Morir - Cory Taylor - E-Book

Morir E-Book

Cory Taylor

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Beschreibung

En 2016, a la edad de sesenta años, la escritora Cory Taylor supo que el cáncer que padecía desde hacía diez años se hallaba en fase terminal. Cuando se enteró de que su muerte era inminente, escribió este libro en tan solo dos semanas, con la urgencia y la sinceridad de quien sabe que le queda muy poco tiempo de vida. Sin sentimentalismos y con dosis de humor, Taylor repasa, en Morir, la compleja historia de sus padres, cómo vivieron y cómo murieron, hace balance de su vida y, sobre todo, se sirve de su experiencia para meditar abiertamente sobre la propia muerte, aquel «monstruo silencioso» que a todos nos concierne pero que al que raramente nos atrevemos a mirar a la cara. Como El año del pensamiento mágico de Joan Didion, Morir es una obra de hondo calado literario que ilumina, en clave autobiográfica, una zona de la experiencia humana que el discurso secular y la medicina moderna han convertido en un tabú. El testimonio de Taylor nos ofrece una conmovedora lección sobre cómo afrontar nuestra muerte con valentía, pues, como nos recuerda la autora una y otra vez, no hay vida digna de ese nombre que no sea un diálogo permanente con la muerte. «Cuando te estás muriendo, puedes experimentar una especie de ternura incluso por tus recuerdos más desdichados, como si la dicha no sólo estuviera destinada a los momentos más hermosos, sino entrelazada en tus días como un hilo de oro.» Cory Taylor

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Seitenzahl: 184

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Portada

Morir

Morir

Una vida

CORY TAYLOR

Traducción de Catalina Ginard Féron

Título original: Dying: A Memoir

© This translation published by arrangement with

The Text Publishing Company, Australia

© de la traducción: Catalina Ginard Féron

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2019

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: octubre de 2019

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Loyers (2017)

© Andrés Cañal

Imagen de interior: Cory Taylor con su marido Shin y sus dos hijos en 1990.

© Cortesía de los herederos de la autora.

Imagen de la solapa: © Cortesía de los herederos de la autora.

eISBN:978-84-17109-88-2

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Cory Taylor con su marido Shin y sus dos hijos en 1990.

Índice

Portada

MORIR

PRIMERA PARTE

Pavor

SEGUNDA PARTE

Polvo y cenizas

TERCERA PARTE

Principio y fin

Agradecimientos

Cory Taylor

Presentación

Otros títulos publicados en Gatopardo

A Shin

MORIR

PRIMERA PARTE

Pavor

Hará un par de años, compré en internet un fármaco para la eutanasia hecho en China. Lo puedes adquirir por esa vía o puedes viajar a México o Perú y comprárselo sin receta a un veterinario. Al parecer basta con decir que tienes que sacrificar a un caballo enfermo para que te vendan tanto como quieras. Después, puedes bebértelo en tu habitación de hotel en Lima, y dejar que tu familia se encargue de tramitar la repatriación de tus restos, o bien pasarlo de contrabando en tu equipaje y guardarlo para más tarde. Puesto que no tenía intención de usar el mío enseguida ni tampoco estaba en condiciones de viajar a Sudamérica, opté por la solución china.

Mi fármaco chino viene en polvo. Lo guardo en una bolsa cerrada al vacío en un lugar seguro y secreto, junto con una nota de suicidio que escribí hace más de un año, unos días antes de someterme a una operación cerebral. Tenía un melanoma en la zona del cerebro que controla el movimiento de la parte derecha del cuerpo: era incurable y no había garantías de que el cáncer no volviera a aparecer después de la intervención. Para entonces, el melanoma se había extendido a mi pulmón derecho; también tenía uno debajo de la piel del brazo derecho, uno grande justo debajo del hígado y otro que presionaba mi uretra y que, en 2001, hizo necesaria la inserción de un stent de plástico para que mi riñón derecho pudiera seguir funcionando.

