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Jenny, una pitonisa de origen humilde, podía conseguir que incluso los más escépticos creyeran sus predicciones. A veces le bastaba con batir sus oscuras y misteriosas pestañas. Hasta que llegó a su vida Gareth Carhart, marqués de Blakely, un científico que no estaba dispuesto a creerla. El reflexivo y atractivo Gareth no podía entender que su primo hubiera caído en las garras de Madame Esmeralda. Decidió entonces exponer sus mentiras y mostrar a todo el mundo que era una embustera. Pero la inesperada atracción que comenzó a sentir por la hechicera desafiaba toda lógica, y vio que sólo le quedaban dos opciones: seducirla o arruinar su vida.
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Seitenzahl: 397
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Courtney Milan. Todos los derechos reservados.
PRUEBA DE SEDUCCIÓN, Nº 288 - diciembre 2011
Título original: Proof by Seduction
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Mira son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-116-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Londres, abril de 1838
Después de doce años ejerciendo su oficio, Jenny Keeble no dejaba nada al azar a la hora de recrear la atmósfera más adecuada. El humo del sándalo que había añadido al brasero le daba un toque misterioso y exótico a la habitación sin que resultara demasiado agobiante.
Todo estaba perfecto. Pero, como hacía siempre, comprobó una vez más si el mantel negro estaba bien colocado sobre la mesa y alisó los tapices de alegres colores que había comprado a los gitanos y adornaban las paredes de la sala.
Cada detalle, desde las telarañas que se negaba a quitar del techo hasta la gasa que tamizaba la luz que entraba por las ventanas del sótano, estaba pensado para hacer ver que era un lugar donde la magia existía y era posible comunicarse con los espíritus para pedirles todo tipo de consejos.
Y eso era justo lo que Jenny quería conseguir. Por eso le costaba entender que una parte de ella deseara deshacerse de ese disfraz. Llevaba una falda de rayas azules y rojas y una blusa verde. El conjunto no era nada favorecedor y vestía tantas capas de ropa para ocultar su cintura que parecía una especie de gran melón de varios colores. Cada vez le costaba más aguantar la espesa capa de maquillaje que llevaba en la cara y el lápiz negro que enmarcaba sus ojos para conferirles un halo más misterioso.
Pero no era sólo su aspecto lo que le preocupaba. Alguien llamó en ese instante a la puerta.
Llevaba doce años trabajando muy duro para conseguir lo que tenía. Habían sido años de mentiras y medias verdades para lograr hacerse con unos cuantos clientes leales que la visitaban con cierta frecuencia.
En su profesión, no había lugar para las dudas. Inhaló profundamente y se olvidó de las preguntas que tenía Jenny Keeble, sustituyéndolas por la imperturbable seguridad de Madame Esmeralda. Una mujer que podía ver lo que nadie veía, que lo predecía todo y que no se detenía ante nada.
Metida en su papel, Jenny abrió la puerta y se encontró con dos hombres. A Ned, su cliente preferido, ya lo esperaba. Era delgado y desgarbado, con la torpeza e inseguridad de un joven que acababa de abandonar la adolescencia. Su rostro era casi infantil y tenía el pelo castaño claro.
El joven le dedicó una agradable sonrisa al verla. Cualquier otro día, lo habría recibido con familiaridad, pero se detuvo al ver que no estaba solo, que había alguien más tras él. El otro hombre era muy alto, más incluso que Ned, y la observaba a varios metros de distancia de la puerta.
Estaba cruzado de brazos y su gesto le dejó muy claro que no creía en ese tipo de cosas.
—Madame Esmeralda, siento no haberos informado de que hoy iba a venir acompañado —le dijo Ned.
Se fijó entonces un poco más en el otro hombre. Llevaba la levita desabotonada, como si no le importara demasiado su aspecto. Pero estaba claro que algún sastre había invertido muchas horas en la elaboración de la prenda, hecha a la medida del caballero, pero sin ceñirse demasiado a su cuerpo. Su cabello castaño estaba algo despeinado y se había atado el pañuelo al cuello con un simple nudo. Su aspecto parecía indicar que era un hombre impaciente y que no le gustaba dedicar demasiado tiempo a esas nimiedades cuando tenía asuntos mucho más importantes entre manos.
Sintió en ese instante que la observaba y no pudo evitar estremecerse. Vio que la estudiaba de arriba abajo, con la mirada de un depredador, fijándose en cada detalle de su disfraz. Tragó saliva y apartó la vista.
—Madame Esmeralda, he venido con mi primo —le explicó Ned.
Sus palabras irritaron al otro hombre y vio que Ned suspiraba al notarlo.
—Sí, Blakely —dijo el joven mirando a su primo de reojo—. Madame Esmeralda, os presento a Blakely. En realidad, se trata de Gareth Carhart, marqués de Blakely, etcétera —agregó con poco entusiasmo.
Jenny no pudo evitar sentir cierta aprensión mientras lo saludaba con una reverencia. Ned le había hablado de su primo en varias ocasiones. Pero las descripciones del joven habían conseguido que se imaginara al marqués como un hombre viejo y decrépito, obsesionado con los números y los datos.
Había supuesto que se trataría de un hombre frío, distante y poco sociable. Alguien tan enfrascado en sus intereses científicos, que apenas sería consciente de la gente que había a su alrededor.
Pero ese hombre no le pareció distante. Aunque estaba a un metro de él, podía sentir su presencia. No era viejo. Su cuerpo era esbelto, pero no demasiado delgado, y era un hombre joven. No tenía aspecto de científico distraído y desmemoriado, todo lo contrario. Siempre le había parecido que los ojos de Ned eran como los de un perro, cálidos y muy confiados. Los de su primo, en cambio, parecían pertenecer a un león. Había algo feroz en ellos.
En ese momento, agradeció no ser una gacela.
Se echó a un lado y les hizo un gesto con la mano para que entraran.
—Pasad, sentaos —les dijo ella.
Los caballeros hicieron lo que les decía y se sentaron en las sillas que tenía a un lado de la mesa. Ella se quedó de pie.
—Ned, ¿en qué puedo ayudaros hoy? —le preguntó a su cliente.
