Olvida las reglas - Michelle Smart - E-Book

Olvida las reglas E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Bianca 3047 Regla número uno: se encontrarían una vez a la semana… ¡en la cama de su dormitorio! El príncipe heredero Amadeo se había casado con el único fin de darle a su dinastía un heredero, de modo que no esperaba encontrar tanta pasión en su noche de bodas. Su tímida esposa, Elsbeth, parecía tener dentro mucho más de lo que mostraba, pero Amadeo ejercía un férreo control sobre sus emociones, ya que no podía permitir que le distrajesen de su deber. Elsbeth estaba dispuesta a comprometerse en un matrimonio sin amor. Cualquier cosa era mejor que la vida cruel que dejaba atrás. Sin embargo, no estaba preparada para lidiar con la anticipación que le suscitaba cada encuentro con Amadeo. Teniendo en cuenta que su esposo jamás olvidaba las reglas, ¿sería capaz de convencerlo para que las transgrediera por ella?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Michelle Smart

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Olvida las reglas, n.º 3047 - noviembre 2023

Título original: Rules of Their Royal Wedding Night

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804592

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

ELSBETH Fernández entró en la catedral de Ceres del brazo de su primo, Dominic. Por qué la sujetaba con tanta fuerza era algo que no alcanzaba a comprender, dado que había accedido sin rechistar a cumplir su deseo de que se casara con el príncipe Amadeo. Ella siempre accedía a todo sin rechistar. La palabra de Dominic era ley. Rey del principado en el que ella había nacido, Monte Claro, en lo que afectaba a las mujeres de la familia, se le obedecía sin dudar.

El príncipe al que solo había visto en una ocasión, en la fiesta de antes de la boda, estaba de pie, lejos. Su matrimonio había sido acordado, como todo lo demás en su vida. Ella no había tenido voz ni voto, pero cuando la persona que se encargaba de negociar los detalles del acuerdo le había preguntado en privado si quería casarse con él, no dudó en contestar que sí. Sinceramente, aunque el príncipe fuera el hombre más feo de la tierra, habría accedido a casarse con él, de modo que había sido un golpe de suerte que fuese todo lo contrario: su príncipe era el más atractivo de toda Europa.

Era altísimo. En secreto se había alegrado de que fuera al menos treinta centímetros más alto que Dominic. Tampoco parecía tener un gramo de grasa en el cuerpo, a diferencia de la obesidad que arrastraba su primo y la mayoría de los hombres de la Casa de Fernández, acostumbrados a atiborrarse a comer. Pero su príncipe –en privado había empezado a llamarlo así, su príncipe–, tenía un cuerpo de escándalo. Escultural. Lo mismo que sus facciones, que parecían esculpidas, con un mentón recto, un labio superior de dibujo perfecto, y una nariz recta.

Ojalá resultara ser un buen marido, o al menos tanto como podía serlo un miembro de la realeza acostumbrado a que su palabra fuera ley. Ella era consciente de que su deber como futura reina consorte consistía en seguir el liderazgo marcado por su marido en todos los aspectos, hablar solo cuando le pidieran que lo hiciese, jamás dar su opinión en algo más allá de un arreglo floral, nunca llevarle la contraria a su esposo, ni en público ni en privado, y lo más importante: darle tantos hijos como deseara. Ojalá fuera fértil. No quería desilusionarle en nada, pero fracasar en ese aspecto sería un fallo imperdonable, motivo incluso de divorcio y su consiguiente devolución a Monte Claro. A su tía ya le había pasado. Tres años sin descendencia habían bastado para que la reemplazaran.

«Por favor, que pueda darle hijos a mi príncipe. Que no tenga excusa para mandarme de vuelta a Monte Claro». Había soñado cada noche desde que se habían conocido con cómo sería ver de cerca aquellos increíbles ojos verdes, sentir sus labios y notar cómo sus mechones de cabello negro le resbalaban entre los dedos.

Sabía mucho sobre la imagen pública de la familia Berruti y de cómo la reina había obrado para asegurarse de que su dinastía perdurara en el siglo XXI, pero prácticamente nada de su relación en privado, o de cómo era el hombre con el que se iba a casar cuando se cerraba la puerta. Aun así, fuera lo que fuese lo que el futuro le tenía reservado, no podía ser peor que su papel en la Casa de Fernández. Dios no podía ser tan cruel, ¿no?

