¡No tengo los códigos! - Christel Petitcollin - E-Book

¡No tengo los códigos! E-Book

Christel Petitcollin

0,0
7,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La cultura llamada «normopensante» tiene sus códigos y su lógica, que en general se escapan de la comprensión de las personas atípicas (los sobreeficientes, los hipersensibles, los «piensa-demasiado»). Como todas las culturas, ésta tiene sus fortalezas y sus debilidades, sus mitos fundadores inamovibles, una forma de sabiduría y también sus límites. Al no conocer ni comprender sus resortes, las personas atípicas muchas veces están desvalidas, heridas, incluso en actitud rebelde frente a ese mundo que no comprenden. Debido a este desconocimiento, se sienten desplazadas, acumulan las meteduras de pata y a veces se muestran crueles con su entorno. Este trabajo, guía benévola para uso de los atípicos, es un manual de instrucciones que los ayudará a aceptar mejor su diferencia y a comprender el mundo en el que viven.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 283

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Christel Petitcollin

¡No tengo los códigos!

Si este libro le ha interesado y desea que le mantengamos informado de nuestras publicaciones, escríbanos indicándonos qué temas son de su interés (Astrología, Autoayuda, Ciencias Ocultas, Artes Marciales, Naturismo, Espiritualidad, Tradición...) y gustosamente le complaceremos.

Puede consultar nuestro catálogo en www.edicionesobelisco.com

Colección Psicología

¡NO TENGO LOS CÓDIGOS!

Christel Petitcollin

1.ª edición en versión digital: julio de 2022

Título original: J’ai pas les codes!

Traducción: Susana Cantero

Corrección: TsEdi, Teleservicios Editoriales, S. L.

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

Maquetación ebook: leerendigital.com

© 2022, Éditions Quintessence

(Reservados todos los derechos)

© 2022, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-9111-919-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Portada

¡No tengo los códigos!

Créditos

Preámbulo

Introducción

1. Las conversaciones de salón

2. ¿Están hechos los problemas para ser resueltos?

3. El gran cerebro de Sapiens

4. Las angustias existenciales

5. La conformación en relato

6. La cohesión del grupo a cualquier precio

7. El estilo libre de los sobreeficientes

8. La versión normopensante de la sobreeficiencia

Conclusión

PREÁMBULO

Mis queridísimos lectores:

Hace algún tiempo, recurrí a vosotros publicando este post en mis redes sociales:

«Queridos lectores, os necesito para mi próximo estudio:

Si alguien pudiera explicaros cómo funciona el mundo normopensante, ¿qué os gustaría comprender por fin? Gracias por contestarme por mensaje privado».

Habéis sido muy numerosos los que os habéis manifestado y vuestros mensajes han sido muy constructivos. Os expreso un inmenso agradecimiento y espero, a cambio, que este libro responda plenamente a vuestras expectativas, que conteste a vuestras preguntas y quizá también que os lleve allí donde no os esperabais.

Os deseo una buena lectura.

AVISO A LOS LECTORES «PICOTEADORES DE CONTENIDO»

Este libro lo he concebido siguiendo un recorrido lógico y progresivo para que podáis conectar fácilmente con los datos que contiene e integrarlos, y para que vuestras tomas de conciencia puedan realizarse suavemente y en profundidad. Para asimilarlo bien, ¡hay que leerlo en el orden en el que lo he escrito!

INTRODUCCIÓN

«A veces me topo con tal incomprensión por parte de mis contemporáneos que me atenaza una duda espantosa: ¿de verdad soy de este planeta? Y si la respuesta fuera sí, ¿no demostraría eso que ellos son de otro sitio?».

