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¿Es posible hablar de insurrecciones 2.0?, ¿de nuevas formas de acuerpamiento social?, ¿de nuevas formas de protesta y organización colectiva? ¿Qué desafíos plantea la ola de insurrecciones que han irrumpido en la escena del siglo XXI? Este libro busca repensar las preguntas que nos hacemos en torno a las culturas políticas de los jóvenes y su acción colectiva. También reflexiona sobre la idea de sujeto y sus formas de expresión. Un sujeto que busca deslindarse de los determinismos, que sale a campo abierto, en plena tempestad sin certezas. Un sujeto que se arriesga no para decretar, sino para comprender, para asir lo inasible "garantizando su estatuto de inasible", como quería Levinas. La autora habla acerca, de, sobre y especialmente con quienes han construido una inmensa red de conversaciones colectivas, de acciones, de estéticas y de lenguajes. Estos movimientos sociales surgidos en la red y trasladados a la calle, han logrado interrumpir el monólogo de los poderes propietarios.
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Paisajes insurrectos
© Rossana Reguillo, 2017
© Imagen de cubierta: Rossana Reguillo
Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
Primera edición: octubre de 2017
© Nuevos Emprendimientos Editoriales, S. L., 2017
Preimpresión: Moelmo, S.C.P.
eISBN: 978-84-16737-24-6
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Ned Ediciones
www.nedediciones.com
Para Eva, mi madre.
Para Daniela, mi hija.
Para Aliah, mi nieta.
Tres mujeres que me han ayudado a entender quién soy.
Todo simbolismo se edifica sobre la ruinas de los edificios simbólicos precedentes, y utiliza sus materiales, incluso si no es más que para rellenar los fundamentos de los nuevos templos, como lo hicieron los atenienses después de las guerras médicas. Por sus conexiones naturales e históricas virtualmente ilimitadas, el significante supera siempre la vinculación rígida a un significado preciso y puede conducir a unos vínculos totalmente inesperados.
Cornelius Castoriadis (1983: 209)
Índice
#PressEnter: repensar las preguntas
Itinerarios
Agradecimientos
Paisaje I. Crisis y declive del proyecto civilizatorio
Devenir precario
Ayotzinapa o el fin de la política
Endriagos y Perseus en el otoño civilizatorio
La carencia y el exceso
Perseo: la ligereza y los monstruos
Paisaje II. Políticas del lugar, la reinvención del locus. #Occupyeverywhere #allday #allweek
De las pasiones tristes a la insurrección de la esperanza
Políticas del deseo
Topografías insurrectas
Zuccotti: la micrópolis, inventar la ciudad
El espacio intermedio
Las plazas ocupadas operan como un espacio intermedio
Em-plazamiento, des-plazamiento, desem-plazamiento
¿Ocupar una plaza puede cambiar el mundo?
Romper el hechizo: la fiesta de la luz
Paisaje III. Superficies de inscripción digital. Decodificar las expresiones del malestar contemporáneo
Expresiones contemporáneas del malestar colectivo
Primera entrada: espacio público expandido
Segunda entrada: trabajo de la imaginación, acción conectiva y heterogeneidad
Participar, tomar parte, ser parte, interrumpir
El epicentro del estallido
Repertorios de la acción conectiva
Streaming, imágenes en tiempo real
Memética, el mapa infinito de la imaginación
El micrófono humano: el habla que escucha
Hashtag, movilizar y acuerpar
Producción de presencia y narrativas de contestación
Desanclaje y articulación de antagonismos en clave tecnopolítica
Itinerarios
Paisaje IV. De las pasiones políticas y los afectos enREDados
Afectos y sistemas de paso
Zonas de intensificación afectiva
Cadenas de emoción
#Embrague(s)
De emociones, resistencias y mashups
Imaginarios de nación
Hablar el mundo: redes insurrectas
Imaginario radical
#Reset: interrumpir la pregunta. A modo de conclusión sin conclusión
Líneas de petición de interrupción
Conversaciones
Referencias y compañeras/os de ruta
#PressEnter: repensar las preguntas
¿Es posible hablar de insurrecciones 2.0?, ¿de nuevas formas de acuerpamiento social?, ¿de nuevas formas de protesta y organización colectiva? ¿Qué desafíos plantea la ola de insurrecciones que han irrumpido en la escena del siglo xxi? ¿Es posible hablar de jóvenes y nuevas formas de subjetivación política?
