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Si Daniele Pellegrini no se casaba, perdería la herencia familiar, y Eva Bergen era la candidata perfecta por tres motivos: 1. Su cuerpo era una tentación pura. 2. Ella no podía rechazar la exorbitante donación benéfica a cambio del «sí, quiero». 3. Lo que era más importante, ella no podía soportarlo... y ese magnate con un corazón duro como una piedra no podía arriesgarse a que su esposa se enamorase de él. Cuando el primer y juvenil matrimonio de Eva acabó por una tragedia, ella se olvidó de cualquier esperanza de volver a amar. Estaba segura de que no le costaría nada mantener ese segundo matrimonio según lo convenido...
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Seitenzahl: 240
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Michelle Smart
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Poder y seducción, n.º 160 - enero 2020
Título original: Buying His Bride of Convenience
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-181-4
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A Nic Caws, siempre increíble.
Gracias por todo lo que haces, tu estímulo
y tu entusiasmo siempre me levantan el ánimo.
XXX
TE IMPORTARÍA quedarte quieto? –le pidió Eva Bergen al hombre que tenía sentado enfrente.
Le había parado la hemorragia del corte en la nariz y tenía preparadas dos pequeñas tiritas para cerrárselo. Lo que debería haber sido un trámite muy sencillo estaba complicándose porque él no dejaba de mover el pie derecho, lo que le movía el resto del cuerpo.
Él le miró con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, aunque el derecho estaba hinchado y amoratándose.
–Termina de una vez.
–¿Quieres que lo cierre o no? No soy enfermera y tengo que concentrarme, así que estate quieto.
Él tomó aire, apretó los dientes y miró al infinito por encima del hombro de ella, quien supuso que también habría dominado los músculos de las piernas porque había dejado de mover el pie.
Eva también tomó aire, se inclinó hacia delante desde su taburete, que había tenido que elevar para llegar a su altura, y titubeó un instante.
–¿Seguro que no quieres que te lo mire alguien del personal médico? Estoy segura de que está rota.
–Termina de una vez –repitió él en tono tenso.
Ella, respirando por la boca para no inhalar su olor y con mucho cuidado para no tocarlo en ningún sitio aparte de la nariz, le puso la primera tirita en la herida.
Era increíble que Daniele Pellegrini consiguiera resultar impecable aunque tuviera la nariz machacada. El tupé de su pelo tupido y castaño seguía perfectamente peinado y el traje hecho a medida seguía planchado. Todavía podía mirarse a un espejo y guiñarse un ojo.
Era un hombre muy guapo y ella estaba segura de que todas las cooperantes del campamento se habían frotado los ojos al verlo la primera vez. Esa era su segunda visita. La había llamado hacía treinta minutos y le había preguntado, sin saludarla siquiera, si seguía en el campamento. Si se hubiese molestado en saber algo de ella, sabría que ella, como todo el personal, se alojaba allí. Entonces, le dijo que iba de camino al hospital de campaña para encontrarse con ella. Cortó la llamada antes de que pudiera preguntarle qué quería. Se enteró de la respuesta cuando recorrió la poca distancia que había entre el ruinoso edificio administrativo donde trabajaba ella y las instalaciones médicas.
Cuando el huracán Ivor azotó las isla caribeña de Caballeros, Blue Train Aid Agency, que ya llevaba mucho tiempo en ese país dominado por el delito y la corrupción, fue la primera organización humanitaria que instaló un campamento de acogida propiamente dicho. En ese momento, dos meses después del mayor desastre natural que había asolado el país y que se había llevado la vida de veinte mil de sus habitantes, el campamento se había convertido en el hogar de unas treinta mil personas metidas en tiendas de campaña, cobertizos de plástico prefabricados o barracones improvisados apiñados unos encima de otros. Otras organizaciones se habían instalado desde entonces en distintos sitios y habían acogido a cantidades parecidas de desplazados. Era un desastre de proporciones inimaginables.
