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En este volumen de las Obras completas de Alfonso Reyes (1889-1959) se recogen algunas de las obras más peculiares y características de su finísimo espíritu, a la vez profundo y enciclopédico. Los siete sobre Deva (1923-1929), título de claras resonancias clásicas, es una fantasía a tres voces en la cual el ensayo divaga por la anécdota y el poema va describiendo, en un cuento de cuentos, un trayecto parabólico. Diálogos filosóficos cuajados de múltiples y amenas anécdotas, los de Los siete sobre Deva personifican ideas al hilvanar reflexiones sobre toda suerte de temas. La propensión al paseo dialéctico y las construcciones casuísticas, que en Reyes asumen tan personales rasgos, hacen de este ensayo, donde tres personajes piensan y cuatro rumian en silencio, el apropiado arranque del tomo presente.
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Seitenzahl: 958
Veröffentlichungsjahr: 2024
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letras mexicanas
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1981 Primera reimpresión, 2000 [Primera edición en libro electrónico, 2024]
D. R. © 1963, Fondo de Cultura Económica D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel.: 55-5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-968-16-0471-4 (impreso)ISBN 978-607-16-8235-2 (ePub)ISBN 978-607-16-8239-0 (mobi)
Hecho en México - Made in Mexico
PUBLICADAS ya en las Obras Completas de Alfonso Reyes, las suyas de mayor envergadura o de óptima representatividad, aparecerán en ellas de hoy en adelante quizá las más peculiares, las más características de su espíritu finísimo, profundo y enciclopédico. Todo el presente volumen XXI ha sido planeado desde el punto de vista del ensayista, del Reyes más reconocido y por lo tanto menos regateado. Es mínimo esfuerzo de justicia pero también el más unánime por evidente y no disputable. Quienes querían o pretendieron negar o disminuir al poeta, al autor teatral, al cuentista o al gran exégeta, concedían de buen grado, y no sin escasa malicia, que lo más valioso de Reyes era el ensayo. “El ensayo —hemos escrito en otra ocasión—, por su carácter individualista, espontáneo y provisorio, parece fruto típico de la cultura hispanoamericana, tan generosa en la improvisación de ‘pensadores’ no profesionales.” Y ya sabemos que los profesionales no siempre son los mejores, por lo menos literariamente.
En Reyes ocurre también esta virtud por modo de excepción. Comenzó haciendo versos y él se prometía seguir haciéndolos durante toda la vida que le quedara. En efecto, sus primeras salidas en letra impresa fueron en verso: “Nuevo estribillo”, en Los Sucesos, México, 24 de mayo de 1905; “La duda”, en El Espectador, de Monterrey, 28 de noviembre del mismo año; y “Mercenario”, en Savia Moderna, t. I, núm. 3, México, mayo de 1906. Sin embargo, los versos manuscritos son de 1900, de los 11 años de este otro poeta-niño. Pero los caminos de la creación personal son bien diversos y variados y los de la receptividad crítica, múltiples y caprichosos. De esto fue muy consciente el propio Reyes, como lo declaró enfática y sinceramente en lo que sigue a Rubén Darío, a 19 de noviembre de 1911, cuando apenas contaba con 22 años:
No he publicado más que las Cuestiones estéticas, que usted conoce, por mucho que mi primera dedicación fueron los versos. Sé que en nuestra América hay riesgo en publicar prosa antes que verso, pues la mayoría de los poetas se refugian, tras este accidente insignificante, para declarar que no es uno temperamentalmente poeta. Sin embargo he preferido hacerlo así, por el sencillo motivo de que sentí mi prosa más madura ya que mi verso. Yo no tengo la culpa de mis naturales ritmos de desarrollo, ni pretendo dar a estos fenómenos más importancia de la que tienen. Respecto a si soy o no soy poeta, temperamentalmente, me parece que aún es prematuro que yo mismo quiera decirlo (El archivo de Rubén Darío, Buenos Aires, Editorial Losada, 1943, pp. 413-414).
Así fue, pues, que la naturaleza y la suerte quisieron que los ensayos de Alfonso Reyes ganaran muy prontamente el interés y la admiración de propios y extraños. El poeta precoz postergó voluntariamente (autocríticamente) sus versos y prefirió aparecer ante el público como prosista en un libro impreso. Las primigenias Cuestiones estéticas se publicaron en París (P. Ollendorff, 1911), con un prólogo de Francisco García Calderón, espaldarazo no solicitado, además de entusiasta y profético. “Éste es un prólogo espontáneo —dice García Calderón en el primer párrafo—, el anuncio de una hermosa epifanía. No me lo ha pedido el autor al confiarme la publicación de su libro: me obliga a escribirlo una simpatía imperiosa.” A mediados de 1911 debieron llegar los primeros ejemplares a México y a otras partes de América; una lista escueta de la crítica que suscitó nos da idea de la grata acogida que tuvo el libro: Julio Torri (Revista de Revistas, México, 16 de julio), Rafael O. Galván (Las Novedades, Nueva York, 20 de julio), Carlos González Peña (El Mundo Ilustrado, México, 23 de julio), Daniel M. Arévalo, comentario a la crítica de Julio Torri (La Justicia, México, 1º de agosto), Gregorio Ponce de León (Gil Blas, México, 16 de agosto), Charles Leonard Moore (The Dial, Chicago, 16 de septiembre), Federico García Godoy (La Cuna de América, Santo Domingo, 17 de septiembre) y Federico Henríquez y Carvajal (Ateneo, Santo Domingo, octubre de 1911). Estas otras reseñas aparecieron en Francia el año siguiente: Ernest Mérimée (Bulletin Hispanique, Burdeos, enero-marzo de 1912) y Jean Pérès (Bulletin de la Bibliothèque Américaine —Amérique Latine—, París, 1912). Maestros europeos de reconocida fama, mayores que el joven autor en más de veinte años, como Arturo Farinelli (1867-1948) y Émile Boutroux (1845-1921), al recibir el libro le escribieron invitándolo a compartir a su lado las investigaciones y estudios que realizaban. Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) lo felicitó por los ensayos sobre Góngora y Diego de San Pedro; y Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) leyó con atención esas mismas páginas, ya enfermo de muerte, pues fueron las únicas que abrió y llevan marcas de su mano, como lo atestigua quien tuvo el ejemplar a la vista.
Desde la primera reseña de Julio Torri sobre las Cuestiones estéticas de Reyes, que di a conocer en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (agosto de 1978, año VIII, núm. 92, p. 18), hasta hoy, los críticos de nuestras letras no han dejado de ocuparse de la obra ensayística del maestro mexicano. Vale señalar lo más granado que ha llegado a volumen: Medardo Vitier (Del ensayo americano, México, Fondo de Cultura Económica, 1945, pp. 269-287 y 292-293); José Luis Martínez a partir de su exhaustivo y enjundioso trabajo sobre “La obra de Alfonso Reyes” (Cuadernos Americanos, México, enero-febrero de 1952, pp. 109-129), ha desenvuelto sus ideas sobre los ensayos de Reyes, clasificación y antologías; estableció primero un fino cedazo de diez apartados que luego aplicó al conjunto del material estudiado en El ensayo mexicano moderno (México, Fondo de Cultura Económica, 1958, 2 vols.). Ahí figura Reyes en el primer volumen, páginas 266-269, muy ampliadas en la segunda edición de 1971, que fue corregida y aumentada; mientras tanto acometió una Antología de Alfonso Reyes, selección y prólogo suyos (México, Secretaría de Educación Pública, 1965, 200 pp.), específicamente de ensayos, como que se trataba de un volumen de la serie “Pensamiento de América” (serie II, vol. 1). Las fechas del prólogo nos indican los retoques y amplificaciones a que fue sometido en esta versión el ensayo primitivo de Cuadernos Americanos (1951-1960).
