5,99 €
De la autora de El sueño imposible y El jinete de bronce, llega este nuevo relato épico; esta desgarradora y apasionada historia de amor perdido y encontrado te acompañará para siempre… Enamorarse era la parte fácil… A Chloe le quedan pocas semanas para irse a la universidad cuando se embarca en un viaje por Europa con su novio y sus dos mejores amigos. Su destino es Barcelona, con su promesa de romance y misterios, pero primero deberán hacer un alto en las históricas ciudades de la Europa del Este para saldar una vieja deuda familiar. Mientras recorren los desconocidos enclaves del mundo post-comunista, Chloe conoce en un tren a un muchacho que se va a la guerra. Johnny tiene una guitarra, una sonrisa contagiosa y una vida entera de secretos. El trayecto se convierte en un peligroso viaje hacia el oscuro pasado de Europa y de Johnny; un viaje que amenaza con destrozar los vínculos que unen a cuatro amigos de toda la vida. Desde Riga hasta Trieste, pasando por Treblinka, Chloe debe enfrentarse a sus más profundos deseos cuando estos ponen en riesgo el futuro que creía que deseaba. Para Chloe y Johnny solo una cosa es segura: sea cual sea el destino, sus vidas nunca volverán a ser las mismas. "Chloe apenas ha perdido la inocencia, cuando un misterioso desconocido llamado Johnny Rainbow entra en escena, con el objetivo fijado en ella. A partir de ahí la historia de Simons entra en un espiral de romance, violencia, drama y secretos". NY Daily News "Una novela emotiva y convincente sobre el amor perdido y reencontrado con el impresionante escenario de Europa del este". USA Today
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 973
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Paullina Simons
© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Título español: Páginas de viaje
Título original: Lone Star
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.
Traductor: Carlos Ramos
Diseño de cubierta: Shutterstock
Imagen de cubierta: Calderonstudio
ISBN: 978-84-16502-23-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatorias
Cita
Primera Parte. Chloe y Mason y Hannah y Blake
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Segunda Parte. Johnny Rainbow
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Tercera Parte. La maleta azul
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
A mis dos editoras, incondicionales, brillantes, pacientes;
a Anna Valdinger por todas las grandes cosas
y por proteger mi vino, y a Denise O’Dea
por perfeccionar cada frase con su ingenio.
Muchas gracias. PS.
A Natasha, mi primera luz resplandeciente
Habrá tiempo de matar y de crear,Y tiempo para todos los trabajos y los días de las manosQue alzan y sueltan en tu plato una pregunta;Tiempo para ti y tiempo para mí,Y tiempo todavía para cien indecisiones,Y tiempo para cien visiones y revisiones.
T.S. Eliot, «Canción de amor de J. Alfred Prufrock»
Nadie es serio a los 17 años.Una hermosa tarde, harto de cervezas y de limonadasDe cafés ruidosos con lámparas brillantesCaminas bajo los verdes tilos del paseo.
Estás enamorado: ocupado hasta el mes de agostoEstás enamorado: tus sonetos la hacen reír
Esa tarde vuelves a los cafés deslumbrantesPides cerveza, o limonadaNadie es serio a los 17 añosCuando hay tilos verdes en el paseo.
Arthur Rimbaud, «Aventura»
Chloe iba sentada sola en el autobús que circulaba junto a las vías del tren, soñando con las playas de Barcelona y quizá con ser deseada por un atractivo desconocido. Estaba intentando ignorar a Blake, a Mason y a Hannah, que hablaban los unos por encima de los otros de manera atropellada mientras discutían sobre los pros y los contras de escribir una historia por dinero. Frases mezcladas de canciones se disputaban un lugar entre las interferencias de su cabeza. Y de pronto el grito inimitable de Queen: ¡Barcelonaaaaaaa!
Colocó la palma de la mano sobre el cristal. El autobús casi había llegado a su carretera. Tal vez entonces acabaría aquel psicodrama. Al otro lado de las ventanas polvorientas, embarradas por las lluvias recientes, más allá de las vías, junto a un claro de chopos, Chloe divisó una vieja valla publicitaria con un enorme arcoíris que dos hombres vestidos de blanco subidos a una escalera estaban cubriendo con otro cartel que anunciaba el renovado complejo turístico del Monte Washington, en las Montañas Blancas.
Antes de que el autobús dejase atrás la valla, le dio tiempo a ver la frase del cartel que pronto quedaría sepultado. Johnny, ve por tu pistola. Se quedó meditando, si bien no en completo silencio, sobre el significado filosófico de un arcoíris que desaparecía.
Justo antes de que el autobús se detuviera, recordó de dónde era aquel cartel. Era un anuncio de la tienda de armas y de empeños Estrella solitaria, situada en Fryeburg. Al acordarse, Chloe no encontró respuesta para su pregunta más importante, pero sí para la más inmediata.
—¿A qué idiota se le ocurrió que un arcoíris era un buen símbolo para una tienda de armas? —había preguntado la madre de Hannah. Cansada de los hombres y de la vida, había empeñado allí su anillo de compromiso. Le habían dado a cambio setenta pavos. Con ese dinero las había invitado a Hannah y a ella a comer langosta en North Conway.
Después las tres se intoxicaron con la comida. Demasiado tarde para arcoíris.
¿Era eso lo que llamaban karma?
¿O fue lo que sucedió después?
A las cuatro menos veinte de la tarde, el pequeño autobús azul se detuvo con sumo cuidado frente a los pinos situados al comienzo de Wake Drive, un camino de tierra frente a otro camino de tierra señalado con una roca en la que habían pintado una ballena negra. Cuatro muchachos se bajaron del autobús de un salto.
Dado que estaban en el alegre mes de mayo, y hacía calor, llevaban la ropa que llevan los jóvenes cuando van al campo: pantalones vaqueros y camisas de cuadros. Aunque en realidad eso era lo que llevaban siempre, nevara o hiciese sol.
¿Cómo era posible que, tras un discurso de cinco minutos que la señora Mencken había dado al final de clase de inglés justo antes de comer sobre el premio anual Acadia al mejor relato corto, cuando nadie en clase prestaba atención a algo que no fuese el rugido de sus tripas, Blake y Mason hubieran decidido que de pronto eran escritores y no recolectores de basura?
—El personaje lo es todo —murmuró Chloe con determinación mirando al suelo—. El personaje es la historia.
El kilómetro y medio de camino sin asfaltar al final del cual vivían era un sendero colina abajo entre pinos frondosos. Serpenteaba por el bosque, estrechándose cada vez más, atravesaba las vías del tren, bordeaba el pequeño lago y terminaba en un auténtico caos de agujas de pino que ya no era camino, solo polvo, y allí era donde vivían. Al final del camino.
Chloe y Mason y Hannah y Blake. Dos parejas, dos hermanos, dos mejores amigas. Una chica bajita, una alta y dos tíos fuertes. Bueno, Blake era fuerte. Mason no hacía más que dedicarse al deporte en los últimos años, desde que su padre se rompiera la espalda. Mason era centrocampista en el equipo de fútbol y parador en corto en el equipo de béisbol del instituto. Blake tenía el cuerpo fornido de un hombre que vivía en una zona rural y que podía hacer cualquier cosa: levantar cualquier cosa, construir cualquier cosa, conducir cualquier cosa. Blake no se había cortado el pelo, ondulado y poblado, en meses, y no se había afeitado en semanas. Llevaba las Timberland sucias. El cinturón tenía ya seis años. La camisa de cuadros extragrande era de su padre. Los Levi’s eran de segunda mano. Sus ojos marrones miraban hacia todas partes, iluminados por el buen humor.