Quien se hace la pregunta, decía Maturana, ha de trabajar por responderla; ésta es una buena manera de enfrentar el trabajo de investigación y producción de conocimiento. Sin embargo, no es suficiente con buscar las respuestas que nos hemos formulado; hay que ir más allá, en el intento por generar nuevas preguntas que puedan dialogar con las profundas transformaciones sociales que sacuden el paisaje contemporáneo.
De ahí, este pequeño libro, que busca repensar las preguntas que nos hacemos en torno a las culturas políticas de los jóvenes, en torno a la acción colectiva, a la idea de sujeto y sus hablas, que busca deslindarse de los determinismos o las obsesiones adultocéntricas, que sale a campo abierto, en plena tempestad, arriesgando, sin certezas; no para decretar, sino para comprender; no para formular un relato acabado de la realidad, sino para asir lo inasible «garantizando su estatuto de inasible», como quería Lévinas.
Lo que llamo «paisajes insurrectos» es el espacio-tiempo del llamamiento a una revuelta de la imaginación en el que es posible pensar y sentir de otro modo, con otras y con otros, a través de la acción colectiva y conectiva. Un espacio-tiempo de revueltas de la imaginación que ha logrado cambiar la demanda por la entrega de un mensaje tan poderoso como generoso: «Nuestros sueños no caben en sus urnas». Un mensaje que dice sin decirlo que la democracia electoral ha dejado de ser el continente de los cambios posibles y necesarios de un sistema que no quiere ceder un milímetro en su carrera desbocada hacia el agotamiento del planeta entero.
Movimientos en red, insurgencias de nuevo cuño, novísimos movimientos sociales, expresiones del malestar contemporáneo, son y serán formulaciones inacabadas, titubeantes, imperfectas para nombrar y hacerse cargo de lo que más profundamente se mueve bajo las capas visibles de #OccupyWallStreet, #YoSoy132, #15M, #NuitDebout, #PasseLivre y otras expresiones que de norte a sur, de sur a norte, han reclamado ya su lugar en la historia.
Este libro parte, pues, de una incomodidad interpretativa: no le interesa la definición que busca captar la esencia, la forma y los límites de las expresiones políticas y culturales a través de las cuales los jóvenes —principalmente— han dicho «¡basta ya!» a este sistema predador y avaro; por ello, éste es un libro que habla acerca de y especialmente con quienes han construido una inmensa red de conversaciones colectivas, de acciones, de estéticas y lenguajes que, de la red a la calle, han logrado interrumpir el monólogo de los poderes propietarios. Dice Rancière:
Hay interrupciones: momentos en que se detiene una de las máquinas que hacen funcionar el tiempo —puede ser la del trabajo, o la de la Escuela. Hay asimismo momentos donde las masas en la calle oponen su propio orden del día a la agenda de los aparatos gubernamentales. Estos «momentos» no son solamente instantes efímeros de interrupción de un flujo temporal que luego vuelve a normalizarse. Son también mutaciones efectivas del paisaje de lo visible, de lo decible y de lo pensable, transformaciones del mundo de los posibles (2010: 9).
Yo no lo podría decir mejor. Los movimientos en red, que de Tahrir a Zuccotti Park, de Barcelona a México, se convierten en contramáquinas de producción de afectos y pensamientos, son como irrupciones en el espacio de disputas planetarias por la construcción de nuevos sentidos sociales sobre la vida o sobre el mundo. Estos movimientos, que van de lo digital a lo analógico, de lo festivo al análisis reflexivo, están conformados, constituidos por jóvenes que se mueven con comodidad entre la escala micro de la ocupación local y la apropiación de la web, con un cosmopolitismo que grandes corporaciones envidiarían.
Su fuerza (y vulnerabilidad) es su (aparente) ausencia de estructura, su intermitencia y los múltiples nodos en que anclan su utopía.
Son movimientos porque los une un objetivo y buscan ser reconocidos y escuchados; son movilizaciones porque se constituyen a través de las prácticas y buscan movilizar a otras personas; son revueltas porque expresan un conflicto, y son insurrecciones porque se sublevan contra algún poder instituido. Pero son, ante todo, configuraciones políticas en red. Suponen la apropiación y el uso político de internet y la creación de redes de acción coordinada on/off line. Emergen como expresiones, procesos y prácticas que dan forma y visibilidad a múltiples y diversos malestares y agravios que se derivan del modelo tardocapitalista de desarrollo. Y se caracterizan por la conexión, el enlazamiento y la articulación de subjetividades diversas que no habían encontrado —en el espectro de la política moderna— instancias de reconocimiento y participación.