Párrafo aparte merecen dos estudiosos de la obra de Reyes, que han dedicado especial atención a sus ensayos: Manuel Olguín comenzó comentando Los siete sobre Deva en 1944 (Books Abroad, Norman, Oklahoma, verano) y La antigua retórica (idem & ibidem, otoño) y concluyó con una obrita fundamental, Alfonso Reyes, ensayista: vida y pensamiento (México, Ediciones De Andrea, 1956, 232 pp.), donde parcela en cuatro grandes etapas la producción de Reyes dentro del género y apunta los temas más reiterados o persistentes en cada una. Obtuvo muchas reseñas de reconocimiento, pero el mejor, sin duda, fue el del propio Reyes, que escribió al leer el manuscrito: “Manuel Olguín es uno de los más completos conocedores y jueces de mi obra”. James Willis Robb, crítico, antólogo y bibliógrafo de la obra de Reyes, tiene en su haber unas 38 entradas suyas en su Repertorio bibliográfico de Alfonso Reyes (México, UNAM. 1974, 295 pp.); naturalmente que muchas de ellas figuran en su obra fundamental: El estilo de Alfonso Reyes (México, Fondo de Cultura Económica, 1965, 270 pp. Segunda edición revisada y aumentada, 1978, 304 pp.) y en su antología reyística de Prosa y verso (Madrid, Ediciones Cátedra, S. A., 1975, 206 pp.) o en sus Estudios sobre Alfonso Reyes (Bogotá, Ediciones El Dorado, 1976, 168 pp.). Ahora estamos armados de todas armas para emprender cualquier estudio sobre los ensayos de Reyes, en especial cuando el intento de Robb ha sido el de “estudiar las características más sobresalientes del estilo artístico de Alfonso Reyes, manifiestas en la totalidad de su obra literaria pero que se revelan más sorprendentemente —a nuestro juicio— en su prosa ensayística” (p. 7).
El contenido de este volumen abarca los de 1923 a 1959, el año del fallecimiento de Reyes. Son varias épocas de creación las que se agrupan; son muchos y ricos los estilos particulares que utiliza según el tema y la disposición del ánimo. Todos ellos muy representativos del espíritu múltiple que poseía, con la ventaja que por primera vez los tenemos agrupados en un solo mazo cronológico, labor que él mismo pretendió hacer, según los proyectos que tenemos a la mano, pero que a diario corregía o ampliaba por la propia fecundidad de su minerva. Nos atenemos a las fechas declaradas en los propios impresos y a los indicios bibliográficos o manuscritos que hemos podido obtener dentro y fuera de los textos, aun en los museos o en la calle, como en algún caso se verá. Comenzamos, pues, a describirlos en orden cronológico, agregando la crítica, la autocrítica, en fin, la bibliografía interna y externa de cada pieza. Es la primera:
Alfonso Reyes // Los siete sobre Deva // Sueño de una tarde de agosto // Ediciones Tezontle // [Sin fecha ni colofón; en p. 84 s. n., la última se lee únicamente “Gráfica Panamericana”.]
Como toda obra de Reyes, Los siete sobre Deva tiene una historia particular; a nadie se le escapa que el título encierra un juego de palabras con Los siete sobre Tebas, de Esquilo, que Reyes no trata de ocultar, puesto que cita un fragmento del texto en traducción de don Fernando Segundo Brieva Salvatierra, el de la madrileña “Biblioteca Clásica” de Luis Navarro (Esquilo, Teatro completo), de fines del siglo XIX; lo curioso es que fue la única vez, al frente de Los siete sobre Deva, que usó esa traducción, quizá la que pudo haber a mano en Buenos Aires. Porque así como tenemos seguridad, por esa nota preliminar de Reyes, de que esta pieza, “este sueño, [fue] comenzado [en Deva] por agosto de 1923”, estamos seguros que fue concluida en la Argentina, o más concretamente en Buenos Aires, pues el penúltimo párrafo del texto acarrea una imagen que sólo ahí podía ocurrírsele:
En el recodo de la ría [de Deva] se desfonda una barca, moribunda y anclada desde hace años, carcomida y oxidada toda, hecha fantasma de sí misma, abierta como una granada y con las costillas de hierro al aire: triste caballo fallecido, como esos que vemos en la pampa calcinarse al sol.
Hasta podríamos fechar este párrafo, gracias al propio Diario de Reyes, que llevó por esos años: “Buenos Aires, 16 de junio de 1929. He estado todo este tiempo trabajando en Los siete sobre Deva. Me divierto mucho con este libro” (Guanajuato, Universidad de Guanajuato, 1969, p. 281). La paginita inicial se fecha por sí sola, al hablar en ella de que el sueño comenzado en agosto de 1923 sucedió “mucho antes del desastre español”, de aquella terrible “riña entre hermanos” de 1936 a 1939. Por eso quiso Reyes, a su regreso a México, dar un anticipo de este libro a la revista Romance, hogar de los republicanos españoles refugiados. Ahí apareció “La escena y los Cuatro” con el solo título del libro (15 de enero de 1941, año I, núm. 20, pp. 1-2). Y aun es posible que esa página hubiera sido redactada al dar el libro a la imprenta en 1942, porque quiere establecer un contraste entre la Deva de los primeros años veinte y la de la Guerra Civil: “De aquí que mi Deva, la del fácil recuerdo —que he evocado ya en otro libro—, aparezca [en el libro] como lugar de esparcimiento y ocioso motivo de verano…” En Las vísperas de España, en efecto, transcurren las plácidas imágenes y evocaciones de “Deva, la del fácil recuerdo” (1923), donde fácil no tiene nada que ver con lo que se puede hacer sin mucho trabajo y hasta por docilidad, flaqueza o liviandad, como quiere el Diccionario, sino por lo contrario, con el poco esfuerzo de evocación, con anhelo tan concreto y tan precisa vehemencia, que no queda más que entregarse a la espera, a la cercanía, a la llegada del gozo apetecido constantemente. Perdón por la paráfrasis excitante: sólo he querido provocar la lectura (Obras Completas, II, pp. 177-179). El mismo Reyes, tan fiel historiador de sus escritos, dedicó un párrafo de sus memorias bibliográficas a estos veranos fértiles y queridos:
Estas imágenes de la tierra vascongada inspiran varias de mis páginas en prosa y en verso, de 1921 en adelante, y andan en Las vísperas de España, en Cortesía, en la Obra poética, y esparcidas en las Simpatías y diferencias, sobre todo en la última serie (Reloj de sol). “Deva, la del fácil recuerdo” era mi cuartel general. Y todavía años más tarde le consagré esa divagación (¿ensayo, poema, anecdotario?) que llamé —acaso con un mal chiste— Los siete sobre Deva (1942), pace Esquilo (“Historia documental de mis libros”, cap. XII, en Universidad de México, junio de 1957, vol. XI, núm. 10, p. 16).
Pues meramente nada tienen que ver estos ensayos de los años veinte de este siglo con el drama griego representado el año 468 antes del Cristo. Decía Reyes en la nota preliminar que a Los siete sobre Deva “hace unos siglos [los] hubieran llamado Silva de varia lección, y poco después, Cajón de sastre”; este último título rompió la curiosidad de la crítica anónima: “Cajón de sastre llama Alfonso Reyes a su nuevo libro Los siete sobre Deva” (Noticias de México, 20 de agosto de 1942; en inglés: “Cajón de sastre is what Alfonso Reyes calls his new book…”, en Mexico News, 15 de septiembre). El resto de la crítica mexicana, española en México y suramericana vieron el libro como una novedad; podía ser, además, un “cuento de cuentos” y muchas cosas más, según el autor había previsto. Pero sigamos con la bibliografía que despierta: Pedro Gringoire (Excélsior, México, 23 de agosto), Roberto F. Giusti (Nosotros, Buenos Aires, agosto), Francisco Giner de los Ríos (El Noticiero Bibliográfico, México, septiembre), Ernestina de Champourcín (Rueca, invierno), G. Diego Fernández (Rumbo, México, mayo-junio de 1943), Ernestina de Champourcín (Novedades, México, 14 de noviembre) y Manuel Olguín (Books Abroad, Norman, Oklahoma, verano de 1944).
Años más tarde el cuentista y crítico Enrique Anderson Imbert llamó nuestra atención respecto a la naturaleza de Los siete sobre Deva; en un ensayo que ha tenido merecida divulgación, acerca de “La mano del comandante Aranda, de Alfonso Reyes”, describe y clasifica la actividad cuentística de Reyes, de esta manera:
Alfonso Reyes escribió cuentos directamente extraídos de la realidad exterior y de sus íntimas experiencias, pero ahora quiero ocuparme de aquellos otros que se apoderaron de una materia ajena. Voy a clasificarlos según los modos de usufructuar una herencia narrativa. 1) Cuentos con duplicaciones interiores en los que un narrador encaja un cuento dentro de otro. En Los siete sobre Deva uno de los personajes cuenta, a su vez, el cuento “El sillón de sorpresas” (Revista de la Comunidad Latinoamericana de Escritores, México, 1976, núm. 17, p. 50).
