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Gustave Le Bon

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Beschreibung

Aparecido en 1895, se anticipó al siglo, al uso instrumental de las masas y a la temporada de las grandes dictaduras con una extraordinaria capacidad de previsión. Influyó en Freud, Theodor Roosevelt, Mussolini y De Gaulle. Allanó el camino para el surgimiento de una nueva disciplina, la psicología social, convirtiéndose en un texto fundamental de la sociología de la comunicación. Las multitudes son una fuerza destructiva, carente de visión de conjunto, indisciplinada. Lo que las hace fácilmente orientables e influenciables. El prestigio y el carisma del líder, gracias al uso repetitivo de unas pocas y sencillas consignas, sin argumentos, es capaz de acceder a su primitivo inconsciente colectivo y, por tanto, de manipularlo. En la conciencia colectiva, las actitudes intelectuales de los hombres, y en consecuencia sus individualidades, se anulan.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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PSICOLOGÍA DE LAS MASAS

 

 

GUSTAVE LE BON

 

 

 

Traducción y edición 2025 por David De Angelis

Todos los derechos reservados

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Índice

 

Prefacio

Introducción. La era de las multitudes

Libro I. La mente de las multitudes

Capítulo I. Características generales de las multitudes. - Ley psicológica de su unidad mental

Capítulo II. Los sentimientos y la moral de las multitudes

Capítulo III. Las ideas, la capacidad de razonamiento y la imaginación de las multitudes

Capítulo IV. Una Forma Religiosa Asumida por Todas las Convicciones de las Multitudes

Libro II. Opiniones y creencias de las multitudes

Capítulo I. Factores remotos de las opiniones y creencias de las multitudes

Capítulo II. Los factores inmediatos de las opiniones de las multitudes

Capítulo

Capítulo IV. Limitaciones de la variabilidad de las creencias y opiniones de las multitudes

Libro III. Clasificación y descripción de las diferentes clases de muchedumbres

Capítulo I. Clasificación de las multitudes

Capítulo II. Multitudes denominadas criminales

Capítulo III. Jurados penales

Capítulo IV. Las multitudes electorales

Capítulo V. Asambleas parlamentarias

Notas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prefacio

 

El siguiente trabajo está dedicado a exponer las características de las multitudes.

El conjunto de las características comunes con que la herencia dota a los individuos de una raza constituye el genio de la misma. Sin embargo, cuando un cierto número de estos individuos se reúnen en una multitud con fines de acción, la observación demuestra que, por el mero hecho de estar reunidos, resultan ciertas características psicológicas nuevas, que se añaden a las características raciales y difieren de ellas a veces en un grado muy considerable.

Las multitudes organizadas siempre han desempeñado un papel importante en la vida de los pueblos, pero este papel nunca ha sido tan importante como en la actualidad. La sustitución de la actividad consciente de los individuos por la acción inconsciente de las multitudes es una de las principales características de la época actual.

Me he esforzado por examinar el difícil problema presentado por las multitudes de una manera puramente científica, es decir, haciendo un esfuerzo por proceder con método y sin dejarme influir por opiniones, teorías y doctrinas. Creo que éste es el único modo de llegar al descubrimiento de algunas partículas de verdad, especialmente cuando se trata, como en este caso, de una cuestión que es objeto de apasionada controversia. Un hombre de ciencia empeñado en verificar un fenómeno no está llamado a preocuparse por los intereses que sus verificaciones puedan perjudicar. En una publicación reciente, un eminente pensador, M. Goblet d'Alviela, hizo la observación de que, no perteneciendo a ninguna de las escuelas contemporáneas, a veces me encuentro en oposición a varias de las conclusiones de todas ellas. Espero que este nuevo trabajo merezca una observación similar. Pertenecer a una escuela es necesariamente adherirse a sus prejuicios y opiniones preconcebidas.