Junto a él, su hermano pequeño parecía un niño de la aristocracia más remilgada. Mason tenía el pelo liso y greñudo, pero eran unas greñas estudiadas. Un corte de diseño. Al contrario que Blake, que se levantaba de la cama con el pelo revuelto y así se iba a clase, Mason se levantaba temprano y se esforzaba para que su pelo tuviese ese aspecto. A las chicas les encantaba su pelo y torturaban así a Chloe. «Oh, Chloe», decían, «qué suerte tienes, tú puedes acariciarle el pelo siempre que quieras». Mason se afeitaba todos los días y no llevaba camisas de cuadros. Usaba camisetas negras y grises. Era monocromático y siempre llevaba los vaqueros recién lavados. Usaba deportivas. No cortaba leña, jugaba al fútbol. No parecía ser el hermano de Blake, con su complexión compacta, sus intensos ojos azules y su rostro serio y amable. Además, al contrario que Blake, era un chico de pocas palabras. Cuando le daba la mano a Chloe, siempre era con ternura. No tiraba de ella, no la arrastraba, no le exigía acción. Era un caballero. No era que Blake no intentara ser un caballero con Hannah. Era solo que se parecía mucho al pastor alemán que había tenido en una ocasión. Jadeante, manchándoles a todos las botas de barro, tirando el helado y la salsa de tomate por todas partes, correteando como loco todo el día. Era inevitable disfrutar con sus constantes payasadas.
Y junto a Blake caminaba Hannah.
Aunque a la propia Chloe Hannah le pareciese un poco andrógina con aquel cuerpo largo de chico, con sus caderas rectas, su cintura recta, sus pechos pequeños, su pelo corto peinado siempre hacia atrás, las demás personas, sobre todo los chicos, no estaban de acuerdo. Su rostro era luminoso y tenía unos rasgos simétricos y equilibrados y una mirada directa. Sus ojos marrones, que apenas parpadeaban, se mostraban serios e interesados, lo que hacía parecer que Hannah estaba siempre atenta. Chloe sabía que era un truco: la mirada fija le permitía a Hannah perderse en sus pensamientos. Llevaba un maquillaje que apenas podía permitirse, pero se esforzaba en que pareciera que no hacía falta más que echarse agua en la cara para lograr la perfección. Hannah caminaba como una bailarina, con movimientos elegantes y fluidos.
Frente al espejo de su habitación había practicado sus arabescos y sus piruetas con la esperanza de que algún día dejara de crecer y de que sus padres pudieran permitirse apuntarla a clases de ballet. Al fin consiguió sus clases con el acuerdo de divorcio, pero para entonces ya medía un metro setenta y cinco y era demasiado alta para que la levantara por los aires alguien que no fuera Blake, que desde luego no era bailarín de ballet.
Con una elegancia distante, Hannah caminaba y hablaba como si no perteneciera al pequeño Fryeburg, Maine. Le gustaba pensar que ni siquiera pertenecía a aquel país. ¡Llevaba zapatillas de ballet, por el amor de Dios! Incluso cuando tenía que recorrer un kilómetro y medio entre barro y agujas de pino. Ella no usaba Timberland de hombre. Hannah caminaba con los omóplatos hacia atrás, como si llevara tacones y una cazadora de Chanel. Actuaba como si estuviese por encima del lugar en el que, por un desafortunado accidente del destino, le había tocado vivir, como si deseara que llegara el momento de encontrarse bebiendo vino y pintando el Sena con el resto de gente guapa y con talento. Sus ojos, grandes y redondos, estaban permanentemente húmedos. Te evaluaba antes de llorar, y entonces la querías. Así era Hannah, siempre llorando para ser amada.
Chloe, por el contrario, no tenía los ojos húmedos ni los miembros largos. Cuando no estaba con Hannah, no le importaba mucho no ser alta. Pero, junto a su amiga, que parecía un junco, se sentía como un armadillo.
Uno de los mejores rasgos físicos de Chloe era su pelo castaño, liso, brillante y con reflejos. No hacía nada para que fuese fantástico. Simplemente lo era. Se lo lavaba y cepillaba todos los días. No usaba maquillaje, para diferenciarse de las chicas del último curso que siempre se pintaban la raya del ojo, usaban camisetas medio transparentes, vaqueros demasiado ajustados y zapatos con ocho centímetros de tacón con los que se paseaban por los pasillos de la Academia Fryeburg, siempre corriendo el riesgo de caerse o tropezar, y tal vez fuese ese su objetivo. Sexis, pero indefensas. Ambas cosas eran anatema para Chloe, así que no iba enseñando el cuerpo y caminaba con zapatos sensatos. ¿A qué lugares iba ella en los que tuviera que vestirse bien? ¿A la bolera? ¿A comer helados? ¿A nadar en el lago? ¿A hacer jardinería? Exacto. Y había oído cómo hablaban los chicos de las chicas que se vestían como, por ejemplo, la odiosa Mackenzie O’Shea. Ni todos los medicamentos del mundo lograrían borrarle el trauma a Chloe si pensara que los chicos hablaban así de ella.
Su rostro, inmaculado y sincero, sufría ligeramente con aquella sencillez fingida, pero no podía ocultar la curva de sus pómulos o la separación de sus ojos, ligeramente orientados hacia arriba, siempre con una sonrisa. Había heredado los labios irlandeses de su padre, pero los ojos y las mejillas eran de su madre y, por eso, su cara al igual que su cuerpo no estaba del todo proporcionada. La proporción entre ojos y labios no estaba equilibrada, del mismo modo que no lo estaba la proporción entre cuerpo y pechos. No tenía suficiente cuerpo para los enormes pechos que la naturaleza le había dado. Tal vez hubiera algún componente genético en aquel caos tan cómico de su interior, para que su talento para las matemáticas chocara con su confusión existencial, pero no había ninguna excusa cósmica para aquellos pechos tan grandes.
Chloe culpaba a su madre.
Era lo lógico.
Culpaba a su madre de todo.
No había más que ver a Hannah. Todo en aquella chica parecía haber sido escogido con delicadeza. Alta, esbelta, atlética, con ojos, pelo, nariz y boca del tamaño adecuado, ni demasiado grandes ni demasiado pequeños, mientras que Chloe se pasaba la vida escondiéndose bajo sujetadores compresores y camisetas con una talla por encima de la suya. Temía que nadie la tomara en serio si pensaba en ella como un cuerpo y no como una persona. ¿Quién iba a prestar atención a sus explicaciones sobre el movimiento de las estrellas, o las migraciones de las mitocondrias, o las decapitaciones en una revolución si la veían solo como un par de tetas con piernas? Demasiado pecho para ser una bailarina y demasiado bajita para ser un bombón.
El hecho de que Mason no estuviera de acuerdo, o eso decía, solo demostraba su mal gusto.
El autobús llevaba trece años dejándolos en aquel mismo camino rural. A lo largo del jardín de infancia, del colegio y del instituto.
Pronto se acabarían los autobuses azules, no regresarían a casa por las tardes dando tumbos. En un mes todos se graduarían.
¿Y entonces?
Bueno, entonces sucedió lo siguiente:
—No desprecies mi historia de antemano, Chloe —dijo Blake—. Acaba de empezar. Dale una oportunidad. Es una buena historia. Ya lo verás.
—Sí, Chloe —convino Mason. Era diez meses más pequeño que Blake y admiraba a su hermano mayor, aunque no necesariamente le llevaba la contraria a Chloe, como demostró al guiñarle el ojo. Ella le dio la mano al pasar frente al viejo señor Leary, que estaba en el jardín, rodeado de toda la basura que poseía, intentando hacer que pareciera menos basura para poder venderla.
—Blake, muchacho —gritó el señor Leary—, dijiste que te pasarías después de clase para ayudarme con mi radial. Sigo sin conseguir que funcione.
—Claro, señor Leary.
—¿Una radial? —murmuró Mason—. ¿Para qué necesita ese viejo una radial? Si está rodeado de basura.
—Quiere construir un búnker —murmuró Blake con disimulo mientras le dirigía una sonrisa al anciano—. Por eso está acumulando tantos bloques.
—¿Qué es una radial? —preguntó Chloe.
—¿A quién le importa? —dijo Hannah—. ¿Un búnker? Ese tío es un bicho raro.
—¿Ahora no, Blake? —insistió el hombre—. Tengo algo para tus amigos y tú. Donuts.
—Gracias, señor, pero ahora no.
Porque Blake estaba ocupado en aquel momento. Tenía que quitar la maleza del camino polvoriento de su propia vida.
