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Esa plebeya le estaba vedada… Cuando a Eve le ofrecieron ser la responsable de las caballerizas del reino de Chantaine, le pareció una oportunidad que no podía desperdiciar. Eran unos caballos impresionantes, como el entorno, aunque había un inconveniente: el príncipe Stefan, quien sería su apuesto, pero desquiciante jefe. Stefan estaba decidido a ser un gobernante de verdad, no como los playboys que lo habían precedido. Sin embargo, la increíble texana que acababa de contratar conseguía que pensara todo el rato en otra cosa. Nunca había conocido a una mujer que le pusiera tanto a prueba… o que fuera tan irresistible.
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Seitenzahl: 222
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Leanne Banks. Todos los derechos reservados.
PASIÓN EN PALACIO, Nº 1926 - febrero 2012
Título original: The Prince’s Texas Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-497-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
EVE Jackson estaba sentada en el patio del palacio y aspiraba el aroma de las flores y del mar mientras le daba vueltas en la cabeza a la oferta del representante oficial de la Casa Real de Devereaux. Todavía no estaba segura de que pudiera encajar como máxima responsable de las caballerizas reales. Era de Texas y nunca había salido de Estados Unidos antes de esa semana. La habían educado para decir «sí, señora» y «no, señor», pero la idea de hacer una reverencia le hacía reír cada vez que lo pensaba. Sin embargo, el empleo era demasiado tentador. En esos momentos era directora regional de una cadena hotelera y le aburría infinitamente. Adiestrar caballos era su pasión, pero cuando tuvo la oportunidad de ir a la universidad, eligió una carrera con más salidas. Sus padres eran tan pobres que pasó casi toda su juventud con su tía Hildie. Entrenar los caballos de esas cuadras sería su empleo soñado y le habían ofrecido una cantidad de dinero increíble por hacerlo. No obstante, se preguntaba si podría ser feliz tan lejos del campo de Texas. Además, le preocupaba otra cosa. Notó una leve corriente de aire y se le puso la carne de gallina. No estaba sola. Miró alrededor y vio al príncipe Stefan Devereaux. La luz de la luna no suavizaba sus facciones y estaba mirándola a unos metros de distancia. Intentó acordarse de cómo se saludaba protocolariamente al soberano de Chantaine. Se levantó porque supuso que no debería quedarse sentada. ¿Tenía que hablar ella antes?
—Hola, Alteza. ¿Qué tal?
—Bien, gracias, señorita Jackson. Espero que esté disfrutando con su visita a mi país.
—Es precioso, pero mucho más pequeño que Texas. Aunque eso no tiene nada de malo —se precipitó a añadir ella por si se sentía ofendido.
—Efectivamente, lo es, las dos cosas. Mi emisario me ha dicho que le ha presentado la oferta definitiva, pero que no le ha contestado. Las condiciones son generosas. ¿Por qué no ha aceptado?
Era directo y exigente, aunque Eve supuso que tenía derecho a serlo. Era la tercera oferta que le habían hecho y estaban pagándole el viaje y la estancia en Chantaine. Eve ya había estado otras dos veces con el príncipe Stefan Devereaux y las dos veces le había sorprendido. Tina, la hermana de él, le había transmitido la idea de que era un estirado arrogante. Lo era.
Por algún motivo, también había esperado que fuera ignorante y poco viril. No lo era.
—¿Le inquieta vivir lejos de su tierra? —preguntó él—. Me pareció que era más aventurera.
Ella levantó la barbilla por el ligero tono desafiante de él.
—Es un cambio considerable. Tengo que estar segura de que es el acertado.
—No tiene marido ni hijos. Es joven y no tiene ataduras. ¿Qué la retiene? ¿Acaso le preocupa otra cosa? —él la miró con detenimiento—. Si es así, dígamelo. Si no va a aceptar la oferta, dígamelo. Tengo que ocupar ese puesto. Mis caballos se merecen un cuidado permanente.
—Su país es precioso y quiero trabajar con sus caballos —Eve decidió soltarlo—. No estoy segura de lo relacionado con la realeza. No se me dan bien las reverencias y seguramente meta la pata al tratarlo a usted y a los demás.
—No tiene que hacer reverencias salvo en público. Uno de mis consejeros puede recordárselo si hace falta. Cuando estemos solos, puede llamarme Stefan. En público, me llamará «Alteza». Es muy sencillo —añadió quitándole importancia—. ¿Qué más?
—No sé bien cuál es la jerarquía. ¿Quién es mi jefe? ¿Su ayudante o usted?
—Yo —contestó él—. Puedo darle instrucciones a través de un ayudante, pero será responsable ante mí. Si tiene alguna duda, puede acudir directamente a mí si no estoy ocupado. ¿Algo más? —preguntó él sin disimular cierta impaciencia.
—Solo una —contestó ella mirándolo a los ojos y preparándose para una negativa—. Si me despide, quiero seis meses de sueldo como indemnización y un billete de vuelta a Estados Unidos.
—¿Por qué pide algo así? —preguntó él con asombro.
—¿Qué le pasó a quien ocupaba antes este puesto?
—Fue despedido porque no hacía bien su trabajo —contestó Stefan.
—¿Y al anterior? —insistió Eve.
—Fue despedido por negligencia —Stefan entrecerró los ojos—. ¿Quiere decir que soy un empleador complicado?
—Quiero decir que cuando los caballos excepcionales y los hombres o mujeres poderosos se acostumbran a salirse con la suya, pueden acabar siendo… temperamentales.
Stefan la miró a los ojos y arrugó los labios.
—No recuerdo que nunca me hayan comparado con un caballo excepcional, pero me lo tomaré como un halago. Acepto su condición si usted acepta la mía. Tiene que estar instalada en Chantaine dentro de dos semanas.
AL segundo día de instrucciones, Eve no salía de su asombro.
—Espere a que Su Alteza Real le hable primero. Espere a que Su Alteza Real le tienda la mano primero. Si está usando guantes cuando vaya a saludar a Su Alteza Real, tiene que quitárselos primero. Las mujeres no tienen que llevar sombrero antes de las seis y media de la tarde —el anciano consejero siguió en tono cansino—. Levántese cuando alguien de la familia real entre en la habitación. Nunca le dé la espalda a alguien de la familia real…
—Jonathan, dale un respiro a la pobre chica —comentó una joven desde detrás de Eve.
Eve giró la cabeza y vio a la princesa Bridget, a quien ya había conocido en su visita anterior a Chantaine. Recordaba el desasosiego que sintió cuando conoció a la princesa Bridget, una joven casi de su edad. Eve se levantó inmediatamente y fue a hacer una torpe reverencia. La princesa lo desdeñó con una mano y ladeó la cabeza en la que lucía una melena castaña y ondulada.
—No lo hagas, por favor. ¿Me acompañarías a almorzar? Necesito un descanso de tanta realeza. Podemos comentar algunos programas de televisión americanos.
—Alteza —dijo Eve para intentar seguir las reglas que acababan de dictarle.
—Basta, basta —Bridget tomó a Eve de la mano y se alejó con ella—. Si se te ocurre llamarme «señora», gritaré. Por favor, llámame Bridget. Cuento con que te olvides de todo lo que has aprendido hoy para que podamos ser amigas. Gracias a Dios, tenemos a una americana entre nosotros. Eres exactamente lo que necesitamos.
Eve sintió una mezcla de alivio por librarse de la interminable sesión de instrucción y de inquietud por lo que la princesa Bridget tenía pensado para ella.
—La verdad es que no veo mucho la televisión.
—Bueno, estoy segura de que se nos ocurrirá algo. Desde que Tina se quedó embarazada y se marchó de Chantaine, yo tengo que estar en casi todos los actos públicos —Bridget se detuvo y la miró a los ojos—. Tina nació y se crió para hacer ese trabajo. A mí, me desquicia.
—En concreto, ¿qué te desquicia de tu trabajo? —preguntó Eve.
—No lo había pensado —Bridget parpadeó y frunció el ceño—. Estaba muy enojada por haber tenido que venir a hacer todo esto cuando estaba pasándomelo muy bien en Italia.
—Yo no soportaba mi trabajo anterior —Eve asintió con la cabeza—, pero lo pagaban muy bien. Después de trabajar en aquello, me di cuenta de que poder hacer todos los días algo que me apasiona es un privilegio, si no un lujo.
—Qué profundo. Yo que esperaba que fueses una rebelde…
—Soy una rebelde —confirmó Eve entre risas—. Solo intento ver la parte positiva.
—Mmm… Es posible que pueda aprender de ti. Creo que deberíamos almorzar con champán para celebrar tu llegada. Si Stefan se entera, se quedará lívido. Me encanta hacer que se quede lívido.
—Yo me ahorraré el champán. No quiero empezar mi segundo día de trabajo haciendo que mi jefe se quede lívido.
—Tienes cierta razón —Bridget suspiró—. No estaría bien que te despidieran por mi culpa nada más empezar. ¿Vino blanco?
—Y agua, por favor.
Eve decidió que le convenía mantenerse sobria con los Devereaux. Bridget la llevó a una pequeña mesa en una terraza acristalada que daba a los jardines. Unos jardines llenos de flores que estaban rodeados por zonas de vegetación exuberante y árboles y que acababan en acantilados rocosos y playas de arena. El mar era de un azul cristalino.
—Es una vista preciosa —afirmó Eve sacudiendo la cabeza—. Impresionante.
—Lo es —confirmó Bridget mirando por el ventanal—, pero también puede ser un poco agobiante estar rodeada de tanta agua. No es fácil salir —una sirviente se acercó con una jarra de agua y llenó las dos copas—. Gracias, Claire. ¿Te importaría traernos también una botella de chardonnay? ¿Te parece bien pollo asado con limón y ensalada? —le preguntó a Eve.
—Perfecto, gracias.
—¿Qué te gusta aparte de los caballos, claro? —le preguntó Bridget mirándola a los ojos—. ¿Te gusta ir de compras? ¿Te gusta la música o el arte?
—La música y el arte, sí. No soy muy aficionada a ir de compras. Con mi nuevo puesto aquí, me imagino que estaré bastante ocupada al principio y tendré que oír mi iPod. ¿Y tú? ¿Hay épocas del año más ajetreadas que otras?
—Estoy siempre ocupada desde que Tina se marchó, pero estoy consiguiendo que mi hermana y mi hermano participen más en los actos públicos. No paro de darle la lata a Stefan para que me conceda unas vacaciones, pero creo que le da miedo que, si me deja salir de la isla, no vuelva.
—Discúlpame por mi ignorancia, pero ¿hay museos en Chantaine? —preguntó Eve.
—Dos —contestó Bridget sin disimular su disgusto—. He intentado que Stefan haga más, pero dice que el Parlamento y el pueblo los rechazarían cuando hay tantos ciudadanos que pasan apuros.
Eve asintió pensativamente con la cabeza, como hacía muchas veces cuando alguien le planteaba un problema.
—Podría ser ventajoso para todos si pudieseis hacer un museo infantil —comentó Eve dando un sorbo de agua.
—Es una idea muy buena —Bridget la miró fijamente un instante—. Si todo lo haces igual de bien, no me extraña que Stefan quisiera tanto contratarte. Sin embargo, tienes razón en lo de empezar con mucho trabajo —comentó ella con cierta compasión—. Acabo de acordarme de que dentro de tres semanas hay un desfile y distintos consejeros y dirigentes montarán los caballos reales.
—¿Tres semanas? —preguntó Eve atragantándose con el agua.
—Sí. Además, me temo que los caballos están un poco broncos —Bridget se estremeció levemente—. No quiero ni imaginarme que tirara al conde Christo. Es un hombre encantador de ochenta y dos años y un poco chiflado. Siempre lleva una fusta cuando sale en el desfile.
—¿Una fusta? —preguntó Eve aterrada.
Bridget la miró con cautela.
—En realidad, nunca la ha usado.
—Pero la lleva —insistió Eve que hacía mucho tiempo que sabía que eran inútiles.
—Es un anciano —susurró Bridget—. Le da la falsa sensación de dominio.
Eve tomó una bocanada de aire y apretó los puños sobre su regazo. Quería ir a los establos y empezar a trabajar. El resto del protocolo palaciego y la instrucción le parecían inútiles. Miró a Bridget y comprendió que sería imposible abandonar a la princesa. Volvió a apretar los puños y los abrió. Decidió que iría a los establos en cuanto hubiese terminado el almuerzo.
Unas horas después de zafarse de las sesiones de instrucción de la tarde, Eve trabajaba con uno de los muchos caballos del palacio. Era una yegua alazán y dócil que, como a los otros caballos, no la habían montado suficiente. Contuvo la furia por la falta de ejercicio de los caballos. Al mismo tiempo, sabía que Stefan había estado esperando a que ella ocupara el puesto. El remordimiento se mezcló con la furia. Puso las bridas al alazán y el caballo se sometió a ella, aunque notaba sus ganas de correr. Iba a tener que montar a casi todos los caballos, al menos, uno al día, si no dos. Además, ¿cómo conseguiría que el conde Christo no llevara la fusta?
Eve devolvió a la yegua a su cajón y fue al otro edificio, donde estaba el semental. Black era un caballo árabe e iba a darle bastante trabajo. Se ocuparía de él a primera hora de la mañana siguiente. Se apoyó en la pared opuesta a su cajón, donde iba de un lado a otro con impaciencia. La buena noticia era que, al menos, no estaba coceando las paredes.
Notó las pisadas antes de oírlas y sus terminaciones nerviosas se pusieron en alerta. Se dio la vuelta y vio la figura alta y fuerte de Stefan. Irradiaba una energía contenida que le recordó a la del semental. Llevaba unos pantalones de montar negros y una camisa medio desabrochada y la miró fijamente.
—Yo soy el único que monta a Black.
Eve no se dejó intimidar. Era su trabajo e iba a ejercerlo.
—¿Con cuánta frecuencia los montas?
—Dos o tres veces a la semana. A fondo —contestó él.
—Necesita un mínimo de cinco veces a la semana.
Mira lo inquieto que está.
—Porque es un semental —replicó él—. ¿Estás dudando de mi forma de tratar al caballo?
—Naturalmente. Por eso me contrataste.
Él esbozó media sonrisa.
—Trataremos a Black a mi manera.
—Durante una semana —replicó ella—. Si sigue inquieto, habrá que montarlo más y lo haré yo.
—¿Tú? —Stefan se rió—. No podrías dominarlo. Los dos hombres anteriores no pudieron.
—Ya lo veremos.
Ella tenía la certeza de que podría dominar a Black, pero no tenía la misma certeza sobre Stefan. Lo miró mientras se acercaba al semental, que pareció calmarse inmediatamente. Stefan lo ensilló y le puso las bridas, lo sacó de la cuadra, se montó y se alejó al galope. Ella sintió en escalofrío al verlos volar a la luz de la luna. Los dos tenían una conexión innegable. Sintió un arrebato de emoción e intentó sofocarlo. Stefan era un hombre poderoso, pero estaba muy ocupado. No podría montar a ese caballo todos los días. Pronto sería su sustituta para que Black liberara parte de su energía. Tardaría menos de una semana y estaría preparada.
Exactamente una semana después, Stefan vio vacío el cajón de su semental y se asustó. ¿Dónde estaba Black? ¿Lo había soltado alguien? ¿Se había escapado? Entró en el cajón y miró fijamente las paredes. Cayó en la cuenta y el susto dejó paso a la ira. Eve se había llevado a Black. Le había contado sus intenciones, pero como él le había dicho que era el único que montaba a Black, dio por supuesto que lo obedecería. La desesperación se adueñó de él y miró el reloj. Esa vez había salido más tarde del despacho para cabalgar, pero ella no debería haber desobedecido sus órdenes. Fue de un lado al otro del establo y se enfureció más con cada paso. Oyó los cascos en el exterior y abrió la puerta corredera. Atónito, vio que Eve desmontaba y llevaba al semental al cercado para que se relajara. Black iba a su lado dócil como un corderillo. Oyó que le hablaba en voz baja y algo seductora, como si estuviese charlando con él.
Entonces, Black levantó la cabeza. Debió de haberlo olido. Dejó escapar un leve relincho, se soltó de ella y se acercó trotando hasta él. Stefan se sintió muy satisfecho de que la hubiese abandonado tan fácilmente.
—Bueno… —Stefan acarició el cuello del caballo—. Yo también te he echado de menos.
Eve, con mechones que se le escapaban de la larga trenza que le colgaba por la espalda, también se acercó a Stefan y Black. Se quedó en jarras y con un gesto serio.
—Te dije que no lo montaras —le recriminó él aunque en un tono suave.
—Y yo te dije que hay que montarlo más a menudo. Si no lo haces, lo haré yo. Esta semana solo lo has montado dos veces. Estaba tan inquieto que es increíble que no haya tirado las paredes del establo a coces.
—Me parece que no lo entiendes. Lo que digo también se aplica a Black.
—Sin embargo, esperas que me ocupe de su salud, alimentación, bienestar… —replicó ella sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Sí —contestó él con alivio porque esa mujer tan impertinente estaba empezando a entender.
—Muy bien, lo dejo —dijo ella antes de darse la vuelta para marcharse.
Stefan la miró fijamente y sin salir de su asombro.
—Maldita sea —farfulló él—. No puedes dejarlo.
Ella se paró y lo miró por encima del hombro.
—Claro que puedo. Convinimos que me dejarías al mando de las cuadras. Eso incluye a Black. Si vas a entrometerte en mi trabajo…
—Entrometerme… —repitió él casi mudo por su falta de respeto—. Soy tu empleador y puedo no estar de acuerdo con tu forma de hacer tu trabajo. Sobre todo, en lo relativo a Black…
—No si no lo haces por el bien del caballo —le interrumpió ella.
Él no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Aparte de su familia, muy pocas personas lo interrumpían.
—En lo que se refiere a Black —siguió ella—, no eres racional. Tu empeño en ser el único que lo monta es absurdo. Estás muy ocupado, eres el soberano de un país y tienes responsabilidades más importantes que cerciorarte de que tu caballo favorito hace suficiente ejercicio.
—No te necesito para que me recuerdes lo que tengo que hacer. Sacaré tiempo para montar a Black. Tanto por mí como por él —añadió Stefan desvelando más de lo que habría querido.
—Entonces —ella lo miró fijamente un buen rato—, ¿se trata de tu vanidad o de que cabalgar a medianoche te libera de la locura de tu puesto? —preguntó ella con delicadeza.
Él se sintió como si le hubiera clavado un puñal. ¿Qué derecho tenía a juzgarlo? Cuando cabalgaba con Black, eran los únicos momentos en los que se sentía libre de verdad.
—No quiero fastidiarte ni relegarte ni negarte el placer de montarlo, pero Black es un caballo excepcional, inteligente, poderoso y veloz —siguió ella mirando al animal—. Sin embargo, está rebosante de energía y si no hace más ejercicio, se sentirá desdichado. No creo que quieras eso.
Él apretó los dientes y tomó aliento.
—¿Cómo lo has conseguido? Nadie ha sido capaz de montarlo, aparte de mí.
—Es mi secreto —contestó con una sonrisa que lo alteró—. Susurro a los caballos —añadió ella como si se burlara de sí misma—. Por eso me contrataste.
—Para los otros —replicó él.
—Vaya —Eve ladeó la cabeza—, me parece que tienes que tomar una decisión. Dímela por la mañana y tomaré el primer vuelo a Texas.
Él la agarró de la muñeca cuando se dio la vuelta y ella lo miró asombrada.
—No vas a dejar el trabajo tan fácilmente. Puedes montar a Black, pero por tu cuenta y riesgo. Te diré las noches que yo lo montaré.
Ella lo miró con detenimiento a la cara.
—Vaya, te queda algo de sentido común.
Él sonrió aunque seguía enojado con ella.
—Claro. Tengo que tener sentido común con los dirigentes del Gobierno y los consejeros.
—Y por eso necesitas cabalgar con Black.
Su perspicacia era un incordio y un alivio a la vez. Stefan dejaba a muy pocas personas que se le aproximaran, si dejaba a alguna, y más de una vez le habían dicho que era difícil de interpretar. La verdad era que siempre se sentía como si sus pasiones estuvieran a punto de desbordarse y que tenía que hacer un esfuerzo enorme para dominarlas. La miró y captó una mezcla de compasión y desafío en su mirada. Tenía los labios arrugados como si intentara no sonreír. Seguía agarrándola de la muñeca y esa piel le pareció suave en comparación con su firmeza de acero. Era una mujer extraña. ¿Cómo sería en la cama? ¿Qué haría si la besaba? La visión ardiente de ella desnuda fue como un fogonazo. El arrebato de deseo lo tomó desprevenido.
Eve no era su tipo. Era discutidora y no entendía nada de los asuntos palaciegos. ¡Por todos los santos, trabajaba en los establos! En ese instante fugaz, vio un destello de excitación que oscureció más los ojos oscuros de ella. Acto seguido, captó la misma sorpresa que había sentido él. Eve tomó aliento, retrocedió y se soltó la muñeca.
—Si las noches que vayas a montarlo me lo dices antes de la ocho de la tarde, te lo agradecería —le pidió ella.
—Si espero hasta tan tarde, te tendré pendiente todas las tardes.
—No tengo nada más que hacer. Solo tengo que preparar ese desfile del que mi jefe no me dijo nada —replicó ella en tono confiado.
—Por eso te exigí que vinieras a Chantaine en un plazo de dos semanas —le explicó Stefan ligeramente divertido.
—Habría sido una amabilidad por tu parte que me lo hubieras avisado con antelación.
—No soy tan amable. ¿Habría cambiado algo?
—Supongo que no. Sencillamente, me habría ahorrado esas sesiones de instrucción.
—Me han contado que te saltaste la sesión de la tarde.
—Es verdad —confirmó ella—. Las abandoné en cuanto la princesa Bridget me contó que iba a haber un desfile en el que iba a participar un chiflado con una fusta.
—El conde Christo es excéntrico, pero no lo llamaría chiflado.
—Ni falta que hace —replicó Eve—. Además, te digo desde ahora que no va a llevar una fusta si monta uno de tus caballos.
—Eve, el conde es un miembro importante y respetado de la sociedad de Chantaine.
—Te prometo que ni siquiera echará de menos la fusta —insistió Eve.
—Eve…
Ella sacudió una mano para que no siguiera.
—Queda una semana y media. No os preocupéis Altitud —dijo ella con un brillo en los ojos.
—¿Altitud? —repitió él.
—Es como mi tía Hildie llama a Tina de vez en cuando.
A Stefan le hizo gracia el chisme.
—Estoy seguro de que a Tina le encantaría.
—Muchísimo… —ella se despidió con la mano—. Tengo que acostarme, Altitud. Me levanto temprano. Buenas noches.
Al día siguiente, mientras se tomaba un sándwich en el despacho de las caballerizas, Eve se planteó la posibilidad de buscar una compañía para Black. El semental llevaba una vida tan solitaria que quizá le gustaría que lo acompañara otro caballo castrado o, quizá, una cabra.
—Te he encontrado —le saludó Bridget, con vestido y zapatos de tacón, desde la puerta—. No se te ha visto el pelo durante la semana pasada. Estaba segura de que te habías vuelto a Texas, hasta que oí a alguien del servicio que comentaba lo temprano que abandonabas tus aposentos por la mañana y lo tarde que volvías por la noche. Vas a agotarte antes de llevar un mes aquí y Tina nos cortará el cuello a todos. Esto tiene que acabar.
Pese a la tendencia a exagerar de Bridget, Eve se sentía algo menos sola en su compañía. Había estado tan ocupada con los caballos que no había tenido tiempo de pensar en nada más hasta justo antes de quedarse dormida. No lo reconocería por nada del mundo, pero añoraba su casa.