Sin embargo, debo explicar al lector por qué me encontrará sacar conclusiones de mis investigaciones que a primera vista podría pensarse que no se sostienen; por qué, por ejemplo, después de señalar la extrema inferioridad mental de las multitudes, asambleas escogidas incluidas, sin embargo afirmo que sería peligroso entrometerse en su organización, a pesar de esta inferioridad.

La razón es que la observación más atenta de los hechos de la historia me ha demostrado invariablemente que, siendo los organismos sociales tan complicados como los de todos los seres, no está en nuestra mano forzarlos a sufrir de repente transformaciones de gran alcance. La naturaleza recurre a veces a medidas radicales, pero nunca a nuestra manera, lo que explica que nada sea más fatal para un pueblo que la manía de las grandes reformas, por excelentes que éstas parezcan teóricamente. Sólo serían útiles si fuera posible cambiar instantáneamente el genio de las naciones. Este poder, sin embargo, sólo lo posee el tiempo. Los hombres se rigen por ideas, sentimientos y costumbres, asuntos que son de la esencia de nosotros mismos. Las instituciones y las leyes son la manifestación externa de nuestro carácter, la expresión de sus necesidades. Al ser su resultado, las instituciones y las leyes no pueden cambiar este carácter.

El estudio de los fenómenos sociales no puede separarse del de los pueblos entre los que han surgido. Desde el punto de vista filosófico, estos fenómenos pueden tener un valor absoluto; en la práctica, sólo tienen un valor relativo.

Es necesario, en consecuencia, al estudiar un fenómeno social, considerarlo sucesivamente bajo dos aspectos muy diferentes. Se verá entonces que las enseñanzas de la razón pura son muy a menudo contrarias a las de la razón práctica. Apenas hay datos, incluso físicos, a los que no sea aplicable esta distinción. Desde el punto de vista de la verdad absoluta, un cubo o un círculo son figuras geométricas invariables, rigurosamente definidas por ciertas fórmulas. Desde el punto de vista de la impresión que causan en nuestro ojo, estas figuras geométricas pueden adoptar formas muy variadas. Por perspectiva, el cubo puede transformarse en pirámide o en cuadrado, el círculo en elipse o en línea recta. Además, la consideración de estas formas ficticias es mucho más importante que la de las formas reales, ya que son ellas y sólo ellas las que vemos y las que pueden reproducirse por fotografía o en imágenes. En ciertos casos, hay más verdad en lo irreal que en lo real. Presentar los objetos con sus formas geométricas exactas sería distorsionar la naturaleza y hacerla irreconocible. Si imaginamos un mundo cuyos habitantes sólo pudieran copiar o fotografiar los objetos, pero sin poder tocarlos, les resultaría muy difícil hacerse una idea exacta de su forma. Además, el conocimiento de esta forma, accesible sólo a un pequeño número de sabios, no presentaría más que un interés muy menor.

El filósofo que estudia los fenómenos sociales debe tener presente que, junto a su valor teórico, poseen un valor práctico, y que este último, en lo que se refiere a la evolución de la civilización, es el único importante. El reconocimiento de este hecho debe hacerle muy circunspecto con respecto a las conclusiones que la lógica parecería imponerle a primera vista.