PIERRE DESPROGES

Hace ahora unos quince años, al hilo de las sesiones de coaching, iba descubriendo entre mi clientela una población que se quejaba de «pensar demasiado». Estas personas tenían muchos puntos en común: eran hipersensibles, creativas, inconformistas y torpes en sus relaciones sociales. Pensaban de sí mismas que eran empáticas, voluntariosas y afectuosas, pero muchas veces se las consideraba demasiado afectivas, invasivas y provocadoras. Con regularidad se las trataba de «osos amorosos», dado que su amabilidad se tomaba por bobería y su hipersensibilidad por fragilidad. Cuando empecé a descifrar mejor su perfil, deliberadamente rechacé los términos de «superdotado» y de «alto potencial» que a partir de entonces se han generalizado en la literatura sobre el tema. A mí me parecía que eso los connotaba demasiado como «superiormente inteligentes». Mi clientela tampoco se reconocía en esos apelativos. La inteligencia no pasa de ser un aspecto anecdótico de ese perfil que cada vez se va revelando más como algo simplemente ligado a particularidades neurológicas: una hiperestesia[01] combinada con un pensamiento complejo de tipo arborescente. Hoy día, gracias a un movimiento emergente en Canadá que aboga por la «neurodiversidad», han aparecido los términos de «neurotípico» y de «neuroatípico», que espero que se generalicen en sustitución de los vocablos «superdotado» y… ¿qué? ¿Infradotado? Precisamente para evitar ese escollo implícitamente inducido por la palabra «superdotado», he creado los términos «sobreeficiente» y «normopensante», que por supuesto son los que voy utilizar a partir de ahora. Para mí no hay ningún juicio de valor en estos apelativos. «Sobreeficiente» quiere decir que a uno le bulle algo en el cerebro. La palabra «normopensante» tan sólo expresa el hecho de que la persona tiene una manera de pensar que entra dentro de la norma. En cambio, está claro que los sobreeficientes no entran ni caben en esa norma. ¡Desbordan por todas partes!

Todos los sobreeficientes se quejan de no dominar los códigos sociales y de no captar los sobreentendidos. Suelen sentir una incomodidad, un malestar, un desfase en sus relaciones con los demás sin saber a qué atribuirlo. Perciben claramente que meten la pata, que molestan, que exasperan… Es agotador y descorazonador.

Cuando mencioné la idea de escribir este manual de desencriptación de los códigos normopensantes, muchos de vosotros juntasteis las manos y me suplicasteis que me aplicara a ello. Más tarde, a medida que mis pistas de reflexión iban tomando forma y yo os las iba exponiendo, os brillaban los ojos de placer y de curiosidad y concluíais: «¡Oh, qué ganas tengo de conocer la continuación!». Así que, una vez más, si vuelvo a tomar la pluma es sostenida por vuestro entusiasmo.

Cuando escribí Pienso demasiado, la idea que yo tenía era proporcionar unas instrucciones de uso sencillas y concretas para este cerebro complejo y deslumbrante, destinadas tanto a sus propietarios como a su entorno. Así pues, escribí tanto para los sobreeficientes como para los normopensantes. Yo creía que a todo el mundo le alegraría disponer por fin de una explicación sencilla y racional para ese funcionamiento atípico. Ingenua de mí, pensaba que los neurotípicos estarían encantados de poder comprender por fin a esa gente rara y emotiva, y de convertirlos en aliados suyos apoyándose en sus particularidades. Poco tardé en desengañarme.

Unos días después de la publicación del libro, recibía el primer mensaje que me indicaba que no iba a ser así. Un lector me contaba la mala acogida que le dispensaban los normopensantes cuando él abordaba el tema. Posteriormente, el fenómeno se confirmó. Numerosos lectores recomendaron insistentemente a su cónyuge o a sus padres que abrieran mi libro, pero en vano. El libro se quedó cogiendo polvo en la mesilla de noche. En cuanto el sobreeficiente volvía a la carga («¿Te has leído el libro ya?»), el cónyuge o el progenitor normopensante eludía la pregunta y cambiaba de tema.

Pocos son los normopensantes que han leído Pienso demasiado. Lo han hecho ante todo por amor hacia su hijo o hacia su cónyuge, y finalmente comprendieron que su querido Zabulón no hacía aposta eso de ser sensible, emotivo, ansioso, disperso… Y, sobre todo, se enteraron de que un sobreeficiente no puede cambiar su naturaleza profunda. De ello resultó lo que yo esperaba para todos: una comprensión y una aceptación recíprocas que generaron sosiego y reforzaron el vínculo, la complicidad y el amor que se tenían unos a otros. Incluso algunos vivieron la reavivación de una llama apagada después de treinta años de una vida conyugal a la que su incomprensión recíproca había llenado de tempestades. ¡Qué hermosos eran en su complementariedad recuperada! Estos pocos testimonios me demostraron que no me había equivocado respecto al posible impacto de ese libro.

Mi error fue creer que para los normopensantes pudiera ser una prioridad la comprensión de los atípicos. Este error lo comparten ampliamente los sobreeficientes. Sueñan con que por fin los neurotípicos los comprendan a ellos, en vano en una mayoría de casos. Despliegan una considerable energía en intentar explicar quiénes son, cómo funcionan, y lo que provocan es que les caiga un jarro de agua fría de: «Pero ¡que ese libro es una maniobra comercial, y nada más! Te dice lo que quieres oír. Todo el mundo puede reconocerse en él». Lo cual es totalmente falso, pero cierra eficazmente el debate y siembra la duda en la cabeza del sobreeficiente, que ya no sabe qué pensar.