Sin negarle razón, antes bien agradeciendo su perspicaz observación del apartado número 1 de su clasificación, que por mucho tiempo nos hizo dudar si incluíamos este libro en el volumen previsto de creación narrativa, queremos oponer la referida opinión interrogativa de Reyes: “¿ensayo, poema, anecdotario?”, que concede al ensayo el primer lugar de su propia dubitación y al cuento la exclusión absoluta. En ocasión anterior y meditando dentro de un cuento verdaderamente cuento como “La fea” (Río, mayo de 1935), que incluyó voluntariamente en dos de sus colecciones cuentísticas: Verdad y mentira (Madrid, Aguilar, 1950) y Quince presencias (México, Obregón, 1955), dice con sobrada autocrítica:
Necesito cortar constantemente mi narración con desarrollos ideológicos. Yo sería un pésimo novelista. Mucho más que los hechos, me interesan las ideas a que ellos van sirviendo de símbolos o pretextos.
Y aun cuando Reyes dice ahí “novelista” en vez de “cuentista”, el modo, el procedimiento que usa en Los siete sobre Deva, donde “corta constantemente la narración con desarrollos ideológicos… [porque] mucho más que los hechos [narrados], le interesan las ideas a que ellos van sirviendo de símbolos o pretextos”, nos hace pensar que el protagonista autobiográfico de “La fea” era un buen autocrítico de sus narraciones. Tan es así, que Olguín, ducho en esta materia, consideraba que la “colección de ensayos filosóficos sobre temas de la existencia [de El suicida], algunos sugeridos por la vida misma [y] otros por las páginas de un autor favorito… anuncian los ejercicios más deleitosos y de mayor trascendencia de Los siete sobre Deva” (pp. 58 y 59). Casi coincide con Anderson Imbert, hasta con los mismos términos, aunque la conclusión es diversa. El resumen de Olguín demuestra que Los siete sobre Deva son diálogos filosóficos, aunque cuajados de anécdotas amenísimas:
En una bucólica tarde de agosto, cuatro campesinos se han reunido a comer en un huerto de Deva. Por la vega aparecen tres figuras: Oceana, Epónimo y Américo, ideas personificadas que divagan libremente, por el puro placer de divagar, mientras los otros cuatro mastican. Esta quimera sirve al autor para hilvanar toda suerte de reflexiones sobre múltiples temas. La tendencia a la argumentación dialéctica, a la disquisición casuística, a la construcción del pequeño sistema que ya habíamos comprobado en El suicida, reaparece aquí, con una amable sonrisa de buen humor y picardía (pp. 96-97).
Por lo demás, James W. Robb ha reforzado el carácter filosófico del libro, “libro amorfo”, “libro abierto sobre una perspectiva indefinida”, como los Motivos de Proteo, de Rodó, que tanto fascinaron la mente de Reyes, sin dejar de aceptar que los apólogos y diálogos filosóficos están montados en argumentos y anécdotas narrativos, que hasta admiten títulos de apariencia cuentística, pero al fin y a pesar de las relaciones de temas y personajes, establece las ideas fundamentales, veintiún temas que se entrelazan como en el Decamerón de Boccaccio, con una forma literaria muy peculiar de Reyes, que Robb titula “ensayo-divagación” (pp. 209-222). Todos estos testimonios nos han hecho preferir Los siete sobre Deva como el arranque ensayístico de este volumen.
No debo dejar sin anotar ciertos autores y piezas literarias y filosóficas que algo más que erudición significan en el texto que nos ocupa; antes que rompa el diálogo entre los protagonistas alegóricos, se citan dos versos de Darío, sin mencionarlo. La cita se hizo de memoria, como Reyes acostumbraba citar a Darío, pero así como la usó calzaba cabalmente con su prosa. Empero deben corregirse en el texto, por afán de limpieza y exactitud: “En Deva acontece algo: hay siete sobre Deva. / El órgano de Amor riega sus sones. / Cantan. Oíd: ‘La vida es dulce y seria’ ” (Cantos de Vida y Esperanza. Madrid, 1905, XI, vers. 3-4). En el capitulillo de “El sillón de sorpresas”, Américo dice: “No recuerdo lo de León Hebreo: él propone simetrías y correspondencias, partiendo en cruz el cuerpo humano. Las manos, con los pies; la boca y el sexo, ¡qué sé yo!”; este pasaje remite a otro de Andrenio: perfiles del hombre, caps. “La jornada del hombre” (México, septiembre de 1957) y “Cuerpo v alma” (idem & ibidem), según mis notas al tomo XX de las Obras Completas, pp. 417 y 447 n., donde se remite a otros volúmenes de las Obras: VI, pp. 216 n. y 247, y VIII, p. 389. Por otro lado, puedo dar noticia de que Reyes tenía en gran estima su ejemplar personal de La traduzion del indio de los tres Diálogos de Amor de Leon Hebreo, hecha del Italiano en Español por Garcilaso Inga de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeça de los Reynos y Provincias del Piru… Madrid, Pedro Madrigal, M. D. X. C. 8º, 24 + 10 hs. s. f. + 313 hs. y 31 de tabla y erratas (Descripción bibliográfica del propio Reyes en “Ejemplares estimables de la Biblioteca Alfonsina”, II, en Biblioteca Alfonsina, México, abril de 1959, núm. 4, p. 5).
Otras dos referencias están ligadas a la obra y vida de Reyes: en acápite “Las naciones crepusculares”, Oceana se refiere al “Justo parangón del caso que encontramos ya en Mateo Rosas de Oquendo, poetastro del siglo XVI que vagabundea por América, y que ya nos cuenta del peninsular que llega a las Indias con una mano adelante y otra atrás, dándose humos de gran señor y contando que el pirata inglés lo ha despojado en la travesía”; Reyes conocía a fondo la vida y manuscritos de Rosas de Oquendo, como queda demostrado en su erudito trabajo “Sobre Mateo Rosas de Oquendo, poeta del siglo XVI”, publicado en la Revista de Filología Española, Madrid, 1917, IV, pp. 341-370, y después incluido en la primera serie de sus Capítulos de literatura española (ahora en las Obras Completas, VI, pp. 25-53 y 127 n.). Responde a continuación, ahí mismo, Epónimo: “Yo sé de otro. Lo nombro para desagravio de Baroja, con quien tantos agravios tengo. Es su Elizabide el vagabundo, el que no pudo enriquecerse por tener un alma muy dulce, el que nadie quería en su tierra porque era un bueno para nada, el que un día encontró consuelo en los ojos mansos de una mujer”; Reyes conservaba en su Biblioteca Alfonsina, en la ciudad de México, y hoy ya lejana, hélas!, contra sus deseos, el raro impreso de Baroja, pequeño, como de 15 × 8 cm., edición muy popular, que ahora me es imposible describir ni con ayuda de los bibliógrafos ni de los especialistas, v. gr. Carmen Iglesias, El pensamiento de Pío Baroja. Ideas centrales (México, Robredo, 1963) y Carlos Orlando Nallim, El problema de la novela en Pío Baroja (Idem, Ateneo, 1964), que registran el contenido de los 8 volúmenes de las Obras Completas (1946-1952) y de otros títulos aparecidos hasta el año 1956. En descargo quiero citar un fragmento de Reyes, de noviembre de 1956, en que vuelve con persistencia a este relato barojiano:
Quiero decir que América fue, prácticamente, zona muerta dentro del campo visual de Baroja, y creo con toda lealtad que no llegó a sentir simpatía por este nuestro Nuevo Mundo. / Y acaso a esto debemos una de sus páginas más conmovedoras, aquella precisamente en que América no cuenta, o sólo cuenta como valor negativo: la historia, en suma, del vascongado que no consiguió “hacer América” y que volvió a España tan pobre como de allá había salido, “con una mano adelante y otra atrás”. Yo releo el cuento de Elizabide el vagabundo con singular deleite: ¡lo más vasco del vasco! Temblorosa música de acordeón, chorro de sidra centelleante, un cuento alojado en una lágrima. Este “hombre humilde y errante” —tanto como Baroja, a quien complacía llamarse así—, este “Elizabide el vagabundo”, me parece que nos descubre ciertas intimidades, ciertos rincones sensibles en el alma de este escritor no muy dado a las efusiones. Él se salvará por esta lágrima, como el caballero del tonelito en la leyenda medieval (Las burlas veras. Segundo ciento. México, Tezontle, 1959, núm. 147, p. 100).