Hay otros motivos que le dictan una reserva semejante. La complejidad de los hechos sociales es tal, que resulta imposible captarlos en su conjunto y prever los efectos de su influencia recíproca. Parece, además, que detrás de los hechos visibles se ocultan a veces miles de causas invisibles. Los fenómenos sociales visibles parecen ser el resultado de un inmenso trabajo inconsciente que, por regla general, está fuera del alcance de nuestro análisis. Los fenómenos perceptibles pueden compararse a las olas, que son la expresión en la superficie del océano de perturbaciones profundas de las que nada sabemos. Por lo que respecta a la mayoría de sus actos, las multitudes muestran una mentalidad singularmente inferior; sin embargo, hay otros actos en los que parecen estar guiadas por esas fuerzas misteriosas que los antiguos denominaban destino, naturaleza o providencia, que nosotros llamamos las voces de los muertos, y cuyo poder es imposible pasar por alto, aunque ignoremos su esencia. Parecería, a veces, como si hubiera fuerzas latentes en el ser interior de las naciones que sirven para guiarlas. ¿Qué puede haber, por ejemplo, más complicado, más lógico, más maravilloso que una lengua? Sin embargo, ¿de dónde puede haber surgido esta producción admirablemente organizada, a menos que sea el resultado del genio inconsciente de las multitudes? Los académicos más eruditos, los gramáticos más estimados, no pueden hacer más que anotar las leyes que rigen las lenguas; serían totalmente incapaces de crearlas. Incluso con respecto a las ideas de los grandes hombres, ¿estamos seguros de que son exclusivamente fruto de sus cerebros? No cabe duda de que tales ideas son siempre creadas por mentes solitarias, pero ¿no es el genio de las multitudes el que ha aportado los miles de granos de polvo que forman el suelo en el que han brotado?

Las multitudes, sin duda, son siempre inconscientes, pero esta misma inconsciencia es quizá uno de los secretos de su fuerza. En el mundo natural, los seres regidos exclusivamente por el instinto realizan actos cuya maravillosa complejidad nos asombra. La razón es un atributo de la humanidad demasiado reciente y aún demasiado imperfecto para revelarnos las leyes del inconsciente, y más aún para ocupar su lugar. El papel desempeñado por el inconsciente en todos nuestros actos es inmenso, y el de la razón muy pequeño. El inconsciente actúa como una fuerza aún desconocida.

Si queremos, pues, permanecer dentro de los límites estrechos pero seguros dentro de los cuales la ciencia puede alcanzar el conocimiento, y no vagar en el dominio de las conjeturas vagas y de las hipótesis vanas, todo lo que debemos hacer es simplemente tomar nota de los fenómenos que nos son accesibles, y limitarnos a su consideración. Toda conclusión sacada de nuestra observación es, por regla general, prematura, porque detrás de los fenómenos que vemos claramente hay otros fenómenos que vemos indistintamente, y tal vez detrás de estos últimos, otros que no vemos en absoluto.

 

Introducción. La era de las multitudes

 

Las grandes convulsiones que preceden a los cambios de civilizaciones, como la caída del Imperio Romano y la fundación del Imperio Árabe, parecen a primera vista determinadas sobre todo por transformaciones políticas, invasiones extranjeras o derrocamiento de dinastías. Pero un estudio más atento de estos acontecimientos muestra que detrás de sus causas aparentes la causa real se ve generalmente en una profunda modificación de las ideas de los pueblos. Las verdaderas convulsiones históricas no son las que nos asombran por su grandeza y violencia. Los únicos cambios importantes de los que resulta la renovación de las civilizaciones afectan a las ideas, las concepciones y las creencias. Los acontecimientos memorables de la historia son los efectos visibles de los cambios invisibles del pensamiento humano. La razón por la que estos grandes acontecimientos son tan raros es que no hay nada tan estable en una raza como la base heredada de sus pensamientos.

La época actual es uno de esos momentos críticos en los que el pensamiento de la humanidad está experimentando un proceso de transformación.

Dos factores fundamentales están en la base de esta transformación. El primero es la destrucción de las creencias religiosas, políticas y sociales en las que están arraigados todos los elementos de nuestra civilización. El segundo es la creación de condiciones de existencia y de pensamiento totalmente nuevas como resultado de los descubrimientos científicos e industriales modernos.

Las ideas del pasado, aunque medio destruidas, siguen siendo muy poderosas, y las ideas que han de sustituirlas están aún en proceso de formación, por lo que la edad moderna representa un período de transición y anarquía.