Hay una dimensión que me ha resultado fundamental en estos intentos por producir (y devolver) un mínimo de inteligibilidad sobre todo lo que han significado estas revueltas de la imaginación en conflicto con la pretendida homogeneidad inapelable del relato neoliberal: su espíritu hacker. Porque, como señala de manera inmejorable Arnau Monterde, no es posible comprender las transformaciones sociocomunicativas de la sociedad actual sin entender las reapropiaciones y reformulaciones de los productos mediáticos y —también añadiría yo— las reapropiaciones en clave interrupción de los sentidos sociales de la vida. Dice Monterde:
La propia noción de «hackeo» que alude a la capacidad individual o colectiva de modificación del uso de algún producto comunicativo, trozo de código, o plataforma hacia otro para el cual no había sido diseñado [...]. Las sociedades, y más en la era de la comunicación, tienen esta capacidad de modificar, reapropiarse y resignificar mensajes, medios y herramientas reinventando permanente sus usos, como han hecho los hackers desde los orígenes de Internet (2015: 40).
Aunque Monterde está hablando principalmente de la comunicación y de los medios de comunicación, me parece que su formulación ayuda a profundizar en el sentido de lo hacker como una disposición-capacidad para intervenir piezas del sistema a fin de traer o producir otro significado. Si bien lo hacker se vincula a internet, es posible ampliar su significación hacia las prácticas de resistencia que las culturas subalternizadas han generado a través de siglos de explotación y extracción por parte de las culturas metropolitanas.
Contrabandear códigos y lenguajes e incluso infectar con una pequeña alteración los sistemas maestros, que en una analogía entiendo como el proyecto neoliberal en sus múltiples rostros y ropajes. Los jóvenes de Yo Soy 132 proyectando un video sobre los muros de Televisa, con el mensaje «ahora nosotros damos las noticias»; los zapatistas declarando la guerra en 1994, con rifles de madera y un pasamontañas que, al ocultar la cara, mostraba la identidad; grupos de indígenas brasileños enfrentándose con arcos y flechas a la policía brasileña durante la Copa Mundial en 2014, protestando por la reducción de sus territorios y sumándose a la intensa movilización anticopa que se viralizó en redes con el hashtag #NaoVaiterCopa, y la escultura El Toro de Wall Street, intervenida de variadas y creativas formas por Occupy Wall Street, son apenas unos pocos ejemplos de los códigos dominantes interceptados por «pequeñas» acciones que alteran profundamente la narrativa pretendidamente invencible de los poderes.
En junio de 2015 se estrenó la serie de televisión Mr. Robot, con una estética ciberpunk, un subgénero de la ciencia ficción que se ocupa de narrativas distópicas en las que la tensión principal se da entre un enorme avance tecnológico y el detrimento de la vida de ciertos grupos de la población. Mr. Robot es ya una serie de culto en la escena hacker global, que trata —dicho de manera muy simple y quizás reductora— de la lucha de un misterioso grupo de hackers y activistas para desestabilizar el poder de las grandes multinacionales que gestionan el mundo entero. Elliot, un técnico de seguridad y hacker, que padece depresión, es reclutado por el aún más misterioso líder de Fsociety, Mr. Robot.
Me detengo en uno de los diálogos iniciales entre Elliot y el propio Mr. Robot:
—No eres real.
—¿Y qué? ¿Tú lo eres? ¿Acaso esto es real? Quiero decir, mira. ¡Mira! ¡Un mundo hecho de fantasía! Emociones sintéticas en forma de pastillas. Una guerra psicológica en forma de publicidad. Químicos que alteran la mente en forma de comida. Seminarios de lavado de cerebro en forma de medios de comunicación. Burbujas aisladas controladas en forma de redes sociales. ¿Real? ¿Quieres hablar de realidad? No hemos vivido nada ni remotamente parecido desde principios de siglo... Vivimos en casas demarcadas con el sello de corporaciones construidas con números bipolares saltando y saltando en pantallas digitales, hipnotizándonos en el mayor letargo que la raza humana haya visto jamás.
La complejidad de la trama de la serie, que navega entre la personalidad atormentada de Elliot y la acción contenciosa y hacker contra una corporación, que llevan a cabo Fsociety y el propio Elliot, orienta justamente uno de los dilemas fundamentales de estos paisajes insurrectos: no es posible hackear el sistema sin hackear tu propia mente, tu propia vida. Ése es el conflicto central que atraviesa la narrativa de Mr. Robot.