 

 

Amadeo vio avanzar con serenidad a su futura mujer por el pasillo central de la iglesia del brazo del hombre que más despreciaba en el mundo, y se aseguró de que la repulsa que le provocaban ambos no se reflejara en su expresión. Lo único positivo que le encontraba a aquella unión era que Elsbeth era una joven agraciada. Muy agraciada, de hecho. Llevaba su hermosa melena rubia recogida, y a medida que se iba acercando, vio la ilusión que iluminaba sus ojos azules y que partía de una feliz sonrisa.

La había visto igualmente entusiasmada en la fiesta de antes de la boda en la que se habían conocido, aunque apenas había pronunciado una palabra. Ni siquiera en una ocasión había iniciado ella la conversación, y contestaba a todas sus preguntas directas con una sonrisa, pero no parecía tener una sola opinión o idea en esa cabeza suya. Él ya se sentía enfermo imaginándose toda una vida junto a una Fernández y emparentado con aquel tirano, narcisista y megalómano Dominic, así que si su mujer era, además, un florero, la situación le resultaba francamente antipática, pero no había tenido alternativa estando como estaban sus dos naciones al borde de una guerra comercial y diplomática. Había sido su propio hermano quien había prendido la mecha, y cuando ya parecía que las aguas volvían a su cauce, su hermana había vuelto a avivar el fuego, de modo que aquel matrimonio había parecido el único medio para acabar de sofocar el incendio. Por el bien de su nación, estaba dispuesto a casarse con la prima de su enemigo. Se había pasado la vida haciendo lo que era mejor para su Casa Real, dejando a un lado sus inclinaciones y deseos. Y si sus hermanos hubieran hecho lo mismo con algo más de eficacia, no se encontrarían en aquella situación.

La novia llegó a su altura. Como heredero al trono, siempre había sabido que su prioridad a la hora de escoger esposa sería la idoneidad, y la crianza de Elsbeth sugería que lo era, aunque había esperado poder contraer matrimonio con alguien que pudiera gustarle y respetar, y ese no parecía ser el caso con ella.

Consciente de que aquel día estaba siendo seguido por todos los ciudadanos de Ceres, tanto en la calle como desde sus hogares, lo mismo que otros millones de europeos, tomó la mano de su esposa y sonrió. Con unos ojos azul claro que brillaban tanto como los diamantes de la tiara con que se adornaba, ella sonrió con tanta dulzura que sintió que el estómago se le encogía.

–Estás preciosa –dijo no obstante y por el bien de las cámaras.

Ella se sonrojó de un modo que iba a dar de maravilla en las televisiones. De hecho, las cámaras ya la adoraban. Era fácil imaginar lo que iba a decir la prensa del corazón sobre el vestido de cuento de hadas que llevaba, todo encaje y seda blancos, que realzaba su generoso busto sin mostrarlo, y la diminuta cintura de la que partía el vuelo de la falda componiendo la silueta de un abanico.

De la mano, ambos dieron la espalda a las personas congregadas en la catedral y miraron al obispo.

 

 

Elsbeth nunca había escuchado vítores y aplausos como aquellos. Las calles estaban abarrotadas de personas que querían darles sus parabienes, pero cuando salieron de la catedral, el estruendo era tal que podría arrancar de cuajo los tejados de las casas.

Les esperaba una fila de carruajes tirados por caballos. Su esposo la ayudó a subir al primero y, una vez se hubieron sentado, tomó su mano.

El camino de vuelta al castillo pareció durar una eternidad, lo mismo que los aplausos. Aquellas personas se alegraban de verdad por ellos, pensó mientras le lanzaba un beso a un chiquillo que agitaba sus manitas frenéticamente desde lo alto de los hombros de su padre, y para cuando llegaron a las puertas del castillo, la cara le dolía de sonreír y las manos de saludar.

