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Hoy, más que nunca, vivimos confinados en espacios interiores. Según las estadísticas, pasamos hasta un 90 por ciento de nuestra vida entre cuatro paredes, totalmente desconectados de la naturaleza. No obstante, esta sigue estando profundamente enraizada en nuestro lenguaje, nuestras tradiciones y nuestra conciencia. Durante siglos, las sociedades se han guiado por la intuición de que vivir en armonía con el entorno es fundamental para el ser humano. En pleno siglo XXI, coincidiendo con nuestro alejamiento de la naturaleza, ha empezado a emerger un fascinante campo de investigación científica que confirma esta intuición ancestral y demuestra la importancia del contacto con la naturaleza para nuestro bienestar psicológico o el desarrollo de nuestras facultades cognitivas y afectivas. Lucy Jones nos abre las puertas de la vanguardia de la biología humana, la neurociencia y la psicología, y descubre nuevas formas de entender (y reparar) nuestra relación disfuncional con la naturaleza. A caballo entre la investigación periodística y la confesión autobiográfica, la autora emprende un viaje apasionante desde las escuelas forestales del este de Londres hasta el Svalbard Global Seed Vault, pasando por bosques primitivos, los laboratorios más punteros de California y el sofá de algún que otro ecoterapeuta. La crítica ha dicho «Perdiendo el Edén muestra la evidencia de cómo la naturaleza nos vuelve más serenos, sanos, felices e incluso amables.» Times Literary Supplement «Un estudio muy bien escrito y con una gran cantidad de investigaciones sobre cómo la naturaleza nos ofrece bienestar. Jones desentraña la ciencia con una escritura accesible y conmovedora.» The Guardian «Al terminar el primer capítulo, había decidido llevar a mi hijo al bosque todas las tardes durante el invierno. Tras leer el texto, quería sacar a los presos de sus celdas y llevarlos a los páramos cubiertos de musgo. Perdiendo el Edén habla de manera rigurosa y convincente del valor de la naturaleza para el espíritu humano.» Amy Liptrot «Un ensayo oportuno que ofrece un rayo de esperanza.» The Objective «Esta autora británica nos recuerda que la naturaleza no es un lujo estético para urbanitas sino un factor indispensable para nuestro bienestar.» El Salto
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Seitenzahl: 424
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Portada
Perdiendo el Edén
Perdiendo el Edén
lucy jones
Traducción de María Antonia de Miquel
Título original: Losing Eden: Why Our Minds Need the Wild
© Lucy Jones, 2020
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición
del Ministerio de Cultura y Deporte
© de la traducción: María Antonia de Miquel, 2020
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2021
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: marzo de 2021
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: © Terry Whittaker
eISBN:978-84-122364-0-8
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
Portada
Prólogo
PRIMERA PARTE
Brote
Introducción. El bebé en la tierra
1. Viejos amigos
SEGUNDA PARTE
Raíces
2. Biofilia
3. Barro voluptuoso y maravillosos charcos
TERCERA PARTE
Ramas
4. Resonancia fisiológica
5. La sabiduría de las plantas
CUARTA PARTE
Tronco
6. Equigénesis
7. Dolor ecológico
QUINTA PARTE
Corteza
8. La primera prímula del año
9. Y al final…
SEXTA PARTE
Tocón
10. Naturaleza futura
Conclusión: una nueva díada
Epílogo
Bibliografía
Agradecimientos
Lucy Jones
Presentación
Otros títulos publicados en Gatopardo ensayo
Prólogo
Xena enfiló la calle que llevaba a casa de su abuela. El día era abrasador, pero no había olvidado ponerse el sombrero, el respirador, ni las gafas de protección solar. Caminó tan deprisa como le fue posible por el asfalto, luego atravesó el túnel de cemento y subió por la escalera cubierta para escapar del ardiente sol. Mientras andaba, llegaba a sus oídos el estruendo del tren de alta velocidad en el distrito vecino. Cruzó la calle con la intención de acercarse al área verde efímera —de césped artificial—, pero se lo pensó mejor: hacía poco, esta se había recalentado tanto que se derritió bajo las sandalias de su amiga. Xena optó por el camino más largo. Ni siquiera los árboles artificiales protegían del calor aquel día. A lo lejos, el humo de los incendios ocultaba las montañas casi por completo, y apenas podía distinguir nada a veinte metros de distancia. Todo era gris. Pasó un autobús que anunciaba un nuevo programa de telejardinería, previsto para 2102. Uno se podía conectar a él mediante su implante cerebral y sembrar y regar semillas virtuales para verlas crecer. Tomó nota para mencionárselo a su abuela. Ahora la abuela ya no podía salir de casa a menudo, de modo que Xena debía ir a verla, pero no le importaba. La abuela tenía una escena holográfica de naturaleza (EHN) en su salón y Xena siempre se sentía más feliz y menos tensa después de visitarla. En la EHN que más le gustaba aparecían árboles de verdad en un lado, de un color marrón verdoso. En el centro de la pantalla había un lago, y a veces podía ver un pez saltando fuera del agua. El lago estaba limpio, no como los sucios y apestosos charcos y arroyos cercanos a la casa de Xena. Lo que más le atraía de la EHN era el sonido. Era un tipo de música que no había oído nunca antes: el canto de los pájaros, el croar de las ranas, el ladrido de algún animal. Había visto pájaros en el museo de la localidad y su escuela a veces hacía sonar sus trinos en las aulas, pero nunca había visto uno en la vida real. Se preguntaba si su abuela habría llegado a verlo.
Cuando llegó, Xena pulsó el timbre. Empezaba a recuperar el aliento, aunque todavía persistía un ligero carraspeo, y se secó el sudor de la frente. Al cabo de un minuto, la abuela abrió la puerta y la invitó a pasar. Le acarició la cabeza, le apretó la mano y la condujo adentro. Xena sintió alivio al ver que la EHN estaba en marcha y se arrellanó en el sofá, acurrucándose en él.
—Tengo una nueva para ti, cariño —dijo la abuela.
Trazó una letra H sobre su implante y el holograma se encendió. Al principio la escena estaba neblinosa y era difícil distinguir nada, pero cuando se disipó la niebla Xena vio un grupo de árboles muy altos con todo tipo de articulaciones y piezas que salían de ellos. Luego reparó en una cosa pequeña y de color verde brillante. De repente, esta dio un gran salto y desapareció.
—¿Qué era eso, abuela?
—Oh, eso era… una rana de los árboles. Es una selva tropical.
—Selva tropical —repitió Xena lentamente.
Tres pájaros —bueno, ella supuso que eran pájaros— atravesaron la escena volando. Tenían una especie de largas narices color naranja y cuerpos blancos y negros. Le parecía imposible que pudieran sostenerse en el aire con esas narices tan largas. Siguió a los pájaros y sus ojos se posaron en una pequeña criatura con grandes ojos amarillos que estaba acurrucada sobre una rama.
—¿Qué es eso, abuela? —gritó.
—Una lechuza, cariño, tal vez una cría de lechuza.
—Esta es la mejor EHN que he visto nunca, abuela —dijo ella.
—Me gustaría que la hubieses visto en la vida real.
—¿Pájaros en la vida real, cada día?
—Sí, y otros animales también.
—¿Por ahí sueltos? ¿No en un zoo?
—A veces. E insectos. ¿Qué sabes de las mariposas?
—En el colegio nos hablaron de ellas.
—En Inglaterra las había en abundancia. En verano podías sentarte en un jardín o en un parque y observar muchas especies diferentes.
—¿Qué se sentía, abuela?
—Oh, era…
La abuela se detuvo. Xena la miró. Alarmada, vio que parecía que su abuela estaba llorando.
—¡Abuela!
La abuela carraspeó.
—¿Era como esto, pero en la vida real? —dijo señalando los hologramas.
—Bueno, sí, si uno estaba en la selva tropical —dijo la abuela—. En Inglaterra, en mi jardín, había unas pequeñas criaturas llamadas abejorros, que son como ositos, negros y amarillos. En los meses cálidos se podía oír el zumbido de los insectos que buscaban néctar. Mi mariposa preferida tenía rayas negras en sus alas naranjas, de modo que parecía un tigre volador. Había unos árboles llamados encinas, que vivían cientos de años. El jardín era distinto cada año.
—¿Los árboles se podían tocar, abuela?
—Oh, sí. Se podían tocar las hojas, y las plantas y las flores.
—¿Y qué sensación producían?
—Eran suaves, supongo, pero cada una era diferente. Los dientes de león se consideraban malas hierbas, pero a principios de verano se convertían en esos globos bulbosos perfectos que podías soplar y entonces todas las semillas con sus cabezas peludas salían volando.
—¿Como si fuese magia?
—Sí, en cierto modo. Las llamábamos «pelusillas». Y los olores eran buenísimos. Cada flor tenía un aroma distinto. Me gustaba el olor de las rosas, de las campanillas, de los pinos… Oh, ¿sabes lo que son las castañas pilongas?
—No, ¿qué es eso?
—En primavera, que era la estación en que todo florecía, el castaño de Indias sacaba unas flores que parecían cucuruchos de helado. Más tarde, la planta producía unas bolas de color verde brillante cubiertas de pinchos. Cuando estas caían del árbol, abríamos las cáscaras para sacar lo que llamábamos castañas pilongas. Eran marrones y brillantes e indicaban que el otoño —que era otra estación— había llegado y que pronto las hojas cambiarían de color, de verde a rojo, naranja o amarillo.
—¡Me estás tomando el pelo, abuela!
La abuela negó con la cabeza.
—¿Y eso lo veías cada día si querías?
—Sí, preciosa.
—¿Y cómo era?
—Era… maravilloso.
—¿Por qué se acabó la naturaleza, abuela?
La abuela suspiró.
—Porque no la amábamos lo suficiente —dijo—. Y olvidamos que podía proporcionarnos paz.
PRIMERA PARTE
Brote
Introducción
El bebé en la tierra
¿No ves que tanto los arbustos como las avecillas, las hormigas, las arañas, las abejas, cumplen su función propia, contribuyendo por su cuenta al orden del mundo?
Marco Aurelio, Meditaciones
Cada hoja me habla de felicidad.
Emily Brontë, «Caed, hojas, caed»
El estrépito del polvoriento mundo y las cerradas moradas de los hombres son lo que la naturaleza humana suele aborrecer; mientras que, por el contrario, la niebla, el rocío y los espíritus que pueblan las montañas son lo que la naturaleza humana busca y sin embargo rara vez encuentra.
Guo Xi, siglo xi
Una tarde de finales de verano, me encontraba en mi jardín sentada junto a un parterre de flores silvestres con mi hija de pocos meses, que manoseaba las flores y buscaba gusanos en la tierra. Por todo el jardín habían aparecido en sus telas las arañas de color melaza, que con sus grupas en forma de barquilla relucían como joyas al sol. Aunque era agosto, en el sur de Inglaterra ya se podía sentir el otoño. Las manzanas y ciruelas ya habían caído de los árboles, el suelo estaba pringoso de fruta estropeada y tachonado de avispas. Mientras le mostraba a mi hija por dónde salía el erizo por las noches en busca de escarabajos y orugas, la miré y sentí un escalofrío.
En los periódicos no se hablaba más que de sequías, inundaciones, sucesos meteorológicos extremos y temperaturas altísimas, a veces incluso más elevadas de lo que los científicos habían pronosticado. ¿Qué les esperaba a ella y a su generación? El caos climático se estaba acelerando. El hielo se estaba derritiendo más rápido de lo previsto. Se diría que el mundo ardía. En nuestro entorno más inmediato, las estaciones se estaban desplazando: otoño en agosto, pleno invierno en marzo. Cada día nos informaban del declive de una especie más. Los vencejos,1 las golondrinas,2 los erizos,3 todos se encontraban en vías de extinción. ¿Quedaría algún bosque4 o alguna vieja encina5 a la que pudiese trepar y contemplar con admiración? ¿Cuántas especies más de aves se unirían al guacamayo de Spix, el po'ouli, el mochuelo pernambucano y el ticotico críptico6 y se extinguirían durante este siglo? Ahora que el 80 por ciento de Europa y de Estados Unidos habían perdido sus cielos oscuros a causa de la contaminación lumínica, ¿lograría ella divisar la Vía Láctea alguna vez? Y ¿cuál sería el efecto de esta «aniquilación biológica»,7 tal como la denominan los científicos, sobre su mente y su espíritu, suponiendo que consiguiera sobrevivir?
Más o menos por aquella época, leí acerca de un deprimente concepto, acuñado por el escritor, ecologista y lepidopterólogo estadounidense Robert Pyle: la «extinción de la experiencia».8 Según él, si el número de niños que entra en contacto con la naturaleza es cada vez menor, cuando estos se conviertan a su vez en padres, la conexión de sus hijos con el mundo natural se irá debilitando progresivamente. «Según esta hipótesis, se trataría de un ciclo de desafección y pérdida que comienza con la extinción de especies, sucesos y sabores hasta ahora comunes en nuestro entorno más cercano; esta pérdida lleva primero a ignorar la variedad y el matiz, luego le siguen la alienación, la apatía, la ausencia de preocupación, y todo esto conduce a que se acelere la extinción.»9
Se trataba de un patrón que podía observar en mi propia familia. Mis abuelas manejaban un amplio vocabulario del mundo natural y conocían bien su comportamiento. Mis padres podían identificar pájaros, flores y plantas; nombres, ritmos y comportamientos. Yo sé algo, tal vez un 5 o un 10 por ciento de lo que ellos sabían, y eso que me intereso más por la vida silvestre que la mayoría de mis amigos. En consecuencia, la conexión de mi hija con el mundo natural sería aún más remota que la mía. ¿Llegaría ella a ser capaz de nombrar —y con esto me refiero a identificar—alguna cosa? ¿O estaría tan insensibilizada que la relación con la naturaleza tendría escaso valor, tal vez ninguno? Como dice Pyle: «¿Qué le importa la extinción del cóndor a un niño que no sabe lo que es una golondrina?».
Nunca antes habíamos alcanzado tal grado de desconexión con el resto de la naturaleza. En Gran Bretaña, la mitad de nuestros bosques ha desaparecido en los últimos ochenta años.10 A lo largo del siglo xx, se perdieron el 97 por ciento de los prados en las tierras bajas y el 90 por ciento de los sotos de Inglaterra y Gales, junto con las comunidades de animales y plantas que los poblaban. En la actualidad, algo más de una de cada diez especies se hallan en peligro de extinción en el Reino Unido.11 Solo en los últimos cincuenta años la población de mamíferos, aves, reptiles y peces del mundo entero ha disminuido un 60 por ciento.12 Nuestro comportamiento ha ido cambiando a medida que el paisaje sufría limitaciones. Por así decirlo, nos hemos replegado en el interior. Ahora nos pasamos la vida metidos en cubículos, coches y bloques de pisos, mientras que solo entre el 1 y el 5 por ciento de nuestras jornadas transcurre al aire libre.13 Nos hemos acostumbrado a sobrevivir alejados de los ritmos del mundo natural. Nuestras necesidades, oportunidades y deseos de interactuar con el resto de la naturaleza han disminuido drásticamente.
En 2005, el influyente autor estadounidense Richard Louv acuñó la expresión «desorden de déficit de naturaleza» para denominar el efecto que tiene la desconexión de la naturaleza sobre la salud de las personas. «Describe el coste humano que conlleva el estar alienado de la naturaleza, como puede ser: menos utilización de los sentidos, dificultades de atención y mayores porcentajes de enfermedades tanto físicas como emocionales», escribió.14 Desde entonces, el concepto de desconexión está empezando a imponerse en nuestro lenguaje. En esa misma década, el filósofo australiano Glenn Albrecht, frustrado porque en la lengua inglesa existían muy pocos conceptos que ayudasen a entender la relación entre los seres humanos, el entorno construido, el entorno natural y nuestro estado psicológico, inventó el término «psicoterrática», que describe las emociones, sentimientos y condiciones que se refieren tanto a la tierra ( terra) como a la mente ( psyche).15 Las enfermedades psicoterráticas, por ejemplo, son problemas de salud mental relacionados con la tierra, como la ecoansiedad y la angustia global. La «solastalgia» —una amalgama de solaz, nostalgia y destrucción— describe un sentimiento de nostalgia e impotencia hacia un lugar que anteriormente nos proporcionaba placer y que ha sido destruido. Otro término nuevo es «soledad de especie», para indicar la tristeza y ansiedad colectivas que produce nuestra desconexión respecto de otras especies. La escritora ambientalista Robin Wall Kimmerer la describe como «una profunda soledad sin nombre que deriva del extrañamiento respecto al resto de la creación, de la pérdida de relación».16
Sin embargo, a juzgar por el modo en que tratamos bosques y pantanos, mares y ríos, así como a la fauna salvaje que los habita, se diría que para la sociedad industrializada la naturaleza es poco más que una nimiedad: un lujo, algo extra, una guarnición —«chorradas verdes», como se cuenta que llamaba David Cameron a las políticas medioambientales—, en lugar de un sistema de soporte que nos mantiene vivos a todos.17
No cabe duda de que mi hija y la generación a la que pertenece han nacido en una época de extraordinaria desconexión, de rápida destrucción climática y de repliegue psicológico respecto al resto del mundo vivo. Sin embargo, siguen conectados a la naturaleza a través de una historia y un lenguaje que se remontan al pasado más remoto. Desde siempre, el ser humano ha recurrido a elementos del mundo natural —en especial animales, paisajes, particularidades meteorológicas y procesos biológicos— como vehículo para interpretar y dar sentido a su existencia. Desde simples frases hechas —«meter la pata», «más vale pájaro en mano», «tener la cabeza en las nubes»— hasta vastos símbolos cósmicos de renovación, regeneración y persistencia, la imaginería natural nos ayuda a entender y darle sentido al mundo en que vivimos. Por supuesto, los mitos de la creación más antiguos y las cosmologías están llenos de motivos comunes tomados del mundo natural —diluvios, serpientes, huevos y creencias animistas—, dado que los seres humanos primitivos estaban mucho más próximos a la naturaleza que nosotros. Pero, a pesar de nuestra desconexión, aún los empleamos hoy. Incluso recurrimos a la naturaleza cuando hablamos de ordenadores: «web» (en inglés, «tela de araña»), «flujo de datos», «ratón». Nuestros vínculos con el resto de la naturaleza son profundos, tanto a nivel lingüístico como mental; nuestro lenguaje, nuestra cultura y nuestra conciencia —las partes fundamentales de la psicología humana, de donde provienen nuestros deseos y preferencias— han evolucionado dentro del entorno natural en el que hemos vivido durante milenios, y en estrecho contacto con él. El escritor y naturalista Richard Mabey lo expresa muy bien: «Las afinidades imaginativas de los seres humanos con el mundo natural son un vínculo ecológico crucial, tan esencial como sus necesidades materiales de aire, de agua y de plantas que produzcan fotosíntesis».18
La preferencia estética del ser humano por la flora y fauna naturales se ha venido manifestando a lo largo de toda la historia de la humanidad hasta nuestros días. Las antiguas comunidades urbanas de Bizancio, Persia y China medieval contaban con jardines ornamentales; las casas de Pompeya estaban decoradas con frescos de escenas de naturaleza; los monjes cistercienses del siglo xii cultivaban flores y plantaban árboles solo por su belleza. Igualmente, siempre nos ha gustado tener el mundo natural cerca, desde las pinturas rupestres de animales y los grabados de flores, montañas, tormentas y olas que se hacían en China y Japón, hasta la tradición europea de adornar la casa con un abeto todos los inviernos. En la actualidad, los fondos de pantalla para ordenadores y portátiles más populares son imágenes de cerezos en flor, hojas otoñales y mares color turquesa; los millennials, en particular, sienten preferencia por llenar sus casas y apartamentos de tiestos con plantas,19 y, en el año 2017, Pantone declaró como color del año el Verde Primavera.20 (Esta compañía decide cuál es el color del año interpretando el «estado de ánimo y la actitud» de la cultura global. El verde se escogió porque «simboliza la reconexión con la naturaleza que estamos buscando».)
Pero ¿por qué motivo nos sentimos atraídos por estos elementos?
Más allá de consideraciones estéticas o filosóficas, tenemos una necesidad aún más urgente, más básica, de naturaleza: nuestro bienestar depende de ella. La asociación entre la buena salud y la relación con un entorno natural saludable y bello, o con la experiencia de ello, se ha puesto de manifiesto a lo largo de toda nuestra larga historia; nuestros ancestros hablaron y escribieron a menudo sobre eso. El antiguo mito sumerio de Enki describía Dilmun,21 el jardín paradisiaco que se supone inspiró el jardín del Edén, como un lugar en que «los seres humanos no se ven afectados por la enfermedad». La primitiva literatura sánscrita también establece esta asociación emocional: «No hay nadie más feliz en el mundo que aquellos que disfrutan libremente de un vasto horizonte», dijo Damodara (Krishna).22 En sus Églogas (conocidas también como Bucólicas), Virgilio describe la Arcadia como un paraje que —con sus frescas fuentes, céfiros, laureles y tamariscos— proporcionaría consuelo y curación a Cornelio Galo, que estaba muriendo de mal de amores.
Durante siglos, el impulso intuitivo de que los seres humanos necesitan el contacto con el mundo natural para sus emociones, para sus nervios y su psique ha llevado a crear desde parques urbanos para fomentar la salud de los ciudadanos hasta el movimiento de las ciudades-jardín. Hoy, la ciencia moderna empieza a avalarlo.
La industrialización de la sociedad occidental ha provocado que el contacto que teníamos con el medio natural fuese disminuyendo, y en consecuencia cada vez necesitamos más a la naturaleza como fuerza sanadora. A medida que las personas se trasladaban a las ciudades, lejos del campo, se veían obligadas a salir en busca de la naturaleza, al verse físicamente separadas de ella. En el Occidente preindustrial, el entorno salvaje a menudo se consideraba cruel, repulsivo y feo: cuando el poeta italiano Petrarca subió al Mont Ventoux en 1336, se reprochó a sí mismo el «admirar las cosas terrenales» y, avergonzado, huyó enfadado de la cima.23 Pero a partir del siglo xviii se empezó a considerar el paisaje natural de otra manera, y el surgimiento del movimiento romántico en arte y poesía, y de los trascendentalistas, como Henry Thoreau y Ralph Waldo Emerson, dio paso a una nueva etapa de sensibilidad emocional respecto a lugares y paisajes. El auge de las clases medias trajo consigo un aumento de los viajes por Gran Bretaña con el fin de contemplar las vistas, así como la búsqueda de experiencias espirituales en las accidentadas colinas del distrito de los Lagos, tras los pasos del poeta Wordsworth, y la admiración por montañas y colinas que anteriormente se habían considerado bultos, verrugas o ampollas en la superficie de la tierra creada por el Señor; tan repugnantes que en algunos trenes se echaban las cortinillas para soslayar esa ofensa. Uno de esos picos llevaba el nombre de «Culo del demonio». En toda Europa, la naturaleza se convirtió en un tema legítimo para pintores y compositores, lo mismo que para poetas y filósofos. Tal como explica el historiador medioambiental de nuestros días, Roderick Nash, profesor universitario en California, el aprecio por las tierras salvajes empezó en las ciudades, y el «proceso civilizador que pone en peligro la naturaleza salvaje es el mismo que hace que la necesitemos».24 Tras la industrialización, los parajes naturales se empezaron a utilizar como lugares para tratar a quienes padecían males emocionales o psíquicos. En Inglaterra, la comunidad cuáquera fundó en 1796 el Retiro de York, una especie de hospital psiquiátrico, en una zona rural. A los pacientes internados en manicomios se les recomendaba pasear por los jardines y pasar tiempo con animales domésticos, como aves de corral, así como con pájaros y flores. En Gran Bretaña, el Código de Prácticas para los manicomios de 1827 dictaba que los patios debían estar bien aireados y ofrecer «algún tipo de vista más allá de los muros».25 Los hospitales mentales Kirkbride, que se construyeron por todo Estados Unidos entre mediados y finales del siglo xix, tenían al menos cuarenta hectáreas de terreno y se requería que el espacio verde fuese «fértil» y que «mostrase vida en sus formas activas».
En 1859, Florence Nightingale escribió acerca del poder de la naturaleza para ayudar a la recuperación de los enfermos. En sus Notas sobre enfermería, plasmó sus observaciones sobre el efecto que tenía sobre sus pacientes la contemplación de la naturaleza. «En el caso de fiebres, he visto (y he experimentado, cuando yo misma he sido una paciente febril) que el sufrimiento más agudo se da en aquellos pacientes que no tienen una ventana y que lo único que pueden contemplar son los nudos de la madera (en una cabaña).Nunca olvidaré el entusiasmo de los enfermos de fiebre ante un manojo de flores de vivos colores —reza una de sus anotaciones—. Recuerdo (en mi caso) que me mandaron un ramo de flores silvestres y, a partir de ese momento, mi recuperación se aceleró.»26 Observó que: «Aunque sabemos poco acerca de la forma en que nos afectan el color y la luz, sí sabemos que tienen un efecto físico real. La variedad de formas y el brillo de los colores en los objetos que se les ofrecen a los pacientes son un medio de recuperación certero».
Hoy en día existe todo un campo de «terapias de naturaleza» en pleno desarrollo y disponemos de un conjunto de pruebas creciente que muestran por qué y cómo beneficia el contacto con la naturaleza a nuestra mente. Quizá ahora somos más conscientes de ello porque corremos el peligro de perder el mundo vivo tal y como lo conocíamos y con él, potencialmente, una parte de nosotros mismos.
Hay quien aduce que la «extinción de la experiencia» es grave, porque, poco a poco, provoca una indiferencia cada vez más extendida ante la pérdida de nuestro entorno natural y, de este modo, hace que afrontar la futura catástrofe medioambiental resulte más y más difícil. También hay quien alerta sobre el aumento de la miopía en los jóvenes a nivel mundial, consecuencia del poco tiempo que pasan al aire libre.27 Otros se muestran preocupados por la «pandemia» de déficit de vitamina D, común en niños que pasan más de cuatro horas al día dentro de casa frente a una pantalla de ordenador, y el aumento de las cifras de raquitismo, un síntoma de esta deficiencia.28 Existe asimismo preocupación por la gravedad de la epidemia de obesidad infantil, y el hecho de permanecer sentados en casa en vez de estar jugando al aire libre la agrava. Los hay que se inquietan por la crisis de salud mental en Occidente 29 y el creciente número de «muertes por desesperación», es decir, muertes a consecuencia del alcoholismo (cirrosis), la adicción a las drogas (envenenamiento) y depresión (suicidio), que están causando el descenso del promedio de esperanza de vida en Estados Unidos.30 Cada vez más personas mueren por causas psiquiátricas, sociales y existenciales. En Estados Unidos, la tasa de suicidios se ha incrementado en un 25 por ciento desde 1999.31 Los expertos señalan que el aumento de la tasa de suicidios entre adolescentes en el Reino Unido evidencia una crisis de salud mental.32
Mientras estaba allí sentada al sol de finales de agosto, mirando cómo mi hija acariciaba suavemente y exploraba los pétalos blancos y los botones amarillos de las margaritas tardías del año, respirando la fragancia del último trébol dulce, en nuestro pequeño parterre de flores silvestres, me preocupaba que nuestro alejamiento de la naturaleza pudiese conducir —o hubiese conducido ya— a algún tipo de crisis psíquica o, como mínimo, a la pérdida de algo esencial para la salud psicológica del ser humano. Pero no tenía mucho sentido que me limitase a lamentarme por ello. En su lugar, decidí averiguar cómo, por qué y a través de qué mecanismos puede la relación con el entorno natural —o la ausencia de ella— afectar a la salud mental de los seres humanos, en cada una de las etapas de su vida.
Debo confesar que tengo un interés personal en el asunto, pues relacionarme con el mundo natural me ayudó en uno de mis momentos más bajos. No siempre disfruté de esta conexión: en mis años de formación en el valle del Támesis, a finales de la década de los noventa y durante los primeros años del nuevo milenio, la naturaleza no «molaba» demasiado, y pronto mi interés se decantó más hacia Radiohead —me dedicaba a adornar mis pantalones acampanados y leía a los poetas beat— que hacia la fauna y flora silvestres que me habían obsesionado de niña. Era raro que pasase algún rato en el medio natural, más allá de fumar entre los matorrales o de esconderme detrás de un árbol. Dedicaba la mayor parte del tiempo a beber. A los catorce años, descubrí que el alcohol me hacía sentir bien. Me transportaba a una especie de castillo en el cielo. Desde el primer momento, disfruté de su poder transformador y de la forma en que me trasladaba fuera de mi mente: glu, glu, clic: shhhhh. Silenciaba un monólogo interior que podía ser autolesivo y mordaz. Al principio, beber era sobre todo pasarlo bien, aunque por regla general me sentía algo molesta y avergonzada al día siguiente. Creo que iba más lejos que la mayoría de mis amigos. Bebía más deprisa que ellos, y más cantidad, y durante más tiempo. Me bebía las copas de un trago para colocarme más rápido. Empecé a beber a solas. A menudo vomitaba, pero eso nunca me hizo dejarlo.
Durante la adolescencia tuve también mi primera experiencia con la enfermedad mental. Hacia los diecisiete años, algo se rompió en mi interior. Al llegar las vacaciones de mitad de semestre tenía una sucesión de divertidos planes para todos los días y las noches. Hacía calor y las calles de Londres olían a sudor, tubo de escape y humo de cigarrillos. Y, de repente, todo palideció. No había nada que me hiciese sentir alegría o felicidad. La comida dejó de tener sabor. Salir de la cama representaba un esfuerzo enorme. Hablar resultaba agotador, así que en su lugar me dedicaba a dormir. Anhelaba estar inconsciente. Me aterraba ver lo anestesiada e insensible que me sentía, incapaz de entender qué era lo que me estaba sucediendo. Por supuesto, había estado triste anteriormente, y había tenido días malos, pero no sentir nada positivo era alarmante. Empecé a cancelar mis planes. Para contrarrestar ese dolor sordo —era como si se me hubiesen acabado las pilas— recurrí, con renovado ímpetu, a la bebida.
Antes, la bebida me había parecido un refugio, un lugar seguro, una cálida manta protectora que me permitía vivir y hablar a mis anchas sin miedo a suscitar las críticas de mi yo interior. Al principio, había sido como una poción mágica que hacía que me resultara más fácil relacionarme con los demás, hablar en público o ser menos tímida. Se había convertido en una especie de andamio adolescente. No me daba cuenta de que empezaba, poco a poco, a perderme a mí misma. No era consciente de que para un adicto —en especial si añade cocaína a la mezcla— el desenlace no es la conexión con los demás, sino la soledad, la obsesión y el aislamiento. Estaba lejos de imaginar que, diez años más tarde, acabaría intentando echar un sueñecito en el cubículo del lavabo de la oficina durante la pausa para el almuerzo. Lo recuerdo bien: acurrucada en posición fetal, la madera de la puerta resulta tranquilizadora, con su color beis, mientras que la intensa luz me hace daño en los ojos. El suelo está frío y duro como el mármol, relajante para mi sien caliente, inflamada, palpitante. La vena parece querer reptar fuera de la piel. Respirando hondo para no vomitar de nuevo, empiezo a quedarme traspuesta. Una alarma suena y se amortigua, varias veces. Las voces de otros colegas flotan dentro del baño y desaparecen, me pregunto si han programado el ruido de la alarma, ¿saben que estoy aquí durmiendo una resaca monumental? Mierda, voy a… Espero a que se haga el silencio, me lavo la cara, me seco con manos temblorosas los ojos inyectados en sangre y rodeados por unos párpados enrojecidos, me meto un pedazo de chicle en la boca, respiro hondo y regreso a mi mesa de trabajo. Más adelante, en algún momento, al comprobar que es algo que se repite con regularidad, comprendo que puedo salir del cubículo cerrado, pero que no soy capaz de romper este patrón de comportamiento…, y empieza a ser realmente desagradable: el fuego me está pisando los talones. Cuando intento dejarlo, me encuentro atrapada: el castillo en el cielo, antes tan seguro, es ahora traicionero.
Cuatro fueron los elementos cruciales para mi recuperación. Tres eran muy claros: la psiquiatría y la medicina, la psicoterapia y el apoyo de amigos, familia y otros adictos. El cuarto no lo acababa de entender, y en él se encuentra la génesis de mi libro.
Sabía que tenía que prescindir de la bebida y de las drogas: cada vez me resultaba más difícil colocarme; los bajones eran cada vez más peligrosos y más autodestructivos. Tanto mi salud mental como física se estaban deteriorando, pero al parecer no era capaz de dejar la bebida o las drogas por mí misma. Así pues, tras intentarlo durante meses, encontré un programa de rehabilitación y empecé a coleccionar días sin alcohol o sin otras sustancias. Durante ese primer año, tenía la sensación de pasearme por ahí con la piel al descubierto. Todo me parecía acentuado e intenso. Volvía a ser una joven adulta sin caparazón, pues desde el principio de la adolescencia había dilapidado mi vida emocional bebiendo. Lo más difícil era la parte psicológica. Tenía que aprender a lidiar con nuevos sentimientos. Temía que, si vivía sobria, nunca más me sentiría cómoda conmigo misma. Pero, una vez superada la fase más precaria, empecé a espabilarme y a buscar apoyo.
Solía reunirme con otros adictos, con frecuencia en locales situados en iglesias. Las iglesias a menudo tienen un jardín, y los jardines suelen tener flores. Me llamaron la atención los colores, el rosa y el amarillo de los pétalos de un arbusto que se hallaba junto a uno de esos lugares. Fue como una iluminación. Alcé la mano y acaricié los suaves pétalos con los dedos. Me gustaba el efecto que producían el rosa y el amarillo juntos, como si fuese un pastel Battenberg. Empecé a caminar, atraída por los árboles, los pájaros, las flores y plantas con un sentimiento de urgencia que hasta entonces solo me provocaban las drogas, la música o la gente.
Pasear cada día por los humedales de Walthamstow, una amplia extensión junto a un canal, donde podía ver cernícalos, la consabida espátula con su desgreñado copete y los botones amarillos del tanaceto, me hacía sentir segura y a salvo. Estos paseos eran reconfortantes —solía regresar a mi apartamento con la mente en calma y el espíritu ligero— y también estimulantes debido a la variedad y los colores de la vida silvestre que encontraba a mi paso. El cielo era diferente cada día. La brisa sobre mi rostro, el olor de la tierra y el tacto de la corteza me hacían desear la vida. El estado de adicción activo es alienante. Comporta un grado de obsesión hacia ti mismo y hacia la sustancia que puede hacer que te aísles de los demás, aunque mantengas contactos sociales de forma regular. La naturaleza era demasiado saludable para mi sentimiento de vergüenza. Mi mundo se había encogido rápidamente y apenas veía la luz del día: era una existencia vampírica y hacia el final casi nada me importaba.
Pero, al entrar en rehabilitación, conecté con una parte perdida y oculta de mi ser y descubrí que se reflejaba en el nuevo sentimiento de conexión y franqueza que me invadía en mis reuniones con otros adictos, tres o cuatro veces por semana durante los primeros años. Comprobé cómo se desvanecía la mampara de cristal que me separaba de los demás; me sentí conectada de nuevo con mis amigos y mi familia, así como con la sociedad y con el ancho mundo al aire libre. En los humedales nunca estaba ni me sentía sola. Empecé a sentir que pertenecía a una familia más grande de especies, una comunión de seres, la matriz de la vida, que abarcaba desde las arañas a los líquenes y desde los cormoranes a las fochas. Me sentí renacer. La naturaleza me agarró del cuello y durante un tiempo descansé entre sus fauces.
El mundo resplandecía y eso tranquilizaba mi mente. La naturaleza suavizaba los cantos y los ángulos puntiagudos, me acariciaba el pelo y me cogía de la mano. Me tenía presa; yo era una lapa en su pierna, enganchada al asombro y la abundancia.
En algunas ocasiones era como un enamoramiento embriagador, lleno de obsesión, asombro y alegría. En otras, simplemente recurría a la tierra, el río, los estanques para alimentar mi espíritu. Acababa sintiéndome saciada y satisfecha, algo que nunca ocurría cuando se trataba de alcohol o cocaína. Prestar atención a lo que me rodeaba acallaba las voces en mi cabeza. Sintonizaba con el batir de alas de una bandada de gansos, con el canto del grillo o la zambullida de una rata de agua.
Cuando llevaba más o menos un año sobria, un peral que veía desde la ventana de mi dormitorio en mi piso de Hackney, al este de Londres, permaneció durante seis meses oculto por un andamiaje grueso y feo. Era un árbol hermoso, que en primavera parecía incandescente, de un verde brillante como la criptonita. Las ramas echaban brotes y luego estos estallaban en flores blancas como la cuajada y efímeras como las perseidas. El tronco del árbol transportaba agua y savia a través de los vasos y capilares, remontando el centro, hasta las hojas. A lo largo del verano, su verdor se incrementaba mientras se henchía de fruta, con las peras cada vez más grandes, hasta que estas caían al suelo —debido a su peso o a la acción de los insectos—, pegajosas y carnosas. Luego las hojas se secaban, se volvían marrones y caían en silencio, como buceadores, al tiempo que el árbol adquiría un aspecto más frágil para el invierno, una mantis quieta y dura, que protegía los mensajes eléctricos y las señales invisibles que recorrían en zigzag el interior de la corteza, entrando y saliendo de las raíces, trepando por el tronco y de nuevo a las ramas, mientras las micorrizas entraban en efervescencia bajo tierra. Cuando los últimos días de invierno perdían su filo y el mundo empezaba a desperezarse y bostezar, yo examinaba todos los días el peral, en busca de nuevas protuberancias que pronto estallarían, se abrirían camino y comenzarían de nuevo.
Ese piso representaba para mí un nuevo comienzo, un lugar sin recuerdos de largas borracheras que derivaban en mañanas terribles —el terror mental de volver a estar sobria y el bajón consiguiente—, y el árbol me animaba a seguir así. Ocupaba la ventana de guillotina junto a la cual yo dormía y, a veces, trabajaba, y me encantaba contemplar su follaje y su actividad siempre cambiantes. Mira cómo crezco y progreso y continúo, me decía. Mira cómo cambian las cosas. Encontraba una cierta estabilidad emocional en su rutina, y mis esperanzas se aferraban a ella. A veces, los sábados por la tarde me echaba en la cama y, sumida en un trance, observaba sus suaves movimientos y cómo bailaba el sol entre sus hojas. Luego, me sentía relajada y tranquila. Amaba ese árbol y los sentimientos que inspiraba en mí. A menudo veía herrerillos de exquisitos colores, y una vez un pájaro carpintero, aunque en realidad las aves eran los actores secundarios. El piso se encontraba en una casa que se había dividido en cuatro apartamentos, en una calle residencial, a diez minutos a pie del parque más cercano. Solo los inquilinos de la planta baja disfrutaban de un espacio exterior —un pequeño cuadrado de cemento—, pero nosotros podíamos salir por la ventana de la cocina al tejado del piso inferior. Desde allí, más allá de una hilera de álamos, se veía una urbanización, y era un lugar estupendo para leer, charlar con amigos y escuchar el rumor de los árboles. Comparado con el apartamento donde vivíamos antes —que daba a una rotonda con mucho tráfico, encima de una ferretería—, teníamos la impresión de estar mucho más cerca de la naturaleza, en especial por la proximidad del peral. No habíamos elegido el apartamento conscientemente por ese motivo —mi única exigencia por aquel entonces había sido que tuviera una bañera—, pero fue una feliz sorpresa. Y yo había llegado a depender de él. Solo entendí hasta qué punto cuando, unos seis meses después, montaron un andamiaje para las obras de los vecinos de arriba y el árbol desapareció de mi vista. Lo que ocurrió a continuación me hizo comprender hasta dónde llegaba mi necesidad psicológica del mundo natural. En pocos días, me noté cada vez más tensa. Intentaba atisbar a través de la celosía de barras metálicas para divisar su verde vivo, para ver cómo progresaba, como si fuese una bebida capaz de saciar mi sed, o un amado del que me hubiesen separado. Frustrada porque apenas podía verlo, estaba irritable y malhumorada. Cuando estaba en casa, me sentía encerrada. Les mandaba mensajes de texto pasivo-agresivos a los vecinos preguntando cuánto tiempo iban a tardar en sacar los andamios, y le gritaba al que por aquel entonces era mi novio. Desde luego, hubiese sido muy raro que los vecinos se hubieran tomado la molestia de avisarnos de que el peral quedaría oculto. Si las autoridades municipales hubiesen decidido que había que talarlo, lo lógico hubiese sido que nos lo notificasen por si se producía ruido, o polvo, pero no a causa de ningún posible efecto psicológico adverso. No conseguí acostumbrarme. Durante los seis meses más o menos que el árbol permaneció oculto, me sentí desubicada. No entendía qué era lo que me pasaba. Me avergonzaba el picor de las lágrimas ardientes y furiosas y el nudo en la garganta que sentía a veces por las noches. Me asustaba mi reacción emocional. ¿Era posible que un árbol —o, en realidad, la falta de él— tuviese sobre mí un efecto psicológico tan fuerte? ¿Qué demonios me sucedía?
La verdad es que esta correlación me pilló desprevenida. Nadie me había recetado «naturaleza», ni me habían aconsejado que pasara tiempo al aire libre. Me había topado con ello, por así decirlo. Pero comprendí que necesitaba el mundo natural, y lo utilizaba de forma análoga a como usaba las drogas y el alcohol. Anhelaba su consuelo, que me arropaba igual que el alcohol. Con una ventaja añadida: no me dejaba resaca. Antes, era consciente de que pasear junto al mar o por el bosque era algo agradable; hasta intuía que podía hacer que la gente se sintiese más tranquila y relajada. Sabía vagamente que hacer ejercicio o dar un paseo con amigos era beneficioso para la salud mental. Hasta llegué a hacerlo yo misma cuando me sentía abatida. Pero no había comprendido que su esencia —la geometría, los olores, los sonidos, los colores, las texturas— podía cambiarte la vida. No había comprendido que relacionarme con el resto de la naturaleza podía serme de ayuda en periodos de inestabilidad mental.
¿Qué había detrás de este efecto y por qué yo no había oído hablar nunca de él? Al tratar de ir más allá de lo que el paisajista y arquitecto estadounidense Frederick Law Olmsted (que diseñó el Central Park de Nueva York) consideraba «un “paisaje” que gracias a un proceso inconsciente produce relajación y el “destensamiento” de aquellas facultades que el estrés había puesto en tensión», empecé a descubrir abundante evidencia científica, así como historias y anécdotas que explicaban lo que les sucede a la mente y al cuerpo durante esa sencilla elevación del ánimo.33 Tanto por mi experiencia personal como durante las conversaciones que tuve con científicos gracias a mi trabajo como periodista, sentí que aquí había un área de investigación estimulante e importante, y emprendí un viaje que me llevaría a explorar los mecanismos a través de los cuales el mundo natural influye sobre la mente humana. En un principio, la cuestión que guiaba mi búsqueda era relativamente sencilla: ¿por qué y cómo nos hace sentir bien la naturaleza? ¿Cómo afecta a nuestra salud mental? ¿Y cómo puede aliviar el dolor psicológico? Esto me llevó a asistir a conferencias en Gran Bretaña y en Alemania para ponerme al día sobre las investigaciones más recientes, y a entrevistar a académicos distinguidos en sus respectivas disciplinas, desde neurocientíficos en California a microbiólogos en Europa del Este. Si hasta ahora las pruebas de que la naturaleza es necesaria para preservar la salud mental de la población eran puramente cualitativas, en la actualidad aumentan las investigaciones cuantitativas, con resultados mucho más convincentes, abundantes y diversos de lo que hubiera podido imaginar. Había leído muchos titulares y estudios acerca de lo beneficioso que resulta un paseo por el parque para controlar el estrés, y sobre el efecto terapéutico que pueden suponer actividades como la jardinería, nadar al aire libre y relacionarse con aves y plantas, pero yo deseaba averiguar el porqué y el cómo. Al principio, no me percaté de que me estaba internando en un campo de estudio nuevo, tremendamente fecundo y estimulante. Ignoraba que muchos científicos, desde los que estudian los microbios hasta los que se dedican a la ciencia del asombro, estaban intentando —y consiguiendo— demostrar que la naturaleza tiene un efecto medible sobre nuestra salud mental. En parte, este libro es un informe sobre las investigaciones más atractivas y convincentes que he encontrado. No existen pruebas irrefutables: el campo a investigar es tan complejo y diverso como un ecosistema o como el cuerpo humano o, por emplear el símil con que lo definió un académico, como un sándwich de pisos.
Pero, muy pronto, el asunto adquirió una urgencia suplementaria, pues nuestros ataques a la naturaleza —y con esto me refiero tanto a la vida salvaje, las plantas, los árboles o los hábitats, como al calentamiento global antropogénico que causa la inestabilidad del clima— aumentaban a ojos vistas. La cuestión que me guiaba pronto tomó otro cariz: ¿en qué medida afecta nuestra desconexión del mundo natural a nuestra salud mental, nuestra salud física, nuestro cerebro, nuestra vida emocional? Y ¿cómo afectarán el caos climático, la extinción y la degradación del medio ambiente al espíritu humano? Esto me llevó al Banco Mundial de Semillas de Svalbard en la isla de Spitsbergen, en medio del océano Ártico, un enorme congelador que contiene unas novecientas mil muestras de semillas con el fin de proteger la biodiversidad en caso de caos climático, catástrofe nuclear o desastre natural, así como a Białowieża en Polonia, uno de los últimos bosques vírgenes de Europa, que ha sufrido una explotación forestal intensiva.
Mis viajes, lecturas y entrevistas han abarcado una amplia gama de ideas, líneas de acción y pensadores: me han llevado tanto a pasear por los South Downs con el máximo representante de la Orden de Bardos, Ovates y Druidas o a aprender de ecoterapeutas que practican en Canadá, en Londres o en un hospital para enfermos mentales graves de Inglaterra, como a analizar los escritos de Derek Jarman, Vievee Francis, Carl Jung y Edward Thomas, entre otros, para comprender cómo puede sanarnos la naturaleza.
Cuanto más leía y paseaba y escuchaba, más me percataba de que si perdemos la relación con el mundo natural, perdemos, en cierto modo, una parte de nosotros mismos y una honda experiencia psicológica que todos necesitamos. ¿Necesita el ser humano el tónico de lo salvaje para ser feliz? ¿Precisamos los elementos y los servicios de la naturaleza no solo para mantenernos vivos físicamente, sino también en el aspecto mental, emocional y espiritual? Que actualmente pasemos menos tiempo al aire libre ¿provoca malestares psíquicos? Por ejemplo, en el siglo xx se desconocía la posibilidad de que los productos químicos y los pesticidas dañasen el medio ambiente, y, más recientemente, lo mismo ha sucedido con los plásticos. ¿Será que nuestra creciente desconexión respecto a la naturaleza es también mala para nuestra mente?
1. Entre 1995 y 2015, la población británica de vencejos disminuyó en un 51 por ciento, y el ritmo de descenso se está acelerando. Entre 2010 y 2015 se registró una caída del 24 por ciento. Véase D. Massimino et al., Bird Trends 2017: Trends in Numbers, Breeding Success and Survival for UK Breeding Birds. Research Report, British Trust for Ornithology, 2017.
<https://app.bto.org/birdtrends/species.jsp?s=swift&year=2017>.
2. Desde 1970, la población de golondrinas está disminuyendo en toda Europa. Véase RSPB, «Why swallow populations fluctuate».
<https://www.rspb.org.uk/birds-and-wildlife/wildlife-guides/bird-a-z/swallow/population- trends/>.
3. D. Carrington, «Hedgehog numbers plummet by half in UK countryside since 2000», The Guardian, 7 de febrero de 2018.
<https://www.theguardian.com/environment/2018/feb/07/hedgehog-numbers-plummet-by-half-in-uk-countryside-since-2000>.
4. A lo largo del siglo xx y los primeros años del xxi, han desaparecido la mitad de los bosques del Reino Unido que tenían más de cuatrocientos años, a lo que se une el declive de las especies que habitan los bosques. J. Vidal, «UK’s ancient woodland being lost “faster than Amazon”», The Guardian, 21 de octubre de 2008.
<https://www.theguardian.com/environment/2008/oct/21/forests-conservation>; Woodland Trust, The Current State of Ancient Woodland Restoration, enero de 2018.
<https://www.woodlandtrust.org.uk/mediafile/100229275/state-of-uk-forest-report.pdf?cb=58d97f320c>.
5. En la actualidad, las encinas se encuentran amenazadas, con una alarmante y rápida disminución de su población. «Las presiones medioambientales, tales como el cambio climático, la contaminación y la sequía, pueden hacer que nuestras encinas sean más vulnerables ante las plagas y las enfermedades.» National Trust, «A new partnership to protect oak trees from disease».
<https://www.nationaltrust.org.uk/features/a-new-partnership-to-protect-oak-trees-from-disease>.
6. P. Barkham, «First eight bird extinctions of the 21st century confirmed», The Guardian, 4 de septiembre de 2018.
<https://www.theguardian.com/environment/2018/sep/04/first-eight-bird-extinctions-of-the-21st-centur-con-firmed>.
7. La misma semana en que murió el último rinoceronte blanco macho del hemisferio norte y en que dos estudios detallaban el catastrófico colapso de la población de pájaros de Francia —un tercio de la pérdida producida en los últimos quince años, debido a la desaparición de los insectos que constituyen su dieta—, un informe respaldado por la ONU sostenía que la pérdida de biodiversidad debería considerarse tan alarmante como el cambio climático. Basándose en estudios de más de cien países, un grupo formado por más de quinientos cincuenta expertos concluyó que la destrucción de la naturaleza afectará a las personas que están vivas hoy. A menudo se menciona la pérdida de biodiversidad refiriéndose a cómo nuestros hijos se enfrentarán a ella, pero este informe acercó este riesgo desde el futuro abstracto. Por ejemplo, predecía que la pesca en la región de Asia-Pacífico disminuiría hasta llegar a cero en 2048. J. Watts, «Destruction of nature as dangerous as climate change, scientists warn», The Guardian, 23 de marzo de 2018.
8. Robert Michael Pyle, «The Extinction of Experience».
<http://www.morning-earth.org/DE6103/Read%20DE/Extinction%20of%20Experience.pdf>.
9. Ibíd.
10. Woodland Trust, «Report and Accounts», diciembre de 2017.
<https://www.woodlandtrust.org.uk/mediafile/100822176/wt-report-and-accounts-2017.pdf>.
11. RSPB, «State of nature, 2013».
<https://ww2.rspb.org.uk/Images/stateofnature_tcm9- 345839.pdf>.
12. D. Carrington, «Why are insects in decline, and can we do anything about it?», The Guardian, 10 de febrero 2019.
<https://www.theguardian.com/environment/2019/feb/10/why-are-insects-in-decline-and-can-we-do-anything-about-it>.
13. Esta es la estimación para una nación industrializada. Véase John Spengler, Akira Yamaguchi Professor of Environmental Health and Human Habitation, Harvard T. H. Chan School of Public Health.
<https://www.hsph.harvard.edu/john-spengler/>.
14. Richard Louv, Last Child in the Woods (Algonquin Books of Chapel Hills, 2008), p. 36.
15. <http://psychoterratica.com/>.
16. Robin Wall Kimmerer, Braiding Sweetgrass: Indigenous Wisdom, Scientific Knowledge and the Teachings of Plants (Milkweed Editions, 2013), pp. 208-209.
17. R. Mason, «David Cameron at centre of ‘get rid of all the green crap’ storm», The Guardian, 21 de noviembre de 2013.
<https://www.theguardian.com/environment/2013/nov/21/david-cameron-green-crap-comments-storm>.
18. Richard Mabey, Nature Cure (Vintage, 2008), p. 37.
19. Alice Hancock, «Houseplants enjoy a growth spurt in popularity», Financial Times, 27 de abril de 2018.
<https://www.ft.com/content/e099b9ce-43c5-11e8-803a-295c97e6fd0b>.
20. <https://store.pantone.com/uk/en/color-of-the-year-2017/>.
21. Jean Delumeau, History of Paradise: The Garden of Eden in Myth and Tradition, trad. de Matthew O’Connell (University of Illinois Press, 2000), p. 5.
22. Citado por Henry Thoreau en Walden (1854; Penguin Classics, 2016), p. 82; traducido, según la nota que incluye, del Harivamsa.
23. Francesco Petrarca, «The Ascent of Mont Ventoux», en The Renaissance Philosophy of Man, ed. de E. Cassirer et al. (University of Chicago Press, 1948), pp. 36-46.
24. Roderick Nash, Wilderness and the American Mind (Yale University Press, 1982), p. 343.
25. Kathleen Jones, Lunacy, Law, and Conscience, 1744–1845: The Social History of the Care of the Insane (Routledge & Paul, 1955), p. 139; y Kathleen Jones, Asylums and After. A Revised History of the Mental Health Services: From the Early 18th Century to the 1990s (Athlone Press, 1993), p. 62.
<https://historyofmassachusetts.org/history-of-danvers-state-hospital/>.
26. Florence Nightingale, Notes on Nursing: What It Is, and What It Is Not (1859; esta edición, Barnes & Noble, 2003), p. 46.
27. K. M. Williams, E. Kraphol, E. Yonova-Doing et al., «Early life factors for myopia in the British Twins Early Development Study», British Journal of Ophthalmology, publicado online el 6 de noviembre de 2018.
<https://bjo.bmj.com/content/early/2018/10/03/bjophthalmol-2018-312439.info>.
N. Davis, «Children urged to play outdoors to cut risk of shortsightedness», The Guardian, 6 de noviembre de 2018.
<https://www.theguardian.com/science/2018/nov/06/children-urged-play-outdoors-cut-risk-shortsightedness>.
28. K. D. Cashman, K. G. Dowling, Z. Škrabáková et al., «Vitamin D deficiency in Europe: pandemic?», American Journal of Clinical Nutrition, 103(4) (2016), pp. 1.033-1.044.
<https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC5527850/>.
29. Entre 2014 y 2015, la tasa de suicidio en mujeres aumentó hasta alcanzar el nivel más alto en toda una década. La incidencia de lesiones autoinfligidas entre chicas adolescentes aumentó en un 68 por ciento entre 2011 y 2014. Los niños y jóvenes están experimentando problemas de salud mental más complejos, y uno de cada cuatro jóvenes (entre los quince y los veinticuatro años) padece alguna patología mental. Los trastornos alimentarios son más corrientes que nunca. Desde 1993, la prevalencia de los desórdenes mentales (depresión, desórdenes de ansiedad generalizados) ha aumentado en un 20 por ciento.
30. A. Case y A. Deaton, «Mortality and morbidity in the 21st century», Brookings Papers on Economic Activity, primavera de 2017.
<https://www.brookings.edu/wp-content/uploads/2017/08/casetextsp17bpea.pdf>.
31. R. Prasad, «Why US suicide rate is on the rise», BBC News, 11 de junio de 2018.
<https://www.bbc.co.uk/news/world-us-canada-44416727>.
32. A. Mohdin, «Suicide rate rises among young people in England and Wales», The Guardian, 4 de septiembre de 2018.
<https://www.theguardian.com/society/2018/sep/04/suicide-rate-rises-among-young-people-in-england-and-wales>.
33. Charles E. Beveridge, «Frederick Law Olmsted’s theory on landscape design», Nineteenth Century, 3 (verano de 1977), pp. 38-435, citado en D. Schuyler y G. Kaliss (eds.), The Papers of Frederick Law Olmsted, vol. 9: The Last Great Projects, 1890–1895 (Johns Hopkins University Press, 2015), p. 528, n. 8.