Lo que quiero decir es que en vez de preguntarnos por el éxito o el fracaso de estos movimientos en red, de estas nuevas expresiones del malestar colectivo, en clave electoral, por ejemplo, o en clave repliegue de la precarización, las preguntas deberían desplazarse a las complicidades de los cuerpos enredados en la calle y las redes, a la configuración de nuevos climas afectivos, en los que lo común y lo posible se tejen de una manera poco escandalosa en las dimensiones de lo cotidiano, del trabajo de la imaginación que busca que el mundo «vuelva a ser de nosotros», como dice Mr. Robot.
Pero es también importante la pregunta por los aprendizajes, la búsqueda de pequeños atisbos que ayuden no sólo a comprender sino a reelaborar nuestras teorías; así, este libro apuesta por las teorías meso, esas de alcance intermedio que no buscan la explicación del «todo», sino contribuir a generar pequeñas piezas epistemológicas que tiendan lazos, caminos, puentes, para navegar estos océanos en los que estallan contra la dominación capitalista.
Armado a partir de datos, metodologías múltiples y diversas, éste es un libro sobre jóvenes en revuelta y una socioantropología del espacio-red. El trayecto no ha sido sencillo, ni lineal: he avanzado, retrocedido; he estado ahí a la manera Geertz, pero también he analizado miles y miles de metadatos; he conversado, he dudado incluso de lo que veía o de lo que escuchaba, por lo que acudí a los propios protagonistas en busca de una luz, de una pista, de una ratificación sobre mis interpretaciones. No siempre obtuve ratificaciones o aprobaciones; fue difícil, tuve que corregir, borrar, tachar, rearmar y, sobre todo, busqué en todo momento no optar por el camino fácil de lo ya conocido, sino aprender de ellas y de ellos, de otros saberes y destrezas, para romper la inercia de la definición.
«Que nadie entre aquí si no está en revuelta», decía un improvisado dintel en la plaza de la República durante la insurrección que conocemos como Nuit Debout en la Francia de 2016. El mensaje es claro: aproximarse a los territorios de la insurrección exige haberse dejado hackear previamente; exige haber hecho del sufrimiento propio, de las preguntas propias, un vestíbulo para abrazar la disidencia. ¡Si no ardemos juntos, quién iluminará esta oscuridad!, decía una enorme manta en la UNAM (Universidad Autónoma de México), cuando la insurrección por el México deseado y posible, con el nombre de Yo Soy 132, interrumpió el guion de unas elecciones amañadas y anunciadas. Ese llamamiento a «arder juntos» no era posible sin un previo contacto con ese sufrimiento social que han padecido los jóvenes mexicanos. De lo individual a lo colectivo, de la experiencia personal a la construcción de un colectivo, multitud, red de disensos y de acuerdos que han venido a interrumpir este sistema.
Por ello, quizás, quiero empezar este libro justamente como termina y afirmar que los movimientos-red son configuracionales y no afiliativos: uno no se afilia a Occupy Wall Street, Yo Soy 132 o 15M, sino que se configura en un espacio de intercambios, reconocimientos y reenvíos con otras y con otros, en el devenir de lo insurrecto frente al paisaje de la crisis civilizatoria.
Es importante decir que en estos últimos meses se abre paso una nueva fase que este libro no aborda, no tanto por su reciente irrupción en el espacio del mapa de lo posible, como porque aún mantengo una posición de atenta expectación: la fase municipalista y reelectoral por la que han optado algunas de estas insurrecciones, disputar no sólo sentidos, sino poder formal. Esto, sin duda, ha abierto una nueva fase y una nueva etapa en las revueltas de la imaginación.
Itinerarios
El libro está formado por cuatro paisajes fundamentales, cuya organización ha sido complicada.
En el primer paisaje o capítulo me aproximo a lo que llamo «crisis del proyecto civilizatorio» con el convencimiento de que no es posible entender las resistencias y las insurrecciones sin atender-entender la profundidad del colapso que las estructuras de dominio han producido. Voy de #BlackLivesMatter a #TodosSomosAyotzinapa y me centro en la ideología extractivista del modelo neoliberal con el objetivo de construir el horizonte en el que emerge Perseo, ese héroe que no lo quiere ser, pero que ha optado por enfrentar a los monstruos y ha resistido la embestida de un sistema que le da pocas alternativas.
Entender el locus, el territorio en el que nos convertimos actores y protagonistas de la historia, es el tema del segundo paisaje. Su título viene de la consigna que escuché y canté repetidamente durante mis meses de etnografía situada en Occupy Wall Street, en Nueva York, durante el otoño de 2011. #Occupyeverywhere-allday-allweek, entonaban a diferentes ritmos los ocupacionistas. Mi vena antropológica me indicaba que en las políticas de lugar, en las formas de construir un espacio, se configuraba y se anunciaba una nueva estrategia, la de reinventar la ciudad-el mundo, a la medida de esos deseos que Perseo, en su devenir insurrecto, era capaz de dibujar en el espacio de una plaza, de una calle, de un símbolo, de un tiempo, en diálogo permanente con las redes digitales.