Los problemas comenzaron cuando Blake había cumplido dieciocho años el pasado mes de julio y le habían permitido participar en la competición del Día de los leñadores de la feria de Fryeburg. Participó en cinco concursos. Tala de árboles, corte transversal con la sierra, lanzamiento de hacha, hacer rodar los troncos y cortar bloques, y uno pensaría que se olvidaría del asunto al haber perdido tres de los cinco, pero no. Obtuvo el mejor tiempo aquel año en la tala de árboles con una ventaja de seis segundos, lográndolo en solo veintitrés segundos, y superó el record de la feria en el lanzamiento de hacha con seis dianas seguidas.
Se paseaba por los caminos rurales y por los pasillos del instituto como si fuera un medallista olímpico. Chloe solía recordarle que la Academia Fryeburg, a la que los alumnos asistían sin pagar gracias a un acuerdo de impuestos entre la escuela y el estado de Maine, era uno de los institutos preparatorios con más prestigio de Estados Unidos.
—Aquí a nadie le importa tu lanzamiento de hacha, te lo aseguro —le decía Chloe, pero parecía que estuviese sordo.
Justo después de eso, Blake y Mason participaron en la competición empresarial organizada por el señor Smith para su clase de tecnología… ¡y ganaron! Mason estaba acostumbrado a ganar, con una docena de trofeos de deportes sobre su cómoda, pero Blake se puso insoportable. Actuaba como si pudiera hacer cualquier cosa. Como, por ejemplo, escribir.
No era que no merecieran ganar. El proyecto era: «Crea un negocio de éxito». ¿Quién habría pensado que Blake y Mason utilizarían aquello que llevaban tiempo haciendo a media jornada y lo convertirían en un negocio ganador? Habían estado yendo a las casas de alrededor de los lagos de Brownfield y Fryeburg con la vieja furgoneta de su padre y preguntando a los residentes si les permitirían llevarse su chatarra a cambio de una pequeña tarifa. Ahora, casi todo el mundo en aquella parte de Maine apuntaba con su escopeta hacia la salida para echar a los hermanos de su propiedad, pero había algunos, viudas sobre todo, que accedían a pagarles algunos centavos para que se llevaran sus viejos frigoríficos, quitanieves que no funcionaban, rastrillos oxidados, periódicos, motosierras. Los chicos eran fuertes y trabajaban duro y, después de clase y los sábados, daban vueltas por ahí con la furgoneta intentando que no los mataran mientras se ganaban unos dólares. Tras colocar un anuncio en el Ahorrador, descubrieron que ya había una empresa nacional de recogida de chatarra llamada 1-800-TENGO-CHATARRA. Aquello solo sirvió para despertar su espíritu competitivo. Convencieron a Hannah para que les diseñara un logo: HERMANOS CARGO, RECOGIDA DE CHATARRA. «CARGAMOS PARA QUE NO TENGA QUE HACERLO USTED».
Quedaba bastante bien. Se hicieron una pegatina, la pegaron en la furgoneta de su padre, pintaron la furgoneta de un horroroso verde lima, Blake decía que porque era el color más alejado del color de la basura que recogían, utilizaron sus rudimentarias técnicas de peloteo para lograr que Chloe creara un libro de beneficios y pérdidas y calcularon que, si trabajaban a jornada completa, contrataban a dos tipos más y compraban otra furgoneta con elevador, lograrían ganar una cantidad de seis cifras al cabo de tres años. ¡Seis cifras! Tenían un plan de publicidad: Páginas amarillas, el Observador de North Conway, anuncios locales en la televisión, tres espacios publicitarios en la radio… y entonces la furgoneta de su padre murió.
Tenía más de veinte años. Burt Haul la había comprado en 1982, antes de saber que tendría unos hijos que, una generación más tarde, la necesitarían para iniciar un negocio falso. A Burt le gustaba tanto la furgoneta que, incluso después del accidente que estuvo a punto de costarle la vida, se negó a desprenderse de ella y se gastó el poco dinero que tenía en restaurarla.
—Llevé a vuestra madre a casa después de nuestra boda en esa furgoneta —les decía a sus hijos—. La única razón por la que hoy estoy vivo es esa furgoneta. No pienso separarme de ella.
Pero ahora el motor de la furgoneta era como la radial del señor Leary. Un cadáver.
Nadie tenía dinero para una furgoneta nueva, ni siquiera de segunda mano. Burt y sus hijos tenían que moverse, para su vergüenza, en el Subaru de Janice Haul. ¿Podían considerarse hombres?
Hannah y Chloe intentaron consolar a sus decepcionados novios recordándoles que su negocio no era un negocio de verdad, solo era un negocio sobre el papel, que en el fondo no es negocio alguno. Pero Blake y Mason habían caído por completo en la trampa de un sueño. Chloe sabía algo de eso. Los hermanos Haul se habían dejado llevar tanto por la idea de su empresa que habían decidido dejar las clases a mitad del último curso para trabajar hasta conseguir el dinero para comprarse una furgoneta, convencidos de que, en aquel tipo de trabajo, un título de graduado del instituto les sería tan útil como regar el césped durante un aguacero.
Para las chicas fue un desafío lograr que sus novios siguieran estudiando. Fue Chloe la que al fin encontró la combinación de palabras ganadora:
—¿Crees que mis padres me permitirían salir con chicos que han dejado el instituto?
Eso funcionó, aunque no tan instantáneamente como ella había esperado.
Así que… pasó el último año, la furgoneta seguía rota y Janice no solo tenía que ir a trabajar y hacer la compra para la familia, sino compartir además su vehículo con dos muchachos inquietos que tenían amigos, intereses y horarios divergentes. Para ganar dinero, los chicos quitaban la nieve, cortaban la hierba, hacían la compra para los enfermos, sobre todo Blake, porque Mason estaba en el equipo de béisbol y en el de fútbol. Hasta el día de hoy, en el que se bajaban de los autobuses azules y hablaban a gritos de sus sueños. Una cosa había que reconocerles. Esos dos chicos eran decididos en lo que se proponían. En todo lo que se proponían.
—Chloe, di algo. Escucha lo que te digo. ¿Por qué no es una buena historia? —Blake siempre se enfadaba por la manera crítica en que ella veía sus chanchullos.
—Porque hasta el momento no me has contado nada que yo quisiera leer —respondió ella.
—¡No he parado de hablar!
Chloe abrió las manos, como diciendo «a eso me refiero, precisamente».
—¿Quiénes son los personajes principales?
—No importa quiénes sean. ¿Puedo terminar antes de que me juzgues?
—¿Quieres decir que aún no has terminado? Y no te estoy juzgando.
—Sí que lo haces. Ese es tu principal problema.
—Yo no…
Blake estiró un dedo hasta casi tocarle la boca.
—La premisa de mi historia es… ¿me estás escuchando? Dos tíos que llevan una chatarrería.
—Eso ya lo he entendido.
—Dicen que hay que escribir de lo que uno conoce.
—Que ya lo he entendido.
—Dos tíos llevan una chatarrería y un día descubren algo horrible.
—¿Como qué? Lo único que transportáis son bolsas de patatas fritas y envoltorios de galletas Oreo.
—Y envoltorios de preservativos —añadió Blake con una sonrisa antes de pasarle a Chloe su enorme brazo por los hombros.
—Hannah, controla a tu novio —dijo Chloe dándole un empujón—. Pero vale, aun así. ¿Dónde está la historia?
—¿Acaso hay algo más lleno de posibilidades para una historia que una mujer de noventa años que tira una bolsa de basura llena de preservativos usados? —preguntó Blake riéndose.
—Preservativos usados no —le corrigió Mason—. Envoltorios de preservativos.
Chloe se quedó mirando a Hannah, que permanecía callada, en busca de apoyo.
—¿Podemos seguir? ¿Qué más tienes?
—Aún no lo sabemos —respondió Mason—. Hannah, a ti te parece que hasta ahora está bien, ¿verdad?
—¡Hasta ahora no tenéis nada! —Fue Chloe la que respondió.
—¡No te estaba preguntando a ti! —exclamó Blake.
