Oscura Luna - Javier Vivancos - E-Book

Oscura Luna E-Book

Javier Vivancos

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Beschreibung

El instituto es un lugar peligroso para ella, y en casa las cosas no son mucho mejores. Su madre alcohólica amenaza con romper la puerta de su cuarto, no quiere que vista de negro ni que escuche esa música siniestra; no quiere que sea como la adolescente gótica que enloqueció años atrás y cometió brutales asesinatos en la ciudad. A Luna cada vez le cuesta más salir de la cama. Allí al menos siente las caricias del hombre de sus sueños, quien le susurra promesas de una vida mejor, pero al despertar, su amante desaparece y las sombrías páginas de un antiguo manuscrito escrito en idiomas que no debería comprender, se convierten en el único refugio de su desesperada existencia. Pensamientos oscuros que hasta ahora no le pertenecían, pasan a formar parte de la vida de la joven Luna, y la serie de trágicos acontecimientos que llevaron al trágico final de la chica de las noticias, parecen repetirse de nuevo...

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OSCURA LUNA

Javier Vivancos

Primera edición. Febrero 2024

© Javier Vivancos

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN digital 978-84-128326-3-1

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

A mi padre.

La leerás allá donde estés.

Como una chica gótica

perdida en el mundo oscuro

Mi pequeña niña gótica

La joya del lado oscuro son tus cortes de verdad

THE 69 EYES

Figurarse a Lucrecia en la profunda noche,

arrancada del sueño por la horrible visión,

de un lúgubre fantasma sin saber si es real,

cuyo horroroso aspecto le hace temblar el alma.

¡Qué terror! Pero ella aun siente más terror,

pues, salida del sueño, claramente distingue,

la aparición que vuelve su sueño realidad.

La violación de Lucrecia

WILLIAM SHAKESPEARE

Oscura luna, malos sueños

Otra parte de mí

KILLING JOKE

El Ángel sin miedo se abrió camino toda la noche,

sin ser perseguido a través del ancho champán del Cielo;

Al amanecer, despertado por las horas cíclicas,

con mano rosada abrió las puertas de la luz.

Paradise Lost

JOHN MILTON

Sueños de ti

¿Alguna vez me viste, me sentiste?

¿Me dejarías aquí para siempre?

THE BIRTHDAY MASSACRE

EL HOMBRE DE MIS SUEÑOS

1

Desperté húmeda y con un dolor palpitante en las muñecas. Había sido más intenso que en otras ocasiones. Apagué el despertador y, una vez en silencio, aún pude sentir su aliento en mi nuca, cada palabra muda que me había susurrado. Me recordé en pie, de espaldas a él, pero ahora al abrir los ojos el mundo me había volteado y eran mis propias manos las que se hundían contra la almohada, nadie las aferraba para que no escapara de su lado. Apreté los muslos con un delicioso cosquilleo y me puse de costado, por si concentrándome aún podía evocar esa caricia que nacía y crecía desde una parte de mi ser a la que no podía acceder sola. Mi madre ni siquiera me reclamaría si remoloneaba en la cama y se me hacía tarde, pero comprendí que, por más que cerrara los ojos, el hombre de mis sueños no regresaría.

En la estrecha franja de pasillo reflejada en el espejo del baño, en donde también cabía parte de la entrada a mi cuarto, creí ver una extensión de su silueta. De algún modo conocía su rostro, pero no podía evocarlo y me hubiese gustado tanto hacerlo, poder plasmarlo en mis dibujos. Me quedé vigilando ese reflejo por si volvía a aparecer y al fin podía encararlo, descubrir el verdadero color de sus ojos.

Dios... ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué iban a pensar mis amigas? Bueno, ¿qué iba a pensar mi única amiga si le contaba que me estaba enamorando de un personaje de mis sueños? Había llegado el momento de considerar seriamente si me estaba volviendo loca, no solo porque de camino a la cocina también me sintiese acompañada, sino porque además esperaba traerme de mi próximo sueño algo más que una calentura...

... O tal vez quedarme allí para siempre.

De pronto tuve náuseas. Cada vez me costaba más alejarme (de ÉL) de mi habitación. A lo mejor debería quedarme en cama, encontrar cualquier excusa para no ir al instituto. No había tanta gente a la que le importara lo que yo hiciera, aunque aparentaran que sí.

—¿Por qué no desayunas?

Aunque fue lo único que dijo mamá, bastó para que me diera cuenta de dónde me encontraba. En la puerta de casa no iba a encontrar mis galletas ni guardábamos ahí los paquetes de leche. Me asomé a la cocina. Mamá no me esperaba con un desayuno americano, la casa desde luego no olía a bacon recién hecho, sino a fruta podrida. No tenía intención de comer nada, y mucho menos si tenía que prepararme otra cosa que no fuera pan quemado. El tostador era el único electrodoméstico que por algún motivo conservaba su brillo original. El rostro de mamá (ya poco interesado en mi respuesta) se reflejó en su superficie, junto con un difuso detalle de una cocina como la nuestra en una realidad paralela. Había algo incómodo en permanecer allí de pie, o desayunaba o me iba, una de dos. Y opté por lo segundo, porque la mirada tuerta de mi madre, perdida en esa tostada que no se decidía a quemar, me recordó que el mundo real no era tan bonito, tan azul ni por supuesto olía tan bien como en mis sueños, y además me recordaba de manera insistente que no podía esquivarlo: ¿Por qué no desayunas? ¿Por qué no te marchas de una vez…?

… ¿y dejas de soñar?

2

Desde que el mes anterior cerraran el acceso por la pequeña puerta lateral, asistir a las clases se me hacía más cuesta arriba, y no solo de manera literal, debido a la carretera tan inclinada que subía en perpendicular por la calle Mayor, sino también por la sensación opresiva, de algún modo pegajosa, de atravesar la cancela principal y abrirme paso a través de una telaraña de miradas y, en muchos casos, comentarios que me recorrían de las uñas a las pestañas. Había días, como este, en los que me sentía tentada de saltar la valla por el patio trasero (aunque normalmente el alumnado hiciese lo contrario, escapar por ahí hacia la calle), esperar entre los contenedores de basura, en el compartimento de contadores o incluso hacer una locura como dar la vuelta al recinto, por las vías del tren, y escalar la fachada con ayuda de los barrotes de las ventanas. Pero no quería ganarme la enemistad del profesorado, bastante tenía ya con la de parte del alumnado.

Tampoco mi cambio de look había ayudado demasiado a salir del radar de quienes disfrutaban metiéndose conmigo. Creí que vestir de negro e insinuar cierta inclinación por lo gótico haría que los cuchicheos se inclinaran a mi favor, pero lo cierto era que lo primero en lo que se fijaron fue en lo subidos que tenía los calcetines oscuros y en cómo contrastaban con mis piernas blanquecinas. A mí me gustaba mi nueva estética y pensaba defenderla a toda costa, o eso me decía a mí misma cuando me miraba en el espejo antes de salir de casa, en las ventanillas de los vehículos o en los escaparates. En cualquiera de esos sitios me veía reflejada como me gustaba verme. Al llegar aquí, sin embargo, mi flequillo parecía torcido, y mi ropa lucía demasiado oscura y apretada para un cuerpo tan raquítico.