No hay modo de calibrar las transformaciones en la escena política contemporánea sin atender lo que hoy significa el espacio-red, la tecnología y sus rostros diversos y contradictorios. Así, en el paisaje tres navego aguas adentro en las implicaciones tecnológicas, tecnoafectivas, tecnopoéticas y tecnopolíticas de las formas de habitar y construir las protestas. Es el capítulo que intenta producir esa teoría de alcance meso a la que ya aludí. Lo he titulado «Superficies de inscripción digital».
Finalmente, en el paisaje cuatro vuelvo —de otras maneras— a un tema que me ha ocupado durante muchos años: los afectos y las afecciones. La relación entre lo subjetivo y la tecnología; la noción de multitud conectada y ya afectada por el devenir insurrecto. Paisaje de las emociones que construyen de lo analógico lo digital, un espacio expandido en el que ya somos libres porque nos hemos acercado para desear y traer un mundo en el que caben todos los mundos.
No afiliarse, configurar con otras y con otros en estos sistemas de paso que marcan la pauta y la posibilidad de creer que sí, que otro mundo es posible.
Agradecimientos
Ningún libro, trayectoria o discurso es individual. Este pequeño libro está lleno de enormes deudas; repasarlas no es fácil: son muchas.
Debo un agradecimiento enorme y agradecido a los jóvenes insurrectos que en diferentes geografías han hablado conmigo y me han enseñado, a veces con paciencia y otras veces con la prisa nerviosa de los que han cruzado lagos y montañas. Esas y esos jóvenes con los que hablo cada día. Un gracias enorme y sin palabras para El Onda, que ha sido mi guía y mi interlocutor en esos mundos analógicos de la violencia y que me enseñó que lo que hacemos on line es «la pinche vida real».
A mis nuevas y nuevos brillantes maestros en el tránsito hacia un entendimiento menos normativo y asustadizo del mundo de la tecnopolítica: Javier Toret, cómplice de noches tormentosas en las que nos ha desvelado el devenir rebelde; a Pablo Benson, que ha sido una presencia fundamental en estos años; a César Alan Ruiz Galicia, que se ha ido convirtiendo en una conversación necesaria cuando las certezas flaquean; a Luis Guillermo Natera que, siendo mi estudiante, se convirtió en mi maestro en el intrincado mundo del big data y tuvo la paciencia de enseñarme a perder el miedo al algoritmo.
Debo decir que estas páginas no serían posibles sin el apoyo de los becarios de investigación que me han acompañado durante todo este trayecto. No tengo palabras para agradecer a Fernando Gutiérrez Champion, por su capacidad de estar y ocuparse de mis fallos, sin dejarme nunca sola; a Eduardo Rodríguez Mendoza, que se dejó la piel en varias partes del proceso; a Lorena García, que estuvo en las fases iniciales del proyecto. Por ello debo dar un gracias enorme a mi Universidad, el ITESO, que me acompaña en la travesía en busca de un mejor mañana.
Llegamos aquí en compañía de Carles Feixa, que dirige esta colección que ha ganado derecho, la de jóvenes en el mundo contemporáneo, y Alfredo Landman, editor inquieto y escucha cómplice de estos mundos que se dibujan en los perfiles de lo por venir.
Paisaje I
Crisis y declive del proyecto civilizatorio
A los que sienten que el final de una civilización no es el fin del mundo.
A los que acechan el momento preciso.
A los que resisten con firmeza.
A nuestros amigos
Comité Invisible
La noción de crisis se ha convertido en una especie de mantra al que se apela para explicar, sin explicar, los problemas que afectan a una sociedad, a un grupo, a una persona. Crisis es ya un sustantivo cotidiano que alude a casi cualquier obstáculo o a la percepción de un obstáculo que interrumpe el flujo «normal» de los acontecimientos. Sin embargo, lo que aquí me interesa desarrollar desborda esta perspectiva restringida de la noción de crisis, en tanto que analizar la sociedad contemporánea «sin anteojeras», como diría Martín-Barbero (2009), implica hacer por lo menos dos desplazamientos: el que pone entre corchetes, es decir, en duda, la idea de una normalidad como una situación «natural», espontánea, sin historia, y, de otro lado, el que supone mirar más allá del acontecimiento, ahí donde de manera imperceptible se viven y se desarrollan las crisis.
Puede resultar una obviedad, pero vale la pena insistir: la normalidad es una construcción histórica, producida y compartida por una sociedad; por ejemplo, se asumen como normales las condiciones de pobreza, exclusión y violencia que experimentan cotidianamente millones de jóvenes en el mundo, hasta que un acontecimiento rompe, vuelve visible esta aparente normalidad. Por ejemplo, la autoinmolación del joven tunecino Mohamed Bouazizi, el 4 de enero de 2011, que desató las revueltas y las movilizaciones conocidas como la Primavera Árabe, que tuvieron, entre otras consecuencias, la huida del dictador Zine El Abidine Ben Ali; o el asesinato a manos de la policía de los jóvenes Trayvon Martin y Michael Brown, que generaron importantes movilizaciones en distintas ciudades norteamericanas, especialmente en Ferguson y más recientemente en Baltimore, cobijadas por el hashtag #BlackLivesMatter; o podemos pensar en el caso de la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa y el asesinato brutal de otros seis, hechos que dieron lugar a una importante y masiva movilización en todo México.
Es clave aquí recuperar la noción de «acontecimiento» elaborada por Badiou: «Es una ruptura en el orden ordinario de las cosas» (2007: 6), o «suplemento azaroso, algo que frente a una figura instituida del ser, y que yo llamo situación,llega de más» (1998: 4). ¿En qué sentido Bouazizi, Black Lives Matter o Ayotzinapa son ese suplemento azaroso, esa situación que llega de más? Las respuestas no son sencillas y ponen en aprietos a la idea de normalidad como continuidad, puesto que lo que irrumpe no es en sí un acontecimiento que rompa un orden cotidiano, sino justamente su exacerbación, la intolerable repetición de lo que hay.
Los tres casos que menciono aquí colocan en el centro del debate la insuficiencia de las categorías con que dotamos de sentido al mundo.
Bouazizi es la expresión radical del hartazgo y la desesperanza frente a un orden económico y político injusto. Recordemos que su autoinmolación se produce después de que la policía tunecina le confiscara un carro para la venta ambulante y de ser sometido con brutalidad. La informalidad y la precariedad son experiencias cotidianas para millones de jóvenes, expulsados hacia los márgenes sociales, que son condenados a realizar, en el mejor de los casos, lo que la sociología norteamericana llama 3D Jobs, para aludir a los empleos sucios (dirty), peligrosos (dangerous) y denigrantes (demeaning) que, sin otras opciones, realizan los jóvenes, muchos en situación migratoria no documentada.
A los 27 años, Mohamed Bouazizi no ha logrado salir de la precariedad, es el rostro cotidiano de miles de jóvenes que recorren las ciudades en busca de oportunidades en un paisaje de desolación y desesperanza. La imagen no es nueva, pero, sin duda, un joven prendiéndose fuego no es el «acontecimiento», sino el gesto límite en medio de la cotidianidad: la normalidad evidenciada en un gesto total. No es el azar, no es la extrañeza frente a lo cotidiano, es el único gesto posible. El «acontecimiento» colapsa frente a sí mismo, porque habla de lo que es, de lo que hay. No hay ruptura, es un estallamiento en las arterias que no soportan más tanta acumulación de normalidad, y no su contrario.
La Organización Mundial del Trabajo (OIT) presentó en su informe de 2013 que la tasa de empleo juvenil era del 12,6% para ese año y calculaba 73 millones de jóvenes desempleados a nivel mundial.
¿Cuántos jóvenes afroamericanos han sido ejecutados por la ciega violencia policiaca en Estados Unidos? La respuesta es sencilla: muchos. Trayvon Martin y Michael Brown no son la excepción; las crisis que provocan sus ejecuciones se derivan, al igual que en el caso anterior, de una «normalidad» que termina por volverse tan anormal que lo que estalla no es «el orden ordinario de las cosas»; la ejecución de jóvenes afroamericanos, centroamericanos, colombianos, mexicanos, hondureños, en la geopolítica del Estado securitario y represor, es lo ordinario, la «situación» en términos de Badiou, el «ser» instituido de la figura represiva y represora.
En Colombia, falsos positivos: «muerte ilegal de civiles por el Ejército colombiano que luego fueron presentados como muertos en combate de la guerrilla para inflar los números de bajas causadas al enemigo» (Semana, 2009);en Argentina, gatillo fácil:utilización abusiva por parte de las fuerzas de seguridad de armas de fuego, generalmente presentada por la policía como una acción accidental o de legítima defensa.
No encuentro en otras latitudes del continente expresiones afines para nombrar este horror normalizado, la ejecución de jóvenes a manos de los poderes propietarios, la policía, el ejército. Imitando el lenguaje de la seguridad nacional, en México se les llama «daños colaterales» y perdone usted.
De qué habla esta ausencia de nominación, esta incapacidad de simbolizar el acto de aniquilamiento de vidas que no importan: jóvenes.
Un hombre muere. Fue asesinado por la policía, directamente, indirectamente. Es un anónimo, un desempleado, un «dealer» de esto, de aquello, un estudiante [...]. Se dice que es un «joven», que tenía 16 o 30 años. Se dice que es un joven porque no es socialmente nada, y puesto que uno está a punto de volverse socialmente alguien al momento de volverse adulto, los jóvenes son justamente los que siguen sin ser nada (Comité Invisible, 2015: 33).
En textos anteriores he hablado de manera insistente de lo que llamo «el reparto inequitativo del riesgo», esa distribución desigual de las consecuencias terribles del modelo de «desarrollo» privilegiado por el tardocapitalismo. En este reparto, son los jóvenes en condición de precariedad los más vulnerables, los que «siguen sin ser nada». Precarización objetiva, aquella que alude a las condiciones materiales, jurídicas y socioculturales que operan como límites y fronteras —muchas veces infranqueables— en la construcción de las identidades y trayectorias juveniles. Despojados y condenados a convertirse en ejércitos de desempleados, migrantes, sicarios.
En su Reporte de Riesgos Globales 2016, el Foro Económico Mundial (WEF) plantea entre los riesgos de seguridad una distopía que ya empieza a hacerse realidad en diversos puntos de la región. De cara al 2030, plantean en términos de seguridad tres escenarios posibles, del que me interesa especialmente el primero: un futuro con ciudades amuralladas. Se prevé que en América Latina (y otras regiones) las ciudades tendrán que ser amuralladas debido al creciente descontento de las poblaciones frente a la desigualdad.
«En algunas regiones —enfatiza el reporte— grandes poblaciones de jóvenes encuentran la circunstancia de muy pocas posibilidades de conseguir un empleo estable y bien pagado. Carentes de raíces y desilusionados, frecuentemente traumados por crecer en el centro de guerras civiles y violencia, más jóvenes se vuelven antisistema y vulnerables a ser reclutados por grupos violentos y pandillas —advierte el organismo—. Los grupos criminales ostentan el poder en más territorios y los controlan como gobiernos, amenazando naciones y regiones con el colapso. En este escenario, en 2030 el mundo se parece a los tiempos medievales, cuando los ciudadanos de prósperas ciudades levantaban muros para protegerse del caos sin ley del exterior» (The Global Risk Report, 2016: 31).
Lo infame de este escenario distópico es que todos los datos, las correlaciones, los análisis están dados para que esto ocurra en realidad y, pese a ello, los estados, los gobiernos y el mercado no hacen nada o muy poco para transformar la situación y evitar el descarrilamiento de lo que aún queda atado por el «pacto social». Así, me parece que frente a estas vidas precarizadas, marcadas por la violencia sistémica, por la exclusión y la represión, puede ser iluminador acudir a lo que Foucault planteó en La vida de los hombres infames (1996). Foucault señala que «el punto más intenso de estas vidas [las de los hombres infames], aquel en que se concentra su energía, radica precisamente allí donde colisionan con el poder, luchan con él, intentan reutilizar sus fuerzas o escapar a sus trampas» (p. 84). Y sí, las biografías de Bouazizi, Julio César,1 los 43 estudiantes de Ayotzinapa o los jóvenes asesinados en las favelas cobran su dramática identidad en la colisión con los poderes. Antes de esta colisión, todo conspira para acallar sus vidas, sus vidas infames, precarizadas, redundantes en su dramática repetición. Dice Foucault:
Para que algo de esas vidas llegue hasta nosotros fue preciso por tanto que un haz de luz, durante al menos un instante, se posase sobre ellas, una luz que les venía de fuera: lo que las arrancó de la noche en la que habrían podido, y quizá debido, permanecer, fue su encuentro con el poder; sin este choque ninguna palabra sin duda habría permanecido para recordarnos su fugaz trayectoria. [...] Todas estas vidas que estaban destinadas a transcurrir al margen de cualquier discurso y a desaparecer sin que jamás fuesen mencionadas han dejado trazos —breves, incisivos y con frecuencia enigmáticos— gracias a su instantáneo trato con el poder (1996: 83).