Tenían diez minutos para solucionarlo antes de llegar a casa. No era tiempo suficiente. Blake los sacó del camino y los arrastró hasta las vías de tren que atravesaban el bosque y separaban su pequeña parte del lago de la otra parte; mejor y más grande. Con los brazos estirados y las mochilas puestas, hacían equilibrios sobre los raíles oxidados y saltaban las traviesas.
¡Escribir una historia por dinero! Menuda cosa. El primer premio Acadia era de diez mil dólares. Chloe sabía que el premio Flannery O’Connor al mejor relato corto tenía más antigüedad y era mucho más prestigioso, pero solo estaba valorado en mil dólares, y era obligatorio escribir al menos cuarenta mil palabras. Daba igual lo bueno que fuera uno en matemáticas; dividir cuarenta mil palabras entre mil pavos daba un resultado horrible.
—Mucho trabajar y poco cobrar —dijo Mason, y se rio durante cinco minutos de su propia frase.
Pero diez mil dólares por una novela corta eran otra historia. Para los hermanos Haul, tamaña cantidad de dinero era como la lotería. Significaría poder comprar una nueva furgoneta y fundar su propio negocio. Tendrían asegurado su futuro. Hablaban como si hubieran encontrado el premio metido en una maleta debajo de un árbol. Como si lo único que les quedara por hacer fuera contar el dinero.
Y a la pequeña Chloe, la detractora, ni siquiera le estaba permitido mencionar que:
1. No tenían historia.
2. No eran escritores.
3. Se presentarían al menos quinientos aspirantes más que a: tendrían una historia, y b: serían escritores.
4. Una de esas aspirantes podría ser Hannah, que sin duda tenía historias, y muchas.
5. Una furgoneta nueva costaba más de diez mil dólares.
Chloe no podía evitarlo. Tenía que decir algo. Si pudiera aprender a guardar silencio, como Hannah, o Mason, las cosas le irían mucho mejor en la vida.
—¿Y quiénes son los chicos de la chatarrería? —preguntó.
—Nosotros. Blake. Mason. Vamos por ahí, sin buscar problemas y de pronto… ¡Zas! Vienen los problemas.
—Zas —repitió Chloe.
—Blake tiene razón —intervino Mason—. Hemos encontrado algunas cosas horribles.
—¿Como qué?
—Como ratas muertas.
—Las ratas están bien —dijo ella—. Pero después ¿qué? Alguien que no quiera ratas muertas en su casa no da como para una historia. Es más bien una realidad.
—Una vez también encontramos joyas.
—Las joyas están bien. ¿Y después?
—Bueno, entonces joyas no. Otra cosa.
Chloe miró a Hannah, que caminaba junto a la vía, alejada de ellos tres, sin apenas prestar atención. Blake seguía defendiéndose del escepticismo de Chloe.
—Descubren algo horrible. Algo que lo cambia todo. Mason, ¿qué pueden encontrar que sea tan increíble y terrible que lo cambie todo?
—¿El amor verdadero? —preguntó Chloe con una sonrisa.
—No es ese tipo de historia, mi querida Haiku —dijo Blake en tono burlón—. Es una historia de hombres. No hay cabida para el amor, por muy terrible y verdadero que sea. ¿Verdad, cariño? —Saltó de la vía y empujó a Hannah por las piedrecitas.
—Verdad.
Mason tenía más sugerencias.
—Una vez encontramos una vieja maleta. Estaba llena de serpientes. Y en una ocasión encontramos un conejo que estaba vivo.
—Sí —dijo Blake—. Estaba delicioso. Pero Chloe tiene razón. Necesitamos una historia, hermanito. —Se dio una palmada en la frente—. ¡Ya lo tengo! ¿Qué me dices de una cabeza humana en la basura?
En esa ocasión Chloe ni siquiera parpadeó. Casi como si ya hubiera visto antes una cabeza humana en la basura.
—Muy bien —dijo—. ¿Y después?
Blake se encogió de hombros.
—¿Por qué te preocupa tanto lo que ocurra después? —le preguntó.
Chloe se daba cuenta de que no estaba tomándoselo en serio. Lo que los chicos hacían para ganarse la vida… eso sí era trabajo. Pero lo que tenían que hacer ahora era buscar unas cuantas palabras y colocarlas en el orden adecuado para asegurarse la victoria. Blake estaba convencido de que era un juego de niños.
—Tienes razón, todos somos filisteos con una devoción servil por la trama —dijo Chloe—. Sea la que sea.
—Sí. El escritor no para de hablar de lo que sucede después y cuando el lector adivina lo que viene a continuación, entonces, o se queda dormido o le entran ganas de matarlo.
—Entonces, ¿cuál es el truco? ¿No darle nunca al lector lo que desea?
Blake negó con la cabeza.
—No. Darle lo que ni siquiera sabía que deseaba. —Actuaba como si supiera qué era eso.
Dieron la vuelta para regresar a casa.
—Encuentran una cabeza humana —continuó mientras Chloe y él caminaban por el estrecho sendero de pinos que conducía a casa, seguidos de Hannah y Mason. A unos pocos cientos de metros colina abajo, el camino se estrechaba más hasta formar un único carril por el que podía pasar una furgoneta o un coche o personas… una a una—. Pero no una calavera. —Blake giró la cabeza y miró a Hannah con los ojos desorbitados—. Una cabeza. Una cabeza que han arrancado recientemente del cuerpo. Aún tiene piel y carne. Y no saben qué hacer. ¿Investigan? ¿Llaman a la policía?
—Creo que deberían investigar —dijo Mason mientras corría para alcanzarlos—. Las investigaciones son divertidas.
—Pero es peligroso.
—El peligro es bueno —dijo Hannah desde atrás—. El peligro es una historia.
No, Chloe deseaba corregir a su incorregible amiga. El peligro era peligro. No era una historia.
Blake siguió reflexionando.
—Tal vez corran un peligro mortal al hacer demasiadas preguntas a las personas equivocadas.
Chloe se preguntó si existiría otro tipo de personas.
—Alguien tiene que callarles la boca. Pero ¿quién?
—Pues los que separaron la cabeza del cuerpo, obviamente.
—Pero, ¿por qué iba alguien a separar la cabeza del cuerpo? —preguntó Mason.
—Aún no lo sé. Pero creo que aquí tenemos algo. Haiku, ¿a ti qué te parece?
—A mí me parece que tenéis que seguir dándole vueltas —respondió Chloe, empleando su tono más desalentador.
—¡Espera! ¡Ya lo tengo! —exclamó Blake—. ¿Y si encuentran una maleta? ¡Sí, una maleta misteriosa! Es azul. Dios mío, ya lo tengo. Esa es mi historia. —Blake se detuvo y se volvió hacia las chicas entusiasmado, con la cara iluminada—. La maleta azul. ¿Qué os parece? —dio una palmada—. ¡Es asombroso!
Hannah sonrió con aprobación.
Chloe se encogió de hombros casi sin darse cuenta.
—Es un buen título para una historia de misterio —dijo—. Pero un título no es una historia. ¿Qué hay en la maleta? Cuando soluciones esa parte, Blake, entonces tendrás una historia.
Blake se rio con esa falta de preocupación por los detalles tan característica. Él era de los que veían la imagen en su conjunto.
—James Bond siempre va a un país extranjero para resolver misterios y atrapar a los malos —dijo—. Algún lugar exótico lleno de alcohol, de mujeres y de peligro.
Chloe hizo un verdadero esfuerzo por no frotarse la frente. Había aprendido a ocultar su exasperación ante su madre, pero aquello era algo bien distinto.
—James Bond es un espía del gobierno. Mata por dinero. No rebusca en la basura cabezas cortadas.
—¡Un país extranjero! —exclamó Mason—. Blake, eres un genio.
Blake abrió su cola de pavo real en un caleidoscópico abanico de color verde.
—Pero espera —agregó Mason—. Tú y yo nunca hemos ido a un país extranjero.
Blake les cortó el paso a las chicas y les dirigió una sonrisa significativa.
—Todavía no —les dijo.
Las chicas permanecieron imperturbables. Solo Chloe se inquietó ligeramente. «Oh, no», pensó. «No estará insinuando que…».
