Amores de otro mundo - Julie Kistler - E-Book
SONDERANGEBOT

Amores de otro mundo E-Book

JULIE KISTLER

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Había rumores que decían que aquel hotel estaba embrujado y habitado por los espíritus de un grupo de señoritas de mala reputación... Una de ellas era Rose. Debía ayudar a Ned Mulgrew y a su estirada prometida a encontrar la felicidad conyugal. Pero nada más ver al sexy abogado, Rose decidió que lo quería para ella solita.A su favor, tenía todos los trucos que podía enseñarle a Ned en el dormitorio; aunque no hicieron falta porque, después de un solo beso, Ned estuvo dispuesto a cualquier cosa... por mucho que ella se desvaneciera en el aire de vez en cuando.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 220

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Julie Kistler

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amores de otro mundo, n.º 138 - octubre 2018

Título original: It’s in His Kiss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-091-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Un domingo de junio

Maiden Falls, Colorado, 1895

 

Rose Elizabeth Tate estaba furiosa. Habían pasado varias horas desde que había discutido con su padre, guardado algo de ropa y sus libros favoritos en una maleta, salido de la mansión de la familia Tate por las dependencias de los sirvientes y se había subido al tren. Estaba en Maiden Falls y todavía temblaba de rabia. Pero era demasiado tarde para regresar. Lo único que podía hacer era continuar caminando.

Arrastrando la pesada maleta, Rose se detuvo un instante para orientarse. Maiden Falls no parecía un lugar muy especial.

—¿Y a quién le importa? —le preguntó a un transeúnte —. Si el pueblo parece un poco abandonado, ¿qué más da?

Después de todo, era una mujer de los años noventa y podía trazar el rumbo de su propia vida sin que su padre, o alguien más, interviniera. Y eso incluía al canalla de Edmund Mulgrew. A lo mejor Edmund le había robado la virtud, pero nunca podría matarle el espíritu.

—Robarme la virtud —se dijo mientras buscaba las gafas en su bolsillo—. ¡Tonterías! Sigo siendo muy virtuosa.

Mientras Rose buscaba un carruaje para alejarse de la estación de tren, una de las plumas de avestruz de su sombrero nuevo cayó delante de sus ojos. De pronto, se dio cuenta de que aquél podía ser el último sombrero nuevo que tuviera en mucho tiempo.

—Estaré bien —dijo y terminó de arrancar la pluma—. ¡Bien! En cuanto me ponga a trabajar para la señorita Arlotta los hombres competirán por mis favores y se esforzarán por darme todo aquello que mi corazón desea. Tendré miles de sombreros preciosos.

Mencionar el nombre de la señorita Arlotta le costó la mirada de un hombre que estaba por allí, pero Rose lo ignoró. Si de verdad quería convertirse en una mujer de mala vida, tendría que acostumbrarse al desprecio.

Después de todo, su padre ya le había dicho que había arruinado su vida, así que se enfrentaría a su futuro con la cabeza bien alta.

—Después de lo de Edmund, ¿qué elección me queda?

Edmund. Era mortificante admitir que su padre tenía toda la razón acerca de él. Pero no había sido culpa suya. ¿Cómo iba ella a saber que no podía confiar en sus palabras dulces y besos cariñosos? ¿Cómo iba a saber que disfrutar de esos besos era algo malo cuando le parecía tan bueno?

¿Cómo iba a saber que un hombre que la hacía derretirse podía ser un hombre malo?

Nunca habría imaginado que pudiera ser así, y eso que había leído todas las novelas de Mary Elizabeth Braddon y de Laura Jean Libbey. Eran libros maravillosos, llenos de pasión, aventuras y romanticismo, pero decían claramente que los besos de un hombre malo saben a veneno. Rose había averiguado que eso era mentira. Quizá, Edmund tuviera el corazón negro, pero sus besos eran maravillosos.

—Todo es culpa de papá. Si hubiera permitido que viera a Edmund a la luz del día, nunca habría creído sus mentiras. Nunca habría caído en su hechizo. Nunca habría…

Aquella apasionada aventura había arruinado su reputación. Sólo tenía dos opciones: convertirse en meretriz o vivir encerrada como una monja en la mansión de su padre, alejada de libros pecaminosos y de hombres interesantes.

Aquel día, después de la discusión con su padre, decidió que se convertiría en meretriz.

—Disculpe, señor —se dirigió al hombre que estaba a su lado—. ¿Hay algún carruaje que pueda alquilar para que me lleve al local de la señorita Arlotta?