Es sobrecogedora la nota de Foucault sobre esas vidas infames; ilumina sin claroscuros la tensión constitutiva de estas vidas precarias: su invisibilidad hasta que colisionan con el poder, sea para enfrentarlo, como en el caso de Bouazizi, o para huir de sus trampas, como en el caso de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Ése es el drama: vidas que transcurren sin discurso, sin nombre, sin rostro, sin identidad, hasta que el poder «las marca con un zarpazo», dirá Foucault.
Devenir precario
Quisiera volver sobre el reparto inequitativo del riesgo y para ello apelo a la noción de precarización subjetiva que he venido trabajando desde hace varios años.2 Me refiero con esto a las enormes dificultades que experimentan muchos jóvenes para construir su biografía, lo que se vincula a la acelerada desinstitucionalización y desafiliación, vale decir, a la corrosión en las dinámicas e instituciones que durante la modernidad han operado como espacios de acceso e inclusión sociales. «Inadecuación biográfica del yo», la ha llamado Bauman (2001); «solución biográfica a las contradicciones sistémicas», la ha llamado Beck (1998). Ambas formulaciones son coincidentes en que el neoliberalismo genera en los sujetos la autopercepción de que son responsables de manera individual y, a partir de sus propias decisiones, de su condición de vida, son ellos los que resultan inadecuados para el orden social, «redundantes».
El desmantelamiento de los sistemas de protección social al que asistimos desde principios de los años ochenta ha sido por tanto un intento de trasladar responsabilidad a cada uno, haciendo que todos carguen con los «riesgos» que de manera exclusiva los capitalistas hacen correr al conjunto del «cuerpo social» (Tiqqun, 2015).
Precariedad subjetiva, inadecuación del yo, insuficiencia biográfica, la narrativa precarizada de la propia vida, la sensación de ser culpable de algo inaprensible, fortalecen los dispositivos del sistema y sus máquinas de producción de vidas desechables, prescindibles, sacrificables, matables.
Las conocidas como «madres de mayo» de Brasil realizaron en São Paulo un homenaje a las «víctimas del Estado», especialmente a aquellas que murieron a manos de la policía —dijeron hoy algunas de las participantes—. Más de un centenar de integrantes del «Movimiento Independiente Madres de Mayo» se reunieron en la plaza Sé, en el centro de la capital paulista, para denunciar «el genocidio de la población negra, pobre y periférica».
Deborah Maria da Silva, fundadora del movimiento, dijo a Efe que «Brasil tiene que parar de ser una fábrica de cadáveres en la periferia», y recordó la fecha del 15 de mayo de 2006, cuando hubo una ola de violencia en São Paulo que terminó con más de una centena de asesinatos.
Según los datos del movimiento, en el primer trimestre de 2015, 185 personas murieron a manos de la policía durante enfrentamientos, lo que supone el mayor índice desde 2003 (TVEFE, 16 de mayo de 2015).
Bajo el hashtag #NossosMortosTêmVoz, el movimiento de las madres de mayo brasileñas vuelve evidentes las continuidades con #BlackLivesMatter y #Ayotzinapa. No estamos frente a problemas de carácter local, aunque el locus sea imprescindible para analizar y entender las configuraciones particulares de esta acumulación de normalidad. Cuáles son las preguntas pertinentes, cuáles las estrategias para aproximarse a eso que «llega de más», cada vez con mayor contundencia, con mayores evidencias de la crisis civilizatoria que atravesamos.
En la introducción al libro La hipótesis cibernética de Tiquun,3 Agamben proporciona una clave para volver inteligible un orden social que, pese a sus repetidas y cada vez más convulsas crisis, sigue sometiendo a los sujetos. Dice Agamben en el prólogo-presentación del libro a propósito de las contribuciones de Foucault:
En una clase del 5 de enero de 1983, Foucault resume su estrategia en dos puntos.
Primero: sustituir la historia de la dominación por el análisis de los procedimientos y técnicas de gubernamentalidad.
Segundo: sustituir la teoría del sujeto y la historia de la subjetividad por el análisis histórico de los procesos de subjetivación y de las prácticas de sí (2015: 23).
¿Es posible entender los casos de Bouazizi, Black Lives Matter o Nossos Mortos Têm Voz desde el análisis de los procedimientos y las técnicas de gubernamentalidad que propone Foucault? ¿Es pertinente interrogar los procesos de subjetivación que se generan en el neoliberalismo como condición para sostener su propia reproducción? Considero que el asesinato de varios estudiantes y la desaparición forzada de 43, todos ellos estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos, ubicada en Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, pueden ser entendidos justamente desde lo que Foucault llamó «procedimientos y técnicas de gubernamentalidad».
Ayotzinapa o el fin de la política