Pensar la tecnología - Antonio Diéguez - E-Book

Pensar la tecnología E-Book

Antonio Diéguez

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Beschreibung

Un ensayo que desmonta los mitos del determinismo tecnológico y reivindica la necesidad de pensar y debatir la tecnología, para decidir cómo queremos vivir. Desde hace años, vivimos inmersos en una incesante explosión tecnológica que cada día nos ofrece nuevas (y a veces inquietantes) sorpresas: inteligencia artificial, biotecnología, edición genética, biónica… Ante esta evolución exponencial, con frecuencia se repite acríticamente que "no se pueden poner puertas al campo", como si la tecnología fuera un Frankenstein, una entidad incontrolable por sus creadores. Sin embargo, la tecnología no es una realidad objetiva autónoma y ajena a nosotros, sino que modifica el hábitat en el que vivimos, y configura lo que somos y cómo somos. Por eso, su desarrollo plantea un sinfín de cuestiones que merecen ser pensadas y debatidas, aunque los voceros del determinismo tecnológico intenten convencernos de lo contrario. En este ensayo, Antonio Diéguez Lucena, uno de los principales referentes en el ámbito de la filosofía de la tecnología, aborda algunos de los principales interrogantes que plantea el desarrollo tecnológico actual, como el determinismo tecnológico, la supuesta neutralidad moral de la tecnología, la ética de la inteligencia artificial (y los desafíos que plantea para la democracia y la justicia social), el transhumanismo o la biotecnología. Una reivindicación profundamente argumentada para que nada nos prive de una facultad que nos compete a todos: la de pensar y decidir cómo queremos vivir. ¿A qué responde este libro? - Cuestionar los grandes tópicos de la tecnología. - ¿Podemos hablar realmente de determinismo tecnológico? - ¿Pueden ser responsables las máquinas social y jurídicamente? - ¿Cómo debería regularse la Inteligencia Artificial? - ¿Estamos al albor de una des-extinción de las especies?

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PENSAR LA TECNOLOGÍA

PENSAR LA TECNOLOGÍA

Una guía para comprender filosóficamente el desarrollo tecnológico actual

ANTONIO DIÉGUEZ

Pensar la tecnología. Una guía para comprender filosóficamente el desarrollo tecnológico actual

© Antonio Diéguez, 2024

© de esta edición, Shackleton Books, S. L., 2024

@Shackletonbooks

www.shackletonbooks.com

Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L.

Diseño de cubierta: Lookatcia

Diseño y maquetación: reverté-aguilar

Conversión a ebook: Iglú ebooks

ISBN: 978-84-1361-332-1

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.

Índice de contenido

Introducción
¿Cómo entender la tecnología? Una ­aproximación filosófica
Algunas consideraciones terminológicas
¿Por qué la filosofía de la tecnología?
Tópicos falsos sobre la tecnología
No deberíamos aceptar el ­determinismo tecnológico
Variantes del determinismo tecnológico
Los problemas para justificar el determinismo tecnológico
Tecnología, responsabilidad y democracia
Hacia un obrar tecnológico responsable
¿Pueden ser responsables las máquinas?
¿Cómo deberían ser tratadas las máquinas inteligentes?
Tecnología y democracia
Transhumanismo y gobernanza de la ­inteligencia artificial
El transhumanismo como ideología
¿Estamos tan cerca del dominio de las máquinas?
La AGI, la automejora y la superinteligencia artificial
La regulación de la inteligencia artificial
Biotecnología: un camino abierto
El mejoramiento humano y la naturaleza humana
La extensión de la vida humana
La desextinción de especies
Epílogo
Bibliografía

Introducción

Es difícil decir algo bien medido acerca de la tecnología en estos tiempos en los que en las noticias periodísticas y en los mensajes difundidos en las redes sociales, a veces por grandes protagonistas del actual desarrollo tecnológico, se pasa de la utopía a la distopía, o de la esperanza al miedo, en cuestión de horas. Nadie, ni siquiera los científicos e ingenieros que trabajan a diario en la generación de las sorprendentes innovaciones que nos están cambiando la vida a un ritmo desatado, pueden hacer estimaciones precisas y fiables sobre el alcance de lo que está ocurriendo. Solo sabemos, porque se nos repite sin cesar, que en pocos años muchas cosas habrán cambiado tanto que la vida humana podría volverse algo radicalmente diferente a la que hemos conocido, para bien o para mal.

Aun contando con ello, me he atrevido a escribir este libro sobre ciertos aspectos filosóficos de la tecnología que espero que proporcione alguna orientación útil para moverse en ese laberinto de declaraciones y de noticias. He pretendido ofrecer un mensaje crítico y razonado de lo que la tecnología significa, alejado del optimismo tecnoutópico, que frecuentemente roza con lo ridícu­lo, y del pesimismo catastrofista que busca llamar la atención sobre el mensaje mismo y su autor antes que sobre los problemas que pretende resolver. La tecnología no es algo extraño que nos enajena de nuestra verdadera esencia, ni es la vía rápida a la desaparición de nuestra especie, pero tampoco es la respuesta a todas las preguntas, aunque solo sea porque, como ya vio Ortega, la tecnología no basta para dar contenido a una vida.