Daniele era hermano de Pietro Pellegrini, el gran filántropo humanitario. Pietro había visto las noticias sobre el huracán y la devastación causada, mayor todavía por la destrucción de muchos hospitales, y había decidido inmediatamente que su fundación construiría un hospital multifuncional y a prueba de desastres en San Pedro, la capital del país. Una semana después, murió en un accidente de helicóptero.
A Eva le entristeció su pérdida. Solo había estado con él algunas veces, pero Pietro era alguien muy respetado entre las organizaciones humanitarias. Sin embargo, tanto ella como todos quienes trabajaban en Blue Train Aid Agency se alegraron mucho de que su familia quisiera seguir con la construcción del hospital. Los habitantes de la isla necesitaban urgentemente más instalaciones médicas.
Francesca, la hermana de Pietro, se había convertido en la nueva impulsora del proyecto. A Eva le había caído muy bien y había admirado la determinación y dedicación de la joven. También había esperado admirar a su hermano y que le cayera bien. Daniele, como Pietro, era famoso en todo el mundo, pero su fama se debía a su empresa de construcción y a sus obras de arquitectura.
Sin embargo, ni le había caído bien ni lo había admirado. Aunque era famoso por su buen humor y su inteligencia punzante, a ella le había parecido arrogante y pagado de sí mismo. Vio la arruga de disgusto en su poderosa nariz, en ese momento machacada, cuando fue al campamento para recogerla. Había aceptado salir esa noche con él porque le había asegurado que solo quería que le explicara el tipo de hospital que debería construir. La había llevado en avioneta a su exclusivo hotel de siete estrellas en la paradisiaca y vecina isla de Aguadilla, había pasado cinco minutos haciéndole preguntas pertinentes y se había pasado el resto de la noche bebiendo mucho, haciéndole preguntas impertinentes y coqueteando con ella descaradamente.
Podría llegar a decir que lo único que lo salvaba era su físico y la dimensión de su cuenta bancaria, pero como a ella le daba igual el dinero y era inmune a los hombres, no había nada que lo salvara.
La cara que puso cuando ella rechazó fríamente su invitación para que subiera a su suite para tomar la última no tuvo precio. Se quedó con la sensación de que Daniele Pellegrini no estaba acostumbrado a que alguien del sexo opuesto dijera la palabra «no».
Ordenó a su conductor que la llevara al aeródromo y ni siquiera se despidió de ella. Aquella fue la última vez que lo vio hasta que había entrado en la carpa de atención médica, hacía diez minutos, y se lo habría encontrado esperándola. Le pareció evidente, nada más mirarlo, que alguien le había dado un puñetazo en la cara. Se preguntó quién habrían sido y si sería posible encontrarlo para invitarle a una copa.
–No soy enfermera –había contestado ella cuando él le dijo que necesitaba que lo recompusiera.
Él encogió sus anchos hombros, pero no sonrió como ella recordaba que hacía cuando… salieron la primera vez.
–Necesito que cortes la hemorragia. Estoy seguro de que has visto hacerlo bastantes veces como para saber más o menos lo que hay que hacer.
Lo sabía bastante bien. La habían contratado, sobre todo, como coordinadora y traductora, pero ella, como la mayoría del personal que no era médico, había ayudado al equipo médico cuando había hecho falta. No obstante, eso no significaba que se sintiera a gusto al remendar una nariz, y menos cuando era la un multimillonario arrogante que llevaba un traje que, seguramente, costaría más que lo que ganaba en un año el habitante medio de Caballeros que tenía la suerte de tener un empleo.
–Llamaré a una de las enfermeras o…
–No –le interrumpió él–. Están muy ocupadas. Córtame la hemorragia y me largaré de aquí.
Ella había estado a punto de alegar que también estaba muy ocupada, pero no lo hizo al captar algo en su comportamiento. En ese momento, cuando estaba poniéndole la segunda tirita, le pareció que él estaba como un muelle comprimido, y compadeció a quien fuera el objetivo de su explosión cuando el muelle se liberara.
Sacó la tercera y última tirita y no pudo evitar fijarse en lo resplandeciente que era su pelo. Si no supiera que era característica familiar, que brillaba como el pelo de los demás integrantes de la familia que ella conocía, pensaría que viajaba a todos lados con un peluquero particular, y con un estilista particular.
Cuando se sentía comprensiva, podía entender que el campamento le desagradara. Daniele vivía rodeado de lujo. Allí solo había una suciedad y una miseria que no desaparecía por mucho que hicieran todos para limpiarla. Al estar delante de él se daba cuenta de lo mugrientos que estaban sus vaqueros y su camiseta y de lo alborotada que tenía la coleta que se había hecho.
¿A quién iba a importarle su aspecto? Aquello era un campamento de acogida y todos estaban preparados para hacer cualquier cosa que hubiera que hacer. Ir vestida a la moda sería completamente inadecuado y absolutamente incómodo. Era ese hombre odioso quien hacía que se sintiera sucia e inferior.
–No te muevas –le recordó ella cuando empezó a mover el pie otra vez–. Ya casi he terminado. Voy a limpiarte y podrás marcharte. Tienes que dejarte las tiritas durante una semana y acuérdate de no mojarlas.
Tomó una toallita y le limpió las gotas de sangre que le habían caído después de que le limpiara la nariz y las mejillas. Entonces, una oleada de su olor se adueñó de ella. Se había olvidado de contener la respiración.
Quizá fuera el olor más maravilloso que había olido, hacía que pensara en bosques frondosos y en fruta madura. Si alguien le hubiese hablado de una reacción y unos pensamientos tan románticos, se habría reído de él.
¿Cómo era posible que un hombre tan odioso y arrogante fuese tan agraciado? Tenía más talento en el dedo meñique que el que ella podía aspirar a tener en toda su vida.
Además, tenía unos ojos impresionantes, de un color marrón verdoso, unos ojos que estaban clavados en ella… y se quedó atrapada por su mirada hasta que parpadeó, empujó el taburete hacia atrás y se levantó de un salto.
–Buscaré un poco de hielo para el ojo –murmuró ella disimulando el nerviosismo.
–No hace falta –replicó él–. No desperdicies tus provisiones conmigo –Daniele sacó el billetero del bolsillo interior de la chaqueta y le dio unos billetes–. Esto es para que repongas el material médico que has empleado conmigo.
Entonces, salió de la carpa sin despedirse ni dar las gracias. Eva, que todavía sentía el cosquilleo en la piel por el roce de su mano, miró los billetes y vio que eran diez de cien dólares.
–Tiene que haber alguna alternativa –Daniele se sirvió otra copa de vino tinto con los nudillos blancos por la fuerza con que agarraba la botella–. Tú puedes heredar el patrimonio.
Su hermana Francesca, a quien iban dirigidas esas palabras, negó con la cabeza.
–No puedo y lo sabes. Soy del sexo equivocado.
–Y yo no puedo casarme.
El matrimonio era anatema para él. Se había pasado toda la vida evitándolo, evitando cualquier forma de compromiso.
–O te casas y te haces cargo del patrimonio o lo hará Matteo.
Daniele, al oír el nombre de su traicionero primo, perdió el poco dominio de sí mismo que le quedaba y estrelló la copa contra la pared.
Francesca levantó una mano para contener a Felipe, su prometido y exsoldado de las Fuerzas Especiales.
–Es el siguiente varón después de ti –siguió Francesca sin inmutarse–. Si no te casas y aceptas la herencia, pasará a Matteo.
Él tomo aire para intentar recuperar el dominio de sí mismo. El líquido rojo que chorreaba por la pared, si se miraba desde el ángulo indicado, era tan oscuro como la sangre que le había caído de la nariz después de que la rabia se hubiese adueñado de él y se hubiese abalanzado sobre Matteo. Se habían intercambiado unos puñetazos que habrían llegado a mucho más si no hubiese intervenido Felipe. Desde entonces, notaba esa rabia como un ser vivo, como una serpiente enroscada en las entrañas y dispuesta a saltar a la más mínima provocación.
