Obras completas, XXIII - Alfonso Reyes - E-Book

Obras completas, XXIII E-Book

Alfonso Reyes

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Beschreibung

Casi siempre que se habla de Alfonso Reyes (1889-1959) se piensa en el ensayista, en el prosista fino y preciso, en el estudioso, en el erudito; en seguida, se piensa en el poeta, en el autor de Ifigenia cruel. Con menos frecuencia se piensa en el narrador, el cuentista, aun cuando todo el mundo está de acuerdo en que "La cena" es uno de los relatos más originales y perfectos que se hayan escrito en nuestra lengua. En efecto, el ensayo y la poesía fueron los géneros más frecuentados por Reyes, pero, como señala José Luis Martínez, aunque no concediera a la imaginación narrativa el cultivo concentrado y persistente que otorgó al ensayo y la poesía, mantuvo siempre abierta una brecha para la ficción.

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Seitenzahl: 782

Veröffentlichungsjahr: 2024

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ALFONSO REYES

Ficciones

 Vida y ficción | Quince presencias

Burlas literarias | Árbol de pólvora

Anecdotario | Briznas

Égloga de los ciegos | Landrú-opereta

Los tres tesoros | El licencioso Páginas adicionales

letras mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1989    Primera reimpresión, 1994 [Primera edición en libro electrónico, 2024]

D. R. © 1989, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel.: 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-968-16-3195-6 (impreso)ISBN 978-607-16-8236-9 (ePub)ISBN 978-607-16-8240-6 (mobi)

Hecho en México - Made in Mexico

INTRODUCCIÓN

 LAS FICCIONES EN LA OBRA DE ALFONSO REYES

 ESTE escritor de tantos caminos mantuvo siempre abierta una brecha para las ficciones. La poesía y los ensayos y estudios fueron los más frecuentados. Pero aunque no concediera a la imaginación narrativa el cultivo concentrado y persistente que tuvo para los géneros dominantes en su obra, las ficciones fueron para Alfonso Reyes una curiosidad un poco lateral, una manera de escape o descanso dominical a los que volvía de tiempo en tiempo. Sus relatos más antiguos son de 1910, al principio de su iniciación literaria; los últimos son de 1959, año de su muerte.

En la articulada economía intelectual de Reyes, que había aprendido a canalizar el flujo de su pensamiento en múltiples formas de escritura, para aprovecharlo todo, el lado de los sucedidos, de las experiencias vividas y de aquellas imaginaciones que se concretaban en personajes y acciones, tuvo también un lugar en su obra.

 EL CONTENIDO DEL PRESENTE TOMO

 Las ficciones que reúne el presente tomo lo son de múltiples formas. Junto a las obras propiamente narrativas, se recogen relatos, descripciones, recuerdos, experiencias personales, fantasías, bromas literarias, sátiras, farsas en verso, anécdotas y apuntes de la naturaleza, que se aproximan más o menos a las ficciones, pero que no son reflexión pura.

Además de los libros aquí reunidos, ya se han incluido en estas Obras completas otros de ficciones de Reyes: en el tomo III está El plano oblicuo (1920), cuyo subtítulo es “Cuentos y diálogos”, y es uno de los libros más interesantes de la época madrileña; y en el tomo XXI están Los siete sobre Deva (1942), que contiene lindas historias intercaladas en la conversación de los personajes.

Verdad y mentira (Madrid, 1950), con prólogo de José María González de Mendoza, fue el primer intento para reunir la obra narrativa de Reyes, con cierto criterio antológico y para un público amplio. Por eso se incluyen allí El plano oblicuo y Los siete sobre Deva, junto con otras narraciones breves.

En el presente volumen se intenta recoger el conjunto de las obras narrativas de Reyes aún no incluidas en estas Obras, las cuales reunió su autor en algunas colecciones, publicó por separado o dejó inéditas. La primera colección fue Quince presencias (México, Obregón, 1955), en la que recogió sus principales narraciones sueltas hasta la fecha de su publicación. Los textos van de 1915 a 1954, ordenados cronológicamente. Dos de ellos los había publicado antes en plaquettes: El testimonio de Juan Peña, con tres dibujos de Manuel Rodríguez Lozano, Río de Janeiro, Villas Boas, 1939, y La casa del grillo, con viñetas de Alberto Beltrán, Colección “Lunes”, 5, México, B. Costa-Amic, 1945.

Para celebrar la primera centena de la colección Letras Mexicanas, en 1970, el Fondo de Cultura Económica encargó a Ernesto Mejía Sánchez la preparación de un volumen de textos inéditos de Alfonso Reyes. Su recopilador lo formó con cuentos, narraciones y textos varios, bajo el título de Vida y ficción, precedidos de un sustancioso prólogo. Los materiales aquí reunidos se extienden de 1910 a 1959 y enriquecen considerablemente la obra narrativa de su autor. En el presente volumen se excluyen los que son más bien ensayos (“Cosmos y anticosmos”, “La basura”, “La indefensión del niño” y “La malicia del mueble”), que don Alfonso destinaba al tercer ciento de Las burlas veras, y aparecieron en el tomo XXII de las presentes Obras; y “El mensaje enigmático”, que forma parte del Anecdotario (1968), y en ese lugar se incluye en el presente volumen.

Además de estas dos recopilaciones, se recogen aquí, por orden cronológico de composición, las demás obras publicadas por su autor por separado, para circulación restringida: Burlas literarias (1919-1922), (Archivo de Alfonso Reyes, serie A, 1, México, 1947); Briznas I (1929-1958), (Archivo, serie A, 3, México, 1959); o en pequeños libros: Árbol de pólvora (México, 1953); Los tres tesoros (México, Tezontle, 1955), y en un pliego suelto para desear “Mil felicidades para 1953”, El vendedor de felicidad, escrito en mayo de 1943.

Y, en fin, las de publicación póstuma —además de Vida y ficción, antes mencionada—: Landrú-opereta, de 1929 y 1953, que se publicó en la revista Universidad de México, en abril de 1964, con ilustraciones de Rafael Coronel (vol. XVIII, núm. 8); Anecdotario, con prólogo de Alicia Reyes (Ediciones Era, México, 1968), seguido por Briznas, versión corregida de las publicadas en el Archivo en 1959; y Égloga de los ciegos, publicado en Diorama de la Cultura, de Excélsior, el 9 de febrero de 1969, con una breve introducción de Alicia Reyes e ilustraciones de Oswaldo Sagástegui, texto al que ahora se añade una especie de introducción que estaba entre los inéditos de Las burlas veras, tercer ciento. Además del Anecdotario de 1968, se han añadido páginas inéditas de la misma índole, así como los textos llamados “El licencioso”, y otros olvidados, cuyas circunstancias se explican adelante.

 VIDA Y FICCIÓN: 1910-1959

 Como acaba de apuntarse, en esta recopilación póstuma de narraciones se incluyen las más antiguas que conocemos de Alfonso Reyes. “Silueta del indio Jesús”, de 1910, es la más remota narración “separada”, pues hay pasajes de esta índole en El plano oblicuo, que quizás la precedan en meses. Ocurre en los días finales del antiguo régimen y cuando ya se sentía inminente la revolución. Son memorables sus finos atisbos del alma indígena, sobre todo de su amor por las flores: “¡Qué bien armonizan con la flor la sonrisa y el sollozo del indio! ¡Qué hechas, sus manos, para cultivar y acariciar las flores!”, pasaje en el que Mejía Sánchez encuentra una prefiguración de la tercera parte de la Visión de Anáhuac (1915).