Y ojalá se tratara solo de burlas. Supongo que no era la única que se enfrentaba a algún mote o a que la intimidaran en los deportes cuando se te daban mal. En un pueblo como este vivías eso desde la guardería; siempre había una niña mala que quería robarte el juguete, empujarte en la cola del tobogán o reírse de tus orejas de soplillo. Pero si únicamente se hubiese tratado de eso, jamás habría llevado el cúter oxidado en el fondillo de la chaqueta, ni habría tenido tanto miedo de salir la última del instituto, quedarme sola por la calle y encontrarme al de la cabeza rapada.

No me gustaba que los pasillos del instituto fueran tan largos. Daba igual en qué curso estuvieses. Sí y o sí debías recorrer una interminable distancia hasta tu refugio temporal del aula (y eso suponiendo que el enemigo no anduviese cerca de tu pupitre), y era en ese momento, intentando caminar recta y no flexionar tanto las rodillas, tratando de contener la respiración por si así lograba llegar antes y pasar más desapercibida, cuando creía que algo malo de veras podía sucederme incluso aquí, rodeada de todo el mundo, porque no se trataba solo de que me señalaran con el dedo o me chistaran al pasar. Un empujón deliberado con el hombro era lo más suave que podía sucederme, sobre todo cuando los demás al igual que yo escondían algo peligroso (algo que podía cortar), y ese algo no se encontraba en la chaqueta, sino por ahí en los alrededores del instituto, con cicatrices en lugar de tatuajes.

—Aparta, que ocupas espacio vital, aliento tufo de sardina.

Apenas fue un roce en la costura de la chaqueta (por el lado donde escondía el cúter), ya que logré sortear en un noventa por ciento a Vera y sus amigos. Aprovechando que Sara salía de su aula (a ella la traían temprano en coche porque vivía en una pedanía a cinco kilómetros del pueblo), la enganché del brazo y la arrastré conmigo.

Por un momento, por la cara que puso mi amiga, pensé que de verdad tenía esa peste en la boca. Había llegado a creerlo en cierta medida y por eso ahora mascaba chicle a todas horas, además de que hacerlo me daba un puntito extra de seguridad.

—Ah, Luna... ¿Qué te pasa que vienes como una moto?

—Acompáñame.

—Espera, yo iba...

—Porfi.

Cuando me alejé lo suficiente del grupo de Vera, aminoré la marcha. No quería llegar tan pronto a mi aula y terminar el paseo con Sara. Doblamos por el corredor para perderlas de vista definitivamente.

—¿Estás huyendo de tus admiradoras?

Me gustaba cuando se relajaba y ya no intentaba soltarse de mi mano, y reír con ella antes y después de las clases. Me hacía sentir que llevaba una vida normal.

—Tengo novio.

—¿Quéee?

Abrió tanto los ojos que parecían blancos en lugar de verdes. Ya no tenía tanta prisa. Dejé que dijera algo más:

—... ¿Cómo?

—¿Cómo que como? ¿Tanto te sorprende?

Bajó a un tono más confidencial, puede que para no ofenderme delante de los dos chicos que pasaron a nuestro lado. Llevaban mochilas casi idénticas que entrechocaban como escudos de armas, la orden de los estudiantes que se pueden burlar de ti si sueltas alguna tontería.

—Pero si apenas sales de casa, ¿ha sido por Internet?

—No exactamente.

Ahora fui yo quien bajó la voz. Me daba vergüenza incluso que lo escuchara ella, pero esa presión en las muñecas, el susurro que aún me estremecía, el chupetón que creía haberme visto esta mañana en el cuello (y que probablemente se tratase de una picadura de mosquito); todo eso me avisaba de que algo había cambiado, mi último sueño no había sido como los anteriores. Notaba su presencia a mi lado, como un fantasma que no quiere descansar hasta que todos se hayan dado cuenta de que está ahí. Bueno, esa era al menos la justificación que me daba a mí misma. La mentira, como mascar chicle, me daba seguridad, pero necesitaba creérmela, al menos un poco.

—¿Entonces qué?

—No es de aquí, pero no lo he conocido por Internet. Es decir, no es que hayamos salido de manera oficial, pero hablamos todas las noches.

—¿Por teléfono?

—Algo así... Escucha —me la llevé de nuevo y estaba dispuesta a colarse en mi aula, aunque ella no diese Latín—: creo que es algo mayor.

—¿Mayor? ¿En serio? Pero Luna, a ver si es un viejo de esos que...

—No, no tan mayor, no me refería a eso.

De algún modo me fue arrinconando contra el muro lateral, el radiador lo noté ardiente pese a no estar encendido.

—Pues no te entiendo.

—Es complicado.

—Y ¿no tendrás una foto?

Si quería alcanzar mi aula, prácticamente debía ponerme de espaldas a la pared y sortear a mi amiga. Aunque lo hiciera, me sentiría igualmente acorralada.

—Aún no.

—¿Cómo? No te creo.

No supe si se refería al hecho de tener una foto o al conjunto de la historia. Sara mostraba esa expresión, esa mueca suya que no era una sonrisa, porque era lo que iba antes de un bufido despectivo. El siguiente paso sería dar media vuelta por el pasillo y perder el interés en mí.

—Pero seguro que más adelante podrás verlo.

¿En serio?, me dije, ¿Y qué vas a hacerle, un dibujo?

—Podrías traértelo a la fiesta. —Aún no había perdido esa mueca.

—¿Fiesta?

La pregunta era más perplejidad que desconocimiento. Yo sabía de sobra a qué fiesta se refería. Ella también sabía que yo lo sabía. Me sudaba la espalda. Aquello se me estaba yendo de las manos a velocidad de vértigo. Ya estaba pensando en posibles excusas para cancelar lo de la fiesta en caso de que me comprometiera a ir, como estaba a punto de hacer.

—Sí, la fiesta.

—Pero... si aún falta un mes para Halloween.

—Mejor, así lo planificáis con tiempo. Y podrá ir con máscara y disimular entre tanto adolescente.

—Que no es mayor —dije, irritada.

¿No lo era? Tampoco tenía la sensación de que fuese joven. La palabra que mejor lo definiría sería antiguo.

—Es broma —dijo, pero su mueca no había cambiado a otra más agradable—. En serio, me gustaría que fuésemos dos y dos, porque yo iré con un amigo, y aunque no es un baile de esos de ir con pareja... será más guay así.

—O sea, que si no fuese con alguien no me ibas a invitar.

—Yo no he dicho eso.

—Pero no me habías pedido que fuese contigo hasta ahora.

—Es que yo tampoco tenía muy claro si quería ir... Escucha, tu profesora está ya ahí, yo me voy, ¡nos vemos luego en el patio!

Me lanzó su besito de amigui (algo cursi, aunque me gustaba) y se alejó rápido por el pasillo. Nunca discutía conmigo, y eso estaba bien, porque cada vez que nos encontrábamos era como si no hubiese ocurrido nada. Pero no colaba lo de que «Tampoco tenía muy claro si quería ir», porque en un pueblo como este había que importar costumbres extranjeras y tener una buena excusa para hacer una fiesta potente a la que pudieran asistir los alumnos de los dos únicos institutos del lugar. Y en cuanto a lo de comprometerme a quedar, tenía el pretexto perfecto para no ir, porque estaba claro que iba a ir sola, pero por otra parte no sabía cómo se iba a creer entonces que yo tenía novio...

... Ni tenía claro por qué era tan importante de repente que lo creyera.