Matteo les había traicionado a todos.
–Tiene que haber alguna vía legal para esquivar esa condición. Es arcaica.
El vino, llevado por la ley de la gravedad, estaba llegando al suelo. Tendría que pintar la habitación antes de que tuviera unos inquilinos nuevos, pensó Daniele distraídamente. Ese piso de Pisa era suyo, pero su hermana había vivido allí durante seis años. Sin embargo, iba a casarse y a irse a vivir a Roma y, salvo que se le ocurriera alguna alternativa, él también se vería obligado a casarse.
–Efectivamente –concedió Francesca–, todos lo sabemos. Pietro estaba intentando anularla, pero no es tan fácil como habíamos esperado todos. Se tardaría meses, quizá años, en anular esa cláusula y, entretanto, Matteo podría casarse con Natasha y quedarse la herencia.
La maldita herencia, el patrimonio familiar, entre otras cosas, un castillo de seiscientos años y cientos de hectáreas de viñedos que habían pertenecido a la familia Pellegrini desde que el príncipe Carlos Filiberto primero, el primer príncipe y oveja negra de la familia, puso la primera piedra. La familia había renunciado a los títulos hacía décadas, pero el castillo seguía siendo la joya de la corona. Para conservar intacto el patrimonio, regía la primogenitura y la herencia iba al mayor de los descendientes varones. Eso no había sido suficiente para el príncipe Emmanuel II, un príncipe especialmente despiadado y chiflado del siglo XIX que sospechaba que su hijo mayor era homosexual. Por eso, introdujo la cláusula, todavía en vigor, de que el hijo mayor solo podría heredar si estaba casado. Además, el príncipe Emmanuel debía de intuir cómo evolucionarían las costumbres sociales porque esa cláusula hacía constar con toda claridad que el cónyuge tenía que ser una mujer.
Esa cláusula arcaica nunca había sido un inconveniente porque, al fin y al cabo, todo el mundo acababa casándose. Era lo que hacían las personas, sobre todo los aristócratas, pero los tiempos, como las costumbres sociales, también cambiaban.
Daniele era muy pequeño cuando murió su abuelo y su padre heredó el patrimonio. Además, al ser el segundo hijo, siempre había sabido que Pietro heredaría cuando muriera su padre, y estaba muy conforme. Le espantaba ese castillo lleno de corrientes de aire y goteras que era como un pozo sin fondo por donde se iba el dinero, pero, sobre todo, le espantaba la idea del matrimonio. Durante toda su vida adulta había sentido una satisfacción perversa por seguir soltero, por ser la antítesis del serio y cumplidor Pietro.
Sin embargo, Pietro estaba muerto.
Durante dos meses, se había aferrado a la esperanza de que Natasha, la esposa de Pietro, estuviese embarazada y esperase un varón. Entonces, su hijo heredaría el patrimonio y él podría seguir viviendo como siempre le había gustado vivir.
Resultaba que, efectivamente, Natasha estaba embarazada, pero, por desgracia, Pietro no era el padre. Se había metido en una aventura con Matteo antes de que el cadáver de su marido se hubiese enfriado siquiera. Matteo, el primo que había vivido con ellos como un hermano más desde que tenía trece años. El propio malnacido le había contado personalmente que ella estaba esperando un hijo suyo. En ese momento, solo se podían tomar dos caminos. O encontraba una esposa y renunciaba a todas sus preciadas libertades para heredar un patrimonio que no quería o su ingrato primo heredaría todo lo que tanto habían adorado su padre y su hermano.
Apretó los dientes y pensó en su madre, en el amor y el orgullo que sentía por la familia y ese patrimonio que había adquirido en parte al casarse a los diecinueve años. Entonces, comprendió que solo había un camino.
–Tengo que casarme.
–Sí.
–Y pronto.
–Sí. ¿Tienes alguna pensada? –le preguntó Francesca con calma.
Ella sabía lo mucho que detestaba él la idea de casarse y también tenía una cabeza más incisiva para los asuntos legales que la que había tenido Pietro. Si no se le ocurría la manera de anular la cláusula sin que Matteo se quedara con todo, era porque no podía hacerse.
Él se prometió que la anularía algún día, que la siguiente generación de Pellegrinis no tendría que pasar por eso y pagar ese precio.
Daniele pensó en todas las mujeres con las que había salido a lo largo de los años. Calculaba que las que seguían solteras, casi el cien por cien de ellas, saldrían volando a una tienda de vestidos de novia antes de que él hubiese terminado de pedírselo.
Entonces, se acordó de la última, de la única que no había acabado en su cama. Se tocó la nariz amoratada. Las tiritas que le había puesto Eva seguían allí. También se acordó del disgusto que se reflejaba en sus ojos azules cristalinos cada vez que lo miraba.
Había sido su traductora durante su primer viaje a Caballeros, hacía un mes. Ella, en una isla donde el color dominante era el marrón del barro y la desolación, resplandecía como faro en la penumbra o, al menos, su pelo, que llevaba recogido en una coleta algo infantil, había resplandecido. Era de un tono de rojo que solo podía haber salido de un frasco y contrastaba con su piel como el alabastro, debía de untarse cada hora de protector solar factor cincuenta para conservarla tan blanca. El contraste era tan bonito que no podía imaginarse que otro color, ni siquiera el natural, le favoreciera tanto.
Aunque solo llevaba unos vaqueros desastrados y la camiseta oficial del Blue Train Aid Agency, Eva Bergen era, probablemente, la mujer más hermosa que había conocido en sus treinta y tres años de vida y, con toda certeza, la más sexy… y a él lo odiaba a muerte.
Miró la cara de preocupación de su hermana y esbozó media sonrisa.
–Sí. Conozco a la mujer perfecta para casarme.
Una hora después, cuando salió del piso, pensó que, independientemente de lo que pasara, su madre estaría contenta por fin con una decisión que había tomado.
Eva hizo pacientemente la fila para entrar en el compartimiento de las duchas. El campamento tenía una cantidad limitada de agua limpia y se racionaba celosamente. Se había convertido en una experta en ducharse en sesenta segundos con agua tibia cada tres días. Ella, como el resto del equipo, sentía remordimiento y alivio cuando, cada tres fines de semana, podía volar a Aguadilla y reservar una habitación en un hotel sencillo. Allí, pagado por ella, podía pasar horas a remojo entre pompas de jabón, teñirse el pelo, hacerse las uñas y lavarse la piel mientras intentaba sofocar el remordimiento de conciencia por todas las personas acogidas en el campamento que no podían tomarse un par de días libres para darse esos caprichos.
Si había algo que no faltaba en el campamento, eran los teléfonos móviles. Todo el mundo parecía tener uno, hasta los niños que no tenían una muda siquiera. La moda en ese momento era un juego gratis con bolas de colores que explotaban y se multiplicaban. Un genio de la tecnología había conectado a todos los jugadores del campamento, acogidos y trabajadores, para que compitieran entre sí. Eva, como todo el mundo, se había convertido en una adicta y estaba a punto de batir su récord y de colocarse entre los cien primeros jugadores. En ese momento, mientras jugaba en la fila para darse una ducha, tenía tres adolescentes al lado que fingían estar tan tranquilos, aunque la miraban con avidez.
Le vibró el teléfono en la mano, pero ella no le hizo caso.
–Deberías contestar –dijo Odney, el mayor de los adolescentes, con una sonrisa maliciosa.
–Ya llamarán otra vez –replicó Eva con el ceño fruncido y en tono burlón.
Odney, con una sonrisa más maliciosa todavía, le arrebató el teléfono, pulsó el botón para contestar y se lo llevó al oído.
–Es el teléfono de Eva, ¿cómo puedo contestar su llamada?
–¿En inglés? –preguntó Odney a la persona que llamaba y que, evidentemente, no hablaba español–. Hablo muy mal. ¿Quiere hablar con Eva?
Eva tendió una mano mirándolo muy fijamente y aguantando una sonrisa. Odney, con una sonrisa de oreja a oreja, se lo devolvió.
–El teléfono no ha guardado el juego… –comentó él en un tono satisfecho y entre más carcajadas.
Eva adoraba a los chicos de todas las edades del campamento. Se dirigió por fin a la persona que había llamado.
–Dígame…
–Eva, ¿eres tú?
La gracia del momento se esfumó por completo.
–Sí, ¿quién llama? –preguntó ella, aunque el tono de voz y el acento de Daniele Pellegrini eran inconfundibles.
–Soy Daniele Pellegrini. Tengo que verte.
–Habla con mi secretaria y pídele una cita.
Ella no tenía secretaria y él lo sabía.
–Es importante.
–Me da igual. No quiero verte.
–Querrás verme cuando sepas por qué tengo que verte.
–No, no querré, eres un….
–Un hombre que tiene una propuesta que favorecerá a tu campamento –le interrumpió él.
–¿Qué quieres decir? –preguntó ella con recelo.
–Reúnete conmigo y lo comprobarás tú misma. Te prometo que te compensará a ti y a tu campamento.
–Mi próximo fin de semana libre es…
–Estoy llegando a Aguadilla. Haré que te traigan.
–¿Cuándo…?
–Esta noche. Te mandaré a alguien dentro de dos horas.
Dicho lo cual, él colgó.
SE LE cayó el alma a los pies cuando vio el lujoso hotel al que la llevaba el conductor de Daniele. Era el mismo hotel en el que cenó con él cuando la engañó para quedar con ella. El hotel Edén era el más lujoso de Aguadilla y allí se hospedaban los asquerosamente ricos. Ella llevaba los únicos vaqueros limpios que tenía y una camisa negra sin planchar porque había habido un corte de electricidad en el campamento.
La primera vez, cuando Daniele la había llevado al hotel, porque entonces se había dignado a conducir el coche, se había puesto como una furia inmediatamente.
–Dijiste que era una conversación informal sobre el hospital.
Ella había creído que cenarían en alguno de los muchos restaurantes que había al borde del mar y que eran famosos porque servían una comida excelente y barata, porque tocaban música alegre y porque tenían un ambiente muy acogedor.
–Efectivamente, eso va a ser –había replicado él sin inmutarse.
Eso la había enfurecido más todavía. Pasaron junto a comensales vestidos de punta en blanco y se había sentido como un pulpo en un garaje.
Cenar en aquel restaurante había sido humillante la primera vez, pero ya iba preparada y cruzó el vestíbulo del hotel con la cabeza muy alta. No se sentiría inferior aunque pareciera una pedigüeña, a pesar de que se hubiese duchado.
Un empleado del hotel se dirigió hacia ella y pudo ver que, según la chapa que llevaba en la solapa, era el director general.
–¿La señora Bergen…? –le preguntó él con cortesía y sin arrugar la nariz siquiera.
Ella asintió con la cabeza. Supuso que habría sido muy fácil describirla, que bastaba con decir que era una mujer con el pelo rojo que no encajaba allí.
–Acompáñeme, por favor.
Ella, como un dócil corderillo, lo siguió y pasaron junto a una cascada enorme, junto al restaurante donde cenaron la otra vez, junto a tiendas de ropa y más restaurantes y llegaron a un ascensor con su propio botones. Entonces, cuando el director pulsó el botón del último piso, las campanas de alarma empezaron a sonar.
–¿Adónde me lleva?
–A la suite del señor Pellegrini.
Llegaron al piso antes de que él hubiese terminado de contestar y el botones abrió la puerta.
Eva titubeó.
Cenar en la suite privada de un hotel tenía connotaciones muy distintas a cenar en público. Era una insensatez, según cualquier criterio, entrar sola en la suite de un hombre adinerado.
El director la miró como si esperara a que abandonara la seguridad del ascensor y entrara en la cueva del león. Solo tenía que negarse y eso sería lo sensato. Si Daniele Pellegrini tenía que verla con tanta urgencia que había volado hasta el Caribe solo para hablar con ella, entonces, también podía cenar con ella en público. Ella podía exigirlo y él no tendría más remedio que aceptarlo.
Sin embargo, a pesar de sus innumerables defectos, entre ellos que era un sinvergüenza sin escrúpulos para acostarse con cualquiera, la intuición le decía que Daniele no era el tipo de hombre que obligaría a una mujer a hacer algo que no quisiera. No iba a entrar en la cueva del león para ser su cena.
Salió del ascensor y siguió al director por un amplio pasillo hasta una puerta. Él llamó con firmeza e, inmediatamente, la abrió un hombre vestido de mayordomo.
–Buenas noches, señora Bergen –le saludó en un inglés impecable–. El señor Pellegrini está esperándola en la terraza. ¿Quiere beber algo?
–Un vaso de agua, por favor –contestó ella haciendo un esfuerzo para no quedarse boquiabierta por la grandiosidad de la suite.
Le alivió un poco que hubiese un mayordomo que hiciera de carabina, aunque no sabía por qué iba a necesitarla.
El director se despidió y se marchó y la llevaron a una habitación espaciosa desde donde salieron a una terraza con unas vistas increíbles del mar Caribe y de las estrellas que lo iluminaban. A la izquierda había una piscina ovalada y a la derecha una mesa donde podían sentarse cómodamente unas doce personas, pero que estaba puesta para dos. En uno de los sitios estaba sentado el alto y dinámico Daniele Pellegrini. Se levantó y se dirigió hacia ella con la mano tendida.
–Eva, me alegro de verte.
La saludó con una sonrisa que contrastaba con el gesto de furia que había tenido en su rostro hacía tres días, cuando le había exigido que le curara la nariz.
Como no tenía muchas alternativas, le estrechó la mano. Él no se la sacudió con energía, como había esperado ella, sino que la tomó con cierta delicadeza, tiró un poco y le dio un beso en cada mejilla.
Las entrañas le dieron un vuelco al sentir sus labios en la piel y al volver a inhalar su olor, que, absurdamente, le despertaba todos los sentidos.
Aunque se odiara a sí misma por la vanidad, se alegró de haberse duchado hacía tan poco tiempo. Daniele olía muy bien y volvía a esbozar esa sonrisa que la derretía por dentro. Además, sus pantalones gris oscuro y su camisa blanca estaban impecablemente planchados. Todo era inmaculado en ese hotel, hasta los huéspedes. Delante de ese hombre tan increíblemente apuesto y que olía tan bien, volvía a sentirse una zarrapastrosa. Vivía en un campamento donde reinaban el barro y el polvo y era imposible resultar presentable por mucho que lo intentara.
Se alegró más todavía cuando él la soltó y tuvo que hacer un esfuerzo para no frotarse la mano en el vaquero, para no intentar aliviar el hormigueo donde la había tomado.
–Parece que la nariz se te está curando –comentó ella, por decir algo y sofocar las palpitaciones que sentía debajo de las costillas.
La hinchazón había bajado considerablemente y volvió a sentir un arrebato de vanidad al ver que las tiritas seguían perfectamente en su sitio. Tenía el ojo izquierdo ligeramente amoratado, pero era lo único que indicaba que se había metido en una pelea. A ella seguía corroyéndole la curiosidad por saber quién había sido el oponente. ¿Alguna autoridad corrupta de Caballeros? ¿Un novio celoso?
–Lo hiciste muy bien…
–¿Te ha visto un médico? –preguntó ella esbozando una sonrisa muy leve.
–No hace falta –contestó él con un resoplido para restarle importancia.
El mayordomo, que se había marchado de la terraza sin que ella se diera cuenta, volvió con una bandeja con dos vasos y dos botellas de agua.
–No sabía si la quería con o sin gas y he traído las dos –dijo él dejándolas en la mesa–. ¿Quieres algo más antes de que sirva la cena?
–No, gracias.
–Otro whisky para mí –pidió Daniele–. Trae la botella.
–Como quiera.
Una vez solos, Daniele señaló la mesa.