Pasión sin límites - Julie Kistler - E-Book

Pasión sin límites E-Book

JULIE KISTLER

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Beschreibung

Su vida era aburrida... muy aburrida. La abogada Emily Chaplin se vio atrapada en un misterio y conoció al hombre más sexy y salvaje que había visto en su vida... Tyler O'Toole. Emily no tardó en acostumbrarse a la emoción de perseguir a los villanos con el apasionante Tyler... ¡Hasta se había hecho un tatuaje y se había comprado atrevida lencería roja! Ahora Emily estaba lista para la siguiente aventura... hacer algo salvaje con el más salvaje.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Julie Kistler

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión sin límites, n.º1500- abril 2017

Título original: In Bed with the Wild One

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9358-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Emily, ¿eres tú? ¡Llegas tarde, te he pillado!

Emily Chaplin se detuvo en seco. Era de esperar. Aquel viernes del mes de junio era el primer día de su vida en que se retrasaba. Siempre había sido una buena chica, pero de pronto la pillaban entrando a hurtadillas en el despacho. Y tenía que ser precisamente Alissa Bergman, la abogada más competitiva y fisgona de la oficina.

Emily sacudió la mano despectiva sin saber qué hacer, si responder o ignorar a Alissa. Había creído que podía entrar con la cabeza gacha y las gafas de sol sin ser vista, pero no había habido suerte. Por supuesto, cuando uno formaba parte de la firma de abogados Chaplin, Chaplin & Chaplin, en la que los empleados competían por ser socios algún día, era de suponer que tus compañeros te espiaran, ansiosos por chivarse de tu mala conducta al jefe. Todo el mundo sabía que el gran jefe buscaba socios dispuestos a trabajar unas cuantas horas extras todos los días. Y de nada servía que, casualmente, el gran jefe fuera el padre de Emily: él trataba a la familia con más dureza aún que a los demás.

—¡Emily, Emily! —murmuró Alissa—. He oído decir que anoche saliste con Kip Enfield, el de la octava planta. Te acostaste tarde, ¿eh? ¿Hubo suerte?

—¡Seguro!

De hecho, Emily culpaba a Kip de llegar tarde. Pero no de pasárselo bien, ni mucho menos. Kip era sencillamente el último de una larga lista de citas horrorosas. Su padre, el presidente del gabinete de abogados, su madre, juez, y sus cuatro hermanos mayores, todos ellos abogados, insistían en buscarle un buen partido que, invariablemente, resultaba ser un insufrible abogado. De nada servía que todos aquellos hombres la aburrieran hasta la desesperación, que prefiriera meterse en la bañera y leer una buena novela de sexys espías: su bien intencionada familia insistía en concertarle citas por mucho que protestara.

¿Era culpa suya si los abogados eran aburridos y en cambio los espías, los protagonistas de sus novelas, resultaban excitantes, peligrosos y muy, muy estimulantes? Aquellos hombres descubrían conspiraciones, salvaban al mundo, se pegaban con los malos en las avenidas en medio de la noche y se aferraban a la vida con ambas manos, mientras que Kip Enfield… le producía arcadas.

Kip era el peor de todos. No sólo era rabiosamente aburrido, no: además era pomposo e irritante. La cena se había alargado infinitamente mientras hablaba sin parar del vino y la carne y alardeaba de su fino paladar. Tras esa tortura, insistió en dejar sólo un dos por ciento de propina, alegando que no le gustaba el servicio. Y tenía que ser exactamente un dos por ciento de la cuenta: ni más, ni menos. Le había llevado media hora calcularlo.

Emily había tenido que pretextar que necesitaba ir al servicio para ahorrarse la vergüenza. Cuando por fin Kip la dejó ante la mansión de los Chaplin, Emily estaba más que dispuesta a darle calabazas. Sólo que entonces él insistió en entrar y tomar la última copa, sin duda para saborear el excelente brandy del jefe. De nada le habían servido las indirectas. Horas más tarde, tras varios intentos de besarla y manosearla, Kip había consentido en marcharse. Y Emily casi había llorado de felicidad.

Tras semejante fiasco, Emily no había podido evitar quedarse dormida por la mañana: era sencillamente un mecanismo de defensa. Al menos sus sueños eran entretenidos.

—Jamás volveré a salir con un abogado —declaró Emily en voz alta—. Nunca. Esto ha sido la gota que ha colmado el vaso.

Pero lo primero era lo primero. Emily se quitó las gafas, miró por encima del hombro de Alissa y dijo, bajando la voz:

—¿No es ése papá, a punto de entrar en tu despacho? ¡Oh… oh! ¡Y tú aquí, charlando!