Reflexionando sobre todo esto, seguí a la profesora dentro del aula y, por primera vez en todo el curso, presté atención. Me resultó una lengua interesante y, sobre todo, antigua.

3

La hora de salida tampoco era mi preferida. Escuchar el timbre que anunciaba el final de la última clase no me producía la misma alegría que al resto de compañeros. Si pudieran, a Sara la recogerían sacándola por la ventana, ya que su padre hacía el turno de tarde y no permitía que su hija se entretuviera en la puerta, siempre iba con prisas; vamos, que no iban a acercarme a casa ni aunque les viniese de paso (y me preguntaba si en otras circunstancias Sara se lo habría pedido). Había días en que incluso me saltaba la última hora con tal de no salir entre la marabunta de alumnos para luego quedarme sola en la primera esquina o, en el peor de los casos, acompañada-perseguida por el grupo de Vera.

Hoy tenía demasiadas cosas en la cabeza y no me apetecía aguantar las mismas tonterías de siempre, de modo que cerré el cuaderno antes que nadie y la mochila ya se encontraba abierta en el suelo, preparada para echarlo y salir la primera por el pasillo, evitar la aglomeración de alumnos que tanto me agobiaba (y que tan poca protección me ofrecía) y correr hacia casa evitando incluso a Sara, de la que siempre me despedía agitando el puño con el pulgar y el meñique extendidos en una señal de complicidad que, según creía recordar, me había inventado yo.

Pero no conté con el de la cabeza rapada.

Ni siquiera pretendía doblar la esquina. Todo ocurrió por mi manía de ir pegada al muro del instituto. Al llegar al cruce siempre me alejaba diagonalmente para bajar la acera, pero antes de lograrlo se me dobló el dedo al estrellarse contra los suyos, como si estrecháramos la mano. El sobre me siguió acompañado por el viento. Al tratar de esquivarlo a destiempo (mi cerebro no se había percatado de que ya habíamos chocado) le di un violento codazo que hizo que el bote diera un giro en el aire. Su contenido repiqueteó en una breve lluvia de boquillas. Se me dobló el tobillo en un intento de no pisarlas y caí sobre el otro codo. Me dolía más el primero. Más tarde me daría cuenta de que se me había partido la uña que me estaba dejando más larga que las demás (quería pintármela de otro color diferente al negro de las demás), y de que de algún modo me había arañado; su contacto era venenoso para mí. Además, su cigarrillo encendido salió disparado hacia mi ropa al escupirme:

—¡Hija de puta!

—Perdón...

Mis disculpas sirvieron aún menos al darse cuenta de quién era yo.

—Joder, la friki de mierda.

El caparazón que llevaba por mochila se me subió al hombro. El contrapeso hizo que perdiera el equilibrio de nuevo. Lo del tobillo no era grave, pero de todas formas nunca sacaba más de un suficiente en Educación Física. La sombra de su cabeza rapada se cernió sobre mí.

—... Me cago en la puta, ¿has visto lo que has hecho?

Varios alumnos ralentizaron su marcha calle abajo. Si la cosa se ponía fea seguramente no podría contar con ellos, nunca podía. La mochila había replegado hacia atrás la chaqueta y el cúter estaba fuera de mi alcance. La forma en que me arrastré alejándome delató mi verdadera intención cuando le dije:

—¿Te ayud...?

Me dejó sin aliento la forma tan letal con la que me retorció el brazo. Aun teniéndolo adormecido, aproveché mi oportunidad cuando vaciló. ¿Por qué me decían a mí aliento de sardina cuando era su boca la que apestaba? El aire estaba arrastrando las boquillas y el contenido del sobre que seguramente pretendía vender estaba a punto de correr la misma suerte. Lo agarró con la misma fuerza con la que me habría arrancado el cabello.

Por suerte la calle Mayor se encontraba cerca y no me costó perderlo de vista girando a la derecha. Me detuve al cruzar la carretera, porque me dolía al caminar, y al apoyarme en la farola el chico me alcanzó.

—¿Te has hecho daño?

Me lo ha hecho, estuve a punto de decirle al de las gafas.

—No. Un poco.

—Pero ¿puedes caminar? Si quieres llamo a mi madre para que venga a recogernos en coche.

En ese momento se me ocurrió que mi móvil solo servía para enviar whatsapps a Sara (algunos de los cuales con frecuencia se quedaban en visto). Y para llamar a la Policía, por supuesto. Era un último recurso casi tan válido como el cúter que escondía. Me entró una malsana envidia y sentí el impulso de mandarlo a la porra. Ninguno pensaba ayudarme si la cosa se hubiese puesto fea, y lo habían visto todos los que salían detrás de mí.

—Sí, puedo. Gracias.

—¿Te llamas Luna, verdad?

Se había sonrojado por el esfuerzo de alcanzarme (estaba un poco rellenito) o por el esfuerzo de tratar de presentarse. Yo ni siquiera sabía su nombre, no iba a mis clases, y no tenía claro si era de un curso superior.

—Sí. Bueno, me voy, tengo un poco de prisa.

—¿Te... acompaño?

—No.

Mi brusquedad hizo que ni lo intentara.

—Pero gracias. Gracias —dije sin darme la vuelta.

4

La tarde no tenía aspecto de mejorar. Mis planes de tirarme en la cama para recrearme en mis ensoñaciones mientras escuchaba música se complicaron nada más descolgarme la mochila. El brazo me dolía más de lo que sospechaba y pensé que se me estaba hinchando la muñeca. Al tratar de quitarme el asa de ese lado me quedé inútil y la mochila derribó la pecera de mi escritorio. No tenía peces, ni siquiera agua, pero sí una colección de conchas pintadas de colores que se fundieron como en un collage con los vidrios esparcidos en todas direcciones.

A lo mejor fue ese ruido lo que despertó a mi madre de su letargo. En el más normal de mis días, mamá permanecía inmóvil e inexpresiva, como un maniquí, frente al televisor, mientras mi plato mal recalentado en el microondas aguardaba a que me lo llevase a mi habitación. Aun sin la certeza, yo tenía la sospecha de que ella a menudo ni siquiera comía. En el lado del sofá donde se sentaba, si se diese la vuelta ni siquiera me vería, ya que ese era el ojo del parche.

Hoy sin embargo la televisión sonaba más alta de lo normal. El altavoz lateral incluso emitía una molesta vibración, semejante a la voz de mi madre cuando le daba por hablar.

—¿Qué has roto?

Estoy bien, mamá, no me he cortado. Solo se me está hinchando el brazo por momentos, nada más.

—Mi pecera. Ya lo he recogido, pero ahora limpiaré a fondo cuando coma.

—No te lo lleves.

Retiré las manos del táper, que noté frío, como recién sacado del frigorífico. Me pregunté si no necesitaba de ambos ojos para ver lo que hacía.

—¿Qué?

—No te lo lleves a tu habitación.

Pues comeré aquí. No lo llegué a vocalizar, la tele solapaba mi voz y la conversación de mi madre ya era demasiado agotadora de por sí. No sabía si lo que me había preparado requería de cuchillo, pero cogí uno de todas formas. Me di cuenta de que hablaban sobre la cultura gótica y salía gente muy estrafalaria con pinchos y piercings por todas partes, entre ráfagas de clips musicales que debían de ser la banda sonora de alguna película clásica, y yo me preguntaba dónde estaba lo gótico ahí. Arqueé la ceja y me recorrió un agradable nerviosismo al pensar que podía estar compartiendo esto con mi madre, pero enseguida me mosqueé con lo que estaba escuchando. Por algún motivo que aún no había captado, se dedicaban a insinuar los peligros de una cultura que invitaba a una excesiva melancolía, a ideas suicidas y afición por sitios macabros como los cementerios. A pesar de mencionar de pasada que no era un movimiento musical violento de por sí, como se podría haber asociado al punk en sus inicios, por ejemplo, se empeñaban en enumerar episodios aislados con heridos, como aquel en que un artista se dedicó a lanzar botellas al público durante un concierto.