Ancorajes, el segundo libro de ensayos de este volumen, fue escrito entre 1928 y 1948; hay, pues, 20 años de labor en estas páginas que Reyes ordenó cronológicamente entre su periplo suramericano y su regreso a México. No le puso fecha ni lugar a las piezas reunidas, sino que relegó estos datos al “Índice general” y añadió una “Nota bibliográfica” sobre dos de los ensayos que se habían impreso antes independientemente, aclarando que “El resto [del volumen se publicó con anterioridad], en diversos periódicos y revistas. Hay varias páginas inéditas”. Ancorajes, que no registran los lexicones, vale tanto como “anclajes” o “fondeaderos”, lugares marinos o lacustres donde se toca fondo con el ancla o áncora. La intención metafórica está llena de sentido. Algunos de los ensayos más profundos de Reyes se juntan en este libro:
Alfonso Reyes // Ancorajes // [El Cerro de la Silla, de Monterrey, dibujado por el autor] // Tezontle // México // [134 páginas.]
El colofón dice: “Este libro se acabó de imprimir en México, D. F., el día 15 de marzo de 1951, en los talleres linotipográficos de la Editorial Jakez, Filipinas 801, Col. Portales. De él se tiraron 1 000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos Bodoni 12:14, 10:12 y 8:10. Fué encuadernado en Encuadernación Casillas, Artes 48. La edición estuvo al cuidado de Julián Calvo”.
El primer ensayo de Ancorajes es “La Caída” (así con mayúscula escribió la C del título el autor); lo redactó en la estancia La Pascuala (Tandil, Argentina, 1928); pero por el Diario podemos agregar algunas precisiones: entre enero y febrero de 1928, Reyes estuvo viajando entre Tandil y Buenos Aires, descanso creador y trabajo diplomático. A 24 de enero escribe: “Buenos Aires otra vez. En los diez días de Tandil escribí cosas del ex llamado libro Antena, ‘La Caída’, ‘Motivos de la Conducta’, ‘Italia: Castilla’. Y descansé” (Diario, edición citada, p. 210). El 20 de octubre apunta: “He puesto para copia ‘La Caída’ (Cartas sin permiso)” idem & ibidem, p. 224). En 16 de noviembre anota: “Envié ‘La Caída’ (Cartas sin permiso) a Contemporáneos de México” (p. 230), donde efectivamente se publicó (enero de 1929, vol. III, núm. 8, pp. 8-12) sin el subtítulo que a Reyes se le había ocurrido de “Cartas sin permiso”, por lo que me imagino, inventó otro, más ligado con el texto, al editarlo por su cuenta como pieza independiente: La Caída. Exégesis en marfil. Río de Janeiro, Villas Boas, 31 de abril de 1933, 14 pp. La edición fue de 300 ejemplares.
Como siempre, las reseñas críticas no se hicieron esperar, tomando en cuenta la lentitud postal de la época: la primera fue la de su recién ganado amigo Héctor Pérez Martínez, que le dedicó uno de sus “Acuses de recibo”, en El Libro y el Pueblo (México, septiembre de 1933, vol. XI, núm. 9, p. 347); al final del año, Antonio Acevedo Escobedo, en su artículo sobre los “Libros de escritores en 1933”, dedicado exclusivamente a obras de Reyes, también se refirió a La Caída (Revista de Revistas, México, 31 de diciembre de 1933); no podía faltar el comentario de Cecilia Meirelles en su “Chrónica da semana” (A Nação, Río de Janeiro, 28 de enero de 1934); ni el de Juan Marín (“Sanín”) en su “Panorama literario” (El Magallanes, Santiago de Chile, 24 de febrero); ni el de Guillermo de Torre, atento a la obra de Reyes desde 1920, que escribió un artículo sobre La Caída y Si el hombre puede artificiosamente volar, de Antonio de Fuente la Peña, edición y prólogo de Alfonso Reyes (Diablo Mundo, Madrid, 16 de junio de 1934).
Caso especial es el del ensayo de Luis Leal sobre La Caída, de pareja extensión que el propio ensayo de Reyes (El Rehilete, México, febrero de 1962, núm. 4, pp. 5-8; reproducido luego con una preciosa ilustración de Elvira Gascón en el Boletín Capilla Alfonsina, idem, enero-marzo de 1970, núm. 15, pp. 22-25), inteligente y comedido acercamiento crítico, que no necesita ponderación: “La originalidad de la idea de Reyes consiste en la interpretación de un símbolo teológico en términos de la física; al mismo tiempo, prevé la posibilidad de interpretar los descubrimientos de la física en términos teológicos.”
El texto de Reyes comienza de una manera normal, casi periodística, a no ser por un intencionado artículo determinado, que eleva de inmediato a lo misterioso: “En el Museo Arqueológico de Madrid encontré una vez el precioso objeto”; cualquiera otro que no fuera Reyes hubiera escrito un. Con este solo dato en la memoria, visité el 29 de septiembre de 1980 el Museo Arqueológico, en Serrano 13, ocasión inolvidable, entre otras cosas porque ha sido la única vez que mis actuales obligaciones me han permitido en materia de asistencia a bibliotecas, archivos o museos. Compré a la entrada el catálogo de las Nuevas instalaciones de artes suntuarias de los siglos xvii, xviii y xix (Madrid, Dirección General de Bellas Artes, 1972), en cuya p. 15 s. n. se ofrece una lámina del “Marfil español [de] La Caída de los Ángeles. Fines del siglo XVII”. La reproducción no es muy aceptable, por lo que de inmediato quise ver el objeto y mandarlo a fotografiar de nuevo, intención difícil de lograr porque, como suele suceder, la sala que alojaba el marfil está en reparación. Supliqué, moví influencias mostrando credenciales, y al fin pude ver la pieza en cuestión, realmente admirable, inolvidable. Debo copiar la página del catálogo que se refiere a la sala 1, primer sector, vitrina 11, porque allí se especifica que hay dos tallas similares en la vitrina, pero una de ellas, la más completa y montada en metales fue la que Reyes memorizó, amén de los detalles históricos y artísticos que enriquecerán nuestro conocimiento del germen de La Caída:
En la vitrina 11 se representan algunos ejemplares del siglo XVII… A esta modalidad de talla de figuras diminutas corresponden los dos grupos formados por un conglomerado de figuras enlazadas. Las dos representan el mismo asunto: la “caída y expulsión de los ángeles malos”. En el centro, el Arcángel San Miguel y sobre él, un coro de ángeles buenos. El otro ejemplar que se presenta es más completo, está enmarcado con una guarnición de latón dorado y filigrana de plata de arte barroco. En la parte superior figura la Santísima Trinidad y en la inferior, en diminuta escena, Adán y Eva expulsados del Paraíso. Estas composiciones de pequeñas figuras debieron tener en su tiempo mucha aceptación por el asombro que causaba la habilidad y destreza del artista… Uno de ellos, Raimundo [Capuz], llegó a ser nombrado escultor de Cámara en el año 1724. En el Diccionario histórico de Cean se menciona a un Fray Francisco Capuz (1665-1727), dominico valenciano que “se distinguió en hacer pequeñas figuras de marfil, trabajando historias imperceptibles del tamaño de un hueso de cereza, que merecieron la admiración y el aplauso”… Al crear el Rey Carlos III la Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, al tiempo que se establecieron talleres de otras materias, como fueron los de bronces y piedras duras, se estableció otro para la talla del marfil. Llevó la dirección de éste el artista italiano Andrea Pozzi, ayudado por un oficial también italiano, Antonio Giorgio Giorgeti. Ambos figuran al frente de la nómina del personal que empezó a trabajar en 1764. Las obras creadas en este taller fueron destinadas a decorar los Sitios Reales (p. 16 s. n.).