—Nos iremos a Europa con vosotras —explicó Blake—. Mason tiene razón, soy un genio. La respuesta a nuestra maleta misteriosa está en Europa. Tío, esto va a ser fantástico. Y solo llevamos pensándolo cinco minutos, imagina lo bueno que será cuando pasemos unos días con ello. —Blake se clavó el pulgar en el pecho—. Podríamos ganar el premio de los libros.
—¿Y qué premio sería ese, Blake? —preguntó Chloe.
—No sé, Chloe. El premio que dan al mejor libro del año. El Oscar de los libros. El Grammy, el Emmy.
—¿El Pulitzer?
—Lo que sea. Eso no es lo importante. Lo importante es escribir algo que a la gente le encante.
Chloe se inclinó hacia Hannah.
—¿El loco de tu novio acaba de decir que quiere irse a Europa con nosotras?
—No creo que lo diga en serio —susurró Hannah con expresión de agotamiento—. Hablaré con él…
Blake apartó a Hannah de Chloe.
—Hannah, ¿cuándo os vais a Barcelona?
—No sé —respondió Hannah—. Chloe, ¿cuándo nos vamos?
—No sé —masculló Chloe.
—Mason, ahí nos vamos, hermanito. ¡A Barcelona! Ahí es donde nuestra historia llegará al clímax. —Blake se rio. Ambos hermanos chocaron los cinco y golpearon los hombros.
—Creí que habías dicho que no era ese tipo de historia —intervino Chloe.
—Si termina en Barcelona, Haiku, tendrá que ser una historia para todo el mundo. ¿No es ahí donde hacen los encierros con los toros?
—Oh, Dios, no. Eso es en Pamplona.
—Un momento —dijo Hannah—. Blake, no estarás pensando en serio lo de venir con nosotras, ¿verdad?
—Ya no pensamos más. ¡Vamos a ir, cariño!
Mason pareció sorprendido.
—¿Nos vamos a Europa? Estás de coña.
—Mason, ¿no te parece la mejor idea del mundo?
Mason se había quedado sin palabras.
—Blake… —Por fin Hannah se implicó activamente en la conversación—. Piénsalo un momento. No hablas en serio con lo de escribir un relato, ¿verdad? El concurso es para todos los residentes de Maine. Eso es mucha competencia. Solo en nuestro instituto habrá al menos cien aspirantes. Todos los de nuestra revista literaria presentarán un relato.
—Hannah, ¿tú has leído la revista literaria? —preguntó Blake agitando los brazos mientras daba saltos por el camino—. Se llama El caballo de la locura, por el amor de Dios. —se rio—. Solo con ese título deberían descalificarlos a todos. ¿Recuerdas cuál fue el pensamiento del mes de abril de la revista? «La idea de que las pirámides activan la pasión primaria es una prolija representación de toda la prosa fálica». Yo tengo toda la prosa fálica aquí mismo. Sí —exclamó con alegría—. No me preocupa.
¿Cómo había ocurrido aquello? En menos de un minuto, Blake y Mason se habían subido a bordo del sueño adolescente que las chicas habían ido digiriendo poco a poco.
Hannah dejó de escuchar y tiró de Chloe para que caminase más despacio.
—Ahora sí que tengo que hablar contigo —le dijo—. ¿Te pasas después de cenar?
—¿Es sobre Barcelona? —Chloe se quedó mirando la cara inexpresiva de Hannah.
Su amiga parpadeó.
—Sí y no. ¿Tienes ya el pasaporte?
Chloe no respondió.
—¡Chloe! Ya te dije que se tardan dos meses en conseguir el pasaporte. Vamos, ¿quieres fastidiarla?
—Claro que no. Pero para ti es fácil decirlo. Tienes dieciocho años. Yo tengo que pedirles a mis padres que firmen para que me den el pasaporte.
—¿Y?
—Bueno, primero tendré que decirles que me voy, ¿no?
—¡No puedo creerme que no se lo hayas dicho!
—Sí, bueno. —Chloe no podía creerse muchas cosas.
Blake estaba frente a ellas, jadeando, con brillo en la mirada, moviéndose aceleradamente.
—¿Y qué tenemos que hacer para que nos den el pasaporte?
—Ir a la oficina de correos —respondió Hannah—. Pero llévate a Chloe contigo, porque ella tampoco sabe cómo hacerlo.
—Sí que sé. Es que…
Hannah batió las pestañas.
—¿De verdad vais a venir con nosotras? Porque no quiero que nos hagamos ilusiones y que después no vengáis. Eso estaría mal.
—Yo nunca te decepciono, calabacita, ¿verdad? —Blake agarró a Hannah, fingió que bailaba con ella y le dio un pisotón. Ella soltó un grito.
—Blake, sabes dónde está Barcelona, ¿verdad? —preguntó Hannah rodeándole el cuello con los brazos—. En España. Y sabes dónde está España, ¿verdad? En Europa. Es decir, en otro continente. Es decir que no solo necesitas un pasaporte, que cuesta más de cien pavos, sino también un billete de avión, y billetes de tren, y no sé, dinero para comer y para el alojamiento.
Mason comenzó a parecer dubitativo, pero Blake se encogió de hombros con feliz indiferencia.
—Ya sabes lo que dicen, cielo —dijo apretándola contra su cuerpo—. Tienes que gastar dinero para ganar dinero. Es como los diez mil dólares que van a darme por mi relato. No podemos fundar nuestro propio negocio hasta que ganemos esa cosa. Y no podemos ganar esa cosa hasta que hagamos esta otra cosa.
—Esta otra cosa —dijo Chloe—, ¿te refieres a entrometerte en el sueño de mi vida?
—Exacto. Mase, hay que darse prisa. Tenemos que conseguir los pasaportes. No tenemos tiempo que perder. —Mientras corrían por el camino, sus botas levantaban el polvo—. ¿Dónde está la oficina de correos, por cierto? —preguntó Blake mirando hacia atrás.
—¿Estás de broma? ¿Nunca has ido a la oficina de correos de Fryeburg?
Hannah le dio un codazo a Chloe.
—Tú tampoco has ido, bonita.
Chloe le devolvió el codazo a su amiga.
—Sí que he ido, así que cállate.
Blake tiró de su hermano.
—Vamos, hermanito. ¿Quieres que te recojamos, Chloe? —Los Haul vivían a tres casas de distancia de Chloe, al otro lado del estanque, atravesando los pinos y los abedules.
—Sí, Chloe —dijo Hannah clavándole un dedo en la espalda—. ¿Pasan a recogerte para que vayas a por tu pasaporte?
—No importa —dijo Chloe, apartando los dedos de Hannah de un manotazo—. Le diré a mi madre que me lleve.
Las chicas se quedaron mirando como sus novios se alejaban y después siguieron andando. Hannah negó con la cabeza. ¿Estaría agobiada? ¿Asombrada? Chloe no lo sabía.
—Supongo que me voy a España con mi novio y con el tuyo, pero no contigo.
—Ja-ja-ja, muy graciosa.
—¿Crees que estoy de broma? No puedes comenzar tu vida adulta siendo una gallina, Chloe. ¿De qué tienes miedo? Sé más como yo. Yo no le tengo miedo a nada —lo dijo como si no hablara en serio.
Pero lo único que Chloe oyó fue «sé más como yo». Le pareció como un puñetazo en el estómago. Ya casi habían llegado al claro situado frente a la cabaña verde de Chloe. Hannah aminoró la marcha, como si quisiera quedarse, pero Chloe aceleró como si eso fuera lo último que deseara.
—Tengo que ser diplomática —dijo—. Necesito que me den permiso para ir. No puedo llegarles con la cantinela de «me voy a Europa».
—Si no empiezas a actuar como una adulta, ¿por qué iban a tratarte como tal?
Chloe no deseaba hablar de aquello. No era que Hannah se equivocara. Era que Hannah siempre decía cosas evidentes de tal modo que a Chloe no solo le hacía pensar que su amiga estaba equivocada, sino que además le daban ganas de que lo estuviera.
—Hablaré con ellos esta noche —dijo mientras atravesaba el claro cubierto de agujas de pino.
—De momento yo no les diría lo de Mason y Blake.
—¿Tú crees?