El fragmento “El bucanero”, de 1915, es una incursión a temas que eran más bien extraños a su autor, y en los que pudiera verse una afinidad con las novelas de Robert Louis Stevenson. Reyes hace una exposición bien documentada sobre el mundo, las costumbres y las penalidades de los marinos, y las rarezas de las Antillas, a fines del siglo XVIII. Es posible que este principio, nunca continuado, sea una adaptación de fuentes que el mismo Reyes menciona.

Los tres relatos brasileños aquí incluidos, “Calidad metálica”, “El samurai” y “Análisis de una pasión” —con los que debe relacionarse “La fea”, de Quince presencias—, oscilan entre la ficción, las reflexiones ensayísticas y los recuerdos personales. Quizás esto último explique el haberlos conservado sin publicar. En los tres, tanto como las experiencias eróticas, domina la indagación sobre la psicología femenina, en casos individuales, y las agudas observaciones sobre los personajes examinados.

En “Cuernavaca”, una mínima ficción, la de un supuesto narrador que oscila entre llamarse José Dorantes y Teodoro, es el pretexto para narrar lo que era Cuernavaca en aquellos años cincuentas en los que Reyes frecuentaba esta ciudad, se hospedaba en el hotel Marik, como su narrador, y ocupaba a veces aquella habitación-mirador que tanto le gustaba. La estampa es muy hermosa e ilustrativa de lo que era la Cuernavaca de aquellos años. Como observa Ernesto Mejía Sánchez, la imagen placentera de Reyes parece la otra cara de la moneda, de la “caótica y orgiástica” que describe Malcolm Lowry.

“La venganza creadora”, de 1946, y “El hombrecito del plato”, de 1954, son del todo cuentos y muy entretenidos. El primero tiene por tema una iniciación erótica en ambiente acapulqueño. Y como uno de los personajes, Almendrita, es de personalidad y conducta singulares, Reyes dedica otras páginas, “El destino amoroso”, para narrar una conversación entre amigos que tratan de explicarse el secreto de Almendrita. Esta inclinación de Reyes para explicar a los personajes de su invención y los rasgos que les atribuye, aquí tiene el acierto de separar cuento y explicación.

El otro cuento, “El hombrecito del plato” —que en principio formaba parte del tercer ciento no concluido de Las burlas veras—, es muy curioso. Cuando la novedad de los primeros viajes espaciales trajo la manía de los “platos voladores” y de preguntarse si habría o no criaturas en otros mundos, don Alfonso relata su primer contacto y entendimiento con un hombrecito venusino. Y no digo más para no echar a perder el atractivo de estas páginas.

Buena parte de los escritos inéditos de Reyes reunidos en Vida y ficción son una mezcla peculiar, muy de Reyes, de reflexiones-ensayos con un sesgo anecdótico, o bien narraciones de experiencias personales apoyadas en la atribución a personajes imaginarios, como ocurre en “Entrevista presidencial”, “Cuernavaca”, “El indiscreto africano” o “Vida de pueblo”. No son, pues, núcleos o arranques narrativos, sino escenas aisladas en las que una reflexión u observación se expresan mediante un recurso narrativo.

 QUINCE PRESENCIAS: 1915-1954

 Como antes dije, Quince presencias (1955) fue la compilación que hizo Alfonso Reyes de sus principales narraciones escritas hasta entonces y no reunidas en volumen. “Las babuchas” y “La casa del grillo”, que inician la colección, son cuentos de la época madrileña. En el primero, de ambiente oriental, asoma el ensayista, en nota al pie, para enumerar las variedades que en la mitología griega tiene la historia de las babuchas. Y en “La casa del grillo” el protagonista, recién casado como el autor, cree necesario comunicar su propio análisis psicológico a la que va a ser su mujer. Dicho personaje dice:

 Al revés del caro Disraeli, tengo la debilidad de dar explicaciones de cuanto hago; y a veces a gente que no debiera. Esto viene, por una parte, de mi afición a conversar y de mis bellas experiencias de los veinte años... y por otra parte, viene de la intelectualización excesiva, de la fiebre crítica, de la necesidad, primero, de entender bien, y segundo, de explicar bien lo que he entendido, de explicarme por medio de la palabra.

 

Reyes era, pues, consciente de esta propensión analítica de buena parte de sus narraciones. Ello enriquece ciertamente la densidad psicológica de sus personajes, pero lo hace por medio de explicaciones y no por la acción o la representación. En lugar de que los rasgos de conducta tengan una manifestación activa, que es lo propio del arte narrativo, Reyes se adelanta a analizarlos. Como se verá en la exposición de sus ficciones, esta duplicidad relato-análisis, creación de Alfonso Reyes y expresión cabal de su personalidad intelectual, es frecuente pero no dominante, ya que a menudo opta por el camino puramente narrativo, o logra un buen equilibrio entre ambas posibilidades.

“El rey del cocktail”, de 1922, es un texto divertido, mezcla bien lograda de sabia disertación sobre vinos y alcoholes, y de cuento.

Uno de los escritos más hermosos de Alfonso Reyes es “El testimonio de Juan Peña” (1923). Rememora la experiencia que su autor, entonces estudiante de Derecho, y dos de sus compañeros, Julio Torri y Mariano Silva y Aceves, tuvieron al ir a Topilejo solicitados para hacer justicia en un caso de despojo hecho por la autoridad municipal. El relato se limita al viaje de los tres estudiantes al pueblo cercano, primero en tren y luego a caballo, a la descripción del ambiente de la pequeña comunidad y a los testimonios que escuchan. Lo fascinante es la visión del campo mexicano, en el marco de la historia inmediata:

 Las cumbres nevadas asean y lustran el aire. El campo se abre en derredor, con sus hileras de magueyes como estrellas. Las colinas, pardas y verdes, prometen manantiales de agua que nunca pueden llegar al pueblo...

 ¿Quién que ha cabalgado la tierra mexicana no sintió la sed de pelear? Oscuros dioses combativos fraguan emboscadas de sombra, y tras de los bultos del monte, parece que acechan todavía al hombre blanco las huestes errantes del joven Jicoténcatl. ¡Hondo rumoreo del campo, latiente de pesuñas de potro, que se acompaña y puntúa tan bien con el reventar de los balazos!

 y la revelación de la personalidad de los indígenas, que reciben y confían en los poderes de aquellos jóvenes catrines de la ciudad.

“Los dos augures” (1929), relato al que su autor puso como subtítulo “Arranque de novela”, es una conversación entre dos mexicanos voluntariamente desterrados en París, en los años que siguieron al porfiriato. Lo que llegan a conversar no es mucho y esboza las posiciones del hispanismo y el indigenismo. Mas, como suele ocurrir en los relatos de Reyes, predominan las páginas dedicadas al análisis de las mentes y de los antecedentes de los interlocutores.

Puede suponerse que Reyes proyectaba el desarrollo posterior de esta novela, que sólo quedó en arranque, como una indagación, a la manera de las novelas de Henry James —a quien cita al principio—, de los conflictos mentales y morales de los mexicanos que intentan acomodarse al mundo europeo. Conflictos que no llegaron a narrarse.

Como es también frecuente en las obras narrativas de Alfonso Reyes, la materia principal de estas páginas procede de observaciones de las peculiaridades psicológicas y las costumbres de personas que lo rodearon y de rasgos de la historia y la vida mexicanas de aquellos años.

“Descanso dominical”, escrito en 1931 en los pinares de Teresópolis, es una espléndida galería de retratos de las personas, en su mayoría extranjeros, con sus peculiaridades físicas y sus manías, que Reyes encuentra en un hotel de los alrededores de Río de Janeiro. Hay, además, preciosas descripciones de paisajes, y de su flora y fauna. Y el lector se pregunta si el relator disfruta en verdad su descanso dominical o si más bien se entrega a una afanosa observación y registro de cuanto ve, siente e imagina. El encuentro final con una mujer, con la que vuelve de su paseo en sendos caballos, es la única acción, y la mayor parte es la contemplación y las encantadoras descripciones.

