin verlo casi un mes.

—No hemos podido ir a Galicia antes. Pensábamos hacerlo esta semana —añadió como si me leyese el pensamiento, y eso provocó que me acordase de su hijo.

—No pasa nada —murmuré con voz débil.

Un largo y extenso silencio se hizo entre los dos mientras la música sonaba con tono bajo y los niños charlaban entre ellos. Miré por la ventanilla y contemplé el paisaje que tantas veces había visto en los últimos meses. Cerré los ojos durante unos segundos y suspiré de manera imperceptible, pensando en el momento en el que mis ojos se cruzasen con una de las personas que más amaba en mi vida.

—No ha podido venir —se excusó Alan, imaginé que adivinando en quién pensaba—. Últimamente, está todo el día en la oficina terminando los preparativos para el lanzamiento del transatlántico, por lo que me cuenta su madre.

Asentí sin querer saber más, pues me podía más el dolor de pensar que tal vez no había querido acudir al aeropuerto porque sabía que estaría allí. Era egoísta por mi parte enfadarme, sin embargo, no podía evitarlo. Él me había concedido el espacio que le pedí, y yo sentía agonía si no lo tenía delante de mis narices cuándo y cómo quería. Y la vida no funcionaba así.

Un rato después, vislumbré la verja de la entrada al camino de la casa de Edgar. Mis nervios se avivaron cuando los niños comenzaron a decir que verían a papi. Me giré hacia atrás y comprobé que ese tono infantil era porque hablaban con Dakota. El nudo en mi garganta se hizo más evidente a medida que atravesábamos el camino.

—Tengo que marcharme a trabajar, pero Juliette está aquí. Y Nana también. Puede que esta tarde venga y así hablamos un rato. Contando con que mi hijo no esté muy tocapelotas, claro.

Ese fue un detalle bastante esclarecedor para saber que Edgar no se encontraba en la casa y que la relación con ellos no había mejorado ni un ápice. Otro halo de tristeza prendió mi estómago mientras las dichosas mariposas revoloteaban a sus anchas.

—De acuerdo, Alan. Gracias por venir a recogernos. —Bajé del coche y agaché el rostro para mirarlo, sintiéndome culpable—. Disculpa que no haya estado tan parlanchina, pero estoy un poco inquieta.

Sonrío de aquella manera que derretía polos y entendí el motivo por el que Juliette seguía enamorada de él hasta las trancas, igual que yo de su hijo. Tenían aquella sonrisa tan deslumbrante que maravillaba. Que embelesaba. Cada vez que atendía más a sus gestos, más cuenta me daba de que eran casi idénticos.

—Y yo entiendo tus nervios y los respeto. No te preocupes.

Saqué a los pequeños del vehículo. Mientras agarraba las maletas, pude ver de reojo cómo una de las mujeres más importantes de mi vida besaba los labios de Alan por la ventanilla. Sonreí interiormente y sentí envidia de no poder hacer lo mismo con la persona a la que yo también quería.

Los pequeños desaparecieron en busca de Goofy Bob, y Dakota fue atrapada entre los brazos de su abuela de inmediato.

—¿Cómo estáis? —me preguntó con una ilusión desmedida—. Te veo muy delgada, ¿cuántos kilos has perdido?

La contemplé con incertidumbre tras escuchar su último comentario. Arrugó el entrecejo y me repasó de los pies a la cabeza varias veces. Había perdido casi diez kilos y la delgadez se me notaba en exceso. Era consciente de ello.

—¿Quieres que te diga la verdad o te miento? Hace casi un mes que no me ves, pero llevo perdiendo peso bastante tiempo, aunque no te hayas dado cuenta —añadí en un murmuro, sin llegar a curvar mis labios del todo.

—Prefiero que siempre me digas la verdad. Y no, ahora estás mucho más delgada. —Sonrío, refunfuñó y me abrazó con su brazo libre.

—Estoy histérica —le confesé, y alcé los ojos al cielo para armarme de paciencia.

Juliette me contempló con tristeza y asintió con mucha lentitud. Demasiada.

—Ha pasado mucho tiempo, Enma.

—Lo sé. Y… —la miré con intensidad y el pecho a punto de reventarme— esta vez he venido para quedarme.

Le sonreí con amplitud. Sin embargo, su gesto no pasó desapercibido para mí, y tampoco me gustó. Quise ver alegría en sus ojos, pero se apagaron con la misma rapidez que se iluminaron. Entrecerré los míos al notar aquel cambio cuando ella apartó su mirada.

—Las cosas… han cambiado. —Dudó si seguir o no con su comentario.

Por su mirada, supe que la incomodidad era demasiado grande como para continuar con aquella conversación. Asentí, quitándole hierro al asunto, y la animé a que entrásemos en la casa, maletas en mano.