Hemos visto en los últimos años cómo el debate sobre nuestra relación con la tecnología y sobre el futuro que nos depara se ha intensificado a raíz de los éxitos de la inteligencia artificial particu­lar o estrecha (narrow). Son sistemas diseñados y programados para la resolución de tareas concretas que, cuando las realiza un ser humano, requieren inteligencia. Sus avances han sido espectacu­lares en muchos campos: biomedicina, traducción, búsquedas en internet, publicidad personalizada y comercio electrónico, juegos, reconocimiento de imágenes, ciberseguridad, ­finanzas, robótica y (desgraciadamente) en el uso militar de la IA. En el ámbito académico, por mencionar un ejemplo, la traducción automática ha mejorado de forma espectacu­lar y se ha vuelto de gran ayuda, y lo mismo puede decirse de las herramientas para la búsqueda de información científica. Estos usos se seguirán extendiendo sin lugar a dudas (internet de las cosas, vehícu­los autónomos, robótica asistencial, planificación social) y traerán aún mayores beneficios. Sin embargo, los recelos también se han agudizado. Y no tanto, como sería comprensible que fuera, a causa de los malos usos que se están haciendo de los sistemas de inteligencia artificial que tenemos, sino por la (remota) posibilidad futura de que máquinas con una inteligencia muy superior a la humana tomen el control del planeta y acaben con nosotros, quizá no por maldad, sino por simple indiferencia. Que esta posibilidad se haya convertido en el tema principal de discusión en los medios de comunicación en relación con el desarrollo de la inteligencia artificial es una clara señal, en mi opinión, de que no se está pensando con el cuidado suficiente sobre este asunto. En el cuarto capítulo de este libro intento explicar por qué.

En este debate han ocupado un lugar central los intentos de establecer criterios acerca de lo que diferencia la conducta inteligente de los seres humanos de la de las máquinas. Empezamos a entender mejor y a valorar lo que hay de específico en nuestra inteligencia y en la de los animales. Las neurociencias venían destacando desde hace tiempo el papel de las emociones para explicar el comportamiento racional. La vieja dicotomía razón/emoción (o sentimientos) está debilitándose. No porque no haya diferencia alguna entre las dos instancias, sino porque se complementan en el modo en que funcionan. Esto nos ha llevado ­también a estar más dispuestos a asumir la importancia del cuerpo biológico en fenómenos carentes hasta ahora de una buena explicación científica, como la consciencia y la voluntad libre. En todo ello estamos cerca de los animales, como también la ciencia está poniendo de manifiesto, y muy lejos de las máquinas. No sabemos si tendremos alguna vez máquinas con inteligencia artificial general en lugar de particu­lar, pero parece cada vez más claro que, si las tenemos, su inteligencia será muy diferente de la inteligencia ­humana.

Por otro lado, esta discusión ha puesto en evidencia para algunos la necesidad de tomar en consideración la vulnerabilidad humana, no como algo que se debería eliminar o reducir al mínimo, tal como proponen los transhumanistas, sino como una condición que nos caracteriza y que debe ser valorada como fuente de cohesión social, a través de la solidaridad, o como base de una visión del mundo centrada en el cuidado y en la responsabilidad hacia los demás. De ahí, en parte, la relevancia que ha cobrado el tema del alineamiento de las máquinas, es decir, el problema de cómo conseguir que las máquinas inteligentes, desde los robots asistenciales a las hipotéticas superinteligencias artificiales futuras, entiendan y asuman el comportamiento moral humano y elaboren sus decisiones respetando unas normas morales básicas. Aunque hay ya propuestas interesantes al respecto, está casi todo por resolver en este tema, en el que nos jugamos mucho.

Las biotecnologías han atraído también buena parte de la atención pública, y a ellas dedicaremos el último capítulo. Las expectativas surgidas a causa de su desarrollo son muchas, puesto que sus efectos sobre la salud, el bienestar y la longevidad del ser humano pueden ser enormes, y, de hecho, lo están siendo ya en forma de nuevos medicamentos, de nuevas terapias y de nuevos instrumentos de diagnóstico; pero este desarrollo también ha dado pie a la aparición de propuestas inquietantes e incluso ominosas, como las puestas en circu­lación por el transhumanismo. La idea de poder seleccionar en un futuro no muy lejano los genes que deseemos para nuestra descendencia, trayendo al mundo bebés a la carta, ha hecho recordar los peligros de la vieja eugenesia, algunos de los cuales perviven en este concepto por más que, según sus defensores, todo se base en la libre elección de los padres y no en un ideal de ser humano promovido desde una ideología racista o desde las élites en el poder. La discusión (no solo bioética) sobre los efectos previsibles de una futura edición genética aplicada a nuestra especie ha dejado de ser ya ética especu­lativa, sobre todo después de que en 2018 el científico chino He Jiankui anunciara haber editado genéticamente embriones humanos con el objetivo de su mejora (inmunidad frente al VIH) y haber permitido la gestación de tres de ellos y el consiguiente nacimiento de tres ­niñas.

La tecnología nos constituye hoy como la sociedad que somos y como las personas que somos, puesto que sin ella sería imposible la mera supervivencia y el despliegue de un proyecto de vida valioso y fructífero. Sin embargo, desconocemos mucho acerca de las formas que toma la tecnología actual. No solo de su funcionamiento, lo que es lógico dada su complejidad y diversidad, sino del modo mismo en que actúa y conforma nuestra condición humana. El objetivo central de las páginas que siguen es arrojar algo de luz sobre este asunto.

El contenido del libro se desarrolla como sigue. En el primer capítulo se aclara qué vamos a entender por tecnología y se explica por qué la reflexión filosófica sobre la tecnología es particu­larmente relevante en el momento presente, en el que las rápidas innovaciones generan una amplia desazón e inducen a la confusión y a la desorientación. Se mencionan asimismo tres tópicos sobre la tecnología y las razones por las que deberían abandonarse: el de que la tecnología es neutral, solo una herramienta que se puede usar bien o mal; el de que la tecnología nos deshumaniza, y el de que la tecnología está fuera de control. Este último es analizado con detalle en el capítulo siguiente.