El hombre arqueó una ceja y soltó una bocanada de humo.

—¿Quiere ir al local de la señorita Arlotta? ¿Para qué?

—No creo que eso sea de su incumbencia. Yo sólo… ¿Hay algún carruaje por aquí o no?

—No. La gente de por aquí camina con los dos pies que Dios les ha dado. A menos que tenga un caballo. Algo que yo no tengo, y usted tampoco —el hombre se alejó dejando a Rose a solas en la calle polvorienta.

—La casa de la señorita Arlotta está por ahí —le dijo un muchacho que apareció detrás de ella—. Todo recto hasta el final del pueblo.

—Gracias —dijo Rose—. Supongo que no aceptarás un centavo por llevarme la maleta, ¿verdad? Pesa mucho.

El chico agachó la cabeza.

—Me temo que no, señora. No me permiten acercarme al local de la señorita Arlotta. Mi madre dice que todas las mujeres que hay allí son malas. Y sucias. Como la reina de Saba. Y no puedo mirarlas, ni siquiera cuando pasean por el pueblo, todas arregladas, para ir al picnic que celebran cada domingo junto a las cascadas. Mamá dice que tenemos que mirar hacia otro lado, para demostrarles que no nos gustan.

—¿De qué estás hablando?

—Si está aquí el próximo domingo, lo verá —dijo él—. Hoy ya lo han hecho, pero seguro que el domingo siguiente van otra vez hacia el mediodía. Pero recuerde, si las ve, agache la cabeza y ponga cara de desprecio.

—Que agache la cabeza y ponga cara de desprecio. No creo.

Rose agarró la maleta con las dos manos y se dirigió hacia donde él le había indicado.

—¿A quién le importa lo que la madre de este muchacho piense de las chicas de la señorita Arlotta? Lo más probable es que les tenga envidia porque tienen joyas y ropa elegante, ¡y por lo mucho que se divierten!

Cuando llegó al otro lado del pueblo, estaba cansada y llena de polvo, pero su ánimo seguía incólume. Al ver el jardín de hierba rodeado por una verja de hierro en la que había un cartel que rezaba «Miss Arlotta’s Social Club», su ánimo mejoró considerablemente.

La casa era maravillosa. ¡Y de color rosa!

Atravesó la puerta de la verja y subió por las escaleras que daban a la entrada principal. Cuando estaba a punto de tocar la aldaba de bronce, respiró hondo. No quería desmayarse allí, pero se sentía nerviosa y excitada. Estaba decidida a comenzar su nueva vida y no había vuelta atrás. Levantó la mano para agarrar la aldaba y, de pronto, la puerta se abrió desde el interior. Un hombre que llevaba un bombín la recibió.

—Hola, señorita —le dijo—. Supongo que está buscando trabajo.

—Bueno, sí, yo… ¿Es tan evidente?

—Lleva una maleta. Sé lo que eso significa. Tiene que pasar y hablar con la señorita Arlotta. Ella decidirá si es apta para trabajar aquí.

—Le aseguro que soy apta —le dijo Rose, y entró en la casa.

El hombre le agarró la maleta y ella se sintió aliviada al no tener que cargarla.

El lugar era oscuro y olía a humo. Tenía unas cortinas rojas con bordes dorados. Las paredes eran de madera de roble y el techo tenía figuras de Venus y Cupido.

Rose no podía contener su curiosidad y miró hacia el salón principal, de donde provenían voces y música. Todo el lugar estaba decorado con terciopelo rojo, había lámparas de gas, un piano, una chimenea, maceteros con palmeras y…

Y mucha carne expuesta. Las señoritas que trabajaban para la señorita Arlotta estaban por allí, desnudas. O más desnudas de lo que ella había visto nunca.

Rose se fijó en que algunas llevaban corsés, enaguas y medias, pero quedaba mucha piel al descubierto. Nunca había visto curvas tan voluptuosas. Mirándose el pecho cubierto por el traje marrón de lana que llevaba, se preguntó si estaría hecha para trabajar como señorita de la noche.

Aquellas mujeres tenían un aspecto exótico. Algunas estaban descansando en las butacas, otras jugando al póquer, una tocando el piano y otra fumando mientras se colocaba un revólver en el liguero.

¿Un revólver? ¿En un muslo desnudo? Escandaloso. Sin embargo, era lo más emocionante que Rose había visto nunca. Parecían tan libres y decadentes. ¿Quién podía imaginar que el pecado pudiera parecer algo tan excitante en un despreciable pueblo minero un domingo por la tarde?