Alfonso Reyes mantuvo un recuerdo nostálgico e idealizado de su tierra nuevoleonesa y, entre otros elogios que le dedicó, uno de los más cálidos es el texto llamado “Donde Indalecio aparece y desaparece”, de 1932. Al principio hace una explicación-justificación del contrabandista de frontera, burlador del “delito artificial creado por la ley”, pero el texto en conjunto es una etopeya del norteño, con algunas observaciones interesantes sobre sus peculiaridades lingüísticas, en las que reconoce el uso de viejas formas del dialecto leonés: “Dicen riyo por río; y en cambio, dicen sía por silla, aunque prefieren el término sieta, silleta”; y declinan por géneros los apellidos, “si el hombre es Juan Cantú, la mujer es Juana Cantuna; si él es Pedro Orozco, ella Petra Orozca”.

Refiere que sus paisanos “traen en la sangre el hábito hispano de la soberanía popular, el que, burlando instituciones, se hace por sí mismo justicia”. Dice Reyes que esta población “de singular pureza... se distingue de la gente del interior en todos los órdenes de virtudes cívicas. Generosidad y lealtad son normas de su vida”.

Como dice el título del relato-ensayo, el protagonista Indalecio, “un hombre esbelto, con un andar entre medroso y feroz del animal silvestre”, aparece tres veces. En la primera, tiene una breve conversación con el padre de don Alfonso, el general Bernardo Reyes, entonces gobernador de Nuevo León, para sugerirle que, en lugar de simulacros de batallas, les dé permiso “de fajarnoz por ay a balazoz unoz cuantoz que noz tenemoz ganaz”; la segunda, para dedicar al general la Historia de Genoveva de Brabante, para que “vuelva a llorar un poco”; y la última, cuando el autor escucha un corrido que canta la memoria de Indalecio. Éste aparece y desaparece, pues sólo es el pretexto para esta exaltación de los viejos norteños.

“La fea”, escrito en Río en 1935, tiene parentesco, como antes apunté, en el tema y el ambiente, con los tres relatos brasileños de Vida y ficción, y es para mi gusto el más logrado del grupo. Como aquéllos, éste comparte el entusiasmo erótico que, al parecer, disfrutó Reyes en sus años brasileños —cuando contaba cuarenta y tantos años—; y asimismo, en “La fea” hay la misma propensión por los análisis de la psicología femenina y la búsqueda de tipos, que confirman el misterio inagotable de la mujer. Consciente de esta tendencia de sus narraciones, el autor dice:

 Necesito cortar constantemente mi narración con desarrollos ideológicos. Yo sería un pésimo novelista. Mucho más que los hechos, me interesan las ideas a que ellos van sirviendo de símbolos y pretextos.

 

Así es, en efecto. Pero, en el caso de “La fea”, las divagaciones analíticas no son excesivas, ayudan a comprender el sutil deslizamiento de las pasiones y dejan que la curiosa historia de los amores con la bonita y con la fea nos deleite.

Todos de 1938 y del Brasil, despreocupados, picarescos y sensuales, son los relatos siguientes: “Pasión y muerte de Dona Engraçandinha”, lindo cuento y análisis psicológico de una naturaleza femenina; “Fábula de la muchacha y la elefanta”, de las más alegres invenciones de Reyes, constancia del disfrute de la vida en sus años brasileños; “La cicatriz”, que pudo ser el principio de una novela y cuenta los primeros pasos en la vida erótica de una muchacha de Río, en los días alocados del carnaval; y “El estudio y los juegos”, en que, por una vez, el personaje es masculino, y pretexto para enhebrar reflexiones acerca de las nuevas teorías sobre la naturaleza del universo. Pero, entre Newton y Einstein, llega al departamento del ingeniero estudioso una muchacha con la que tiene una relación juguetona y sin compromiso. Años más tarde, en 1954, Reyes escribió “Antonio duerme”, que va al final de las Quince presencias, e indicó que “Debe leerse en relación con el relato anterior ‘Los estudios y los juegos’ ”. Aquí ya no hay tiempo para más juegos frívolos, pues sólo hay divagaciones acerca del Tiempo, en realidad un ensayo, que su autor decidió atribuir al ingeniero reflexivo.

Después de los temas joviales de los relatos brasileños, “De Cuitzeo, ni sombra”, de 1941, ya de regreso en México, es una estampa de la desecación geológica del antiguo lago de Cuitzeo, con hermosas descripciones del paisaje michoacano.

En fin, el penúltimo de los relatos de Quince presencias es “La mano del comandante Arana”, de 1949. Después de una disertación sobre las funciones y excelencias de la mano, ejecutora de la civilización, viene un fascinante cuento, de los mejores de Reyes —cuyo misterio recuerda al de “La cena” de El plano oblicuo—. Acerca de la representación de este cuento, que hizo Juan José Gurrola en junio de 1964, junto con Landrú-opereta, también de Reyes, adelante se dan noticias de esta escenificación y de la crítica de Jorge Ibargüengoitia.

 BURLAS LITERARIAS: 1919-1921

 Diversiones y bromas literarias de otros tiempos, en los que había reposo y humor para hacerlas, y una grey literaria para disfrutarlas, son éstas muy galanas que compusieron Alfonso Reyes y Enrique Díez-Canedo. Aparecieron originalmente en Madrid, en el semanario España, el 23 de enero de 1919, y en los números 1 y 3 de la revista Índice, en 1921. Las reprodujo Reyes bajo el título de Burlas literarias, 1919-1922, en su Archivo, en México, 1947. Además de los textos aquí reunidos, Reyes recuerda en la introducción ciertos versos de desenfado, entre ellos, estos que compuso Díez-Canedo atribuyéndolos a un poeta laureado en un concurso sobre el Quijote:

 

¡Viva, viva por siempre alabado

desde el uno hasta el otro confín

ese libro inmortal anotado

por don F. Rodríguez Marín!

 

En cuanto a las tres “Burlas literarias”: la traducción en bruto de uno de los más espirituales sonetos de Dante, atribuida a don Julio Cejador y Frauca; unas cartas cruzadas entre Góngora y el Greco, y un medieval “Debate entre el vino y la cerveza”, fraguadas por los dos amigos, son diversiones tan cultas e ingeniosas como de buen humor, que podrá disfrutar quien algo sepa de estos temas. Las supuestas cartas entre el poeta y el pintor, que hacen a éste precursor del cubismo, me parecen las más divertidas; y lo curioso es que Cejador las tomó por lo serio, denunció la superchería y puso en duda su autenticidad con buenos argumentos filológicos.

Ya en México, don Enrique encontró, en el Epistolario de Nueva España, un documento de 1544 —éste sí auténtico—, de un fabricante de cerveza, que le dio pie para iniciar una conclusión del Debate de 1921, con alusiones modernas y mexicanas, texto que va como apéndice a las Burlas.

 ÁRBOL DE PÓLVORA: 1925-1932

 Quien escribió sobre todos y sobre todo tuvo también un lugar para las fantasías oscuras, picarescas, enfebrecidas, para las sátiras venenosas, para los caprichos de la imaginación. Los reunió en Árbol de pólvora (1953), en edición privada, sin nombre de casa editorial —y en Briznas, que se comenta adelante—, junto con otros textos sin sombras: recuerdos de infancia y apuntes sobre la naturaleza. Se ha dicho que una vez impreso Árbol de pólvora, su autor lo apartó de la circulación. No me consta, pero sí puedo añadir que en la dedicatoria con que me lo envió puso: “Travesuras para pocos amigos”, las que ahora pueden curiosear cuantos quieran.