—No te preocupes, sabré cómo sobrellevarlo. Sea lo que sea que haya cambiado.

Advertí cómo su garganta se movía con lentitud mientras acompañaba el movimiento con un gesto afirmativo de su cabeza. Avancé con pasos decididos hacia el interior de la casa como si supiese en qué sitio me alojaría durante esos días.

—Edgar me ha dicho que puedes quedarte en la habitación de Dakota. Ha preparado una cama justo al lado.

—Pero nosotros queremos que Dakota duerma en nuestra habitación —apuntó Jimmy, poniendo los brazos en jarra.

Sonreí y pensé que la buhardilla que tanto me gustaba tampoco la pisaría esa vez.

—Entonces, vamos al cuarto de Dakota, y después hablaremos con papá para ver si conseguimos colocar la cama de la pequeña en vuestra habitación, si quiere.

Un pellizco se me instaló en el pecho al referirme a él como si fuésemos una familia feliz. Menuda ilusa.

A medida que subía las escaleras, comencé a recordar demasiadas cosas; muchas más de las que debería en aquel estado de nervios. Atisbé de soslayo el salón y cerré los ojos al sentir su presencia sin que estuviese allí. Tras abrir la puerta del dormitorio, un bofetón de su perfume chocó con mi nariz. Inspiré en profundidad y avancé sin dejar de revisar la estancia, que seguía exactamente igual que como la dejé. Tuve miedo de encontrarme algún detalle que me indicase que la vida de Edgar había cambiado, pero no fue así.

Llegué al vestidor y me encontré mi ropa perfectamente colocada y en la misma posición que cuando me marché. Me pregunté si lo habría dejado de esa forma intencionadamente, para no olvidarse de mí. No pude reprimir los instintos y las ganas de acercarme al lateral donde estaban todos sus trajes pulcramente colocados. En cuanto toqué la tela con mis manos, mis dedos sintieron una corriente eléctrica que añoraba. Cerré los ojos y aspiré con delicadeza la fragancia que desprendían.

Tras colocar todas mis pertenencias, darme una ducha y cambiarme de ropa, las ansias me pudieron y bajé los escalones de cuatro en cuatro, con unos tacones de infarto. No sabía cómo era capaz de caminar como si nada con ellos, habiendo estado tantísimo tiempo andando en zapatillas de deporte, porque las únicas ocasiones en las que me ponía unos buenos zapatos era cuando tenía que ir a la agencia o reunirme con otros gerentes.

Me encontré a Juliette en el salón, jugando con los niños. Nana me sonrió con verdadera emoción justo cuando pasaba por mi lado.

—Me alegro de verte —murmuró, y le dio un pequeño apretón a mi hombro con su arrugada mano.

—Yo también me alegro mucho de volver a verte, Nana. —Le sonreí con verdadero cariño y la abracé, para su sorpresa. Busqué los ojos de Juliette y lo solté sin más, pues el ansia terminaría conmigo si no me aligeraba—: Voy a ir a Waris Luk —le dije con una firmeza aplastante.

Dudó, y pude verlo reflejado en sus ojos. Nana también puso una cara extraña, pero la ignoré.

—No te preocupes por los niños. Yo me quedaré con ellos y los acostaré después de cenar.

Su mirada era temerosa. Ya no sabía a qué atenerme, porque estaba claro que todo se refería a su hijo y había algo muy importante que no quería contarme. Pero yo estaba demasiado feliz y con las energías renovadas como para que algo me afectase. Únicamente deseaba verlo y tirarme a sus brazos hasta desfallecer, abrazarlo y cerrar los ojos pegada a su cuerpo, sentirlo, volver a ver aquellos ojos que tanto echaba de menos.

—Nos vemos luego.

Le lancé un beso a los niños desde la distancia y salí de allí marcando en mi teléfono el número de un taxi. En treinta minutos estaría plantada en aquel edificio al que no me había atrevido a entrar en mis anteriores viajes.

 

 

Al llegar, miré hacia arriba y discerní la última planta. ¿Sería capaz de verme desde su gran ventanal? Seguramente, sí. Sonreí, sintiendo que el corazón galopaba en mi pecho con mucho vigor y que mis manos sudaban debido a los nervios. Las restregué contra mi falda de tubo azul marino y me adentré en el vestíbulo de la cadena de cruceros más importante de Europa, recolocándome la blusa blanca de manga corta. Pulsé el botón del ascensor, entré cuando llegó y comencé a subir pisos con una rapidez que cada vez me ponía más histérica. En esa ocasión, un par de trabajadores se sumaron a la carrera de aquel cubículo, deteniéndose en otras plantas. Evocar la última vez en las oficinas también me rasgó el alma al recordar los terribles acontecimientos que habían ocurrido allí.