—¿Señorita? —el hombre la agarró de la manga—. ¿No quería ver a la señorita Arlotta?

—Sí, yo… —Rose lo siguió por un pasillo, consolándose con la idea de que pronto podría reunirse con aquellas mujeres.

En la maleta tenía algunas prendas de lencería, aunque nada parecido a lo que llevaban ellas. Quizá si se pusiera el corsé de encaje a juego con la ropa interior… Incluso a lo mejor podría conseguir una pistola para ponerse en el liguero.

Pero no había contado con que la señorita Arlotta pudiera intimidar tanto. La madama de aquel local estaba sentada tras un escritorio de caoba y miraba a Rose con perspicacia. Tenía el cabello claro recogido en tirabuzones en lo alto de la cabeza. Rose pensó que todo el cabello era de mentira. Llevaba un vestido rojo de raso, abierto a la altura de las caderas para dejar entrever unas enaguas de encaje negro. Era un vestido de noche, una prenda inapropiada para aquellas horas del día. Y parecía que llevaba un miriñaque, cuando todo el mundo sabía que los miriñaques ya no estaban de moda desde 1890.

—Nunca había visto a una fulana con gafas.

Rose había olvidado que las llevaba puestas. Se las quitó y las guardó en el bolsillo.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno.

—¿Eres virgen? —preguntó la madama.

Rose tragó saliva.

—De hecho, no lo soy.

—No lo pensaba. Eso está bien. Mi local tiene que tener cierto nivel. Nadie demasiado joven, nadie demasiado inocente, y nadie que mienta sobre esas dos cosas —la miró de arriba abajo—. Cinco a uno que ya te tengo calada.

—¿Cinco a uno? ¿Qué significa eso?

La señorita Arlotta ignoró su comentario.

—Tu vestimenta me indica que vienes de una familia con dinero. Mi teoría es que un atractivo caballero te sedujo confiando en conseguir el dinero de tu padre. Pero tu padre se percató de lo que sucedía y te echó a la calle. Tú corriste hasta tu amado, pero él también te rechazó porque ya no podía conseguir el dinero. Así que ahora crees que puedes ejercer el oficio de fulana para vengarte de tu padre y de tu amado. ¿Tengo razón?

Era decepcionante que pudieran calarla tan rápidamente. Por no mencionar que la llamaran «fulana» cuando había muchos otros calificativos más románticos. Odalisca, fille de joie… Cosas mucho más interesantes que fulana.

—Supongo que es una historia que ya ha oído antes.

—He oído casi todas —la señorita Arlotta se sirvió una copa de whisky—. Estás un poco delgada, ¿no crees?

—Creo que con otra ropa mis curvas resaltarán más —dijo Rose, tratando de mantener la cabeza bien alta al mismo tiempo que sacaba el pecho hacia delante y el trasero hacia atrás.

Ese gesto provocó que la jefa sonriera.

—Supongo que ya eres mayorcita como para saber lo que quieres —le dijo—. Y lo bastante guapa como para atraer admiradores. También creo que tienes demasiado almidón en tus enaguas, mucha teoría y poca práctica para lo que a nosotras nos gusta, pero si quieres probar, te daremos una oportunidad.

—¿De veras?

—Pete, lleva la maleta de la señorita a la habitación que está vacía en la tercera planta —se volvió hacia Rose—. No es gran cosa, pero te cambiaremos a un sitio mejor si duras aquí algún tiempo.

Pete, el hombre que le había abierto la puerta, agarró la maleta y salió de allí. Rose tragó saliva. No esperaba que todo fuera tan rápido.

—¿Cuándo empiezo? —preguntó tratando de disimular el temblor de su voz—. ¿Me dará algún tipo de entrenamiento?

La señorita Arlotta arqueó una ceja.

—Imaginaba que sabrías lo que tenías que hacer cuando entraste a pedir trabajo en un burdel. ¿Estás diciendo que necesitas que te demos instrucciones?

—Bueno, quizá una pizca…

—No vas a durar en este juego —dijo riéndose la señorita Arlotta—. Eres la mujer más novata que he visto nunca. Apostaría dinero a que te marcharás de aquí un minuto después del mediodía de mañana.

—No soy tan inocente como cree —contestó Rose, dirigiéndose hacia la puerta. Pero la curiosidad hizo que se volviera de nuevo—. ¿Y por qué ha elegido esa hora? ¿Por qué un minuto después del mediodía?

—Porque hoy es domingo y no trabajamos, ya que es el día del Señor.