—¿Qué es esto, mamá?

—Escucha.

Por un momento pensé que era a ella a quien debía escuchar. Fue la tele la que siguió hablando. Sujeté el tenedor con la izquierda, no podía sostener los macarrones con la otra. Ahora se estaban dedicando a analizar fuera de contexto las letras incluso de músicos que podrían encuadrarse en otros géneros musicales. Por ahí apareció algo de Marilyn Manson, a quien yo creía bastante olvidado hoy día y que no se me habría ocurrido incluir en mi playlist. De no ser por mi madre, me habría quedado ahí masticando los macarrones y mis propios argumentos sobre géneros musicales.

—¿Estás oyendo?

Aquello me tocó las narices.

—De qué va este rollo que están soltando.

—Pero ¿estás escuchando?

¿Qué tengo que escuchar, joder? Estuve a punto de decir. Por suerte el televisor continuaba solapándome. Tragué y esperé una pausa en el locutor.

—¿A qué viene que estén diciendo todas esas tonterías?

—¿Tonterías? Es por la chica que ha matado a sus padres. Tenía tu edad.

Como si eso lo aclarase todo. Tenía mi edad.

—Se pasaba las horas escuchando música rara de esa como la que escuchas tú. Era gótica.

Ah, era gótica. Estupendo. Y tenía mi edad. Me declaro culpable, señoría, yo también soy una asesina en potencia.

Me levanté a por agua. A mi madre se le debía de haber olvidado otra vez comprar garrafas. La bebí del grifo y me supo horrible, como la conversación.

—Yo no soy gótica, solo visto de negro.

Intenté apurar así la sesión de charla familiar, y el táper. Mamá se volteó por el lado del parche, como para corroborar mi afirmación, sin verme realmente. Nunca me había mirado con detenimiento.

—Aquí dicen que es peligroso.

Me habría defendido, ya me estaba tocando demasiado las narices y le habría preguntado por qué era peligroso, de no ser porque el cambio en el relato captó su adormecida atención. Me horrorizaba que pensase que tenía a una posible matricida en su propia casa, para una vez que se interesaba en algún remoto detalle de mi persona. Me levanté para tirar los incomibles macarrones del fondo del táper y fregarlo, quería huir de allí cuanto antes aprovechando el embelesamiento de mi progenitora, cuando el relato empezó a captar también mi atención.

Un experto en lo sucedido años atrás en esta misma localidad, con una voz y una música de fondo tan melodramática y en cierto modo misteriosa que me lo imaginé con gabardina y gafas de sol, me contaba a mí directamente lo sucedido con una tal Lucrecia. La cadencia con la que presentaba algunas fotos de la joven, de otros compañeros de instituto, de los paisajes tan característicamente erosionados y coloridos de nuestro pueblo y, sobre todo, de los cadáveres encontrados, me dejó igual que a mi madre, como un maniquí que como mucho podía girar la cabeza.

... Cuando la Policía acudió a casa de su madre para comunicarles el hallazgo del cadáver de su hija, junto al del resto de personas a las que entonces se presumía que había asesinado, ella les confesó que su hija llevaba tiempo vistiendo de manera extraña, siniestra, y realizando todo tipo de rituales mágicos. Su habitación siempre apestaba a hierbas y de ahí «Nada más que salían notas estridentes y siniestras», la música que Lucrecia al parecer escuchaba a todas horas. Debió de haberse vuelto progresivamente loca y, según se lamentaba su madre, ella no supo reaccionar a tiempo, pensó que con la medicación que le habían dado tras ser ingresada unos meses antes en el hospital sería suficiente, pero no lo fue. Su hija nunca se mostró muy comunicativa con ella, aunque era conocedora de que tenía problemas tanto dentro como fuera del instituto, con otros jóvenes que al parecer la acosaban. Si tan solo hubiese hablado más con ella, quizá no habría sentido la necesidad de vengarse de aquella forma. «Mi hija se volvió oscura», repetía su madre a los agentes una y otra vez...

Mi hija se volvió oscura.

—¿Ves? —dijo mi madre—. Y con esta loca que ha matado a sus padres mientras dormían ha pasado lo mismo que con la Lucrecia esa.

Yo, casi de puntillas, ya había alcanzado la puerta corredera. Lejos de buscar similitudes entre esas chicas y yo para teorizar sobre los peligros de escuchar según qué música, lo que me impactó fue el nombre de Lucrecia. No recordaba esa historia como algo que le había sucedido a la prima de fulano o al vecino de mengano, sino más bien como un relato, el argumento de una novela cuya sinopsis había leído por ahí en alguna página de Internet. Y aunque no se lo confesaría a mi madre ni por supuesto daría la razón a la cantidad de chorradas que estaban soltando en la televisión por puro amarillismo, en cierto modo me sentí identificada. Y eso me asustaba.

Con el sonido del televisor (y su molesta vibración) aún en mi cabeza, me encerré en mi cuarto como era mi plan original. La mirada de esa chica en las fotos, como emborronada porque se la habían tomado directamente durante una entrevista a la madre... No podía ser que tuviese los ojos completamente negros... Y ese flequillo, tan parecido al mío.

Resoplé. Al final acabaría soltando los mismos desvaríos que mi madre. Traté de acomodarme. Encendí el ordenador y me puse los auriculares para escuchar una playlist de las mías, ideal para revolcarse entre las hojas secas del cementerio, nada de reguetón, por mucho que a mi madre le pesase. No encontré la canción adecuada. Tampoco sabía cómo ponerme. Me noté la muñeca con el grosor de una morcilla, no huesuda y frágil como era habitual en mí. Por el momento descarté pedirle a mi madre que me acercara a Urgencias. Pensé que tal vez debería ponerme hielo, unos guisantes congelados o algo, pero eso supondría acercarme de nuevo a la cocina, y mi madre seguía por allí cerca y podría escuchar la televisión muy adentro de mi cerebro.

Al rato, me harté de no dar con la posición idónea. Menuda noche me esperaba si el brazo me seguía doliendo así. Ya me podía ir olvidando de encontrarme con el hombre de mis sueños (que por cierto, no tenía nombre, ¿cómo pensaba presentárselo a Sara?).

Me estoy volviendo majara.

Me incorporé con la honrosa intención de estudiar un poco y hacer las tareas que nos habían mandado para casa, pero si ya de por sí contaba con toda clase de excusas para no realizarlas, hoy que no lograba sacarme a Lucrecia de mi cabeza ya lo podía dar también por descartado.

Miré el reloj. A lo tonto, el tiempo pasaba, no estaba haciendo nada y ni siquiera lo disfrutaba. Sería buena idea acercarme a un bazar y comprarme alguna máscara para la fiesta. Me puse el gorro y salí a la carrera, con la impresión de que la cabeza se me había hinchado. Esperaba no cruzarme con mi madre y por eso me sobresalté cuando el palo de la fregona me cayó encima y bloqueó las dos puertas que hacían esquina antes de llegar al recibidor.

