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Se trata de una recopilación de poemas de Leopoldo Lugones publicada en 1927. En estos poemas de madurez el autor rememora el pasado: el lugar de nacimiento y su infancia, y emplea la poesía modernista para describir escenas y elementos cotidianos.-
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Seitenzahl: 104
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Leopoldo Lugones
Saga
Poemas solariegos
Copyright © 1927, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641943
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
1500-1900
A Bartolomé Sandoval,
Conquistador del Perú y de la tierra
Del Tucumán, donde fué general,
Y del Paraguay, donde como tal,
A manos de indios de guerra
Perdió vida y hacienda en servicio real.
Al maestre de campo Francisco de Lugones,
Quien combatió en los reinos del Perú y luego aquí,
Donde junto con tantos bien probados varones,
Consumaron la empresa del Valle Calchaquí.
Y después que hubo enviudado,
Se redujo a la iglesia, tomando en ella estado,
Y con merecimiento digno de la otra foja,
Murió a los muchos años vicario en La Rioja.
A Don Juan de Lugones el encomendero,
Que hijo y nieto de ambos, fué quien sacó primero
A mención las probanzas, datas y calidades
De tan buenos servicios a las dos majestades;
Con que del rey obtuvo, más por carga que en pago,
Doble encomienda de indios en Salta y en Santiago.
Al coronel Don Lorenzo Lugones,
Que en el primer ejército de la Patria salió,
Cadete de quince años, a libertar naciones,
Y después de haber hecho la guerra, la escribió.
Y como buen soldado de aquella heroica edad,
Falleció en la pobreza, pero con dignidad.
Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido,
Por estos cuatro siglos que en ella hemos servido.
En la Villa de María del Río Seco,
Al pie del Cerro del Romero, nací.
Y esto es todo cuanto diré de mí,
Porque no soy más que un eco
Del canto natal que traigo aquí.
Canto de la tierra útil que vegeta las plantas,
Palpitada de pasos, resonante de llantas.
Generosa en las minas, regalada en los huertos.
Amada por los vivos, piadosa con los muertos.
Satisfecha en la ubre próspera de la vaca,
Y florida en mi amable maceta de albahaca.
Canto del sol en el don divino
De ver, que cada día mayor belleza enseña.
En la fortaleza rugosa de la leña,
Y en el logro del pan, la miel y el vino.
Canto de la luna en la serenata
Con que tiende la luz cuerdas de plata.
Y en la calma que cuelga su madeja de seda
A la misteriosa sombra de la arboleda.
Canto del agua en el surco sediento
Donde el reposo labriego espera.
En el arroyito que retoza contento,
Y en la plácida flor de la regadera.
Canto del viento,
En el corcel de heroico aliento
Y en la alegría de la hoguera.
Canto del árbol que abre al cielo su arrobo,
En la paternidad del algarrobo
Que da techo, despensa, taller, pilar y alfombra,
En dulzura y substancia, seguridad y sombra.
Canto de la montaña en el disparo
De los cóndores que lanza
Como una torre armada al cielo claro.
En el simple cordial que medra a su amparo,
Y en el soplo triunfal de la esperanza.
Canto del hombre en el amor y el deber,
La dicha apetecible y la amistad mejor,
Que no tiene olor, color ni sabor
Como el agua de beber.
Canto del hogar en la serenidad
Inocente y cariñosa
De las cunas donde reposa
La ternura antigua de la humanidad.
En el gobierno de la madre hacendosa
Y en el nombre heredado con legitimidad.
Canto de la concordia en los “buenos días”
Que al trabajo desean feliz desempeño;
Y en las “buenas noches”, que cuanto más frías,
Darán, mejor ganado, el bien del sueño.
Canto de la doméstica ocupación,
En el fuego del horno y el son del almirez;
Y en la festival madurez
De la quinta que rinde su cosecha en sazón.
Canto de la madera en el obraje,
En la constante viga y en el poste seguro;
Y en el armario que suntuoso y obscuro,
Parece guardar una fragancia de linaje.
Canto de la herramienta
En el degüello de oro de la mies opulenta,
Volcado al tajo redondo de la hoz.
Granzas de sol en la forja violenta,
Relámpago de fuerza en el hacha veloz.
Canto del redil
En la melodía que gotea el cencerro.
En la valerosa lealtad del perro,
Y en la paz del crepúsculo pastoril.
Canto del aroma en la Flor del Aire,
Que con la verdad de la rima sincera,
Es el donaire
De la Primavera.
Y vive de sí misma como la ilusión,
Y es romántica estrella en la cabellera,
Y alivio para el mal del corazón.
Canto de la fruta en los parrales
Y en la higuera cerrada como un tonel,
Donde chiflan la breva y el moscatel,
Negros como higos los zorzales.
Canto de la huerta en la próvida ristra
Que sus cebollas de nácar suministra.
En la col que repuja su opacidad de plata,
Y en el gorro demócrata del pimiento escarlata.
Canto del jardín en la rosa vehemente
Y en el lirio celebrado,
Que como un duque, sueña con su ducado,
Sobre el jardín, tan lleno de su alma floreciente,
Que parece que el lirio lo ha soñado.
Canto del ingenio en la copla espontánea
Como la margarita, la lágrima y la estrella.
Y en la noria profunda, musical y bella
Como el órgano de una catedral subterránea.
Canto de la buena suerte
En el destino bien cumplido.
Canto de la buena muerte
En el descanso merecido.
El alba que en su vago matiz purpurino,
Mezcla el día y la noche como el agua y el vino,
Embandera un anhelo de aventura
Con su soplo de brisa tirante y pura
Que promete buen tiempo y buen camino.
La quebrada, sensible como una oreja obscura,
Zumba ya en un arrullo de tórtola temprana;
Y entre retazos de nieblas remolonas,
En el ámbito de la mañana
Los ecos despiertan como personas.
Sangra ya el filo del horizonte,
Y pronto se gloriarán sobre el monte
La aurora dorada como una hija de rey,
Y el día otoñal
Limpio y cabal
Como un escudo de buena ley.
En rapadas listas,
Suben desde la falda de la cumbre las pistas
Que con su lento renglón sin palabras
Va deletreando el rebaño de cabras;
Y que pueden llevar hasta el retiro
De alguna corzuela, que es excelente tiro,
O al paradero del guanaco sutil
Que sobre la roca escueta
Recorta su silueta
De grabado al buril.
Terciados el morral y la escopeta,
Tomamos a buen paso la trocha concreta
Del callejón fragante a toronjil.
Centraliza la araña su bola de planeta
En geométrica randa de rocío,
Que cortando la huella,
Triza en cada gota una chispa de estrella
Con que improvisa el hada rural su atavío.
Y en el próximo cañaveral,
Dilata el viento matinal
Caudaloso rumor de río.
Al pasar, con voz franca
Nos saluda la moza
Sencilla y fresca como una taza de loza
Azul y blanca.
Claro está que hay también un viejo,
Tío y tutor de quien ella toma consejo,
Y que apareciendo a punto, evita
El piropo y la cita
Cuyo amable desliz
Haría, acaso, de la pobre Rita
La primera perdiz. . .
Mas, ya nuestro buen braco
Que trota de avanzada,
En la sumisa angustia de la mirada
Con que vuelve su cara de mozo flaco,
Previene la sorpresa de la primer parada.
Suplicando a gemiditos quedos
El inminente encargo,
Endurece la cola como un índice largo
Y arruga las orejas como dedos.
Así, en su intenso conato,
Vibra de las orejas a la cola,
Apuntado como una pistola
Cuya puntería fuese el olfato.
Y en el momento
De la acción decisiva,
Alza hacia atrás, con lento
Encogimiento,
El trébol de la pata indicativa. . .
El silencio suspenso en la claridad,
Impone la belleza de su inmensidad.
Huele a bálsamo amargo de álamo y sauce, el sol.
Y la brisa, como una abeja,
Insiste en la oreja
Con murmullo de caracol.
Sobre lánguidas chacras y estañados oliyos,
Se extenúa un otoño pálido de sequía.
Desde la cuesta llega todavía
El estornudo de los chivos.
Y en la transparente lejanía
Cantan gallos alternativos.
Allá mismo, hace ya tanto y tanto. . .
Cazábamos los chicos a honda, flecha y pedrada,
Las tórtolas de otoño que forman bandada
Cuando va a semillar el cardo santo.
A veces acudía una dorada,
Quebrado el vuelo en sobresalto huraño;
Pero ésa quedaba reservada
Para los que tenían boleadoras de estaño.
Había siempre alguno que fuera de programa,
Solía rezagarse, pegado el oído
A un poste del telégrafo en cuyo zumbido
Se escuchaba pasar el telegrama.
Y al pensar que ahora dónde estarán,
La lista de la escuela repaso con cariño:
Andrés Novillo, Agenor Patiño,
Lizardo Ponce, Medardo Roldán. . .
De pronto, la maraña,
Al detenerme por la manga rota
Que el garabato araña,
Me impone con familiaridad ya remota,
La rudeza cordial de la montaña.
En un hilito de agua que allá brota,
Y pueril, como entonces, me acompaña,
La luz talla caireles entre la bergamota.
Cobra hasta el matorral que me azota,
Benignidad de planta conocida.
Con antigua amistad se abre la calma.
Y reina en el silencio y en el alma
La conformidad grave de la vida.
Por ahi cerca, bajo unos molles viejos,
Cada vez más rugosos y fragantes,
Estarán sentaditos los conejos
Como en un Jardín de Infantes.
Llegará, al fin, el caso de quemar un cartucho,
Pues ya cinto, escopeta y morral pesan mucho. . .
Aunque, acaso, sea mejor
Buscar algún pantano espeso de calor,
Donde a esa hora el chorlito, nada esquivo,
Se sirve un renacuajo aperitivo
Con su afanado tenedor.
Hay a la vuelta un pequeño remanso
Y una piedra apropiada para el descanso,
Donde, a la sombra del mollar
Que un fresco azul de cielo en su malla cuela,
Se abre la lata de mortadela
Y el apetito de par en par.
Pero no hay que dormirse en aquel lugar,
Porque la sombra del molle es traicionera,
Y saca ronchas como la de la higuera,
Y hasta un poco de fiebre suele dar.
En un ríspido desnivel,
Nuestro paso inmediato
Levanta el vuelo de un pato
Con zumbido de cordel.
Sonríe el agua todavía
Al aletazo de la escapada,
Cuando, de bruces, dejamos saciada
Nuestra sed, labio a labio con su pureza fría,
Allá donde más dorada
Por una arista de sol paralelo,
Se atornilla delgada
Sobre un palito que lleva arrastrada
Su sombra por el fondo, como un anzuelo.
La serenidad es tan limpia y pura,
Que con gracia sencilla,
La luz se desnuda en la orilla
Como una doncella segura.
Croa algún loro soñoliento. . .
Resuella lánguido de bochorno el viento. . .
Parece que el bosque se acuesta más pacífico.
Su profundidad, cual la del pensamiento,
Es un silencio magnífico.
Y el blando mandamiento
De no matar, reprime los antojos
Del sanguinario instinto que nos doma.
Hallen gracia la gama y la paloma
En la agreste inocencia de sus ojos.
Canta el silencio en la inmensa
Serenidad luminosa
Que sobre el campo reposa
Y al fondo del bosque piensa.
Canta el silencio en el alma
La gloria del mediodía,
Con tan perfecta armonía
Que no es más que luz y calma.
Canta el oro del trigal,
Canta la fuerza del roble,
Y la bondad grave y noble
Del corazón del nogal.
Canta la sazón labriega
Del rubio calor que suda,
La recia espalda desnuda
Bajo el peso de la siega.
Y lo remoto del día,
Donde parece que el cielo
Se acaba de abrir al vuelo
De un grande ángel que subía;
Y el albor con que al pasar
Perfila su ala en la vela,
Sobre la lejana tela
Que empina el azul del mar;
Y el gozo del hombre bueno
Que ganó bien su descanso;
Y el sosiego del buey manso
Que rumia, conforme, su heno;
Y el ojo del agua tersa,
Que mirando desde el pozo,
Con celestial alborozo
Se azula en la hondura inversa;
Y el sano y valiente afán
De la madre laboriosa,
Que con honradez sabrosa