Dado que Lang y la señora Haul iban de compras los viernes, Chloe tenía la impresión de que aquel secreto no duraría mucho.
—De acuerdo —dijo Hannah—, pero ve con calma. No hagas que tu madre se ponga en plan china contigo. Siempre haces que se enfade. Primero plantéale nuestro viaje, después espera. Lo de los chicos puede que no quede en nada. ¿De dónde van a sacar el dinero? Se les pasará, ya lo verás.
Chloe no dijo nada. Obviamente Hannah no tenía ni idea de quién era su novio. Era imposible disuadir a Blake de algo. Y, como para demostrar su teoría, en aquel momento apareció el Subaru de Janice Haul desde detrás de los árboles, Blake bajó la ventanilla, redujo la velocidad y tocó el claxon.
—¡Vamos a por nuestros pasaportes! —gritó—. ¡Nos vemos!
Chloe se volvió hacia Hannah.
—¿Qué decías?
—Vale, de acuerdo. Pero todavía no le cuentes eso a tu madre.
—¿De qué querías hablar conmigo? —preguntó Chloe. Solo una delgada puerta de malla metálica separaba los oídos de la madre de Chloe de los problemas de Hannah.
Su amiga le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Tú solo espera —le dijo con actitud sombría.
—¡Estoy en la cocina! —gritó su madre en cuanto Chloe abrió la puerta de malla metálica. Una declaración de lo más irónica, teniendo en cuenta que vivían en una cabaña que tenía solo una estancia, si no se contaba el cuarto de baño, los dos pequeños dormitorios y el ático abierto en el que Chloe dormía.
«Estoy en la cocina», decía Lang, porque aquel mes le había dado por cocinar. El invierno pasado su madre se pasaba los días haciendo álbumes de recortes y, siempre que Chloe llegaba a casa, le oía decir: «Estoy en el comedor».
El otoño anterior su madre decidió ser costurera y le dijo a Chloe que desde ese momento confeccionaría ella misma toda la ropa de su hija… en el taller.
Cuando se dedicaba a elaborar el árbol genealógico de la familia con el nuevo programa que le habían regalado por Navidad, se encontraba en la habitación del ordenador.
En verano Lang no decía nada, porque estaba fuera, pescando y ocupándose del huerto, que era lo suficientemente grande como para proporcionar tomates a las ocho casas de su lado del lago. Los cestos de calabacines y pepinos se iban al trabajo con el padre de Chloe.
La madre de Chloe, Lang Devine, de soltera Lang Thia, descendiente de chinos, procedente de Red River, Dakota del Norte, se reinventaba a sí misma de manera constante. Cuando era joven quería ser bailarina, pero entonces conoció a Jimmy y quiso ser esposa. Tras varios años siendo esposa, quiso ser madre. Y tras varios años siendo madre de un solo hijo, quiso ser madre de dos.
Jimmy decía que su momento favorito era cuando Lang había aprendido a bailar claqué. Él le había construido una plataforma de madera; ella se había comprado unos zapatos negros, algunos CD y había aprendido a bailar claqué. Menudo escándalo.
Y no tan delicioso como la pastelería, que era la etapa actual, y la favorita de Chloe después de la jardinería. A Jimmy Devine también le gustaba, pero se quejaba de que ganaba un kilo a la semana debido al azucarado pasatiempo de Lang. Chloe pensaba que su padre podría mencionar en broma los kilos extra que Lang había ganado también ahora que ya no bailaba claqué. Pero no. Justo la semana anterior, después de probar uno de los bollos de crema de Lang, Jimmy había dicho:
—Boniato, ¿cómo puedes hornear tanto y seguir tan delgada?
¡Y la madre de Chloe se había reído nerviosamente!
¿Cómo explicarles a sus padres que era inapropiado que una mujer adulta de edad avanzada, casada desde hacía casi treinta años, se riera así cuando su marido le hacía un cumplido poco entusiasta llamándola por el nombre de un tubérculo almidonado de color rojo?
Aquella tarde Chloe entró despacio, dejó su mochila, se quitó las botas, recorrió el corto pasillo, pasando por delante del dormitorio de sus padres, por delante del dormitorio al que ya nadie entraba, por delante del cuarto de baño, hasta llegar a la zona abierta y dejar su fiambrera sobre la encimera de la cocina, donde su madre la limpiaría y la prepararía para el día siguiente. Algo olía de maravilla. Chloe no quería admitirlo, porque no quería alentar a su madre en ningún sentido. Lo que su madre necesitaba era un poco menos de entusiasmo, no que la estimularan más. Blake y ella tenían eso en común.
—¿A que huele de maravilla? —dijo su madre riéndose mientras se daba la vuelta y, con las manos manchadas de harina, le daba a Chloe palmaditas en las mejillas—. Solo preparo cosas maravillosas para mi chica maravillosa. —Una de las pocas cosas que Chloe toleraba de su madre era su escasa estatura, lo que en comparación a ella le hacía parecer alta.
Chloe se quitó la harina de la cara.
—¿Qué estás haciendo?
—Pastas con mermelada.
—A mí no me huele a eso. —Chloe miró en el interior de una de las cacerolas que había en el fuego.
—Mermelada de frambuesa. La he hecho esta tarde para las pastas. Aún está caliente. ¿Quieres probarla?
Chloe quería.
—No, gracias —respondió—. Estoy llena.
—¿Llena de la comida de hace cuatro horas?
Lang sacó zumo de naranja, un yogurt, pan tostado, abrió un paquete de queso cheddar, lavó un cuenco de arándanos y se lo puso delante a Chloe, que estaba sentada a la mesa. Le acercó a la cara la larga cuchara de madera medio llena de mermelada. Chloe la probó. Tenía que admitir que estaba muy buena. Pero solo lo admitió para sus adentros. No lo admitiría ante su sobreestimulada madre.
—¿Qué hay de cena?
—Pensaba en hacer ratatouille.
—¿Qué?
—Ya verás. Es una sopa de verdura, creo. Pero podría ser un condimento. —Se rio. De verdad, ¿por qué Chloe tenía que ser la única seria de la casa?
—Papá necesita carne.
—Sí, no te preocupes, le daremos al carnívoro algunas chuletas de cerdo. He encontrado una nueva receta con especias. Con comino. ¿Qué tal en clase?
Chloe necesitaba desesperadamente hablar con su madre. No sabía por dónde empezar. Pero, sobre todo, no sabía cómo empezar. Intentó no sentirse molesta aquel día por la cara franca y redonda de su madre, sin maquillaje, con pómulos marcados, unos labios rojos, unos ojos sonrientes, una mirada cariñosa y el pelo negro y liso como el de ella. «Cuéntamelo todo», parecía decir la expresión de su madre. «Juntas solucionaremos cualquier cosa». Chloe intentó no suspirar, no apartar la mirada, no desear tener a la madre de Hannah, Terri Gramm, tan delgada y tan ausente.
—En clase bien —murmuró.
Eso fue todo. En clase bien. Nada más. Abrir el libro, mirar la comida, beberse el zumo de naranja, no levantar la mirada, no hablar. Pronto Lang tendría que seguir con su hobby. Habría que enfriar la mermelada, rellenar las pastas, preparar la ratatouille.
El problema era que aquel día Chloe sí que necesitaba hablar con su madre. O al menos empezar a intentar hablar con ella. Necesitaba un pasaporte. De lo contrario todos sus sueños se esfumarían. Había intentado que sus sueños fueran simples, pensando que así serían más fáciles de cumplir, pero ahora temía no haberlo conseguido en absoluto.
—¿Tú también vas a escribir un relato? —preguntó su madre—. Deberías. La señora Mencken me habló del premio Acadia. Diez mil dólares es algo asombroso. Apuesto a que Hannah va a escribir uno también. Ella dice que es buena en todo. Tú también lo harás, claro. ¿Verdad?
¿Cómo no iba a enfadarse? ¿Qué tipo de madre se enteraba de lo que ocurría aquel mismo día a cuarta hora en clase de inglés antes de que su hija tuviera ocasión de abrir la boca? Chloe logró contener su enfado. Al fin y al cabo, su madre le había ofrecido sin saberlo la oportunidad que necesitaba.