Me lo diagnosticaron por primera vez en 2005, justo antes de mi quincuagésimo cumpleaños, después de que la biopsia de un lunar extirpado en la corva de mi rodilla derecha diera positivo como melanoma en fase cuatro. Desde entonces, el avance de mi enfermedad ha sido misericordiosamente lento. Pasaron tres años antes de que apareciera en los ganglios linfáticos de mi pelvis y unos cuantos más antes de que empezara a propagarse a otras partes de mi cuerpo. Me sometí a dos series de intervenciones quirúrgicas de las que me recuperé bien, sin que aparecieran síntomas debilitantes entre ambas. Durante ese tiempo conseguí mantener en secreto mi enfermedad a todo el mundo, excepto a mis amigos más íntimos. Sólo mi marido Shin estaba al corriente de todo, porque me había acompañado a los controles periódicos y a las citas con los especialistas. Sin embargo, oculté los detalles a nuestros dos hijos adolescentes, supongo que en un intento de protegerlos del dolor, porque ése era mi deber como madre. Entonces, a finales de diciembre de 2014, un ictus me dejó temporalmente tan indefensa como un bebé, y no pude seguir negando la evidencia.

Así pues, Shin y yo convocamos una reunión familiar en nuestra casa, en el centro de Brisbane, con nuestro hijo menor Dan y su novia Linda, y nuestro primogénito Nat y su mujer Asako, que lo dejaron todo y volaron a Australia desde Kioto, donde vivían desde hacía dos años. En los siguientes días, repasé con ellos todos los documentos que necesitarían en caso de que sucediera lo peor: mi testamento, sus poderes, mis cuentas bancarias, mis impuestos y mi jubilación. Eso me ayudó a sentir que ponía mis cosas en orden, y creo que también les ayudó a ellos porque les hizo sentirse útiles. Incluso les revelé mi interés por los fármacos para la eutanasia y les dije veladamente que los había incluido en mi lista de deseos de Navidad. Era lo que yo llamaba «mi paquete regalo Marilyn Monroe».

—Si fue lo suficientemente bueno para ella, también lo será para mí —les dije—. Aunque nunca llegue a usarlo, saber que está ahí me dará la sensación de que controlo mi vida.

Y, puesto que no pusieron objeciones, creo que lo comprendieron.

Mi nota de suicidio era una disculpa. «Lo siento —escribí—. Os ruego que me perdonéis, pero si me despierto de la cirugía con una grave discapacidad, si no puedo caminar y dependo por completo de los cuidados de otras personas, prefiero acabar con mi vida.» También repetí lo que les había dicho cientos de veces: lo mucho que los quería a todos y cuántas alegrías me habían dado. «Gracias —les dije—. Habladme cuando me haya ido y os escucharé.» No estaba segura de que eso fuera cierto, pero era lo más metafísico que podría llegar a decir nunca y, en cierto modo, en aquel momento parecía tener sentido, dado que ya les estaba escribiendo a los vivos desde el punto de vista de un muerto.

Y resultó que superé la cirugía, no en perfectas condiciones, pero tampoco demasiado perjudicada. Me habían extirpado el tumor cerebral con éxito. Mi pie derecho nunca recuperará del todo su fuerza, así que cojeo, pero, en cambio, el movimiento de mi lado derecho es normal. Ha pasado más de un año desde la operación, y aquí sigo. Aun así, mi situación es precaria, pues no existe cura para el melanoma. Se han realizado pruebas con algunos fármacos experimentales pero los resultados son inciertos. Yo misma participé en tres ensayos farmacológicos y no puedo decir con certeza si alguno de los medicamentos que tomé ralentizó la enfermedad. Lo único que sé es que, pese a todos los esfuerzos de mi oncólogo, acabé agotando todas las opciones de tratamiento. Fue entonces cuando tomé concien­cia de que estaba llegando al final de mi vida. No sabía cuándo ni cómo iba a morir exactamente, pero sí que no iba a aguantar mucho más allá de mi sexagésimo cumpleaños.

El progresivo deterioro de mi salud me llevó a reflexionar sobre el suicidio como nunca antes lo había hecho. Al fin y al cabo, por conseguir los medios para suicidarme había llegado al extremo de quebrantar la ley y arriesgarme a ser procesada por primera vez en mi vida. Desde entonces, mi alijo me llama día y noche, como un amante prohibido. «Déjame llevarte lejos de aquí», me susurra. Mi fármaco iría directo al centro del sueño del cerebro en menos de lo que se tarda en acabar una frase. ¿Qué podría ser más sencillo que ingerir una dosis letal y no despertarse nunca más? Sin duda sería preferible a la alternativa de una muerte lenta y espantosa.