Ah, sí. El muchacho le había mencionado algo sobre el picnic de los domingos. Al parecer, hasta las mujeres de mala vida tenían un día de descanso.

—Así que imagino que sobrevivirás a esta noche —dijo la jefa—. Pero mañana empezaremos a trabajar hacia el mediodía, y cuando te enfrentes a un hombre de verdad que se quite los pantalones… Entonces, a las doce y un minuto, saldrás corriendo y gritando hacia la puerta.

—Sabes, he visto a un hombre sin pantalones —dijo ella, tratando de controlar el temblor de su voz.

Un hombre, para ser precisa. Uno. Pero afortunadamente, tenía toda la noche para prepararse antes de enfrentarse a otro. Y el lunes, se enfrentaría a su nuevo trabajo como una fresca desvergonzada.

—Ahora, a lo mejor quieres buscar otra cosa que ponerte. Mucha menos ropa, para empezar. He contratado a un fotógrafo para que venga esta tarde a retratar a mis chicas, algo bonito para el salón, que ayude a los caballeros a elegir.

¿Algún hombre la elegiría a ella? ¿Su lencería sería lo bastante descocada?

Rose nunca había tenido que competir de esa manera.

—Ah, ¿y cómo quieres que te llamemos? —preguntó la señorita Arlotta—. Nos gusta que las chicas tengan un nombre más moderno.

¿Un nuevo nombre? Eso hacía que se sintiera misteriosa y excitante.

—¿Qué nombre? —inquirió la señorita Arlotta.

—Veamos…

Tratando de pensar en un seudónimo, Rose recordó una de sus novelas favoritas que tenía guardada en la maleta. Little Rosebud’s Lovers, de Laura Jean Libbey. La protagonista del libro también se había encontrado abandonada. Era perfecto.

—Rosebud —anunció con una sonrisa—. Pueden llamarme Rosebud.

—Ése me gusta. Bienvenida a mi local, Rosebud —le dijo la jefa con un guiño de ojo. Agarró el vaso de whisky y se lo bebió de un trago—. Apostaría diez a uno que saldrás de aquí antes de tener la oportunidad de probar tu nuevo nombre. Pero quizá me sorprendas.

—Aguantaré más tiempo, se lo aseguro, señorita Arlotta.

—Ya lo veremos, ¿no crees?

Rose alzó la barbilla. ¿Cómo de difícil podía ser?

1

 

 

 

 

 

Un lunes de julio

Maiden Falls, Colorado, 2004

 

—¿Rosebud? ¡Ven aquí! ¡Tenemos uno vivo para ti!

Rosebud estaba en la habitación del ático concentrada en la página 203 del libro Al este del Edén, fingiendo que no había oído la llamada de la señorita Arlotta. No deseaba que le asignaran ningún encargo, por muy vivo que estuviera.

—Pareja con problemas para encontrar la felicidad en la cama, bla, bla, bla —murmuró. No era culpa suya que el grupo de mujeres que había sido tan bueno ayudando a los hombres a encontrar el mal camino, tuviera que dedicarse a servir de celestina para las parejas de recién casados que no sabían darse placer.

Después de todo, ella no había pasado ni siquiera un día trabajando como prostituta. ¿Qué sabía acerca del placer? La primera noche que entró en el local de la señorita Arlotta, poco después de elegir su seudónimo, pasó a mejor vida con el resto de sus compañeras. Nadie sabía exactamente qué había sucedido, aunque en el Maiden Falls Gazette se había dicho que había habido un escape de gas, insinuando que la señorita Arlotta se lo merecía por tener aires de grandeza y pretender que el local fuera el primer lugar de Colorado, fuera de Denver, que tuviera lámparas de gas. Independientemente de cuál fuera la causa, todas las chicas del local fallecieron, además de la señorita Arlotta y su amante, que había ido a visitarla la noche de aquel domingo, y casi todas estando acostadas.

Y en cuanto a Rosebud… La pillaron en el lugar erróneo en el momento equivocado.

Por supuesto, aquella excusa no convenció a nadie del local. El juez Hangen, el amigo de la señorita Arlotta, dijo que él también había fallecido en el burdel por casualidad, que no había ninguna normativa que estableciera la indulgencia para las chicas que no habían tenido la oportunidad de iniciarse en el oficio y que Rosebud tendría que jugar con las mismas reglas que el resto. Caso cerrado.