—¿Dónde crees que vas?

Tardé varios segundos en averiguar desde qué rincón de casa me hablaba mi madre. El zumbido del televisor llegaba de fondo, enviando su mensaje subliminal: Lo gótico es malo.

—¿Cómo que adónde voy? Al chino a comprar una cosa.

—¿Con qué dinero?

Me empecé a poner colorada de ira. ¿Acaso eso era una insinuación sobre si lo había robado, si ya me estaba convirtiendo en una peligrosa delincuente asesina?

—Con el mío, mamá, ¿se puede saber qué te…?

—No quiero que salgas hoy. Tienes que estudiar, supongo. Sé tus notas de la pasada evaluación, ¿sabes?

Vaya, ahora de repente sí que sabes cosas sobre mí.

—Luego termino con lo del insti, ahora solo voy un momento a la tienda.

—No.

—Pero...

—A partir de ahora te voy a controlar más. Necesito asegurarme de que no sigues por mal camino.

—¿En serio? ¿Te pasas todo el día con la mirada perdida, por las noches bebiendo para quedarte dormida y ahora de pronto me vas a controlar?

Recuperó el palo de fregona, no necesariamente para darme con él, pero mi reacción fue dar un paso atrás.

—Vuelve a tu habitación.

—Joder, mamá, no soy una niña, solo voy al chino, me parece flipante que...

—He dicho que VUELVAS a tu habitación.

Hizo ademán de sujetarme el brazo y, a pesar de que no llegó más que a rozar la camiseta, solté un quejido.

—Me duele, joder, ¿estás loca?

La fregona fue de pared en pared. Retrocedí. El único ojo de mi madre brilló de una forma desconocida para mí. Juraría que su sombra se fragmentaba y multiplicaba, y esta vez no tenía la sensación de que el hombre de mis sueños estuviese a mi lado.

—No me vuelvas a hablar así.

—¡Dios! ¡Lo que me faltaba!

Con un portazo me encerré en mi habitación y la atranqué apoyando la espalda. El corazón me latía con fuerza y noté un regusto amargo al tragar. No me esperaba una escena así en casa. No recordaba, ni siquiera de pequeña, que me regañasen con esa violencia contenida. Con todo, lo que más me trastornó fue el tono suave con el que me habló a través de la puerta, se diría que besuqueando la madera:

—Hija, me preocupo por ti. Mucho. Mañana te llevaré a comprar más ropa, siempre vas de negro y eso es muy triste para una chica bonita como tú...

Esto era de locos, no llevaba ni un solo tatuaje, no me había puesto piercings ni lucía nada extravagante, a lo sumo un colgante con una cruz y, por el amor de Dios, la camiseta que llevaba hoy era de los Ramones, que eso lo compraban hoy día en cualquier tienda como quien se pone algo con un dibujo de Mickey Mouse. Di un zapatazo en el suelo.

—Déjame en paz, ¿no querías que estudiase? Pues vete.

—De acuerdo, te dejaré, y mañana te acompañaré al bazar si quieres, pero me tienes que prometer una cosa.

Al no contestar, insistió:

—Me tienes que prometer que irás al psicólogo del instituto. He escuchado que se puede pedir cita. Te ayudará en los estudios y en todo lo demás, ¿me prometes que irás?

No contesté.

—Luna.

—Que sí, vale, déjame en paz ya.

Por supuesto, no tenía intención de ir ni de estudiar. Hundí la cabeza bajo la almohada, con la esperanza de perder la consciencia y reunirme con mi hombre, pero no ocurrió ni una cosa ni la otra. Me puse a llorar y a pensar, con morbosa fascinación, en la chica que había matado a sus padres, hasta que yo misma me asusté de tales pensamientos. Entonces, sonó un mensaje en el teléfono.

Le bajé el volumen por si volvía a sonar el tono de organillo vampírico. ¿Hasta eso me podría controlar?, pensé, alarmada y desubicada, como si me hubiera adoptado otra madre igualmente alcohólica.

Era Sara y estuve a punto de dejarla en visto como me hacía ella a mí a veces, pero venía un enlace de Youtube y sentí curiosidad.

«El viernes tokan aquí cerca T vienes?»

Me quedé mirando el sticker con el gatito de ojos suplicantes.

No conocía a los Bad Day, pero en el vídeo vestían más o menos como ahora resulta que no le gustaba a mi madre. Sara debía de sentirse culpable por no haberme invitado en su momento a la fiesta de Halloween y quería resarcirse. Pero me daban igual sus motivos. La idea de escapar de casa, siquiera por una noche, me parecía vital en este momento (el viernes ya veríamos cómo me escapaba si la cosa seguía así). De modo que, aunque ya tenía decidido ir al concierto, le pregunté:

«Vamos solas?»

El GIF con un gato asintiendo llegó de inmediato. Sara continuaba en línea. Debería contarle lo que me había sucedido hacía rato, aparte del episodio a la salida del instituto. Debería llamarla, o ella a mí, pero solo podía pensar en su mueca de esta mañana, y eso me dolía más que el brazo.

«Ok», le respondí, y dejó de estar en línea.

El teléfono y yo nos arrojamos sobre el colchón. Confiaba en que mi madre empezara su sesión de vino y se olvidara de la cena. Quería dormirme cuanto antes.

Y estar allí. Con ÉL.

5

Entre árboles oscuros, montados unos sobre otros, floto entre la hojarasca muerta, o al menos pienso que lo hago, porque no escucho cómo crujen ni noto si voy o no descalza. Y avanzo, liviana, hacia el mirador.

El aire me atraviesa la piel, pese a que voy vestida como me gustaría que él me viera, con cuero ceñido y volantes, un poderoso escote que va más allá del tamaño real de mis pechos, reflejos de colores púrpura en el cabello, y adornos que cuelgan más allá de mis piernas. En cierto modo, me siento desnuda, todo ese disfraz con el que me imagino carece de importancia. Siento esa libertad, ese dejarse llevar porque sé que es un sueño, aunque al mismo tiempo trato de controlar cada aspecto de nuestro encuentro, y el mirador hacia la luna, ensombrecida por una capa gris no necesariamente de nubes, es el lugar perfecto para tomarle de la mano.

Pienso que debo tomar aire de manera consciente, no como acto reflejo. No logro avanzar entre el zigzag de ramas. Intento sobrevolarlas, pero a lo mejor no voy flotando como yo supongo en un principio. Me estoy poniendo nerviosa, por si llego tarde a mi cita, por si suena el despertador o de pronto me despierto en mitad de la noche porque me ha picado un mosquito o me han entrado ganas de hacer pis. Cuando levanto el cuello como si pudiera atisbar por encima de las copas y del mirador mismo, lo único que descubro es que la luna está más alta y a la vez más difuminada entre las sombrías nubes.

Lo llamo y descubro que no sé su nombre.

Trato de adivinar su silueta apoyada en la barandilla del mirador. Espero que se dé la vuelta y me vea aparecer, pero no tiene rostro, la noche no es lo único que lo ensombrece, aunque yo me lo imagino como un personaje de una serie de animación, una mezcla entre un chico y una chica de la serie de Akame, y me doy cuenta de que es una tontería, que es algo que he empezado a ver recientemente y no tiene nada que ver con él, pero no puedo sacármelo de la cabeza. Cuanto más intento descubrir su verdadero aspecto y llegar a él, más tortuoso se me hace el avance entre los árboles.