Todavía no es fácil decir qué evolucionará algún día a partir de este período necesariamente algo caótico. ¿Cuáles serán las ideas fundamentales sobre las que se construirán las sociedades que sucederán a la nuestra? Por el momento no lo sabemos. Sin embargo, ya está claro que, sea cual sea la forma en que se organicen las sociedades del futuro, tendrán que contar con un nuevo poder, con la última fuerza soberana superviviente de los tiempos modernos, el poder de las multitudes. Sobre las ruinas de tantas ideas antes consideradas fuera de discusión, y hoy decadentes o en decadencia, de tantas fuentes de autoridad que las sucesivas revoluciones han destruido, este poder, el único que ha surgido en su lugar, parece pronto destinado a absorber a los demás. Mientras todas nuestras antiguas creencias se tambalean y desaparecen, mientras los viejos pilares de la sociedad ceden uno tras otro, el poder de la multitud es la única fuerza a la que nada amenaza, y cuyo prestigio no cesa de aumentar. La era en la que estamos a punto de entrar será, en verdad, la Era de las Multitudes.

Hace apenas un siglo, la política tradicional de los Estados europeos y las rivalidades de los soberanos eran los principales factores que determinaban los acontecimientos. La opinión de las masas apenas contaba, y la mayoría de las veces ni siquiera contaba. Hoy en día, las tradiciones que prevalecían en política, las tendencias individuales y las rivalidades de los gobernantes no cuentan, mientras que, por el contrario, la voz de las masas se ha hecho preponderante. Es esta voz la que dicta su conducta a los reyes, cuyo empeño es tomar nota de sus pronunciamientos. Los destinos de las naciones se elaboran actualmente en el corazón de las masas, y ya no en los consejos de los príncipes.

La entrada de las clases populares en la vida política -es decir, en realidad, su transformación progresiva en clases dirigentes- es una de las características más llamativas de nuestra época de transición. La introducción del sufragio universal, que durante mucho tiempo no ejerció más que una escasa influencia, no es, como podría pensarse, el rasgo distintivo de esta transferencia de poder político. El crecimiento progresivo del poder de las masas se produjo primero por la propagación de ciertas ideas, que se han ido implantando lentamente en las mentes de los hombres, y después por la asociación gradual de individuos empeñados en llevar a la práctica las concepciones teóricas. Es por asociación como las muchedumbres han llegado a procurarse ideas muy definidas, si no particularmente justas, respecto a sus intereses, y han tomado conciencia de su fuerza. Las masas fundan sindicatos ante los que las autoridades capitulan una tras otra; fundan también sindicatos obreros que, a pesar de todas las leyes económicas, tienden a regular las condiciones de trabajo y los salarios. Vuelven a las asambleas en las que está investido el Gobierno, representantes carentes por completo de iniciativa y de independencia, y reducidos las más de las veces a no ser más que los portavoces de los comités que los han elegido.

Hoy en día, las reivindicaciones de las masas se definen cada vez con mayor nitidez y equivalen nada menos que a la determinación de destruir por completo la sociedad tal como existe en la actualidad, con el fin de hacerla retroceder a ese comunismo primitivo que era la condición normal de todos los grupos humanos antes de los albores de la civilización. La limitación de las horas de trabajo, la nacionalización de las minas, los ferrocarriles, las fábricas y el suelo, la distribución equitativa de todos los productos, la eliminación de todas las clases altas en beneficio de las clases populares, etc., tales son estas reivindicaciones.

Poco adaptadas al razonamiento, las multitudes, por el contrario, actúan con rapidez. Como resultado de su actual organización, su fuerza se ha hecho inmensa. Los dogmas cuyo nacimiento estamos presenciando pronto tendrán la fuerza de los antiguos dogmas; es decir, la fuerza tiránica y soberana de estar por encima de la discusión. El derecho divino de las masas está a punto de sustituir al derecho divino de los reyes.

Los escritores que gozan del favor de nuestras clases medias, los que mejor representan sus ideas más bien estrechas, sus puntos de vista un tanto prescritos, su escepticismo más bien superficial y su egoísmo a veces un tanto excesivo, muestran una profunda alarma ante este nuevo poder que ven crecer; y para combatir el desorden de las mentes de los hombres dirigen llamamientos desesperados a esas fuerzas morales de la Iglesia por las que antes profesaban tanto desdén. Nos hablan de la bancarrota de la ciencia, vuelven arrepentidos a Roma y nos recuerdan las enseñanzas de la verdad revelada. Estos nuevos conversos olvidan que ya es demasiado tarde. Si hubieran sido realmente tocados por la gracia, una operación semejante no podría tener la misma influencia en mentes menos preocupadas por las inquietudes que acosan a estos recientes adeptos a la religión. Las masas repudian hoy a los dioses que sus amonestadores repudiaron ayer y ayudaron a destruir. No hay poder, divino o humano, que pueda obligar a una corriente a volver a su fuente.

No ha habido bancarrota de la ciencia, y la ciencia no ha participado en la actual anarquía intelectual, ni en la formación del nuevo poder que está surgiendo en medio de esta anarquía. La ciencia nos prometió la verdad, o al menos

 

un conocimiento de tales relaciones como nuestra inteligencia puede aprehender: nunca nos prometió paz ni felicidad. Soberanamente indiferente a nuestros sentimientos, es sorda a nuestros lamentos. Nos corresponde a nosotros esforzarnos por vivir con la ciencia, ya que nada puede devolvernos las ilusiones que ha destruido.

Los síntomas universales, visibles en todas las naciones, nos muestran el rápido crecimiento del poder de las multitudes, y no admiten que supongamos que está destinado a dejar de crecer en fecha próxima. Cualquiera que sea el destino que nos reserve, tendremos que someternos a él. Todo razonamiento en su contra es una vana guerra de palabras. Ciertamente, es posible que la llegada de las masas al poder marque una de las últimas etapas de la civilización occidental, un retorno completo a esos períodos de confusa anarquía que parecen siempre destinados a preceder el nacimiento de toda nueva sociedad. Pero, ¿puede evitarse este resultado?

Hasta ahora, estas destrucciones a fondo de una civilización desgastada han constituido la tarea más evidente de las masas. En efecto, no es sólo hoy en día cuando esto puede trazarse. La historia nos dice que, desde el momento en que las fuerzas morales sobre las que descansaba una civilización han perdido su fuerza, su disolución final es provocada por esas multitudes inconscientes y brutales conocidas, con razón, como bárbaros. Hasta ahora, las civilizaciones sólo han sido creadas y dirigidas por una pequeña aristocracia intelectual, nunca por multitudes. Las multitudes sólo son poderosas para destruir. Su dominio equivale siempre a una fase bárbara. Una civilización implica reglas fijas, disciplina, el paso del estado instintivo al racional, previsión para el futuro, un elevado grado de cultura, todas ellas condiciones que las multitudes, abandonadas a sí mismas, se han mostrado invariablemente incapaces de realizar. Como consecuencia de la naturaleza puramente destructiva de su poder, las multitudes actúan como esos microbios que aceleran la disolución de cuerpos debilitados o muertos. Cuando la estructura de una civilización está podrida, son siempre las masas las que provocan su caída. Es en esta coyuntura cuando su misión principal se hace claramente visible, y cuando por un tiempo la filosofía del número parece la única filosofía de la historia.

¿Le espera el mismo destino a nuestra civilización? Hay motivos para temer que así sea, pero aún no estamos en condiciones de asegurarlo.

Sea como fuere, estamos obligados a resignarnos al reino de las masas, ya que la falta de previsión ha derribado sucesivamente todas las barreras que podrían haber mantenido a raya a la multitud.

Tenemos un conocimiento muy escaso de estas multitudes que empiezan a ser objeto de tanta discusión. Los estudiantes profesionales de psicología, por haber vivido lejos de ellas, siempre las han ignorado, y cuando, últimamente, han dirigido su atención en esta dirección ha sido sólo para considerar los crímenes que las multitudes son capaces de cometer. Sin duda existen multitudes criminales, pero también multitudes virtuosas y heroicas, y multitudes de muchos otros tipos. Los crímenes de las multitudes sólo constituyen una fase particular de su psicología. La constitución mental de las muchedumbres no puede aprenderse simplemente estudiando sus delitos, como no puede aprenderse la de un individuo con la mera descripción de sus vicios.

Sin embargo, en realidad, todos los maestros del mundo, todos los fundadores de religiones o imperios, los apóstoles de todas las creencias, los estadistas eminentes y, en una esfera más modesta, los simples jefes de pequeños grupos de hombres han sido siempre psicólogos inconscientes, poseedores de un conocimiento instintivo y a menudo muy seguro del carácter de las multitudes, y es su conocimiento exacto de este carácter lo que les ha permitido establecer tan fácilmente su dominio. Napoleón tenía un conocimiento maravilloso de la psicología de las masas del país sobre el que reinaba, pero, a veces, malinterpretó completamente la psicología de las multitudes pertenecientes a otras razas;1 y es porque así la malinterpretó por lo que se enzarzó en España, y notablemente en Rusia, en conflictos en los que su poder recibió golpes que estaban destinados, en un breve espacio de tiempo, a arruinarlo. El conocimiento de la psicología de las muchedumbres es hoy el último recurso del estadista que no desea gobernarlas -lo que se está convirtiendo en un asunto muy difícil-, sino en todo caso no ser demasiado gobernado por ellas.

Sólo conociendo un poco la psicología de las muchedumbres puede comprenderse la poca influencia que ejercen sobre ellas las leyes y las instituciones, su impotencia para sostener opiniones distintas de las que se les imponen, y que no es con reglas basadas en teorías de pura equidad como hay que guiarlas, sino buscando lo que produce en ellas una impresión y lo que las seduce. Por ejemplo, un legislador, al querer imponer un nuevo impuesto, ¿debe elegir el que teóricamente sería el más justo? En absoluto. En la práctica, el más injusto puede ser el mejor para las masas. Si al mismo tiempo es el menos obvio, y aparentemente el menos gravoso, será el más fácilmente tolerado. Por esta razón, un impuesto indirecto, por exorbitante que sea, será siempre aceptado por la multitud, porque, al pagarse diariamente en fracciones de un cuarto de penique sobre los objetos de consumo, no interferirá con los hábitos de la muchedumbre y pasará inadvertido. Sustitúyase por un impuesto proporcional sobre los salarios o ingresos de cualquier otra clase, que se pague en una suma global, y si esta nueva imposición fuese teóricamente diez veces menos gravosa que la otra, daría lugar a una protesta unánime. Esto se debe al hecho de que una suma relativamente alta, que parecerá inmensa, y en consecuencia golpeará la imaginación, ha sido sustituida por las imperceptibles fracciones de un cuarto de penique. El nuevo impuesto sólo parecería leve si se ahorrara centavo a centavo, pero este procedimiento económico implica una cantidad de previsión de la que las masas son incapaces.

El ejemplo que precede es de los más sencillos. Su conveniencia se percibirá fácilmente. No escapó a la atención de un psicólogo como Napoleón, pero nuestros legisladores modernos, ignorantes como son de las características de una multitud, son incapaces de apreciarlo. La experiencia aún no les ha enseñado en grado suficiente que los hombres nunca moldean su conducta según las enseñanzas de la razón pura.

La psicología de las muchedumbres puede tener muchas otras aplicaciones prácticas. El conocimiento de esta ciencia arroja la luz más viva sobre un gran número de fenómenos históricos y económicos totalmente incomprensibles sin ella. Tendré ocasión de demostrar que la razón por la que el más notable de los historiadores modernos, Taine, ha comprendido a veces tan imperfectamente los acontecimientos de la gran Revolución Francesa es que nunca se le ocurrió estudiar el genio de las multitudes. Tomó como guía en el estudio de este complicado período el método descriptivo al que recurren los naturalistas; pero las fuerzas morales están casi ausentes en el caso de los fenómenos que los naturalistas tienen que estudiar. Sin embargo, son precisamente estas fuerzas las que constituyen los verdaderos resortes de la historia.

En consecuencia, el estudio de la psicología de las multitudes merecía ser intentado desde un punto de vista meramente práctico. Si su interés fuera el que resulta de la pura curiosidad, aún merecería atención. Es tan interesante descifrar los motivos de las acciones de los hombres como determinar las características de un mineral o de una planta. Nuestro estudio del genio de las multitudes no puede ser más que una breve síntesis, un simple resumen de nuestras investigaciones. No debe exigírsele más que algunos puntos de vista sugestivos. Otros trabajarán el terreno más a fondo. Hoy sólo tocamos la superficie de un suelo todavía casi virgen.

 

Libro I. La mente de las multitudes

 

Capítulo I. Características generales de las multitudes. - Ley psicológica de su unidad mental

 

En su sentido ordinario, la palabra "muchedumbre" significa una reunión de individuos de cualquier nacionalidad, profesión o sexo, y cualesquiera que sean las circunstancias que los han reunido. Desde el punto de vista psicológico, la expresión "multitud" tiene un significado muy diferente. En determinadas circunstancias, y sólo en esas circunstancias, una aglomeración de hombres presenta nuevas características muy diferentes de las de los individuos que la componen. Los sentimientos y las ideas de todas las personas de la reunión toman una misma dirección, y su personalidad consciente desaparece. Se forma una mente colectiva, sin duda transitoria, pero que presenta características muy claramente definidas. La reunión se ha convertido así en lo que, a falta de una expresión mejor, llamaré una multitud organizada o, si se considera preferible el término, una multitud psicológica. Forma un ser único y está sometida a la ley de la unidad mental de las multitudes.

Es evidente que no es por el mero hecho de que varios individuos se encuentren accidentalmente unos junto a otros por lo que adquieren el carácter de multitud organizada. Mil individuos reunidos accidentalmente en un lugar público sin ningún objeto determinado no constituyen en modo alguno una multitud desde el punto de vista psicológico. Para adquirir las características especiales de tal multitud, es necesaria la influencia de ciertas causas predisponentes cuya naturaleza tendremos que determinar.

La desaparición de la personalidad consciente y el giro de los sentimientos y pensamientos en una dirección definida, que son las características primordiales de una multitud a punto de organizarse, no siempre implican la presencia simultánea de varios individuos en un mismo lugar. Miles de individuos aislados pueden adquirir en determinados momentos y bajo la influencia de ciertas emociones violentas -como, por ejemplo, un gran acontecimiento nacional- las características de una multitud psicológica. Bastará en ese caso que un simple azar los reúna para que sus actos asuman de inmediato las características peculiares de los actos de una multitud. En ciertos momentos, media docena de hombres pueden constituir una multitud psicológica, lo que no puede suceder en el caso de cientos de hombres reunidos por accidente. Por otra parte, una nación entera, aunque no haya aglomeración visible, puede convertirse en una multitud bajo la acción de ciertas influencias.

Una vez constituida, una multitud psicológica adquiere ciertas características generales provisionales pero determinables. A estas características generales se añaden características particulares que varían según los elementos que la componen y que pueden modificar su constitución mental. Las muchedumbres psicológicas, pues, son susceptibles de clasificación; y cuando nos ocupemos de este asunto, veremos que una muchedumbre heterogénea - es decir, compuesta de elementos disímiles - presenta ciertas características comunes con las muchedumbres homogéneas - es decir, con las muchedumbres compuestas de elementos más o menos afines (sectas, castas y clases) - y al lado de estas características comunes particularidades que permiten diferenciar las dos clases de muchedumbres.

Pero antes de ocuparnos de las diferentes categorías de multitudes, debemos examinar en primer lugar las características comunes a todas ellas. Pondremos manos a la obra como el naturalista, que comienza describiendo las características generales comunes a todos los miembros de una familia antes de ocuparse de las características particulares que permiten diferenciar los géneros y las especies que incluye la familia.