En la misma línea, he recibido recientemente este correo de Simon:[02]

«Buenos días:

Su libro Pienso demasiado me ha ayudado mucho para comprender mis problemas. Gracias por su enfoque tan positivo. Quisiera pedirle un favor: estaría encantado de proponerles a mis contactos el mismo libro, pero escrito para los “normopensantes”, del tipo “La persona que tienes enfrente piensa demasiado”… Por supuesto, el contenido tendría que estar al alcance de ellos, pero sé que usted es capaz de eso (hay que evitar que suelten el libro a la segunda página…). Espero no haberla importunado mucho con mi carta a Papá Noel. Gracias otra vez y que vaya bien la continuación.

Simon».

Encuentro muchos de vuestros pensamientos en el mail de Simon:

• El deseo de que os comprendan los demás.

• La presunción de que no va a ser nada fácil que los normopensantes den ese paso.

• La conciencia de que hay muchas probabilidades de que «suelten el libro a la segunda página».

• La ingenuidad de creer que bastaría con poner la información a su alcance.

• Y, a pesar de todo, la intuición de que vuestra esperanza es tan utópica como una carta a Papá Noel.

Mi respuesta al mail de Simon también os afecta:

«Querido Simon:

Gracias por su mensaje. ¡Lo que sí es creer en Papá Noel es imaginarse, como hace usted, que a los normopensantes podría interesarles la comprensión de los sobreeficientes! No sueltan el libro a la segunda página: es que ni lo abren. Su lema es: “Es el individuo el que tiene que adaptarse a la sociedad, no la sociedad adaptarse a los individuos. Tú vuelve a la fila y todo te irá bien”.

Por eso prefiero escribir un libro que les explique a los sobreeficientes los valores y el funcionamiento del mundo normopensante, mejor que a la inversa. Ya conoce usted los célebres “No tengo los códigos” y “Meto la pata”. Me divierte bastante escribirlo. ¡No estoy segura de que les complazca a los sobreeficientes, pero sí tengo la certeza de que les será útil!».

Estos últimos años os he desvelado en mis libros mis reflexiones y mis descubrimientos a medida que los iba haciendo. Como una ojeadora, una exploradora, una hermana mayor que caminaba unos pasos por delante de vosotros por el sendero que iba desbrozando y transmitía la información sobre la marcha. Así que ya habéis descubierto pistas de comprensión del mundo normopensante en mis trabajos precedentes. Acostumbrada a veros hacer conexiones fulgurantes entre las diversas informaciones desde el mismo momento en que llegan a vosotros, pensaba que esa comprensión nueva de las situaciones bastaría para permitir que os adaptarais, en particular en el mundo laboral. Pensaba que mis lectores podrían aprender a tener en cuenta esas diferencias y que dejarían de meter la pata. Pero la experiencia me ha demostrado que no, que comprender el funcionamiento del otro tampoco es algo sencillo para vosotros. Finalmente, los sobreeficientes están tan presos de su sistema de pensamiento como los normopensantes del suyo, y cometen exactamente el mismo error: aplican sus propios criterios a una población que piensa, reflexiona y actúa según un paradigma diferente.

A día de hoy, mi razonamiento es el siguiente: los libros que intentan hacer comprender a los normopensantes el funcionamiento de los atípicos se han multiplicado casi en vano, aunque se pueda apreciar una ligera mejora en la escuela y en las empresas. Me mantengo muy prudente y espero a ver la continuación: ¿real y sinceramente les apetece a las empresas enriquecerse con las diferencias, o simplemente están haciendo comunicación cuando afirman estar abiertas a esas evoluciones? El futuro lo dirá. Pero ¿son sólo los neurotípicos quienes tienen que hacer el esfuerzo de comprenderos a vosotros? La petición de Simon y la literatura sobre el tema van en ese sentido e insisten: comprender al atípico, comprender al superdotado, comprender al hipersensible… En PNL[03] se dice: «Si lo que haces no funciona, cambia. Haz otra cosa». Efectivamente, cuando lo que hacemos no funciona, seguir haciendo más de lo mismo es una idiotez.

Así que yo he seguido el razonamiento siguiente: objetivamente, los que más sufren esta incomprensión recíproca son los sobreeficientes, quienes, además, son minoritarios. Así que una vez más les corresponde a ellos hacer el esfuerzo de comprender. Para mí, cambiar de enfoque es tomar el problema en el otro sentido y explicaros a vosotros, que sois buscadores de soluciones, los códigos del mundo normopensante y los sobreentendidos que no pilláis (que los normopensantes jamás podrán verbalizar, porque para ellos son evidencias), y explicaros el origen de vuestras meteduras de pata.