Se me ocurre una composición de lugar, como quieren los ejercicios de la Compañía; llegado Reyes a Madrid a fines de 1914, pronto hizo buenas relaciones con los miembros del Centro de Estudios Históricos, bajo la dirección de Menéndez Pidal, y llegó por varios años a trabajar en él. Ubicado el Centro en los bajos o sótano de la Biblioteca Nacional, en Recoletos 20, para dirigirse a su hogar (General Torrijos o General Pardiñas, Barrio de Salamanca) por economía de esfuerzo, atravesaría por dentro el edificio que alberga también el Museo Arqueológico, para salir por la calle de Serrano. Muchas veces al pasar, vería la primera sala y sus vitrinas. De ahí la persistencia de la memoria fijada en el objeto artístico. De ahí dos palabras, de alguna rareza, que figuran en el segundo párrafo de su texto: “como la joya en su escriño”, en sentido figurado “estuche para guardar joyas”; y “de la eboraria de los Sitios Reales”, que sólo podríamos derivar del latín, ěbur, ěburǒris, y darle la equivalencia de “marfilería”. Pero nuestro empeño no es léxico, sino explicar el mecanismo psicológico que lo hizo recordar, 10, 12, 15 años después (“Fue menester que pasaran años y yo cambiara de ciudad y, un poco, de vida”) la joya de marfil; no se trata de un ensayo estético, pues fácil hubiera sido para Reyes remontarse al Crucifijo de don Fernando I y doña Sancha, marfil del año 1063, procedente de San Isidoro de León, que trae historiado el mismo motivo de la caída de los ángeles, y que puede admirarse en la sala 32 del propio Museo Arqueológico. Como en Los siete sobre Deva el argumento, el tema, la anécdota es lo de menos, pero de ahí brota. Lo importante es el reino de las ideas forjadas por Reyes a partir del objeto.
Para decirlo de una buena vez, “La Caída” de Alfonso Reyes es una interpretación del mundo; ya lo sospechaba Luis Leal en el párrafo suyo antes citado. Y otro de Reyes, que Leal cita enseguida, nos da la clave de la preocupación de Reyes en ese sentido: “Y me pregunté, sin atreverme todavía a contestarme, sobre el sentido teológico de la Ley de Newton y sobre la depuración del dogma que pueden significar las fórmulas de Einstein.” En efecto, desde 1922, por lo menos anda el nombre de Einstein en las letras de Reyes. En 1923 el sabio visitó España y Reyes escribió entonces su “Einstein en Madrid”, lleno de curiosidad por sus primeras teorías sobre la velocidad de la luz (Los dos caminos, 1923). No mucho después, en Buenos Aires, en 31 de enero de 1929, se lee en su Diario esta interesantísima anotación:
Aparece en 6 páginas de apretadas fórmulas, en Berlín, la nueva tesis de Einstein, resultado de 10 años de trabajo, De la teoría del campo uniforme, donde reduce ¡al fin! la mecánica a la electrodinámica y sustituye la teoría de la gravitación o acción a distancia por una especie de emanación dinámica de cada cuerpo: cada cuerpo crea su espacio. Esto, al menos, infiero de los vagos telegramas de la prensa, apoyándome en el lenguaje que me dio Bertrand Russell (The ABC of Relativity), para entender a Einstein. Un profesor de la Academia de Ciencias Prusianas dice que el folleto es “una nuez difícil de romper” (p. 253).
Una ampliación de estas líneas la constituye el “Einstein desde lejos” (Contemporáneos, México, noviembre-diciembre de 1930, vol. VIII, núms. 30-31, pp. 258-259), que pasó luego al Tren de ondas (Río de Janeiro, 1932) y después a las Obras Completas, VIII, pp. 414-416. Quiero decir que algo de Einstein pasó de manera poética por “La Caída” y que Leal tenía razón al concluir así su ensayo sobre el ensayo:
El poeta, en fin, ha sabido ver, en una simple figura de marfil, a través del mito tradicional, si no un microcosmos, en el cual se reflejan, por un lado, la estructura de lo infinitesimal, el átomo, y por el otro, la del infinito, el universo; al mismo tiempo, ha sabido dar expresión a su idea en forma artística, haciendo uso de imágenes y metáforas llenas de sugerencias. Partiendo de un punto fijo, ha logrado dar expresión a la idea de la eterna caída, la caída de la materia, del hombre, del espíritu: la caída simbolizada en el mito de Luzbel.
Lo que no percibió Leal es que dos ensayos más de Ancorajes están penetrados de la misma doctrina de “La Caída”. Uno de ellos se titula “La Catástrofe” (y entendemos que la C también debía ser mayúscula; Espiga, México, septiembre de 1944, año I, núm. 1, p. 1) y viene a ser como la conclusión esperada, a pesar de que su forma literaria es la de un verdadero poema en prosa:
Hay un derrumbe cósmico en marcha constante hacia nosotros. Tardará milenios en llegar, o tardará sólo unos segundos. Pero el corazón, siempre profético, adivina que el tiempo, el espacio y la causa son endebles, y que una amenaza, llena de explosiones de astros, está suspendida, zumbando, sobre nuestras cabezas.
La otra pieza es la “Palinodia del polvo” (Romance, México, 1º de junio de 1940, año I, núm. 9, pp. 1-2), que va más allá del yo mayestático del “polvo somos”, sino que todo es polvo, el universo es polvo. Después de la Caída y de la Catástrofe, el Polvo viene a ser el Rey de la Creación, “último estado de la materia… microscopía de las cosas, camino de la nada; aniquilamiento sin gloria; desmoronamiento de inercias, ‘entropía’; venganza y venganza del polvo, lo más bajo del mundo”. Todo esto ha nacido de un simple objeto bello y misterioso, que llega a representar el universo, como el aleph de Borges, tan inolvidable como su propio zahir, o el grabado de Rembrandt en la mente de Hazlitt, divinae particula aurae.
Entre “La Caída” y “La Catástrofe” (Los Naranjos, Argentina, 1937), Reyes incluyó en Ancorajes, diez piezas breves escritas en Río de Janeiro: “Compás poético” (noviembre de 1930; Sur, Buenos Aires, verano de 1931, año I, núm. 1, pp. 64-73) y “Fragmentos de arte poética” (1934), serie muy unitaria de impresiones y reflexiones sobre la poesía y su ejercicio. Otro ancoraje o anclaje de su espíritu en que celebra los versos de amigos cercanos y queridos: La rosa de los vientos (1930) de Juana de Ibarbourou; los veinte años de Poesía (1929) de Enrique González Martínez; el Romance del gaucho perdido, del uruguayo Ángel Aller; Trópico (1930) de Eugenio Florit; y el Panegírico de Nuestra Señora del Luján, de Ricardo Molinari. Reseñas muy líricas pero llenas de nombres y referencias muy eruditas, aquí Góngora, allá Mallarmé, por ejemplo, cuando refiere la anécdota de Mallarmé y Degas, que poco después volvió a contar en “Jacob o idea de la poesía” (1933) de La experiencia literaria (Obras Completas, XIV, p. 103).
Los cinco “Fragmentos de arte poética” llevan mucha carga autobiográfica y autocrítica y lo que puede ser teoría se relaciona con Al yunque, segunda parte ensayística del voluminoso Deslinde. Mención especial merece la presencia de Goethe, singularmente en el fragmento “Longevidad”, que Reyes viene estudiando desde sus Cuestiones estéticas (1911) y que en la década de los cuarenta produce varios ensayos, entre ellos aquel de la “Longevidad de Goethe” (Las Españas, México, 29 de octubre de 1949, año V, núm. 13, p. 1), hasta llegar al sintético y maduro breviario de la Trayectoria de Goethe (México, Fondo de Cultura Económica, 1954). Esta segunda etapa de estudios goethianos se inicia en los años treinta, con “Rumbo a Goethe”, contribución de Reyes a la revista Sur de Buenos Aires, que conmemoró el primer centenario de la muerte del Genio (verano de 1932). El “Compás poético” se publicó en la misma revista un año antes (verano de 1931), en su primera entrega. De los “Fragmentos” sólo conocemos la publicación del último: “Los buitres y los ojos”, septiembre de 1934 (Fábula, México, núm. 9, pp. 164-165).