En el segundo capítulo se discute, en efecto, la tesis del determinismo tecnológico, según la cual la tecnología es intrínsecamente (o se ha vuelto) incontrolable: su desarrollo es autónomo y sigue una lógica interna, y el ser humano poco o nada puede hacer ya por reconducirlo hacia sus intereses. Se la distinguirá de otra tesis con la que suele ligarse, a saber, la de que el desarrollo tecnológico determina (o influye fuertemente en) el curso de la historia y, por ende, en el modo en que se estructuran la sociedad y los procesos económicos y políticos. Esta tesis, a la que podríamos llamar «determinismo de los historiadores», también es conocida como «sustantivismo».

Aclaremos ya que no es contradictorio defender que la tecnología casi nunca es neutral desde el punto de vista axiológico, sino que porta una carga valorativa, y rechazar al mismo tiempo el determinismo tecnológico en el sentido que aquí asumimos. Lo único que implica esa combinación de posturas es la necesidad de reconocer que el control de los cambios tecnológicos no es fácil, puesto que exige frecuentemente cambios en ciertos valores o en el modo en que hemos valorado determinadas tecnologías, y que esos cambios, para ser efectivos, deben ir más allá de la mera sustitución de aparatos o instrumentos y dirigirse a los fines mismos que queremos conseguir a través de la tecnología.

En el tercer capítulo se analizan tres cuestiones centrales en la filosofía de la tecnología: el modo en que puede contrarrestarse la tendencia a la dilución de responsabilidades debida a la producción y el uso de la tecnología, la posibilidad de dar alguna consideración moral a las máquinas e incluso de atribuirles alguna responsabilidad (moral) y, finalmente, las complejas relaciones entre tecnología y democracia, y más en concreto si las tecnologías digitales están debilitando o fortaleciendo a la democracia.

El cuarto capítulo entra de lleno en el debate actual sobre la inteligencia artificial y sobre la posibilidad de que en el futuro podamos tener máquinas con una inteligencia igual o superior a la humana en todos los aspectos. Es una cuestión difícil porque, como veremos, entre los propios expertos en el campo el desa­cuerdo es radical. Las posiciones van desde los que piensan que tendremos inteligencia artificial general muy pronto y no tardará en convertirse a sí misma en superinteligencia artificial, lo cual pondrá entonces en riesgo la propia supervivencia de nuestra especie, hasta los que creen que esto son solo historias de ciencia ficción y que nada de lo que se está consiguiendo hoy con los sistemas más potentes de inteligencia artificial nos está acercando lo más mínimo a esa inteligencia artificial general de la que tanto se habla. En el capítulo se tomará posición en este debate y se explicarán las razones que la justifican.

Finalmente, el último capítulo se centra en tres facetas de la biotecnología que pueden tener una gran repercusión pública en los próximos años y que están generando ya un intenso debate filosófico: la edición genética de seres humanos con vistas a su mejoramiento, la extensión significativa de la duración de la vida humana y la des-extinción o «resurrección» de especies como paliativo de la pérdida de biodiversidad. En este capítulo no nos interesaremos tanto por la factibilidad tecnológica de esos objetivos como por las previsibles consecuencias que podrían tener en caso de conseguirse y las repercusiones que ello tendría en algunas ideas filosóficas comunes, en especial en lo que concierne a la noción de naturaleza humana.

Son muchas las personas a las que tendría que agradecer la influencia intelectual que me ha permitido desarrollar las ideas recogidas en este libro. Como sería tedioso y fuera de lugar nombrarlas a todas, me ceñiré solo a las que en tiempos recientes han charlado o intercambiado ideas conmigo acerca de estos temas por algún medio o me han prestado una ayuda que ha servido para preparar el material en el que se basa el libro. Aún a riesgo de dejar a alguien fuera por despiste, he de mencionar los siguientes nombres: Manuel Arias Maldonado (quien revisó el apartado «Tecnología y democracia»), María Blasco, Fernando Broncano, Cristina Consuegra, Ana Cuevas, Pablo de Lora, Íñigo de Miguel, Javier Echeverría, Arantza Etxeberria, Pablo García Barranquero, Fali Godoy Rubio, Alfonso González Molina, María Antonia González Valerio, José María Herrera Pérez, Paco Lara Sánchez, Jorge E. ­Linares, Chantal Maillard, Alfredo Marcos, Pascual Martínez ­Freire, José Antonio Montano, Lluis Montoliu, Andrés Moya Simarro, Félix Ovejero Lucas, José Luis Pérez de la Cruz, Paul Palmqvist, Gonzalo Ramos Jiménez, Blanca Rodríguez López, Nuria Rodríguez Ortega, Luis Sanz Irles, Federico Soriguer, Manuel Toscano Méndez, Ángel Valencia Sanz y Jesús Zamora Bonilla. Debo dejar constancia también de la gran ayuda que me prestan, a la hora de recibir buena información o de pulir ideas, los amigos de las redes sociales. Pese a todo lo malo que se dice de ellas, bien utilizadas, como creo que ya he aprendido a hacer después de más de una década en ellas, se han convertido en una ayuda inestimable para mi trabajo y en el origen de amistades personales que estimo mucho.