La cultura normopensante tiene sus códigos, pero también su lógica y su sistema de valores. Como todas las culturas, esta cultura tiene sus fortalezas y sus debilidades, sus mitos fundadores –inamovibles–, una forma de sabiduría y también sus límites y sus absurdeces. Los sobreeficientes muchas veces sufren ofensas del mundo normopensante, incluso se indignan contra él, en todo caso con la parte que emerge del iceberg que de él logran percibir. Conocer y comprender esos códigos no significa aprobarlos o adoptarlos, pero sí permite navegar con discernimiento por el mundo neurotópico sin encallar regularmente en los arrecifes de la incomprensión. Esto también permite enriquecerse con nuevas posibilidades de pensar, de tomar lo bueno y soltar el resto. Ciertos aspectos del mundo normopensante merecen realmente que los adoptemos. Y si se da el caso de que no os gusten ciertas cosas cuyo descubrimiento os propongo, eso os dará una idea más clara de lo que os gustaría ver cambiar en el mundo actual.

Yo soy sobreeficiente. Lamento no habéroslo dicho claramente ya en la escritura de Pienso demasiado. Quería mantenerme neutra y no pensaba que eso tendría tanta importancia en la continuación de la aventura. Yo creía que para mis lectores sería evidente que, para comprenderlos así de bien, forzosamente tenía yo que tener el mismo funcionamiento. Cuando escribí: «No se puede meter un embudo en una tubería», para mí la alusión era cristalina: para contener un embudo hace falta un embudo. Para algunos, sí, fue una evidencia el que, para comprenderos tan bien, yo no podía sino formar parte de la familia de los sobreeficientes, pero para otros, en absoluto. Y no me lo esperaba. Al contrario, me escribisteis que «para ser una normopensante», había hecho un trabajo notable. Vuestra inmerecida fascinación me incomodó profundamente, pero hasta mucho más tarde no me di cuenta de la extensión de mi involuntaria estafa: mi pseudoneutralidad os hizo creer, al igual que a Simon, que una normopensante podía comprenderos total y plenamente. Por desgracia, hoy sé que no hay nada de eso. Tendréis toda la lectura de este libro para comprender por qué escribo esto.

Así pues, siendo yo también sobreeficiente, al principio no poseía yo tampoco los códigos y los sobreentendidos que ahora os voy a exponer. ¡Tampoco estoy segura de haberlo comprendido todo! Pero no creo que los normopensantes os puedan explicar mucho mejor lo que para ellos es evidente o totalmente inconsciente. Una vez más, he salido como ojeadora. Esta búsqueda de comprensión ha sido un inmenso placer, una verdadera búsqueda del tesoro. He ido de sorpresa en sorpresa. Me reía de antemano de la jugada que os iba a hacer al provocar en vosotros tomas de conciencia iguales a las que a mí me saltaban bruscamente a los ojos. Llené mi cesta de sabrosas informaciones. Según mi costumbre, hoy comparto con vosotros todo lo que he podido observar, comprender, deducir y sintetizar. He reunido y estructurado todos los descubrimientos que he hecho en forma de un sistema de pensamiento coherente, que me parece representar bien la lógica neurotípica.

En PNL se considera que comunicarse es reunirse con el otro en el modelo del mundo que él tiene.

Esto es lo que os propongo que hagamos ahora. Así pues, emprendamos el viaje hacia el planeta normopensante.

[01]. La hiperestesia es el hecho de tener un sistema sensorial hiperdesarrollado.

[02]. Respeto la grafía de los nombres franceses, aunque algunos resulten incorrectos en castellano. (N. de la T.)

[03]. Programación neurolingüística.

Capítulo 1

Las conversaciones de salón

Cuando realicé mi pequeño sondeo acerca de lo que os gustaría comprender del mundo neurotípico, una petición desplazó ampliamente a todas las demás: ¡comprender por fin por qué son tan aburridas las conversaciones corrientes!

Me dijisteis que lo que más os exasperaba y más incomprensible os parecía era el tiempo perdido en parloteos insípidos, en conversaciones huecas, en abordar temas aburridos. Esas conversaciones estériles y estereotipadas sobre cosas anodinas os resultan insoportables. Me decís: «Yo no sé hablar para no decir nada. Me aburro; en medio de ese cacareo me entran ganas de gritar». Así que me pareció pertinente iniciar nuestro viaje al mundo normopensante por este aspecto de la comunicación.