El primer grupo de textos, “Ausente en París” (1925-1927), de los cuatro en que se divide Árbol de pólvora, contiene cuentos de humor picaresco, como “Campeona”; apuntes de la naturaleza, como “Gorriones”; esbozos de la lejana ascendencia del autor, como “Nuestros gigantes abuelos”, y divertidos recuerdos de infancia y mocedad: de cuando iba a la escuela a caballo, fue campeón de florete y tenía rizos rubios, en “Mientras leía el otro”, que serán materiales para las Parentalias futuras; y fantasías como “La alcoba bosteza” y “Venganza literaria”, de 1926. En los pasajes finales de esta última, José Emilio Pacheco ha señalado alusiones despectivas contra Ramón López Velarde.

“Fuego graneado” (1930-1932), el segundo grupo, es una “revista a nuestra cuadrilla de sombras”, dice su autor. Aquí hay una sátira sobre los problemas internos de la creación literaria: “Donde el poeta se descubre a sí mismo”; fantasías de pesadilla: “Los Quitutos”, y otra sátira con versos chuscos a San Pascual Bailón, patrono de don Alfonso: “Cuenta mal y acertarás: catástrofe del poeta.”

“Mitología del año que acaba” (1931), el tercer grupo, recoge cuentos, entre graciosos y atroces: “La Retro”, “Tijerina” y “La Obrigadiña”, y un fascinante cuento de terror, “Melchor en carrera”, que pudiera ser un guión cinematográfico.

El “Canto de Halibut, epopeya atávica” (1928), que cierra Árbol de pólvora, es una broma literaria. Lo importante aquí no es el intencionadamente lamentable poema “atávico” sino el extenso comentario que le sigue, escrito con la mayor formalidad académica, como para mostrar que es posible disertar, sobre nada, con toda suerte de consideraciones eruditas y técnicas.

 ANECDOTARIO: 1922-1959

 Anecdotario (1968), seguido por una versión corregida de Briznas, con prólogo de Alicia Reyes, fue uno de los libros de Alfonso Reyes que se publicaron después de su muerte. Las propiamente anécdotas —enriquecidas por la prologuista con algunas que recogió de la vida familiar— son divertidas, muestran la agudeza y el humor de don Alfonso y nos ilustran sobre su mundo literario. Además de éstas, hay aquí textos de otra condición, como “Pro domo sua”, de 1952, en el que Reyes se defiende de los reclamos y pullas que recibe, ya porque lo llaman helenista, ya por imprimir la lista de sus obras, ya por la suposición de que no se ocupa de México o ya por preferir las obras de crítica a las de creación. “El mensaje enigmático” (1959) puede tener alguna base anecdótica pero es un ingenioso cuento sobre un episodio de la vida diplomática.

 ANECDOTARIO, “EL LICENCIOSO” Y OTROS PAPELES INÉDITOS O DISPERSOS

 Entre los papeles inéditos que aún quedan en la Capilla Alfonsina —que afortunadamente conserva el archivo de Alfonso Reyes—, hay tres gavetas de Anecdotario y papeles afines. Don Alfonso había proyectado, en 1959, año de su muerte, publicar un número 4 de la serie B (Astillas), de su Archivo, con este título y aun diseñó la portada y apuntó el índice que debería contener. Parte de estos textos formó el Anecdotario publicado en 1968. Pero quedaban más anécdotas, aunque en las carpetas anotó su autor, en general, “No publicables por el momento” y en un apunte añadió, “quizás hasta el año 2060”. Se trata de recuerdos amargos de la vida diplomática inicial, y de la vida política e intelectual de años posteriores, desahogos, chismes, retratos, parecidos y sucedidos, algunos con observaciones agudas e interesantes, en cuanto guardan rasgos y hechos que suelen olvidarse.

En una de las gavetas hay una sección llamada “El licencioso”, parte de la cual se publicó en la Revista Mexicana de Literatura, en un número de “Textos eróticos” (Nueva época, marzo-abril de 1962, números 3-4, pp. 16-20). Estas páginas se recogen aquí, junto con otras más inéditas. Son cuentos y dichos verdes, algunos del folklore corriente, un soneto en respuesta a otro que le envió Salvador Novo —nótese que el de Reyes está escrito en el mes de su muerte—, y anécdotas picantes.

La obsesión de Reyes por escribirlo todo lo llevó a estos registros de hechos escandalosos, turbios o pintorescos que pasaron —nunca escribió falsedades o calumnias—, de observaciones sobre particularidades de gente que trató, y de despropósitos y agudezas, más o menos ingeniosas, que escuchó. Es el rincón reservado de la catedral que es la obra de Alfonso Reyes. Todo esto, puesto que ocurrió y los actores fueron o son personalidades conocidas, llegará a ser útil para la pequeña historia. Como su autor lo dispuso, es preciso dejar correr un poco más de tiempo para que buena parte de estos papeles sea historia y no suene ya a maledicencia. Las páginas picaras o “licenciosas”, en cambio, son burlas que el tiempo ha vuelto casi inocentes.

Revisados cuidadosamente estos textos, se han rescatado, en primer lugar, una docena de anécdotas, listadas por don Alfonso para publicarse en el cuaderno proyectado —y no incluidas en el Anecdotario de 1968—; muchas otras anécdotas inéditas; los textos licenciosos conocidos y los desconocidos, y las “briznas” excluidas de las que se hablará en seguida.

Fuera de este campo reservado, se añaden dos artículos olvidados, que don Alfonso publicó en El Universal Ilustrado, en 1920, y no recogió en sus libros: una crónica sobre la presentación de Esperanza Iris en Madrid, y un breve ensayo sobre “La creación” —la creación por las palabras—, que en la revista mexicana apareció junto con otros dos, “Entre humoristas” y “El egoísmo del ama”, que luego formaron parte de ese precioso librito llamado Calendario (Madrid, 1924). Recógese también el breve discurso, al parecer inédito, intitulado “Hidalgo, radiosa estrella de la patria”, con el que Reyes agradeció el doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad Michoacana el 9 de mayo de 1953.

 BRIZNAS: 1929-1959

 Reyes llama briznas a “el gotear espontáneo de la tinta” y refiere que, “cuando la alusión o la caricatura eran demasiado transparentes” ha suprimido algunas o le “ha dado segunda esponja”. En su Archivo (1959) publicó unas Briznas I, “primera versión condenada a desaparecer y ser sustituida por la presente” (la publicada junto con el Anecdotario). A pesar de esta precaución, las “briznas” de la primera versión, excluidas, se han rescatado pues su picardía o sus palabras gruesas ya no escandalizarán a nadie.

Estas Briznas, aceptadas o censuradas, como las “burlas veras”, son el registro de sensaciones, pequeños estímulos, recuerdos y observaciones sobre la naturaleza humana. El ingenio, la curiosidad por lo grande, lo cotidiano y lo insignificante son en ellas siempre más visibles que el acíbar de algunos apuntes. A veces, el registro llega también al habla popular y a los cuentos picarescos, sin que se pierda aquella gracia de la pluma de Alfonso Reyes que fue uno de sus mayores dones.

 ÉGLOGA DE LOS CIEGOS: 1925

 Cuenta su autor que la Égloga de los ciegos la planeó en París, el 19 de abril de 1925 y la olvidó por muchos años. No dijo si después volvió a retocarla, pero el hecho es que nunca la incluyó en sus libros. Alicia Reyes la encontró entre los papeles de don Alfonso y la hizo publicar en el Diorama de la Cultura, de Excélsior, el 9 de febrero de 1969, diez años después de la muerte de Reyes. Ésta ha sido su única divulgación.