Y aun así, me asaltan las dudas porque lo que se presenta como una solución clara no lo es en absoluto. En primer lugar, actuar de esta forma conlleva diversos problemas prácticos. Según la legislación australiana, tendría que tomar el fármaco yo sola, a fin de no involucrar a nadie más en mi muerte. Aunque el suicidio no sea un delito, ayudar a una persona a suicidarse es ilegal y está castigado con una larga pena de prisión. En segundo lugar, si me decidiera a dar el paso, eso tendría consecuencias emocionales para otras personas, tanto si lo hago en una habitación de hotel o en un lugar apartado en el bosque. Me pregunto si tengo derecho a traumatizar a la persona que venga después a limpiar la habitación de hotel o a la que se pasee por el bosque y tenga la mala suerte de encontrar mi cadáver. Lo que más me preocupa si me quito la vida son las repercusiones para Shin y los chicos, pues, por mucho que he intentado prepararlos para tal eventualidad, sé que eso los afectaría profundamente. Por ejemplo, me preocupa que en mi certificado de defunción conste «suicidio» como causa de la muerte, con todas las connotaciones negativas que conlleva hoy en día dicho término: angustia, desesperación, debilidad y un persistente tufillo a delito, que nada tiene que ver con, por ejemplo, la tradición japonesa del seppuku, o suicidio por honor. De este modo, no quedaría constancia para la posteridad de que mi verdadero asesino había sido el cáncer y que, sin duda alguna, no estoy loca.

Ante todos estos obstáculos, contemplo mi sombrío futuro con todo el coraje que soy capaz de reunir. Tengo la suerte de haber encontrado un excelente especialista en cuidados paliativos y un excepcional servicio de atención domiciliaria que, junto con mi familia y amigos, me ofrecen todo el apoyo que podría desear. Sin embargo, si expresara el deseo de poner fin a mi vida, todo ese apoyo dejaría de estar legalmente a mi disposición. Me encontraría absolutamente sola. A diferencia de la legislación de países como Bélgica y Holanda, nuestras leyes siguen prohibiendo cualquier forma de muerte asistida en personas que están en una situación como la mía. Y se me ocurre preguntarme por qué. Por ejemplo, me pregunto si nuestra legislación no reflejará algún tipo de aversión profunda por parte de los médicos con respecto a la idea de dejar en manos del paciente el control del proceso de morir. Me pregunto si esa aversión, entre los profesionales de la medicina, no podría estar ligada a la creencia de que la muerte representa una forma de fracaso. Y me pregunto si nuestra sociedad no habrá acabado asumiendo una aversión general por la muerte en sí, como si el simple hecho de la mortalidad pudiera erradicarse, de algún modo, de nuestra conciencia.

Sin duda se trata de un ejercicio totalmente inútil, puesto que si algo te enseña el cáncer es que nos morimos a montones, todo el tiempo. Basta con ir al servicio de oncología de cualquier gran hospital y sentarse en la abarrotada sala de espera. Alrededor nuestro hay personas muriéndose. Nunca lo dirías si las vieras por la calle, pero aquí están haciendo cola, esperando los últimos resultados de sus resonancias, para saber si este mes saldrán adelante contra todo pronóstico. Impresiona verlo si no se está acostumbrado. Yo estaba tan poco preparada como cualquiera. Era como si hubiese salido dando traspiés de un país de ensueño para darme de bruces con la realidad.

Es por ello por lo que empecé a escribir este libro. Las cosas no son como deberían ser. Para muchos de nosotros, la muerte se ha convertido en esa cosa innombrable, un silencio monstruoso. Pero eso no ayuda a los que se mueren, que probablemente están más solos ahora que nunca. Al menos así lo siento yo.

6

Yo nunca había visto morir a nadie. No había visto a nadie gravemente enfermo hasta que mi madre empezó a sufrir demencia. Al principio, su deterioro fue lento, pero después avanzó muy rápido. Hacia el final, apenas era reconocible como la madre que yo tanto había querido y admirado. Aunque me encontraba fuera del país cuando murió, sí estuve allí en los meses que precedieron a su fallecimiento y fui testigo de los estragos que sufrió, del dolor y de la humillación y de cómo fue perdiendo su independencia y su razón.

Murió en una residencia de ancianos, un lugar tan absolutamente desesperanzador que el mero hecho de cruzar la puerta principal ya suponía una prueba para mi fuerza de voluntad. La última vez que la vi, presencié, impotente, cómo una joven enfermera japonesa le limpiaba el culo. Mi madre se agarraba a un lavabo haciendo acopio de sus escasas fuerzas, mientras la enfermera le cubría sus atrofiadas nalgas con un pañal limpio. La expresión en los ojos de mi madre cuando se volvió y se percató de que estaba mirándola me recordó a la de un animal que sufre un tormento indecible. En aquel momento deseé que la muerte se la llevara pronto, para poner fin al suplicio en que se había convertido su vida cotidiana. Sin embargo, aún siguió así durante unos doce meses, en los que su cuerpo aguantaba pese a que su mente había abandonado el lugar mucho antes. No se me ocurría nada más cruel e innecesario. Para entonces, yo ya sabía que padecía cáncer y una parte de mí estaba agradecida. Al menos me libraría de una muerte como la de mi madre, eso era lo que pensaba. Era algo digno de celebrar.