Era mentira, pero Alissa salió corriendo. Emily sonrió satisfecha y se dirigió a su despacho. Cerró la puerta, colgó la chaqueta y trató de enfrentarse al montón de papeles pendientes con buen ánimo. ¡Buah! Finalmente abrió el expediente Bentley. Los minutos pasaron. Emily mordisqueó la pluma, se quedó absorta mirando al techo y tomó notas aquí y allá sobre las posibles consecuencias que el nuevo plan de reorganización de la empresa tendría sobre el pago de impuestos. Resultaba tan aburrido, que estuvo a punto de quedarse dormida sobre el párrafo tercero de la segunda parte.

—Bien, quizá sea mejor que mire a ver si tengo algún mensaje —se dijo en voz alta.

Puede que hubiera alguno divertido aunque, ¿conocía a alguien divertido? Quizá un pariente lejano, un antiguo novio… ¡seguro! Todos los Chaplin, incluidos los parientes más lejanos, eran tan aburridos que, en comparación, el expediente Bentley resultaba excitante. Y en cuanto a los antiguos novios… Había tenido uno o dos, pero sólo la llamaban para solucionar problemas con sus impuestos.

Pero puede que la hubiera llamado Sukie Sommersby, su mejor amiga del colegio. Sukie siempre estaba metiéndose en problemas. La última vez que Emily había hablado con ella, Sukie acababa de despertarse casada en un hotel de Las Vegas. Necesitaba urgentemente información sobre el divorcio.

—¿Por qué yo jamás me despierto casada en un hotel de Las Vegas? —se preguntó Emily en voz alta.

Revisar el correo no fue una buena idea. Había tres mensajes de Kip en los que repetía lo bien que se lo había pasado, dos de su hermano Rick, que había sido quien le había concertado la cita, ansioso por saber qué tal le había ido, y uno de su madre, juez especialista en casos financieros y bancarrotas, informándole que tenía un nuevo empleado ideal para ella. Y además otros tres mensajes de sus otros tres hermanos, todos ellos dispuestos a darle un buen consejo. Sentía deseos de gritar. Y eso antes incluso de oír los mensajes de su padre, que la había llamado prácticamente cada diez minutos, exigiendo saber dónde estaba y quién se había creído que era. El hecho de llevar el apellido Chaplin no suponía ningún privilegio en Chaplin, Chaplin & Chaplin.

—¡Sukie Sommersby jamás lo soportaría! —exclamó Emily.

Sin pensarlo un momento, Emily agarró la chaqueta, el bolso y el maletín de ejecutiva, llamó a su secretaria y se marchó.

—Me llevo el portátil y el expediente Bentley, tardaré en volver. Si me necesitas, puedes localizarme con el móvil.

¡Como si alguien pudiera necesitarla para algo realmente importante o urgente! Emily era una abogada especialista en impuestos, todas sus preocupaciones se reducían a la letra pequeña. Más aburrido, imposible.

Salir a la calle y alzar la vista al soleado cielo de Chicago sólo sirvió para deprimirla aún más. ¿Cuál era el problema? Por supuesto, la rutina de su aburrida vida la decepcionaba, pero al fin había salido de la oficina. Y lo bueno de llegar tarde era que se había hecho casi la hora de comer.

—Iré al Café Allegro —murmuró Emily para sus adentros.

Quizá eso la hiciera sentirse mejor. Después de todo comía allí todos los días. Siempre pedía un té helado y una ensalada de pollo baja en calorías. Resultaba reconfortante, muy familiar, tranquilo. Justo lo que necesitaba. Las piernas parecían pesarle más y más conforme bajaba por la calle Ontario. Al llegar a la puerta del café se sintió paralizada, incapaz de entrar. Era como si de pronto todo el peso de la rutina cayera sobre sus hombros.

Emily apartó la mano de la puerta y se dio la vuelta. Y siguió bajando por la calle Ontario a toda prisa, como si Kip Enfield la persiguiera. No paró hasta llegar a un oscuro bar que olía a cebolla frita y hamburguesas grasientas, el Rainbow Rest-O-Rant. Nadie la buscaría allí jamás, y por eso precisamente entró.

El bar estaba medio vacío, así que no le resultó difícil encontrar mesa. No se parecía en nada al Café Allegro, a pesar de estar a menos de una manzana de distancia. Emily sacó un par de servilletas de papel y limpió el banco y la mesa antes de sentarse. En realidad no era la suciedad lo que le molestaba, no. Por alguna razón no podía dejar de preguntarse de quiénes eran todas aquellas iniciales grabadas en la mesa, hasta qué punto Marco amaba verdaderamente a Missy, o si sería cierto que Tootie y BoBo serían amigos para siempre. Pero sus elucubraciones terminaron súbitamente cuando una brusca camarera con una etiqueta en la solapa en la que se leía «Jozette» le arrojó la sucia carta plastificada. Ni siquiera se molestó en sonreír. Llenó la taza de café y preguntó:

—¿Sabes ya lo que quieres?

—Eh… no. No exactamente. Tengo que pensarlo.

Emily leyó la carta sin apenas tocarla. Se había lanzado a la aventura, pero no estaba loca. Alguien la había manchado de ketchup, era imposible ver nada.

—¿Tenéis alguna especialidad?

—No, no tengo ninguna especialidad. ¿Qué te has creído que es esto, el Café Allegro? Y tampoco tengo todo el día… Avísame cuando te decidas —contestó la camarera dándose la vuelta.

La vida era dura cuando uno se aventuraba a salir fuera del cómodo círculo de la rutina. Emily limpió la carta y trató de inspirarse. Dio un sorbo de café sin ganas. Era realmente fuerte. Se echó cuatro sobres de azúcar y cinco tarrinas de plástico de leche. Mucho mejor. Seguía siendo imposible de beber, pero pasaba por la garganta. «Banana split», leyó en la carta entre manchas de sirope. ¿Y por qué no? Jamás había tomado un banana split para comer.

Emily buscó en vano a Jozette y, tras un rato, se conformó con esperar a que la camarera apareciera. No tenía ninguna prisa. Cerró la carta, la dejó a un lado, y sacó la última novela de Trick McCall que llevaba en el maletín. Le había molestado mucho tener que dejar de leer la noche anterior para salir con Kip justo cuando Trick se encontraba con dos tipos que lo zurraban de lo lindo. Pero Trick McCall jamás se rendía sin luchar.

Emily comenzó a leer a pesar del ruido de fondo del bar. La gente entraba y salía, los platos chocaban estrepitosamente, la vida seguía.

 

—¡Maldita sea! —juró Trick apenas sin aliento.

No podía desmayarse, aún no. No sin averiguar primero qué habían hecho Rico y Ice Man con el dinero…

 

—Tienes que conseguir ese dinero —afirmó acaloradamente alguien en voz baja—. Escucha lo que te digo, Slab, estamos desesperados, al borde del desastre.

Un momento, se dijo Emily. ¿Slab? No había ningún personaje llamado Slab en la novela. Y aquella voz no había sonado sólo en su cabeza, era real. Confusa, Emily alzó la vista en dirección a aquella intrigante voz y observó por el hueco entre el banco de su mesa y la siguiente, ocultándose inmediatamente nada más ver el rostro del hombre que había hablado. ¡Vaya rostro…!

Emily tragó. Y se ruborizó. Fuera quien fuera, aquel hombre al borde del desastre tenía un aspecto… asombroso. Emily no sabía quién era o a qué se dedicaba, no sabía su nombre ni qué hacía allí, no conocía ninguno de esos detalles tan importantes pero… no importaba. Bastaba un simple vistazo a aquel atractivo y peligroso rostro de rasgos duros, mejillas sin afeitar, y cabellos morenos descuidadamente cortados acariciando la chaqueta de cuero para conocerlo hasta la médula.

Emily sintió el irresistible deseo de dejar a un lado las aventuras de Trick McCall, el investigador privado, y lanzarse por encima de la pared divisoria sobre el banco del vecino.

—O pagas ahora, Slab, o ninguno de los dos levantará cabeza.

¿Pagar?, ¿levantar cabeza? Aquello sonaba a novela, era excitante. Emily se irguió y se echó a un lado, tratando de ver a aquel tal Slab a través de las ramas de plástico de la planta que había sobre el murete divisorio entre las mesas. ¡Dios! Resultaba evidente por qué lo llamaban Slab. Aquel hombre tenía los hombros más anchos que un camión y el rostro más duro que el hierro.

—Pero Tyler, yo no tengo la pasta —respondió Slab con voz más aguda y chillona de lo que Emily esperaba.

Emily fue incapaz de descifrar sus siguientes palabras, pero estaba claro que el tal Slab se estaba disculpando. Así que el nombre de aquel hombre tan guapo era Tyler. ¿Era su nombre de pila, o su apellido? Bueno, ¿qué importaba?

Tyler… Emily pronunció el nombre varias veces en voz baja y decidió que le gustaba.

—Sí, lo sé, pero si no consigues pasta, estoy perdido —respondió Tyler—. Me lo debes, Slab. Tienes una deuda conmigo.