Junto a Amadeo, fueron recibiendo a sus invitados. Ella se sentía como si estuviera en un sueño, y cuando pasaron al salón en el que se serviría el banquete de doce platos, intentó fijar en su memoria todo lo que estaba viendo para poder volver a ese recuerdo siempre que lo deseara. Pero su ensoñación era tal que en lo único que pudo centrarse con claridad era en su marido. ¡Era encantador! Después de haberse pasado la vida viviendo en un palacio lleno de serpientes encantadoras, no era ya tan inocente como para pensar que ese atractivo era otra cosa que un acto dirigido al público, pero se estaba mostrando muy atento con ella, preocupándose por si le gustaba la comida o si tenía la copa llena. ¡No solo era un príncipe, sino también un caballero!

Sin embargo, la mirada vigilante de la madre de Amadeo era un recordatorio de que, caballero o no, su esposo, un futuro rey, tenía unas expectativas sobre ella y unos estándares que ella tendría que cumplir desde el primer momento.

Horas después, una vez concluido el banquete, tenían que pasar a otro salón para la fiesta nupcial. Llevándola Amadeo de la mano, llegaron a una mesa y Elsbeth intentó no pasmarse ante la exquisitez con que se había adornado aquel salón, que guardaba el mismo esquema de color que el comedor, pero logrando un resultado aún más deslumbrante.

Su mirada se cruzó con la de su cuñada, Clara, que le dedicó una dulce sonrisa. Dominic había secuestrado a Clara unos meses antes, y la habría obligado a casarse con él de no ser porque el hermano de Amadeo, Marcelo, lo impidió rescatándola y casándose con ella. La posibilidad de encontrarse con ella en la pre-boda la aterraba, pero sus temores eran infundados. Clara la había recibido calurosamente y aparentemente sin culparla por las acciones crueles de Dominic.

Su otra cuñada, Alessia, también la había recibido con agrado en la fiesta, aunque daba la impresión de que estaba un poco distraída. Saber que aquellas mujeres eran ya su familia resultaba reconfortante. Puede que, algún día, incluso llegaran a ser amigas.

–Es la hora del baile –le susurró su príncipe al oído.

Un estremecimiento le recorrió la espalda y se levantó con el corazón desbocado. Amadeo había vuelto a tomar su mano y, animados por los vítores de los asistentes, que habían estado bebiendo champán como si no hubiera un mañana, salieron al centro de la pista de baile.

Una mano en la de él y la otra apoyada ligeramente en su hombro, volvió a estremecerse cuando sintió que le rodeaba la cintura. El corazón le latía demasiado rápido como para escuchar la música romántica que los envolvía, así que se limitó a respirar. La primera vez que había bailado con él estaba demasiado excitada ante la idea de escapar de Monte Claro para poder pensar en otra cosa que no fuera hacerlo todo perfecto para no causarle una mala impresión. Ya había pasado un mes desde entonces, y en todo ese tiempo no había dejado de soñar con él, con estar en sus brazos, rozando con los pechos su vientre, saturados los sentidos con su olor.

 

 

Amadeo bailó con su esposa hasta que la pista de baile se llenó de tal modo que sus cuerpos se vieron empujados el uno contra el otro. Elsbeth no había dicho una sola palabra, y la sonrisa que parecía habérsele cristalizado en la cara seguía ahí. ¿Tendría algún pensamiento en aquella bonita cabeza suya, o habría solo aire?

–¿Tomamos algo? –sugirió, acercándose a su oído para poder salvar el ruido ambiental. Percibió un perfume ligero y delicado que encajaba a la perfección con su insípida esposa.

–Si tú quieres…

Amadeo apretó los dientes y la guio para salir de la pista. Por supuesto, no había sido ella quien había hecho el primer movimiento, ni en eso ni en ninguna otra cosa a lo largo del día. Siempre había esperado que la iniciativa partiera de él. Volvieron a su mesa. Se había terminado la copa de vino con el cuarto plato del banquete, y estaba convencido de que habría seguido vacía de no ser porque él había hecho un gesto al personal para que se la llenaran. Ella había respondido con una brillante sonrisa y un «sí, por favor».

¿Con quién se había casado? ¿Con una muñeca parlante como las que tenía su hermana de pequeña?

Cuando llegaron a la mesa y les sirvieron copas nuevas, Marcelo, su hermano, llamó su atención sobre alguien que bailaba. Siguiendo la dirección de su mirada, vio la figura espigada de su cuñado Gabriel bailando abrazado a su hermana pequeña. Un suspiro de alivio escapó de sus labios. Gabriel había sido quien había redactado los términos del contrato entre Amadeo y Elsbeth. Poco después, había tenido un único encuentro con Alessia, del que había resultado un embarazo inesperado.