De pronto, me estremece su mirada y siento que por fin avanzo. Cuando me quiero dar cuenta, estoy asomada por encima de la barandilla. No son edificios lo que hay abajo. Repaso la orografía de tumbas y nichos, que no es que me apasionen como escenario (al contrario de lo que piense mi madre), pero en ese momento no me produce incomodidad. Lo que sí me altera es que el hombre de mis sueños se encuentre abajo, caminando entre las cruces y montículos.

Me duele el pecho, no soporto que no me espere, que no me ayude a caminar a su lado y, cuando trato de saltar por encima del mirador, algo me sujeta del brazo dolorido, precisamente de ahí y no de otra parte de mi cuerpo, aún cuando ya he pasado una pierna por encima de la barandilla.

Me resisto, desesperada por no poder alcanzarle, por no obtener su ayuda. Adivino una sonrisa en su rostro invisible y me da por llorar. Cuando tiro de nuevo para liberarme, me doy la vuelta al encontrar una resistencia feroz. El brazo se me retuerce como si fuera de chicle, y el amigo de cabeza rapada y tatuada de Vera aprieta sus dientes del color de las nubes mientras se burla de mí...

... Tiré tanto que rodé fuera de la cama y caí sobre el brazo lastimado.

Al principio me lamenté porque me había terminado de fastidiar la muñeca, pero después lo hice porque sentí que lo había perdido, que se había alejado de mí entre aquellas lápidas que se me antojaron repletas de tatuajes en lugar de resquebrajaduras.

EL PATO CON COLMILLOS

1

Sus padres, especialmente papá, le habían ordenado que no saliera de su habitación nunca más. En el momento en que le gritaba, con los ojos inyectados en sangre, la amenaza parecía real, literal, pero la niña también sabe que con el paso de las horas se iría diluyendo y el riesgo de que le arrojaran el cenicero a la cabeza desaparecería casi por completo, no sería más que una desapacible fantasía que pasa por su cabeza, como tantas otras en las que prefiere no pensar, pero que a menudo se cuelan en sus juegos infantiles sin poder evitarlo.

Ahora, aunque duermen, no ha transcurrido tanto tiempo y mejor ir de puntillas, no correr riesgos. No se levantaría si no fuera una cuestión de vida o de hacerse pis encima. Al principio se arrebuja más bajo la colcha, que hace semanas que huele mal y ahora con el perfume de piruleta que ella misma le ha echado huele aún peor. Le da la impresión de que una sombra cruza la penumbra grisácea bajo la puerta de su cuarto. A lo mejor es mamá que también va al aseo, ella es la más silenciosa y lo cierto es que no se escucha nada. Al rato, la niña lo piensa mejor, tal vez se lo está imaginando, y su cosita le arde por dentro.

Retira con cuidado un pliegue de la colcha, como el pico de una carta a los Reyes Magos (esas que nunca obtienen respuesta) y busca a Zambo. El esmero que pone en dejar la cama casi intacta, como si no hubiera salido de ella (por si de pronto tiene que correr a esconderse en el armario), no sirve de nada, porque manotea y revuelve en busca de su pato de peluche.

No lo encuentra y eso hace que se sienta más desvalida, más ciega en el camino repleto de juguetes desordenados que conduce a la puerta. Tropieza con la propia oscuridad afilada y se aferra al picaporte. No se detiene demasiado pegando la oreja en la puerta. Tiene las rodillas unidas y los dientes apretados, casi no puede más.

Descorre el cerrojo mental con el que la han encerrado y vigila en todas direcciones antes de exponer su pie descalzo a cualquier cosa que pueda morderle (incluidos sus padres). El cuarto de baño se encuentra en el extremo opuesto del pasillo. Al otro lado, tal vez a la izquierda (había oído decir a sus padres que era disléxica, o medio tonta, según lo enfadados que estuviesen, aunque ahora se siente simplemente desorientada), se encuentra la habitación de sus padres, la zona que debe evitar...

... Salvo porque allí enfrente ha visto algo.

—¿Zambo?

Apenas se escucha a sí misma susurrar su nombre. No puede asegurarlo, pero juraría que la puerta del dormitorio de sus padres se encuentra entreabierta. Para ella que lo quiere tanto, la figura indolente del pato de peluche es reconocible aun en la penumbra.

La niña tiembla al acercarse como si caminara por la cuerda floja. Nota como cristales bajo sus pies y el crujido la hace tambalearse. Aunque cada vez tiene más miedo de acercarse, quizá es la desorientación la que la lleva en esa dirección. Se está engañando a sí misma al decirse que agarrará a su pato y se meterá en el aseo de una zancada. Y sí, la puerta de sus padres está abierta, no debería acercarse, debería dar media vuelta de puntillas y correr a la taza antes de hacérselo encima, sin tirar de la cadena, por supuesto, para que no se despierten.

El caso es que necesita a su pato, no puede abandonarlo a su suerte y ahora mismo no importan los motivos de que esté allí plantado, apoyado entre el muro del fondo y el marco de la puerta. De modo que estira los deditos. Con un poco de suerte, podría recuperarlo a dos metros de distancia sin asomar por el hueco de la puerta.

De pronto, la oscuridad se mueve. Algo retumba como contra la moqueta, solo que en casa no hay moqueta ni alfombra de ninguna clase. La niña se vuelve hacia el aseo y se siente nuevamente tentada de correr hacia allá, incluso encontrándose ese tramo del pasillo en la más absoluta negrura. Sin embargo, no lo hace.

Encara hacia la habitación de sus padres y se siente muy perdida. La izquierda, la derecha, arriba, abajo... La casa le da vueltas y no se encuentra donde debiera. No ve al pato por ninguna parte y no puede creerlo. Tal vez todo se ve más oscuro, no puede asegurarlo. Se acerca más a la puerta de sus padres. En la casa hay ruidos extraños, como murmullos que no necesariamente son de personas.

Sus pisadas vuelven a crujir. Si sus padres se encontrasen despiertos ya le estarían gritando, lo hacen incluso cuando han bebido mucho de esas botellas suyas del salón, y esto no es normal. Empieza a sentir miedo por ellos. A pesar de las palizas y de los gritos, los necesita. Ya no puede contar con su pato, de modo que quiere abrazarse a alguno de ellos...

Quiere empujar la puerta un poco más, no está segura de haberla tocado ella. Se abre y halos grises envuelven parte del mobiliario, la cama, y la figura que hay en el otro extremo de la cama de matrimonio.

—¿Zam... bo? —dice en un susurro más audible.

La misma boca colmilluda, solo que en este caso el peluche no sonríe y su cabeza es mucho más grande. La niña se pregunta si está encima de la cama o de pie frente a ella, pero eso no puede ser, ¿cómo ha crecido tanto en tan poco tiempo?

Como el pato no responde (nunca lo hace, pero su inmovilidad ahora le resulta más inquietante), la niña se adelanta hacia el brazo de su madre, que cuelga de forma extraña fuera de la cama. A lo mejor ha vomitado, porque hay un charco debajo, no sería la primera vez.

—Mami.

Ella tampoco responde.

—¿Mami? —Se le quiebra la voz, ya no importa que sepan que ha salido de su dormitorio. Aceptará cualquier castigo, incluso el cenicero.

—¿Estás despierta?

Sigue sin responder. Y no se mueve.