La “Palinodia del polvo” (México, 1940), último eslabón de la cadena catastrófica iniciada en “La Caída”, es famosa también por su historia personal. Comienza retomando el primer epígrafe de Visión de Anáhuac (Madrid, 1915), sobre “la región más transparente del aire” y discurre quejosamente por el desastre lacustre y ecológico del Valle de México, sorpresa para el recién llegado que dejó un cielo purísimo y lo encuentra empañado y amarillo por el polvo circundante y arrollador. El poder del polvo es el de una deidad vengadora. “El polvo es el alfa y el omega. ¿Y si fuera el verdadero dios?”, reitera como amargo estribillo. Como en otras ocasiones, parte Reyes de un pasaje de su vida o de su obra y va calentando la imaginación hasta elevar a teoría sensible la desagradable experiencia cotidiana. Hay referencias a Atila, Stevenson, Ruskin, Zenón, Goethe, Fermat, Charles Henry, Santo Tomás, Leibniz, Einstein, Faraday, Heráclito, Demócrito, Góngora y Carlos Pellicer, pero todas integradas al tono de profundis, de responso heroico y sobrecogedor, sin que aparezca ni se trasluzca el aviso de la Escritura: pulvis es et in pulverem reverteris (Génesis, 3, 19). Con razón, José Luis Martínez incluye esta pieza entre las mejores de Reyes en su antología de El ensayo mexicano moderno (México, Fondo de Cultura Económica, 1958, I, pp. 269-273) y Jorge Ruedas de la Serna ha intentado una “Nueva palinodia del polvo” (Revista Mexicana de Cultura, Suplemento dominical de El Nacional, México, 28 de enero de 1973, VI época, núm. 209, p. 2), en que partiendo de Reyes y transitando por el Padre Vieira, Plotino, Alfonso el Sabio, Milton, Huidobro, la marquesa Calderón de la Barca y Gutiérrez Nájera, logra dar otra vuelta de tuerca a la famosa y lúgubre utopía del Maestro.
“Meditación sobre Mallarmé” (México, 1942) nos lleva otra vez a las primeras Cuestiones estéticas, donde figura el ensayo “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé” (1909), que ahora Reyes quiere retocar en sus “tintes patéticos”. Recuérdese que nunca dejó de la mano al Sr. de la rue de Rome, estableciendo en los países de su residencia un verdadero “Culto a Mallarmé”, como se titulan dos contribuciones suyas en Sur de Buenos Aires (julio de 1934 y noviembre de 1936), sin contar su primer Mallarmé entre nosotros (Buenos Aires, Destiempo, 1938), en que reúne sus traducciones en La Pluma (Madrid, 1920), la crónica de los cinco minutos de silencio en el Jardín Botánico de Madrid en honor de Mallarmé y la “Noticia de traductores” (Revista de Occidente, 1923 y 1932, respectivamente). Ya en México, en los años cincuenta, reeditó el Mallarmé entre nosotros (Tezontle, 1955) y redactó nuevos ensayos, como los publicados en la revista Estaciones (1956). Por otra parte, esta “meditación” de Reyes acoge ciertos vocablos y giros, aunque puramente metafóricos, que proceden de los ensayos examinados antes: caída, derrumbe, catástrofe, como que se le han quedado prendidos en la pluma.
“Breve visita a los infiernos” (noviembre de 1944), publicada en la Revista de Guatemala, año I, núm. 1, pp. 13-16, es una pieza bien característica de Reyes, que está en la cuerda floja del cuento y del ensayo. Por lo pronto es un cuento que le contaron, que se desarrolla en el México revolucionario de 1915, y que él aprovecha para hacer reflexiones personales y hasta para introducir (entre paréntesis) una nota sobre Mallarmé, Cocteau, Valle-Inclán y Baudelaire, a propósito de los paraísos artificiales. “La filosofía agonal” (marzo de 1945; publicada en La Nueva Democracia, Nueva York, 1945, año XXVI, núm. 5, pp. 6 y sigs.), es un ensayo de perenne actualidad, que concluye “con amargura, que los hombres y las naciones se verán obligados a vivir como en una constante alerta, en una guardia armada…” y con un verso de Rubén Darío, que da por sabido del lector (Cantos de Vida y Esperanza, “Los Cisnes”, I, 26). “Metafísica de la máscara” (abril de 1945; publicada en La Nueva Democracia, Nueva York, 1945, XXXVI, 4, pp. 8-10) nos pone de manifiesto un aspecto no estudiado de Reyes, el de crítico de arte. El buen coleccionista que fue y el gran amigo de sus pintores amigos no podía ser insensible a la obra de arte. Con seguridad y hondura escribe Reyes aquí sobre el arte prehispánico, pero sin poder evitarlo —pues una de sus virtudes era la de relacionar las cosas del mundo— se refiere al mismo tiempo a Picasso y de Picasso a los muros de Cnosos y a los cartones de Goya. Podemos estar de acuerdo o no con Reyes en su teoría de la máscara y de las máscaras mexicanas, en particular, pero no dejaríamos de reparar en el último párrafo, que viene a coincidir con la idea de “La Caída” que le ronda la mente desde 1928:
¿Hasta dónde caló el mascarero indígena, en esta vertiginosa caída rumbo al centro del universo? Detengámonos: Mallarmé temía precipitarse con sus dos alas desplumadas, “por miedo de caer durante toda la eternidad”. ¿No es esto lo que aconteció a Satanás, Señor de la Caída?
“Con la clase ociosa” (mayo de 1945) no es más que una recensión bibliográfica de la Teoría de la clase ociosa de Thorstein Bunde Veblen (1857-1929), publicada originalmente en inglés en 1934 y traducida por Vicente Herrero para el Fondo de Cultura Económica diez años después; pero, por supuesto, por más que se trate de un clásico de la sociología, Reyes siempre tiene algo personal que decir. Hasta pudiera afirmarse que la Teoría de Veblen no le sirve más que de guión para sus propias reflexiones. La Teología cristiana, la Grecia prehistórica y clásica y su Mitología, la Novela Picaresca española, las opiniones de “nuestros exquisitos abuelos” sobre el deporte y hasta las suyas propias sobre el evadir el trabajo (“Tantos trabajos que se da la gente por no trabajar”, que tantas veces le oímos), forman una fina trama en que Veblen queda atrapado y enriquecido. Se publicó en Letras de México, 1º de julio de 1945.
“La casta del can” (junio de 1945) anda también entre el cuento y el ensayo, apólogo más bien como señalamos alguna vez al “Vendedor de felicidad” (1943). El comienzo parece no más la historia del can samoyedo-siberiano y su descendencia, que Reyes ha conocido durante su vida diplomática en Buenos Aires, y viene a desenvolverse como un alegato contra las “estupideces racistas” del momento, que remata con cuatro pareados de su minerva, con cierto sabor de fábula escolar. “El camino de la moral” (junio de 1945) es una reseña de la “límpida versión de [Agustín] Millares Carlo” del De Officiis de Cicerón (El Colegio de México, 1945), edición que cuidó como sabe el poeta Francisco Giner de los Ríos, con prólogo del filósofo Juan David García Bacca, sobre “la transición de las ideas morales en lo que va de Grecia a Roma”, que Reyes encomia. Y prolonga, pues lo que se le ocurre de inmediato, dice, es hacer un “contraste entre la política y la moral” en la Antigüedad hasta la llegada del Cristianismo. Brevísima historia de las ideas y los hechos, en que no falta, por elegancia, la sobreentendida cita gongorina (“Polifemo”, oct. 61, vers. 3-4). Ambas se publicaron en Letras de México, 1º de junio de 1945. “Increpación en la muerte de Valéry” (julio de 1945) es, como el título indica, una pieza fúnebre, arrebatada, maldiciente del mundo en que le tocó morir al poeta, execración del tiempo en que vivió los últimos años. Apoyado en mitos, símbolos e imágenes de todas las culturas, Reyes logra una muy singular oración, nada oratoria, sino cargada de indignado lirismo.