Amadeo y sus padres chantajearon emocionalmente a su hermana para conseguir que se casara con él, pero el casamiento había acabado en desastre porque Alessia echó a patadas a Gabriel del castillo, pidiéndole que nunca volviese por allí. Lo normal habría sido que Amadeo se hubiese ocupado de limar asperezas entre ellos por el buen funcionamiento de la monarquía, pero su hermana se hallaba en un estado tal de postración por el fracaso de su breve matrimonio que, por una vez, decidió no intervenir. El modo en que se abrazaban el uno al otro sobre la pista de baile le confirmó que su instinto había estado en lo cierto, ya que habían encontrado el modo de volver el uno junto al otro sin su intervención.

Tomó un sorbo de champán y observó entonces a Marcelo y Clara, que se besaban en aquel instante. Su matrimonio también lo había organizado él, y su felicidad era algo que envidiaba. Su felicidad y algo más. Marcelo había podido escapar del confinamiento que suponía la vida de la realeza durante casi una década con su ingreso en el ejército de Ceres. Él jamás habría podido hacerlo. Era el heredero. Nada de cuanto hiciera podía perder de vista ese hecho. De él jamás se esperaría que rescatase a una mujer secuestrada empleando un helicóptero y la ventana de un palacio.

Sus hermanos lo consideraban estirado y rígido, pero es que ellos, cada uno a su modo, habían dejado que las emociones controlaran sus acciones, y las repercusiones de sus actos habían puesto en peligro la supervivencia de la familia. Miró de nuevo a su esposa, que lo contemplaba todo como una efigie, y el pecho se le encogió. Él nunca sería presa de las emociones adolescentes que a sus hermanos les había hecho perder la cabeza, pero esperaba más de su matrimonio con la despreciable Casa de Fernández que lo que le había tocado en suerte.

 

 

Una vez se dio por terminada la fiesta y su príncipe dio las gracias a los invitados, Elsbeth recorrió los pasillos que conducían a sus habitaciones. Estaba deseando ver el espacio privado que su esposo y ella iban a convertir en su hogar. Alojado en la planta baja del castillo, ocupando una esquina en forma de ele, el tamaño no la desilusionó. Siguiendo a Amadeo, fue dejando atrás una sala de recepciones y un salón de techos altísimos con amplios ventanales, ricamente decorados en tonos rosados y dorados, un esquema de color muy femenino y sorprendente. Un ligero olor a pintura fresca le dijo que había sido redecorado recientemente.

–¿Qué te parece? –preguntó Amadeo.

Sabía perfectamente que debía guardarse sus opiniones personales, de modo que respondió:

–Es precioso.

Ni se le ocurriría decirle que prefería colores más vivos y muebles menos cursis.

Él asintió levemente y abrió otra puerta. Por instinto, Elsbeth supo dónde conducía y el corazón se le aceleró.

–El dormitorio principal –anunció.

Lo que vio detrás de aquella puerta dejó a Elsbeth, prima de un rey, acostumbrada a visitar los mejores palacios de Europa, con la boca abierta.

También de techos altísimos, el suelo de madera de caoba se hallaba cubierto casi en su totalidad por una alfombra con un hermoso dibujo en azul pálido y dorado. La cama con baldaquino era una obra de arte: unas cortinas de un rico damasco azul, el cabecero tapizado en un terciopelo de un hermoso azul pálido y, sobre él, un delicioso fresco de rollizos querubines jugando, y a sus pies, una descalzadora en azul pálido. Las paredes habían sido paneladas en una madera color marfil, y la enorme araña de cristal, junto con el resto de lámparas, eran doradas. Aquella habitación había sido pensada para una reina. También parecía redecorada, y pensó que Amadeo debía haber dejado de lado sus preferencias personales para crear una habitación que a ella pudiera gustarle. Aunque aquel estilo estuviera tan lejos como era posible de su gusto, sintió una enorme gratitud por las molestias que se había tomado en hacer que su hogar fuera algo que a ella pudiera gustarle y donde se sintiera cómoda. Era un gesto que demostraba que era un hombre mucho mejor que los de su familia.