El pato, sin embargo, sí lo hace.

La niña nota el charco bajo sus pies cuando, sin voz, da un paso atrás para alejarse del cuchillo ensangrentado que sostiene Zambo con una mano grande que no es de pato. Al agitarlo en el aire, a la niña le da la impresión de que la sanguinolenta oscuridad tiembla, que la cama se agita y, con ella, también el brazo medio arrancado de mamá.

NECESITAS IR AL PSICÓLOGO

1

Mamá agitó ante mí sus dedos enrojecidos de forma tan rápida que se me antojaron más delgados de lo normal, como si se hubiesen derretido las yemas. Me volvió a chillar.

—¡¿Qué ha pasado?!

Me arrinconó en la puerta de la cocina. Había toda clase de cacharros fuera de lugar, pero la sartén se encontraba más o menos en su sitio sobre el hornillo.

—¡Mamá! —insistí.

—¡ME HA CAÍDO ENCIMA!

—¿Qué?

—¡EL ACEITE!

—¡Ya!, pero ¿cómo?

Me fijé en la sartén, como si no la creyera. No pude evitarlo. Torció la boca aún más para que su chillido se expandiera por toda la casa.

—LA AMBULANCIA, ¡LLAMA! ¡AY, AY...!

Si no lo hice de inmediato fue porque no tenía idea de dónde había dejado el móvil mi madre, y el mío se encontraba en mi habitación, no porque me estuviese preguntando por qué no había llamado ella ya aunque fuera con los nudillos.

—Ven, mételas en agua fría.

—¡No! Eso no hay que hacerlo con las quemaduras...

—¿Cómo que no?

—Que lo he leído, AAAAY.

—Eso es el hielo, mamá, joder, ven aquí.

—¡Esa boca! ¿Ves? Por eso no me gusta...

—Calla y ven al grifo, ¡mamá!

—¿No tenemos una pomada para eso?

—No lo sé, tú eres la que acumula medicamentos.

Pastillas, concretamente, pensé.

A lo que quiera que intentara agarrarse (¿pues no tenía las manos tan quemadas?), lo derribó. Repiqueteó por el suelo sin romperse, al contrario que la aceitera de cristal. Patiné al intentar empujarla hacia el grifo. El brazo me dolió al sujetarme contra el fregadero, y la peor parte se la llevó mi rodilla al darme con el tirador de un cajón. Mamá se revolvió y la melena le cubrió parte de la cara, la que no llevaba el parche.

—¿Ves? No puedo hacer nada, no voy a poder hacer nada...

—¡Mamá! —gruñí, y me noté saliva en la comisura del labio. Tal vez me estaba entrando la rabia. Así me sentía. No asustada por mi madre ni apenada, sino rabiosa.

—¡No podré hacer nada! ¿Quién hará la comida?

¿Acaso la hacías?

—Ven aquí. —Las piernas se me abrieron como las de una gimnasta al mantener el equilibrio en el suelo aceitoso, intentando estirar un brazo de mi madre, el que fuese—. Ponlas bajo el grifo de una vez.

Lo abrí y chilló igual que si le cayera ácido. No sabía cuánto tiempo debía dejarla así, de modo que la obligué a permanecer un buen rato, hasta que dejó de berrear y su cara mostró cierto alivio. Entonces me echó una bocanada de aliento que olía a algo más fuerte que el vino.

—No podré hacer nada... ¡Tendrás que estar aquí...!

—¿Cómo las llevas, te acompaño a Urgencias?

—... ESTAR AQUÍ. Conmigo.

2

A la mañana siguiente cerró el pestillo y escondió mi llave para que no fuera al instituto. Según ella no podía sujetar nada con las manos, ni siquiera limpiarse el culo, de modo que la amenacé con llevarla a Urgencias llamando a una ambulancia si fuera necesario, si tan mal estaba. Si no iba a ir a clase, cosa que tampoco me preocupaba demasiado, al menos que fuera para algo productivo. La noche anterior una buena copa de ginebra y una pomada especial para niños de la farmacia se revelaron más efectivas que una cola de espera interminable en el centro de salud, pero por la mañana por lo visto ya se le había pasado el efecto.

Con el cuchillo con el que me pensaba hacer un bocadillo, me amenazó con quitarse las ampollas porque le dolían horrores. En ese momento me quedé mirándola para verificar hasta qué punto había llegado su locura, y me olvidé del bocadillo y de ella. Había escondido mis llaves, pero no las suyas. Las agarré, recuperé mi mochila y por calmar esa parte de mí que se sentía culpable le dije que no intentara hacer la comida, que al regreso la haría yo.

Entonces fue hacia mí. Me asusté, no había soltado el cuchillo y solo me miraba con el parche. Con la sensación de que estaba retirando el cerrojo a cámara lenta, expulsé el aire frío que se me estaba metiendo en el pecho al salir al rellano y lanzarme hacia las escaleras. Ya me empezó a doler el brazo más de lo soportable al agarrarme a la barandilla para bajar lo antes posible. Sentir alivio al ir a las clases me resultó de lo más extraño, como un sueño en el que todo se veía deformado. Mis otros sueños, los auténticos, cada vez me resultaban más reales, aunque desde el día anterior no había vuelto a encontrarme con Él.

Tampoco duré mucho en el instituto. Al final, mira por dónde, sí que acabé en Urgencias. El brazo era un interruptor del dolor que no podía mantener apagado. No valía ni para mover la libreta encima del pupitre. Esperé a la clase del profesor más amable, con el que no me resultara tan violento pedir permiso para marcharme sin tener que pasar por el director o la jefa de estudios. Mi cara debía de reflejar algo más que dolor, porque no me puso ninguna pega.

De regreso por el pasillo, pensé que igual en el cambio de clases me cruzaba con Sara, pero no la vi. Nadie se preguntó qué hacía de vuelta a la puerta principal. El conserje ni me miró. El único que se dirigió a mí fue el chico de las gafas con el que me había cruzado el otro día cuando me hicieron daño en el brazo (y cuyo nombre seguía sin conocer).

—Qué suerte, ya te vas.

—Sí, una suerte loca —dije.

Le cambió la expresión al fijarse en cómo me sujetaba el brazo por el codo. Se dio cuenta demasiado tarde de la metedura de pata y ya no supo qué más decir. Ni siquiera le di la oportunidad de que me abriera la puerta.

Ya en el aparcamiento de la parte posterior del centro de salud, pensé que a lo mejor la medicina de mamá funcionaba mejor. No me gustaba demasiado el alcohol, aunque Sara siempre se empeñaba en que bebiera cerveza. Ahora contaba con cierta libertad para hacer lo que quisiera al salir de Urgencias, como intentar comprar una lata en algún supermercado y bebérmela a escondidas, por ejemplo, pero mi mundo se encontraba estrechado en un único camino que conducía a casa, el resto de desembocaduras a otras calles se encontraban bloqueadas. El único recoveco por el que me podía colar era el monte que había detrás del centro de salud. Allí podría estar sola en alguna de las ruinas de allá arriba.

Pero cuando salí con mi brazo escayolado y un diagnóstico de «No ha sido para tanto» que yo habría querido para mi madre, el único sitio al que se me ocurrió ir fue al bazar a por la máscara para Halloween. Después regresaría a casa y comprobaríamos si, cuando mi madre me viese con el brazo así, de pronto recuperaba la capacidad de cocinar.