La mayor parte del libro la escribí durante una estancia de investigación los meses de marzo, abril y mayo de 2023 en el Oxford Uehiro Centre for Practical Ethics. Agradezco a quien entonces era su director, Julian Savulescu, y a su sucesor cuando ya estuve allí, Roger Crisp, haber tenido la amabilidad de aceptar mi presencia como investigador visitante en tan prestigioso centro. Mi agradecimiento es también para el resto de los investigadores que estaban en el centro en ese momento, en especial para María J. Medina y Blanca Rodríguez, que contribuyeron con su compañía a hacer mucho más agradable la estancia, y, por supuesto, para el personal administrativo, amable, eficiente y siempre de gran ­ayuda.

Algunas partes de este libro son reelaboraciones actualizadas de textos publicados con anterioridad. En concreto, el segundo capítulo apareció publicado en 2005 en la revista Argumentos de Razón Técnica. Agradezco a los editores de esta publicación el permiso que en su día me dieron para reutilizar el texto.

Se han incluido también, ampliamente modificados, algunos artícu­los aparecidos en medios de prensa digital o impresa, en concreto en The Conversation (apartado «Tópicos falsos sobre la tecnología»), Letras Libres (apartado «¿Pueden ser responsables las máquinas?»), El Confidencial (apartado «La AGI, la automejora y la inteligencia artificial») y Jot Down (apartado «La regulación de la inteligencia artificial»). Agradezco igualmente a estos medios de comunicación su buena disposición a la hora de publicarlos y su amabilidad por no poner obstácu­los a su uso.

¿Cómo entender la tecnología? Una ­aproximación filosófica

Dado que hoy en día la técnica alcanza a casi todo lo que concierne a los hombres —vida y muerte, pensamiento y sentimiento, acción y padecimiento, entorno y cosas, deseos y destino, presente y futuro—, en resumen, dado que se ha convertido en un problema tanto central como apremiante de toda la existencia humana sobre la tierra, ya es un asunto de la filosofía, y tiene que haber algo así como una filosofía de la tecnología.

Hans Jonas, Técnica, medicina y ética

En la medida en que nuestra sociedad es tecnológica en su base, la filosofía de la tecnología es su autoconciencia teórica. La filosofía de la tecnología nos enseña a reflexionar sobre lo que más damos por sentado, es decir, la racionalidad de la modernidad. No se puede sobrestimar la importancia de esta perspectiva.

Andrew Feenberg, Technology, Modernity, and Democracy

Algunas consideraciones terminológicas

Es costumbre amable comenzar cualquier discurso por aclarar de qué se quiere hablar. Este libro trata de filosofía de la tecnología, o al menos de preguntas filosóficas acerca de algunas tecnologías, pero no es una introducción a la filosofía de la tecnología porque solo presenta algunos de los temas que serían exigibles en un libro de ese tipo. No me atreveré a intentar definir aquí la filosofía. Una tarea así exigiría algo más que unos pocos párrafos si se quiere hacer con dignidad. Para la ocasión bastará con la idea intuitiva que el lector pueda tener al respecto. Pero, por eso mismo, para no dejarlo todo a esas intuiciones previas, algo se ha de decir sobre la noción de tecnología, y eso ya presenta bastantes complicaciones. La tecnología es la técnica basada en la ciencia, ligada al sistema de producción industrial y desarrollada mediante el diseño. No pretendo que esto pase por una definición rigurosa. Sé que el tema es controvertido, que el término encierra una gran variedad de significados y que no hay una definición consensuada. No obstante, con esta caracterización que acabo de hacer no creo imponer un uso extraño. Este es también en lo esencial el modo en que lo entiende, por ejemplo, Mario Bunge (1985, pp. 231-241), Miguel Ángel Quintanilla, en un libro que ha tenido gran influencia en la filosofía de la tecnología de habla hispana: Tecnología: un enfoque filosófico (1989, pp. 33-36), y también Fernando Broncano (2000, pp. 95-99).

Cierto es que la ciencia y la industria no son los únicos factores relevantes en el desarrollo tecnológico. Están implicados también factores culturales, sociales, económicos e históricos que no deben ser descuidados, pero en nuestra lengua solemos hablar de tecnología para referirnos a las técnicas contemporáneas, cuya complejidad y eficacia ha tenido como base alguna ciencia, desde las máquinas de vapor, con la termodinámica, hasta los ordenadores actuales, con la teoría de la computación. Por lo tanto, en un sentido más amplio, habrá que incluir al menos algunos de esos factores, como luego diremos.

Quizá alguien se impaciente pensando que entonces lo que hay que definir en primer lugar es el término técnica. También aquí hay definiciones para todos los gustos. Creo que una buena definición, que recoge los referentes más importantes, es la que proporciona el filósofo finlandés Ilkka Niiniluoto (1984, p. 258), aunque lo que él quería caracterizar en realidad era el término technology. Esta es la lista de cosas a las que designamos como técnicas:

Los instrumentos o artefactos que el hombre ha creado para la interacción con la naturaleza.El uso de tales instrumentos.Las habilidades (o know how) requeridas para el uso de estos instrumentos.El diseño de estos instrumentos.La producción de estos instrumentos.El conocimiento necesario para el diseño y la producción de estos instrumentos.

Las técnicas en el sentido a), b) y c) existirían ya en los animales (p. ej., la tela de la araña o los instrumentos que usan habitualmente los chimpancés en la naturaleza). Sin embargo, la creación del lenguaje y de las formas más altas de pensamiento hizo del ser humano el único animal con técnica en los sentidos d), e) y f) y capaz de generar progreso tecnológico, es decir, con conocimiento sobre las técnicas y con capacidad para inventar y diseñar nuevos artefactos, que es lo que hemos llamado tecnología. Lo propio de nuestra especie (y según todos los indicios también de otras ­especies extintas de nuestro género) sería la planificación y el diseño de los artefactos, con una idea previa del objetivo que se pretende conseguir, mediante el uso de conocimientos acumulados tras generaciones. Así pues, el uso y fabricación de utensilios no es característico de los humanos, puesto que otras especies tienen esa capacidad, pero sí lo es el diseño previo de las herramientas, lo que podríamos llamar «capacidad ingenieril».

En la lengua inglesa, el significado del término technology es muy amplio y puede usarse para referirse, por ejemplo, a herramientas prehistóricas y artesanales. También en español se puede hablar en este sentido de tecnología lítica, como hacen a veces los paleoantropólogos, quizá por influencia del inglés, pero lo más habitual en nuestro idioma es reservar la palabra técnica, en lugar de tecnología, para hacer mención de las habilidades, prácticas, utensilios y objetos que el ser humano ha creado para transformar la realidad a lo largo de toda su historia sin ayuda de la ciencia. Al abarcar el término technology tanto la moderna tecnología como lo que en español llamamos técnica (aunque el inglés tiene para esto también la palabra technique), el inglés se distancia de otras lenguas europeas (Schatzberg 2018, cap. 1). Hay quien prefiere este uso general de la palabra tecnología, pero entonces se ve obligado a distinguir entre la tecnología tradicional y la moderna o industrial. El peligro que este uso tan genérico encierra es que sugiere que hay una continuidad esencial en el desarrollo de la técnica a lo largo de toda la historia de la humanidad, siendo la tecnología no más que una extensión y mejora de las técnicas artesanales. Desde un punto de vista histórico, sin embargo, una visión continuista como esta resulta poco defendible, aunque no haya por ello que marcar una separación tan abismal entre ambas como la que estableció Heidegger.

En realidad, el término tecnología tiene una historia no demasiado larga. Si dejamos de lado algún uso esporádico en griego clásico, con un significado distinto al nuestro, el término surge en el latín académico en el siglo XVII, introducido por Petrus Ramus, para designar el estudio y sistematización tanto de las artes liberales como de las artes mecánicas. En inglés, con un sentido más cercano al actual, fue introducido por el profesor de Harvard Jacob Bigelow en un libro publicado en 1829 con el título de Elementos de tecnología, aunque tuvo poca influencia (Misa 2009).

El sentido contemporáneo de tecnología, ligado ya claramente a las ingenierías, es empleado en 1861, todavía de forma poco consciente de sus implicaciones, cuando se crea cerca de Boston, en Cambridge, el Massachusetts Institute of Technology (Schatzberg 2018, cap. 6). Podría decirse, sin embargo, que esta es todavía la golondrina que no hace verano. Es significativo que Ortega en su Meditación de la técnica, publicada como libro en 1939, pero procedente de unas conferencias de 1933, no emplee aún el término tecnología y llame técnicas a los procedimientos y productos de la ciencia. Y lo mismo hace Heidegger en alemán en su famoso artícu­lo de 1954 «La pregunta por la técnica».

No debe inferirse de lo anterior que la tecnología deba considerarse como mera ciencia aplicada, en el sentido de que primero ha de tenerse siempre un desarrollo teórico en la ciencia y, como consecuencia de él, se busca la manera de obtener resultados prácticos de esos conocimientos construyendo máquinas o instrumentos que puedan implementarlos. Los dos ejemplos que puse antes, el de las máquinas de vapor y el de los ordenadores, muestran que la relación puede ir en sentido contrario. En ambos casos fue la tecnología la que tiró del carro del avance teórico, dada la necesidad de mejorar los instrumentos existentes (que, a su vez, contaban ya también con una base de conocimientos científicos previos, aunque poco desarrollada). Las relaciones entre ciencia y tecnología se parecen más a un proceso de retroalimentación que a una dependencia en un solo sentido. Muchas veces el sentido va de la ciencia a la tecnología, buscando la aplicación práctica de lo que se sabe, pero en otras la tecnología se desarrolla rápidamente y reclama para esas mejoras conocimientos teóricos que la ciencia aún no había proporcionado. La tecnología puede ser, pues, el motor de conocimientos teóricos que quizá no habrían surgido hasta mucho más tarde sin su empuje decisivo. Por otra parte, la tecnología implica conocimientos tácitos, muchos de tipo práctico (know how), que no proceden de la ciencia.

El término tecnología es un paraguas bajo el que se incluyen, pues, elementos diversos. Aunque en el uso común es habitual identificar la tecnología con las máquinas o los aparatos, lo cierto es que tales cosas son solo la punta del iceberg de procesos más amplios y complejos. Creo que tenía razón Popper cuando insistía en que no es muy útil discutir sobre palabras, así que no me propongo defender esta noción de tecnología como la única posible. Es solo la que creo más clarificadora.

¿Por qué la filosofía de la tecnología?

Como disciplina académica, la filosofía de la tecnología comienza su marcha en los años 70 y 80 del siglo pasado. La Society for the Philosophy of Technology se fundó en 1976. Su tarea consiste ante todo en la reflexión sobre la naturaleza, características e impactos de la tecnología sobre el ser humano, la sociedad, la cultura y la naturaleza. Hay un conjunto de problemas centrales que han sido tratados en ella y que podemos separar a efectos didácticos en tres grupos:

Problemas ontológicos (diferencia entre lo artificial y lo natural, diferencias entre organismos y máquinas, estatus ontológico de los artefactos, posibilidad de mente y consciencia en las máquinas).Problemas metodológicos y epistemológicos (relación entre cien­cia y tecnología, qué es y qué caracteriza a la tecnociencia, cómo progresa la tecnología, papel del diseño, de la creatividad, de la invención y de la innovación, caracterización de la «mentalidad ingenieril», tecnología y arte, tecnología e ideología, evaluación de riesgos, toma de decisiones e incertidumbre).Problemas éticos, políticos, sociales, culturales y antropológicos (impacto del desarrollo tecnológico en la libertad y en la igualdad, pérdida de la privacidad, posibilidad de control/autonomía de la tecnología, ética de la responsabilidad, la (no) neutralidad axiológica de la tecnología, regulación de las nuevas tecnologías, transformación del ser humano (transhumanismo, etc.), relación del ser humano con la naturaleza, ética de la inteligencia artificial).

Como puede verse por su tardío origen, la filosofía de la tecnología ha sido un tema olvidado. Las razones de este olvido son diversas. Se ha dicho que el prejuicio filosófico clásico en favor de lo teórico o de lo práctico (en el sentido de praxis, de acción moral o social) hizo que se desatendiera lo relacionado con la producción (poiesis). O, por decirlo en términos latinos, el interés por lo teórico y lo agible (del latín agere) tendió a ocultar lo factible (del latín facere), es decir, el ámbito de las artes mecánicas. Langdon Winner llega a hablar de un sonambulismo tecnológico en el que los seres humanos hemos estado inmersos, desentendiéndonos del modo en que la técnica transformaba nuestras vidas. Gilbert Hottois contrapuso por su parte el mundo tecnológico y el universo simbólico, lo que explicaba, según él, que la filosofía le hubiera prestado tan poca atención a la tecnología. La técnica es «lo otro que el símbolo», decía, algo que no puede ser integrado por medio del lenguaje. Se ha dicho también que la extendida visión de la tecnología como ciencia aplicada o como colección de artefactos neutrales conducía a otorgar escasa importancia a su análisis filosófico (si la tecnología no es más que ciencia aplicada, lo que interesa realmente es analizar el proceso de elaboración y justificación en la ciencia, que sería la base de su aplicabilidad).

No obstante, cabe señalar algunos hitos en la reflexión temprana sobre la técnica y la producción. Para Platón, techne significaba arte, habilidad mediante la cual se hace algo siguiendo ciertas reglas: generalmente se transforma una realidad natural en una realidad «artificial». Significaba también oficio y las reglas por medio de las cuales se consigue algo en él. En ese sentido, por ejemplo, se emplea el término al hablar del arte de navegar, el arte de la caza, el arte de gobernar, el arte de la carpintería o el arte de curar. También cuando hablamos hoy de un jugador de fútbol con técnica, un bailarín con técnica o la técnica de la pintura al óleo. Por tanto, techne es lo que puede aprenderse con la práctica, un saber cómo hacer las cosas que requiere de la adquisición de un conocimiento racional experto.

Para Aristóteles, en cambio, la techne es algo más teórico que una mera habilidad o arte. En su Metafísica (I, 981a y b) dice que es un modo de saber a medio camino entre la experiencia (empeiria) y la ciencia (episteme). La experiencia versa sobre lo singular, lo individual, y por eso no puede enseñarse, mientras que la técnica versa sobre lo general: es un saber por qué las cosas son así, conociendo sus causas, sin llegar a conocer la esencia o sin llegar a saber por qué las cosas son necesariamente así (episteme). La técnica, a diferencia de la ciencia, no trata sobre cosas necesarias y eternas, sino sobre cosas contingentes, sobre cosas que podrían haber llegado a ser de otro modo. El técnico sabe por qué hay que hacer las cosas de cierto modo, aun cuando pudieran hacerse de otro modo. Lo que el técnico como tal no sabe es por qué ciertas cosas no podrían ser de otro modo, como sucede en la naturaleza. La técnica, en suma, —nos dice en la Ética a Nicómaco (VI, 4)— es una disposición racional para la producción (poiétiké). En todo caso, aunque Aristóteles subraye su aspecto cognitivo, para él la techne está radicalmente separada de la ciencia. Y viceversa.

No obstante, estas reflexiones y algunas otras que podrían citarse son puntuales y esporádicas. Por ello, puede decirse que los primeros pensadores que prestaron una atención detenida al tema están en el siglo XX, y Ortega y Gasset fue uno de ellos. Un pionero sin lugar a dudas, puesto que su Meditación de la técnica, como ya hemos dicho, se publicó como libro en 1939. Con anterioridad a la obra de Ortega, quizá las aportaciones más significativas sean el libro del radiólogo alemán Friedrich Dessauer Filosofía de la técnica, de 1927, el del filósofo Oswald Spengler El hombre y la técnica, de 1931, el del escritor Ernst Jünger El trabajador, de 1932, y, en especial, el libro del historiador norteamericano Lewis Mumford Técnica y civilización, de 1934. También pueden considerarse como reflexiones artísticas sobre la técnica (y muy influyentes, por cierto) obras de la literatura o del cine, como Frankenstein, de Mary Shelley, publicada en 1818, la novela de Samuel Butler Erewhom, de 1872, varias de las novelas de Julio Verne, Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932), la pelícu­la Metrópolis de Fritz Lang (1927), o Tiempos modernos, de Charles Chaplin (1936).

Ninguna de las aportaciones filosóficas o teóricas mencionadas (dejemos de lado las artísticas) es tan abrumadoramente superior como para descuidar la importancia del libro de Ortega. Y, sin embargo, tristemente, eso es lo que sucede, al menos fuera del mundo de habla hispana, donde Heidegger suele ser el primer filósofo que se señala como iniciador de este campo, con su artícu­lo «La pregunta por la técnica».

Las reflexiones de Ortega y Heidegger siguen señalando dos vías principales por las que, simplificando mucho, puede decirse que marchó buena parte de la filosofía de la tecnología posterior: una centrada en cómo hacer que la tecnología se acople a nuestros fines y otra centrada en analizar el modo en que la tecnología distorsiona la determinación propia y genuina de esos fines.

Ortega sostiene que la técnica no es algo meramente instrumental ni circunstancial que se ha dado de forma contingente en nuestra historia como especie. Se trata, por el contrario, de nuestro medio, del ámbito mismo, superpuesto a la naturaleza, en el que el ser humano se desarrolla y busca su bienestar. No nos sentimos cómodos en la naturaleza. La naturaleza no es nuestro hogar. Habitamos más bien, según Ortega, en una «sobrenaturaleza» que creamos con la tecnología. No tiene sentido, pues, propugnar una vuelta a lo natural, como proponen algunos. No solo no es posible, sino que tampoco sería deseable, puesto que significaría renunciar a ese bienestar. La tecnofobia y el neoludismo serían malos consejeros, por tanto, para enfrentar la situación actual.

El bienestar que nos procura la técnica no se debe tanto a que nos permita satisfacer eficazmente nuestras necesidades básicas (alimento, abrigo, descanso, etc.), que en los animales se satisfacen por instinto, como a que resulta imprescindible para ­satisfacer muchas otras necesidades que son en realidad superfluas desde un punto de vista biológico, pero sin las cuales la vida no sería auténticamente humana. «Necesidades superfluas» es un oxímoron, pero todos sabemos a qué se refiere Ortega con esa expresión: escuchar música, leer, hablar con un amigo, asistir a una exposición, viajar, saborear un buen plato…, y, sobre todo, tener tiempo y ocasiones para desarrollar un proyecto vital propio. ­Estas necesidades superfluas van cambiando con la historia, la cultura, los gustos individuales y las posibilidades que ofrece el propio desarrollo tecnológico.

Ahora bien, en esta misma cualidad de la técnica —en su gran capacidad para proporcionar bienestar— radica también, según Ortega, uno de sus principales peligros. Al poner a nuestro alcance una cantidad ingente de posibilidades, sin que ello vaya acompañado de una conciencia clara de la situación en la que esa apertura de opciones nos sitúa (más bien al contrario), la «hipertrofia de la técnica» puede conducir a una «crisis de los deseos». Sencillamente perdemos la capacidad para formar un proyecto vital auténtico, desorientados entre los múltiples atractivos de los productos que quedan a nuestra disposición, no sabiendo entonces qué desear. Perdemos de vista los fines que realmente nos deberían importar y ponemos toda nuestra confianza en la técnica misma, en su despliegue espectacu­lar. Pero la técnica en sí misma es algo vacío en este sentido, no puede proporcionar fines ni puede dar contenido significativo a un proyecto vital. Por eso, muchas personas experimentan en la actualidad una desorientación desasosegante que intentan solventar adoptando los deseos inducidos por la sociedad, en especial a través de los medios de comunicación de masas (y hoy diríamos a través de las redes sociales y los anuncios en internet). La crisis de los deseos es la crisis de los fines, la ausencia de una reflexión auténtica y explícita sobre los fines que queremos conseguir a través de la técnica.

Con algunas excepciones, y Ortega estaría entre ellas pese al peligro que acabamos de señalar, casi todos los grandes pensadores que analizaron el fenómeno tecnológico a lo largo del siglo XX fueron muy críticos con sus efectos negativos sobre el ser humano y sobre la comunidad social y tendieron a ofrecer una visión pesimista del futuro. Los casos de Heidegger, Ellul, Mumford y Marcuse son especialmente claros.

La posición de Heidegger sobre la tecnología es compleja y ha recibido interpretaciones dispares. Heidegger señalaba como causa de esos efectos negativos no a la tecnología como tal, sino a lo que él llamaba «la esencia de la técnica», el Gestell (disposición o imposición), que sería el modo de desvelar lo real propio de la técnica moderna, es decir, de la tecnología. Este modo de desvelar la realidad, de relacionarnos con ella, consiste, según Heidegger, en un estrechamiento forzado de nuestra visión que la hace aparecer como un mero depósito, un stock, un fondo de reservas, que está ahí dispuesto simplemente para su explotación por parte del ser humano. Todo queda reducido a recursos para ser utilizados a nuestra conveniencia, a bienes de consumo despojados de cualquier otro valor.

Los problemas fundamentales de la tecnología no han de buscarse, por consiguiente, en sus efectos prácticos sobre la sociedad, el mercado de trabajo o el medioambiente, sino en el modo de acercarse al mundo al que ella conduce, un modo en el que lo real nos aparece necesariamente de una forma limitada y pobre: como objetos de uso. El peligro fundamental que la técnica moderna representa —el «peligro supremo», según sus palabras— no consiste, pues, en que estemos propiciando la destrucción de la naturaleza o de las culturas tradicionales mediante su despliegue implacable, sino en que la comprensión tecnológica del Ser se torna exclusiva, incluyendo bajo ella al propio ser humano, que aparece entonces como un recurso más entre otros. El no haber sabido comprender que la raíz de los problemas de nuestro tiempo no estaba en los efectos de la técnica moderna, sino en su esencia, el Gestell, es lo que nos ha impedido ver hasta ahora que el peligro estaba en el modo limitado y excluyente en que la tecnología nos desvela la realidad (o el Ser).