“Por mayo era, por mayo…” (5 de mayo de 1946) fue leído por su autor en la inauguración de la IV Exposición de la Flor, en el Bosque de Chapultepec de la ciudad de México (Novedades, México, 6 de mayo de 1946) y a poco impreso en edición de 200 ejemplares, con ilustraciones de Ángel Zárraga (México, Editorial Cvltvra, 1946, 8 hojas s. n.). Discurso de encargo, de los que Reyes sabía salir airoso gracias a su prodigiosa memoria y a las felices mixturas de obras propias y ajenas, de recuerdos personales y la ocasión presente. Aparte del epígrafe de Francisco de Rioja, el primer autor que concurre en esta evocación de flores poéticas es su amado Mallarmé con l’absente de tous bouquets del prólogo al Traité du verbe (1886) de René Ghil; aunque Reyes pudo conocer la versión podada y más accesible del mismo texto en Pages (1891) o Vers et Prose (1893) o Divagations (1896). La cita de Díaz Mirón procede del “Sursum” dedicado a Justo Sierra (1884) y la frase retocada del Fausto ya la había utilizado en la “Palinodia del polvo”, de este mismo libro. Igualmente, el pensamiento de Keats (A thing of beauty is a joy for ever) aquí aparece anónimo (“Es un goce eterno, ha dicho otro poeta”), pero remite a las últimas líneas de la Visión de Anáhuac: “No renunciaremos —oh Keats— a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces” (Obras Completas, II, p. 34). Las observaciones de Reyes sobre la predilección mexicana por las flores datan de su “Silueta del indio Jesús”, cuento de 1910; pero el recuerdo de la frase de El Nigromante (Ignacio Ramírez) se apoya en el tercer epígrafe de la Visión de Anáhuac: “La flor, madre de la sonrisa.” El último párrafo de la primera parte ofrece recuerdos del Jardín Botánico de Río, en cuyo rincón mexicano el diplomático instaló una reproducción de Xochipilli, deidad florida. La segunda parte lleva como epígrafe el esperado verso de Fray Luis. Y a partir de Aristóteles, pasa ahora del jardín al campo y del campo a la agricultura y la ganadería y de ésta a su historia totémica y religiosa. Tampoco falta el llamado ecológico, del que Reyes fue precursor en nuestra cultura, recordando al sabio de Point Counter Point (1928), de Aldous Huxley, porque “en tiempos como el presente, cuando el caballo de Atila destruye la yerba que pisotean sus cascos […] hay que preparar las trojes para el hambre universal que viene después de las guerras”. La imagen del caballo de Atila y la yerba destruida es recurrente en la obra de Reyes (véase Obras Completas, XX, pp. 112-113, y agréguese la forma paradigmática de la Ifigenia cruel, idem, X, 333, vers. 1-2).
“Quijote en mano” (1947) se presentó Reyes al IV centenario del nacimiento de Cervantes con este discurso que no sabemos dónde fue pronunciado ni publicado por primera vez. “Hay varias páginas inéditas” en Ancorajes, dice Reyes en la “Noticia bibliográfica” del volumen; quizá se trate de éstas entre otras. Tomó parte en la serie de conferencias que organizó la Academia Mexicana correspondiente de la Española con motivo del centenario cervantino; en esta ocasión contribuyó Reyes con “De un autor censurado en el Quijote (Antonio de Torquemada)”, ensayo que se publicó en Cuadernos Americanos, entrega de noviembre-diciembre de 1947 (año VI, vol. 36, núm. 36, pp. 189-224), con cuyos “plomos” o lingotes hizo una especie de tirada aparte (Editorial Cvltvra, T. G., S. A., 1948, 79 pp.). Una bibliografía registra otra pieza en la efeméride del IV centenario: “Dos alusiones al Quijote”, en La Nación de Buenos Aires, 19 de octubre de 1947, acaso páginas desglosadas del “Quijote en mano”. Reyes no era un cervantista profesional, pero sabía su Cervantes, o lo era “con permiso de los cervantistas”, como dijo su amigo Azorín; pero en este punto hay que dejar la palabra al doctor Manuel Alcalá, que nos brindó su discurso académico sobre El cervantismo de Alfonso Reyes (México, Universidad Nacional Autónoma, 1964), en que puntualizó todo lo concerniente a Cervantes en la obra de Reyes hasta el lindero del IV centenario.
“Transacciones con Teodoro Malio” (México, 1942-1948) consta de seis piezas: 1) “Cómo vino y cómo se fue” (México, 1942), que viene a ser como prologuito o presentación del personaje, no se publicó, al parecer, en periódico alguno, lo contrario de cuatro de las cinco siguientes; 2) “El espejo de Husserl” (septiembre de 1942) apareció en Cuadernos Americanos, noviembre-diciembre de 1942 (año I, vol. 6, núm. 6, pp. 110-113); 3) “El hotel de Groethuysen” no lo hemos visto publicado anteriormente, pero vale declarar ciertas líneas que se enlazan con “La Caída”: “¡Y he aquí que soy… una ciega piedra que cae de acuerdo con una escala de pesantez!”; 4) “Las dos emes” (agosto de 1944) aparecieron en Cuadernos Americanos, noviembre-diciembre de 1944 (año III, vol. 13, núm. 6, pp. 209-217) y son las de Marcial y Mallarmé, cuyos epigramas se comparan y aparean; 5) “Un sueño de Teodoro Malio” (agosto de 1944), “fue estrictamente auténtico. Madrugada del 31 de julio de 1941”, dice Reyes en nota al pie; se publicó en la Revista Nacional de Cultura, de Caracas, mayo-junio de 1945 (año VII, núm. 50, pp. 13-16), y 6) “El pecado de la virtud” (enero de 1948) vio la luz en el Repertorio Americano, San José, Costa Rica, 10 de agosto de 1948; el artículo de Juan Cuatrecasas, que se cita en el texto, efectivamente “reciente” a la fecha de redacción, es de Cuadernos Americanos, noviembre-diciembre de 1947 (año VI, vol. 42, núm. 6, pp. 87-115). Teodoro Malio, desde “los restos del incendio” (1910) de El plano oblicuo (Madrid, 1920), era un alter ego de Reyes, y sus “transacciones” con él deben considerarse como apólogos.
Hemos dedicado quizá desproporcionada atención a Ancorajes porque de los libros que componen este volumen lo consideramos el más significativo de la producción ensayística del Reyes de la madurez. Acabado de imprimir el 15 de marzo de 1951, José Luis Martínez fue el primero en destacar su importancia en “La vida literaria en México: la cosecha más reciente de Alfonso Reyes”, en Voz, 26 de abril, pp. 50-51. Poco después lo haría anónimamente Martín Luis Guzmán en “Geografía de un escritor: Ancorajes”, en Tiempo, 8 de junio, y Pedro Gringoire, “Revista de libros: Ancorajes. . .”, en Excélsior, 17 de junio. En el extranjero lo comentó Agapito Rey, “Alfonso Reyes: Ancorajes”, en Books Abroad, Norman Oklahoma, otoño del mismo año (vol. 25, núm. 4, pp. 352-353) y quizá Emir Rodríguez Monegal u otro comentarista de Marcha, de Montevideo, 19 de julio de 1952 (año XIV, núm. 631).
ALFONSO REYES / SIRTES / [1932-1944] / LA ATLÁNTIDA CASTIGADA. UN PASEO / POR LA PREHISTORIA. EL ENIGMA DE / SEGISMUNDO. ALGO DE SEMÁNTICA. SO- / BRE EL SISTEMA HISTÓRICO DE TOYNBEE. / [El Cerro de la Silla, grabado de un dibujo del propio Reyes] / TEZONTLE / MÉXICO / [Primera edición, 1949], 215 pp. incluyendo el colofón, que dice: “Este libro sale a luz el 17 de mayo de 1949, día en que su autor cumple sesenta años. Fue impreso en los talleres de Gráfica Panamericana, en la ciudad de México, con tipos Goudy 12:16, 10:12 y 8:10. La edición consta de 2 000 ejemplares y estuvo al cuidado de Antonio Alatorre y Joaquín Díez-Canedo.”