Mamá volvió a insistir en lo del psicólogo. Al llegar la encontré adormilada en la habitación, pero al rato comenzó con su melodrama habitual, aunque al menos fue capaz de colocarse las zapatillas y caminar sin tambalearse por miedo a perder el equilibrio y no tener con qué manos sujetarse.

Puede que fuese porque finalmente había regresado pronto a casa, pero encontré una normalidad (renqueante y con algunos lamentos) que me reconfortó, al menos durante un rato. Aun así me ocupé de que la máscara permaneciera oculta en mi mochila para que no supiera que me había acercado al bazar. Entonces respiré hondo. No, en realidad nada de esto era normal. ¿De pronto no podía ni salir a comprar sola? Abrí la cremallera con rabia y la espalda se me fue hacia atrás, no me esperaba que la cara de Momo asomando de la mochila diese tan mal rollo. Su pelo lacio me recordó al mío y tuve la sensación de que una versión maligna de mí misma me estaba mirando con ojos oscuros, no con los agujeros recortados de la máscara.

El segundo sobresalto me lo dieron las noticias, atronando por el pasillo. La guerra de no sé dónde se había recrudecido, el sonido de una explosión acompañó al cambio de canal, en donde continuaba el especial sobre la chica que supuestamente había matado a sus padres. Debía de tratarse de una repetición del día anterior, porque reconocí las bandas sonoras que pretendían representar al movimiento gótico, y pronto se comenzarían a escuchar las mismas tonterías, así que sujetándome el brazo salté hacia el salón por si mi pobre madre con sus manos doloridas no podía apretar el botón del mando que bajaba el volumen.

—Quiero echar la siesta, mamá.

Al mando le costó obedecer.

—¿Por qué no te quedas aquí a ver la tele conmigo?

—No, mamá.

Quizás eran las pilas.

—Te puedes dormir aquí, yo lo hago.

—Duerme tú si quieres.

¿Se estaba escuchando más fuerte? Al parecer, la tal Lucrecia había ido a un concierto de música gótica y un tiempo indeterminado después, de una manera inconexa que en el programa se encargaban de enlazar con una continuidad sincronizada, ocurrió el primer asesinato. Al primero lo encontraron en unos contenedores en la calle de atrás de una discoteca, pero poco antes un amigo de la muchacha había fallecido en un accidente de tráfico que había tenido con ella (del cual tácitamente se la hacía responsable a ella o a cualquier banda que hubiese estado escuchando).

Al final el mando respondió, pero fue mi madre la que subió de volumen.

—No quiero que tú seas así.

—¿Así? ¿Cómo? —No solté el mando por si acaso podía apagarla a ella también.

—Como esa chica, que va a conciertos.

Tragué saliva. El concierto era esta noche. Ya la teníamos liada.

—Esa no es la que ha matado a sus padres, ¿por qué hablan de ella? Eso fue hace mucho más tiempo.

—Son parecidas.

—Como gotas de agua. Me voy a dormir, no la pongas muy alta, por favor.

Ese por favor pretendía ser educado, pero sonó a amenaza. De todas formas era yo la que me sentía amenazada. De verdad que necesitaba echarme una siesta, encontrármelo aunque fuese un rato, que me aconsejara qué hacer, que me hiciera sentir segura, irme de concierto solo con Él...

3

En las películas, los adolescentes siempre viven en una vivienda unifamiliar y siempre se escapan por la ventana, trepando por la enredadera, descolgándose con una sábana o saltando a la rama del árbol. A menudo sus padres tienen que recurrir a poner barrotes en la segunda planta (porque los dormitorios suelen estar ahí), pero indefectiblemente hallan la forma de escapar y de meterse en más líos, a menudo con psicópatas o monstruos sobrenaturales de por medio.

En mi caso, como vivía en un entresuelo que a todos los efectos era una primera planta y no había enredaderas ni árboles cerca, la solución más factible era escapar por la puerta principal, lo cual no era tarea fácil, ahora que mi madre se había vuelto hipervigilante de todos mis movimientos.

Como no me apetecía montar una escena, recurrí a una estrategia aún más vil en mi caso, ya que me obligué a fingir que me apetecía pasar un rato con ella en el sofá viendo una película, y me traje un refresco y el vino con más graduación que pude encontrar en su armario de las botellas, con la intención de que se relajara cada vez más y que bebiera sin que se diese cuenta de cómo le rellenaba la copa una y otra vez.

Con luz apagada y el volumen a tope para que se pareciera lo máximo posible al cine, hasta yo estuve a punto de quedarme frita antes que ella, ya que la película era aburridísima, un melodrama con tintes de suspense que no se alejaba mucho del típico cine de sobremesa con mujeres malvadísimas, hombres adúlteros y secretos de matrimonios anteriores. Además, me encontraba especialmente agotada tras mi intento de siesta y de reunirme con mi hombre, cosa que no logré, ya que me palpitaba demasiado fuerte el corazón y la cabeza me bullía en planes para escaparme de casa al concierto y regresar a una hora prudente, para que mamá, dormida del todo, no escuchara el cerrojo.

Salir de casa fue complicado. El llavero de mamá (el otro no había logrado encontrarlo) tenía un caballo que tintineaba de forma escandalosa y se encontraba tan oxidado que no había forma de sacarlo sin arriesgarme a no poder dejarlo como estaba. Descorrer el cerrojo, aun con la película a volumen alto, era casi como llamar a la campanilla para que viniesen a atenderte en la recepción del hotel. Mis zapatillas deportivas también chirriaban mucho y, para colmo, la vecina bajaba trotando al mismo tiempo que yo intentaba ser discreta por las escaleras. Y luego estaba lo del teléfono, venga sonar, y menos mal que lo llevaba en silencio. Contesté solo cuando me encontraba a dos calles de casa.

En teoría la escapada tenía que salir bien. Salíamos pronto y me reuniría con Sara en el autobús que venía de las pedanías, y acabado el concierto su padre nos recogería un tiempo prudencial después. En condiciones normales esto ni siquiera tendría que ser una escapada, pero a ver cómo le explicaba al padre de mi amiga que a mi madre el parche le estaba presionando el cerebro últimamente. Me daba vergüenza hasta confesárselo a mi amiga. Siempre me había quejado de que mi madre se despreocupaba por completo de lo que hacía, pero esta nueva versión suya resultaba asfixiante.

El autobús se puso en marcha antes de que pudiera sentarme y por tratar de protegerme el brazo en cabestrillo me golpeé contra las barras. Luego di tumbos hasta las últimas plazas, con una sensación fría en el estómago, porque no veía por ningún lado a mi amiga y sí a dos chicos con pinta de gamberros que llevaban cigarros en la oreja e incluso parecían dispuestos a encenderlos. El pasillo se estrechó entre destellos de un naranja enfermizo y la voz del monitor se escuchó robotizada y ralentizada, dijo algo en un tono oscuro justo cuando me veía arrojada a sentarme en cualquier otro asiento...

... Hasta que el dolor lacerante me recorrió la muñeca.

Sara me soltó el brazo.

—¡Huy, lo siento!

—Estabas aquí, no te he visto —dije.

—Te estabas yendo para atrás.

—El conductor, que es imbécil y no me ha visto cómo llevo el brazo. Bueno, tú tampoco lo has visto.

Ella como siempre hizo caso omiso a mi insinuación.

—¿No es emocionante? Una escapadita de chicas.

Ni te lo imaginas, pensé.