—Bueno, Blakely y yo hemos estado discutiendo —repuso Ned con una cálida sonrisa—. Mi primo cree que es imposible que podáis predecir el futuro.
Ella tampoco lo creía, pero vivía de ello y tenía que seguir manteniendo el engaño para no perder a sus clientes.
—Hemos decidido que va a usar métodos científicos para demostrar la exactitud de vuestras predicciones —le dijo Ned.
—¿Demostrar? ¿Científicamente? —repitió ella sin poder creer lo que acababa de decirle—. Bueno, eso sería…
Tuvo que agarrarse a la mesa, necesitaba apoyarse en algo. Las palabras de Ned la habían dejado sin aire, como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Le parecía más que improbable hacer algo así.
—Eso sería… Sería estupendo. ¿Qué puedo hacer?
—Adelante, Blakely. Pregúntale lo que quieras —le dijo Ned a su primo.
Lord Blakely se acomodó en su asiento. Hasta ese momento, ni siquiera había abierto la boca, pero había estado observando la habitación.
—¿Quieres que yo le pregunte algo? —repuso lentamente el marqués de Blakely mientras miraba a su primo—. Yo hablo siempre desde la razón y la lógica, no estoy acostumbrado a tener que tratar con viejas charlatanas.
Ned y ella hablaron a la vez.
—¡No es ninguna charlatana! —protestó Ned.
—¡Mis treinta años no me convierten en una vieja! —se quejó ella mientras lo miraba con los brazos en jarras.
El joven Ned se giró hacia ella al oír sus palabras y la miró con gesto de sorpresa. Se quedaron todos en silencio. Fue entonces cuando Jenny se dio cuenta de hasta qué punto le enervaba la presencia de ese hombre. No había tardado mucho en abandonar su papel de Madame Esmeralda y se había limitado a hablarles como la mujer que era.
Vio que el marqués se había dado cuenta. Volvió a mirarla con sus ojos leoninos. Estaba observando con interés el pañuelo que cubría su cabeza. Después hizo lo mismo con las faldas que trataban de ocultar su cintura. La observaba como sólo un hombre podía hacerlo, como si pudiera desnudarla con la mirada. Se sintió muy vulnerable y comenzaron a sudarle las palmas de las manos.
Poco después, el marqués apartó la vista. Hizo una extraña mueca con los labios y suspiró. No había tardado mucho en perder el interés por ella.
Jenny sabía mejor que nadie que no era una dama y que nunca podría considerarla de ese modo alguien como lord Blakely. De haberse cruzado con él por la calle, nunca habría conseguido que ese hombre la saludara con una respetuosa inclinación de cabeza o tocándose levemente el sombrero.
Sabía que ya debería estar acostumbrada a ese tipo de desprecios. Pero, sin saber muy bien por qué, su reacción consiguió irritarla, sentía que estaba a punto de explotar y, para tratar de contenerse, se clavó las uñas en las palmas de las manos.
Creía que a alguien como Madame Esmeralda nunca podría importarle que ese hombre sintiera interés por ella o no. Madame Esmeralda tenía todo bajo control. Por eso, tragó saliva y trató de calmarse mientras sonreía misteriosamente.
—Y tampoco soy una charlatana —le dijo algo más calmada.
—Eso ya lo veremos —repuso lord Blakely con cierto escepticismo y sin dejar de observarla—. Como yo no tengo ningún interés en preguntaros nada, dejaré que sea mi joven primo quien lo haga.
—¡Pero yo ya lo he hecho! —intervino Ned—. Le he preguntado todo lo que deseaba saber. Sobre la vida y la muerte.
Lord Blakely puso los ojos en blanco al oírlo. Estaba segura de que pensaba que su primo exageraba. Pero Jenny sabía mejor que nadie que había mucha verdad en las palabras de Ned. Habían pasado ya dos años desde que el joven llegara a su casa y le hiciera la pregunta que había conseguido cambiar la vida de los dos.
—¿Hay alguna razón para no poner fin a mi vida ahora mismo? —le había preguntado entonces el joven.
La primera reacción de Jenny en esos instantes había sido la de tratar de mantenerse al margen de la situación tan complicada por la que estaba pasando el joven. Se le pasó por la cabeza la idea de distanciarse tanto como pudiera del joven y decirle que no podía ver su futuro, que los espíritus no le comunicaban nada.
Pero pensó después que ese joven estaba atravesando una situación muy difícil y era incapaz de considerar lógicamente sus opciones. Había creído que, de otro modo, un muchacho de diecinueve años nunca se habría acercado a una perfecta desconocida para tratar de encontrar respuestas a una pregunta tan directa.
Así que decidió mentirle. Le dijo que veía mucha felicidad en su futuro y que tenía muchas razones para seguir viviendo. Ned la había creído y, con el paso del tiempo, comenzó poco a poco a recuperar la esperanza y a abandonar la tristeza y la desesperación con las que había llegado a su casa. Había cambiado mucho durante esos dos años y en aquel momento era un joven mucho más seguro de sí mismo y tranquilo.
Jenny sabía que tenía motivos para sentirse orgullosa por lo que había conseguido. Había hecho una buena obra. Pero no podía sentirse satisfecha cuando desde el primer momento había aceptado su dinero. Durante esos dos años, su relación se había basado en mentiras y lo había hecho aceptando siempre unas monedas.
—¿Sobre la vida y la muerte? —repitió lord Blakely mientras acariciaba la tela de mala calidad con la que ella había cubierto los sillones—. Entonces, no creo que tengáis muchos problemas con mi propuesta, que es mucho más sencilla. Madame Esmeralda, supongo que os daréis cuenta de que mi primo debe casarse. Decidme, por favor, el nombre de la mujer con la que debería contraer matrimonio.
Vio que Ned se quedaba sin aliento y ella no pudo evitar estremecerse. No le había costado aconsejar al joven durante esos años haciendo pasar sus palabras como revelaciones de los espíritus, pero sabía que Ned no deseaba contraer matrimonio y tenía buenas razones para no hacerlo.
—Los espíritus del más allá han decidido no revelarme ese tipo de detalles —contestó ella después de pasar unos segundos en silencio.
