El vertedero filosófico - Michael Marder - E-Book

El vertedero filosófico E-Book

Michael Marder

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Beschreibung

El filósofo del pensamiento vegetal Michael Marder, acompañado de las imágenes de la artista Anaïs Tondeur, nos enfrenta a la cara «más sucia» del capitalismo tardío y del Antropoceno, para guiarnos a través de los vertederos en los que estamos sumidos y sus consecuencias fisiológicas, sociales, políticas y medioambientales. La basura –nuestra basura– no cesa de crecer: la pisamos (nos engulle); la bebemos (microplásticos incluidos); la respiramos (hasta quedarnos sin oxígeno). «El vertedero filosófico» es un original ensayo sobre el concepto de vertido y de vertedero, lo desechable (según Marder, toda la existencia) y la inacción para salvarnos de nuestros propios excrementos. El vertedero no se refiere sólo a los restos de la sobreproducción industrial y el consumismo desbocado, sino ya al planeta Tierra en su globalidad, con todos sus ecosistemas y organismos, incluida la humanidad y su producción intelectual, inevitablemente contaminada. Vertedero es el nombre que define el ser de nuestra época.

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El vertedero filosófico

Título original en inglés: Dump Philosophy. A Phenomenology of Devastation.

© Michael Marder

© De las obras: Anaïs Tondeur

© De la traducción: Héctor Andrés Peña

Corrección: Marta Beltrán

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2022

Primera edición: 2022

Con la colaboración del Grupo de Investigación del Sistema Universitario Vasco IT1199-19: «Cambio social, formas emergentes de subjetividad e identidad en las sociedades contemporáneas».

Preimpresión: Yasmín Fardjoume

ISBN: 978-84-18273-57-5

Depósito Legal: B 1115-2022

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

Para David Buckel, in memoriam

Contenido

Agradecimientos 7

Prefacio: vertido 9

Globalidad 17

Todo el mundo es un vertedero 27

Mecánica: la caída, masividad, amontonamiento 37

Caer antes y después de la muerte de dios 45

Je suis biomasse 57

Antilogos 73

Hacia una historia intelectual de los montones, las pilas y otros revoltijos de cosas 83

Nuestros polutos sentidos 99

Toxicidad 107

Apocalipsis fecal o escatología escatológica 125

Enamorarse y botarse 137

Sobre la arcana utilidad de lo inútil 143

Retrato de una cosa como su propia papelera 153

Vertederología 161

Estamira, esta mira, «esta mira» 167

El vertedero de escritura 175

Partes del vacío 185

In-formación 195

El sobrino de Rameau para el siglo veintiuno205

El vertedero filosófico, o la tarea del pensamiento en la época del vertido 215

Un apéndice poético: lamentos elementales. Michael Marder 229

Ilustraciones 233

Nota sobre las imágenes 235

Agradecimientos

Este libro ha estado en proceso de elaboración durante los últimos cinco años, justo mientras el mundo ha estado desintegrándose a un ritmo acelerado. Algunos de los materiales textuales aquí reunidos se han publicado, en forma embrionaria, en otros lugares. Una versión previa de “Retrato de una cosa como su propia papelera” apareció como «Being Double» en un número especial sobre contenedores (nº 60, invierno 2015-16) de Cabinet Magazine. “Nuestros polutos sentidos” se publicó inicialmente bajo el mismo título (“Our Polluted Senses”) en la sección «The Stone» del New York Times el 9 de octubre de 2017. Una versión del capítulo 16 se publicó como «The Writing Dump» en American Book Review, 39(5), julio-agosto de 2018, págs. 10-14. Finalmente, elementos de los capítulos 1, 8 y 9 aparecieron como «Being Dumped» en Environmental Humanities, 11(1), mayo de 2019, págs. 180-193. Todos estos textos se reproducen con el permiso de los titulares de los derechos.

Las fotografías de la serie Carbon Black_Cruz Quebrada se realizaron mediante un protocolo desarrollado durante la residencia artística de Anaïs Tondeur en el Centro de Investigación de la Comisión Europea (JRC) en Ispra, con la participación de los modeladores climáticos Rita van Dingenen y Jean-Philippe Putaud.

γράψον οὖν ἃ εἶδες

καὶ ἃ εἰσὶν

καὶ ἃ μέλλει γίνεσθαι μετὰ ταῦτα.1

Prefacio: vertido

Todos los días, estudios científicos, reportes de prensa y experiencias viscerales del estado en rápido deterioro del medioambiente nos golpean con una fuerza creciente y desconcertante. En el agua potable abundan los microplásticos, y se predice que, para el año 2050, la masa total de materiales sintéticos hechos por la humanidad superará en los océanos a la biomasa de peces. Megalópolis en diferentes continentes languidecen bajo un guiso de toxinas aéreas durante intensos y prolongados períodos de esmog extremo. Incendios forestales consumen grandes franjas de tierra boscosa debido a una combinación de aumento de las temperaturas globales, sequías, plantaciones de monocultivo y exiguas inversiones —así como renuencia para apoyarse en saberes locales— en la prevención de incendios. La degradación de la capa vegetal, que amenaza la salud y fertilidad de la tierra, acarrea tanto acidificación y aumentos bruscos en salinidad y toxicidad, como disminución de la capacidad nutriente y de la disponibilidad de oxígeno para las raíces de las plantas.

Tan preocupantes como lo son en sí mismas, estas crudas tendencias empíricas son también indicativas de una alteración más sutil en las delicadas condiciones que han estado hasta ahora sustentando la vida en el planeta. Agua, aire, tierra e incluso fuego (los cuatro elementos clásicos que comparten, aun admitiendo otras adiciones, tradiciones filosóficas y míticas dispares) ya no corresponden a nuestras representaciones mentales de lo que son.2 La imagen que forma una persona en la mente al oír la palabra «agua» rara vez incluye desechos plásticos, cadmio, mercurio, plomo, bacterias coliformes e hidrocarburos de petróleo. Al pensar en el aire, no solemos asociarlo con dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno y material particulado de incendios forestales o de fábricas que trabajan a base de carbón. El significado de suelo no suele abarcar metales pesados, fosfatos, ácidos inorgánicos, pesticidas y nitratos, hidrocarburos polinucleares aromáticos, bifenilos policlorados, compuestos aromáticos clorados, detergentes y radionúclidos. Mientras que algunos de los cambios elementales son visibles (por ejemplo, los que se manifiestan en el esmog fotoquímico), una vasta mayoría elude nuestros sentidos y no figura en la esfera de la cognición.

El balance entre la regla y la excepción se ha invertido. Comparadas con el pasado no tan lejano en el que los focos de contaminación geográficamente circunscritos eran la preocupación, las condiciones ambientales de hoy en día son tales que lo «limpio» del aire, del suelo y del agua se desvía de la norma. Tenemos ahora que ponernos al día con la extraña realidad que las consecuencias acumulativas no deseadas de nuestras tecnologías y economías han engendrado. Acercarse a la condición actual del agua y de los otros elementos en el pensamiento sería infinitamente más satisfactorio que la demanda de exactitud que culminaría en una representación adecuada de un objeto alterado y en un ajuste mental por parte del sujeto. Con un ajuste tan aleccionador, también haríamos justicia a este mundo que se desvanece rápidamente, si es que no se ha desvanecido ya.

Aunque la filosofía comience con el asombro, puede terminar en pavor. Cuando son lo suficientemente profundos, estos dos estados afectivos sacuden a quienquiera hasta la médula. En contra de la perspectiva complaciente del mundo, basada en estructuras prefabricadas de entendimiento, la filosofía en su forma más radical es un encuentro con la existencia, en una atmósfera de escasez de comprensión agudamente sentida, como si no se hubiera experimentado la existencia antes jamás. Es este rasgo el que inmuniza a los filósofos (me refiero a la filosofía no como una profesión sino como vocación, llamado, dedicación, como forma de vida incluso) ante una especie de hastío, ante la familiaridad con el propio entorno, aparentemente indigno de tan poco como de una mirada de reojo. Es también esta cualidad la que imbuye a la actitud filosófica de la alegría y la curiosidad de un niño o, en el extremo opuesto del espectro emocional, de miedo y recelo ante lo desconocido. Entre las posibles reacciones a las últimas transformaciones en los elementos y condiciones ambientales, el enfoque entumecido de «lo de siempre», fomentado por los gobiernos, corporaciones e ideologías dominantes, no es una opción viable. El talento de la filosofía para organizar una cita inigualable con el mundo es indispensable hoy, porque somos confrontados por un mundo vastamente desconocido, esculpido por los efectos persistentes de la actividad industrial, por primera vez en el siglo xxi.

En El vertedero filosófico,3 aprovecho la fuerza única de la disciplina para alumbrar una visión poco ortodoxa de la realidad y proponer hacer un balance de lo que la Tierra —el pliegue terrenal que combina sinécdoquicamente el resto de los elementos naturales—; de lo que ella ha devenido. Empiezo con la hipótesis de que nuestro planeta se encuentra en una etapa avanzada de conversión en un vertedero para la producción industrial y sus subproductos, para no mencionar el consumismo y sus excesos. La emisión de grandes volúmenes de dióxido de carbono a la atmósfera y el uso indiscriminado de botellas de plástico, bolsas, redes de pesca, envoltorios de alimentos y contenedores, ahora ubicuos en los ecosistemas marinos, son suficientes para hablar de vertimiento. Separados de estas prácticas en el espacio y el tiempo, sus residuos ya no son rastros insustanciales en el aire o en el agua, sino fuerzas que remodelan hábitats, climas y entornos elementales.

Asumiendo que no nos aplacan los clichés sobre la integración de nuestras vidas y cuerpos en el contexto ambiental, con el que estamos mutuamente constituidos, pronto descubriremos que el devenir-vertedero del medioambiente incide directamente en nuestra existencia. Nuestras dietas, posibilidades sensoriales y enfermedades estadísticamente prevalentes (cáncer, enfermedades cardíacas y respiratorias, diabetes, etc.) están bajo un dominio tan poderoso de la mutación elemental que la corporeidad, el hecho físico o fisiológico de la encarnación, está implicado en el funcionamiento del vertedero. Si hemos de suscribir la visión de la mente integrada, en lugar de escindida, en el cuerpo, veremos entonces que las vicisitudes de la corporeidad tienen una profunda influencia en nuestras maneras de pensar. Las ideas se reducen a sonidos pegadizos y palabras de moda arreglados en cadenas de libre asociación; el flujo de información sumerge percepción y cognición por igual. La mente no se ve menos afectada que el cuerpo por la mutación elemental que ella misma ha ayudado a instigar. El vertedero penetra las propias fibras de nuestro ser, los procesos y eventos que nos hacen quienes somos: nuestra humanidad, animalidad y vegetalidad; nuestro razonamiento y organicidad, sensación y percepción; nuestras capacidades nutritivas, emotivas y de discernimiento. Arraigado en múltiples registros de existencia, el vertedero los revuelve, reproduciendo los efectos que ha tenido en los elementos ambientales.

Gran parte del libro que usted está a punto de leer busca una descripción fenomenológica adecuada del vertedero como el quid de nuestra época. O, quizás mejor dicho, descripciones, teniendo en cuenta los múltiples sentidos del término, que abarcan desde lo económico a lo computacional, desde el acto de defecar hasta una ruptura, desde un botadero hasta unas condiciones de vida insoportables. Dado el alcance de la empresa, le invito a lo que promete ser un viaje sin aliento a través de la ontología contemporánea, donde fragmentos de pensamientos y funciones corporales, relaciones interpersonales y factores ambientales, invenciones tecnológicas y mecanismos de identificación psicológica se mezclan y acumulan en un agregado extraño, tal vez sublime y definitivamente incoherente. Prestaremos, también, mucha atención a los precursores teológicos y metafísicos del vertedero: la relación religiosa y filosófica de amor-odio (fuertemente inclinada hacia el odio) con los montones insumisos, las pilas desordenadas y los pastiches caóticos. Sin embargo, los linajes históricos relevantes no disminuyen la impactante y, francamente, inaudita realización de las fantasías y temores pasados más extravagantes en nuestros apuros actuales.

A fin de comenzar el viaje hacia la recuperación de la capacidad de actuar, no sólo dentro del vertedero sino también sobre él, tendremos que evaluar la medida completa en la que estamos empantanados en la pila tóxica que nos reclama por sí misma, en cuerpo y alma. Por oneroso que sea, el próximo paso vendrá con las estrategias de desvertimiento: despejar, revitalizar los metabolismos fisiológicos, cognitivos, ecológicos y planetarios, reactivando devenires más allá de las mutaciones provocadas por los sueños de inmutabilidad presentes en cada uno de estos niveles. Para usar una expresión de Hannah Arendt, necesitamos pensar sin barandillas, en ausencia de estructuras ensayadas y probadas de soporte al pensamiento en acción. No tendremos el lujo de reclinarnos sobre eslóganes (energía renovable, geoingeniería, enmarañamiento, la nivelación filosófica de jerarquías, etc.) porque, de una manera u otra, participan en la logística del vertedero. Iremos a tientas en pos de respuestas y, más aún, para obtener las preguntas correctas en la penumbra, en el crepúsculo del pensar y del ser.

El búho de Minerva, al que Hegel atribuyó la visión dialéctica del crepúsculo, y la grulla, que es una de las apariciones de la Señora Yun-hua (también conocida como Yao-chi, Dama de Jaspe), están tomando vuelo desde Occidente y desde el Este, sobrevolando escenas de devastación, muchas de ellas inaccesibles a simple vista, desleídas por esmog u oscurecidas. Bajo sus alas, un planeta ecológica y ontológicamente mutilado, un vertedero para el creciente y no metabolizable desperdicio de industrias humanas y un desierto que se esparce sobre la diversidad biológica, cultural, lingüística y de ideas. En la luz tenue y desolada que demarca sus siluetas, la devastación misma se esfuma de nuestros sentidos y pensamientos. Pero ¿cómo aparece el desastre —¿en el resplandor de qué pirovertedero?— a los ojos del búho y la grulla, que se deslizan en los flujos del aerovertedero por sobre las vastas extensiones de los geo y los hidrovertederos? En las fronteras de la imaginación, El vertedero filosófico examinará los seres existentes desde la vista de pájaro del búho de Minerva y de la grulla de la Señora Yun-hua.

Figura 1.Drowning in [Ahogamiento], Anaïs Tondeur, 2018-20. Impresión de pigmento en papel Murakumo, 42 × 63 cm.

A fin de comenzar el viaje hacia la recuperación de la capacidad de actuar, no sólo dentro del vertedero sino también sobre él, tendremos que evaluar la medida completa en la que estamos empantanados en la pila tóxica que nos reclama por sí misma, en cuerpo y alma. Por oneroso que sea, el próximo paso vendrá con las estrategias de desvertimiento: despejar, revitalizar los metabolismos fisiológicos, cognitivos, ecológicos y planetarios, reactivando devenires más allá de las mutaciones provocadas por los sueños de inmutabilidad presentes en cada uno de estos niveles. Para usar una expresión de Hannah Arendt, necesitamos pensar sin barandillas, en ausencia de estructuras ensayadas y probadas de soporte al pensamiento en acción. No tendremos el lujo de reclinarnos sobre eslóganes (energía renovable, geoingeniería, enmarañamiento, la nivelación filosófica de jerarquías, etc.) porque, de una manera u otra, participan en la logística del vertedero. Iremos a tientas en pos de respuestas y, más aún, para obtener las preguntas correctas en la penumbra, en el crepúsculo del pensar y del ser.

El búho de Minerva, al que Hegel atribuyó la visión dialéctica del crepúsculo, y la grulla, que es una de las apariciones de la Señora Yun-hua (también conocida como Yao-chi, Dama de Jaspe), están tomando vuelo desde Occidente y desde el Este, sobrevolando escenas de devastación, muchas de ellas inaccesibles a simple vista, desleídas por esmog u oscurecidas. Bajo sus alas, un planeta ecológica y ontológicamente mutilado, un vertedero para el creciente y no metabolizable desperdicio de industrias humanas y un desierto que se esparce sobre la diversidad biológica, cultural, lingüística y de ideas. En la luz tenue y desolada que demarca sus siluetas, la devastación misma se esfuma de nuestros sentidos y pensamientos. Pero ¿cómo aparece el desastre —¿en el resplandor de qué pirovertedero?— a los ojos del búho y la grulla, que se deslizan en los flujos del aerovertedero por sobre las vastas extensiones de los geo y los hidrovertederos? En las fronteras de la imaginación, El vertedero filosófico examinará los seres existentes desde la vista de pájaro del búho de Minerva y de la grulla de la Señora Yun-hua.

1. «Escribe, pues, lo que has visto, y lo que es, y lo que ha de ser después de esto» (Apocalipsis 1:19).

2. Para ser justos, no es seguro que los elementos hayan podido aparecer alguna vez como lo que son.

3. Ya sea que, en un futuro cercano o lejano, este libro se traduzca y publique en algunos de los idiomas en los que pienso o hablo, los títulos que vislumbro para él son: en francés, Je suis biomasse, ou la philosophie dans le dépotoir; en portugués, Para o lixo com a filosofía!; en español, El vertedero filosófico; en alemán, Müllhaldenphilosophie; en ruso, К философии свалки.

Globalidad

La nuestra es la era del vertedero global. Y la información sin forma que a veces da nombre a sociedades postindustriales, economías, y maneras de elaborar conocimiento no es más que una pincelada en su retrato; la imagen del mundo, todavía o ya sin marco, de nuestra actualidad.

Vivimos y morimos en un vertedero de ideas, cuerpos, sueños, materiales, pedazos de relaciones, fragmentos sonoros y memes, descontextualizados y deshistorizados, producidos como desechos, reproducidos ad nauseam, cortados, aislados y arrojados juntos en un revoltijo masivo en el que un mundo despunta. ¿Qué comprende la palabra vivimos?4 ¿Cómo aprehenderla sin detener a su referente? De acuerdo con la preeminente sensibilidad antigua, esta palabra significa «animamos y somos animados, movemos y somos movidos»;5 según el paradigma moderno, parece connotar el hecho de que producimos y nos reproducimos (nosotros mismos). Viviendo en un vertedero, somos movidos, producidos y reproducidos tanto por el vertedero como por nosotros mismos. Preponderantemente y a pesar de estar vivos en el sentido médico del término, estamos muriendo allí, desmembrados, arrojados, destrozados, alienados de nuestra alienación, llegando a amarla o siéndonos totalmente indiferente, apáticos, sin más involucramiento, anestesiados con analgésicos farmacéutica e ideológicamente fabricados. El vertedero nos vive, vive por nosotros. Se hace cargo del movimiento, de la producción y de la reproducción de la destrucción del mundo, destruyendo el mismo ser-mundo del mundo. Podría decirse que el vertedero se vierte en el marco del mundo —al cual él mismo desencaja—, más que en lo que se enmarca como mundano.

Proselitistas metafísicos, religiosos y moralizadores, vivos y muertos, nos gritan al oído que debemos despertar de la pesadilla de nuestras vidas individuales y colectivas antes de que sea demasiado tarde, a tiempo para el arrepentimiento y la conversión. Nos instan a abrir los ojos de la mente o del alma para al fin comenzar a vivir, incluso si ya estamos en las fases finales de nuestras vidas biológicas, entrando por primera vez en comunión con la verdad o con dios. Como habremos de ver con otros ojos, a punto de que cualquier tipo de visión se vuelva inútil, el vertedero que nos vive y que vive por nosotros es la codiciada «verdadera vida» realizada. Para ser precisos: el vertedero es el efecto secundario imprevisto de la vida, el resultado de devaluar y destrozar persistentemente la existencia aquí abajo, de tratar al mundo como una vasta papelera o, en el mejor de los casos, como un mero trampolín para los más nobles, luminosos e ideales seres eternos.

En medio de una terrible pesadilla, nos despertamos a una pesadilla peor, precipitándonos más profundamente en un sueño perturbador. (¿Es posible no caer sino verterse en el sueño? Si sí, es esto lo que nos está pasando y no en poca medida gracias a nuestro agotamiento, a una privación de sueño generalizada y a la creciente dependencia de pastillas para dormir, entre otras ayudas farmacéuticas o bioquímicas). Se ha declarado completo el desmantelamiento de la vieja metafísica. Sin embargo, el trabajo de desmontar sus andamios y edificio no es un derbi de demolición: no se puede realizar una tarea así de una vez por todas. Una breve pausa es un terreno fértil para resucitar a cansadas, deshilachadas y andrajosas representaciones del proyecto metafísico que descaradamente afirman ser nuevas.

Para echar más leña al fuego, el trabajo del duelo de la metafísica, en curso desde el siglo xix, no sólo se ha detenido, sino bruscamente terminado. A cambio de la metafísica y del duelo por ella, soportamos una reapertura narcisista de la herida en una melancolía que, más allá de este o aquel sujeto o grupo humano, está afligiendo al mundo como un conjunto globalizado. El asunto del Antropoceno es un síntoma de este malestar, de esta melancólica contemplación del ombligo como herida. El otro síntoma es la reconstrucción de la ontología, después de la metafísica, que culmina en un ser-como-residuo. Aquí el ser es sobras,6 bocados que cayeron de la mesa de la nada. Siguiendo el hilo de ambos síntomas, el vertedero es una excrecencia del nihilismo en todo su esplendor positivo. Demos la palabra al Zaratustra de Nietzsche: «El desierto crece: ¡ay de quien alberga en sí desiertos! [Die Wüste wächst: weh Dem, der Wüsten birgt!]».7

El vertedero global es un desierto que se extiende en la tierra y en las hipóxicas zonas de los océanos. Más hay de él, más crece —mimando la actividad de lo que los griegos llamaban physis y los romanos conocieron como natura—, menos oportunidades para el florecimiento futuro y el crecimiento finito. La vastedad de la devastación está vacía y llena a la vez, espaciosa sin medida y sin espacio, estéril y desparramada en desechos: un desierto y un vertedero. La devastación se devasta a ella misma: estamos atravesando sin rumbo el guion entre el prefijo de- y la vastedad que este niega y afirma a la vez.8 Muchas especies no lo lograrán al otro lado de esta línea, tan corta sintácticamente como históricamente, si se injertan en un tiempo evolutivo profundo. No es seguro siquiera que la humanidad lo haga. Con la desertificación y la deserción del ser, crece el desierto afuera y adentro de aquellos que lo albergan. El ser nos desertiza al punto que nosotros lo desertamos y lo desertificamos. Hoy (o mejor: esta noche, en la deleznadiza noche sin límite del mundo), en esta noche de la noche de hoy, ser es ser vertido.

Quizá, como flor venenosa del nihilismo, el desierto florece desde el interior, irradiando hacia afuera. O, quizá, el desierto que albergamos adentro nos llega desde fuera, abrasando con su calor seco cada uno de nuestros pensamientos, aspiraciones, células retinianas y tejidos intestinales, tubos bronquiales y pulmones. En la caduca pugna entre materialismo e idealismo, lo que importaba era dónde había comenzado el crecimiento: en el ser o en la conciencia, realidad o idea. Nada de esto es ya significativo. El desierto en expansión está afuera y hacia adentro y de adentro hacia afuera, en el medio, donde la existencia solía alojarse.

No es que el basurero esté allí, a una distancia segura de los miembros acomodados de sociedades prósperas, que moran en lugares alejados de fuentes de agua contaminada y de vertederos al aire libre. Las precipitaciones radioactivas no conocen fronteras nacionales. Los microplásticos pululan en el agua del grifo y en la embotellada tanto como el mercurio en los pescados de pesca silvestre. El esmog no se detiene en los límites municipales que separan los barrios pobres de los ricos. La toxicidad del aire, las nubes, la lluvia y la nieve; de los océanos y de sus poblaciones mermadas de peces y crustáceos; del suelo fertilizado químicamente y del fruto que produce, esta penetrante y múltiple toxicidad elemental también está en nosotros. En el nivel fisiológico, el afuera se desliza hacia adentro cuando lo inhalamos y lo ingerimos; los interiores «huecos» del cuerpo —pulmones y estómago— expuestos a la atmósfera, al agua y a la comida. Pero una explicación filosófica para esta infiltración primordial es, así lo creo, no menos persuasiva.

De acuerdo con una línea de antiguo razonamiento, el cuerpo y sus sentidos son microcosmos que distinguen, por momentos y en diferentes proporciones, una pequeña fracción de inmensas regiones elementales: el calor del fuego y su luminosidad, en el corazón y el ojo; la tierra, en los huesos y las articulaciones; el agua, en los fluidos vitales. Los elementos no son las partículas elementales a base de las cuales, ladrillo a ladrillo, célula por célula, molécula por molécula, nosotros estamos construidos. Los elementos no están en nosotros, o si lo están, están sólo secundariamente. Somos nosotros quienes estamos en los elementos como sus circunscripciones proporcionales y temporales. Cuando las proporciones están fuera de control, el desbalance restituye la mayor parte de lo delimitado a la exterioridad. Cuando las propias regiones exteriores están trastornadas y contaminadas, así lo están sus segmentos circunscritos. Tóxicos los elementos, tóxicos los cuerpos y los sentidos. Y, dado que la mente está en el cuerpo, la lista será parcial sin los pensamientos, deseos, fantasías y los modos de razonamiento tóxicos que también, sin duda, han ocasionado la evisceración del mundo. Con la aceleración de una retroalimentación positiva en bucle entre la exterioridad y la interioridad psicofísica que establece y aparta una fracción del mundo exterior, los contenidos no se filtran, rebosan, rezuman y se infiltran uno a otro. Se descargan en masa, en un vertido mutuo.

El vertedero está afuera y adentro: involucra ingentes cantidades de datos y escombros de construcción; materia depositada como chatarra; el final unilateralmente declarado de una relación íntima; una instantánea, en un momento dado, de la memoria de trabajo de un programa de computadora y excrementos; la inundación de los mercados exteriores con productos extraordinariamente baratos, y condiciones de vida lúgubres. Este basurero, el vertedero, renuncia a las distinciones en el espacio físico y al pivote de la oposición metafísica entre lo interior y lo exterior. A través de su alcance global, el vertedero se traga y escupe lo que es junto al más allá del ser, al que era posible fugarse desde hace tan poco como la segunda mitad del siglo pasado.9 Su impacto desorienta, perturba e inutiliza las habituales señales para navegar un espacio minado, complejo, arrugado, ondulado. Ajustado a la rareza inquietante de la medida del vertedero, el mundo se vuelve una proyección gigantesca más de la caverna donde Creonte aprisionó a Antígona, que una reiteración de la caverna de Platón. Allá —es decir, aquí— las sentencias de muerte impuestas a todos los seres sintientes que viven en el vertedero estriban tanto en la privación y limitación de acceso a los aspectos básicos de la vida como en la exposición de los prisioneros a una «exterioridad» elemental envenenada. Y, entonces, nos golpea el pensamiento: no hay nada afuera de la caverna (o, más exactamente, no hay fuera-de-la-caverna: il n’y a pas hors-caverne), porque los elementos vivificantes son ahora un batiburrillo de toxicidad.

Conceptualmente hablando, el vertedero global es un logro que indica la manera en la cual el vilipendiado dualismo sujeto/objeto ha sido superado. La cruda diferenciación puede resolverse o bien en diferencias más finas o bien en la indiferencia y la indiferenciación. La crudeza de la relación sujeto/objeto ahora se reemplaza con la colección desordenada de -yectos, -jetos, paleonímicamente llamados objetos, y con el movimiento desbocado de -yecciones, desentendidas de las cuestiones relativas a los puntos de partida y de llegada. La posmodernidad tardía ha cambiado una de las distinciones más importantes, aunque deficientes, de la modernidad por un cúmulo amorfo que no tiene nada de inaudito ni en la mitología ni en la historia de la filosofía.

Sin mucha inocencia, los discursos ya sean «verdes», ecológicos o ambientalmente amigables, están implicados en el crecimiento del desierto y del vertedero que aborrecen. Mientras deliran con el efecto mariposa tomado de una figura clave en la teoría del caos, Edward Lorenz,10 y declaran que todo está interconectado, los ecologistas destruyen mucho más que la categoría de causalidad y previsibilidad con su ilusión de control; dañan la frágil lógica de la articulación, el arco prelógico del logos y la precondición para establecer relaciones. En el momento en que todo es vinculable a todo lo demás con la misma intensidad de asociación, nada se relaciona con nada. Las relaciones se unen por la variación de energías, grados de exclusividad, por el tira y afloja de lo intermedio. En una palabra, por diferencias. De ello se deduce que la indiferenciación combinada con la indiferencia es letal para las relaciones.11

Partiendo del acto mental de prestar atención, que singulariza, que es provocado o convocado por, y se relaciona con un esto, la conciencia es parcialidad y discriminación, adherencia selectiva y devoción. La conciencia ni precede ni sobrevive a sus apegos únicos.12 Asimismo, el inconsciente consiste en catexis múltiples, en cargas irregulares de energía libidinal sobre un objeto. Pero la conciencia impersonal que predomina en el vertedero es una conciencia arrancada de su dinámica relacional, descatexizada y vertida, incapaz de elevarse siquiera al nivel del inconsciente.

En una existencia donde todo está interconectado, todo cae azarosamente en el mismo montón. Todo termina en un vertedero global, que nos engloba por fuera y nos abarrota con su vacuidad desierta desde dentro. El estado cognitivo adecuado para esta condición es el de una distracción completa que desgarra los lazos de la conciencia con aquello de lo que en cada caso es consciente. Dejar, botar, a alguien después de un período de enamoramiento no acaba simplemente una relación; este acto de vertido se deshace también de la relacionalidad. Tal como lo hace la fusión con el otro. Enredos en boga con un mínimo de desenredo contribuyen al denso embrollo del ser vertido. Aunque proceden de direcciones opuestas, el acto de cortar los lazos relacionales y el pathos de asfixiarse en su indiscernible proximidad convergen. Resignado frente al naciente vertedero, Heidegger tuvo una premonición de su alcance global: «Inevitable es el confuso entrelazamiento [die wirre Verstrickung] en la masividad, lo ilimitado, la prisa del presente a mano».13

4. El plural de la pregunta no es accidental. En un basurero, «yo» no vivo; vivimos, o llevamos a cabo algo que se asemeja a actos de vivir, un «nosotros» sin unión, sin compartir (en) la diferencia ni aireado entre nosotros, sin intersticios entre nosotros. «Yo», por mi parte, soy biomasa, una vida masificada y apelmazada.

5. Tan pronto como reducimos el movimiento a la kinesis mecánica, detenemos el propio camino de nuestra comprensión. Con el movimiento como locomoción o mero desplazamiento conquistando todo sentido de desarrollo cinético, nuestra comprensión se detiene en seco; también deja de moverse, de crecer, de cambiar de forma para convertirse o adecuarse a lo que intenta comprender, o incluso de decaer y nutrir nuevos crecimientos con su propia descomposición. Estos sentidos del movimiento son, dicho sea de paso, los que Aristóteles pone a la par de la locomoción. Así, el cifrado del vivir como movimiento, en movimiento, está incompleto sin estas variaciones, ellas mismas organizadas en dimensiones «activas» y «pasivas».

6. Santiago Zabala explora el tema del ser posmetafísico en cuanto sobras (o «restos») del ser en su The Remains of Being: Hermeneutic Ontology after Metaphysics, Columbia University Press, Nueva York, 2009.

7. Nietzsche, F., «Those Spoke Zarathustra», en The Portable Nietzsche, ed. Walter Kaufmann (Penguin, Londres y Nueva York, 1982), pág. 417, traducción modificada. Para más sobre mi lectura de esta línea y de su recepción en Heidegger, véase mi Heidegger: Phenomenology, Ecology, Politics (University of Minnesota Press, Mineápolis, 2018), capítulo 5, «Devastation».

8. Para ahondar más acerca de la «de-vastación», véase el capítulo 5 de mi Heidegger: Phenomenology, Ecology, Politics, op. cit.

9. Piénsese, por ejemplo, en la filosofía de Emmanuel Levinas, y sus dos títulos principales: Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad (1961) y De otro modo que ser o más allá de la esencia (1974).

10. Sherratt, T.; Wilkinson, D., Big Questions in Ecology and Evolution, Oxford University Press, Oxford, 2009, pág. 133.

11. Escribo «combinada con» —y, en consonancia, interrelacionada— porque, tomada separadamente, la indiferencia a una singularidad qua singular —por tanto inconmensurable— puede ser algo maravilloso, consciente de la trascendencia del otro, mientras que el cuidado de lo indiferenciado puede ayudar a sus potencialidades no desarrolladas.

12. Tal es la intuición medular de la noción de intencionalidad de Husserl, la idea de que la conciencia es siempre conciencia de…, siempre tendiente hacia aquello de lo que es consciente.

13. Heidegger, M., Ponderings II-VI, Black Notebooks 1931–1938, trad. Richard Rojcewicz, Indiana University Press, Bloomington e Indianápolis, 2016, pág. 124. [Trad. cast.: Cuadernos negros 1931-1938, Trotta, Madrid, 2018].