Los epítetos que más utilizáis para calificar esas conversaciones vacías son: aburridas, fastidiosas, cansinas, monótonas, fútiles, huecas y, sobre todo, ¡insoportables! Os propongo que aprendáis a verlas como tranquilas, apacibles, aportadoras de seguridad y descanso y, sobre todo… ¡inofensivas! De hecho, hablar de todo y de nada manteniéndose en la superficie ahorra muchos contratiempos. Aquí tenéis, pues, las principales ventajas de quedarse en las banalidades.

Antes que nada, evitar las disputas

En una cena entre amigos, uno de los invitados, habitualmente adorable pero algo achispado aquella noche, se puso bruscamente a denigrar a un cantante famoso que, aun siendo muy rico, todavía encontraba el modo de «sacarse un dinero» estrenando una canción llena de buenos sentimientos. Según él, proponer semejante almíbar oportunista era burlarse de su público. Estúpidamente, visto el nivel de alcoholización de mi interlocutor, empecé a debatir con él sobre el hecho de que ése es efectivamente el objetivo de las canciones: provocar emociones hermosas. Él seguía empeñado: era una operación comercial y nada más. Cuanto más argumentaba yo, más nervioso se ponía él. Nuestro anfitrión intervino discretamente. Hizo una broma y hábilmente cambió de tema. Mi adversario se calmó de inmediato, mientras yo no había sabido más que irritarlo. Me aprendí muy bien la lección: tener razón no sirve para nada.

Imaginad que proponéis iniciar un debate sobre un tema de cierta importancia: la educación, la política, el clima, la distribución de la riqueza… ¿Tenéis idea de lo que eso va a generar? Todos tenemos una opinión personal, mucho más emocional que racional, sobre esos temas. Yo no me apeo de mi opinión, por supuesto, porque es la mía. ¡Pero los demás tampoco se apean de su opinión! Por eso mismo, en unas cuantas réplicas, obtendréis un pugilato. ¿Creéis realmente que nos podemos convencer unos a otros? Si la respuesta es sí, os equivocáis: ciertos investigadores han demostrado que cualquier contrapropaganda refuerza a la persona en su creencia inicial.[04] ¿Para qué sirve debatir, si no es para electrizar el ambiente y para estropear el vínculo entre las personas? Así que mejor quedarse en la superficie y evitar los temas controvertidos. ¡Después de todo, no es mentira que ese cantante famoso debió de sacarse mucho dinero con ese título empalagoso!

Por otro lado, seguro que sois vosotros los primeros en ofuscaros con la violencia de los debates en la Red. Publicando solamente gatitos y otras «monadas», uno puede ser capaz de conseguir la unanimidad en su página y no herir a nadie. Ése es exactamente el espíritu de las conversaciones neutras.

No arruinar el ambiente

Como a los sobreeficientes no les gustan las conversaciones anodinas, tienen tendencia a poner sobre el tapete temas «importantísimos», por aquello de abrir un debate «de verdad» sobre el final de la vida, la ecología o la corrupción de las élites… El ambiente de la velada cambiará rápidamente. Para los que simplemente habían ido a relajarse a una barbacoa, ese tipo de energúmenos son una plaga.

Cuando me preguntan a qué me dedico, si contesto con sinceridad, arruino el ambiente para toda la velada: ya no se hablará más que de los manipuladores y de las faenas que les hacen a los unos y a los otros. Me pasaré la velada dando consultas gratuitas a todos los invitados, porque todos conocemos por lo menos a un manipulador que nos tiene amargada la vida: ¡una velada de trabajo más! Tardé mucho en comprenderlo. Así que ahora eludo la pregunta: «¡Oh, esta noche no me apetece hablar de trabajo! ¡Estamos aquí para relajarnos!», y me apresuro a cambiar de tema… Una amiga contable me dice: «¡Pues tú di que eres contable y ya está! Ya verás lo eficaz que es para cerrar el debate». Todavía no lo he probado.

Huir del contagio emocional

He sido durante varios años formadora para una red de directivos. Iba por toda Francia a impartir talleres de formación para grupos ya constituidos, que se conocían bien y se entendían bien. Me gustaba mucho el ambiente de las jornadas de curso con aquellos managers. Ciertamente, tenían valores comunes –en especial el management humanista– e individualmente eran buenas personas, pero la cálida concordia de aquellos grupos estaba fuera de la norma. Los observé y escuché particularmente durante los descansos del café, esperando descubrir la composición de su argamasa relacional. Las conversaciones se me antojaban anodinas, banales y amistosas. ¡Qué misterio! Un día, un grupo que a mí me parecía particularmente cohesionado, pidió a una participante noticias de su implicación política. El domingo anterior se habían celebrado elecciones municipales. Ella les anunció que la habían derrotado y empezó a contar hasta qué punto la campaña electoral de su competidor se había basado en su denigración con sordidez. Era evidente que había vivido algo violentísimo y que tenía el corazón encogido. Todavía estaba del revés. No obstante, el grupo comentó el acontecimiento con despreocupación, le deseó que lo lograra la próxima vez y pasó rápidamente a otro tema. Yo vi a aquella participante hacer un gran esfuerzo sobre sí misma, tragarse las lágrimas que le asomaban y regresar poco después a la conversación general sin explayarse sobre su situación personal.

En aquel momento, el grupo me pareció cruel y aquella participante abandonada a su suerte. ¡Supongo que a vosotros también! Si hubierais estado allí, le habríais hecho corro a aquella mujer herida, la habríais incitado a abrirse a vosotros, a verbalizar su aflicción, la habríais consolado y reconfortado y algunos de vosotros habríais criticado con ardor a ese adversario sin delicadeza… Pero ése no era el lugar, hacer eso habría arruinado el ambiente para toda la jornada. Lo comprendí más tarde. Lo que también constituía la fuerza de esos grupos era el no saturarlos con las cuitas personales de cada uno y dejar los problemas profesionales para los espacios «de taller de resolución» que se habían organizado ellos mismos. De hecho, todos estaban muy alerta para mantener el ambiente sereno, alegre y distendido.

En su magnífica canción La Vie d’artiste, Christophe Maé canta:

La vida es un escenario, así que yo sigo con la farsa.

Digo que todo va sobre ruedas a pesar de los obstáculos.

Mamá me decía: no te desahogues demasiado, hijo.

No llorar es dar muestras de tacto.

Así que uno sonríe para dejar de estar triste.

Nos podemos disfrazar, todos somos artistas…

Por otro lado, en el mismo registro, la pregunta «¿Qué tal?» es uno de los puntos de tropiezo entre normopensantes y sobreeficientes: los sobreeficientes reprochan a los normopensantes que pregunten: «¿Qué tal?» y no sean capaces de oír la respuesta si las cosas no van bien. Efectivamente, como canta Christophe Maé, hay que comprender que no es una pregunta de verdad. Es un recurso estilístico. Sirve simplemente para iniciar una conversación, porque no nos dirigimos unos a otros de manera brutal y frontal. No, no es hipocresía, es simple educación. Y la cortesía exige que contestemos, a nuestra vez, «¡Bien, gracias!» y no aprovechemos la ocasión para desplegar cada uno nuestra vida, porque cada uno tiene sus problemas y no debe cargar al otro con sus cuitas personales.

La madre de Christophe Maé tiene razón: no desahogarse, contener las lágrimas, es una demostración de tacto. Así que, cuando os pregunten «¿Qué tal?», utilizad esa pregunta como una fórmula mágica que os enciende la bombilla: «Éste es el momento de enderezarme, respirar hondo, dejar a un lado mis estados anímicos y entrar a la conversación ofreciendo mi benévola neutralidad».

Uno de los medios que utilizaban aquellos grupos de formación de managers para purgar sus emociones era iniciar la jornada con un «parte meteorológico emocional», y cada uno tenía tiempo para decir: «Yo hoy, Sol, nubes, niebla o grandes relámpagos, porque…» en unas cuantas palabras, con el fin de dejar ahí sus humores y después poder pasar a otra cosa. El parte meteorológico emocional es una herramienta muy poderosa que se puede utilizar ya desde el parvulario y que funciona igual de bien en el mundo profesional. El contagio emocional[05] de un grupo es tan dañino en negativo –pesadumbre, miedo, incluso pánico colectivo o ira que conduce a sublevaciones– como en positivo –euforia o alborozo–, y puede provocar movimientos de masa incontrolados: desplome de tribunas, pisoteo de gente atascada debajo de un puente o, peor, una muchedumbre fanatizada gritando «¡Heil!» mientras estira el brazo. Así que evitemos contaminarnos unos de otros con nuestros estados anímicos. «¿Qué tal? ¡Muy bien, gracias! ¿Y tú? Igual».