Además del poema dialogado, Reyes dejó entre sus escritos que iban a formar el tercer ciento de Las burlas veras, que no llegó a concluir ni a publicar —recogidos en el tomo XXII de estas Obras completas—, un artículo llamado “La égloga de los ciegos”, en el que cuenta que un viejo poeta, el maestro Rodrigo, le relata el esbozo de un poema que lleva el nombre de “Égloga de los ciegos”. El artículo no tiene fecha, y probablemente su autor pensaba utilizarlo como una especie de presentación de la Égloga. Así se lo ha puesto en el presente volumen, suprimiendo la parte final que, con variantes menores, dice lo mismo que la introducción que precede el poema.

Por su tema, ciegos y semiciegos que conversan y se ayudan en su desamparo, la Égloga es hasta cierto punto una anticipación de la pieza teatral de Michel de Ghelderode, Los ciegos, de los años cincuentas. Y por su tono, recuerda el lirismo austero, despojado de adornos y melodías verbales, de la Ifigenia cruel (1924), del mismo Reyes, compuesta poco antes de la Égloga de los ciegos.

El poema tiene, pues, un tono grave y noble, mas sólo es un esbozo de su posible desarrollo dramático. Los personajes se limitan a anunciar su carácter y, al final, hay un rápido desenlace con la muerte de Blas, el falso ciego. Reyes debió considerar insuficiente el desarrollo de su poema, y en espera de ánimos e inspiración para redondearlo, lo dejó aparte y nunca se decidió a publicarlo.

 LANDRÚ-OPERETA: 1929 y 1953

 En 1922, el francés Henri-Désiré Landru, de 53 años, fue guillotinado por el asesinato y el robo de diez mujeres y un muchacho. Su caso fue muy sonado, se le llamó el moderno Barba Azul y quedó como una leyenda tenebrosa. A raíz de los sucesos, Alfonso Reyes comenzó a escribir su Landrú-opereta y la continuó “en los ocios de varios años”, en Buenos Aires en 1929 y en México en 1953, como anotó al fin. Nunca se decidió a publicarla ni se refirió a su existencia. Un lustro después de la muerte de don Alfonso, Manuela Reyes, su viuda, la encontró entre sus papeles y la dio para su publicación a la revista Universidad de México, donde apareció en abril de 1964.

El tratamiento que eligió Reyes para tema tan singular fue una farsa humorística. En los monólogos en que Landrú se explica, el tono es de levantada prosopopeya, y en los coros de las mujeres del mercado y en las intervenciones finales de la policía hay dejos vulgares y populares. Dando por conocidos los hechos y su escandaloso desenlace, la obra entra de frente al asunto, con humor negro. Utiliza ciertos detalles de las informaciones amarillistas, como la afición del solitario Landrú por el opio y las aspirinas, para librarse de las jaquecas, y como su manía de guardar ordenadamente en sobrecitos el dinero que tomaba a sus víctimas, a las que al parecer incineraba.

Landrú-opereta no es una obra lograda. Su inteción humorística parece lastrada por versos conceptuosos y un relato confuso de los hechos. La irrisión no funciona. Su autor debió reconocer estas fallas, lo que explica que dejara guardada y sin publicar su obra.

 FORTUNA E INFORTUNIO DE “LANDRÚ”: GURROLA, IBARGÜENGOITIAY MONSIVÁIS

 Sin embargo, el Landrú-opereta de Alfonso Reyes, rescatada del olvido, tuvo una inesperada fortuna. Dos meses después de su publicación, Juan José Gurrola discurrió crear un espectáculo, en el pequeño teatro de la Casa del Lago, en Chapultepec, con dos obras de Alfonso Reyes, el cuento “La mano del comandante Arana” y Landrú. El tratamiento del cuento se limitaba a la lectura del texto hecha por los actores Claudio Obregón y Marta Verduzco, con apariciones de “la mano” que a veces hacía signos procaces.

Al Landrú de Reyes, Gurrola lo convirtió en una comedia musical. Unas muchachas bonitas con ropas ligeras bailotean y cantan coplitas; un personaje gordo, entre Landrú y don Alfonso, las persigue y dice incongruencias; y al fin las mismas muchachas y el gordo se convierten en policías que siguen cantando cualquier cosa. No hay crímenes ni drama ni literatura. La imaginación plástica y teatral de Gurrola y la fácil música de Rafael Elizondo, que interpretaba al piano él mismo, convirtieron el crimen original y la farsa literaria de Reyes en un divertimiento. El Landrú transformado por Gurrola volvió a representarse, con nuevo elenco, en el Ateneo de Madrid, en junio de 1985, como parte de un homenaje a Alfonso Reyes.

Por aquellos años, 1964, de las primeras representaciones dominicales, Jorge Ibargüengoitia escribía, en la misma revista Universidad de México, en que se había publicado el Landrú-opereta de Reyes, crónicas teatrales tan chistosas como mordaces, y nada convencionales ni comedidas. En el número de junio de 1964 le tocó su turno a la representación dirigida por Gurrola, basada en textos de Reyes. La crónica de Ibargüengoitia es feroz. El cuento “La mano del comandante Arana”, que iniciaba el espectáculo, le parece “un texto que es de una estupidez y una densidad verdaderamente lamentables; y el Landrú-opereta, según él,

 se reduce... a tres monólogos de Landrú, otro final del jefe de la policía, y otro de las amas de llaves. Es decir, no es opereta sino cuatro monólogos y dos coros de Alfonso Reyes... El Preludio en la soledad, que es la primera parte de la pieza, es una especie de monólogo de un Segismundo cincuentón e intelectual que lo mismo puede ser asesino notable que director de El Colegio de México... La cuarteta inicial es pedante, confusa y floja.

 

Ibargüengoitia sólo salvaba de la obra de Reyes el haber sido su autor el primero

 que vio las posibilidades dramáticas de Landrú y que además lo vio a él no como héroe cómico, ni como mártir de la domesticidad, sino como lo que muy probablemente debe haber sido, un señor mediocre y vagamente degeneradón.

 

En cambio, el cronista celebró los aciertos de la breve comedia musical creada por Juan José Gurrola, sus efectos surrealistas con los mismos actores haciendo varios personajes —Carlos Jordán representando a Landrú, a don Alfonso y al jefe de policía—, la música ligera y pegajosa de Rafael Elizondo y la gracia y comicidad de las actrices.

Pero, en la página siguiente de la crónica de Ibargüengoitia, problablemente por iniciativa de Jaime García Terrés, entonces director de Universidad de México, y para desagraviar la memoria de Alfonso Reyes, Carlos Monsiváis escribió “Landrú o crítica de la crítica humorística o cómo iniciar una polémica sin previo aviso”. Como es más fácil y divertido burlarse de algo que defenderlo y regañar al autor de la irreverencia. Monsiváis tuvo que optar en su artículo por el tono serio. Defendió a doña Manuelita por haber exhumado el texto que don Alfonso había guardado sin publicar; recordó que don Alfonso Reyes es “el primer hombre de letras de Hispanoamérica”, y concluyó afirmando que la crítica de Ibargüengoitia era graciosa pero incoherente.

En el número siguiente, julio, de Universidad de México, Ibargüengoitia publicó una “Oración fúnebre en honor de Jorge Ibargüengoitia”, refutó los argumentos de Monsiváis y se retiró del teatro y de la crítica teatral. Gracias a este incidente, perdimos al cronista teatral ingenioso y divertido y ganamos a un estupendo novelista.