Señaló con un gesto de la mano a las dos doncellas que los habían seguido sin hacer ruido y le dijo a ella:

–Voy a darme una ducha en uno de los baños de invitados mientras tú te preparas. Volveré cuanto estés lista.

Intentó disimular el alivio que le produjo saber que no iba a ser él quien le quitara el vestido de novia. ¡Otro signo de que era un caballero! Sabía perfectamente bien que su virginidad había sido moneda de cambio en las negociaciones de matrimonio. Los hombres, al parecer, valoraban por encima de todo la virginidad de sus futuras esposas.

Una vez le quitaron el vestido y lo envolvieron cuidadosamente en papel de seda para guardarlo en una caja, se sentó en el tocador para que la doncella le cepillarse la melena. Había algo increíblemente romántico en prepararse para la cama por primera vez. El camisón que su madre le había elegido, aunque no era del todo de su gusto, era también romántico, perfecto según ella para que una virgen se entregase a su esposo. Seda blanca con finos tirantes, escote cuadrado y largo hasta las rodillas.

Con el cuerpo y los dientes limpios, la cara sin maquillaje y la piel hidratada, el pelo brillando, el camisón puesto y las sábanas abiertas, estaba preparada.

Tragándose el nudo de temor que se le había hecho de repente en la garganta, se dirigió a las doncellas:

–Ya podéis retiraros. Por favor, decidle al príncipe que… –tragó saliva–, …que puede venir cuando desee.

–¿Desea que corramos las cortinas de la cama? –preguntó una de ellas.

Imaginarse cómo sería estar escondida allí dentro esperando a oír los pasos de Amadeo aproximándose, le hizo negar con la cabeza.

Ya sola, respiró hondo y se metió en la cama. Probó unas cuantas posiciones y acabó sentándose apoyada en el cabecero, las manos en el regazo y el corazón latiendo como nunca mientras esperaba a su esposo.

La espera se le hizo eterna. Cuanto más se alargaba, con más fuerza sonaban las palabras de su madre en su cabeza:

–Espera a que sea él quien haga el primer movimiento. Muéstrate complaciente. Haz lo que él te diga que hagas. No te quejes aunque te duela, y dale un heredero.

Alguien llamó a la puerta.

Inspiró hondo y contestó:

–Pase.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

AMADEO sintió que el estómago se le encogía al abrir la puerta. Tal y como esperaba, aquella muñeca de cuerda lo esperaba en la cama, con aquella irritante y vacía sonrisa en la cara.

–¿Me he puesto en el sitio correcto? –preguntó–. Me cambio si este es el tuyo.

Era la primera vez que ella propiciaba una conversación. Amadeo se quitó la ropa y la dejó en un butacón antiguo.

–Da igual.

Las mejillas se le habían coloreado ante su desnudez, aunque intentaba mirarlo solo a la cara, así que se metió a la cama. Por qué Dominic consideraba que la virginidad era un plus se le escapaba, y que solo venía a demostrar que aquel hombre estaba enfermo. Él habría preferido alguien con experiencia, alguien con un poco de cerebro y personalidad, pero le habían ofrecido a Elsbeth, y se había convertido en moneda de cambio para mantener la paz entre ambas naciones. Los dos lo eran, pensó.

–¿Has disfrutado del día? –preguntó para relajar la tensión.

–Mucho, gracias.

–¿Algo que habrías hecho de otro modo?

–Todo ha sido perfecto.

–¿Incluso los profiteroles de café?

–Estaban deliciosos.

–Apenas probaste los tuyos.

La sonrisa se le descongeló un poco.

–Lo siento.

–¿Por qué lo sientes? No tienes que disculparte porque algo no te guste.

–Sí que me han gustado –le aseguró.

Así que Elsbeth iba a estar de acuerdo con cuanto le dijera. Le irritaba aún más sentir deseos de discutir con ella. Una noche de bodas no debía empezar así. Tenía un trabajo que hacer, y había llegado el momento. Apagó la luz de su mesilla y se tumbó.

–¿Quieres que apague también la mía? –se ofreció.

–A menos que quieras que lo hagamos con la luz encendida.