Todos tenemos problemas

Es la historia de un hombre que se está cayendo de un rascacielos. Al pasar a la altura del décimo piso, el hombre se dice: «Bueno, ¡uf! Hasta aquí, todo va bien». A cada instante, haciéndonos la pregunta de saber qué tal estamos, podemos con la misma objetividad considerar que estamos bien si nos concentramos en los aspectos positivos de nuestra vida (y siempre los hay), o considerar que las cosas nos van fatal si nos focalizamos en contratiempos pasajeros y en nuestro estado emocional del momento. A mí me parece que los neurotípicos tienen suficiente sabiduría y perspectiva como para saber que los contratiempos y las alegrías son cosas que van y vienen, y que nada perdura, incluso cuando nos va bien. La famosa vía del justo medio, preconizada por el budismo, consiste en acoger los gozos y los pesares con distancia y discernimiento: «¿Qué quedará de todo esto dentro de ciento cincuenta años?», cantaba Raphael. ¿Qué quedará mañana de todo lo que hoy me perturba o me entusiasma?

Así pues, hay una auténtica filosofía detrás de ese mecanismo que consiste en callar uno sus problemas en sociedad y hablar de otra cosa. Partamos del principio de que todos tenemos nuestras cuitas y de que no merece la pena cargar al otro con ellas. Él también tiene sus propios problemas que manejar y nos hace el regalo de no agobiarnos con ellos. Así, cada miembro del grupo es corresponsable del estado emocional del grupo entero.

Comprended ahora que si lleváis al grupo vuestras emociones, le imponéis el tono. He aquí por qué los normopensantes os consideran unos aguafiestas. Así, evitar hablar de nuestros problemas es un regalo que les hacemos a los demás. Evitar contaminarlos emocionalmente; incluso, también, con nuestra euforia del momento.

No enamorarse de forma inesperada

¿Sabéis que todos podemos enamorarnos unos de otros en 45 minutos haciéndonos solamente 36 preguntas? Éste fue el descubrimiento realizado en 1997 por el profesor Arthur Aron, investigador en psicología. En su universidad estadounidense, trabajaba sobre la intimidad y buscaba cómo hacerla emerger entre dos personas que no se conocían. Para ello, elaboró un ejercicio cuyos resultados rebasaron ampliamente sus expectativas. Las parejas de cobayas se enamoraron casi sistemáticamente. Por supuesto, algunos van a husmear en los datos de la experiencia: el cuestionario solamente haría que se enamoraran aquellos que ya se habían elegido de forma mutua, conscientemente o no, y aún quedaría camino por hacer para que el deseo se transformase en sentimiento. Ciertamente. No obstante, la eficacia de este cuestionario es innegable. Crea calor humano entre las dos personas implicadas e incluso puede utilizarse para reavivar una llama vacilante o para reforzar vínculos de amistad. ¿En qué mecanismos reposa? En la creación de un espacio de intimidad en el que cada uno puede interesarse sinceramente por el otro y expresarse con toda autenticidad. Las preguntas llevan a uno a evocar su infancia, a sus padres, sus logros, sus miedos, sus fallas narcisistas, sus valores, pero también a participar en el refuerzo narcisista del otro: decir lo que nos gusta de él, los puntos comunes que encontramos entre ambos…

Mandy Catron sacó de esto un libro: Comment tomber amoureux d’un parfait inconnu.[06] Cuenta en él que este cuestionario le permitió enamorarse de un compañero al que apenas conocía. Reconocía que el contenido de las preguntas no es lo más importante y que muchas de ellas se podrían sustituir por otras. Pero lo que sigue siendo fundamental es que esas preguntas permiten entrar en un proceso de desvelamiento recíproco de uno mismo. Ahora bien, esta manera de comunicarse, interesándose sinceramente por el otro, y de desvelarse íntimamente es una de vuestras especialidades. He ahí por qué indisponéis a todo el mundo. Sabed que muchos de vuestros interlocutores creen que estáis ligando con ellos. ¡Imaginad que en cada barbacoa entre vecinos, los convidados se enamoren unos de otros a la mínima conversación! La etapa de después sería la guerra entre los cónyuges cornudos… o una tremenda orgía. Una vez más, pues, es mucho más razonable hablar del tiempo, del último partido de fútbol, de los méritos comparativos de las marcas de coches o de mi receta de tarta de fresa (sin dar tampoco demasiada información de mi receta, ¡no exageremos!).

La función social del cotilleo

«El hombre es el único animal dotado de palabra. Aprovechando esta ventaja, ha aprendido a hablar para no decir nada. No se calla la boca salvo en una única circunstancia: ante la injusticia».

FRÉDÉRIC DARD

A partir de su «revolución cognitiva» de la que os hablaré más adelante, el Sapiens adquirió un lenguaje cada vez más sofisticado a medida que se iban desarrollando sus capacidades de abstracción. Así fue, pues, como pudo acceder a la charla y al cotilleo, que poco a poco fueron cumpliendo la función que tenía el despioje entre los monos: la de crear un vínculo social. Un grupo típico de chimpancés cuenta entre veinte y cincuenta individuos. Muy excepcionalmente se han observado grupos que alcanzan el centenar de individuos. En cuanto la población aumenta demasiado, el grupo se escinde: se crea una pandilla aparte. Ésta se convierte en un nuevo grupo y se aleja del primero. La conversación ayudó al Sapiens a crear grupos más grandes y más estables. La investigación en sociología demuestra que el cotilleo por sí solo puede bastar para cohesionar grupos humanos de hasta unas ciento cincuenta personas. Más allá de esta cifra, el cotilleo y la confraternidad ya no bastan para garantizar la cohesión del grupo. Hay que añadirles un líder, un proyecto, un relato… Pero ciento cincuenta personas ¡son ya un buen grupo! El cotilleo participa, pues, en gran medida en la cohesión y en la cooperación, excepcionales, de los Sapiens. Daniel Tammet, autista asperger y autor del libro Embrasser le ciel immense,[07] ha observado que el cotilleo contenía apenas un 10 % de maledicencia en un 90 % del tiempo pasado hablando unos de otros: «A mi suegra la han operado de la vesícula… Mi primo se ha comprado un coche, está muy contento con él. El hijo de la vecina tiene una novia nueva…». Esta charla que os resulta insoportable es un dulce balbuceo infantil que permite crear vínculos de manera inofensiva y segura. La astucia está en no demorarse en ningún tema y en ir deslizándose de uno a otro en un hábil fundido encadenado. Si miramos más de cerca, de todos modos, todo el mundo habla para no decir nada, incluso los sobreeficientes. Adeptos a las conversaciones profundas, les gusta rehacer el mundo y barajar conceptos que consideran más filosóficos, pero son igualmente virtuales. Seamos sinceros: aunque consistan en abordar los «grandes problemas de la vida», estas conversaciones tampoco nos llevan más allá.

En cuanto a las conversaciones íntimas de corazón a corazón, os pueden poner en peligro. Peligro de haceros demasiado cercanos, ya lo hemos visto más arriba, pero también peligro de desvelaros en exceso en un contexto en el que esto no puede sino jugar en vuestra contra. ¿Cuántas veces habéis tenido la impresión de hablar de más sobre vosotros mismos?

Las conversaciones «pasatiempo» en análisis transaccional (AT)

El psiquiatra estadounidense Éric Berne, fundador del método del análisis transaccional, tituló uno de sus libros como Que dites-vous après avoir dit bonjour? [08] En él desarrolla uno de los conceptos principales del AT, la noción de stroke, que significa «contacto», «golpe» o «caricia», y que en francés se ha traducido por «signo de reconocimiento». Podríamos definir ese «signo de reconocimiento» como el átomo más pequeño de contacto humano del que todos tenemos necesidad para sentir que existimos. Lo han demostrado numerosos estudios: sin ningún signo de reconocimiento, el ser humano se marchita, se vuelve loco y se sume en una nada más aterradora que la muerte.[09] Por eso mismo, las personas organizan inconscientemente sus jornadas para ir espigando en ellas el cupo de signos de reconocimiento que necesitan para sentirse vivas.

Éric Berne define niveles de intensidad de esas estimulaciones, desde la «retracción» a «la intimidad», pasando por diferentes estadios de irradiación. Es algo así como si los signos de reconocimiento fueran más o menos alimenticios en función de los contextos en los que se distribuyen.

La retracción: Partiendo de cero, la retracción permite, justamente, evitar que recibamos signos de reconocimiento. Es más bien un espacio de soledad en el que uno puede clasificar y «digerir» los signos de reconocimiento que ha cosechado recientemente o protegerse de los signos de reconocimiento negativos y destructores.

Los rituales: Son las pequeñas citas personales (mi taza amarilla del desayuno) que funcionan como un servicio «mínimo-vital». Cuanto más solos estamos, más llenaremos nuestra vida de rituales. Esto puede incluso volverse problemático: cuando hemos tenido que rellenar mucho nuestra vida de rituales para sobrevivir, un encuentro humano, aun siendo más nutritivo, amenaza ese frágil equilibrio. Los fisioterapeutas os lo dirán: a ciertos retraídos aislados les cuesta mucho trabajo añadir una reeducación en su planning, muy vacío en apariencia pero repleto de rituales. Igualmente, los rituales colectivos (los saludos, por ejemplo) permiten intercambiar un mínimo de reconocimiento recíproco. El mensaje es: «No eres transparente, no eres un mueble». Incluso saludar a una persona de lejos con un signo de la mano basta para hacer que se sienta viva. ¡Saludad todas las veces que podáis!

Los pasatiempos: