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El transhumanismo es uno de los movimientos filosóficos y culturales que más atención ha atraído en los últimos años. Preconiza el uso libre de la tecnología para el mejoramiento del ser humano, tanto en sus capacidades físicas, como en las mentales, emocionales y morales, trascendiendo todos sus límites actuales. Las tecnologías a las acude son la ingeniería genética y el desarrollo de máquinas inteligentes. Según los defensores del transhumanismo, con la ayuda de estas tecnologías podremos acabar con el sufrimiento, con las limitaciones biológicas que lo producen, e incluso podremos vencer al envejecimiento y la muerte. Aunque muchos transhumanistas no ven deseable llevar estas mejoras hasta un punto en que el individuo mejorado ya no perteneciera a la especie humana, otros, designados como 'posthumanistas', consideran que este es precisamente el objetivo final: la creación de una o varias especies nuevas a partir de la nuestra. Este libro presenta las diferentes modalidades del transhumanismo tecnocientífico. Se discuten sus argumentos, buscando dilucidar cuáles son sus puntos fuertes y sus debilidades. Las promesas que realizan los defensores del transhumanismo son muy ambiciosas, y no todas están justificadas. Pero por otro lado, la crítica de que modificar la naturaleza humana pone en peligro las bases de la vida moral, la dignidad y los derechos humanos, encierra supuestos filosóficos discutibles y sus consecuencias son excesivamente radicales. Hay otros enfoques que permiten hacer una evaluación más equilibrada, sobre la que podría edificarse en el futuro un mayor acuerdo social.
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ANTONIO DIÉGUEZ
TRANSHUMANISMO
LA BÚSQUEDA TECNOLÓGICADEL MEJORAMIENTO HUMANO
Herder
Diseño de portada: Dani Sanchis
Edición digital: José Toribio Barba
© 2016, Antonio Diéguez
© 2017, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN: 978-84-254-3963-6
1.ª edición digital, 2017
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1. ¿QUÉ ES EL TRANSHUMANISMO?
El poder de una idea
Los inicios
Modalidades del transhumanismo
2. MÁQUINAS SUPERINTELIGENTES, CÍBORGS Y EL ADVENIMIENTO DE LA SINGULARIDAD
Sueños con robots
La singularidad está siempre cerca
La era del cíborg ha comenzado
Una charla con mis copias inmortales
3. EL BIOMEJORAMIENTO: ETERNAMENTE JÓVENES, BUENOS Y BRILLANTES
La llegada de la biología sintética
Atendiendo a los matices y a los argumentos
La naturaleza humana no tiene la respuesta
Algunos cabos sueltos
4. HAY QUE SABER QUÉ DESEAR
¿Por qué no Ortega?
La crisis de los deseos como signo de nuestro tiempo
Afinar en las distinciones es imprescindible
5. CONCLUSIONES: ENFRIANDO LAS PROMESAS
También los fines importan
La inmortalidad, pero menos
El «negocio de las promesas»
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
A mis hijas, Ana y Elena,en quienes no puedo imaginarnada que sea aún mejorable.
INTRODUCCIÓN
¿Qué le parecería a usted tener una vida de duración indefinida y permanecer siempre joven y sano, hasta el punto de poder considerarse inmortal? ¿Qué le parecería tener una inteligencia millones de veces superior y ser completamente inmune a la depresión o a la simple falta de ánimo? ¿O poder disfrutar del sexo, de la comida o de la apreciación del arte con una intensidad inimaginablemente mayor que la que ahora está a su alcance? ¿Qué le parecería disponer de nuevas capacidades sensoriales que le permitieran captar aspectos de la realidad que han permanecido siempre ocultos para el ser humano, como tener visión en la banda del ultravioleta o del infrarrojo, o disponer de un sentido de ecolocalización mediante ultrasonidos que lo guíe en la más completa oscuridad, al modo en que lo hacen los murciélagos? ¿Le gustaría poder respirar bajo el agua u obtener nutrientes mediante la fotosíntesis, como las plantas? ¿Le gustaría aprender en cinco minutos a tocar el piano, o dominar ese idioma que necesita y siempre se le resistió, colocando un simple implante en su cerebro? ¿Y descargar todo el contenido de su mente en un ordenador que sustituya su cuerpo para viajar sin fin a lo largo de todo el universo, explorando mundos desconocidos? ¿O disponer de prótesis biónicas reemplazables, controladas directamente por su cerebro, que le permitan desplegar capacidades físicas y mentales muy lejos de las accesibles para cualquier ser humano? ¿O vivir en una sociedad compuesta por individuos moralmente mejorados, capaces de captar de forma inmediata el sufrimiento de los demás y de actuar eficazmente para erradicar su causa? ¿O disfrutar de espectáculos deportivos en los que las habilidades físicas de los participantes fueran muy superiores a las de los deportistas de élite actuales? ¿Y qué tal fundirse finalmente con todos los demás seres inteligentes del universo, incluidos los que crearemos nosotros, en una superinteligencia cósmica, omnipresente, que todo lo observe y ordene? Puede que todo esto le parezca fascinante, puede que le parezca inquietante y amenazador, o simplemente increíble, pero por extraño que le suene, son cosas que tenemos ya prometidas por los defensores del transhumanismo y del posthumanismo; y algunas de esas promesas, como la de las prótesis mecánicas controladas por el cerebro, son ya una realidad cumplida, al menos en sus fases iniciales. La muerte misma empieza a no ser vista como un destino, como una condición básica e inexorable de nuestra forma de estar en el mundo, de nuestra índole biológica, o como un referente de nuestra comprensión como seres humanos, tal como las religiones y la filosofía nos habían venido enseñando, sino que se está transformando en un problema técnico. Algo que tarde o temprano nuestro ingenio podría solventar.
Ante tales promesas, nadie puede permanecer impasible. Si se les otorga credibilidad, porque hacía tiempo que ninguna doctrina mostraba un entusiasmo semejante por cambiar la realidad, por anhelar con tanta ambición un futuro al que orientarse, lo que cuando menos es un antídoto contra el hastío circundante, pero sobre todo es un elixir poderoso que puede dar sentido a la vida de quienes ya no lo encuentran en otras causas —y desde luego, ¡quién no se apunta a soslayar como sea los padecimientos de la enfermedad y la vejez!—. Si no se cree en tales promesas en absoluto, tampoco se podrá permanecer impasible, porque interesa entonces averiguar cómo ha podido obtener una promoción semejante tanta desfachatez y tanto trágala intelectual. Se sitúe el lector donde se sitúe entre estas alternativas extremas, creo que lo que aquí leerá le será de provecho para formar mejor el juicio. Porque no es un tema fácil. En él los matices son importantes y, sin embargo, la información que muchas veces se proporciona deja mucho que desear. No todas las promesas realizadas están al mismo nivel ni merecen la misma consideración. Hay demasiada morralla mezclada en todo lo que se escribe, y es arduo discernir qué discurso es digno de crédito y cuál no pasa de la mera charlatanería al estilo New Age, que tan bien se acopla a los vericuetos de la Red. Lo que me propongo en este libro es clarificar, en la medida de mis posibilidades y de mis conocimientos, estas cuestiones.
En el capítulo primero ofrezco una caracterización estándar del transhumanismo y describo someramente sus orígenes filosóficos. Distingo también varias formas de transhumanismo, con sus rasgos alternativos encaminados, aún así, a un fin compartido, y explico por qué se ha convertido en una propuesta cultural con tanta fuerza y atractivo mediático, pese a los recelos que despierta. No es algo ajeno a ello, en mi opinión, ni su similitud con las religiones tradicionales, con las que comparte una vocación escatológica, ni su entronque popular con la ciencia y las nuevas tecnologías.
El capítulo segundo está dedicado a la versión cibernética del transhumanismo. Expondré en él las tesis de algunos de los primeros en proponer la idea de la eventual competencia o integración simbiótica entre el ser humano y las máquinas superinteligentes. Los nombres más destacados han sido investigadores relevantes en el campo de la robótica y de la Inteligencia Artificial (IA). Expondré algunas de las implicaciones más radicales que esos investigadores han extraído de esa posibilidad de creación de una genuina inteligencia artificial general, y argumentaré que, incluso aceptando tal posibilidad, las previsiones que efectúan sobre el mundo que se avecina están deficientemente fundadas y deben ser tenidas como posibilidades muy remotas, cuando no como meras fantasías milenaristas. Prestaré especial atención a las ideas de los que anuncian la consecución de una trascendencia personal mediante la fusión total con la máquina o el «volcado» de nuestra mente en un hardware apropiado, un ayuntamiento que ellos consideran capaz de garantizarles la inmortalidad (la de su mente, o de algo parecido a una mente). Este anhelo por devenir un ciberorganismo (un cíborg) no oculta su obsesión por escapar de la muerte, y en este sentido puede ser visto como la forma postmoderna, aunque anclada en un funcionalismo muy moderno —y hasta en un dualismo premoderno—, de perseguir el sueño de una Nueva Jerusalén.1
En el capítulo tercero expondré y analizaré algunas de las cuestiones filosóficas que ha suscitado el debate sobre el mejoramiento biomédico del ser humano. El mejoramiento biomédico o biomejoramiento (bioenhancement) puede ser definido como «una intervención deliberada, aplicando la ciencia biomédica, que tiene como objetivo mejorar una capacidad existente que la mayor parte de los seres humanos normales poseen, o crear una nueva capacidad por medio de la actuación directa sobre el cuerpo o el cerebro».2 En primer lugar, señalaré las razones por las que creo que estas cuestiones merecen una discusión detenida, aún cuando han sido consideradas a veces como especulaciones sin utilidad ni fundamento. En segundo lugar, enumeraré los argumentos más fuertes que han ofrecido los defensores del mejoramiento biomédico en favor de sus tesis. Estos argumentos están bien trabados y tienen detrás extensos análisis de calidad. No pueden ser, por tanto, despachados con una simple escaramuza descalificatoria. Por último, discutiré algunas objeciones importantes que se han hecho al biomejoramiento humano. Explicaré por qué no son muy atinadas las que apelan a un orden natural que resultaría ilegítimamente manipulado y trastocado, y, en consecuencia, me centraré en las que conciernen a sus efectos previsibles en el ámbito social. Parece cada vez más evidente que el biomejoramiento humano será una opción deseable en ciertos casos, quizás muchos, pero que, al mismo tiempo y precisamente por ello, deberíamos poder establecer algunos criterios al respecto, así como límites a su aplicación. Una regulación sensata será una salida más efectiva que la prohibición que reclaman los más críticos.
Conviene aclarar que el foco de este análisis está puesto en las posibilidades más realistas de las técnicas de biomejoramiento. Dejo aquí en un segundo plano las tesis de los partidarios del biomejoramiento radical, seducidos por la pretensión de generar una nueva especie a partir de la humana. Estos «antropófugos», como los ha llamado Jorge Riechmann,3 tienen tanta prisa por desembarazarse de su humanidad que alguien los ha considerado la versión suicida o genocida del movimiento transhumanista.4 Aunque inevitablemente sus ideas habrán de ser también comentadas, me interesa más discutir acerca del mejoramiento o potenciamiento biomédico en seres humanos mantenido dentro de los límites de lo que podríamos considerar como reconociblemente humano. Esta sería en todo caso la primera fase de cualquier otra transformación, y la más cercana en su accesibilidad tecnológica.
En el capítulo cuarto utilizo como resorte analítico la filosofía de la técnica de Ortega y Gasset para mostrar que es posible una respuesta al transhumanismo sin recurrir a un concepto esencialista de naturaleza humana. En su lugar, cabe tomar en consideración la noción de proyecto vital y de bienestar, que Ortega ha sabido desarrollar de forma más acabada y a la vez sugerente que otros filósofos contemporáneos. Ortega nos enseñó que si bien no hay ninguna esencia ni ninguna otorgada dignidad que proteger, no debe perderse de vista que el objetivo de la técnica es el bienestar humano. Si perseguir ese bienestar conduce a la liquidación de nuestra especie, estamos simplemente olvidando cuál ha sido y debe ser el objetivo de la técnica desde su origen. Por otro lado, resulta bastante iluminador su diagnóstico de que la crisis de los deseos, el no saber qué desear, la desorientación en los fines, es uno de los síntomas más peligrosos de la situación en la que nos ha situado la hipertrofia de la técnica.
Finalmente, en el capítulo quinto se extraen algunas conclusiones pertinentes acerca de lo visto en los capítulos anteriores. Se destaca la cuestión de la determinación de los fines, entre ellos el de la búsqueda de la inmortalidad, y la de la base histórica y sociológica de estas grandes promesas realizadas por la tecnociencia actual.
En el camino encontraremos una buena ocasión para la discusión filosófica de temas fundamentales. Nos veremos obligados a reflexionar, siquiera sea someramente, acerca de (la existencia de) la naturaleza humana, del control de la agenda investigadora, del papel político e ideológico de la tecnociencia, de los límites de nuestra acción sobre nuestro entorno y sobre nosotros mismos, del bienestar y lo que ha de considerarse una vida buena, de las consecuencias de una vida alargada y del sentido de la muerte. Ahí es nada. Pero sobre todo espero que el contenido de este libro contribuya a esbozar una visión equilibrada acerca de todo lo que se viene oyendo y leyendo en los últimos años sobre ese futuro en el que tantas transformaciones extraordinarias se nos anuncian. Me temo que se presta demasiada atención a fantasías que algunos confunden con la ciencia solo porque las va propagando alguien que quizás hizo algunos trabajos científicos interesantes en su día, pero que no por ello puede considerarse ni mucho menos portavoz oficial de la ciencia, y así se crean expectativas que están por completo fuera de lo que cabe razonablemente esperar en función de nuestros conocimientos, pero también en función de nuestras condiciones biológicas y psicológicas. No pretendo ser un aguafiestas (para los que vean en todo esto una fiesta); tan solo deseo señalar que algunas de las cosas que se nos prometen están mejor fundamentadas que otras, y que, por tanto, las esperanzas y los temores que estas promesas susciten deberían ser ajustados en función de las razones objetivas que haya para tomarlos en serio. Defenderé que aunque algunas de las transformaciones predichas son difícilmente factibles, y poco o nada deseables en caso de que pudieran realizarse, otras muchas, por el contrario, podrían estar al alcance de la ciencia futura sin que se prevea, en principio, graves objeciones morales que resulten convincentes desde un planteamiento exclusivamente racional, y, por lo tanto, deberían ser bien recibidas, aunque buscando siempre, como en cualquier tecnología, que el reparto de sus beneficios sea justo y que no se produzcan daños a terceros. Con este programa ya en sus manos, le pido, lector, que me acompañe y prometo hacer lo posible por no defraudarlo.
1¿QUÉ ES EL TRANSHUMANISMO?
Nunca estamos en nuestro propio terreno, nos encontramos siempre más allá. El temor, el deseo, la esperanza nos proyectan hacia el futuro, y nos arrebatan el sentimiento y la consideración de aquello que es, para que nos ocupemos de aquello que será, incluso cuando ya no estaremos.
Montaigne, Ensayos, I, III, Barcelona, Acantilado, 2008.
El ansia de no morir, el hambre de inmortalidad personal, el conato con el que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio y que es [...] nuestra misma esencia, eso es la base afectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana [...].
Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida,Madrid, Espasa-Calpe, 1976, p. 53.
La ciencia sigue siendo un canal para la magia; la creencia en que para la voluntad humana, con el poder del conocimiento, nada es imposible. Esta confusión de la ciencia con la magia no tiene remedio. Va con la vida moderna. La muerte es una provocación a esta forma de vida, porque señala un límite que la voluntad no puede traspasar.
John Gray, La comisión para la inmortalización,Madrid, Sexto Piso, 2014, p. 191.
El poder de una idea
El transhumanismo es una filosofía de moda; la utopía del momento. Algunos llegan a considerarla como la cosmovisión propia de la época postmoderna, dominada por el culto a la técnica; el único gran relato posible tras el descrédito en el que han caído todos los demás. Probablemente usted ya lo sabe: se habrá encontrado varias veces con el término en los medios de comunicación, y quizás por eso se ha interesado por este libro. Pero si quiere certificarlo, basta con que navegue un rato por internet buscando información sobre el tema. De hecho, hacía tiempo que no estaba tan de moda una propuesta filosófica, si bien en el transhumanismo se dan la mano tesis filosóficas, científicas, tecnológicas y (de forma a veces más solapada) tesis político-sociales. Internet y las redes sociales bullen con comentarios sobre sus aspectos más polémicos. Los medios de comunicación sacan con frecuente periodicidad noticias sobre científicos o ingenieros que ofrecen doctrina sobre la inmortalidad, la superinteligencia o el volcado de la mente en un ordenador y nos describen con arrobo las inmensas posibilidades vitales que las nuevas tecnologías nos abrirán, entre ellas, exploraciones y colonizaciones de lugares lejanos del universo, o experiencias mentales y sensoriales insólitas, ajenas por completo a nuestra especie, como las que vive de forma virtual el protagonista de la película Avatar. Es ciertamente un producto que, una vez vencida cierta reticencia inicial, se vende muy bien entre un público expectante. De una forma más rotunda y convincente que en ocasiones anteriores, el discurso transhumanista nos dice que la ciencia ficción es en el fondo un género realista de la literatura y que la investigación científica puede ya poner en nuestras manos lo que hasta ahora parecía el producto de la imaginación desbordada de los artistas.
Cuando tantas promesas hechas por otras utopías han dejado de ser creídas, el transhumanismo se presenta con promesas renovadas, no mucho más irrealizables que las de las viejas utopías, pero sí más potentes, deslumbrantes y atractivas. Una parte importante de su fuerza está precisamente en que ya no encuentran una competencia respetable, excepto desde el lado —también renovado— de las religiones. Pero su principal reclamo radica en haber sabido conectar con los deseos insatisfechos de amplios sectores de la población en los países más desarrollados; deseos un tanto difusos, que el transhumanismo ha tenido la habilidad de centrar en objetivos que parecían fuera de nuestro alcance y que ahora, sin embargo, se presentan como seguros y de disfrute irrenunciable para quienes buscan novísimas formas de consumo o estar simplemente al día respecto a lo que la tecnología marca como la siguiente oleada de avances. Se convierte así en el único proyecto de salvación laica, pretendidamente realizable aquí, en este mundo, capaz de atraer fieles seguidores en un número considerable, a los que —y esto no es un logro menor— les hace recuperar la confianza en el poder de la mente humana como garante del progreso material y de un futuro mejor, al tiempo que no los obliga a ninguna renuncia inmediata, ni a cambiar demasiado sus formas actuales de vida y de pensamiento: no es necesario apuntarse a ninguna yihad, ni hay que salir a las plazas a levantar los adoquines, sino que se puede seguir siendo tranquilamente un miembro normalizado de la sociedad y dedicar con esmero el tiempo libre al cultivo personal. Ni el mercado ni las instituciones políticas tienen por qué experimentar ninguna convulsión a causa de los ideales transhumanistas, al menos por el momento (un largo momento), en tanto no se consiga su realización generalizada. Es más, ante nosotros se abre un abigarrado universo de productos dietéticos, medicamentos antienvejecimiento, tratamientos de salud y utensilios electrónicos que nos irán acercando desde ahora mismo al futuro feliz que se anuncia, y que están a nuestro alcance por una módica cantidad de dinero que se muestran dispuestos a pagar incluso los que no la tienen.
Algunos de sus adalides rechazan de plano que se considere al transhumanismo como una utopía,1 pero es difícil que puedan convencer a los demás con el argumento de que el transhumanismo no postula ningún paraíso final y acabado, sino que reclama un constante e infatigable progreso, insatisfecho siempre con cualquier posible receso. Las utopías no tienen por qué ser estáticas. La prolongación indefinida de la vida, la victoria final sobre la muerte, la promesa definitiva de inmortalidad, eso es toda la justificación que el transhumanismo necesita para afianzarse y para constituirse en proyecto utópico. Es lo que han prometido siempre, de una forma u otra, las grandes religiones, e incluso cualquier idea que haya querido cambiar el mundo. Señala acertadamente Franck Damour2 que, al igual que el resto de las utopías, el transhumanismo se sitúa en la frontera entre lo real y lo imaginario, y desde allí propone un «programa metafísico de investigación», así como un repertorio de conceptos y de valores que impulsan prácticas concretas encaminadas a la consecución de una nueva era.
La muerte no es inevitable. La muerte puede ser derrotada. Este es el lema principal. No hace falta buscar una improbable vida más allá de la muerte, como la que las religiones anuncian, cuando podemos aspirar a no morir jamás. Una aspiración que no es tan descabellada como parece, pues se pueden aducir razones para sustentarla si acudimos a la ciencia. Para la mayoría de los investigadores que se dedican al tema, el envejecimiento y la muerte son errores biológicos, o más precisamente subproductos evolutivos, resultados colaterales de la selección natural que podrían ser corregidos. El envejecimiento no reporta ningún beneficio biológico al individuo; no aumenta su eficacia biológica, sino todo lo contrario, y por lo tanto no parece que pueda ser considerado un producto directo de la selección natural actuando en este nivel (aunque no falten biólogos que hayan hecho propuestas en tal sentido). La selección natural debería más bien haber favorecido mecanismos de reparación, regeneración y renovación de estructuras que impidieran que el éxito reproductivo de los individuos decreciera con el tiempo.
Podría pensarse, sin embargo, que el envejecimiento proporciona un beneficio a la especie, puesto que si ningún individuo muriera o pocos lo hicieran debido solo a factores extrínsecos, los recursos se acabarían pronto y la especie se extinguiría. La muerte de los individuos de las generaciones anteriores favorecería además que pudieran extenderse en la población las novedades evolutivas que contribuirían a la evolucionabilidad y a la pervivencia de la especie. Por tanto, si quisiéramos explicar como resultado directo de la selección natural la acumulación de daños moleculares, celulares, tisulares y orgánicos en los que consiste la vejez, daños que conducen a la merma de funciones biológicas y finalmente a la muerte, habría que recurrir a la selección actuando en el nivel de la especie.3
Así lo han hecho, en efecto, algunos biólogos, como Alfred Russel Wallace, el codescubridor de la evolución por selección natural, y durante un tiempo August Weismann, el padre del neodarwinismo. Pero también en este nivel la explicación resulta problemática. Para que un rasgo pueda ser considerado como producto de la selección de especies en sentido estricto, debe ser un rasgo propio no de los individuos, sino de la especie, como la tasa de especiación, el tamaño de las poblaciones o el rango de distribución geográfica y ecológica. Sin embargo, el envejecimiento es un rasgo claramente individual. Por diversas razones en las que no podemos detenernos aquí, tampoco han sido aceptadas mayoritariamente por los biólogos las explicaciones del envejecimiento en términos de selección de grupo y de selección de parientes.
La explicación evolutiva que recibe más apoyo entre los especialistas, aunque tampoco esté exenta de problemas, es otra. Podría considerarse que la acción de la selección natural en este caso no fuera directa, sino indirecta. Como ya señaló Sir Peter Medawar a mediados del siglo XX, en muchos seres vivos, la fase reproductiva más activa suele ser poco tiempo después de alcanzar la madurez sexual. A medida que pasa el tiempo, debido a diversos factores, entre ellos el aumento de la probabilidad de padecer enfermedades o accidentes, o de ser cazados por los depredadores, en casi todas las especies la proporción de genes que los individuos aportan a las siguientes generaciones tiende a disminuir en el acervo genético de la población. En consecuencia, la selección natural se desentiende progresivamente de la suerte de los individuos a partir de ese punto. Aunque el deterioro que experimenten desde ese momento sea atroz, la selección natural no puede eliminar sus causas en las generaciones posteriores. Las variantes genéticas responsables del daño no sufren la suficiente presión selectiva en contra. La selección solo podría eliminarlas si alguno de los efectos negativos se manifestara durante la fase juvenil y redujera el éxito reproductivo de los individuos que lo sufrieran. Pero si esto no ocurre, si esas variantes genéticas no manifiestan efectos negativos durante el periodo de mayor fecundidad de los individuos, pudiendo tratarse de mutaciones que se van acumulando solo tras ese periodo, o bien si, como propuso también a mediados del siglo pasado George Williams, se trata de genes pleiotrópicos que tienen efectos positivos en el éxito reproductivo durante la fase juvenil, a cambio de tener efectos negativos para la salud del organismo en las fases posteriores, entonces la selección natural no puede evitar que se extiendan por la población (e incluso, en los casos de la pleiotropía antagonista o de la competencia entre reproducción y reparación, la selección favorecerá su difusión). En otras palabras, la selección natural no puede mejorar la condición en la que generaciones posteriores de estos organismos llegan a esas fases tras la madurez sexual. Es, pues, impotente ante los mecanismos de envejecimiento y ante la muerte.
Hay, sin embargo, organismos que han sabido sortear bastante bien este abandono despiadado por parte de la selección. Las bacterias, por ejemplo, se reproducen asexualmente, dividiéndose en dos cuando las circunstancias son propicias, y no envejecen ni mueren, a no ser por causa de un ataque exterior, esto es, a no ser que un virus, un macrófago del sistema inmunitario, un aumento de la radiación o de la temperatura, o una sustancia nociva, como un antibiótico o el agua oxigenada, o simplemente la escasez de nutrientes, las elimine. Son, pues, potencialmente inmortales, como lo son las células de un cáncer. Se dirá que el caso de las bacterias no puede considerarse como muy relevante para ilustrar nada de lo que haya de sucederle a los seres humanos, puesto que no cabe hablar en ellas de auténtica individualidad, y, por tanto, las nociones de envejecimiento y muerte no serían estrictamente aplicables, o lo serían de una forma muy distinta (¿está viva una espora bacteriana?, ¿después de haberse dividido en dos, ha desaparecido la bacteria inicial?). Pero hay plantas, como la Posidonia oceanica, y especialmente algunas coníferas, como las secuoyas, el pino de Colorado o el pino longevo del sudoeste de los Estados Unidos, que viven durante miles de años. Hay animales, como las hidras, que tienen vidas de duración indefinida, o como las almejas de Islandia, las langostas, los esturiones, el pez koi o carpa china, las tortugas, los tiburones de Groenlandia o las ballenas boreales, de una longevidad asombrosa (multicentenaria en algunos casos), sobre todo en comparación con otros animales evolutivamente emparentados.4
Si el envejecimiento obedece a mecanismos biológicos contingentes —como casi todas las teorías propuestas mantienen—, por variados y complejos que estos sean, y tanto si son producto directo de la selección natural como si no lo son, o si están programados genéticamente o no lo están, su control, y el control sobre la muerte «natural», es en principio posible. Situémonos en el caso más desfavorable para que los tratamientos antienvejecimiento puedan funcionar eficazmente, esto es, en el caso de que los mecanismos de senescencia vengan codificados por genes con efectos pleiotrópicos, y por tanto una modificación en dichos genes para alargar la vida pueda tener efectos negativos sobre otras cualidades importantes en la vida de los humanos. Incluso en ese caso, los tratamientos antienvejecimiento seguirían siendo posibles, si bien la dificultad para hacerlos funcionar aumentaría notablemente. Cada vez parecen más determinables por la ciencia las causas de estos procesos de senescencia.5 Esto ha dado pie a que el gerontólogo Aubrey de Grey y algunos transhumanistas lleguen a prometer a las personas que hoy son jóvenes el disfrute de una existencia prolongada en decenas e incluso centenares de años. Se ha dicho que el primer ser humano que vivirá mil años está ya vivo. Cuando cumpla ochenta años, la medicina habrá avanzado tanto que habrá llegado a esa edad en unas excelentes condiciones de salud y podrá vivir un puñado de años adicionales, pongamos cuarenta años más; y cuando llegue a los ciento veinte años, la medicina habrá seguido avanzado y podrá revertir todas y cada una de las células de su cuerpo, incluidas las del cerebro, a su estado juvenil; de forma tal que, si no sufre ningún accidente, la muerte quedará situada para él o ella en un horizonte indefinido. Todo esto si antes no ha conseguido la inmortalidad por el procedimiento de integración con la máquina del que después hablaremos.6
Es, pues, fácilmente comprensible que —con excepción de los mormones, que son dados a la teología creativa,7 y de las siempre más permisivas religiones orientales— desde el pensamiento religioso se vea al transhumanismo como una especie de competencia desleal e inmoral: promete un paraíso en la tierra sin necesidad de atravesar por los rigores previos de la penitencia, el sufrimiento y el sacrificio, usurpando al mismo Dios sus funciones en la determinación del destino humano.8 La vida eterna no está en el más allá, sino aquí mismo, al alcance de nuestra mano, y es la tecnología la que puede proporcionárnosla. No es un premio a toda una vida haciendo el bien, o aceptando con humildad la voluntad divina, es algo que nos merecemos todos, por la sencilla razón de que estamos cerca de alcanzar el conocimiento suficiente para obtenerlo. Aunque hay también corrientes religiosas, especialmente en el protestantismo, que han visto en el transhumanismo a un aliado. Algunos católicos no han pasado por alto las similitudes con el pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin, quien vislumbraba un futuro (y empleaba el término «singularidad» para designarlo) en el que el pensamiento humano se uniría a las máquinas, trascendiendo nuestras raíces biológicas y conduciendo en último término a la unión de todas las consciencias.9 Él situaba a Cristo al final de ese camino. Quizás perciben la mentalidad religiosa que emana de algunas de las orientaciones del transhumanismo, que algunos de sus representantes no solo no ocultan, sino que cultivan con afán. No ha faltado quien defienda que la religión es una forma prematura de transhumanismo, y también que el transhumanismo es una nueva religión que viene a corregir los fallos de las anteriores.10 Lo cierto es que hay elementos comunes muy significativos. No solo es la visión escatológica del futuro, sino también la búsqueda de un sentido para nuestra vida que nos permita escapar del nihilismo que nos atenaza; un sentido que, al modo en que le aconteció a Fausto, se cimente esta vez en el poder de la acción y del control,11 si es que esto no es profundizar más en el nihilismo.
Esta idea es tan poderosa que, en un libro que ha sido un éxito de ventas en varios países y que describe de forma sugerente y amena la historia de la humanidad (en inglés se publicó con el escueto título de Sapiens, mientras que la editorial española eligió el más sugestivo título de De animales a dioses), el historiador israelí Yuval Noah Harari dedica el último capítulo a discutir sobre «el final de Homo sapiens»; y pese a lo que pudiera esperarse por ese encabezamiento, no se ocupa de prever ninguna catástrofe nuclear o climática, ni una hecatombe debida a la superpoblación o a la destrucción de los recursos naturales, sino que se detiene en la discusión del transhumanismo y las potencialidades de la biotecnología.12 Harari se adscribe con vigor a lo que cabría designar como el «imperativo de mejoramiento»:
Es cierto que todavía no tenemos el ingenio para lograrlo, pero no parece existir ninguna barrera técnica insuperable que nos impida producir superhumanos. Los principales obstáculos son las objeciones éticas y políticas que han hecho que se afloje el paso en la investigación en humanos. Y por muy convincentes que puedan ser los argumentos éticos, es difícil ver cómo pueden detener durante mucho tiempo el siguiente paso, en especial si lo que está en juego es la posibilidad de prolongar indefinidamente la vida humana, vencer enfermedades incurables y mejorar nuestras capacidades cognitivas y mentales.13
Y pocas páginas después, en un crescendo que llega hasta el final del libro, añade:
Si realmente el telón está a punto de caer sobre la historia de los sapiens, nosotros, miembros de una de sus generaciones finales, deberíamos dedicar algún tiempo a dar respuesta a una última pregunta: ¿en qué deseamos convertirnos? Dicha pregunta, que a veces se ha calificado como la pregunta de la Mejora Humana, empequeñece los debates que en la actualidad preocupan a los políticos, filósofos, estudiosos y gente ordinaria.
[...] Puesto que pronto podremos manipular también nuestros deseos, quizás la pregunta real a la que nos enfrentamos no sea «¿En qué deseamos convertirnos?», sino «¿Qué queremos desear?».14
Ciertamente son palabras que impresionan y que anuncian novedades trascendentales. Merece la pena notar que, como veremos al final, Ortega ya había llegado hace tiempo a la conclusión de que la pregunta real a la que nos enfrentamos es «¿Qué queremos desear?». Leyendo cosas así, es comprensible que el transhumanismo haya sido declarado por uno de sus más afamados críticos como «la idea más peligrosa del mundo».15 Pero la radicalidad y ambivalencia de estos objetivos, así como la firmeza con la que se suele anunciar su insoslayable realización, como en este caso que citamos, puede conducir a una cierta ofuscación reactiva que debe evitarse cuidadosamente en este debate, ya que tiende a generar respuestas monolíticas que terminan por convertir falsamente el debate en una disputa entre partidarios acérrimos de la transformación tecnológica radical del ser humano y bioconservadores prohibicionistas incapaces de asumir, debido a sus prejuicios, los retos intelectuales y morales ante los que nos sitúa el progreso de la ciencia. Lo que procede, más bien, es tomarse en serio este tipo de discurso y reflexionar sobre su verdadero alcance y, más aún, sobre los presupuestos que encierra, que suelen permanecer fuera de la discusión.
Los inicios
Aclaro desde ahora que creo que el transhumanismo tiene razón al proclamar que el ser humano es una entidad manifiestamente mejorable, no solo desde el punto de vista físico, sino también desde el psicológico, el cognitivo, el moral, el emocional..., y que la tecnología puede proporcionar muchas de las mejoras que necesita. Por sospechosa que pueda parecer a algunos la segunda parte de la frase anterior (supongo que pocos serán tan panglossianos como para discutir la primera parte), esta no es una idea nueva. Nos ha acompañado durante un buen trecho a lo largo de la historia. Basta con leer los logros que ya en el siglo XVII Francis Bacon atribuía a la Casa de Salomón en su utopía La nueva Atlántida.16 Y no estaría muy desencaminado quien quisiera retrotraerla al Renacimiento, al momento mismo de la proclamación de los ideales humanistas. Por otra parte, es larga también la tradición filosófica que ha visto en el ser humano a un animal enfermo, con o sin remedio posible (Rousseau, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche, Lessing, Freud, Unamuno, Ortega, Gehlen), a la que habría que añadir a quienes han descrito al cuerpo humano como una cárcel que no hace sino agravar la condición miserable de nuestra existencia. Si el ser humano es un animal enfermo, prisionero en un cuerpo sufriente, su mejoramiento ha de ser entonces una forma de terapia de exigencia irreprochable.
Pero es en la actualidad cuando la idea del mejoramiento humano cobra un significado literal que ha propiciado el revuelo mediático que mencionábamos acompañado del crédito popular que a muchos espanta. Y es ahora, por tanto, cuando reclama una revisión crítica que permita separar el grano de la paja, y lo razonable de lo que de cuestionable hay en todo lo que se nos promete. Hasta ahora, a lo largo de nuestra historia, las mejoras aplicables al ser humano habían sido confiadas a «técnicas sociales», como la educación o las leyes (para las mejoras morales o mentales), o a técnicas tradicionales relacionadas con el ejercicio físico, la ingesta de plantas medicinales, las costumbres alimentarias (para las mejoras físicas). Lo novedoso es que ha crecido la impaciencia con la lentitud y las limitaciones de los procedimientos tradicionales —que actúan como influencias externas—, y algunos han decretado su simple fracaso.17 Han surgido voces diversas que sostienen, con un buen arsenal de argumentos, que ha llegado la hora de dejar que sean las tecnologías biomédicas o incluso las cibernéticas las que tomen el asunto de la mejora humana en sus manos, efectuando las transformaciones mediante la intervención directa e interna en los individuos. Podría decirse que la antropología, como ciencia teórica, comienza a tener su propia ingeniería asociada, como desde hace un número variable de decenios, según los casos, la tienen la física, la química y una parte de la biología. La antropotécnica —nombre con el que Peter Sloterdijk bautizó a dicha ingeniería—, al igual que ha sucedido con algunas de las ingenierías precedentes, puede incluso terminar llevando la iniciativa de la investigación, puesto que la realización de los deseos humanos en lo que a ella concierne será prioritaria, y ya se sabe que realizar «sueños» de forma efectiva requiere siempre un conocimiento profundo de la realidad.
Uno de los primeros escritos que dio base a este movimiento en su forma actual fue el artículo del filósofo Max More (de nombre original Max O’Connor) titulado «Transhumanism: Toward a Futurist Philosophy» [Transhumanismo: hacia una filosofía futurista], que se publicó en 1990 en la revista Extropy Magazine, cofundada por el propio More un par de años antes. En dicho artículo se señalaba a la religión como uno de los principales obstáculos para que la humanidad iniciara un «periodo de expansión explosiva en el conocimiento, la libertad, la inteligencia, la esperanza de vida y la sabiduría», y se definía al transhumanismo como continuación, en ciertos aspectos, del humanismo clásico, pero también como una superación de él en puntos importantes:
El transhumanismo es un conjunto de filosofías que busca guiarnos hacia una condición posthumana. El transhumanismo comparte muchos elementos con el humanismo, incluyendo un respeto por la razón y la ciencia, un compromiso con el progreso y una apreciación de la existencia humana (o transhumana) en esta vida en lugar de en alguna «vida» sobrenatural posterior a la muerte. El transhumanismo difiere, en cambio, del humanismo al reconocer y anticipar las alteraciones radicales en la naturaleza y en las posibilidades vitales que resultarán del desarrollo de diversas ciencias y tecnologías, como la neurociencia y la farmacología, las investigaciones sobre la extensión de la vida, la nanotecnología, la ultrainteligencia artificial, la exploración del espacio, combinado todo ello con una filosofía y un sistema de valores racionales.18
Mucho más recientemente, en un capítulo de un libro colectivo que se publicó en 2013 y que pretende ser una presentación del transhumanismo para un público amplio, titulado The transhumanist reader, More escribe:
«Trans-humano» enfatiza el modo en el que el transhumanismo va mucho más allá del humanismo, tanto en medios como en fines. El humanismo tiende a confiar exclusivamente en los refinamientos educativos y culturales para mejorar la naturaleza humana, en tanto que los transhumanistas quieren aplicar la tecnología a la superación de los límites impuestos por nuestra herencia biológica y genética. Los transhumanistas no ven la naturaleza humana como un fin en sí mismo, ni como perfecta, y ni como poseedora de ningún derecho a nuestra lealtad. Por el contrario, no es más que un punto en un camino evolutivo y podemos aprender a reconfigurarla de formas que estimemos como deseables y valiosas. Mediante la aplicación meditada y cuidadosa, pero también audaz, de la tecnología a nosotros mismos, podemos llegar a ser algo que ya no podamos describir adecuadamente como humano; podemos llegar a ser posthumanos.19
Por supuesto, como ocurre siempre, pueden encontrarse precedentes de estas ideas.20 Podría citarse a Condorcet, quien especulaba, a finales del siglo XVIII, poco antes de morir encarcelado por los jacobinos, con la posibilidad de que la ciencia hiciera progresos constantes y permitiera alargar indefinidamente la duración de la vida humana; o al filósofo cosmista ruso Nikolái Fiódorov, quien, a finales del XIX, sostuvo que la ciencia podría vencer a la muerte y ejercer un control total sobre la naturaleza, hasta el punto de conseguir resucitar a los muertos. Pero mejor limitarse al siglo XX, en el que los antecedentes son más directos y significativos. El término «transhumanismo» fue acuñado en 1927 por el biólogo y eugenista británico Julian Huxley, nieto del que fuera amigo y reputado defensor de Darwin, Thomas H. Huxley. En un libro titulado Religión sin revelación, designa como «transhumanismo» la «nueva creencia» de que la especie humana, como tal, puede trascenderse a sí misma. Treinta años más tarde, en 1957, en el libro Nuevos odres para vino nuevo, Huxley incluye también un capítulo encabezado con ese término. Aunque apenas desarrolla en él su significado, queda claro, sin embargo, que no está pensando en algo similar a la actual utopía biotecnológica que se presenta bajo ese apelativo. Previamente, en 1924, el biólogo británico John B. S. Haldane, uno de los padres de la teoría sintética de la evolución, había publicado una breve obra, procedente de una conferencia impartida el año anterior en la Sociedad Herética de Cambridge, titulada Dédalo o la ciencia y el futuro, en la que sí aparecen propuestas mucho más cercanas al transhumanismo actual, aunque no se utilice el término. En ella, Haldane promovía la necesidad del mejoramiento biomédico del ser humano y pronosticaba que en algún tiempo no lejano este iniciaría la modificación de sus características como especie y terminaría tomando el control de su propia evolución. Ideas similares se encuentran también en la obra El mundo, la carne y el demonio, del físico e historiador de la ciencia John D. Bernal, publicada en 1929. No es inoportuno hacer notar que tanto Haldane como Bernal eran marxistas convencidos y militaron en el Partido Comunista de Gran Bretaña.
Lo cierto es que, si queremos ahondar en los orígenes del transhumanismo —y dejando de lado la ciencia ficción, en la que sí encontraremos buenos ejemplos—, casi todos los demás precedentes filosóficos clásicos que suelen aducirse entre sus seguidores, quienes parecen pensar que la humanidad ha estado desde siempre preocupada con este asunto de dejar atrás la condición humana, están muy traídos por los pelos. Muchos de los antecedentes que se citan son simplemente autores que defendieron la posibilidad de un progreso indefinido en los conocimientos o bien subrayaron el poder que la ciencia y la tecnología encierran como motor de importantes transformaciones en los modos de vida y en la propia visión del ser humano. Incluso el superhombre de Nietzsche, tan socorrido para cualquier futurista, solo en una lectura parcial puede ofrecer parecidos con las propuestas tecnófilas del transhumanismo. La superación del ser humano que proclama Nietzsche poco tiene que ver con el uso de biotecnologías y de máquinas inteligentes.21 Sobre los precedentes ingenieriles hablaremos en el próximo capítulo.
Entre los de la ciencia ficción no puede dejar de mencionarse como una lúcida y fascinante anticipación la novela Limbo, aparecida en 1952. Su autor, el escritor norteamericano Bernard Wolfe, contaba, entre sus muchas peripecias vitales, el haber sido durante unos meses de 1937 secretario personal y guardaespaldas de Trotsky en su exilio mexicano. La acción de la novela se sitúa en un entonces lejano 1990, en una sociedad posterior a la tercera guerra mundial en la que se ha impuesto una particular filosofía pacifista radical que reclama la amputación de las extremidades como forma de evitar la agresión. Con todo, el efecto de esa filosofía es contraproducente: los individuos varones jóvenes, transformados en cíborgs, compiten entre sí por el estatus social viendo quién es capaz de sustituir sus extremidades por prótesis artificiales que les proporcionen habilidades cada vez más fabulosas. Cuantas más extremidades se hayan sustituido, mayor es el prestigio y la posición social que se puede alcanzar. Mucho menos evidente es la referencia que suele hacerse en este contexto a la novela de Arthur C. Clark 2001: Una odisea en el espacio, y la correspondiente película de Stanley Kubrick, ambas de 1968 y basadas en el cuento «El centinela», que Clark escribió en 1948. Solo de forma tangencial puede considerarse esta historia como transhumanista, en la medida en la que postula una evolución del ser humano a un estadio posterior a lo humano, impulsado para ello por la fuerza misteriosa que lo acompaña desde sus orígenes como especie, representada por el extraño monolito. Por contra, la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, publicada en 1932, está muy cerca de las propuestas transhumanistas actuales. Su argumento es bien conocido: en una sociedad futura, la biotecnología y ciertas técnicas de condicionamiento psicológico son empleadas para crear diferentes castas de seres humanos, unas superiores y otras inferiores, y para mantener a toda la población en un permanente estado de felicidad, reforzado constantemente mediante una droga, el soma. Una sociedad aparentemente «perfecta» (al menos para las castas superiores), en la que el protagonista, Bernard Marx, un individualista inadaptado, que reclama su derecho a la infelicidad, se niega finalmente a vivir.
En cuanto a los inicios del movimiento transhumanista propiamente dicho, hemos de ir a los años setenta, en los que se produce un resurgimiento del interés por la transformación tecnológica del ser humano, y el centro de actividad se desplaza a los Estados Unidos, y especialmente a California. En 1977, el filósofo postmodernista Ihab Hassan acuña el término «posthumanismo» en un trabajo titulado «Prometheus as Performer: Towards a Posthumanist Culture». En 1983, la polifacética artista, escritora y activista Natasha Vita-More (apellidada así por su matrimonio con Max More) difundió el «Manifiesto Transhumano», el cual ha recibido posteriormente sustanciales modificaciones, hasta transformarse en la «Declaración Transhumanista», que sigue siendo el decálogo (o más bien el octálogo, puesto que tiene ocho puntos) del movimiento transhumanista y es fácilmente localizable en internet.22 En 1989, el filósofo y novelista de origen iraní Fereidoun M. Esfandiary, quien más tarde cambió su nombre por el de FM-2030 como protesta por la mentalidad —según él— tribalista y nacionalista implícita en el uso de nombres y apellidos, publicó un libro con el sugestivo título de ¿Es usted transhumano? Una monitorización y simulación de su índice personal de crecimiento en un mundo rápidamente cambiante. En él defendía el uso de la tecnología para convertir al ser humano en un organismo postbiológico y alcanzar una existencia de duración indefinida. Esfandiary, al parecer, venía usando el término «transhumanista» en sus clases en la New School for Social Research de Nueva York desde mediados de los sesenta.
El libro del periodista Ed Regis Great Mambo Chicken and the Transhumanist Condition