—Estoy bien —aseguró Eve—. Es que tengo que dedicarme en cuerpo y alma al desfile.
—Eso es inaceptable —replicó Bridget, que ya había entrado en el despacho sin pedir permiso—. Estoy segura de que no te has tomado un día libre desde que llegaste. Por lo tanto, esta tarde tienes que acompañarme de compras —añadió ella en su tono más principesco.
—Te lo agradezco y es un honor para mí, pero no puedo. Me demoraría. Tengo que empezar a organizar los jinetes para que todo salga bien durante el desfile.
—Nunca los hemos organizado —Bridget arrugó la frente al no entenderlo—. Nos presentamos el día del desfile y nos montamos en un caballo.
—¿Qué tal salieron? —preguntó Eve aunque ya sabía la respuesta.
—A mí, bien. Ha habido algunos pequeños problemas. Una de las yeguas tiró a su amazona y se desbocó entre la multitud. Uno de los caballos se paró y se negó a seguir.
—¿Y aquel año cuando uno de los caballos de dio media vuelta y otra media docena lo siguieron hasta la playa? —preguntó Eve—. No solo a la playa, dentro del agua…
—Es verdad —Bridget hizo una mueca de disgusto—. No puedo reprochárselo. Hacía mucho calor y el maestro de ceremonias no terminaba nunca, por lo que tuvimos que esperar una eternidad. Tienes razón. Aunque te deseo suerte para que algunos acepten lo que les asignes.
—Gracias —dijo Eve en tono de resignación.
—Bueno, si no vas a acompañarme de compras, tienes que acompañarnos durante la cena. Es la noche familiar. Stefan exige que cenemos juntos una vez a la semana porque Jacques tiene vacaciones en la universidad. También estará Phillipa.
Eva empezó a negar con la cabeza inmediatamente.
—No soy de la familia. No quiero entrometerme.
Además, se sentiría desplazada en una mesa llena de miembros de una familia real.
—No te entrometes —replicó Bridget—. Aparte, eres como de la familia por tu relación con Tina.
—No, gracias, pero…
—No voy a aceptar un «no» por respuesta. Tienes que cenar. Puedes cenar con nosotros y la comida será mejor que ese sándwich —Bridget sacudió una mano con desdén—. Si no vienes, tendré que decírselo a Tina y ella nos volverá locos a Stefan y a mí. Te lo aseguro, será un lío.
Eve suspiró al darse cuenta de que sería preferible ceder y disculparse temprano. Podía intentar pasar desapercibida y no decir nada.
—Si te empeñas…
—Me empeño —confirmó Bridget con una sonrisa—. La cena es a las siete en el tercer piso. Es un poco más pequeño e íntimo. Estoy encantada de que nos acompañes.
—Bridget —le llamó Eve cuando ya se iba a marchar—. ¿Qué tengo que ponerme?
—No es nada formal. Basta con un vestido.
Eve había llevado pocos vestidos porque supuso que pasaría casi todo el tiempo con los caballos. Eran negros o marrones. Se decidió por el negro y se deshizo la trenza. Cuando trabajaba en la empresa, en Estados Unidos, siempre se vestía de una forma conservadora y prestaba una atención especial al cuidado personal. Se miró al espejo e hizo una mueca de desagrado. Se había centrado tanto en el desfile que no se había ocupado de sí misma. Tenía las uñas rotas, el pelo descontrolado, los labios partidos y ojeras alrededor de los ojos marrones.
—Menos mal que existen los cosméticos —dijo en voz alta.
Los nervios le atenazaban las entrañas mientras se ponía manos a la obra. No debería estar nerviosa. Si bien nunca había estado en un habitación llena de miembros de una familia real, sabía los cubiertos que tenía que usar cada vez. Su tía Hildie se había ocupado de que tuviera modales. Sintió una punzada de añoranza que sofocó inmediatamente. No era como si sus padres la hubieran mandado lejos de casa cuando era una adolescente. Había elegido voluntariamente ese trabajo, era el trabajo de sus sueños.