Por la descripción de la portada sabemos de antemano que el libro contiene cinco ensayos extensos, más unas “Notas a Toynbee” (junio, 1948), que ya se salen de la cronología declarada en la portada, por lo que juzgamos que debieron ser agregadas a última hora. 1) “La Atlántida castigada” está fechada al pie: “Río de Janeiro, 1932.” Se divide en VII partes, de las cuales las primeras V se publicaron en la revista Todo, de México: I, “La nereida en fuga”, 13 de septiembre de 1945; II, “En Platón”, 29 de noviembre; y III, IV y V, 12 de diciembre del mismo año. Adviértase que aunque esta pieza está fechada en 1932, la información bibliográfica incluye obras de 1934, 1936 y 1940, lo que quiere decir que Reyes siguió leyendo sobre el tema y adicionando en notas su ensayo. En su Diario de trabajo da la noticia de su publicación completa; en la entrada de 24 de julio de 1946 escribe Reyes: “Preparo para Universidad, de Monterrey, una copia de La Atlántida Castigada” (vol. 10, fol. 1), donde en efecto aparece en el propio 1946, núm. 6, pp. 9-23; 2) “Un paseo por la prehistoria” (México, 1942-1943), la pieza más extensa y celebrada de este volumen; no hay persona que la haya leído que no la recuerde por lo sintética, enjundiosa y sustantiva. Se publicó originalmente en dos entregas de la revista de la Facultad de su nombre, Filosofía y Letras; las dos atestiguadas por el Diario de Reyes, 18 de julio de 1943, que dice: “Para acabar la copia de Un paseo por la prehistoria” (vol. 9, fol. 71) y el 15 de octubre: “Dejo la mitad corregida de Un paseo por la prehistoria para la revista Filosofía y Letras” (vol. 9, fol. 81), en la que efectivamente aparece: julio-septiembre de 1943 (tomo VI, núm. 11, pp. 127-152) y octubre-diciembre del mismo año (tomo VI, núm. 12, pp. 325-344). Thesis, Nueva Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, la ha reimpreso en su totalidad, julio de 1979 (año I, núm. 2, pp. 5-25), en homenaje al XX aniversario de la muerte de Reyes.
3) “El enigma de Segismundo” (México, marzo de 1944), tema favorito de Reyes desde su paso por el Centro de Estudios Históricos de Madrid, cuando publicó “Un tema de La vida es sueño. El hombre y la naturaleza en el monólogo de Segismundo” en la Revista de Filología Española, 1917 (año IV, núm. 1, pp. 1-25, y núm. 3, pp. 237-276); y siguió con él durante sus misiones diplomáticas en París, Buenos Aires, Río de Janeiro y en su definitiva residencia en México, como puede verse por los cinco apéndices que agregó a la reproducción en volumen, segunda serie de los Capítulos de literatura española (El Colegio de México, 1945) o en este apunte de su Diario de Buenos Aires, 27 de junio de 1928: “Mi conferencia en la Universidad sobre El hombre y la Naturaleza en el monólogo de Segismundo con muy buen público y buen éxito” (edición citada, p. 219). “El enigma de Segismundo”, según Reyes, “aprovecha y completa notas publicadas en mi Correo Literario Monterrey, Río de Janeiro, núms. 11 [pp. 5-8] y 13 [p. 6], septiembre de 1934 y junio de 1936”, que allí se titularon “Cuaderno de apuntes: El soliloquio de Segismundo”; vueltos a redactar estos apuntes en marzo de 1944, fueron puestos al día por lo menos en nota al pie, por ejemplo la primera: Julián Marías, El tema del hombre (Madrid, 1943, 400 pp., 4º mayor) “a través de la filosofía universal… —comenta Reyes— y conste que sólo ha tomado en cuenta a los autores de la filosofía oficial, y no a los humanistas, a los escritores o libres ensayistas de sesgo filosófico, y mucho menos a los literatos y poetas”. Que nos sea permitido por esta vez en cuanto a los poetas se refiere, el presentar una fuente del monólogo de Segismundo que se escapó a Reyes, y que él gustosamente hubiera incorporado si se le hubiera comunicado a tiempo; se trata de una poesía del portugués hispanizado Gregorio Silvestre (1520-1569), que conocí por don Antonio Rodríguez-Moñino, quien preparaba la bibliografía del poeta, y aún conservo copiada de su mano. Debió memorizarla él en la edición más reciente, aunque no más accesible (Poesías. Selección, prólogo y notas de Antonio Marín Ocete. Granada, Publicaciones de la Facultad de Letras, 1938; 308 pp.):
¡Qué niebla, qué confusión,
en qué Babilonia estoy…!
Si he de ser… si fui… si soy…
si tengo seso o razón
o manera
¿Soy acaso o soy quimera?
¿Soy cosa fantaseada…?
o… ¿soy un ser que no es nada?
¿o fuera más si no fuera?
Yo pregunto
si soy vivo o si difunto…
El propio Reyes, como para no ser infiel a su preocupación de tantos años, después de haber citado numerosas veces el monólogo en sus ensayos, escribió en verso una “Variante a Segismundo” (1947), que apareció por primera vez en su Obra poética (1952), en la sección “Jornada en sonetos” (Obras Completas, X, p. 431):
¿Qué le pasa a Boscán, qué le acontece
cuando descubre la melancolía
y dice, como aquel que está en sus trece,
“Tristeza, yo soy tuyo, tú eres mía”?
Yo he visto al sabio que se desvanece
y equivoca sus máximas un día,
y a un astrónomo vi que se perece
comprando estrellas en la joyería.
¿Qué será lo que pasa cuando pasa
que es una eternidad cada minuto
y el fuego hiela y aun la nieve abrasa?
Cherchez la femme como el francés astuto;
que una cósmica Eva igual nos tasa
al hombre como al ave, al pez y al bruto.
4) “Algo de semántica” (México, julio de 1944) procede de tres conferencias pronunciadas por Reyes entre 1942 y 1944 sobre “problemas semánticos”: 1) Lectura en P.E.N. Club de México, 6 de agosto de 1942, que con el título de “Escolio sobre el problema semántico” pasó como parágrafo 3 bis en el capítulo VII de El Deslinde (1944), ahora en las Obras Completas (XV, pp. 215-222); 2) “Discurso por la lengua”, conferencia en la Escuela Normal Superior de México, 17 de agosto de 1943, con la aclaración de que se aprovechan los fols. 218-221 de El Deslinde, o sea el parágrafo 3 bis. ms. entonces en prensa, tal como se publica en la revista Nueva Era, de Quito, el año siguiente (vol. XIII, pp. 64-74), y 3) Conferencia para los Maestros Foráneos de Enseñanza Secundaria, Escuela Superior del Magisterio, 11 de agosto de 1944, con el título en el programa de “Últimos ensanches en el campo de la Semántica” o algo equivalente, por el cual título Reyes protesta modestamente en el primer párrafo. Si se pensara que Reyes utilizó demasiado un mismo texto en tan corto tiempo, se puede ofrecer la disculpa de que los oyentes eran todos de diversos niveles y ámbitos y los lectores también a más de lejanos por lo que El Deslinde, terminado de imprimir el 7 de junio de 1944, difícilmente podía competir con la Nueva Era en Quito; ni la Nueva Era de Quito habría llegado a manos de unos modestos profesores de Secundaria en la Provincia. Y queda otra disculpa acaso más humana: Reyes sufrió el primer infarto al miocardio el 4 de marzo de 1944 y es explicable que quisiera evitarse la tarea de una conferencia enteramente original y utilizara en parte redacciones anteriores. En un artículo póstumo titulado “Cuando creí morir” dice a este respecto: “Durante mi obligado aislamiento, pude trabajar con moderación. Revisé pruebas de algunas publicaciones en marcha y, sobre todo, del Deslinde…”; sin embargo, según su Diario, ya el 1º de agosto, diez días antes de la tercera conferencia, tenía “recibida copia de Algo de Semántica” (vol. 9, fol. 109), lo que quiere decir que si esta copia en limpio rindió después 34 páginas impresas y el “Escolio” o párrafo 3 bis, ocupa de ellas 9 solamente, Reyes tuvo que redactar 25 nuevas para los maestros foráneos, en plena convalecencia. Esto se llamaba antes: ¡Hacer de tripas corazón !
5) “Sobre el sistema histórico de Toynbee” (agosto de 1948), no es la primera vez que escribía Reyes. No lo menciona durante la estadía en España y Suramérica, pero a la llegada a México en 1939 comienza a citarlo en sus artículos de índole política y en especial en El Deslinde, donde utiliza el sistema de Toynbee en la segunda parte: “Primera tríada teórica: historia, ciencia de lo real y literatura” (Obras Completas, XV, pp. 77-281), además de referencias aisladas en toda la obra. Cita mayormente A Study of History (1934-1954), todavía en vías de publicación, y, en alguna ocasión, la Introducción al volumen Greek Civilization and Character. La manera de aprovecharlo es también muy peculiar de Reyes; lo explica él mismo en el parágrafo 7 de la segunda parte de El Deslinde: