Piropolítica en un mundo en llamas - Michael Marder - E-Book

Piropolítica en un mundo en llamas E-Book

Michael Marder

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Beschreibung

De los libros y herejes incinerados en las piras de la Inquisición a las autoinmolaciones en las concentraciones de protesta, de la quema masiva del calentamiento global al crisol de razas, de la imagen de las chispas revolucionarias prestas a encender los espíritus de los oprimidos hasta los atentados con coches de Oriente Medio, el fuego resulta ser la condición sine qua non de la política. Piropolítica en un mundo en llamas pretende crear un campo semántico-discursivo que atraiga hacia sí, como un imán, los casos en que incendios, llamas, chispas, inmolaciones, incineraciones y quemas han hecho su aparición en las teorías y prácticas políticas. Basándose en la teoría política clásica, la teología, la filosofía, la literatura y el cine, así como en un análisis de la actualidad, Michael Marder sostiene que la geopolítica, o política de la Tierra, siempre ha tenido un reverso inestable, a la vez sombrío y cegador: la piropolítica, o política del fuego. Si este doble oscuro de la geopolítica dicta hoy cada vez más las reglas del juego, es crucial aprender a hablar su lenguaje, discernir sus manifestaciones y proyectar hacia dónde se dirige nuestro mundo en llamas.

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Título original en inglés: Pyropolitics in the World Ablaze

Translated from the English Language edition of Pyropolitics in the World Ablaze ('the work'), Edited by Alice Calaprice, originally published by Rowman & Littlefield International, an imprint of The Rowman & Littlefield Publishing Group, Inc., Lanham, MD, USA.

Copyright © 2020 by the author(s). Translated into and published in the Spanish language by arrangement with Rowman & Littlefield Publishing Group, Inc. All rights reserved.

No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means electronic or mechanical including photocopying, reprinting, or on any information storage or retrieval system, without permission in writing from Rowman & Littlefield Publishing Group.

© Michael Marder

© De la traducción: Héctor Andrés Peña

Primera edición: octubre, 2023

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2023

Preimpressió:

www.editorservice.net

eISBN: 978-84-19407-15-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

לזיכרונם של רחל בת שרה, שרה בת מלכה ומוניה בן יוסף

Índice

Agradecimientos

Prefacio a la nueva edición inglesa de 2020

Encendiendo: el mundo que arde

Capítulo 1

El abecé de la piropolítica o los «regímees elementales» de Carl Schmitt

1.1. La idea de política elemental

1.2. Los elementos, nomos y anomia

1.3. Por el aire al fuego

1.4. Piropolítica e imaginario espacial

1.5. Hacia una fenomenología piropolítica

1.6. El riesgo de la piropolítica

Capítulo 2

Luz sin calor, calor sin luz, y el problema del mal

2.1. La luz fría de la Ilustración

2.2. Los dos «poderes» del fuego

2.3. Calor oscuro, o el mal desde la perspectiva de la Ilustración

2.4. La sustancia de la que está hecho el mal

2.5. Separación absoluta y mal

2.6. ¿Una nueva síntesis de luz y calor?

Capítulo 3

Teología piropolítica I: los fuegos de la revolución

3.1. Chispas volátiles

3.2. Un ardiente ideal

3.3. Las inflamaciones del espíritu revolucionario

3.4. Hegel en llamas

3.5. Alquimia revolucionaria

3.6. Inflamarse, o cómo se propagan las revoluciones

Capítulo 4

Teología piropolítica II: la política del sacrificio

4.1. Una teología de los holocaustos

4.2 Autoinmolación y soberanía

4.3. Un interludio: política extremista

4.4. Sobre holocaustos u ofrendas quemadas en el extremo

4.5. La candente cuestión de la Inquisición

4.6. Producción global de energía o «¿qué rescatan del gran fuego de la vida»?

Capítulo 5

El fin de las utopías heliotrópicas: cuando el sol se pone en la ciudad de lo alto de una colina

5.1. Alrededor de los soles

5.2. La unidad heliocéntrica y sus descontentos

5.3. El fetiche solar del Imperio

5.4. Una brillante ciudad en lo alto de una colina: lo sublime piropolítico

5.5. Occidentalización, nihilismo y sol poniente

5.6. Coda: políticas del fuego y diferencia sexual

Capítulo 6

En torno al hogar:

política en la cocina

6.1. El poder del hogar o la domesticación de la política

6.2. El fuego interior del «Gabinete de la Cocina»

6.3. ¿Qué se está cocinando en el crisol (de culturas)?

6.4. En busca de la perfección: las artes culinarias y políticas

6.5. Cocinas políticas revolucionarias y posrevolucionarias

6.6. Consumiéndonos: canibalismo piropolítico

Extinguiendo: la política de las cenizas

Apéndice

Palabras incandescentes: contra la división literal/metafórico

Un sol de sombra

Quemándonos hasta la muerte

Agradecimientos

Piropolítica no fue un libro fácil de escribir. El doble desafío que planteaba tenía que ver con su tema, a veces tétrico, que incluye asuntos como la autoinmolación, la violencia política extrema y el sacrificio, así como con la elaboración de una alternativa al enfoque puramente geopolítico, sin perder el contacto con la materialidad y la practicidad, y con la tierra misma. Desde 2011, he tenido la fortuna de presentar partes de lo que se convirtió en Piropolítica ante exigentes y formadas audiencias académicas en la Universidad de York en Canadá, en la Universidad de Barcelona en España, en la Universidad Loyola de Maryland en los Estados Unidos, en la Universidad Diego Portales en Chile, y (a distancia) en la Universidad de Melbourne en Australia. Agradezco a Shannon Bell, Santiago Zabala, Graham McAleer, Hugo Herrera, Lauren Rickards y Tom Ford por la organización de estos eventos. En todos los casos, las preguntas y debates suscitados por mis presentaciones me impulsaron a explicar más y a reformular algunas de las ideas, teniendo en cuenta las aportaciones de los participantes en estas sesiones. Estoy agradecido por su energía y entusiasmo, y estoy seguro de que reconocerán en el libro las huellas de nuestras conversaciones. Marie-Claire Antoine acogió amablemente las primeras formulaciones de «la política del fuego» que compartí con ella. Anna Reeve y Sarah Campbell, de Rowman & Littlefield International, creyeron firmemente en este proyecto desde la primera vez que lo comenté con ellas en Londres. El libro está dedicado a mis abuelos, Rachel y Monya Gulberg, así como a mi bisabuela Sarah Kotlyarevskaya, que ayudó a alumbrar el amor por el aprendizaje en mí.

En 2012 se publicó un primer borrador del capítulo 1 con el título «The elemental regimes of Carl Schmitt, or the abc of Pyropolitics» en un número especial de la Revista de Ciencias Sociales (vol. 60) de la Universidad de Valparaíso, Chile, y se centraba en la filosofía política de Carl Schmitt. Ese mismo año, «After the Fire: The Politics of Ashes», base de la conclusión de Piropolítica, apareció en un número especial sobre «La política después de la metafísica» de la revista Telos (vol. 161), de la que fui editor. Partes del capítulo 2 se publicaron bajo el título «The Enlightenment, Pyropolitics, and the Problem of Evil» en Political Theology (vol. 16/2) en 2015. Estos textos se reproducen aquí con el permiso de los titulares de los derechos de autor.

Prefacio a la nueva edición inglesa de 2020

Han pasado exactamente cinco años desde la publicación de mi Piropolítica en un mundo en llamas con Rowman & Littlefield International. ¿Es una mera coincidencia que la edición revisada del libro aparezca en 2020?

Los planes quinquenales, o pyatiletkas, fueron uno de los rasgos definitorios de la industrialización y colectivización soviéticas bajo el mando de Stalin. A primera vista, las pyatiletkas marcaban los horizontes temporales para poner en práctica las políticas soviéticas y hacer un balance de su realización. Sin embargo, nunca fue cuestión de conformar las acciones al sello de aprobado, pues el cumplimiento estricto de los plazos se habría considerado un fracaso absoluto y clamoroso. Por el contrario, había que «sobrecumplir» el plan, alcanzar los objetivos antes de tiempo, condensar cinco años en cuatro o menos.1 A diferencia de los límites impuestos a los mandatos de los cargos electos en las democracias, las pyatiletkas no eran limitaciones puramente formales; jugaban con el tiempo político al compactar lo más en menos (aunque solo fuera sobre el papel), acelerando el cambio (o la percepción del mismo) y reduciendo la distancia entre una intención y su concreción.

La segunda edición de Piropolítica no estaba en mi «plan de investigación quinquenal» (no tengo ninguno). Pero si hubiera un programa de pyatiletka para la política global se habría «sobrecumplido» mucho antes del final del período que va de 2015 a 2020. Tanto los cambios políticos como las tendencias ya existentes se han acelerado, incluso en comparación con la primera década del nuevo siglo. En 2015, ¿quién habría podido imaginar el rápido ascenso de la derecha populista en todo el mundo, desde Brasil hasta el Reino Unido, de Estados Unidos a Italia? La «extrema» derecha ya no está en un lejano extremo; está demasiado cerca, ya que forma gobiernos y coaliciones a través de todo el espectro político. Apoyándose en el mecanismo de la incitación y la excitación colectivas, avivando las llamas del odio hacia los forasteros y otros «otros», al tiempo que reavivan el orgullo nacionalista, estos regímenes han recurrido al arsenal de la piropolítica revolucionaria. Su rápido y extendido ascenso nos brinda una clara indicación de cómo se ha inflamado el mundo más intensa y más extensivamente durante los últimos cinco años.

El Brexit y el renovado aislacionismo de Estados Unidos bajo el mandato de Trump atestiguan la desintegración relámpago de unidades y procesos políticos sintéticos (globalización, hegemonía poscolonial anglosajona, una determinada versión de la Unión Europea...) con una incitación-excitación pirómana como catalizador. Lo menos que se puede decir es que la respuesta de la izquierda mundial a estos acontecimientos decisivos ha sido inadecuada, en parte porque la izquierda ha renunciado a su propia tradición revolucionaria. En el vacío dejado por la izquierda, los movimientos ecologistas han cobrado impulso, aunque con un conjunto distinto de catalizadores piropolíticos. En lugar de la incitación, se nutren de la indignación frente al estado actual del mundo y por el temor a que también un futuro habitable nos sea arrebatado; en lugar de la excitación, hay un sentimiento de que es simplemente imposible actuar de otro modo —o llanamente actuar— a la luz de la calamidad ecológica. En sus bordes dinámicos, la escena política mundial está dividida entre, por un lado, los regímenes populistas parroquiales que, a pesar de su eslogan «¡Yo primero!», forman una alianza internacional, lo cual fomenta la deforestación desenfrenada, el uso de los recursos naturales y la dependencia de los métodos más contaminantes de producción de energía, y, por otro lado, una alianza poco firme pero considerable de jóvenes y otras personas preocupadas por la severidad de la crisis ecológica.

Hace casi cien años, los dos movimientos (el nacionalista y el ambientalista) se unieron bajo la égida del régimen oficial de la Alemania nazi. El nacionalismo populista contemporáneo está en las antípodas de las preocupaciones ecológicas, pero el afecto político compartido a un lado y otro de las líneas divisorias es el mismo: el miedo, ya sea a la alteridad o a la extinción, a que las diferencias nacionales se disuelvan en el batiburrillo de la globalización o de que las condiciones que hacen posible la vida se vean fatalmente socavadas. Ambos movimientos son, cada uno a su manera, reactivos, y dejan poco espacio para la otra emoción política significativa, señalada por Thomas Hobbes, a saber, la esperanza.

Dada esta unidad tácita de contrarios, resulta razonable que el movimiento ambientalista no renuncie, sino que se limite a transformar el modelo piropolítico de incitación-excitación, tan evidente en el auge de la nueva derecha. Lo que sirve de llamada a la acción es el incendio real del mundo en la combustión masiva de combustibles fósiles y en los devastadores incendios forestales de selvas y matorrales en Australia y la Amazonia brasileña, en Indonesia y California, en Siberia e Iberia. Es esta quema de la vida vegetal pasada y presente la que llega a la conciencia y, al hacerlo, estimula las protestas, las huelgas y otros tipos de organización política. Se incendian también con las plantas la tierra y el cielo, y se llenan de humo, así como las lenguas de fuego tocan la conciencia, que termina envuelta en las llamas de la devastación. El fuego altera aquello en lo que arde; no se le puede encajar en una representación objetiva y distanciada, ante la cual uno permanecería frío e indiferente, menos cuando lo que arde en las columnas de bosque y de fósiles usados como combustible es el tiempo mismo. El análogo de la excitación, entonces, sería el sentimiento de que usted se quema en y junto con el mundo, de que su futuro se esfuma con él.

Los dos vectores de repolitización están en contradicción con el contexto político en el que apareció la primera edición del libro. Desde luego que las fracturas entre los países del sur y del norte de la Unión Europea, la Primavera Árabe y, antes de esta, varias otras revoluciones «de color» en estados postsoviéticos fueron asuntos intensamente políticos. En 2015, sin embargo, el modus operandi hegemónico de la política en Occidente seguía siendo el de la tecnocracia liberal, con sus efectos congelantes sobre el compromiso activo de los ciudadanos, traducido por los teóricos de la política como el problema del déficit motivacional. (Incluso en los mencionados levantamientos que tuvieron lugar en los márgenes del sistema occidental y fuera de sus confines, una de las reivindicaciones más estridentes fue la de ser incluidos en el redil de Occidente). Cinco años después, el paradigma tecnocrático se ve asediado por desafíos salidos de todas las direcciones imaginables, incluyendo nuevas enfermedades infecciosas de rápida propagación. Su declive atestigua la preponderancia de la piropolítica en la escena mundial actual.

Pero ¿qué es exactamente este mundo que ahora se incendia o que se consume? Está hecho de instituciones (el Estado, las organizaciones internacionales como la otan, etc.) y discursos, y bosques y campos (cultivados para convertirlos en calorías o materiales de construcción, en biodiesel o papel), la tierra y el cielo (en los que se vierten los fósiles desenterrados e incinerados), las mentes y corazones de las personas (que arden de indignación, de ira contra los extranjeros o de deseos de justicia)... Es decir: el mundo en llamas es tanto exterior como interior, físico y psíquico, humano y no humano, y pertenece tanto a la naturaleza como a la cultura. Si la integración de las dimensiones del mundo ha sido rápidamente suplantada por su plausible desintegración total, es porque la deconstrucción de los opuestos y, sobre todo, de las relaciones binarias, nunca ha operado con el «difuminado de las fronteras», como reza la teoría de moda, sino dejándolas consumir por el fuego, en el que se funden. El propio fuego lleva a cabo el acto último de deconstrucción, condicionando y consumiendo ambos lados de la polaridad integración/desintegración.

Marzo de 2020

Vitoria-Gasteiz, País Vasco

1. El título de un artículo del periódico Trud es diciente al respecto: «¡Larga vida al Plan de Cinco Años de cuatro años!» (Da zdravstvuet chetyrekhletnyaya pyatiletka!) Trud, 10 de noviembre de 1929, pág. 1.

Encendiendo: el mundo que arde

Once de febrero de 2012. Tenzin Choedon, una monja budista de dieciocho años de la región de Ngaba, en la provincia china de Sichuan, se prendió en llamas, mientras pedía el regreso del Dalái Lama del exilio y exigía libertad para el Tíbet. Pocos meses después, el catorce de julio del mismo año, Moshé Silman, un israelí en la brega de llegar a fin de mes con un exiguo programa estatal de discapacidad y a punto de ser desalojado de su apartamento, se prendió fuego durante una manifestación por la justicia social en Tel Aviv. Veinte de febrero de 2013. Varna, Bulgaria. Plamen Goranov se autoinmoló en medio de las protestas antigubernamentales que barrieron el país y finalmente condujeron a la renuncia del primer ministro Boyko Borisov. Catorce de abril de 2018. David Buckel, destacado neoyorquino defensor de los derechos ambientales y lgbt+, murió en Prospect Park inmolándose para llamar la atención pública sobre las desastrosas consecuencias de nuestra continua dependencia de los combustibles fósiles. Nueve de septiembre de 2019. Sahar Khodayari se quemó hasta morir mientras protestaba por la inminente sentencia de seis meses de cárcel por haber intentado, como mujer en Irán, entrar a un estadio para ver un partido de fútbol.

El fuego, al que los cinco activistas —entre muchos otros antes y después de ellos— se han entregado, les ha dado una voz pero les ha arrancado el alma a sus cuerpos: la voix sans le phénomène. Hizo visible la opresión, la injusticia y la violencia que de otro modo estarían veladas al instituir otro régimen de visibilidad, abismal e insostenible. ¿Esta voz (el medio ideal de expresión y autoexpresión) ganó más poder, al resonar en los circuitos de noticias internacionales, a cambio de la vida misma? Es decir, una fenomenología política imposible y una insondable economía de violencia.

Al arrojar momentáneamente luz sobre el sufrimiento humano, el fuego se avivó y completó la obra de destruir a las víctimas abyectas de la brutalidad política, social, económica y ambiental, conducidas más allá del umbral de la desesperación. (¿Era este nuestro relámpago, el momento fugaz de la verdad, que Martin Heidegger había extraído de la antigua Grecia a través de la poesía de Hölderlin?2 ¿Cuántos de estos «relámpagos» están todavía destinados a producirse?). En lugar de escapar de la verdadera caldera que alimenta el crecimiento del capital financiero o, según el caso, del crisol de un Estado-nación unificado, los mártires seculares y religiosos que se prendieron fuego mediatizaron las verdaderas consecuencias de estas despiadadas hogueras arrojándose a las llamas. En un breve y aterrador destello, las consecuencias de la opresión se convirtieron en un espectáculo público. ¿Qué tipo de espectáculo? ¿Uno sublime, o uno en el que los agentes de la autoinmolación tomaron en sus propias manos la fenomenalidad, la posibilidad de ver y de dar sentido, mostrando al resto de nosotros los contornos de un mundo injusto iluminado por la luz negra y sofocado en el intolerable calor del sufrimiento?.

Tal vez ya hemos tenido una premonición de esta oscura fenomenología, y los actos de Tenzin, Moshe, Plamen, David y Sahar le dan la forma más descarnada, que solo puede parecer obscena a los que tenemos el lujo de lujo de cuidar y proteger nuestra sensibilidad. El mundo que nos rodea se está desintegrando a una velocidad tan vertiginosa que cualquier descripción de su composición física, social, económica o política no es más que una serie de instantáneas nostálgicas, similares a las fotografías en blanco y negro, de antaño, que captan estructuras y procesos ya obsoletos. Pero —aquí está el giro— el mundo está también construyéndose a través de esta desintegración. Ni el acontecimiento ni la magnitud del desmoronamiento del mundo son nuevos: en el siglo xix, Marx y Engels lo relacionaron con la expansión del modelo capitalista, que hizo que todo lo que era sólido se desvaneciera en el aire. Lo que es único hoy es cómo se lleva a cabo la destrucción del mundo, que engloba una creación globalizada del mundo o una globalizadora integración del mundo, y una feroz resistencia ultranacionalista o francamente neofascista a estos procesos. En lugar de evaporarse en el aire, las cosas se consumen por el fuego. Desde hace más de cien años, desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914, el mundo en su totalidad ha estado ardiendo. ¿Se convierte así, en esta quema, en sí mismo, en «mundo»? ¿Revela por fin su fragilidad y su finitud, su precariedad material, hecha obvia en un pedazo de madera (el prototipo aristotélico de la materia, hylē) a punto de reducirse a un montón de cenizas?

Cuando un físico conceptualiza la materia como energía acumulada y temporalmente retenida; cuando cuantificamos nuestras dietas en términos de ingesta calórica y calorías quemadas; cuando la búsqueda de fuentes de energía alternativas lleva a los gobiernos a considerar seriamente la posibilidad de quemar cualquier cosa, a acelerar la deforestación y a extender los monocultivos de plantas con el único fin de transformarlos en biocombustibles, cuando todo esto tiene lugar, el fuego llega a dominar nuestro sentido de la realidad. La vida misma es una conflagración interna, un gran fuego en el que todos los seres vivos son chispas diversas, que encienden otras chispas similares al reproducirse. Con una aserción como esta no nos alejaríamos mucho de la antigua concepción griega del poder vivificante del calor y de su resurgimiento en el pensamiento alemán del siglo xix (en particular, en el de Novalis). Pero mientras que para los griegos el potencial creativo del fuego tenía que ver con su encendido y apagado medido, controlado y periódico, para nosotros se ha perdido todo sentido de la medida, ya que el incendio arde de forma incontrolada. A medida que el fuego mundial crece, también lo hace la destrucción.

De los libros y herejes incinerados en las piras de la Inquisición a las autoinmolaciones en las concentraciones de protesta, de la quema masiva de petróleo a los discursos incendiarios, del calentamiento global al crisol de culturas, de la imagen de las chispas revolucionarias prestas a encender los espíritus de los oprimidos hasta los atentados con coches de Oriente Medio, el fuego resulta ser la condición sine qua non de la política. Si en física el paradigma dominante ha pasado de la solidez de la materia a la volatilidad de la energía (que es, a su vez, materia), entonces, en la esfera política se ha producido una transición análoga desde la claridad de la geopolítica, entendida en sentido amplio como «la política de la tierra», a la explosiva ambigüedad de la piropolítica, o «la política del fuego». No es que un régimen elemental suplantara al otro en una sucesión lineal, poniendo fin a una era de estabilidad ligada al suelo y garantizada por un estilo de vida sedentario, agrícola y telúrico. En efecto, como escribí en otro lugar, la propia tierra solo presenta una ilusión de estabilidad; haríamos bien en recordar que su núcleo también es fuego, y que puede ceder bajo nuestros pies, por ejemplo, en deslizamientos o terremotos.3 La veleidosa fuerza de la piropolítica ha hecho erupción en puntos cardinales de la historia de la humanidad, como la lava que arroja un volcán latente. La intensificación de la política, con su amenaza o realidad de guerra —ya sea civil, interestatal o mundial— siempre ha puesto en primer plano el núcleo ardiente de lo político, mientras que su apaciguamiento ha tendido a recurrir a la lógica esencialmente económica, orientada a la propiedad, de la división, el intercambio y de la delimitación de fronteras reales e imaginarias en la superficie de la tierra. La paz encaja con los intereses económicos de un comercio sin trabas y, como tal, aún debe pensarse en términos estrictamente políticos. La guerra «fría» es una excepción que confirma esta regla, ya que la propia denominación implica el carácter habitualmente «acalorado» de las hostilidades.

La política del fuego viene a determinar los ritmos y las arritmias del mundo actual, que, con una obcecación que habría llevado a Heráclito hasta la locura, se está quemando literalmente. Nuestros vocabularios conceptuales, sin embargo, van a la zaga de la actual conflagración mundial, por orientarse a los análisis de la geopolítica o, como mucho, de la política marítima. Ha llegado el momento de actualizar los léxicos políticos para dar cuenta de los elementos que no encajan en la simple oposición de tierra y mar.

La palabra «piropolítica» no tiene una línea genealógica establecida en la filosofía política. Es un término bastardo. En los primeros años del siglo xx, el profesor suizo de derecho consuetudinario Ernest Roguin lo utilizó burlonamente para referirse al anarquismo político, con su afición al uso de dinamita y explosiones letales para sembrar la semilla del caos.4 Al repasar la historia episódica del término también podemos apreciar la deliciosa ironía de esta frase en un artículo de la revista Time de 1925: «Italia: Mejora financiera»: «Si el fascismo se ha entregado con frecuencia a la piropolítica para su descrédito moral, al menos se ha reivindicado en el lado práctico de sus políticas».5 Desde este punto de vista, la piropolítica, comparable a la pirotecnia, es solo para el espectáculo; lo que más importa, la cuestión esencial, es la pragmática de la mejora económica, aunque la lleve a cabo el fascismo. Más recientemente, Hilary Hinds y Jackie Stacie calificaron las representaciones de las feministas como quemadoras de sujetadores «piropolíticas».6 Y luego está el elogio de Nigel Clark al fuego como «nuestro medio preeminente para modificar el medio ambiente, de abrir caminos, de hacer la tierra más fructífera, más acogedora, menos riesgosa».7 La biopolítica, para Clark, es «en primer lugar y sobre todo una “piropolítica”, centrada en la regulación, manipulación y mejora del fuego»,8 como si este uso deliberado, asociado a la tecnología en general, estuviera asegurado y sus consecuencias fueran predecibles. Lo que ocurre es exactamente el caso contrario: el despliegue aparentemente controlado del fuego, ya sea en la «limpieza» de zonas boscosas para pastos o en la quema de materia orgánica (fosilizada o no) para producir energía, conduce a un desastre medioambiental global incontrolable.

Hay un puñado de ejemplos, y por buenas razones. Si la política es una cuestión de la polis (originalmente, la ciudad-Estado griega y, ahora, más ampliamente, una comunidad política), entonces solo puede tener lugar en la tierra, donde habitan los humanos, con todo y los diversos sueños de ciudades celestiales. Como soporte físico de la polis, la tierra es preeminente, por lo que nos sometemos a la ilusión de que toda política es ineludiblemente una geopolítica. Desoyendo las advertencias de Immanuel Kant, confundimos el Estado con el territorio que ocupa. Pero, además de las críticas kantianas, ¿esta idea de sentido común no deja de ver el bosque por los árboles? ¿No le arrebata a la política lo más único de ella, lo que es irreductible a la esfera económica en la determinación griega de la oikonomia como «ley de la morada» o, menos literalmente, «gestión del hogar»? ¿Y si lo político, por el contrario, perturbara a toda vivienda congregada en torno a una hoguera cuidadosamente controlada, y desestabilizara todo y a todos los que toca, desmontando el mito de la estabilidad y desmintiendo la tan cacareada permanencia del statu quo?

Expresando esta perturbación, Piropolítica pretende crear un campo semántico-discursivo que atraiga hacia sí, como un imán, los casos en que incendios, llamas, chispas, inmolaciones, incineraciones y quemas han hecho su aparición en las teorías y prácticas políticas. Este campo estará, en la medida de lo posible, libre de juicios apresurados sobre los fenómenos piropolíticos como «buenos» o «malos», «vigorizantes» o «peligrosos», «progresistas» o «dictatoriales». La piropolítica, junto con el fuego del que se alimenta, precede a todas las oposiciones binarias, incluida la institución y la ruptura de un orden. Estos juicios y estas oposiciones surgen una vez que la piropolítica ya está en marcha, lo que permite una refutación continua del significado de la relación humana con el fuego como benévola, malévola o neutra. La ingente tarea que tenemos por delante es comprender lo piropolítico no como una conjunción de los fenómenos que hay que analizar, sino como un conjunto de indicadores que apuntan en primer lugar a lo que hace visibles a los fenómenos políticos.

Que los regímenes de visibilidad política puedan cambiar no es ninguna novedad para nosotros.9 Lo que es menos obvio es que la luz como medio sea solo la mitad de la historia. No es casualidad que se olvide «la otra mitad» del fuego, el calor; la Modernidad ha tendido a dividir la llama en dos y a ignorar su menos que conveniente y abstrusa dimensión térmica. A menos que la intencionalidad (tomada en su sentido más amplio, como atracción hacia su objeto) connote el calor del amor, la fenomenología, tanto en su variante clásica como en las más políticas, sigue siendo una fiel heredera de la tradición de la Ilustración, en la que la luz de la razón se separó del ardor del polemos o el calor del bien, con el cual se entrelazaba en la Antigüedad. Incluso la lumen naturale medieval, unida a la lumen gratiae sobrenatural de la revelación divina, estaba muy lejos de su estéril y frío análogo ilustrado o iluminista.

La filosofía de Carl Schmitt, habitualmente leída como anatema de la racionalidad de la Ilustración, es uno de los pocos enfoques de lo político que tome a la piropolítica en serio. Aunque el propio Schmitt no ensalza el riesgo y la inestabilidad de este régimen político «elemental», acepta a regañadientes su inevitabilidad y su influencia en el mundo contemporáneo. Con base en las escasas menciones del fuego en sus obras, podemos reconstruir los parámetros generales de la piropolítica, así como la centralidad de las figuras mítico-poéticas en el pensamiento de lo político. La geopolítica, expresada en el nomos de la tierra, y la piropolítica, que describe una cierta experiencia de anomia, representan dos polos opuestos, entre los que oscilan la teoría y la práctica política. La soberanía, definida por Schmitt como la decisión sobre la excepción y tradicionalmente asociada al fuego de la gloria, es, pues, la irrupción de los fenómenos piropolíticos en el marco legalista de la geopolítica. La hybris de la Modernidad se condensa, a su vez, en el intento de disolver la soberanía y el riesgo político en la gestión más o menos hábil de demagogos y tecnócratas de la política pública y exterior.

La autoimagen predominante de la Modernidad, ya puesta de manifiesto en su postura esencialmente antipolítica (que podría ser la expresión más astuta de lo político), es la de la luz desapasionada de la razón refractada a través del prisma de la crítica. La fantasía moderna de la «luz sin calor» interpreta su exacto opuesto —«calor sin luz»— como la encarnación del mal. En la esfera política, el terrorismo entra en esta última categoría, junto con todo lo que aparece como insensato, absurdo o gratuito desde la perspectiva de la racionalidad pragmática. Y, sin embargo, el resorte principal del mal político no es lo ininteligible sino la propia escisión entre los dos aspectos del fuego: la luz que brilla en la superficie, por un lado, y el calor que penetra hacia las profundidades de las cosas, por el otro. La deficiente política de la luz pura es responsable del persistente y creciente problema de «déficit motivacional» en las democracias contemporáneas, incapaces de hacer frente a la lógica del terrorismo que se rige por lo que podríamos llamar «excedente motivacional». La bifurcación de calor y luz tampoco se limita solo a la esfera política. Cuando se pierde la compleja unidad del fuego, asistimos a la proliferación de las oposiciones básicas de la Modernidad: bifurcaciones entre la fría, aunque transparente, esfera pública, y la cálida, pero oscura, esfera privada; entre la racionalidad calculadora y la ética del cuidado; la mente y el corazón; entre lo masculino y lo femenino, etc.

Los estallidos revolucionarios anuncian el retorno del calor, la otra cualidad del fuego, que, al igual que lo reprimido en la vida psíquica, no puede ser desechado de una vez por todas. El Terror que siguió a la Revolución Francesa de 1789 y a la Revolución Rusa de 1917, surgió del fracaso de lo que se puede interpretar como una luz moderna sin calor para responder de otra manera que no fuera recurriendo a la violencia extrema. Este fracaso se enfrentaba a lo que se percibió como un calor intenso y abrumador, pero sin la luz de la energía política. El fervor revolucionario devolvió a lo político tanto su retórica incendiaria como el ardor del deseo en la subjetividad de los revolucionarios. La rápida y contagiosa propagación de estos fuegos desde la vanguardia al resto del cuerpo político daba la impresión de una inflamación salvaje, que tenía que ser acotada por todos lados y contenida, si no extinguida del todo, en los períodos de normalización posrevolucionaria. La crueldad con la que los nuevos regímenes se consolidaron (por ejemplo, en las «purgas» de Stalin) tomó prestado del fuego su imparable impulso hacia la pura idealidad, lograda al precio de nivelar y destruir todas las diferencias reales y, de hecho, las vidas humanas reales. Habiendo secularizado la inflamación cristiana de las almas de los creyentes en el espíritu verdadero, las revoluciones flaquearon cuando se trataba de transferir estas tecnologías de fuego divino a las realidades políticas de aquí abajo.

Ciertamente, la teología piropolítica no se limita a las revoluciones. En la noción del holocausto (ya sea aplicado al genocidio del pueblo judío en la Segunda Guerra Mundial o, más recientemente, a la idea de un «holocausto nuclear»), hay una alusión directa a las ofrendas quemadas que, originalmente, eran signos de una total devoción a Dios. El vínculo entre el fuego y el sacrificio parece ser inquebrantable: Tenzin, Moshe, Plamen, David y Sahar, junto con otros agentes de la autoinmolación, como las satīs de la India, lo convirtieron en su último acto de afirmación. En la Rusia de los siglos xvii y xviii, los suicidios colectivos por fuego, a veces llamados «segundo bautismo» o «bautizo con fuego», eran comunes entre los staroobryadtsy,10 que habían elegido voluntariamente el martirio. Los terroristas suicidas también se reapropian del antiguo ritual del holocausto, aunque en este caso el sacrificio propio es un vehículo para el sacrificio de otros a una idea o una causa. Por último, la tendencia irresponsable a desenterrar y quemar todas las reservas de petróleo y gas natural del mundo no solo alimenta la economía mundial, que, por ahora, habría podido cambiarse a otras fuentes de energía más respetuosas con el medio ambiente, sino que convierte a todo el planeta en un calcinado sacrificio para los dioses del progreso.

Lo que reúne fuentes tan diversas como la tradición védica india, el zoroastrismo, los presocráticos y las filosofías de Hegel y Heidegger es la convicción de que el fuego es el más ideal de los elementos materiales; es esta idealidad lo que fundamenta su proximidad al espíritu, al tiempo que mantiene un punto de apoyo en el mundo de la materia. Se supone que el fuego purga a los cuerpos que consume de sus imperfecciones, consideradas inseparables de su propia materialidad. La Inquisición fue probablemente la más espantosa «purga» masiva de herejes, así como de sus doctrinas impresas, en los espectáculos ejemplares de auto-da-fé. La práctica de quemar banderas, efigies de líderes, textos, o incluso neumáticos de coches y cubos de basura en las protestas políticas contemporáneas, todavía se aferra, muy probablemente sin que sus promotores lo sepan, a la idea de la purificación por el fuego. La justificación última de la existencia de la materia es que es el instrumento del espíritu: consumida en llamas, la materia sostiene la vida ardiente del espíritu, por lo que paga con su propia integridad. Una vez que la realidad material se destruye por completo, el fuego se reduce a meras brasas y, finalmente, se apaga por completo. Contra las limitaciones impuestas por la finitud, la piropolítica nacionalista despliega la proverbial llama eterna, típicamente conmemorativa del sacrificio de los soldados en una guerra. Su arrogancia metafísica brilla a través de esta imagen de un fuego inextinguible, liberado de las limitaciones de la materia.

La idealidad del fuego ha desempeñado un papel destacado en la formulación de utopías, eminentemente en la Ciudad del Sol de Campanella, que alude a la República de Platón y a otras referencias más antiguas de Heliópolis. La construcción ideológica de «Estados Unidos» como una ciudad brillante en lo alto de la colina, emblemática del presidente Ronald Regan, se basó en esta tradición, al igual que la autorrepresentación de los imperios español, portugués y británico como lugares en los que «el sol nunca se pone». En cada caso, la ciudad y el imperio sirven de mediadores entre la luz de la divinidad, la libertad o la civilización y el resto del mundo, solazándose en esta luminosidad ya refractada a través de las instancias políticas privilegiadas del imperio. Si, como insiste el psicoanálisis, los amaneceres y los atardeceres son símbolos aptos para la erección del pene y el deseo sexual masculino, entonces las políticas de luz permanente sueñan con el estado de una excitación permanente, una potencia absoluta, resultante de haber engullido, incorporado y subyugado al sol. (De ahí, también, la denominación del monarca absolutista francés Luis XIV como el «Rey Sol»). Engullir el sol es, sin embargo, interiorizar no solo su luz cegadora, sino también su calor insoportable. Las utopías heliocéntricas son autodestructivas en la medida en que se esfuerzan por contener el resplandor de la idealidad en el cuerpo político material del soberano, del país, del imperio. Por eso, en una mezcla de metáforas utópicas, podríamos decir que el sol está destinado a ponerse en la ciudad sobre la colina.

Amén de su potencial destructivo, el fuego es útil para preparar material alimenticio para el consumo, es decir, para la cocina concebida como una mediación cultural básica de la naturaleza. Esta función más constructiva y aterrizada tiene un lugar peculiar en la política. La famosa, aunque mal citada, observación de Lenin sobre la capacidad de una simple cocinera para dirigir un Estado comunista; el «Gabinete de Cocina» israelí de Golda Meir —todavía existente—, que se hizo eco del primer grupo de este tipo creado en Estados Unidos por el presidente Andrew Jackson y que se refería al círculo íntimo de ministros del gobierno que se reunían en reuniones políticas informales en la cocina del primer ministro; la política de inmigración estadounidense conocida como el «crisol de razas», son tres ejemplos del poder transformador y creativo del fuego. Tradicionalmente imbricado en la política de la diferencia sexual, el fuego del hogar, que no quema a quien se acerca a él, no es necesariamente más «apacible», aun si muestra una mayor sensibilidad con la materialidad que preserva. Este fuego transformador une elementos distintos e introduce en el proceso político una dimensión esencialmente económica, hogareña y administrativa.

El fuego está envuelto en el paradigma teológico-metafísico tal como lo está la visión explosiva de la política que emana de él. Pero ¿qué aspecto tendría la política de cenizas en el ocaso de la metafísica? ¿Qué queda de la luz y el calor cuando la existencia material en su conjunto está a punto de consumirse y destruirse, sin ninguna esperanza de que una conflagración eterna del espíritu se sostenga a sí misma? ¿Cómo dar sentido a los restos carbonizados y humeantes —a las huellas de las catástrofes que se encuentran junto a las de las esperanzas y los deseos revolucionarios— que ensucian los horizontes políticos de hoy? Estas son las preguntas que abren el paradigma piropolítico a otra política y a otro ethos, congruente con el pensamiento posmetafísico.

2. Véase Martin Heidegger, Elucidations of Hölderlin’s Poetry, traducción de Keith Hoeller, Humanity Books, Nueva York, 2000. [Trad. cast.: Aclaraciones a la poesía de Hölderlin, Alianza, 2005].

3. Véase Michael Marder, «The Ethical Ungrounding of Phenomenology: Levinas’s Tremors», en Being Shaken: Ontology and the Event, Santiago Zabala y Michael Marder (eds.), Palgrave, Basingstoke y Nueva York, 2014, págs. 41-62.

4. Ernest Roguin, Traité de droit civil comparé: Les successions, F. Pichon, París, 1908, pág. xviii.

5. Henry Robinson Luce, «Italy: Financial Improvement», Time, 2 de febrero de 1925, pág. 191.

6. Hillary Hinds y Jackie Stacey, «Imaging Feminism, Imaging Femininity: The Bra-Burner, Diana and the Woman Who Kills», Feminist Media Studies 1(2), 2000, págs. 153-177.

7. Nigel Clark, Inhuman Nature: Sociable Life on a Dynamic Planet, sage, Londres y Thousand Oaks, ca, 2011, pág. 164.

8. Clark, Inhuman Nature, op. cit., pág. 164.

9. Jacques Rancière, «Ten Theses on Politics», Theory and Event 5(3), 2011, págs. 1-16.

10. También conocidos como «viejos creyentes»: cristianos ortodoxos ultraconservadores que no aceptaron la reforma de la Iglesia rusa en el siglo xvi, de la cual se separaron. Fueron duramente perseguidos y muchos de ellos acabaron quemándose vivos junto a sus familias [N. del E.].

Capítulo 1

El abecé de la piropolítica o los «regímenes elementales» de Carl Schmitt

1.1. La idea de política elemental

El filósofo francés Gaston Bachelard se consideró, con razón, «atinado en caracterizar los cuatro elementos como las hormonas de la imaginación».11 Si es cierto que los elementos son «las hormonas de la imaginación», la teoría política contemporánea necesita urgentemente una terapia hormonal intensiva. La tierra, el agua y, cada vez más, el aire limpio solo figuran en ella como «recursos naturales» disputados, desprovistos del tipo de potencia que solía asociarse con el pensamiento elemental. Y el fuego —que, por supuesto, no es un recurso— está prácticamente ausente de estos debates, a pesar de que es la base de la producción mundial de energía y de sus consecuencias nocivas, entre ellas el calentamiento global.

En contraste, el período que coincidió y que siguió inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial vio a Carl Schmitt dedicarse activamente a investigar lo que podríamos llamar «política de lo elemental». En El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes (1938), Tierra y mar (1942), y en El Nomos de la Tierra (1950), por mencionar solo algunos textos destacados, conceptualizó a los regímenes políticos como luchas épicas entre los elementos primordiales de la tierra y el agua.12 En el curso de estas investigaciones, Schmitt llegó a la conclusión de que todas las comunidades y actividades políticas presuponen una imagen históricamente cambiante de la Tierra: primero, desarticulada y fragmentaria; más tarde, consolidada en una cosmovisión coherente. En Inglaterra, España, Portugal, Holanda y algunos otros países que se consolidaron en imperios marítimos, la siguiente etapa de la historia mítica se basó en una reorientación colectiva hacia el mar, un elemento mucho más inestable, donde las fronteras y divisiones perdieron su carácter definitivo y dieron lugar a una mayor incertidumbre y a una escalada de las luchas. Esto, sin embargo, no impidió la existencia de imperios predominantemente terrestres, como China, Japón o Rusia.

Según el tipo de orientación colectiva, lo político coincidía con una determinada esfera elemental, repleta de un simbolismo mítico apropiado, objetivos distintos y estrategias militares, formas de organizar el espacio y de demarcar el lugar del hombre en él, librar la guerra y mantener la paz. El mundo visto desde el punto de vista de la tierra firme no era el mismo mundo que el experimentado desde la perspectiva de alta mar; la defensa de los territorios soberanos no era la misma que la supremacía táctico-militar sobre el mare liberum; la constitución del Leviatán divergía de la del Behemot13 (el propio Schmitt no acentúa el fundamento económico de este contraste, pero no es sorprendente que la transición del feudalismo fundado en la tierra al capitalismo coincida con el surgimiento de un imaginario político basado en la incertidumbre marina, la fluidez y el desplazamiento. La Modernidad colonial e industrial es realmente «líquida», como dijo una vez Zygmunt Bauman).

Sin duda, este esquema simplificado de geopolítica y política marítima, del que el mismo Schmitt fue ocasionalmente crítico,14 recuerda al antiguo pensamiento griego y, sobre todo, presocrático.15 Las primeras cosmologías en Grecia, en Mesopotamia —donde se cree que se originaron—,16 en India, y en la literatura budista pali, postulaban de diversas formas los elementos clásicos que, como mínimo, incluían la tierra, el agua, el aire o el viento y el fuego. Los griegos y los romanos solían interpretar las relaciones entre los elementos en términos de armonía o de lucha: las fricciones elementales elevaban la disputa (el afecto político por excelencia) al estatus de un principio ontológico, cósmico. Heráclito y Lucrecio son los pensadores clásicos de la discordia originaria, «el padre de todo y rey de todo», según el célebre fragmento 83 del presocrático, y «esta guerra que se libra desde siempre, la contienda entre los elementos», en palabras del filósofo romano.17 El mundo exterior es el lugar de un amargo conflicto, en el que se libran los diferendos elementales y, en el curso de esta batalla cósmica, dan lugar a entidades diferenciadas como resultado de esta lid. También la realidad humana, espejo y microcosmos del universo, está llena de enemistades. El poder, el gobierno y la soberanía son la continuación de la cosmología y de la cosmogonía por otros medios, incluso cuando las relaciones entre los elementos que componen el mundo se construyen a partir de las categorías esencialmente humanas de realeza y guerra.

La mitología de los elementos es la prehistoria secreta de la teología política, una locución que Schmitt reservó exclusivamente para los antecedentes judeocristianos del imaginario político. Se sitúa en la encrucijada del mito y la metafísica, es decir, en el inicio preconceptual de la filosofía. Aun así, los prolegómenos elementales del pensamiento están en gran medida vedados a la comprensión metafísica y solo pueden ser recuperados una vez que la historia de la metafísica ha llegado a su fin, como afirmó Heidegger.18 La filosofía política de Schmitt puede ser clasificada de forma similar (si es que debemos clasificarla) como posmetafísica, un argumento que avancé en Existencia sin fundamento. Esta bien podría ser una de las razones por la que el retorno anacrónico a los elementos clásicos en la obra del pensador alemán es mucho más que una mera reliquia de su teoría antiilustrada de lo político.

Independientemente de este acercamiento, debemos anotar ya una diferencia crucial entre los paradigmas pre- y posmetafísicos. Mientras que, para los antiguos, la ontología es inherente y eminentemente política en la medida en que está marcada por una lucha incesante entre elementos beligerantes personificados como divinidades, Schmitt valoriza la otra cara de la moneda: la naturaleza ontológica de la política. Si la ontología schmittiana es existencial-fenomenológica en su sintonía con la experiencia subjetiva de lo político,19 entonces parece haberse abierto un verdadero abismo entre los paradigmas que enmarcan la historia de la metafísica en alguno de los extremos. Las preguntas iniciales a las que nos enfrentamos son: la política de lo elemental, con su énfasis en las dimensiones sustanciales, objetivas y a menudo conflictivas del mundo, ¿no contraviene un enfoque de lo político orientado al sujeto, promovido por Schmitt? O, dicho de otro modo, ¿cuál es la relación entre la mitología política de Schmitt y su teología política?20

Por cuidado de no proyectar los desarrollos posteriores de la historia de la metafísica sobre maneras premetafísicas de pensamiento, deberíamos ser reacios a describir los elementos como inmutables de lo «sustancial» y lo «objetivo», teniendo en cuenta que estos descriptores se asocian históricamente con la filosofía moderna. Es también menester recordar que ni el existencialismo ni la fenomenología avanzan una versión idealista del sujeto, como desvinculado de la materialidad de la existencia, y que solo se encontraría con el mundo en un après coup, después de haber «caído» en él. Las nociones de mundo de la vida (Lebenswelt) y de mundo circundante (Umwelt), por ejemplo, son primordiales en análisis fenomenológicos que demuestran siempre cómo estamos inmersos en los contextos de nuestra existencia. La misma intuición básica se aplica a los habitantes de un mundo de la vida político, irreductible a comunidades meramente imaginadas. En su materialidad, las prácticas políticas presuponen un medio dado,21 aunque el medio elemental de la política esté lejos de ser limitado por la solidez de la tierra.

Los rápidos cambios en el Umwelt político se hacen más acusados en cuanto recuperamos el pensamiento de los elementos en el ocaso de la metafísica. No es solo por el empobrecimiento y la destrucción de la tierra que el mundo circundante social, económico y político es cada vez menos auspicioso para la habitación humana. Más exactamente, deberíamos decir que la tierra ya no es el escenario principal donde se despliega el mundo, y que otros elementos más etéreos adquieren protagonismo sobre ella. La observación de que el pensamiento, la acción y la existencia son extraordinariamente infundados hoy en día debería vincularse a la constatación del hecho de que ya no se apoyan en la tierra (que es incalculablemente más que la propiedad de la aristocracia terrateniente, la columna vertebral de las sociedades agrarias, o que la «tierra natal», que aviva un apego sentimental). Nuestra situación hoy es la de ni tierra ni agua; actualizada en el siglo xxi, en la diada de aire y fuego están los elementos políticos centrales.

1.2. Los elementos, nomos y anomia

Sería demasiado fácil explicar el recurso de Schmitt al lenguaje mitopoiético en razón del antimodernismo reaccionario estampado en muchos de sus escritos políticos, o desecharlo como una colección de cuentos de hadas sin fundamento. Pero, después de todo, ¿no es la autoconciencia del mito qua mito la insignia de honor que distingue a la auténtica Ilustración? ¿No son los análisis cuidadosos de las mitologías y teologías políticas mucho más productivos e intelectualmente honestos que las ficciones racionalistas del contractualismo, llenas de delirios autocomplacientes respecto a una completa superación del mito? Sea como sea, quizá se trate de algo más que de antimodernismo en la articulación, preeminente en los escritos del Schmitt del «período medio», de la subjetividad política con su medio elemental. Tal vez esta articulación sea una variación del tema de la síntesis hegeliana sujeto-objeto que Schmitt prefiere conceptualizar como la unidad de orden y orientación, Ordnung und Ortung, que constituyen conjuntamente la totalidad del nomos.22 Cuando se pierde la orientación, el orden se desmorona casi inmediatamente; cuando el orden se derrumba, uno ya no puede orientarse. El nomos es, al mismo tiempo, el objetivo final y el prerrequisito de la teoría política, por no hablar de la vida humana.

El alcance de esta hipótesis es ciertamente limitado, ya que la unidad de orden y de orientación, que señala un elemento determinado, a saber, la tierra, a la que pertenece el ser humano, «un ser terrestre, un terrateniente» [ein Landwesen, ein Landtreter] que «se para, se mueve y camina sobre la Tierra firmemente asentada» [feste-grüdeten Erde]» y la utiliza como «su punto de vista [Standpunkt] y su base» [Boden].23Nomos es siempre y necesariamente —se podría decir tautológicamente— de la tierra. Se trata de la unidad de orden y orientación dentro del elemento, al que los humanos pertenecen y del que se apoderan, se apropian y reclaman como su propiedad, su pertenencia más básica, su dominium. Para los seres terrestres, todos los demás regímenes elementales tienen un aire de anarquía, de anomia, sin posibilidad de establecer un orden ni de orientarse en la ausencia de una base clara y de un punto de vista definido.

A diferencia de la regulación extralegal de la ley hecha por la tierra misma, no toda la política es geopolítica. El imperium de los elementos restantes está libre de dominium territorial. Cuando la actividad política se aleja de la firme morada de la tierra, puede extinguirse en abstracciones y sistemas de legalidad sin fundamento de legalidad o puede sufrir una desterritorialización absoluta, si no a la manera de los nómadas de Deleuze y Guattari, que aún vagan por la superficie estable del planeta. Sin un apego firme a la tierra, la unidad de orden y orientación se desmorona y cada uno de sus dos componentes se desintegra internamente. Al operar por fuera de los límites de la geopolítica, los actores políticos ya no pueden fiarse de las líneas de la ley, del Derecho y de la legalidad. En lugar de ello, se confían y aprenden a operar dentro de las diferencias mucho más sutiles (y, por lo mismo, mucho más intensas), propias de los otros elementos.

Lo que importa en este horizonte ampliado de lo político no es que imperios y bloques regionales hegemónicos que abarcan enormes masas de tierra se hayan alzado y hayan caído, sino que la geopolítica como idea y como marco elemental de la política práctica esté en constante declive. Por eso Schmitt afirma con tanto pesimismo en sus notas privadas, recogidas en el Glossarium: «Este es el nuevo nomos de la tierra: no más nomos [Das ist der neue Nomos der Erde; kein Nomos mehr]».24 El nuevo nomos de la tierra pierde los contornos del nomos tras su desvinculación de la tierra. La esfera política se libra de la solidez de la sustancia, tanto como de su «esfericidad» —una figura quintaesencialmente geopolítica y geométrica—. Desde el punto de vista de la política de la tierra, de la que Schmitt sigue siendo como mínimo simpatizante, el nuevo nomos es a-nómico y anárquico, un presagio de caos sin el control de la autoridad soberana.