Todo el mundo es un vertedero

¿Y si fuéramos a poner en escena —asumiendo que puede ser escenificado— el vertedero global con Shakespeare? Estoy pensando en el monólogo de Jacques en Como gustéis y en su celebrada frase «Todo el mundo es un escenario» (2.7.140). Menos reconocida es la réplica con la que el Duque anticipa el parlamento de Jacques: «Ya lo ves: no estamos solos en la desgracia/ Este anchuroso y universal teatro/ Presenta espectáculos aun más luctuosos que este escenario/ en que tomamos parte» (2.7.137-9). La observación del Duque transporta a los espectadores de la obra de Shakespeare y del Teatro El Globo al teatro del globo, «anchuroso y universal». En esta juntura, el recurso dramático de una obra dentro de una obra revierte la inserción de una actuación en miniatura en la acción principal en escena, al incrustar escenas de Como gustéis en los «aun más luctuosos espectáculos» del mundo. En cualquier caso, la estrategia barroca de una obra dentro de una obra le confiere al drama una profundidad infinita14 en el sentido hegeliano de mala infinitud (carente de cierre, la serie de X dentro de X —aquí, una obra dentro de una obra— puede continuarse indefinidamente) y de buena infinitud (la reflexión especulativa de X por su doble: la obra en el escenario es un espejo para la obra del mundo, la cual, a su vez, refleja la del escenario).

En cuanto escenario, el mundo es un lugar para el aparecer de lo que aparece, para la fenomenalidad de los fenómenos. Si todo el mundo es un escenario, también es entonces el lugar para la aparición de todas y cada una de las cosas que aparecen. Preguntarse qué es un escenario sería preguntarse sobre el sentido del mundo. En primer lugar (pues se trata, de hecho, de una cuestión de lugar), un escenario es una superficie abierta, plana y dura que apuntala la acción, sobre la cual quienquiera o cualquier cosa que aparezca hace aparición. Con la adición del trascenio, del pasillo y de las bambalinas, se enlaza lo visible a lo invisible, las luces y las sombras, la propia aparición y la infraestructura para un evento que, si bien no aparece, prepara el advenimiento de la escena. Un escenario mundial, el mundo como escenario, es la determinación teatralizada de una inauguración, de una apertura, en la clausura circundante del horizonte.

Se debe reemplazar el escenario con el vertedero, y no por capricho sino por obedecer al estricto mandato «apocalíptico» de anotar lo que vemos a nuestro alrededor;15 nos percataríamos así inmediatamente de que el firme apoyo que hasta ahora nos ha procurado el escenario nos ha sido retirado. Una profundidad insondable es esencial para el vertedero; una superficie subyacente es propia del escenario.Un vertedero es eso en lo cual caen los seres, las dinámicas del caer y el estado de haber caído. Es un no-lugar para la desaparición de las entidades vertidas o arrojadas, y, asumiendo que todo el mundo es un vertedero, el vertedero hace, así, las veces de aquello en lo cual todo desaparece en el instante mismo en que viene al mundo. La escena del mundo, jamás vacía, está siempre desvaneciéndose con los seres vertidos. El vertedero es la desmundanización y la desescenificación del mundo.

«Todo el mundo es un vertedero» declara, por lo tanto, que todo el mundo se ha perdido. La verticalidad de la caída sustituye a la superficie horizontal de aparición en el escenario, y hace innecesaria la representación de una obra dentro de una obra: un vertedero es siempre un vertedero dentro de un vertedero a la potencia de infinito. El vertedero suplanta a la sociedad del espectáculo con un ocultamiento tras un aluvión de ideas, sensaciones, objetos parciales y bits de información descartados, de envases gastados, de artefactos obsoletos, de cuerpos vivos y muertos, de toxinas y aguas negras. La profundidad del vertedero no es un efecto de flechas objetivas apuntando arriba y abajo que organizan su volumen. Su profundidad está condicionada por la caída, la precipitación, el descenso, la descarga y la botadura; su eje vertical es la suma total de estas actividades. La masificación de la caída profundiza el vertedero, arrasando finalmente su fondo. Técnicamente, el vertedero es un abismo.

El tiempo para salvar del vertido a este o aquel ser se ha agotado. No tenemos más tiempo para salvar al ser y al decir de y a través del tiempo y del olvido, tal como se lo propusiera Platón en La República.16 Este ser —cualquier este, incluido este yo que está escribiendo y diciendo estas líneas, estas mismísimas líneas escritas, y usted que las está leyendo o escuchando— aparece no desapareciendo, no en cuanto finito, sino de entrada en cuanto desaparecido, acabado, deshecho. La ocultación también varía históricamente: en la actualidad, se deriva de una estratificación sin ningún orden particular, a través de una errática aglomeración de materia en caída, que no nos perdona, que nos anima y nos produce, que nos vive y nos lleva a la muerte.17 A pesar de la palabra de El Apocalipsis (de San Juan) y a pesar, también, de la palabra apocalipsis