—¿Lo has hablado con Hannah y con vuestros chicos?
—No necesariamente —respondió Chloe. Asqueada era lo que estaba—. ¿Por qué dices eso?
—Porque has tardado casi cuarenta y cinco minutos en llegar a casa desde el autobús. Normalmente tardas quince. ¿Qué otra cosa ibas a hacer sino hablar del premio Acadia al mejor relato corto?
De nuevo, Chloe intentó contener un enorme suspiro. Pero no lo logró y suspiró igualmente.
—No voy a hacerlo, mamá. No tengo nada que contar. ¿De qué voy a escribir?
Lang se quedó mirándola con calma. Madre e hija guardaron silencio durante un momento y en aquella pausa abundaron las ominosas sombras de los colmillos afilados esenciales para cualquier relato.
—Quiero decir —se apresuró a continuar Chloe— que tal vez podría escribir sobre Kilkenny. Pero no puedo, ¿verdad? Porque yo no fui. Tal vez tú puedas escribir esa historia. No creo que haya límite de edad para los participantes.
Cuando Chloe tenía once años, sus padres se habían ido a Irlanda sin ella. Dijeron que iban a un funeral. Pff. Aquel viaje era el causante de parte, o gran parte, del resentimiento de la adolescencia de Chloe. Una foto enmarcada en oro y ampliada en la que aparecían los valles de Castlecomer estaba colgada en el recibidor a modo de recordatorio.
Lang siguió mirando a su hija con calma.
—No necesitas Kilkenny para escribir un relato —dijo—. Hay otras cosas. O puedes inventártelo. Por eso lo llaman ficción.
—¿Inventármelo a partir de qué? ¿Voy a inventarme una historia sobre algo tan dramático que gane el primer premio?
—¿Por qué no? Blake lo va a hacer.
¿Cómo podía saber eso su madre?
—Yo no he visto nada. Pero Blake ha visto ratas y… —Se detuvo antes de decir «preservativos usados».
—Tienes imaginación, ¿no?
—No, no tengo. Necesito una historia, mamá. Y no reflexiones sobre cómo es la vida junto a una charca en Maine.
—¿Una charca? ¿Es que no te has fijado en la gran belleza que se ve desde tu ventana?
Por las tardes el lago, los sauces y los abedules en flor que bordeaban la orilla y la vía del tren que se alzaba sobre el terraplén sí que brillaban ocasionalmente con los colores escarlata de la vida. Pero esa no era la cuestión.
—No puedo escribir sobre esquiar o jugar a los bolos, o sobre cómo aprender a conducir —continuó Chloe—. Necesito algo con sustancia. Y no tengo nada. —¿Por qué no podía hablar de sí misma sin aquel tufillo autocompasivo que impregnaba cada una de sus palabras? No podía escribir sobre la única tragedia verdadera de su vida. Y Lang lo sabía. ¿Por qué insistir entonces? Además, su madre le había dicho en una ocasión que las mujeres Devine eran demasiado bajitas para ser personajes trágicos. «Podemos ser estoicas, pero no trágicas», le había dicho Lang hacía algunos años, cuando a todos les parecía que lo único verdadero era justo lo contrario.
—Invéntatelo, cariño —repitió Lang, indiferente al tono de su hija—. Eres muy buena escritora.
—Mamá, no quiero ser escritora.
—Tampoco Blake quiere. Pero míralo.
Chloe vio como su madre se acercaba a la impresora de «la habitación del ordenador» y sacaba de ella unos cuantos folios. Lang puso entonces sobre la mesa las normas de inscripción para el concurso Acadia.
—Tienes cinco meses para dar con una historia y escribirla. Tiene que ser original. Tiene que ser ficción. Y, cuando ganes, lo publicará la Universidad de Maine. ¡Publicarlo en condiciones! En formato libro. Es muy excitante, ¿verdad?
—¿Es que no me has oído?
—No. Por cierto, te he comprado los bolis que querías. —Lang sacó tres paquetes de bolígrafos azules de varios tipos y los dejó frente a Chloe.
—También me he tomado la libertad de comprarte una libreta. Tienes varios tipos entre los que elegir. Pensé que necesitarías una si vas a escribir un relato que vaya a ganar el primer premio. La Moleskine es muy buena. El papel es suave. Pero pruébalas todas.
Chloe se quedó mirando los bolígrafos y las cuatro libretas. ¿De verdad había mencionado que necesitaba un bolígrafo? ¡Un bolígrafo azul!
—Mamá, escúchame.
Lang se sentó, apoyó los codos sobre la mesa y prestó a Chloe toda su atención. Parecía encantada de que le ordenaran que hiciera lo que ya estaba haciendo.
—Sí que quiero escribir algo, es cierto. Pero creo que no tengo… mira, estábamos pensando una cosa.
—¿Estábamos? ¿Quiénes?
—Los cuatro.
—¿Los cuatro estabais pensando a la vez?
—Bueno, discutiendo.
—Eso está mejor. Siempre está bien hablar con precisión si estás pensando en ser escritora.
—Cosa que no estoy pensando, así que…
—¿Qué os proponéis ahora? Cuéntamelo.
—Estamos pensando en ir a Europa.
Lang permaneció imperturbable. No palideció, apenas parpadeó. No, sí que parpadeó. Muy despacio, como si estuviera a punto de decir…
—¿Estás loca?
Ahí estaba.
—Primero escucha y después opina. ¿Puedes hacerlo?
—No.
—Mamá, acabas de decir que querías que escribiera.
—¿Y tienes que irte a Europa para escribir? ¿Flannery O’Connor se fue a Europa? ¿Eudora Welty? ¿Truman Capote?
—Bueno, de hecho él sí lo hizo.
—Cuando escribió Otras voces, otros ámbitos, su primera novela, ¿había estado en Europa?
—No sé. Nos estamos yendo del tema, mamá.
—Al contrario. Estamos tratando el tema.
—Mason y Blake necesitan documentarse.
—¿Así que se van a Europa?
Chloe hizo un esfuerzo monumental por no taparse los ojos con la palma de la mano, porque había pocas cosas que su madre detestara más que aquel gesto descarado de exasperación y frustración.
—Hannah y yo llevamos tiempo hablando del viaje.
—Creía que habías dicho que querías ir por Blake y por Mason. Decídete, niña. O se te ha ocurrido mientras paseabas por la vía del tren o llevas años planeándolo.
—¿Cómo sabes que estábamos en la vía del tren?
—Os he visto. —Lang señaló hacia la ventana—. Al otro lado del lago.
Ambas cosas eran ciertas. Chloe y Hannah llevaban años planeando aquel viaje, pero a Blake y a Mason se les había ocurrido aquel día. Lang se quedó sentada observando a su hija igual que un pájaro observaba el mundo. Nadie sabía en qué estaba pensando Lang, el pájaro, hasta que empezaba a cantar.
—¿No te parece suficiente irte de casa para asistir a la universidad? —preguntó su madre.
Chloe juntó las manos. No quería mirar a su madre a la cara. Sabía lo duro que debía de haber sido para sus padres permitirle irse a la universidad.
—Llevo soñando con Europa desde que era pequeña —argumentó, casi en un susurro—. Mucho antes de la universidad.
—A veces las circunstancias cambian y hemos de soñar un sueño diferente —dijo Lang. Después solo suspiró y no hubo en su expresión cambio alguno que reflejara las horribles ruinas desde las que había tenido que recomponer su vida, levantarla de sus cenizas. Con claqué y pastas de mermelada—. Irte fuera para asistir a la universidad es un gran paso, por no hablar de un enorme gasto, incluso con la beca que te han concedido.
—Lo sé, mamá. Eso es. Y entonces todo será trabajar y estudiar, trabajar y estudiar, ¿y cuándo si no podré hacerlo?
—Oh, no sé, vamos a ver… ¿Qué me dices de dentro de cuatro años? O nunca. Cualquiera de las dos opciones me parece bien.
—Eso es lo que quiero como regalo de graduación —declaró Chloe con descaro—. Un viaje a Europa. Vosotros fuisteis a Europa.
—¡A un funeral!
—¿Y qué?