El dominio del Gestell significa el dominio del pensamiento calcu­lador y controlador, que termina por constituirse en la única forma admitida de pensamiento y nos dificulta, e incluso impide, desvelar la realidad de formas más originarias y auténticas, como las que podrían proporcionarnos el arte o la poesía. En ese sentido, la tecnología sería, según su conocida interpretación, la culminación de la metafísica surgida con Platón, que condujo al olvido del Ser y a la idea moderna del mundo como algo representable. Como declara en la entrevista para Der Spiegel (Heidegger 1989a, p. 70), lo decisivo, lo inhóspito, está en que «todo funciona» y ese funcionamiento domina sobre todo lo demás, convirtiéndose en el valor supremo desde el que todo se juzga. Heidegger no ofrece ninguna solución al respecto, entre otras razones porque eso sería caer en el pensamiento calcu­lador que ve cualquier problema como un problema técnico susceptible de encontrar una solución. Lo único que cabe hacer es poner en juego un pensamiento meditativo frente al pensamiento calcu­lador y sugiere que deberíamos adoptar una actitud de desasimiento o de serenidad (Gelassenheit) frente a la tecnología. Deberíamos ser capaces de decir sí y no, al mismo tiempo, a sus potentes reclamos. Deberíamos aprender a utilizar los objetos de la tecnología manteniéndonos tan libres en ese uso que pudiéramos prescindir de ellos si así lo quisiéramos (Heidegger 1989b). Aunque hay que decir que no está claro si todo esto serviría para reconducir de alguna forma nuestra situación, puesto que en la entrevista mencionada hace esa afirmación tan rotunda (y quizá también malentendida) de que solo un dios puede aún salvarnos.

En otro escrito (Diéguez 2009), he esbozado una comparación entre las propuestas sobre la tecnología de Heidegger y Ortega y he explicado por qué la de este último puede ser una mejor guía para la acción tecnológica en la época en la que vivimos. Aquí, sin embargo, citaré solo un juicio de Fernando Broncano que asumo plenamente:

Su tesis de la técnica como desvelamiento de un destino al que la acción intencional es ajena lleva necesariamente a un desinterés por la cuestión de la transformación del presente como producción del futuro. Porque la comprensión de la técnica como un aparecer no puede desligarse de un pensamiento en el que el destino es inhumano, es ajeno, y en el que solo cabe una actitud poética de desa­simiento, una actitud que es aparente y superficialmente religiosa pero realmente hipócrita: no prohíbe el disfrute, incluso el disfrute irrestricto de los bienes de la técnica, no prohíbe el uso del poder, prohíbe el querer, el deseo, sobre todo el más profundo de los deseos, el de no someterse al destino. (Broncano 2000, p. 67).

He aquí, pues, descrito en unas breves notas, el comienzo de la reflexión filosófica sobre la tecnología. No se puede negar que algunas de las cuestiones que más nos inquietan en la actualidad fueron vistas desde el principio.

Hablamos por lo habitual de la tecnología como de algo que nos afecta de formas diversas, favorables o desfavorables, y no como algo que, de alguna manera, somos en realidad. Sin embargo, desde hace tiempo es perfectamente reconocible que somos lo que la tecnología ha hecho de nosotros, y que esta imbricación moldeadora no hace sino crecer. Javier Echeverría y Lola S. Almendros (2020) han acuñado el término tecnopersonas para referirse a esta estrecha unión entre la tecnología y lo que somos. Es ingenuo pensar, por ejemplo, que los desarrollos de la inteligencia artificial nos traerán máquinas más inteligentes, o más útiles y eficientes, pero que en el proceso nosotros quedaremos intactos. Desafortunadamente, nos dejamos distraer por el anuncio reiterado de que en el futuro existirán máquinas superinteligentes que lo controlarán todo y podrían llegar a destruirnos. O por la promesa de inmortalidad mediante el volcado de nuestra mente en una máquina. Como explicaremos después, esas son posibilidades demasiado remotas que impiden ver con claridad lo que la tecnología es en realidad y los efectos que está teniendo sobre nuestras sociedades. Los cambios que experimentaremos serán más sutiles, pero no por ello merecen menos atención. Al contrario, merecen más, puesto que serán reales y quizá imperceptibles en sus inicios. Ninguna tecnología debe ser considerada como una mera herramienta, tal como Ortega y Heidegger enseñaron tempranamente, pero las de la «cuarta revolución», fundamentalmente las biotecnologías y las tecnologías de la información y la computación, lo son menos que ninguna. Son el medio mismo en el que se desarrolla nuestra existencia social y sin el cual esta ya no sería posible.

Si algo así suena todavía a nuestros oídos un tanto melodramático es porque seguimos sin reflexionar a fondo sobre el poder adquirido a través de la tecnología. A principios de este siglo solo un 15 % de la población mundial disponía de acceso a internet; hoy, dos décadas más tarde, la cifra alcanza casi el 70 % (en Europa, el 90 %) y el mundo es ya algo que «también» sucede en internet, es decir, en nuestros móviles y ordenadores. Lo pudieron comprobar durante la pandemia de COVID-19 los profesores que dieron las clases por vía telemática, o las personas que teletrabajaron o, simplemente, los usuarios habituales de las redes sociales, muchas de cuyas amistades virtuales les brindaron un inesperado apoyo psicológico. Y esa vida que sucede en internet acaba solo de dar sus primeros pasos. Nos dicen desde algunas compañías tecnológicas que en unos años tendremos a nuestra disposición un mundo de realidad virtual en el que instalarnos de forma casi permanente y desde el que desarrollar nuestras actividades de ocio y de trabajo. En él se harán las visitas a los amigos y familiares, los viajes, los juegos, los negocios, la educación, el sexo. Sería una vida 2.0 al alcance de casi todos, aunque llamarle vida no deja de ser un retorcimiento del concepto. El tiempo dirá qué queda de todo eso.