El marqués de Blakely sacó un pequeño lapicero del bolsillo de su chaleco y apuntó algo en un cuadernillo.
—Así que no podéis predecir el futuro con ese tipo de detalles —le dijo lord Blakely mientras la miraba con los ojos entrecerrados—. Si no podéis hacer nada más, creo que no me va a costar demasiado demostrar vuestra ausencia de habilidades para la predicción del futuro, Madame Esmeralda.
Jenny estaba cada vez más nerviosa e irritada.
—Lo que sí puedo decir, desde el punto de vista cósmico, es que vuestro primo conocerá muy pronto a su futura esposa —repuso ella.
—¡Ya lo ves, primo! —exclamó Ned en un tono triunfante—. Acaba de darnos la información que buscabas.
Lord Blakely frunció el ceño.
—¿Desde el punto de vista cósmico? Supongo que os referís a que el cosmos no tiene edad. Así, sea cuando sea que mi primo conozca a su futura esposa, podréis decir que ha sido «pronto». Ned, ¿cómo puedes creerla?
Jenny apretó los labios y se giró para darles la espalda. Vio que Blakely la seguía con la mirada. Pero, cuando lo miró de reojo, éste apartó la vista.
—Por supuesto, sería posible para mí dar más detalles. En la antigüedad, los adivinos predecían el futuro examinando las entrañas de pequeños animales, como palomas o ardillas. Y yo también he aprendido ese tipo de métodos.
Lord Blakely la miró con una mezcla de escepticismo y perplejidad.
—¿Vais a abrir un pájaro y destriparlo?
A Jenny se le encogió el estómago al pensar en ello. Sabía mejor que nadie que habría sido incapaz de hacerle algo así a una paloma, pero tenía claro que debía distraer al marqués con un buen espectáculo.
—Voy a por lo necesario para ese tipo de ritual —les dijo ella.
Jenny se volvió y salió entre las cortinas de gasa negra que ocultaban los detalles de su vivienda mundana a sus clientes. En esa habitación de atrás tenía una pequeña cocina y su dormitorio. En la mesa estaba aún una bolsa de saco, la que había usado esa mañana para hacer algunas compras. La tomó y volvió a salir a la sala.
Los dos hombres la miraron como si estuvieran hipnotizados al verla aparecer entre la nube de gasa negra. Vio que se fijaban en lo que llevaba en las manos. Lo dejó en la mesa, delante de su cliente.
—Ned —le dijo ella—. Es vuestro futuro el que está en juego. Eso significa que debe ser vuestra mano el instrumento de vuestro propio destino. Tendréis que destripar vos mismo el contenido de esta bolsa.
Ned, algo confuso, la miró sin saber muy bien qué decir.
—¿Teníais un animalillo encerrado en esa bolsa por si lo necesitabais hoy para convencer a alguno de vuestros clientes? ¿Qué clase de persona haría algo así? —le preguntó lord Blakely con indignación.
—Ya esperaba vuestra visita —repuso Jenny con seguridad.
Vio que Ned no parecía tenerlas todas consigo. Suspiró algo impaciente.
—Ned, ¿acaso os he fallado alguna vez?
Sus palabras causaron el efecto que esperaba. Ned inspiró profundamente y metió la mano en la bolsa con un gesto de desagrado en la boca. Pero su expresión no tardó en tornarse confusión. El joven no entendía lo que estaba pasando y no le extrañó. Sacudiendo la cabeza, sacó algo de la bolsa y abrió la mano.
Durante un buen rato, los dos hombres se limitaron a observar el objeto. Era brillante. Era redondo. Era…
—¿Una naranja? —preguntó lord Blakely mientras se frotaba atónito la frente—. Tengo que reconocer que me habéis sorprendido, Madame Esmeralda. No es lo que esperaba —agregó mientras anotaba algo más en su cuadernillo.
—Bueno, los tiempos han cambiado. Somos una sociedad ilustrada y culta —murmuró Jenny—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer, Ned. Adelante, destripadla.
Ned se limitó a mirar la fruta.
—No creo que las naranjas tengan tripas.
Jenny decidió ignorar su comentario.
Lord Blakely rebuscó en el bolsillo de su levita y sacó una brillante navaja de plata. Estaba labrada con hojas de laurel. No le extrañó que hasta el más pequeño de sus objetos expresara hasta ese punto la superioridad de su dueño. Supuso que habría elegido ese diseño para demostrar hasta qué punto estaba por encima de los demás.
El marqués abrió la navaja y se la ofreció a su primo con la misma ceremonia con la que le entregaría una espada antes de un duelo.
Con gesto serio, Ned la aceptó. Colocó la fruta que estaba a punto de ser sacrificada en la mesa y, con sumo cuidado, clavó en ella la navaja. Después, la cortó en varios trozos con manos firmes. Jenny suspiró al ver cómo se echaba a perder la fruta que había comprado para tomar esa noche tras la cena. El zumo estaba empapando el mantel de la mesa.
—Ya es suficiente —le dijo Jenny a Ned mientras cubría su mano—. Ya está muerta —agregó con solemnidad.
Ned apartó la mano y asintió con la cabeza. Lord Blakely limpió la navaja con un pañuelo y la guardó.
Jenny estudió con detenimiento el cadáver. Era una naranja. Sólo podía haber pulpa y zumo por todas partes. Iba a ser difícil limpiar todo aquello cuando sus clientes se fueran. Pero creía que al menos había encontrado la excusa perfecta para sentarse y ganar algo de tiempo. Tenía que pensar en algo místico que decirles a aquellos caballeros.
El marqués de Blakely quería saber más detalles, algo que era siempre muy peligroso en su profesión.
—¿Qué es lo que veis? —le preguntó Ned susurrando.
—Veo… Veo… Veo un elefante —repuso ella.
—Un elefante —repitió lord Blakely mientras escribía sus palabras—. Espero que vuestra predicción explique un poco más. Aunque a lo mejor resulta que mi primo está a punto de casarse con un miembro del género de los mamíferos proboscidios.
—¿Cómo? —preguntó Ned con la boca abierta.
—Puede que tu futura esposa forme parte de la familia de los elefántinos —agregó el marqués.
Jenny decidió no intervenir y siguió observando lo que quedaba de la naranja.
—Ned, estoy teniendo algunos problemas para reconocer la imagen de la mujer con la que deberíais casaros. Decidme vos cómo os imagináis a vuestra futura esposa —le pidió entonces ella.
—Me imagino a alguien como vos, Madame Esmeralda. Aunque algo más joven —repuso Ned sin pensárselo dos veces.
Jenny se quedó perpleja al oír su respuesta.
—¿Qué queréis decir con eso, Ned? ¿Deseáis acaso que sea una mujer inteligente? ¿Cordial y sociable?
Ned la miró algo perplejo.
—No, lo que más me importa es que se trate de una mujer de la que me pueda fiar y que sea muy honesta.
No había esperado que le dijera algo así y Jenny miró al joven con mucha preocupación. Estaba claro que a Ned no se le daba demasiado bien juzgar a las personas. Si ella le parecía honesta, Ned corría el peligro de casarse con la mujer menos indicada.
Lord Blakely había dejado de escribir al oír las palabras de su primo. Jenny supuso que estaría pensando lo mismo que ella.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me miráis así? —preguntó Ned a su primo y después a ella— ¿He dicho algo malo?
—Yo soy alguien de quien puedes fiarte —repuso el marqués—. Ella es…
—Eres frío y calculador —lo interrumpió Ned—. Hace dos años que conozco a Madame Esmeralda y me ha demostrado más afecto que cualquier otro miembro de mi familia. Así que no te atrevas a hablar de ella con desprecio en la voz.
A Jenny se le nubló la vista y sintió que la cabeza le daba vueltas. No sabía nada de familias. Todo lo que recordaba de su infancia era el estricto colegio femenino al que había sido enviada y que pagaba religiosamente cada mes un benefactor al que nunca llegó a conocer.
Había descubierto a una edad muy temprana que estaba sola en el mundo. Y por eso había llegado a convertirse en lo que era. Tenía muy claro que no podía contar con nadie que la ayudara.
También había tenido que soportar que le mintieran desde que era una niña y se dio cuenta de que todo el mundo lo hacía. Algunos años después, decidió que ella también podía mentirle a la gente, le parecía lo más justo.
Pero las palabras de Ned Carhart habían conseguido mover algo en sus entrañas. Echaba de menos no tener una familia, llevaba una vida muy triste y solitaria. Como le pasaba con ese joven, había hecho algunas amistades entre sus clientes, pero eran ésas relaciones que se basaban en mentiras.
—Siento que me estás utilizando, primo. Me usas cuando lo crees conveniente. Ya me he cansado —le dijo Ned al marqués—. Encuentra tú una esposa y dedícate a crear una familia propia. No pienso volver a hacer nada más para ayudarte.
Jenny, perdida en sus propios pensamientos, contuvo las lágrimas que llenaban sus ojos y miró de nuevo a Ned. Su rostro, que le resultaba tan familiar, parecía más duro que nunca. Pero sabía que, a pesar de las frías palabras que le había proferido, temía a su primo. Por eso le emocionaba tanto que se hubiera enfrentado a él para defenderla.
Tenía muy claro que ella no era un miembro de su familia. Ni siquiera era de verdad su amiga. Aunque había surgido cierto afecto entre los dos, seguía viéndose como un fraude, alguien que aconsejaba de ven en cuando al joven a cambio de unas cuantas monedas. Ned parecía confiar plenamente en ella y Jenny le devolvía el favor con más mentiras.
Se sintió muy mal. Tenía un nudo en la garganta. Se dio cuenta de que tanto su vida como su profesión se basaban en mentiras, pero eso era todo lo que tenía. En un principio, su intención había sido salvar la vida de Ned, pero lo había hecho por el joven, no para que su primo pudiera utilizarlo.
Vio que lord Blakely se enderezaba en su silla. Parecía muy enfadado y miraba a Ned con desafecto y frialdad. Jenny se dio cuenta de que el joven había estado en lo cierto, el marqués lo utilizaba. Lord Blakely se sabía superior en posición e inteligencia a las otras dos personas que había en esa habitación y no iba a escatimar esfuerzos a la hora de hacérselo ver.
No le gustó nada que se creyera superior a Ned y decidió en ese instante vengarse del marqués y hacerle lamentar que hubiera llegado a pedirle una predicción mucho más detallada.
—Ned, ¿no es cierto que recibisteis hace poco una invitación para acudir a un baile? —le preguntó Jenny.
—Así es, es verdad —repuso Ned con el ceño fruncido.
—¿De qué tipo de baile se trata?
—Creo que van a presentarse en sociedad algunas jóvenes. Eso es al menos lo que creo que decía la invitación… —le dijo Ned con poco interés.
Le pareció la ocasión perfecta, el baile estaría lleno de jóvenes solteras. Satisfecha, sonrió al sentir en la boca el dulce sabor de la venganza.
—Iréis a ese baile —anunció con determinación mientras miraba a Ned—. Vos también lo haréis —agregó mientras fulminaba al marqués con la mirada.
Lord Blakely la observó sorprendido.
—No veo nada más sobre la futura esposa de Ned en la naranja. Pero cuando pasen treinta y nueve minutos de las diez de la noche, veréis a la mujer que se convertirá en vuestra esposa, lord Blakely. Y conseguiréis que la joven acceda a ese matrimonio si hacéis exactamente lo que voy a deciros.
Mientras hablaba, el marqués apuntaba deprisa en su cuaderno. Cuando terminó, dejó el lapicero en la mesa.
—Deseabais una prueba científica, lord Blakely, y ya la tenéis —le dijo Jenny con gran satisfacción.
Si el baile era un evento tan concurrido como solían serlo ese tipo de fiestas, estaba segura de que el marqués podría ver a docenas de mujeres mirara donde mirara. No iba a poder distinguir a una entre todas.
Se lo imaginó tratando de apuntar en su cuadernillo los nombres de todas las jóvenes. Siguiendo sus propios métodos científicos, tendría que visitar y tratar a cada una de ellas para poder ir eliminándolas de su lista.
A Jenny le costó no sonreír al imaginarse lo molesto que iba a ser todo aquello para el marqués. Lo mejor de todo era que no podría llegar a probar que ella se había equivocado, siempre podría decirles que no había apuntado los nombres de todas las jóvenes presentes en el baile.
Ned la miró con la boca abierta y trató también de no sonreír.
—Ahí lo tienes, Blakely. ¿No te parece que ya te ha dado suficientes detalles? —le preguntó a su primo.
—¿Qué reloj debería utilizar para comprobar la hora? —quiso saber el marqués mientras la miraba con el ceño fruncido.
Era sin duda un hombre muy inteligente, pues ya se le había pasado a ella por la cabeza usar la excusa que lord Blakely le acababa de arrebatar. Pero no estaba preocupada, tenía otras posibilidades.
—Vuestro reloj de bolsillo servirá —repuso Jenny.
—Tengo dos que voy alternando cada día —le dijo Blakely.
—Pero heredasteis uno de vuestro padre —adivinó ella.
Lord Blakely asintió con la cabeza.
—Debo reconocer que vuestras palabras están siendo muy específicas. Pero, si no os importa explicármelo, y os lo pregunto por razones meramente científicas, ¿cómo habéis llegado a esa conclusión a partir de un elefante?
Jenny lo miró con los ojos muy abiertos, fingiendo inocencia.
—¡Qué pregunta, lord Blakely! ¡Del mismo modo que conseguí ver un elefante en una naranja! Los espíritus enviaron esa imagen a mi mente.
El marqués hizo una mueca de desagrado al oír sus palabras. Sentía que había triunfado, pero no podía dejar que él se diera cuenta. Jenny se esforzó por mostrar su expresión más misteriosa.
—Entonces, ¿lo harás? —le preguntó Ned a su primo.
Lord Blakely lo miró algo confuso.
—¿A qué te refieres?
—Cuando encuentres a la joven y te enamores de ella, ¿admitirás por fin que Madame Esmeralda no es una charlatana de feria?
El marqués parecía cada vez más perplejo.
—¡No voy a enamorarme! —dijo Blakely con certeza y frialdad.
—Pero si ocurriera… —insistió Ned.
—Si ocurriera, admitiría que no he podido demostrar científicamente que esta mujer nos ha estado engañando.
Ned se echó a reír.
—Supongo que es lo más parecido a un compromiso que puedo conseguir de alguien como tú —le dijo a su primo—. Si ocurre tal y como lo ha anunciado, yo gano la apuesta. Espero verte entonces por aquí. Tendrás que consultar también tú con Madame Esmeralda y me dejarás en paz.
El marqués se quedó en silencio. Parecía muy pensativo.
—Me pides demasiado. Si se trata de una apuesta, ¿qué me ofreces a cambio si demuestro que es todo una falsedad?
—Mil libras —contestó Ned sin pararse a pensar.
Jenny tuvo que contenerse para no gritar. No podía creerlo. Ella había conseguido reunir cuatrocientas libras con el esfuerzo y el trabajo de muchos años y le parecía una inmensa fortuna.
Para Jenny, era inconcebible que alguien hablara con esa ligereza y despreocupación de una cantidad tan grande de dinero.
Lord Blakely rechazó la oferta con un gesto de la mano.
—No quiero dinero —le dijo con una mueca de desprecio—. Además, me ofreces una cantidad irrisoria. No, prefiero ganar algo que de verdad te importe. Si pierdes, no volverás a visitar a Madame Esmeralda ni a ninguna otra pitonisa.
—Trato hecho —repuso Ned con una sonrisa—. Ella siempre está en lo cierto. Sé que no puedo perder.
Jenny se sentía muy mal, ni siquiera podía mirar al joven a los ojos. Estaba segura de que Ned iba a perder. Aunque consiguiera salirse con la suya y convencer al marqués, cabía la posibilidad de que Ned comenzara a dudar de ella. Si llegaba a la conclusión de que no tenía motivos para ser feliz y que todo había sido una sarta de mentiras, el joven iba a perder más que nadie.
Además, le dolía especialmente la posibilidad de perder a ese cliente. Sabía que estaba siendo egoísta. Pero, si Ned descubría la verdad y dejaba de visitarla, Jenny se quedaría sola.
Sola de nuevo.
Inspiró lentamente para tratar de calmarse. Esos dos hombres iban a asistir al baile. Lord Blakely miraría con interés a su alrededor. Cabía incluso la posibilidad de que decidiera casarse con alguna joven allí presente.
Si el marqués terminaba rechazando a todas las mujeres cuyos nombres iba sin duda a apuntar, Jenny podría decirle que había visto a otra mujer de reojo a la hora indicada.
Pensaba que así quedaría anulada la apuesta y no tendría que prescindir de la amistad de Ned. No deseaba que el joven dejara de confiar en ella. Poco a poco fue tranquilizándose.
—Se me acaba de ocurrir algo —anunció entonces lord Blakely.
Había un cierto brillo diabólico en sus ojos y a Jenny se le heló la sangre en las venas. No sabía qué iba a decirle ese hombre, no tenía ni idea, pero estaba segura de que no iba a gustarle en absoluto.
—¿Y si esta mujer me dice después que era alguna otra joven la indicada para ser mi esposa? Puede contarme que vi a dos mujeres a las diez y treinta y nueve minutos de la noche y que elegí a la que no era —le dijo el marqués a su primo.
Lord Blakely había adivinado su juego y Jenny se estremeció. Nunca se había sentido tan expuesta ni tan vulnerable.
—Si se da el caso, supongo que tendríamos que suspender la apuesta —repuso Ned.
—Tengo una idea mucho mejor —le dijo Blakely sacudiendo la cabeza—. Como Madame Esmeralda lo ha visto todo en la naranja, podrá verificar de inmediato la identidad de la joven en cuestión.
Blakely la miró entonces a los ojos y sintió que podía ver todo lo que había dentro de ella, su preocupación por Ned, la soledad que la atenazaba…
—Madame Esmeralda vendrá con nosotros —anunció el marqués con una fría sonrisa.
Gareth Carhart, marqués de Blakely, había decidido dedicar una hora de su tiempo a esa misión. Un cuarto de hora para viajar a la guarida de la pitonisa y otro cuarto de hora para volver a su casa. Había supuesto que no necesitaría más de treinta minutos para demostrar que todo era mentira.
—No puedo ir —les dijo entonces Madame Esmeralda con algo de inseguridad en la voz.
—¿Por qué no? —preguntó Ned mientras la miraba algo confundido.
Su joven primo observaba a la mujer con las manos apoyadas en las rodillas y todo su cuerpo inclinado hacia ella. Era un gesto que mostraba a la perfección la envergadura del problema que tenía entre manos.
Cuando Gareth se fue de Inglaterra unos años antes, Ned era sólo un niño que no hacía más que llorar y depender de los demás. Se había dado cuenta de que, aunque acababa de cumplir veintiún años, seguía siendo muy vulnerable. El joven creía cada palabra pronunciada por esa mujer.
Ned había perdido a su padre y Gareth era lo más parecido que el joven tenía a una figura paterna. Se sentía responsable de él y no estaba dispuesto a permitir que su primo cayera en las redes de ninguna pitonisa.
—Estoy seguro de que Madame Esmeralda tiene una buena razón para no asistir al baile —dijo Gareth mientras observaba a la mujer con las cejas levantadas y le ofrecía su cebo—. Seguro que tiene algún tipo de compromiso a la misma hora.
Esperaba que la mujer se apresurara a confirmar lo que acababa de decir. Era entonces cuando él pensaba preguntarle por la fecha del baile. La pitonisa no iba a poder adivinarlo y pondría así fin a esa farsa antes incluso de que comenzara.
Pero la mujer no mordió el cebo que acababa de mostrarle. Vio que levantaba un poco más la cabeza y apretaba los labios.
—Creo que tratáis de engañarme, milord —le dijo ella.
—Os aseguro que no era ésa mi intención —repuso Gareth fingiendo sorpresa.
—¿Deseáis hacer de esto una prueba científica? Dejemos entonces que lo sea y no tratéis de tenderme trampas. No me mintáis tampoco. Sé que es eso lo que acabáis de hacer —le aseguró la mujer.
Sus palabras provocaron una reacción poco común en su cuerpo, sintió una especie de corriente eléctrica que le levantaba el vello de los brazos. Se apoyó en el respaldo de la silla y se quedó en silencio.
Madame Esmeralda se había inclinado hacia él mientras hablaba y agarraba con fuerza la tela de sus faldas. Hacía mucho tiempo que no se encontraba con nadie que le hablara de manera tan directa. Y tenía que reconocer que estaba en lo cierto, le había mentido. También había tratado de tenderle una trampa para no tener que continuar con la absurda apuesta. Lo que Gareth no había esperado era que ella descubriera su juego.
—Estáis tratando de cambiar de tema, Madame Esmeralda —la acusó Gareth—. ¿Por qué no podéis acudir al baile?
—Porque no he sido invitada —replicó ella—. Además, no tengo nada que ponerme —agregó mientras bajaba la vista.
Ned se echó a reír al oírlo.
A Gareth no le extrañó que lo hiciera. Era la típica respuesta de una mujer, algo que habría esperado oír en una dama de la alta sociedad, no en esa pitonisa. La observó entonces con mayor atención.
Ya fuera por la tenue luz de esa sala o por el misterioso maquillaje que oscurecía sus ojos, sintió en ese instante que la veía por primera vez. Seguía pensando que Madame Esmeralda no era una dama, pero sí toda una mujer. Y muy bella.
Había tratado de ocultar su feminidad bajo numerosas capas de ropa, pañuelos y turbantes que no hacían nada por resaltar sus muchas cualidades. Creía que ese disfraz era también una mentira, como las muchas que salían de su boca. Se fijó en su pelo y no pudo evitar preguntarse hasta dónde llegaría en su espalda si no lo llevara recogido bajo el pañuelo.
Viéndose observada, Madame Esmeralda levantó orgullosa la cara y lo miró fijamente a los ojos.
Gareth no creía que nadie tuviera la habilidad de poder predecir el futuro. Era un científico, había pasado varios años participando en una expedición en Brasil como biólogo y había vuelto a Inglaterra sólo porque su responsabilidad así se lo había exigido. Tras la muerte de su abuelo, él era el encargado de defender la nobleza de su título.
La misma responsabilidad que lo había llevado ese día a casa de Madame Esmeralda, para tratar de liberar a su primo de la influencia que esa mujer tenía sobre el joven. Pero, después de conocerla, se había sentido ofendido en el aspecto personal y pensaba llegar hasta el final para destruir las supersticiones que esa mujer representaba.
Por desgracia, las mentiras de Madame Esmeralda iban a robarle más tiempo del necesario para esa empresa. Era un hombre muy ocupado y habría preferido no tener que perder más que una hora con ella.
Pero, aunque a Gareth le pareciera irracional su reacción, no le disgustaba la situación tanto como podría haber esperado.
Le parecía increíble que esa mujer no se sintiera intimidada.
Durante el año que llevaba de vuelta en Inglaterra, no había tenido la oportunidad de enfrentarse a un reto de verdad hasta ese día. Ya podía imaginarse la satisfacción que iba a sentir cuando pudiera por fin demostrar que esa mujer era un fraude.
Le atraía el enfrentamiento y la posibilidad de conseguir desenmascararla.
—No os preocupéis por la invitación, eso puedo arreglarlo —le dijo entonces Gareth—. También puedo ocuparme de la ropa. En nombre de la ciencia, estoy dispuesto a hacer eso y mucho más.
—No, no… No podría… —repuso Madame Esmeralda apartando de nuevo la vista—. ¿Cómo voy a aceptar…?
La reacción de esa mujer le hizo recordar cómo los había recibido cuando llegaron a su casa. Había hecho una reverencia más que apropiada. Su manera de hablar y su entonación también le habían sorprendido. Al ver que se negaba a aceptar un regalo tan personal por parte de un caballero, se dio cuenta de que había sido educada para convertirse en una dama. Gareth estaba cada vez más confundido, no terminaba de entender cómo podía haber acabado trabajando de pitonisa.
—Por supuesto que podéis. Recordad, Madame Esmeralda, que se trata de una prueba científica. Creo que vos tampoco deberíais mentirme.
Vio algo de emoción en sus ojos y sacudió la cabeza. No para negar lo que acababa de decirle, sino para tratar de aclararse las ideas. Cuando esa mujer lo miró de nuevo, su expresión era mucho más tranquila.
Supuso que se le habría ocurrido la manera de salir de ese embrollo. En vez de sentirse decepcionado, estaba deseando saber cómo iba a hacerlo y encontrar el modo de dar al traste con los planes de Madame Esmeralda.
Gareth no tardó en arrepentirse al darse cuenta de que su plan era mucho más complicado de lo que podría haberse imaginado. No era tarea sencilla conseguir una vestimenta apropiada para Madame Esmeralda.
Ned había decidido acompañarla a la modista y Gareth no quería dejarlo a solas con ella. Sabía que a esa charlatana de feria no le costaría mucho trabajo convencer a su joven primo para salirse de nuevo con la suya.
Fue así como se vio a la tarde siguiente encerrado en su carruaje con la compañía de su primo Ned, Madame Esmeralda y una terrible jaqueca.
—Iremos al baile el próximo jueves y será entonces cuando Blakely conozca a su futura esposa —comentó Ned—. Estoy deseando ver cómo se enamora.
Madame Esmeralda ajustó el pañuelo con el que se había cubierto el cabello, ese día lo llevaba de color rojo, y lo miró a él de reojo.
—La identificará —intervino entonces la mujer.
—¿La identificara? ¿Qué queréis decir con eso? —le preguntó Ned con cierta confusión.
—Vamos a identificar a la mujer en cuestión. Yo nunca dije que vuestro primo fuera a conocerla ese día. De hecho, el momento de su encuentro no ha llegado aún.
—¿No ha llegado aún? —preguntó Gareth con impaciencia—. ¿Cuánto tiempo va a llevarnos todo esto?
Aunque los labios de esa mujer no sonrieron, supo que se estaba divirtiendo al verlo tan irritado y nervioso.
—Bueno, eso no puedo saberlo. El tiempo no se mide en años, sino en tareas. Y hay…
—¿Tareas? —repitió Ned con incredulidad.
—¿Tareas? —insistió Gareth—. No habíais dicho nada de tareas.
—¿No? ¿Qué es entonces lo que dije? —se preguntó Madame Esmeralda fingiendo inocencia y mirando pensativa el techo del carruaje.
Gareth sacó su cuaderno del bolsillo y buscó las anotaciones del día anterior. No le costó encontrar sus palabras.
—«Cuando pasen treinta y nueve minutos de las diez de la noche, veréis a la mujer que se convertirá en vuestra esposa. Y conseguiréis que la joven acceda a ese matrimonio si hacéis exactamente lo que…».
No terminó la frase y levantó la vista para mirar a aquella mujer.
Su gesto inocente había desaparecido. Se dio cuenta de que había conseguido burlarse de él. Madame Esmeralda recordaba perfectamente lo que les había dicho.
—«Si hacéis exactamente lo que os digo» —terminó Gareth a regañadientes.
—Eso es, es verdad —repuso Madame Esmeralda con una sonrisa—. Si hacéis lo que yo os digo. Y son esas tareas a lo que me refería.
Gareth se dio cuenta de que no era tan listo como creía. Había pensado que le sería muy fácil ganar esa apuesta. Lo único que tenía que hacer era no casarse con una joven. Era algo que había logrado evitar durante toda su vida. Había estado seguro de que podría acorralarla con sus argumentos.
Pero la había subestimado. Gareth había estado tan concentrado en ganar y desenmascarar las mentiras de esa charlatana, que no había podido prever que la mujer ya había pensado en cómo iba a salir airosa de esa situación.
Podría echarse atrás en cualquier momento. Pero, si lo hacía, Ned seguiría confiando ciegamente en Madame Esmeralda.
—A mí nunca me habéis dado tareas —murmuró Ned algo ofendido.
—Por supuesto que no —lo tranquilizó Madame Esmeralda—. Pero debéis entender lo complicada que es esta misión. Después de todo, vuestro primo va a tener que convencer a una mujer para que sienta algo por él. Si no le diera ciertas tareas e indicaciones, lord Blakely se limitaría a usar la lógica y eso nunca podría funcionar. Vos no necesitáis que os oriente ni os diga lo que debéis hacer, vos despertáis simpatía en todo el mundo.
Furioso, Gareth apretó los puños para tratar de calmarse.
—¿Y cuál es la primera tarea? —preguntó a la mujer de mala manera—. ¿He de limpiar el estiércol de los establos? ¿Matar leones? ¿Talar cientos de naranjos?
—Es algo pronto para que os lo indique —repuso Madame Esmeralda con gesto pensativo—. Pero bueno, supongo que puedo hacer una excepción y decíroslo ya. Debéis labrar un elefante en una pieza de ébano.
—¿Un elefante? —repitió Gareth mientras miraba con desesperación al techo—. ¿Por qué se trata siempre de elefantes?
El carruaje se detuvo en ese momento y el lacayo no tardó en abrir la puerta. Miles de motas de polvo se hicieron visibles frente al rostro de Madame Esmeralda cuando entró de repente el sol en el interior del vehículo. Muy a su pesar, Gareth reconoció que el efecto le daba un aire casi místico a esa mujer.
—Yo soy sólo el conducto que utilizan los espíritus para comunicarse con otros humanos, nada más —le dijo entonces Madame Esmeralda—. Igual que vos seréis un conducto para ese elefante. Y se lo daréis a vuestra futura esposa cuando la veáis por primera vez.
La mujer salió del carruaje y él la siguió refunfuñando. Estaba seguro de que encontraría la manera de ofrecerle a alguien un regalo como el que acababa de describirle sin perder la dignidad.
No iba a permitir que esa mujer se riera de lord Blakely. Supuso que Madame Esmeralda iba a tratar de conseguir que se rindiera. Intentaría que las tareas fueran lo bastante complicadas y abrumadoras como para que él se negara a completarlas. Si no hacía lo que esa mujer le pedía, no iba a poder demostrar que todo era una farsa y su primo Ned continuaría visitándola en busca de sus consejos. Y eso le parecía inaceptable.
La observó mientras caminaba con la cabeza muy alta hasta la tienda de la modista. Se imaginó que la mujer ya se veía ganadora.
Entró en la tienda sin poder apenas contener su enfado. Rollos de telas de brillantes colores llenaban la antesala. Su primo no paraba de hablar con él, pero apenas prestaba atención a sus palabras.
Sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a dar vueltas por la tienda y apenas fue consciente de que la modista se llevaba a Madame Esmeralda a la trastienda. Sólo podía pensar en arrancar los carteles que adornaban el establecimiento y mostraban las últimas modas femeninas. Necesitaba romper algo.
A Gareth no le gustaba perder. No podía permitir que esa mujer siguiera engañando a su primo delante de sus narices. Le había gustado el reto cuando había estado convencido de poder acabar con sus mentiras. Pero se había dado cuenta de que no tenía el éxito asegurado y ya no le agradaba tanto la situación.
«Tareas», se dijo fuera de sí.
No podía seguir adelante con aquello.
—Ned —le dijo a su primo mientras giraba para mirarlo—. ¿No crees que Madame Esmeralda necesitará una estola para el baile?
El joven se quedó mirándolo pensativo.
—Supongo que sí…
—Ve a comprarle una —le pidió mientras sacaba unos billetes del bolsillo.
Ned frunció el ceño.
—¿No será mejor que la elija la modista después de hacerle el vestido? Yo no sé nada de estolas ni mantones. No creo que…
Gareth miró a su primo con frialdad.
—Creo que a Madame Esmeralda le gustará mucho que la elijas tú mismo. Le parecerá un detalle muy especial.
Ned trató de protestar un poco más, pero consiguió convencerlo y el joven no tardó en salir de la tienda.
Se abrió entonces la puerta de la trastienda y apareció una de las empleadas con un montón de telas de seda en sus brazos.
Gareth inhaló profundamente para tratar de controlar sus nervios. Creía que esa farsa ya había ido demasiado lejos.
—¿Está Madame Esmeralda en condiciones de recibirme? —le preguntó a la joven.
—Por supuesto, milord. Como deseéis, milord —repuso ella algo nerviosa.
Pero en cuanto abrió la puerta que la modista le había indicado, se quedó inmóvil. Un espejo de medio cuerpo colgaba de la pared que tenía frente a él y se quedó sin respiración al ver lo que reflejaba, era la curva de una cadera y un pecho.
Madame Esmeralda no llevaba un vestido de fiesta. Lo cierto era que apenas llevaba nada, sólo una enagua delgada y muy usada. Supuso entonces que la modista había creído que la pitonisa era su amante. De otro modo, nunca le habría permitido que entrara y la viera así. No pudo controlar lo que hacía su cuerpo y se giró hacia donde debía de estar ella, como una planta se giraba hacia el sol.
Bajo sus coloridas faldas, que alguien había abandonado en el suelo, Madame Esmeralda había tratado de esconder una esbelta cintura. Vio que tenía cintura y también busto. Un busto mucho más deseable de lo que podría haberse imaginado.
Estaba a unos cinco metros de ella y podía adivinar el contorno de sus piernas a través de la gastada gasa de la enagua. Incluso podía distinguir sus pezones. Y el cabello, largo y rizado, le llegaba hasta la cintura.
No era una sílfide excesivamente delgada, aspecto que parecía haberse puesto de moda entre las damas de la alta sociedad inglesa. Madame Esmeralda le recordó a la diosa griega de la fertilidad, con generosas curvas en los lugares adecuados. La mujer también parecía haberse quedado petrificada y sus sonrosados labios, abiertos como si estuviera a punto de decirle algo, resultaban muy tentadores. Sintió que estaba invitándolo de alguna manera.
Pero sabía que esa invitación no se dirigía a él.
No podía dejar que su mente vagara por esos caminos tan peligrosos. Sabía que no era la razón lo que dominaba en ese momento su mente, sino el deseo y la lujuria. Sintió que se le secaba la boca y que todos los músculos de su cuerpo se contraían al ver el festín que tenía frente a sus ojos.
Ella seguía en su sitio, completamente inmóvil y mirándolo horrorizada. Si se hubiera tratado de una dama, se habría disculpado inmediatamente y habría abandonado la habitación. Pero lo cierto era que no podía evitar reaccionar como lo estaba haciendo. El corazón galopaba en su pecho y no sólo porque tuviera delante de él a una mujer muy bella y casi desnuda, sino porque había conseguido además ponerse a su altura y respetarlo.
Hacía mucho tiempo que no se veía en una situación semejante. En ese momento, sintió el deseo irrefrenable de poseerla. Quería conseguir que Madame Esmeralda se rindiera a él. Y que lo hiciera de todas las formas posibles en las que una mujer podía rendirse ante un hombre. Simple y llanamente, sabía que se trataba de deseo carnal, nada más.
Pero esa mujer estaba intentando reírse de él y llevaba dos años engañando a su primo Ned. No había nada simple en ella. Trató de ocultar lo que había sentido al verla y la habló con suma frialdad.
—Madame Esmeralda, habéis ganado la apuesta. No habrá tareas de ningún tipo ni elefantes.
—Fuera de aquí —repuso ella mientras lo fulminaba con la mirada.
—Os ofrezco cien libras si le decís a Ned que sois un fraude y desaparecéis para siempre de nuestras vidas.
Vio que la mujer inhalaba profundamente, como si estuviera tratando de controlar su ira, mientras señalaba la puerta.
—Fuera de aquí, ¡ahora mismo!
—Pensadlo bien. No creo que podáis sacarle tanto dinero por mucho que consigáis alargar vuestra relación. Ned no tardará en darse cuenta de que no necesita vuestros consejos —le aseguró él—. Y vos podríais vivir durante muchos años con ese dinero.
Madame Esmeralda inhaló de nuevo y vio cómo temblaban sus pechos bajo la enagua cada vez que respiraba.
—No lo haría por cien… —comenzó ella.