 LOS TRES TESOROS: 1940-1955

 En el Aviso que precede a Los tres tesoros (1955), dice Reyes que hacia 1940 lo comenzó y sólo pudo darle el toque definitivo quince años después, fecha en que lo publica; y añade que el relato, al que llama “poema o entretenimiento visual... parte de un tema de Robert Louis Stevenson (The Treasure of Franchard), prontamente se aleja de él y toma por su propio atajo”. No he logrado leer el cuento de Stevenson, y aunque sin precisar qué tanto le deben Los tres tesoros, puedo decir que la lectura del relato de Reyes es de lo más placentera. Los análisis psicológicos, que habitualmente predominan en sus narraciones, aquí casi no existen; lo que importa es la historia, que fluye con suavidad; los personajes son persuasivos y con suficiente individualidad; los ambientes están descritos con eficacia, y hay un desenlace inesperado y optimista.

El texto que se puso en la cuarta de forros, en la reimpresión de esta obra que hizo el Fondo de Cultura Económica en 1985, tiene observaciones muy justas que me complace repetir:

 En ambiente rústico y geografía campestre, esta obra abre la puerta a ciertos modestos misterios de la edad. Diálogo rápido y viva descripción, economía narrativa que plantea y agota a tiempo los recursos de una situación. Los tres tesoros es en realidad una semilla novelesca hábilmente plantada. Pertenece al ciclo creativo de Reyes y no es una de sus obras menos perfectas. Vuela con gracia entre las manos sin dejar de ser incisiva y en la velocidad de su paso se trama misteriosamente la plenitud humana con toda su serena cordura.

 JOSÉ LUIS MARTÍNEZ

 VII-1988.

I

VIDA Y FICCIÓN

[1910-1959]

SILUETA DEL INDIO JESÚS

 VINO el día en que el indio Jesús, a quien yo encontré en no sé qué pueblo, se me presentara en México muy bien peinado, con camisa nueva y con un sombrero de lucientes galones, a la puerta de mi casa. Sólo el pantalón habido a última hora en sustitución del característico calzón blanco, para que lo dejaran circular por la ciudad los gendarmes, desdecía un poco de su indumento. Había resuelto venir a servir a la capital —me dijo— y dejar la vida de holganza. No contaba el tiempo para Jesús. Recomenzaba su existencia después de medio siglo con la misma agilidad y flexibilidad de un muchacho.

—¿Pero tú qué sabes hacer, Jesús?

Jesús no quiso contestarme. Presentía vagamente que lo podía hacer todo. Y yo, por instinto, lo declaré jardinero, y como tal le busqué acomodo en casa de mi hermano.

Aquel vagabundo mostró, para el cuidado de las plantas, un acierto casi increíble. Era capaz de hacer brotar flores bajo su mirada, como un fakir. Desterró las plagas que habían caído sobre los tiestos de mi cuñada. Todo lo escarbó, arrancó y volvió a plantar. Las enredaderas subieron con ímpetu hasta las últimas ventanas. En la fuente hizo flotar unas misteriosas flores acuáticas. De vez en vez salía al campo y volvía cargado de semillas. Cuando él trabajaba en el jardín, había que emboscarse para verlo; de otro modo, suspendía la obra, y decía: “que ansina no podía trabajar”, y se ponía a rascarse la greña con un mohín verdaderamente infantil.

Y las bugambilias extendían por los muros sus mantos morados, las magnolias exhalaban su inesperado olor de limón; las delicadas begonias rosas y azules prosperaban entre la sombra, desplegando sus alas; los rosales balanceaban sus coronas; las mosquetas derramaban aroma de sus copitas blancas; las amapolas, los heliotropos, los pensamientos y nomeolvides reventaban por todas partes. Y la cabeza del viejo aparecía a veces, plácida, coronada de guías vegetales como en las fiestas del Viernes de Dolores que celebran los indios en las canoas y chalupas del Canal de la Viga.

¡Qué bien armonizan con la flor la sonrisa y el sollozo del indio! ¡Qué hechas, sus manos, para cultivar y acariciar flores! De una vez Jesús, como su remoto abuelo Juan Diego, dejaba caer de la tilma —cualquier día del año— un paraíso de corolas y hojas. Parecían creadas a su deseo: un deseo emancipado ya de la carne transitoria, y vuelto a la sustancia fundamental, que es la tierra.

Jesús sabía deletrear y, con sorprendente facilidad, acabó por aprender a leer. El esfuerzo lo encaneció poco a poco. Comenzó a contaminarse con el aire de la ciudad. La inquietud reinante se fue apoderando de su alma. Él, que conocía de cerca los errores del régimen, no tuvo que esforzarse mucho para comprender las doctrinas revolucionarias, elementalmente interpretadas según su hambre y su frío. A veces llegaba tarde al jardín, con su elástico paso de danzante, sobre aquellas piernas de resorte hechas para el combate y el salto, aunque algo secas ya por la edad.

Es que Jesús se había afiliado en el partido de la revolución y asistía a no sé qué sesiones. Yo vi brillar en su cara un fuego extraño. Comenzó a usar de reticencias. No nos veía con buenos ojos. Éramos para él familia de privilegiados, contaminada de los pecados del poder. A él no se le embaucaba, no. Harto sabía él que no estábamos de acuerdo con los otros poderosos, con los malos; pero, como fuere, él sólo creía en los nuevos, en los que habían de venir. A mí, sin embargo, “me tenía ley”, como él decía, y estoy seguro de que se hubiera dejado matar por mí. Esto no tenía que ver con la idea política.

Una tarde, Jesús depuso la azada, se quitó el sombrero, me pidió permiso para sentarse en el suelo, diciendo que estaba muy cansado, y luego dejó escapar unas lágrimas furtivas. Comprendí que quería hablarme. Siempre, en él, las lágrimas anunciaban las palabras. Había una deliciosa dulzura en sus discursos, una quejumbre incierta, una ansia casi amorosa de llanto. Era como si pidiera a la vida más blanduras. Hubiera sido capaz de reñir y matar sin odio: por obediencia, o por azar. Porque el indio mexicano se roza mucho con la muerte. Caricia, ternura había en sus ojos cierto día que tuvo un encuentro con un carretero. Éste acarreaba piedras para embaldosar el corral del fondo. Yo los sorprendí en el momento en que Jesús asió el sombrero como una rodela, dio hacia atrás un salto de gallo, y al mismo tiempo sacó de la cintura el cuchillo —el inseparable “belduque”— con una elegancia de saltarín de teatro. Yo lo oí decir, con una voz fruiciosa y cálida:

—¡Hora sí, vamos a morirnos los dos!

Costó algún trabajo reconciliarlos. Pero hubo que alejar de allí al carretero. Todos adivinamos que aquellos dos hombres, cada vez que se encontraran de nuevo, caerían en la tentación de hacerse el mutuo servicio de matarse.

Aquella melosidad lacrimosa que hacía de Jesús uno como bufón errabundo, frecuentemente lo traicionaba. Iba más lejos que él en sus intentos; disgustaba a la gente con sus apariencias de cortesía servil; daba a sus frases más palabras de las que hacían falta, cargándolas de expresiones ociosas, como de colorines y adornos. Indio retórico, casta de los que encontró en la Nueva España el médico andaluz Juan Cárdenas, mediado el siglo XVI. Indio almibarado y, a la vez, temible.

Pero no era esto lo que yo quería contar, sino que Jesús se puso de pronto un tanto solemne y me pidió un obsequio:

—Quiero —me dijo— que, si no le hace malobra, me regale el niño una Carta Magna.

—¿Una Carta Magna, Jesús? ¿Un ejemplar de la Constitución? ¿Y tú para qué lo quieres?

—Pa conocer los Derechos del Hombre. Yo creo en la libertad, no agraviando lo presente, niño.

Entretanto, comenzaba a descuidar el jardín y algunos rosales se habían secado.