Mi madre fue quien me introdujo en el debate en torno a la muerte asistida. A sus sesenta y pico años descubrió por primera vez el movimiento para la eutanasia voluntaria, como se lo llamaba entonces, y yo sabía que era una causa que ella siguió apoyando, puesto que insistió en hablarme de ello. Sin embargo, en aquel momento no le presté toda la atención que hubiera debido. Mi madre me pedía ayuda, pero yo no tenía claro cómo quería que la ayudara. Tal vez sólo necesitaba un poco de aliento para examinar más de cerca el problema o para conseguir los medios necesarios si se diera el caso. Yo no estaba muy receptiva. En aquella época no le pasaba nada a mi madre, ni a mí tampoco, por lo que sus argumentos a favor de la muerte asistida eran puramente teóricos. Y cuando se hicieron reales y urgentes, ya era demasiado tarde para que mi madre pusiera en práctica la teoría, puesto que, pese a sus años de devoción a la causa, su mente se había deteriorado y ni siquiera el médico mejor intencionado del mundo podría haberla ayudado.

Tampoco estuve presente cuando murió mi padre, también en una residencia de ancianos y también por complicaciones derivadas de la demencia. Mis progenitores se habían divorciado unos treinta y cinco años antes y, a raíz de ello, yo me había distanciado de mi padre. Sin embargo, una de las cosas que aún recuerdo de él es su solución mágica para remediar las humillaciones de la vejez. Su plan, según nos contó a mi madre, a mis hermanos mayores y a mí, era zarpar en barco, adentrarse en el Pacífico y ahogarse. Sin embargo, retrocedía una y otra vez ante el menor escollo, de forma que nunca conseguía un barco. Se compraba revistas náuticas y marcaba los anuncios de embarcaciones en venta. Recorría largas distancias para ir a ver aquellas que le habían despertado la curiosidad, pero siempre encontraba una razón para no comprarlas. No tenía suficiente dinero o no quería navegar solo. En un momento dado, incluso le propuso a mi madre compartir los gastos y que le hiciera de tripulación, una oferta que ella declinó. Quizá tendría que haberla aceptado. Tal vez deberían haber zarpado juntos hacia el atardecer para no regresar nunca; en cambio siguieron vivos y tuvieron una muerte cruel.

No me cabe la menor duda de que mi horror ante la manera en que murieron mis padres fue lo que me impulsó a buscar formas para mejorar las cosas cuando me llegara el turno. Teniendo esto presente, poco después de que me diagnosticaran cáncer, seguí el ejemplo de mi madre y me hice miembro de Exit International, deseosa de ponerme al día sobre los últimos avances en el ámbito de la muerte asistida. Asimismo, me hice socia de Dignitas en Suiza, donde los extranjeros pueden acceder legalmente al suicidio asistido, siempre que padezcan una enfermedad terminal. Se trataba de un ejercicio de recopilación de información con el fin de explorar todas las opciones posibles, aparte de las que me ofrecían mis médicos. No quiero menospreciar a los profesionales que me han cuidado a lo largo de estos años. Individualmente han sido extraordinarios y, por supuesto, tengo con ellos una deuda de gratitud. Sin embargo, aparte de los especialistas en cuidados paliativos con los que he hablado, ninguno de mis doctores ha tratado conmigo el tema de la muerte, un hecho que sigue resultándome desconcertante.