Las puertas se abrieron y anduve los suficientes pasos como para darme cuenta de que la planta estaba vacía y que David no se encontraba en su puesto de trabajo. Eso me extrañó, pero continué hacia la enorme puerta doble que se encontraba semiabierta. Tragué saliva y cerré los ojos antes de colocar mi temblorosa mano en la manivela. No conté cuántas respiraciones fui capaz de dar a medida que iba abriendo la puerta con lentitud. Estaba muy nerviosa, tanto que pensé que mis temblores eran evidentes para cualquiera, y en el último momento estuve a punto de darme la vuelta y echar a correr escaleras abajo, sin molestarme en esperar al ascensor.

Mis ojos impactaron con otros tan azules como los míos, que me contemplaron estupefactos. No quería demostrarlo, sin embargo, sus gestos lo delataron. Tragué saliva de nuevo y me quedé como una estatua, sin moverme del sitio, sin poder reaccionar ni articular una simple palabra. Solo fui capaz de mirarlo sin parpadear. Se encontraba sentado en su gran sillón negro, con una montonera de papeles alrededor, tan guapo, tan atractivo y tan varonil que cortaba el aliento con solo mirarlo. Dejó de sumergirse en ellos y me observó, completamente absorto, con los labios apretados y un semblante perturbador.

—Hola, Edgar —conseguí musitar de tal manera que apenas me escuché.

No me contestó.

Di un paso y me aventuré a entrar en su territorio. No me quitó los ojos de encima; de hecho, pude ver cómo me repasaba de manera repetida como si estuviese viendo a un fantasma de verdad.

—¿Puedo pasar? —le pregunté, en vista de su mutismo.

Continuó sin responderme, y pensé que había sido una pregunta absurda cuando ya estaba dentro. Sin inmutarse y sin siquiera levantarse, cerré la puerta. Al girarme, me tomé esos segundos necesarios para poder calmar mis nervios; nervios que parecían no querer darme una tregua, porque estaban entrándome ganas hasta de vomitar. Entreabrí los labios y lo enfrenté de nuevo. Me di cuenta de que su gesto no había cambiado, de que no había movido ni un músculo.

No supe cuánto estuvimos midiéndonos las fuerzas, pero de lo que sí fui consciente fue del gran daño que me provocó su pregunta con tono dañino:

—¿Qué haces aquí?

Agachó el rostro y volvió a los papeles como si hubiese visto a un espectro y, con las mismas, hubiese desaparecido. Apreté los puños a ambos lados de mi cuerpo. Avancé con paso firme y el mentón muy alto hasta colocarme delante de su mesa. Templé mi enfado y mis ganas de estrangularlo.

«He venido a verte porque las ganas de tirarme a tus brazos y abrazarte hasta que te asfixiaras han podido conmigo. Te he echado tanto de menos que no puedes ni imaginártelo. Y no puedo esperar a que llegues a casa. Sí, a casa, porque pienso quedarme contigo para siempre», pensé.

—¿Cómo estás? —me interesé, cambiando por completo mi momentáneo monólogo. Me detuve delante de él, con la mesa de cristal como barrera infranqueable.

—Bien —me contestó de inmediato, sin dar pie a más conversación ni elevar su rostro.

Otro silencio nos envolvió. No supe cómo reaccionar al sentirme tan idiota por estar allí, por pensar que tal vez le hiciese la misma ilusión que a mí volver a rencontrarnos. No obstante, por lo que se veía, no era así. Tragué el nudo que comenzaba a asfixiarme y me senté en la silla delante de él, sintiendo una angustia que a cada segundo me ahogaba más. Tenía tantísimas ganas de abrazarlo que las ansias estaban pudiendo conmigo. Entrelacé mis manos y las coloqué sobre la mesa de cristal, y ese gesto provocó que sus ojos ascendiesen una chispa para mirarlas, aunque volvió a bajarlos con la misma velocidad.

Exhalé un fuerte suspiro y musité con voz firme, queriendo decirle lo que de verdad pensaba, el motivo por el cual había ido allí, el monólogo que había desechado instantes antes:

—Tenía ganas de…

Me vi interrumpida por un torbellino que arrasó en el despacho, deteniendo la nula conversación y la incómoda sensación cuando la puerta se abrió como un huracán y alguien, con una voz un tanto irritante, dijo en alto:

—¡Cariñito!, he traído tu café y… —Se detuvo—. Disculpa, no sabía que estabas ocupado.

Mi corazón, ese que galopaba con tanta fuerza, se paralizó de inmediato, y sintió mucho más dolor al escuchar el apelativo cariñoso. Mis ojos se habían elevado para mirar con asombro al hombre que tenía delante y que no me prestaba atención. Por su parte, había detenido todos los movimientos de papeles; de hecho, sus dedos se quedaron con los planos inclinados pero estáticos.