—¡Es injusto! —dijo enfadada y cerró el libro de golpe. Había conseguido sobrevivir a los ciento nueve años que habían pasado desde que fallecieron a base de mantener la nariz metida en los libros. Había comenzado con un par de novelas que había sacado de la maleta la noche fatídica, pero aburrida de leerlas una y otra vez, aprendió rápidamente a pedir prestados los interesantes libros que llevaban los clientes del hotel de Maiden Falls.

Durante los primeros años, tuvo que conformarse con los periódicos y las novelas que se dejaban los trabajadores y los rufianes que pasaban por allí. Por fortuna, el burdel se había convertido en un salón de juego, en un bar clandestino y, por último, en un hotel elegante para recién casados. La clientela y el material de lectura habían mejorado considerablemente.

Años atrás alguien se había dejado El amante de lady Chatterley, un libro que ella adoraba. También tenía Al este del Edén, varios ejemplares de la revista Entertainment Weekly, y un DVD titulado Buffy, la Cazavampiros que era estupendo. ¡Las cosas eran mucho más interesantes que en su época!

Rosebud solía colarse en las habitaciones vacías del hotel para utilizar la televisión, pero un día se topó con algo que llamaban ordenador en la oficina del hotel, y que estaba conectado con algo que se llamaba Internet. Aquello abrió un mundo lleno de posibilidades para una chica inteligente que encontraba fascinante el mundo moderno.

Nadie parecía sorprenderse por la cantidad de paquetes con contenidos diversos que llegaban al hotel. Siempre pensaban que los aparatos electrónicos, las películas, los libros y los discos, los había encargado la gente del hotel. Rosebud tenía mucho cuidado de rellenar bien los impresos de los pedidos y las órdenes de compra en los ordenadores del Departamento de Contabilidad. No era robar si lo cargaba a la cuenta del hotel. Exacto.

—Bueno, compro lo que está de oferta. Y devuelvo a la biblioteca del hotel todos los libros y películas que no considero completamente necesarios —dijo Rosebud en voz alta mientras dejaba el libro sobre la estantería junto a un ejemplar de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar—. Además, ¿cómo se supone si no que una chica puede mantenerse entretenida durante ciento nueve años?

—¿Rosebud? —la llamó la señorita Arlotta—. ¡Trae tu precioso trasero aquí arriba! ¿Dónde te has metido?

Parecía enfadada, y Rosebud sabía que tenía que acudir a su llamada para que su jefa no descubriera qué estaba haciendo. Por lo que Rosebud sabía, nadie más había sido capaz de desarrollar la técnica para escapar del radar de la señorita Arlotta.

—Mientras tenga que ser un fantasma, seré buena en ello —se dijo Rosebud, y alzó la voz—. Ya voy, señorita Arlotta.

—¡Eso espero! ¿Dónde estabas, muchacha? —preguntó la madama.

—Descansando —contestó Rosebud con frialdad mientras se materializaba frente al escritorio.

—Como si tuvieras que descansar de algo. Muévete. Tengo trabajo para ti.

Aunque sólo estaba parcialmente visible porque no quería demostrar lo buena que se había convertido en eso de materializarse, Rosebud la miró con inocencia.

—¿Para mí? Creía que estaba en suspensión. ¿No hay nadie más a quien prefieras darle el trabajo?

—El hotel lleva todo el verano abarrotado. Todas las chicas tienen que poner de su parte, cariño. Hasta el momento, tú sólo tienes una muesca en el poste de cama ficticio del libro de hazañas de cama. Una única muesca —dijo la señorita Arlotta—. Llevamos aquí ciento nueve años y tú tienes un total de dieciocho muescas negras, ni una estrella dorada, y una sola muesca. Y todavía no estoy convencida de que no la consiguieras por pura suerte.

Rosebud no dijo nada. De hecho, la muesca que consiguió por ayudar a una pareja a encender la llama de su amor durante la luna de miel había sido un accidente. Molesta con una joven que no paraba de hablar, Rosebud había llenado la bañera y la había empujado dentro. Imaginaba que la mujer tendría que callarse bajo el agua. ¿Cómo iba a imaginarse que el novio encontraría tremendamente erótica a su mujer cuando estaba empapada?

—Digamos que no vas corriendo por la carretera que lleva hasta el Gran Picnic en el cielo —continuó la jefa—. Después de cómo giraste la cama de la última pareja que te asigné, tuve que dejarte en suspensión permanente. Les diste un susto de muerte y el novio se hizo un esguince en una pierna cuando trató de saltar.