Por consiguiente, otro motivo para afiliarme a Exit fue encontrar un foro que simplemente planteara este tema, que cuestionara el tabú que, a mi entender, impedía a mis médicos hablarme abiertamente de algo tan pertinente. A pesar de la omnipresencia de la muerte, resulta extraño que haya tan pocas oportunidades de debatirla en públi­co. Las reuniones de Exit son las únicas ocasiones en las que he visto que la gente puede hablar de la muerte como una realidad de la vida. En esas reuniones impera un ambiente animado. En mi sección local solían reunirse unos cuarenta miembros; muchos de ellos eran ancianos, pero también acudían unos cuantos jóvenes que, por el motivo que sea, estaban impacientes por intercambiar información sobre las maneras y los medios de morir. Un inevitable elemento de clandestinidad rodea estas reuniones, dado que el mero asesoramiento en torno al suicidio puede llegar a ser considerado como un hecho delictivo. Sin embargo, eso no hace sino reforzar el espíritu de bravuconería y el buen estado de ánimo. Y, por supuesto, el sentido del humor. ¿Acaso no hemos oído todos hablar de Tom, que, próximo a los noventa, decidió llevarse su botella de helio al cementerio de su localidad y gasearse allí? Al parecer pensó que los muertos eran imperturbables. Por cierto, se ruega a todos los que estén interesados en un cursillo sobre el helio que se apunten cuanto antes al próximo taller porque las pla­zas son limitadas. Podría tratarse de una reunión de un grupo de personas interesadas en un tema cualquiera —un club de bolos o un grupo de aficionados a la ornitología—, si no fuera porque, después del descanso, nos ponemos de nuevo a puntuar la rapidez y la facilidad de uso del cianuro y del gas nitrógeno.

Para mí, el principal aliciente de estas reuniones es su espíritu de camaradería. Hace falta valor para contemplar la propia muerte y, como he dicho antes, se trata de una tarea indeciblemente solitaria. Encontrar compañeros con quienes compartir tu deseo de saber más, de tomar la inicia­tiva y de reírte de la mortalidad compartida es un rega­lo. Qué diferente de la experiencia en la sala de espera del hospital, donde te sientas entre una multitud cabizbaja dominada por televisores a todo volumen, mientras guardas tu pequeño y sucio secreto hasta que te llaman. Tanto si son buenas como malas noticias, el mensaje es el mismo: en los hospitales no se habla de muerte, se habla de tratamientos. Al salir de las consultas sentía que aquella cita había mermado mi humanidad, como si hubiese quedado reducida únicamente a la enfermedad, como si todo lo demás que me define hubiese desaparecido. En cambio, después de las reuniones de Exit volvía a casa envalentonada, convencida de que Camus estaba en lo cierto: no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.

Exit alienta a sus miembros a formar grupos más pequeños de amigos que se reúnen a charlar mientras se toman un café. El nuestro está presidido por Jean, una viuda vivaracha que ronda los ochenta y que vive no muy lejos de mi casa, en Kangaroo Point. Cerca de su piso hay un bar con mesas fuera y nosotros nos sentamos siempre en una esquina apartada. Preferimos evitar que nos oigan. Somos seis asiduos, incluida yo. Acudo a las reuniones en coche con Andrew, que tiene cáncer de riñón, y Colin, que está en una fase inicial de la enfermedad de Alzheimer. Tony llega en la bicicleta que consigue manejar pese a los temblores que le provoca el párkinson. Y Carol conduce durante una hora y media desde los suburbios de Sunshine Coast. A Carol no le pasa nada físicamente, sin embargo, tras años de maltrato físico y psíquico a manos de su marido, sobrevive a base de un cóctel de antidepresivos y ansiolíticos. Su sufrimiento mental la lleva a cuestionarse el valor de seguir viva. La charla es sorprendentemente íntima. Todos sabemos por qué estamos aquí. Es para consolarnos mutuamente, para hacernos compañía. Somos como los últimos supervivientes de un barco naufragado que se hacinan para procurarse calor.

No pretendo causar la impresión de que mis compañeros están empecinados en acabar con todo a la primera de cambio. En mi experiencia, nuestras reuniones para hablar del suicidio no implican que todos tengamos el firme propósito de poner fin a nuestras vidas. Se trata más bien de que queremos contemplar cómo sería si dispusiésemos de esa opción dentro del mismo tipo de marco regulador que existe en países en los que la muerte asistida es legal. Pero eso no significa que todos aquellos con los que he conversado sobre la opción de poner fin a su vida se tomen el asunto a la ligera. Hablamos de ese tema en el coche cuan­do volvemos a casa después de nuestra charla en el bar. Aunque tuvieran los medios a su disposición, Andrew y Colin dudan de que fueran capaces de llegar hasta el final.

—Es demasiado egoísta —dice Andrew, y yo asiento al pensar en la solitaria habitación de hotel y la traumatizada camarera—. Es como decirles «Que os den» a tu familia y a tus amigos.

Y es por ello por lo que sigo sin tomarme mi fármaco, por algunos escrúpulos morales que comparto con Andrew sobre el daño que uno puede hacer a otros sin darse cuenta, cuando decide ir por libre y actuar en solitario.

6