 Jesús volvió al campo un día, donde no permaneció más de un mes. ¿Qué pasó por Jesús? ¿Qué sombra fue ésa que el campo nos devolvió al poco tiempo, qué débil trasunto de Jesús? Todo el vigor de Jesús parecía haberse sumido como agua en suelo árido. Ya casi no hablaba, no se movía. El viejo no hacía caso ya de las flores ni de la política. Dijo que quería irse al cerro. Le pregunté si ya no quería luchar por la libertad. No; me dijo que sólo había venido a regalarme unos pollos; que ahora iba a vender pollos. Inútilmente quise irritar su curiosidad con algunas noticias alarmantes: la revolución había comenzado; ya se iban a cumplir, fielmente, los preceptos de la Carta Magna. No me hizo caso.

—Hora voy a vender pollos.

—Pero ¿no te cansas de ir y venir por esos caminos, trotando con el huacal a la espalda?

—¡Ah, qué niño! ¡Si estoy retejuerte!

Y cuando salió a la calle lo vi sentarse en la acera, junto a su huacal, y me pareció que movía los labios. ¿Estará rezando? pensé. No: Jesús hablaba, y no a solas: hablaba con una india, también vendedora de pollos, que estaba sentada frente a él, en la acera opuesta. Los indios tienen un oído finísimo. Charlan en voz baja y dialogan así, en su lengua, largamente, por sobre el bullicio de la ciudad. La india, flaca y mezquina, tenía la misma cara atónita de Jesús.

Estos indios venían a la ciudad —estoy convencido— más que a vender pollos, a sentirse sumergidos en el misterio de una civilización que no alcanzan; a anonadarse, a aturdirse, a buscar un éxtasis de exotismo y pasmo.

Nunca entenderé cómo fue que Jesús, a punto ya de convertirse en animal consciente y político, se derrumbó otra vez por la escala antropológica, y prefirió sentarse en la calle de la vida, a verla pasar sin entenderla.

 1910

 

FLOREAL

 ESTABA recién casada. Vivían en una ciudad del Norte llena del zumbido de las locomotoras. Se cruzaron varias líneas de ferrocarril en medio de unos llanos polvosos, y en el cruce brotó una estación; cercano a la estación, un hotel; al lado dos o tres comercios, y junto a ellos las posadas de los traficantes, los paradores de los viajeros, las casas de juego. La ciudad era una estación grande, un campamento de comercio, con mucha población de chinos y yanquis.

De cuando en cuando bajan del tren unos viejos pálidos, erguidos. Entran en los garitos, echan un peso en la ruleta, ganan ciento, los guardan en el bolsillo del pantalón, vuelven al tren que ya silba, impacientes por seguir el viaje rumbo al Norte. Aquel peso que aventuraron, es el último peso que traían consigo.

Por el andén, un ciego canta al roncar de un descoyuntado acordeón:

 

Soy transitante de Torreón a Lerdo,

mis sufrimientos son por un amor.

 

Ella solía enviarme fotografías del pueblo, de su casa, de su jardincillo, donde se la veía muy enflaquecida, junto a un mocetón de buenos ojos que estaba en mangas de camisa, el puro en la boca y el rastrillo en la mano.

Me escribía cartas breves. Como no sabía escribir, sólo me decía las cosas esenciales. Como el polvo de la región lagunera flota en el aire durante el verano —me explicaba—, los crepúsculos lucen aquí unos colores, unos tornasoles insospechados.

—Pero ¿qué sal tiene este polvillo que se come los muebles? Mi juego de sala se ha envejecido en unos meses.

Su marido tenía instintos de obrero. Un día quiso hacer una mesa para la cocina: tomó unas ramas y las clavó toscamente en una tabla. Era primavera. (Como los hombres se nos mueren, este recuerdo me es amargo.) Los crepúsculos de Torreón estaban como nunca gloriosos. El calor llenaba de ansias las cosas.

Una mañana, encontraron que la mesa había echado brotes, en la cocina, y la llevaron a florecer en paz al jardín.

Los ojos de ella habían cobrado un misterio singular, y, vista de cerca, en su epidermis había también unos como brotecitos pequeños.

 Madrid, febrero 1915

 

EL BUCANERO

 El editor al lector

 HA TIEMPO que en la república de los lectores moran el disgusto y el tedio. Todos se duelen —y seguramente con razón— de que las Letras hayan perdido la virtud de agradar para convertirse en servidoras humildes de la Teoría o de la Ciencia. Los libros amenos, dicen, van acabándose, y las tesis críticas ocupan —en las obras de literatura— el sitio que ayer ocupaban las estampas. En los tres mil tomos de vuestras bibliotecas privadas, no hay uno capaz de divertir el aburrimiento de un enfermo o de serenar las imaginaciones de un melancólico. Y los autores de libros escriben los unos para los otros. Remedios del alma ha llamado alguien a los libros. Pero, entre los libros de estos tiempos, yo no acierto con uno solo que me haya proporcionado una hora digna de marcarse con la piedrecita blanca de los antiguos.

Confieso que cuando me ofrecieron el manuscrito de la presente historia, sólo quise recibir unos cuantos cuadernos, y que me propuse hojearlos por las noches, a fin de conciliar el sueño. ¿Un libro de viaje a tierra exótica? Muchos de éstos se han producido: o disgustan por lo inverosímiles o por lo mal escritos que están. Claro es que hay obras excelentes. Mas ¿quién negará que son raras? De manera que a muchas personas, apasionadas por tal género de lecturas, he visto desalentarse poco a poco, y al fin apartarse con indiferencia de semejantes libros.

Yo pertenezco al número de ellas. Llevéme a casa el manuscrito, y empecé a leerlo lleno de desconfianza. Pero a los primeros ensayos quedé tan cautivado, que fui pidiendo un nuevo cuaderno, cada día, hasta que, como escribió el latino, di con el ombligo del volumen. Éstos son —me dije—, éstos son los remedios del alma; éstos los libros escritos para ser leídos sin comentario.

Y, con el manuscrito enrollado, fuime a donde vive el discreto varón Felipe Camíes, hombre de consejo, que une a las riquezas de la sabiduría el oro de una amistad siempre diligente. Sobre su mesa se amontonan los libros en torres vacilantes; plumas, espátulas y lentes en desorden, y en el aire reina un admirable silencio.

El manuscrito era de difícil lectura, duro de entender y lleno de lugares oscuros. El tiempo había hecho en él sus estragos, por donde se nota la incuria de nuestros mayores. Hubo, pues, que trocar vocablos, determinar sentidos confusos, adecuar regímenes ineficaces, y en fin enderezar errores de incorrección, de transposición, de omisión, de inserción, de sustitución, confusión de letras y confusión de abreviaturas. Por viejos estudios sabemos que un diablillo inglés llamado Titivil, el cual baja al mundo de cuando en cuando para llevarse a los copistas que se comen las letras de los manuscritos y las sílabas de los versos. A él sea consagrado nuestro esfuerzo, que no quedó línea sin retoque ni hubo trabajo que se perdonara para restituirlo todo a buen estado. ¡Al cabo vivimos en una época que empieza a gustar de las cosas claras y fáciles, y en fin la materia lo valía!

Era nuestra historia como un edificio gracioso al que se admirara de lejos y que se quisiera disfrutar, sin que lo consientan los caminos, cegados de guijarros y cardos. Ahora que se han acorrado los unos y arrancado los otros, ya es el paso franco. Que si algún obstáculo quedare, como bien pudiera suceder, dada la enorme cantidad que de ellos había, el lector se tome la molestia de apartarse un poco o dar un salto. Y para seguir la comparación —véase cómo ha sido posible meter pico y azada por las avenidas que nos conducen al edificio, sin atentar a las líneas de éste, donde nada había que cambiar.

En fin —y dejando ya las figuras—, que tras de haber hallado verdadera esta historia, se procuró que quedare escrita con estilo regular y pluma corriente.