—Me merezco la suspensión —admitió Rosebud batiendo las pestañas. Lo cierto era que le gustaba estar en suspensión. Mientras durara, podría leer y ver películas hasta la saciedad. Y estaba esperando a recibir un DVD de seis horas que se titulaba Orgullo y prejuicio.

—Si no consigues las diez muescas en el poste de la cama ficticio del libro de hazañas, el juez y yo permaneceremos aquí atrapados contigo —explicó la señorita Arlotta con impaciencia—. Lo sabes. No es sólo por ti. El Juez y yo sólo podremos marcharnos cuando todas vosotras estéis fuera.

—Sí, pero…

—Nada de peros. Todo el mundo sabe que no estás esforzándote. Incluso Flo, que no ha sido feliz ni un solo día desde 1895 a causa de su problema con el corsé, tiene más muescas que tú. Eres una chica inteligente, Rosebud. Te voy a dar un trabajo que te parecerá sencillo como un paseo por el parque.

Mala elección de frase, teniendo en cuenta que todas trataban de marcharse al Gran Picnic, donde esperaban pasear por el parque durante la eternidad. Sin embargo, Rosebud no estaba tan segura de querer ir. Quería asegurarse de que allí hubiera libros, películas y un televisor, ya que, si no, no le interesaba ir.

La señorita Arlotta interrumpió sus pensamientos chasqueando los dedos.

—Será mejor que consigas que esta pareja funcione, Rosebud, o no sé qué voy a hacer contigo. Mueve el trasero y ve a ver a la novia. Se llama Vanessa Westicott. Es rica y malcriada, igual que solías ser tú, así que seréis como almas gemelas.

Rosebud se mordió el labio inferior.

—Supongo que no hay manera de librarse de esto, ¿verdad?

—No. Vamos. Está en el recibidor mirando el lugar. Mientras le muestran el hotel, tu puedes echarle un vistazo y trazar un plan. Con todos los libros que lees deberías ser muy buena en ese tipo de cosas.

—Quizá pueda terminar el encargo y conseguir una muesca antes de que llegue mi DVD —murmuró Rosebud mientras se encaminaba al recibidor.

Vio que había un grupo de mujeres en lo que había sido el salón principal, pero no se unió a ellas. Las únicas dos que le caían bien eran la dulce Sunshine y la cascarrabias de Belle, la que estaba fumando un cigarrillo el día que Rosebud llegó, y ya habían traspasado el umbral hacia el Más Allá. Las otras eran muy aburridas.

Cuando aceptó el trabajo no se dio cuenta de que, por lo general, las prostitutas no eran muy brillantes. Flo no paraba de quejarse sobre el corsé que no podía desabrocharse y Mimi y Desdemoaner eran muy pesadas. También estaba la Condesa.

—La Condesa —dijo Rosebud—. Yo tengo más clase en el dedo meñique que esa fulana en todo el cuerpo.

Flo, Des, la Condesa… Sólo hablaban de hombres. Parecían disfrutar ayudando a las parejas a encontrar la felicidad conyugal, pero también lloriqueaban constantemente sobre cómo les gustaría liarse con los novios que les asignaban. Algo que, por supuesto, iba en contra de las normas.

Una norma que no molestaba demasiado a Rosebud.

Rosebud buscó a Vanessa por la zona de la recepción, pero no la encontró. Lo único que había eran dos recepcionistas y varias parejas que claramente no necesitaban ayuda. También había un hombre solo con un traje oscuro. Tenía el cabello oscuro, era alto y de anchas espaldas y muy atractivo visto desde atrás.

Lo miró con los ojos entrecerrados y deseó saber cómo pedir unas gafas nuevas por Internet. Las suyas eran las mejores del año 1895, pero habían quedado atrasadas en el mundo moderno.

Sobre todo, cuando lo que había que mirar era algo tan interesante.

Pasó junto a una pareja que había al lado de una de las palmeras y la mujer se estremeció y se acurrucó junto a su marido. Rosebud los ignoró y trató de ver mejor al hombre que estaba junto a la ventana retirando la cortina para mirar hacia el exterior.

—Date la vuelta —susurró ella, tratando de implantarle el pensamiento en su cabeza. Si Belle estuviera allí. A ella se le daba muy bien eso de implantar pensamientos.

Por desgracia, Rosebud no compartía el talento de Belle.

Echó la cabeza hacia un lado y trató de descubrir por qué se sentía tan intrigada por ese hombre. Sí, le gustaba su aspecto, pero había algo más.

Se sentía atraída por él. Era algo extraño. Quería saber quién era, qué hacía allí y cuál era su aspecto.