—Puedo robar otro banco —sugirió alegremente Slab.

¿Robar otro banco? Emily contuvo el aliento. ¿Quiénes eran aquellos tipos?

—Baja la voz, ¿quieres? —ordenó Tyler bajándola él también.

Emily tuvo que esforzarse para escuchar. Tyler mencionó algo acerca de los federales. Algo así como: «¿Sabes que los federales nos siguen la pista?» O quizá hubiera dicho: «¿Quién sabe si los federales conocen los detalles? Es una suerte que te hayan soltado bajo fianza». No debía precipitarse a llegar a conclusiones, se dijo Emily. Por lo poco que había oído, igual podía haber dicho que Joe Federal le debía el dinero de la fianza.

—Nunca se sabe dónde hay micrófonos o espías, hay que ser listo —añadió Tyler cauteloso.

Bien, así que sí había oído bien. Hablaban de los federales. Emily se agachó en el banco. Y no porque fuera alta, sino porque no quería arriesgarse a que la tomaran por lo que no era. ¿Quién sabía en qué sucio asunto estaban metidos aquellos dos? Y sólo por el hecho de que Tyler fuera un tipo impresionante, eso no significaba que no fuera un sinvergüenza.

Emily trató de recordar todo lo que había oído y recapituló. Tyler necesitaba que Slab le pagara el dinero que le debía, pero Slab no tenía dinero, aunque estaba dispuesto a robar un banco para conseguirlo. Otro banco. Y el FBI andaba al acecho. De haber tenido sentido común, Emily habría salido corriendo del Rainbow Rest-O-Rant. Pero no podía evitarlo, el asunto la intrigaba. Así que se inclinó sobre el murete de separación, y siguió escuchando. Slab murmuró algo que no pudo descifrar, pero la respuesta de Tyler fue alta y clara:

—Escúchame, eso ni se te ocurra. Las dos últimas veces te pescaron, así que lo mejor es que te retires.

La cosa se ponía interesante. Slab tenía antecedentes penales, pero no era demasiado listo, así que estaba dispuesto a repetir la hazaña. El avispado Tyler, en cambio, trataba de alejarlo del mal camino. Quizá fuera algún tipo de consejero suyo, musitó Emily en silencio, un tutor de algún programa para ex convictos.

—¿Sabes cuánto me debes? —continuó Tyler—. Confié en ti, Slab. Sí, lo sé, demostré ser tan estúpido como tú, pero aún confío en ti. Y tú tienes que pensar en mí. Dijiste que conseguirías el dinero, y los dos sabemos que si no lo consigues, me quedaré en la calle.

Aquello no encajaba, Tyler no podía ser su consejero. ¿Sería un prestamista?, ¿un matón? Emily se aventuró a asomarse una vez más. ¿Sería el matón y prestamista más guapo del mundo?

Jozette eligió ese preciso momento para aparecer. Llenó por segunda vez de café las tazas de la mesa de Tyler y charló y los insultó a gusto, demostrando con ello que los unía una vieja amistad. Finalmente se acercó a la mesa de Emily.

Emily fingió estar absorta en la lectura del libro para evitar sospechas, alzó la cabeza y pidió un banana split. Esperaba con ansiedad que Jozette se marchara para seguir escuchando. Mientras tanto los dos hombres seguían discutiendo acaloradamente, pero en susurros.

—Escucha, sólo hay una alternativa —dijo al fin Slab levantándose a medias del asiento—. Tendré que marcharme de la ciudad.

—¿Te has vuelto loco? —replicó Tyler.

Emily oyó algo acerca de la imposibilidad legal de Slab de abandonar la jurisdicción de Chicago, pero quizá los dos tuvieran prohibido hacerlo. Luego oyó el nombre de «Fat Mike», que le sonó familiar. ¿Un mafioso local? Emily ató cabos. Si Slab no podía abandonar Chicago y había salido de prisión bajo fianza, ¿significaba eso que Tyler era quien se la había pagado?

—Tengo que hacerlo, Ty —continuó el grandullón—. Es la única salida. Tengo que ir a Frisco.

—Slab, habla más bajo, ¿quieres?

Slab mencionó algo acerca de un montón de pasta, y luego dijo que estaba escondida en Frisco. A continuación murmuró unas cuantas frases que Emily no captó, y entonces ella se inclinó sobre la planta para oír mejor.

—Dinero… escondido —susurró Slab sonriendo gozoso—. Dulce Shanda. Jamás lo pasé mejor que con Dulce Shanda.