 A Monseñor

 Monseñor: Parece imprudencia el ofreceros un libro: estáis siempre tan ocupado que no habríais de leer ninguno.

Leed éste, donde se contienen cosas tan útiles como placenteras; y, puesto que no podéis perder un instante, lo útil os promete que la lectura no será perdida, y lo placentero se os ofrece como desahogo de esas grandes preocupaciones que siempre están solicitando.

No sin intención, Monseñor, nos confiamos en vuestras manos, tampoco sin premio. Y tras esto, no os asombre encontrar amigos donde menos lo sospechabais.

Vuestro muy humilde y muy obediente servidor.

 EL AUTOR.

 

De Frontiñera, Villa de los Pensieres.

 I. Embarco y costumbres de la mar

 La narración de los peligros pasados es un gusto natural en los hombres, y todos piensan que sus fortunas son dignas de ser conocidas. Yo no disimularé cuánto me complace el poder referir aquí mis aventuras. En otro tiempo —cuando lo consentían las fuerzas— solíamos, tarde a tarde, cabalgar yo y mis hijos, para ir a besaros la mano. Y viene ahora a punto una remembranza como pájaro que acude al señuelo. ¿No decíais, Señor, una ocasión, sentado en vuestra terraza y mirando el cielo, que no hay verdadera sabiduría sino en dar cada hombre lo que tiene? Pues, entonces, tengo yo de vuestros regocijos, y vos de mis tristezas, porque no se entiende mal el proverbio: medre la viña de mi vecino, y todos hayamos de su vino.

Tras de habernos embarcado a 2 de mayo de 1666 en el Abra de Gracia, y levado el ancla el mismo día, fuimos a surtir en cierto lugar del Cabo Berflor cuyo nombre no fijó la memoria. Atrás quedaban el hormiguero del puerto, la confusa noche de holgorio, los brazos de Justina y los ojos de Fernandeta y, junto a la posada de un día, un cartel rojo que grita: À l’Escu de France et de Navarre.

Íbamos a bordo del San Juan, barco mandado por el capitán Vicente Tilaya y que pertenece a los señores de la Compañía Occidental; teníamos que reunirnos con el Caballero de Surdés, quien mandaba, en nombre del Rey, un navío al que dicen la Herminia, montado con treinta y seis cañones y destinado a la custodia de los barcos de la Compañía. Así, unas veces iba al Senegal de África; otras a Terra-Nova, y, en fin, a las Antillas de América. Los tripulantes de la Herminia gustaban de contar sus viajes rodeados por el asombro de la gente del puerto.

En Berflor se nos fueron juntando varios barcos, temerosos de cuatro fragatas inglesas que habían divisado o creído divisar a lo lejos. Y cuando esperábamos partir, se acercaron unas nuevas embarcaciones. Conocimos que eran holandesas y se dio orden de esperar. Entraban por la rada virando abierta por el flanco un aspa de remos color salmón; parecían sus mástiles candeleras descomunales; sus puentes eran en escala, y las popas relucientes de entalles y oros, como enjoyadas. En sus blancas grímpolas, el viento hacía vibrar la cruz roja. Solicitado a ello, el Caballero dio su permiso para que viajasen en conserva con nuestras naves; con lo cual demorábamos la salida y, ya, entre los del enganche, se murmuraba del Caballero. Al fin éste dejó oír su voz; y nombrando a nuestro capitán Vice-Comandante de la flota, y Contra-Almirante al de la Esperanza, los cuarenta leños comenzaron a costear el litoral de Francia, bien que con trabajos por miedo a las frecuentes rocallas, y cuidadosos de no alarmar a los habitantes de la costa, pues que el pirata inglés solía caer tan improviso como un vuelo de aves rapaces, y la zozobra tenía armados y sin sueño a los pescadores del contorno.

A pocos días, habíamos rebasado el Raz de Fontanal, salida de la Mancha y pasaje más que peligroso entre sus corrientes y encubiertos escollos. Llámanle los franceses Raz, palabra flamenca que da idea de velocidad. Muchos son los barcos perdidos en sus remolinos y rompientes. Al llegar allí, los marinos de las principales naciones celebran ciertas ceremonias de tanta risa como superstición, para que sirvan de conjuro a las olas. Primero diré la de los franceses:

El contra-maestre sale ridículo, a la antigua, con una larguísima toga que esconde sus pies; en la cabeza un bonete, y al cuello una alechugada gorguera con unas bolas que los marineros llaman pomas de raca. Trae tiznado el rostro, un librote abierto en una mano y en la otra un sable de palo. Los que nunca han pasado el Raz, han de arrodillarse por turno ante el figurón, y él les da en la nuca un planazo ceremonial. Después se les baña a cubas de agua, salvo el recurso de soborno para el que quiera distribuir oportunamente algunos tragos. El mismo capitán tiene que ceder al imperio de la costumbre, y si su barco boga por primera vez entre aquellas sirtes, ha de pagar tributo en dinero, pena de que la tripulación asierre el enjaretado de proa que llaman la roda o el branque. No hay navío que cruce el Raz donde no se celebren estos ritos que también se observan en ambos Trópicos y en el filo del Equinoccio.

Otro tanto hacen los holandeses, aunque a su manera. Entre ellos el escribano de a bordo sale con el rol del barco y pasa lista por nombres y motes, preguntando a cada uno si ha navegado antes por el Raz. Al sospechoso de mentira se lo hace comer pan de sal para justificarse —que es un modo de juramento. Y si le convencen de falsedad, o paga quince sueldos, o le izan en el palo mayor, o le calan en la mar tres veces. Si es un oficial de a bordo, paga treinta sueldos; por los soldados se entiende que paga su capitán, y si es un simple pasajero, cuanto pueden le sacan. Mercader ha habido a quien hagan dar más de 30 escudos. A los mozalbetes de doce a quince los meten en canastones de mimbre y les vierten jarras de agua encima; y también a los animales embarcados. Después con el dinero habido, compran vino para todos en el primer puerto. Y tal ceremonia la repiten por los aledaños de Lisboa, o al entrar al Báltico, que llaman el Zund. Y si se les pregunta el porqué, suelen contestar que esas son costumbres heredadas de sus abuelos.

Los que nunca salen de su pueblo consideran desdeñosamente lo que no conocen. El que viaja o piensa viajar se informa con minuciosidad de los usos del hombre para no vivir como extranjero en la tierra.

 II. Tempestad, combate y arribo

 Los males pasados no pueden recordarse sin un sabrosísimo orgullo, como si la fuerza del desastre nos hubiera robustecido. Pero ¿en qué podrá aprovecharme esta vida mía, seca y sin amor? Me complazco en escribirla y no alcanzo la causa. Oigo el ruido de la aceña, pero no puedo ver la harina. ¡Ah, Monseñor! En vuestra sala de retratos había uno que ahora recuerdo. Sobre el busto negro y sin aliño, entre el follaje del cuello, asomaba un rostro blanco de palidez, un rostro puntiagudo con unas orejas de liebre, una barba rala y gris. Sus huecas mejillas, sus ojos dilatados bajo unas cejas espesas, por entre las cuales descendía una nariz palpitante, todo en él era figura del sufrimiento, y mostraba tan adusto ceño como si tuviera grabada una cruz en pleno rostro. Hablándoos un día de mis trabajos, me atreví a deciros:

—Éste es el retrato del hombre que ha viajado en la mar.

Los más de los barcos se nos separaron al pasar el Raz de Fontanal, quedándonos sólo con siete que llevábamos la misma derrota. Un viento fácil nos trajo hasta el cabo de Finisterre, donde el Portugal y la Coruña se juntan y dividen.