Su contestación fue suficiente para darme cuenta de que lo que estaba haciendo me humillaba más que otra cosa:

—Y no estoy ocupado. Ella ya se marcha.

Apreté los labios, conteniendo las ganas tan inmensas de llorar que me inundaban, y me levanté con lentitud de la silla. Lo miré con rabia e incertidumbre una vez más antes de sujetar mi bolso con fuerza. «Idiota», me dije. Fue tan cobarde que ni siquiera me miró a los ojos. Me giré despacio y vi a aquella mujer, que me sonaba demasiado para no reconocerla: era una reconocida periodista de Mánchester.

—Hola —me saludó con efusividad, extendiendo su mano en mi dirección.

No supe cuándo ocurrió, pero Edgar llegó al lado de la despampanante y menuda morena de ojos castaños y se colocó muy cerca de ella.

—Te he dicho que ya se marchaba. No es necesario que te presentes —añadió él con mal genio.

Ella abrió los ojos con asombro y le preguntó con sorpresa y un poco de reproche:

—¿De verdad no piensas presentármela?

Mis labios se mantuvieron sellados, sin quitarle los ojos de encima al hombre por el que tantas noches había llorado. Maldito cobarde, que no era capaz ni de mirarme de refilón. No dijo nada, así que preferí tomar la iniciativa por mi cuenta. Acepté su mano y se la estreché con fuerza. Desvié los ojos hacia ella con una seriedad que no me caracterizaba.

—Enma Wilson.

—Lo sé, eres la madre de sus hijos. —Me asombré de que supiera ese detalle y de que lo pluralizara de aquella manera, pero no lo demostré—. Encantada, soy Helena Berry, la pareja de Edgar.

Sonreí de manera altanera al apreciar un deje extraño en su voz, como si estuviese marcando territorio. Edgar continuó de la misma forma que cuando había llegado: sin mirarme y sin menear un simple músculo.

—Encantada, Helena. ¿Y cómo sabes tanto de mí? —me interesé, y aprecié que Edgar apretaba los labios.

—¡Oh!, mi cariñito tiene una foto tuya con los niños en su mesa. —La señaló y miré hacia atrás momentáneamente, para descubrir un marco con una foto. En concreto, yo estaba embarazada de Dakota y era el cumpleaños de Lion y Jimmy. Después, mis ojos se desviaron hacia ella, que colocaba las manos con suavidad sobre su pecho—. Vamos, Edgar, quita esa cara, que no voy a ponerme celosa.

Sonrió con una falsedad que me asqueó, y no tuve que preguntarme el motivo de por qué estaba con él.

—Sí me disculpas, tengo que marcharme —le dije, pasando por su lado.

No esperé contestación, aunque sí vi una sonrisa instalada en la boca de ella que me dieron ganas de borrársela a puñetazos. No quise pensar. Lo que sí tenía claro era que debía salir de allí cuanto antes.

Escuché a lo lejos un entusiasmado adiós que ni respondí. Apreté el circulito que llamaba al ascensor con tanta brutalidad que casi me partí el dedo. Me monté cuando se abrió. Al entrar y girarme de cara al despacho, los ojos de Edgar chocaron serios con los míos. Helena se encontraba colgada de su cuello, como tantas veces había estado yo. Se tiró a sus labios y le regaló varios besos.

Besos que no debían ser suyos.

Besos que yo le habría dado si me lo hubiese permitido nada más cruzar aquella puerta.

Besos que creí míos y que ya no lo eran.

Besos que se habían muerto en mi pensamiento y que ya no saldrían de allí.

Deseé que las puertas se cerraran cuanto antes, así que apreté el botón con más intensidad bajo su expectante mirada, aunque me dio exactamente igual que estuviese viendo cómo intentaba hacerle un agujero al estúpido botón de su estúpido ascensor. Lo último que escuché de ella mientras le metía las manos por el interior de la chaqueta me rompió un poco más:

—¿Te apetece soltar esa tensión?

 

3

 

 

 

 

 

 

Lloré.

Dios mío de mi vida, cuánto lloré, sola y sentada en la barra de aquel bar. No sabía cuántos tragos de tequila llevaba en el cuerpo ni la hora que era, pero me daba igual. El lugar estaba abarrotado de moteros vulgares a los que les saqué el dedo corazón en más de una ocasión cuando escuché algún que otro piropo desproporcionado, sin importarme si al final terminarían partiéndome la cara o no.

El camarero acudió cuando alcé el dedo.

—Deja la botella aquí.