Emily comenzó a ponerse nerviosa. Aquello era igual que en las novelas de espías. ¡Y se había enterado de casi todo! Slab había escondido el dinero en San Francisco, posiblemente se lo había dejado a su ex novia, una tal Shanda.

Tyler habló a continuación en voz baja, pero rotunda:

—Si vas a San Francisco, Fat Mike te matará. Y puede que a mí también, sólo por precaución.

Emily se echó a temblar. ¿De verdad había pronunciado la palabra «matar»? Era un crimen matar a un hombre tan guapo como Tyler. ¿No habría sido una verdadera lástima?

El grandullón sacudió la cabeza y alzó la voz, diciendo:

—Te lo debo, amigo. Si consigo el dinero, Fat Mike nos perderá de vista para siempre. Me voy, tengo que ir a buscar ese dinero.

—Olvídalo…

—¡Al diablo! —gritó Slab dando un puñetazo en la mesa—. ¡Me voy a buscar mi dinero!

Hubo una larga pausa. Tyler se tomó su tiempo antes de contestar escueta y secamente:

—Siéntate.

No admitía peros. Slab se sentó. Emily sentía la tensión en el ambiente. Ambos hombres siguieron discutiendo. Tyler, cada vez con más frialdad, le ordenaba relajarse. Slab, por el contrario, cada vez más nervioso, alegaba que «tenía que hacer lo que tenía que hacer». Luego Slab se inclinó sobre la mesa, mencionó de nuevo a Dulce Shanda, y añadió que mejor sería que el dinero estuviera donde él lo había dejado. En caso contrario, él mismo la despedazaría con sus propias manos.

Emily se quedó helada. Una cosa era escuchar una conversación entre granujas de poca monta, y otra muy distinta oír hablar de asesinar a una mujer a sangre fría. Finalmente el grandullón se levantó del asiento, repitió que sabía muy bien lo que tenía que hacer, y se marchó. Según parecía, estaba dispuesto a matar a una pobre mujer que vivía en San Francisco y recuperar su dinero.

Tyler miró a su alrededor de mal humor. Evidentemente se preguntaba si alguien habría oído los gritos. Pero, a excepción de Emily, en aquel bar cada cual iba a lo suyo. Y, a menos que Tyler se inclinara hacia delante, era imposible que la viera. Alguna ventaja tenía que tener ser bajita.

Aterrada, Emily se agachó aún más y se preguntó qué hacer. Francamente, estaba muy asustada. Acababa de ser testigo de cómo se planeaba un crimen y, como abogada que era, representaba a uno de los brazos de la ley. ¿Debía informar a la policía?, ¿la creerían?, ¿y qué sería entonces del guapísimo Tyler, que había intentado por todos los medios disuadir a Slab?

La cabeza le daba vueltas. Quizá debiera al menos llamar a su madre al juzgado, pero ella se dedicaba a delitos financieros. Además, llamarla significaba confesar que no estaba en la oficina. Su padre se enteraría inmediatamente y se pondría hecho una furia. Sería la primera de tres generaciones de Chaplin en ser despedida de Chaplin, Chaplin & Chaplin.

Por otro lado no estaba del todo segura de qué había oído. Slab parecía haberse reformado por completo aunque no pudiera abandonar aquella jurisdicción, pero quizá eso se debiera a motivos perfectamente razonables. Y quizá finalmente no cayera de nuevo en la tentación de cometer un delito. Llamando a la policía o al juzgado sólo conseguiría hacer el ridículo. Era como hacer una montaña de un grano de arena, porque apenas había oído retazos de la conversación.

—¡Maldita sea! —exclamó Tyler levantándose poco después del asiento y arrojando unos billetes sobre la mesa—. ¡Tengo que alcanzarlo!

Quizá Tyler fuera un cazarrecompensas, se dijo Emily. Un cazarrecompensas con un gran corazón. Emily se agachó cuando él pasó por delante de su mesa, y luego se asomó. Los vaqueros se le ajustaban al trasero, la chaqueta de cuero resaltaba sus hombros anchos, la expresión de su precioso rostro era fiera… Tenía los ojos verdes, pero no de un tono verde esmeralda ni verde como el césped o el árbol de Navidad. ¿Qué color era exactamente? De una cosa sí estaba segura: aquel hombre al borde del desastre era muy sexy.

Emily observó cada uno de sus movimientos. Tyler giró al final de la barra y subió unas escaleras que había junto al servicio justo cuando Jozette salía con el banana split. La camarera se acercó y dejó el helado en la mesa de Emily. ¿Qué había en el piso de arriba? Tyler retrocedió al verla y la llamó:

—¿Jo?

—Sí, cariño, ¿qué quieres?