—¿Regalo de graduación? ¿En serio? Creí que querías un portátil.
—Utilizaré el viejo que tenemos. Me quedaré con el de sobremesa.
—Ni hablar. Allí están todos los archivos de mi árbol genealógico.
—Creí que ahora te había dado por cocinar. Ah, y sí, los archivos están incrustados permanentemente en ese ordenador de sobremesa. Tienes razón. No se pueden mover.
—¿Sabes lo que sucede cuando decides ser sarcástica con la mujer que te dio la vida?
Chloe suavizó el tono. Sabía que hablar con sus padres de cualquier cosa era un proceso largo que comenzaría con el rechazo tajante de la idea y después continuaría durante varios días durante los cuales su madre enumeraría con prosa de Tolstoy por qué fuera lo que fuera lo que Chloe deseaba era la peor idea del mundo. Tras una espera tan larga como Guerra y paz que su madre aprovechaba para recordarle por qué no podía tener un perro, o hacerse un tatuaje, o un tercer pendiente, o irse a Europa, al fin tomaba la decisión real. Se quedó sin tatuaje, sin perro y sin pendiente. Lo que estaba sucediendo ahora era solo el prefacio. El verdadero argumento de peso de su madre aún estaba por llegar.
Pero en esa ocasión Chloe deseaba una resolución diferente. En esa ocasión deseaba ser ella quien se saliese con la suya, y no su madre.
—Mamá, ¿por qué le das tanta importancia? Cuando nos vayamos ya tendré dieciocho años. —«Cuando nos vayamos», no «si nos vamos». ¡Qué gran uso de las palabras! Qué chica tan lista.
—Sí, porque así se solucionan todos los problemas. No me vengas con «cuando», jovencita.
—¿Qué problemas? No hay ningún problema. Queremos irnos a Europa unas semanas. Pasearemos por allí, visitaremos iglesias bonitas, probaremos comida deliciosa, iremos a la playa, experimentaremos cosas que nunca antes hemos experimentado…
—Eso es lo que me da miedo.
—Y después volveremos a casa —continuó Chloe—, y Blake escribirá una historia preciosa que ganará el primer premio.
—Ese chico tiene muchas habilidades. ¿Crees que escribir es una de ellas?
—Él cree que sí y eso es lo que importa. —Chloe se mostraba desafiante, pero no tenía respuestas. Para sus amigos, normalmente ella era la persona que su madre estaba siendo en aquel momento. La abogada del diablo, la aguafiestas. Había mil razones por las que lo que Blake y Mason querían hacer era una idea terrible. Oh, Dios. ¿Chloe ya se había convertido en su madre a los diecisiete? Ahora sí que quería llevarse la mano a los ojos.
—Y, por cierto —dijo Lang—, Europa es un lugar muy grande. No es Rhode Island. Ni el parque nacional Acadia. ¿Qué parte de Europa pensabais visitar? Has dicho iglesias y playa. Eso podría ser cualquier lugar.
—Barcelona.
Su madre soltó un gemido.
—Barcelona. ¿En serio? ¿Eso es lo que piensas? De todos los lugares, ¿ahí es donde quieres ir?
—Nunca hemos estado en España. Y está junto al agua.
—Maine también lo está. Y tampoco has ido nunca a Bélgica.
—¿Quién quiere ir a Bélgica? ¿Qué tipo de relato puede escribir alguien sobre Bélgica? O sobre Maine.
Lang negó con la cabeza.
—Hay muchas cosas que no sabes.
—Por eso quiero ir a Europa. Para poder averiguarlas.
—¿Y vas a aprender de la vida tirada en una playa asquerosa? Vale, contéstame a una cosa —dijo Lang—. ¿Dónde pensáis dormir?
—¿Qué quieres decir?
—¿No me explico con claridad? Piensas irte con tu novio, con tu mejor amiga y con su novio. ¿Dónde vais a dormir los cuatro en Barcelona?
Chloe trató de no tartamudear.
—No lo hemos pensado.
—No lo habéis pensado. —No era una pregunta.
—Probablemente en un albergue o algo así.
—Así que en una residencia con cincuenta desconocidos que utilizan el mismo cuarto de baño, si es que lo hay.
—Eso nos da igual. Somos jóvenes, mamá. No somos como tú. No nos preocupan las comodidades. Dónde durmamos, lo que comamos, lo que llevemos, nos da igual. No es el Four Seasons, ¿y qué? Estaremos en Europa. Nos compraremos un billete de Eurail para estudiantes por unos cientos de dólares, dormiremos en los trenes si es necesario para ahorrar dinero.
—¿Por qué ibais a tener que hacer eso? —Los ojos rasgados de Lang se entornaron más aún—. Acabas de decir que ibais a ir a Barcelona. ¿Por qué ibais a tener que dormir en un tren?
—En caso de que quisiéramos ver Madrid. O quizá París. —Eso había sido idea de Hannah. Hannah, la aspirante a Toulouse-Lautrec.
—París.
—Sí, París. ¿Francia no está al lado de España?
Su madre puso una mano sobre la otra.
—Chloe, te diré una cosa. Vete y piensa detenidamente en todas las preguntas que te haré la próxima vez que te sientes y digas: «Mamá, quiero irme a Barcelona». Todo lo que yo vaya a preguntarte pregúntatelo a ti misma, encuentra la respuesta y vuelve preparada.
—¿Como por ejemplo?
—No. No es así como funciona. Encuentra la solución a los problemas. Ah, y, por cierto, uno de esos problemas es decírselo a tu padre. A ver cómo superas eso.
Chloe se desmoralizó.
—Pensé que podrías decírselo tú.
—Seguro.
—No seas sarcástica, mamá.
—No soy sarcástica. Soy malvada. Sabes bien que pienso decírselo en cuanto entre por la puerta.
—Tal vez él se muestre más razonable que tú —dijo Chloe—. Tal vez papá se acuerde de lo que es ser joven. Ah, espera, se me olvidaba, tú no te acuerdas porque naciste siendo vieja. Naciste sabiendo que algún día tendrías una hija cuyos sueños te pasarías la vida destrozando.
—¿Estoy destrozando tu sueño de irte a Barcelona? —preguntó Lang—. ¿El sueño que no sabía que tenías hasta hace cinco minutos? —Levantó una mano antes de que Chloe pudiera protestar, defenderse, explicarse o justificarse—. ¿Dónde vas a dormir, Chloe? ¿Por qué no encuentras primero una respuesta que darle a tu padre sobre esa cuestión? Porque será lo primero que te pregunte. Después preocúpate por todo lo demás.
Sus padres no gritaban, no castigaban. Simplemente eran conscientes de todo lo que Chloe decía o hacía. ¿Le daban un nuevo premio en la feria del libro del instituto? Se enteraban. ¿Estaba a punto de suspender un examen de biología? Se enteraban. ¿Usaba lápiz de ojos negro? Claro que se enteraban. ¿Mason y ella bailaban demasiado pegados un viernes por la noche en el bar? ¿Cómo se enteraban de eso? No tenían otra vida más allá de la que vivían a través de ella. Y lo único que se esperaba de ella, además de no suspender las asignaturas, era no decepcionar a millones de madres chinas yéndose a una playa de Barcelona a acostarse con su novio.
—En Barcelona también se aprende, mamá —murmuró Chloe. Realmente no quería enfrentarse a las preguntas de su padre. ¿Qué le iba a decir? «¿Tendremos dos habitaciones, una para las chicas y otra para los chicos?». ¿Qué padre ingenuo se tragaría eso?
—Sí, se aprende de chicos —respondió Lang—. ¿Qué vas a decirnos? ¿Que tendréis dos habitaciones, una para las chicas y otra para los chicos?
Ahí estaba otra vez. Ni siquiera tuvo que decirlo.
—Tu plan —continuó su madre— es recorrer Europa durante un mes con tu novio gastándote los ahorros de la universidad. ¿De verdad es eso lo que nos estás proponiendo a tu padre y a mí?
«Papá no está aquí», quería decir Chloe. No sabía a quién le tenía más miedo. A su padre no le caía muy bien Mason, ese chico tan amable. Ella no sabía por qué. Todo el mundo lo adoraba.