—Pero…

No le di tiempo a contestar. Solté un billete que pagaba de sobra la cantidad de lo que costaba la botella y le dije tajante:

—Quédate con el cambio. Tendrás una buena propina.

Me rellené el vaso con urgencia y me lo bebí de una tacada, sintiendo varias miradas sobre mí. Me importó una mierda, y me sentí muy mal al tener aquellos pensamientos tan malignos.

Había rehecho su vida.

Su vida con otra.

Y yo, ilusa e imbécil, pensando en decirle que me quedaría con él para siempre.

Una risa sarcástica resurgió de mi garganta y el camarero me contempló como si hubiese perdido el juicio. Maldito fuera él y maldita fuera yo; porque el tiempo ya no importaba, pero los hechos sí me demostraban lo que en realidad había sido para él. Noté el resquemor del odio subir por mis venas y me cagué en todos sus ancestros y en su madre, que no tenía culpa de nada. También le deseé cosas muy malas a la despampanante de Helena, y pensé que si se moría, tampoco pasaba nada.

Otro tragó me quemó la garganta.

Rellené el vaso y solté la botella con un fuerte golpe que quedó amortiguado por la estridente música de aquel bar de carretera al que solíamos ir de vez en cuando Klaus y yo. Me había mandado un mensaje hacía un rato y le había dicho que estaría allí. Le di vueltas a mi mente como un puñetero mantra, recordando una y otra vez la escenita del despacho y la chirriante voz que lo llamaba «cariñito». Qué ganas tenía de pegarle a alguien. Qué ganas. Sujeté el vaso con tanta fuerza que pensé que se rompería, y lo deseé con vigor. Lo mismo una buena herida suplantaría el dolor que sentía mi pecho y el resquemor que bullía en mi garganta. Qué enfadada estaba con él; con ella, que no la conocía de nada, solo de la televisión, y con el mundo entero.

Pensando en el mundo estaba cuando me di cuenta de que todos los que vivían en Mánchester sabrían de su relación. Me jugaba el cuello. No había llamado a mis amigos, pero pensaba hacerlo y cantarles las cuarenta. El término «pataleta» se quedaba corto con lo que sentía. Di gracias a que no podía echar fuego por la boca, que, de lo contrario, lo hubiese hecho y habría abrasado la cabeza de unos cuantos.

Otro trago y directo. Si no terminaba en el hospital, sería de milagro.

—Tiene que ser grave para que haya una botella de tequila y no una cerveza en nuestra mugrienta barra.

Cerré los ojos despacio y me moví lo justo para ver que Klaus no venía solo.

—¡Tú!

Me levanté como impelida por un resorte y empujé el pecho de Luke con rabia. Me miró sorprendido y Klaus trató de ponerse en medio para separarme de él.

—¡Eh! —Luke alzó las palmas de sus manos en mi dirección, detuvo otro golpe que iba directo a su pecho y me gritó—: ¡¿Qué te pasa, loca?!

—¡Lo sabías! —Lo señalé con el dedo, muy cerca de él—. ¡Lo sabías y no me has dicho nada! ¡Encima, tú has sido el instigador para que viniese! ¡¡Porque seguro que si no llegas a meter el dedo en la llaga, ni me habría llamado!! —le grité con rabia, y todo el bar nos miró.

Klaus se acercó. Con severidad, me sujetó del brazo y me preguntó:

—Enma, ¿qué demonios te ocurre?

Fui consciente de que mi pecho subía y bajaba a una velocidad de vértigo. Observé a Luke, que me contemplaba con arrepentimiento y dolor, pues le había contado todos mis planes justo después de comer el día que Edgar me llamó. Al notar que las lágrimas descendían por mis mejillas, me pasé una mano por el rostro y las arrastré con una rabia desmedida. Le di la espalda a los dos y me senté en la barra para terminar mi vaso y volver a rellenarlo.

La presencia de ambos fue inmediata: uno a cada lado. No dijeron nada. Antes de llevarme el vaso a los labios, le recriminé a Luke el no habérmelo contado:

—¿Por qué no me dijiste que Edgar había rehecho su vida? —Atisbé un gesto extraño por parte de Klaus y solté un suspiro de derrota—. No me lo puedo creer… Tú también lo sabías… —musité dolida.

—Enma… —trató de explicarse el escocés.

—¡Ni Enma ni mierdas! —voceé furiosa.

Solté un sollozo mientras me llevaba las manos a la cara. Me tapé el rostro y mis hombros se sacudieron. Lloré de nuevo, rota por encontrarme en otra situación similar, solo que esa vez dolía mucho más que las anteriores, y no sabía por qué. Tal vez porque lo había echado mucho de menos y porque, durante el tiempo que habíamos estado separados, mi amor se había intensificado tanto que era insoportable.

