Momentos mágicos - Rebecca Winters - E-Book

Momentos mágicos E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Lacey West soñaba con tener un marido... y qué mejor candidato que Max Jarvis, su vecino del apartamento de al lado... Era el hombre ideal, excepto por un pequeño detalle: Él no necesitaba una esposa. Max no quería casarse. Aparte de eso, creía que Lacey utilizaba a los hombres como si fueran de usar y tirar. La acusó de ser una tentación a la que ningún hombre podía resistirse... Pero, si ese era el caso, ¿por qué Max no se rendía de una vez por todas?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Rebecca Winters

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Momentos mágicos, n.º 1111- enero 2022

Título original: No Wife Required!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-565-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HOLA a todos los que me escucháis. Gracias por sintonizar con Charlas del Corazón con vuestro siempre fiel, Max Jarvis.

»Ha llegado el momento de sentarse y ponerse cómodo. Pon los pies en alto, tómate un tentempié y concéntrate en tus sentimientos más profundos de amor, romanticismo y en la intrigante y misteriosa relación entre un hombre y una mujer…

»Sabéis… En el periódico de esta mañana he leído un artículo que me ha dado mucho que pensar. Llevo todo el día reflexionando acerca de ello. Según una encuesta reciente, el setenta y seis por ciento de las mujeres casadas de Utah desempeñan trabajos a tiempo completo o parcial. El artículo continuaba diciendo que este porcentaje es muy común entre la población femenina que trabaja fuera del hogar en todo el país.

»No sé vosotros, caballeros, pero a mí me entristecen estas cifras. El mundo puede ser un lugar frío y cruel para una deseable, delicada y encantadora mujer. ¿Qué pasó con la esposa que se quedaba en casa para tener siempre limpio el nido de amor, preparar deliciosas comidas y cuidar de los niños mientras el marido tenía que abandonar sus brazos para ganarse la vida? ¿Qué fue de la esposa que solía recibir a su maltrecha media naranja con un beso lleno de cariño y un abrazo al final del día?

—¡Lo que faltaba! —murmuró Lacey en tono molesto mientras aparcaba el coche en la cochera de su hermana y su cuñado. Mientras Valerie y Brad estaban fuera en viaje de negocios en Asia, Lacey se había brindado para cuidar de su casa.

Nada más apagar la radio, se dirigió apresuradamente al apartamento dispuesta a llamar al programa y darle su opinión a Max Jarvis. A su manera, era un estupendo profesional pero tan solo hacía dos meses que había llegado de la Costa Oeste. Como no había nacido en Utah no entendía los entramados que había tras la mayoría de los asuntos locales, lo cual resultaba tan irritante como sus anticuadas opiniones acerca del amor.

Le fastidiaba reconocer que sí que tenía una cualidad positiva: una voz tremendamente sensual. En secreto Lacey le había puesto el apodo de La Voz.

Entró por la puerta de servicio del apartamento con los ojos brillantes. George, el encantador mono capuchino amaestrado que estaba cuidando para su amiga la psicóloga Lorraine, debió de haber oído el ruido de la llave en la cerradura porque cuando entró se abrazó a las piernas de Lacey.

Mientras le acariciaba la cabeza, Lacey experimentó un sentimiento maternal.

—Yo también te he echado de menos. Venga. Vamos a comer algo porque me muero de hambre.

Mientras se preparaba una ensalada y freía unas cuantas chuletas de cordero, encendió la radio de la cocina. Seguidamente llamó a la emisora desde el teléfono inalámbrico.

Lo intentó al menos una docena de veces, pero los hombres que llamaban para apoyar a Max Jarvis habían bloqueado las líneas. Cuando finalmente consiguió conectar y una voz le dijo que esperara, tan solo quedaban tres minutos para que acabara el programa y Lacey dudó que atendiera su llamada.

—Hola Lorraine, soy Max Jarvis.

Lacey aspiró profundamente. Lorraine era el nombre falso que había dado al director del programa. Para preservar su intimidad, jamás utilizaba su nombre cuando llamaba a programas de radio y cada vez escogía uno diferente.

—Sí, señor Jarvis, sé quién es usted —dijo con sarcasmo.

—Su voz no me resulta conocida, Lorraine. Debe de ser la primera vez que llama.

Su astuta observación no solo la molestó sino que la pilló totalmente desprevenida.

—Y lo digo porque tiene usted una voz que me resultaría inolvidable de haberla escuchado antes —añadió—. No me equivoco al decir que es la primera vez que llama, ¿verdad?

Lacey apretó los dientes.

—En realidad es cierto lo que dice, pero hace años que llamo a la radio.

—Me has alegrado el día, Lorraine. Al director del programa le encanta cuando me llama una oyente nueva. Desgraciadamente se nos acaba el tiempo.

—Seré breve —le aseguró con energía—. Si quiere saber qué fue de la encantadora esposa que se dejaba la piel trabajando en casa mientras esperaba el regreso de su amado al hogar después de una dura jornada… pregúntele a la amiguita. La que no tenía idea de que estuviera casado y esperaba convertirse un día en su esposa, hasta que descubrió que el dinero que se había estado gastando agasajándola era el del salario que debía mantener a una familia. Así, la esposa se vio obligada a salir y buscarse un empleo.

—¿Era usted la novia o la esposa? —le insinuó Max Jarvis con aquella voz tan profunda y vibrante.

Su pregunta puso el dedo en la llaga. Temerosa de revelar nada más, Lacey colgó el teléfono, furiosa aún porque Perry no le hubiera contado que era un hombre casado y con hijos hasta después de que ella se enamorara de él. ¡Nunca más!

—Señores y señoras, hemos perdido a Lorraine. Sin duda alguna, cientos de personas que han perdido la confianza en el ser amado se habrán identificado con su historia. ¿Quizá un indicio de los tiempos que corren? ¿O tal vez la razón por la que gran número de mujeres casadas trabajan fuera del hogar? Todos sentimos tu pérdida, Lorraine. Si te animas a volver a hablar de este tema, llámanos y lo comentaremos en profundidad. Les dejo hasta mañana a las tres de la tarde. Se despide de ustedes Max Jarvis y estas son nuestras Charlas Radiofónicas. Que pasen buena noche.

Indignada, Lacey se levantó y apagó la radio. Disgustada por todo lo que Max había dicho, se puso a limpiar la cocina; cuando terminó agarró el abultado maletín y se dispuso a estudiar los gastos de un cliente que había abierto una sucursal de su despacho de abogados en Idaho.

A las diez de la noche decidió dejarlo pero le dio pena despertar a George, que se había quedado dormido frente al televisor, para llevarlo a su cesta de la cocina. Lo dejó en el salón y fue al cuarto de baño a darse un remojón en la bañera.

Quizá lo despertara el ruido del agua corriendo porque minutos después el mono entró en el baño y se subió sobre el cesto de la ropa.

—¿George? Pensé que te habías quedado dormido. ¿Me echabas de menos?

George ladeó la cabeza.

—¿Te he dicho que nos vamos de viaje a las Cataratas de Idaho pasado mañana? Solos tú y yo en medio de la naturaleza. Dormiremos por el camino y haremos lo que nos apetezca. Claro que, debes recordar que yo tengo cosas que hacer. No podemos estar todo el tiempo divirtiéndonos.

George salió del cuarto de baño y volvió con su pelota roja. Seguidamente la lanzó al agua.

—Pero qué travieso eres —dijo con severidad burlona—. Ahora no te la pienso dar hasta mañana por la mañana. Enfádate si quieres, pero no te va a servir de nada.

Lacey se echó a reír al ver que el monito se cubría los ojos con las manos. Le acarició la sedosa cabeza mientras salía de la bañera.

—Echas de menos a Lorraine, ¿verdad? —el mono miró hacia el agua con ganas y luego a Lacey—. Ya sé lo que quieres. De acuerdo, tírate.

George saltó a la bañera y empezó a saltar como un loco, jugando con la pelota y salpicando agua por todas partes.

—Cuidado George. Me estás mojando. Venga, tranquilo, no te emociones tanto. Ni que fuera la primera vez; ya conoces las reglas.

Lacey no fue capaz de ponerse seria. Se echó a reír a carcajadas, lo cual lo incitó a hacer más diabluras.

—Eres demasiado, ¿lo sabías? Venga, se acabó el juego. Estoy cansada. Vamos a acostarnos y a dormir hasta las doce. Luego tenemos que limpiar porque el jefe de Brad en Denver llegará en avión a Salt Lake City mañana por la tarde de camino a Tokyo. Tendrás que quedarte en el trastero. Te llevaré una manta y una almohada y cuando se acueste iré a verte. ¿De acuerdo?

Al inclinarse a quitar el tapón de la bañera juraría haber oído un golpe metálico seguido de un leve gemido. Tenía que venir del cuarto de baño del vecino. George miró la pared y luego a Lacey; él también había oído el ruido.

—Vaya —susurró—. Creo que el vecino está intentando decirnos algo. Será mejor que no volvamos a jugar por la noche, no vaya a ser que nos echen de la urbanización.

Lacey se metió en la cama exhausta, pero el sábado resultó ser un día aún más cansado. George convirtió la limpieza de la casa en una una experiencia inolvidable. La siguió por todas partes y la aspiradora fue para él una fuente inagotable de diversión.

Lorraine le había dicho que estaba entrenado a pasar la aspiradora y por ello Lacey decidió dejarle limpiar la alfombra del dormitorio principal mientras ella terminaba de limpiar el polvo del salón. Después de regar las plantas, lo único que le quedaba por hacer era poner sábanas limpias en el cuarto de los invitados y limpiar el cuarto de baño.

Terminó de limpiar el baño y empezó a arreglarse para ir a recoger al jefe de Brad al aeropuerto.

Cuanto más lo pensaba más se convencía de que tenía que mantener a George en secreto. Si Brad se enteraba de que había metido un mono en su casa le daría un ataque. Había elegido aquella urbanización porque allí estaban prohibidos los animales. Su naturaleza maniática no podía soportar el pelo de ningún animal y Valerie, su hermana gemela, tendría otra excusa para volver a decirle a Lacey que se buscara un hombre a quien amar en lugar de un mono.

Y lo cierto era que Lacey no estaba en contra de la idea. Lo que pasaba era que nunca había conocido a un hombre con quien quisiera pasar el resto de su vida. En su trabajo como contable pública trataba con muchos hombres. Así fue como había conocido a Perry, el mentiroso. Como no tenía ninguna gana de volver a meterse en nada parecido, desde entonces no se había molestado en buscar a otra persona.

Valerie se desesperada con la paranoia de Lacey en lo referente a la sinceridad de los hombres, pero como Valerie estaba felizmente casada no se daba cuenta que no había demasiados hombres atractivos y disponibles que te hablaran con sinceridad.

Mientras Lacey preparaba la comida, oyó el motor de un coche en marcha en el garaje de la casa de al lado. Estupendo. Parecía que su vecino había decidido salir por fin. Valerie le había mencionado que hacía poco tiempo que un hombre se había mudado al apartamento contiguo, pero hasta ese momento Lacey no lo había visto. El vecino parecía tener unos horarios algo extraños, pero al menos no se había quejado de los ruidos de la noche anterior.

—Venga, George, démonos prisa.

Dejó el sándwich de atún a medio preparar sobre la encimera y tomó al mono de la mano. Con la otra mano agarró todo lo demás que le hacía falta y se dirigió hacia el garaje, que daba a una carretera de acceso que rodeaba la urbanización. A lo largo de la carretera se levantaba una valla alta que separaba la carretera de la calle.

Hasta el momento nadie sabía que tenía a George allí y Lacey intentaría mantener el asunto en secreto hasta que Lorraine fuera a recogerlo.

El trastero estaba pared con pared con el garaje. Abrió el grueso candado y metió a George dentro mientras encendía la luz.

—Mira lo que te he traído —le pasó la manta y la almohada mientras lo observaba prepararse una cama en un rincón. Seguidamente examinó el contenido de la bolsa que Lacey había dejado junto a la puerta. Sacó su pelota roja, un aro del tamaño de un plato y un balancín pequeño.

Mientras se entretenía jugando, Lacey corrió al apartamento y le llevó una pequeña televisión portátil que colocó sobre una de las cajas. La tele le haría compañía si se encontraba solo. Llenó una escudilla de agua y otra de lechuga, trozos de manzana y semillas de girasol; suficiente para aguantar hasta el día siguiente.

—Sé buen chico. Vendré a darte las buenas noches antes de irme a dormir. Y recuerda, nada de gritar ni silbar.

Le hizo una señal que Lorraine le había enseñado. George entendió los gestos y fue hacia ella para abrazarle las piernas.

—Lacey también te quiere, George. Esto es solo esta noche. Y como te estás portando muy bien te he traído un regalo. Mira.

Se tocó el bolsillo de los pantalones y George la imitó con cuidado. Cuando Lacey sacó un trozo de cecina, George emitió un largo silbido. Le encantaba chuparla como si fuera una piruleta y volteó los ojos con deleite.

Lacey aprovechó que estaba entretenido con la comida para salir del trastero y echar el candado. Se sentía tan culpable como si hubiera abandonado a un niño, pero tenía que ir a buscar al jefe de Brad.

Para estar doblemente segura de que nadie se enteraría de la presencia de George, decidió dejar el coche aparcado en la parte de delante esa noche. El jefe de Brad no se enteraría de nada. El vicepresidente de la empresa de electrónica para la que trabajaba su cuñado era un hombre callado y modesto, de unos sesenta años.

Había alojado en su casa a Brad muchas veces cuando su cuñado tenía alguna reunión en Denver.

Lacey había hecho bien en encerrar a George en el trastero, pero el pobre debió de haber creído que Lacey había desaparecido para siempre. En cuanto su invitado se marchó a la mañana siguiente en un taxi, Lacey saltó de la cama, se puso una bata y fue corriendo al garaje. No sabría decir cuánto tiempo llevaba el mono despierto, pero se oía el ruido de la televisión.

George se abrazó a sus piernas cuando Lacey abrió la puerta.

—Yo también te he echado de menos —le acarició la cabeza antes de asomarse fuera para comprobar que no había moros en la costa.

El Saab azul de su vecino estaba aparcado en el garaje contiguo, pero no se le veía por ninguna parte.

—Venga, George. Tenemos que hacerlo con rapidez.

El mono salió corriendo y llegó a la cocina antes que ella. Después de preparale el desayuno, Lacey volvió al trastero y recogió un poco. Con la televisión en una mano y la bolsa de los juguetes y las escudillas en la otra, consiguió de algún modo cerrar el candado y volver al apartamento.

Mientras George veía la tele, salió hacia la iglesia por la puerta principal con una bolsa de caretas para los niños de sus sesiones dominicales de catequesis. Cuando se portaban bien, Lacey dejaba que se las pusieran un rato.

Al poco de volver de la iglesia, el hombre de la tienda de alquiler de coches apareció a la puerta. Como tenía a George, su cliente le había alquilado una caravana para que ella y el mono pudieran utilizarla en lugar de la habitación de un hotel mientras estuviera en Idaho.

A Lacey le encantaba conducir la caravana porque se sentía la reina de la carretera.

Su cliente tenía algo bueno y era que nunca hacía nada a medias. Le había alquilado la mejor caravana de todas. Tenía de todo: seis literas, ducha, televisión, aparato de vídeo, radio, una mesa y cortinas azules y blancas cubriendo las ventanas.

Aunque iba atado a la silla del coche, George estaba en la gloria. Ella también se sentía de maravilla y encendió la radio, deseosa de escuchar nuevamente a Max Jarvis hablar del amor con su ignorancia habitual.

En ese momento, estaba interviniendo un invitado.

—Entonces creo que vivir con una persona es la única forma de averiguar ciertas cosa que no se pueden saber si no se hace.

—¿Quiere decir como por ejemplo descubrir que su novia ronca?

—La lista es interminable y también las sorpresas que a menudo hacen que los recién casados acaben divorciándose.

—Lo que nos está contando es muy práctico, Doctor Ryder. Constantemente escuchamos casos de parejas de casados que dicen que la luna de miel se fue al traste por algo inesperado, que de rebote hizo que el matrimonio empezara con mal pie. Según parece tenemos un gran número de radioyentes que quieren hablar con usted. Señoras y señores, les habla Max Jarvis y vamos a tener en nuestro estudio al Doctor Victor Ryder durante la próxima media hora. El Doctor Ryder está ansioso por comentarnos algunas cosas acerca de su nuevo libro titulado: Vivir en pareja. Una solución para la Era de la Tecnología. Hola, Phil.

Lacey pegó un frenazo y George dio un chillido.

—Lo siento pero es que ese hombre me pone tan frenética que me he pasado la desviación hacia Malad. Tendremos que volver por Garland.

A Lacey le ponía mala que La Voz estuviera de acuerdo con el autor de un éxito editorial acerca de la vida en pareja; sobre todo alguien como Victor Ryder. Lacey sabía bien quién era ese doctor de tres al cuarto. ¿Cómo podía ser Max Jarvis tan idiota? ¿Por qué no volvía a California, de donde había salido?

Le entraron ganas de llamarlo y decirle precisamente eso. En cuanto vio una cabina telefónica libre junto a una tienda en Garland, aparcó la caravana y apagó el motor.

—No tardaré mucho, George. Llegaremos a las Cataratas de Idaho hacia las siete y algo. Como ya han hecho las reservas no tendremos por qué preocuparnos de dónde vamos a aparcar al llegar.

Después de intentarlo diez veces, Lacey consiguió comunicar con la radio.

—Charlas Radiofónicas. ¿Tiene alguna pregunta para el Doctor Ryder?

—Bueno, en realidad me gustaría hablar con el señor Jarvis.

—¿Cómo se llama usted?

—Gloria.

—Espere, Gloria. Será la siguiente.

—Esperaré.

Lacey esperó un minuto más y entonces Max Jarvis se puso al aparato.

—Hola, Gloria. Me han dicho que quería hablar conmigo.

—Exactamente.

—¿Desde dónde nos llama?

—Desde Garland.

—¿Y eso está?

—¡En Utah! Si supiera algo de este estado no me habría hecho esa pregunta.

Él se echó a reír.

—Quizá no sepa mucho de Utah, pero sí que sé de voces, y usted no es Gloria, es Lorraine. Estaba esperando a que volviera a llamarme, pero como han pasado varios días había perdido la esperanza. Adelante, tómese el tiempo que quiera para dar rienda suelta a sus sentimientos acerca de su insatisfactoria vida personal.

Lacey abrió mucho los ojos.

—Mi vida es asunto mío. Pero sí que me gustaría dar rienda suelta a mis sentimientos acerca de las escandalosas opiniones que expresa usted, las cuales no solo demuestran que no es usted de este estado, sino que no sabe nada de los hombres y las mujeres.

—¿Entonces lo que está queriendo decir es que si un hombre no es de Utah, no sabe de lo que está hablando? —le preguntó en un tono suave que le aceleró el ritmo cardiaco.

—¡Digamos que estábamos todos perfectamente hasta que vino usted con su extraña idea sobre la practicalidad! Lo que en realidad me alarma es que esté dispuesto a invitar a su programa a cualquiera que haya escrito un libro. Permite que sus obras den la impresión de ser la última autoridad para que las masas se empapen irresponsablemente, y encima los apoya cuando usted sabe bien que siempre hay dos caras de una moneda. ¿Y qué hay del romanticismo? ¿Qué hay del amor?

Su risa le llegó al alma.

—Creo que la señorita protesta demasiado. Algo me dice que nunca ha vivido con un hombre. ¿Me equivoco?

—Es cierto, porque creo en las soluciones románticas, no en las prácticas.

—Sea más específica.

—Si una mujer tiene suerte, se entregará solamente a un hombre y para siempre, y lo mismo ocurre con los hombres. Esa es la manifestación más pura del amor, consagrada en el matrimonio. Aún así, ese señor que se hace llamar doctor aboga que deberíamos dejarnos llevar por la cabeza y no por el corazón, y usted lo aprueba. Están los dos locos.

—¿Cómo quiere poner ese comentario a prueba, Lorraine?

Ella frunció el entrecejo.

—¿A qué se refiere?

—¿Ha escrito algún libro últimamente sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres?

—No me atrevería a tratar un tema que deberíamos dejar en paz.

—Bien. Entonces es usted la persona perfecta para venir invitada a mi programa la semana que viene y demostrarme a la cara que estoy loco, como dice.

—Eso no será difícil. Estoy deseándolo —afirmó, antes de darse cuenta de lo que acababa de decir.

—Todos los oyentes la habéis oído. Creo que será un programa muy interesante. Rob, tómale los datos a Lorraine mientras pasamos a nuestra siguiente llamada.

Lacey conocía las tácticas de Max Jarvis. No había esperado que aceptara su desafío. Y también ella se sorprendió a sí misma al acceder a ir de invitada al programa. Qué ironía que después de llevar tantos años llamando a Charlas Radiofónicas, fuera a estar cara a cara con el único presentador que tenía la capacidad de sacarla de quicio.

Si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que lo que en realidad deseaba era averiguar si el hombre estaba a la altura de su voz.

En ese rato un grupo de gente se había reunido alrededor de la caravana para mirar a George. Tuvo que abrirse paso entre la gente para subirse a la roulotte.

—Buenas noticias, George. La próxima semana voy a participar en Charlas del Corazón. Tengo unas cuantas cosas que decirle a ese hombre tan irritante. Ya es hora de empezar a educarlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

HOLA! Por fin ha llegado. Me llamo Rob Clark. El señor Jarvis estará con usted dentro de un momento. Me imagino que se trata de Lorraine.

Lacey asintió y le dio la mano. De momento tenía que quedarse con el nombre de Lorraine.

—Encantada de conocerlo, Rob.

Colocó su maletín junto al sofá de piel sintética. La emisora de radio era un pequeño bungalow situado en una solitaria carretera en la zona suroeste de la ciudad, no lejos de la urbanización. El lugar no se asemejaba en nada a lo que ella se había imaginado durante el viaje a Idaho.

—¿Le apetece un café, o un refresco quizá? —le preguntó con expresión expectante.

—No, gracias.

—¿Es la primera vez que viene como invitada? —la observó con ávido interés mientras ella se sentaba en el sofá y cruzaba las piernas.

—Eso es —como estaba siendo tan amable con ella le dedicó una de sus mejores sonrisas—. ¿Puede darme algún consejo?

—Solo recuerde que esto no es la televisión. No hay ninguna cámara enfocándola por lo que no debe estar nerviosa. Pero aunque hubiera una cámara, no tendría por qué preocuparse, créame.

—Estoy de acuerdo —coincidió La Voz.

Sorprendida, Lacey se volvió a mirar y vio a Max Jarvis observándola detenidamente.

Le recordó inmediatamente al hermano de alguien. ¿Cuántas veces en la vida le había dicho alguna de sus amigas que tenía un hermano guapísimo que debía conocer? Max Jarvis era el hombre perfecto. De un metro ochenta de estatura, tenía el pelo castaño claro, las facciones fuertes, los ojos azules, un cuerpo atlético y una sonrisa maravillosa.

Como aquello era demasiado bueno para ser cierto, imaginó que estaría casado y tendría un par de niños tan apuestos como él.

Le miró las manos y vio que llevaba un enorme ópalo engastado en oro viejo. No era el típico anillo de boda, pero Lacey sabía por los programas de radio que Max Jarvis era un hombre de mente abierta. Había viajado y vivido en muchos lugares del mundo.

Un teléfono empezó a sonar pero nadie pareció darle demasiada importancia.

Max Jarvis le estudió el clásico traje de falda y chaqueta azul marino y la blusa de seda blanca atada con una lazada al cuello. Había algo íntimo en su forma de mirarla que hizo que a Lacey le diera un vuelco el corazón.

Seguidamente le miró la cara, examinando sus clásicas facciones y la melena de rizados cabellos negros.