—No podía contártelo. No me pertenecía a mí —se excusó Luke.

Separé las manos de mi rostro, lo aniquilé con la mirada y apreté los dientes.

—¿Y tampoco has podido decírmelo antes de subirme en el avión, aun sabiendo mis intenciones?

—¿Qué intenciones? —se interesó Klaus.

El silencio se apoderó de nosotros, pero mis ojos no se despegaron de Luke. Él me aguantó la mirada como pudo y carraspeó, mirando al frente.

—No. Yo no…

Lo corté:

—¡¿Tú no qué?! —le chillé—. ¿Vas a inventarte otra excusa tonta para que te crea?

—¡Yo no me invento nada! —me contestó, y dio un bote de su asiento para quedarse de pie, frente a mí.

Nos retamos con los ojos y lo empujé de nuevo, dándole un golpe en el pecho.

—Pensaba que eras mi amigo. Pensaba que me entendías y que estabas ahí. Y te digo que vuelvo para quedarme ¡y no me cuentas que ha rehecho su puta vida! —Fui subiendo de tono según hablaba.

—¡Y no tenía por qué contártelo! —me respondió de la misma manera.

Klaus dio un paso y se colocó a mi lado. Me observó con asombro y tiró de mí para que me alejase de Luke.

—¿Pensabas quedarte y no me has contado nada?

Negué con la cabeza, mirando a Luke e ignorando a Klaus, y me senté en el taburete para vaciar mi vaso de nuevo.

—Parece ser que no soy el único que tiene secretos. Y, para tu información, todos los que están aquí, incluidos tus amigos, sabían que Edgar estaba con Helena. —Se apresuró a coger su chaqueta, me observó con soberbia y soltó con saña—: Así que disculpa si no he sido yo el primero.

Posé mi mirada en él y lo miré con desprecio.

—Que te den, Luke.

Apretó los labios y dejé de mirarlo. Estaba muy enfadada con el mundo. Supe que se había marchado cuando sentí que su presencia desaparecía de mi lado. Tragué saliva, pensando que había sido demasiado dura con él. El rubio que tenía a mi lado tampoco dijo nada. Durante muchos minutos, bebió de su botellín de cerveza sin soltar palabra alguna, y yo me dediqué a vaciar aquella botella, que ya iba por la mitad.

—¿Piensas hablarme? Llevamos media hora callados y el silencio no es mi fuerte. —No le contesté y seguí mirando mi vaso, apreciando en él el reflejo de mis ojos enrojecidos y algunas marcas de pintura negras debajo de ellos—. Ninguno te dijimos nada porque todos sabíamos cómo estabas, Enma. No puedes juzgarnos por intentar que estuvieras bien. Estos últimos meses has estado bien —recalcó con redundancia—. Parecías feliz.

—Y eso ya lo sabes tú —le solté con desprecio.

Escuché un resoplido por su parte.

—Tú tampoco me has contado nada sobre tu vuelta.

Reí como una desquiciada. «Volver… ¿A qué?, ¿a ver cómo se lo pasa en grande con otra? No, gracias». Haría de tripas corazón, pero su nombre acababa de pasar a la lista de las cosas más odiadas de mi mundo, aunque siguiese amándolo. Ya haría lo que fuese para que eso se extinguiera.

—¿Sabes lo que ha supuesto entrar en su oficina y que casi ni me mirase? Debería haber sido más lista. Por su tono cuando me llamó, tendría que haberlo adivinado. —Hablé como una desquiciada mientras me sorbía la nariz.

—No eres bruja.

—No. ¡Soy gilipollas! —bramé.

El movimiento de mi vaso para que llegase a mi boca fue lo siguiente.

—Deberías dejar de beber ya, Enma. —Noté la mano de Klaus en mi muñeca y desvié la mirada hacia su contacto—. Siento mucho que estés así. De verdad que no te imaginas el gran cariño que te tengo, y no me gusta que parezcas uno de esos moteros, porque al final terminarás uniéndote a ellos.

Les lancé un breve vistazo y vi que reían a carcajada limpia, borrachos como cubas y con sus cervezas en alto. Bueno, a fin de cuentas, al final no sería tan malo unirme a ellos si se daba el caso.

Tragué saliva y sentí que el nudo subía de nuevo. Mis ojos se cristalizaron y lo miré con intensidad. Estaba muy cerca.

—No le importo. —Una lágrima cayó a plomo en mi barbilla.

Su dedo pulgar buscó la gota salada y la recogió, con una triste sonrisa que no llegó a permitir que asomaran sus dientes.

—Le importas más de lo que parece. Él también ha estado muy jodido, puedo asegurártelo. Y Helena…

Apreté los dientes y levanté la mano en su dirección en una clara amenaza.

—¡No me hables de esa zorra!

Sonrió y envolvió mi cuerpo con sus brazos. Alcé el rostro, que se encontraba apoyado en su pecho, y lo miré.

—Acabas de hablar como una endemoniada celosa. Y esa rabia me dan ganas de borrártela a besos. ¿Estás segura de que no quieres venirte conmigo?

—Klaus… —lo advertí.

—Tendrías que haberme dejado ser tu consolador humano. Sabes que lo habríamos pasado muy bien —ronroneó con una risilla que imité.

—Está claro que el que no corre, vuela. Y yo no he sabido desplegar siquiera mis alas.

Me apretujé a él con vigor. Poco después, me levanté y me sorbí la nariz por enésima vez. Estaba mirándome con una sonrisa malvada. Lo golpeé en el pecho mientras reía y cogía su chaqueta para marcharnos de allí en su coche.

—Déjame en la verja de abajo. No quiero que te vea —le pedí cuando faltaban pocos metros para llegar a la casa de Edgar.

—No ocurrirá nada. En cierto modo…, le medio prometí que no te pondría una mano encima.

Lo miré con asombro y negué con la cabeza. Con todo lo que había insistido, me asombraba.

—Eres un cruel mentiroso.

—Pero si la cosa no termina como quieres… —movió el rostro de un lado a otro con gracia y detuvo el coche—, tendré que romper esa promesa.

Reí y me acerqué a él para darle un beso en la mejilla. Se movió y mis labios terminaron dándole un casto beso en los labios entre risas y risas.

—Eres tonto —murmuré sin dejar de reírme, y abrí la puerta.

Lo vi sonreír, y pensé que tenía la sonrisa más bonita del mundo. Mi rostro cambió y se dio cuenta.

—¿Estás bien?

—Ojalá hubieses sido tú, Klaus. Ojalá —me sinceré con tristeza.

Meditó su respuesta durante unos segundos. Al final, desmontó, rodeó el coche y llegó a mí. Agarró mi cintura con ganas y me acercó a él para fundirme en un enorme abrazo.

—Puedo ser muy insistente, y no me asusta otro combate.

Solté una pequeña carcajada, sabiendo que se refería a Edgar. Me separé de él, y esa vez le di un beso en la mejilla. Me despedí y empujé la verja, que se encontraba abierta.

El ruido del motor del coche de Klaus se escuchó en la lejanía. Me quité los zapatos, pero al hacer el intento, la pierna me falló y caí de lado en el suelo, perdiendo el equilibrio que evidentemente no tenía con tantas copas de tequila encima. Unas piedrecitas se clavaron en mis brazos y en mis piernas y noté un sabor metálico en la boca.

—Qué bien… —murmuré con desgana. Me había mordido el labio al caer.

Me levanté como pude, cogiendo los zapatos del suelo, y mis neuronas de borracha y yo nos pusimos en marcha por el sendero hasta llegar a la casa. Medité durante todo el camino lo dura que había sido con Luke. Yo no era así; tenía que pedirle perdón. Y para mi suerte o mi desgracia, su coche estaba en la entrada de la casa. ¿Por qué había ido a contárselo? Me enfadé inmediatamente, sacando conclusiones; tal vez equivocadas, aunque lo dudaba.

Miré mi teléfono y me di cuenta de que era más de medianoche. A saber cuántas horas me había tirado en aquel bar de mala muerte. Alcé el mentón todo lo que pude y más cuando atravesé el camino, y vi que Edgar y Luke estaban sentados en el gran escalón del porche. De reojo, advertí que había una piscina enorme en el lateral de la casa, e inmediatamente pensé en mis niños y en ese detalle que me habían contado y que yo casi había olvidado. ¿Tal vez la hubiese estrenado con su adorada Helena? Helenita, iba a llamarla de ahora en adelante. Así le pegaba más al cariñito.

«Rabia, olvídame. Yo no soy así. Yo no soy así», me repetí mentalmente.

Sentí la mirada de los dos hombres que estaban sentados. El primero que se levantó fue Luke. Antes de que se marchara, me acerqué a él sin importarme que Edgar estuviese delante observándome con meticulosidad.

«Como en su despacho», pensé con ironía.

—Bueno, mañana nos vemos…

—Luke. —Le toqué el brazo y me miró sin mostrar emoción alguna. A mí no me daba miedo pedir perdón, así que me lancé a sus brazos y me apretujé a su cuerpo. Pegada a su pecho, alcé el mentón para buscar sus ojos y le dije—: Lo siento.

Me observó durante muchos segundos, pero yo sabía que estaba haciéndose de rogar y que ya me había perdonado.

—La disculpa no es válida hasta que no me invites mañana a desayunar. —Sonreí y asentí—. ¿A las ocho?

—A las ocho.

Me abracé con más fuerza a su cuerpo y le di un beso en la mejilla.

—¿Vienes de revolcarte con un gato? —me preguntó como si nada.

Me separé de él y vi que llevaba la camisa sucia, la falda arrugada y de cualquier manera, y el cabello enmarañado; por lo menos fue lo que pude apreciar cuando me pasé la mano. Fui a contestarle, pero una voz que no esperaba que hablase se metió en la conversación:

—No. Viene de revolcarse con Klaus.

Miré a Luke, que negó con la cabeza y después reprendió a Edgar por su tono duro. Me volví despacio y con calma, controlando los nervios que me suponía escuchar su voz tan cercana y con tanto odio. Apreté los dientes con mucha rabia acumulada y le dije:

—Y eso lo sabes tú, que eres más listo que nadie, ¿no? ¡Anda! Pero si has aprendido a decir más de una palabra, ¡felicidades! Vas a perdonarme, pero si me revuelco o no con Klaus, no es de tu incumbencia —le solté con sarcasmo. Me giré de cara a Luke y cambié el tono—: He tenido un incidente en la entrada. Mañana te lo cuento, que tengo ganas de acostarme y me molesta su presencia.

—Sí… —Luke pareció dudar por mi comportamiento—. Mejor nos vemos maña…

Edgar lo cortó con malhumor:

—Klaus es mi amigo. Como comprenderás, sí me importa.

Suspiré con mucha fuerza y volví a enfrentarlo:

—¿Decides tú con quién se acuestan tus amigos también? —ironicé.

Se levantó, y ese gesto provocó que su camisa se adhiriese mucho a su torso. Me crucé de brazos para protegerme no sé de qué, y saqué todo el valor alcoholizado del que disponía.

—No quiero que te acerques a él —sentenció con tono rudo y mirada severa.

No me amilané y alcé la barbilla con más brío.

—Y yo quiero que te mueras y sigues vivo.

«No estás hablando en serio. Tú no eres así», me decía mi subconsciente, pero yo me sentía muy bien soltando mierda.

—Enma…

La advertencia de Luke no me detuvo; al contrario, me dio más alas:

—Tranquilo, Luke. Márchate. Cobardes más grandes han caído, y a este ya me lo conozco —le dije a mi amigo, sin quitarle los ojos al otro.

—Yo no soy ningún cobarde —bufó.

—No. Tú eres un cabrón prepotente sin escrúpulos —solté sin pensar.

Sonrió de manera perversa y dio un paso para estar más cerca de mí. Me miró con muy mala cara, y en vez de notar ese temblor que provocaba que mis piernas flaqueasen, sentí que era más fuerte que nunca. No me moví.

—Buenas noches. Por favor, no os matéis, que mañana es la gala —murmuró Luke, pero ninguno de los dos le contestó porque continuábamos con nuestro arrebato de miradas asesinas.

Su ego crecía a pasos agigantados, y dudé un segundo cuando acercó su rostro mucho al mío. Sabía por qué lo hacía, pero esa vez estaba muy borracha y muy enfadada como para dejarme convencer o camelar lo justo para flaquear.

—¿Hablas tú o una mujer celosa?

—¡Yo no estoy celosa! —ladré casi sin dejarlo terminar.

—Seguro. —Rio como un tirano y añadió dañino—: No pensarías que estaría esperándote hasta morirme, ¿verdad?

«Pues yo sí lo hice», pensé, y comenzó a darme algo parecido a una flojera por su comentario. La cabeza me aguijoneó y un nudo apareció de la nada en mi garganta.

—No necesito que me esperes para nada. Por mí, puedes irte a tomar por culo.

Pasé por su lado con unas ganas terribles de llorar, pero sobre todo de perderlo de vista. Mal asunto, porque estaba en su casa.

Detuve mi paso al oírlo de nuevo:

—Vaya. Me sorprendes. Se ve que este año y medio te ha hecho evolucionar —sentenció con retintín y mucha ironía.

Me giré y apreté los dientes antes de responderle:

—No necesito evolucionar porque yo no soy ningún tirano, aunque este carácter puede que lo tenga por culpa de uno.

—Entonces, sí estás celosa.

Entrecerré los ojos y me dieron ganas de abofetearlo.

—Me da igual lo que hagas con esa tía. ¡A ver si te enteras y entra en tu cerebro de mosquito la información! —Rio, y más ganas me dieron de pegarle un guantazo. Negué con la cabeza. Con un desprecio patente en mis ojos y en mi voz, siseé—: Te odio.

Avancé para marcharme, no sin antes ver de reojo el cambio en su rostro cuando solté aquellas últimas palabras, y me detuve cuando lo escuché otra vez: