Salir a ganar - Elsie Silver - E-Book

Salir a ganar E-Book

Elsie Silver

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Beschreibung

Dermot Harding es diez años mayor que yo, un amigo de la familia y un empleado del rancho de mi padre. Y estoy enamorada de él desde que tengo memoria. Cuando tenía dieciocho años, lo besé y me rechazó porque decía que yo era demasiado joven. El ejército lo apartó de mi lado durante tres largos años, pero ahora que ha regresado al Gold Rush Ranch me mira de un modo diferente y sus manos se demoran sobre mí más de lo debido. Además, se ha ofrecido a ayudarme a entrenar al caballo de carreras que siempre he deseado tener. Creía que lo había superado, pero la química que hay entre los dos es demasiado fuerte, y los motivos que nos hemos dado para mantenernos alejados desaparecen rápidamente junto con toda nuestra ropa. Él piensa que es demasiado mayor, que no es bueno para alguien como yo y que lo nuestro nunca podrá funcionar, pero su cuerpo me cuenta una historia bien distinta. Ya me he tragado el orgullo por él una vez. ¿Seré lo bastante insensata como para hacerlo de nuevo?

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Título original: Out of the Gate

Primera edición: diciembre de 2023

Copyright © 2021 by Elsie Silver

© de la traducción: Silvia Barbeito, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-00-4

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: Wirestock/user16639364/freepik.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

Para todas las chicas que creen que lo mejor que se puede

hacer con las flores es trenzarlas en la crin de un caballo.

«—¿Por qué estás tan triste?

—Porque tú me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos».

Lev Tolstói

1

Ada

Aterrizo con un ruido sordo que resuena por todo mi cuerpo. Me castañetean los dientes por el impacto y se me clava una piedra en el omóplato derecho. Cierro los ojos y dejo escapar un gemido al escuchar el golpeteo de los cascos al galope.

Otra vez. Me ha dejado caer otra vez.

Cierro los ojos con fuerza. Soy una granjera, me criaron para ser dura, pero, por Dios, esto va a acabar conmigo.

Solo quiero pasar las vacaciones de verano de la universidad entrenando a mi nueva yegua; quiero ser yo la primera que la monte y, quizá, dar una vuelta a la pista con ella: mis expectativas son muy bajas, pero ella no está por la labor.

Se acercan unos pasos, pero no abro los ojos. Sé que todos los peones del rancho creen que mi objetivo es un chiste y, la verdad, prefiero no oír hablar de ello.

Estoy bien, creo. Magullada y dolorida de narices, pero bien. Si no me muevo, no me duele nada, así que a lo mejor me quedo aquí para siempre, tirada en el campo.

Dejo escapar un sonoro suspiro y doy un repaso a mi cuerpo molido.

Puedo mover los dedos de las manos y de los pies.

Todavía soy capaz de girar la cabeza.

—¿Estás viva, Ricitos de Oro?

El corazón se detiene en mi pecho.

Cierro los ojos con más fuerza.

Esa voz… La sangre se me acumula en las mejillas y me pongo roja como un tomate.

—Juraría que te había enseñado a hacerlo mejor.

Todo el aire de mis pulmones se escapa con un jadeo.

Dermot Harding.

El corazón vuelve a funcionarme de golpe y late desbocado tras mis costillas; alzo las manos para pasármelas por la cara, sin querer mirarlo porque sé de sobra lo que voy a ver: al hombre más atractivo que conozco, mayor y fuera de mi alcance; el hombre al que me he pasado los tres últimos años intentando olvidar; el enamoramiento infantil que aún no he superado.

El hombre del que estoy pillada desde que era una niña de diez años.

Cuando por fin me animo a abrir los ojos, él está mirándome sonriente; me bloquea el sol, que reluce a su alrededor como si llevara un halo.

Me derrito en un charquito de amor patético y mudo a sus pies. Me olvido de mi yegua; me olvido hasta de dónde estoy. Me limito a mirarlo pensando que podría quedarme aquí, bajo ese brillo, y ser feliz.

Y entonces me inunda la ira. Tres largos años sin una carta, sin una palabra. Nada. Me aferro a ese sentimiento porque sé que voy a necesitarlo para mantenerme firme. Ese fuego y esa furia son lo único que va a impedir que tropiece dos veces en la misma piedra. No me he esforzado tanto en seguir adelante para acabar así de nuevo.

—Has vuelto. —Es evidente, Ada, no seas idiota. Parpadeo como si no pudiera creer que esté plantado ahí de verdad, junto a mí, en carne y hueso después de tanto tiempo—. ¿Cuándo has vuelto?

Extiende una mano enorme para ayudarme.

—Hace un par de meses.

Le agarro la mano, reprimiendo un gemido cuando nos tocamos. En lugar de eso, dejo escapar un gorgoteo incómodo. Todo mi cuerpo cobra vida cuando está cerca, como si una corriente eléctrica me recorriera el brazo. Tocarnos es como apoyar los dedos sobre una valla electrificada, siempre lo ha sido.

Para mí por lo menos.

Abre los ojos de forma casi imperceptible cuando me pongo de pie, y él aparta la mano como si pudiera contagiarle algo o, sin más, no soportara tocarme.

Como aquella noche.

Me aclaro la garganta y me sacudo el polvo de los vaqueros. Echo los hombros hacia atrás y levanto la barbilla, orgullosa. Me niego a desmoronarme frente a él. No tengo nada de lo que avergonzarme: soy una adulta, una estudiante universitaria que vive su propia vida. He tenido novios. He crecido. He seguido adelante.

Todos tomamos decisiones lamentables cuando pasamos por un amor adolescente.

Por el rabillo del ojo veo a Penny, mi yegua, pastando tan contenta junto a la valla. ¡No se siente ni un poquito mal por haberme tirado al suelo! Al parecer, está encantada de deshacerse de mí, y tengo que aprender a canalizar esa energía.

¿Hace meses que ha vuelto y ni siquiera ha pensado en venir a saludarme?

—¿Y vas a quedarte? —pregunto, y en mi voz se filtra la amargura de sentirme insignificante.

Dermot se mete las manos en los bolsillos y da pataditas en el suelo.

—Necesitaba un tiempo para recuperarme después del servicio. Para relajarme.

Su tono grave hace que abra los ojos y lo contemple de arriba abajo. Aquí estoy, actuando como una niñata enfurruñada sin siquiera haber considerado si su tiempo en el ejército ha hecho mella en él.

Lo devoro con la mirada como si fuera un refresco frío en un día caluroso. Es de lo más irritante que esté tan bueno como lo recordaba, y hasta me veo obligada a admitir —con un sentimiento de calidez en las entrañas— que incluso puede ser que esté más deslumbrante que antes. Parece más musculoso, más ancho y maduro; ahora debe de tener treinta y un años, y una sombra oscura acecha tras sus ojos insondables, como los de un hombre que ha visto demasiado.

Da igual: está más irresistible que nunca, con esos agudos ojos marrones y el pelo aún más oscuro, con esos fuertes rasgos masculinos que, de algún modo, no resultan demasiado toscos. Con la perfecta sombra de vello sobre sus labios bien formados.

Unos labios que no correspondieron en absoluto a mi beso aquella noche.

Sus enormes manos podrían abarcar toda mi cintura. Dermot es alto e imponente, un ranchero de los pies a la cabeza, y a su lado me siento como un frágil pajarillo que ha estado revoloteando a su alrededor durante años en busca de atención.

Un pajarillo al que ahuyentó hace tres años, antes de abandonar el rancho… y el país.

Fui hasta su porche, anegada en lágrimas al enterarme de que iba a irse, y con voz anhelante le dije que iba a echarlo de menos y que lo amaba.

Y luego me puse de puntillas, deslicé las manos sobre sus hombros musculosos y lo besé. Él permaneció ahí, congelado.

«Ada, no puedes hacer esto, eres demasiado joven», dijo con una mirada triste, apartándome con suavidad.

El recuerdo todavía me da escalofríos y me seca la garganta. Si lo permitiera, aún me haría llorar, pero ya hace mucho tiempo que he dejado de llorar por Dermot Harding y he seguido adelante.

—¿Qué haces aquí? —Mi voz suena vacilante incluso a mis propios oídos; me cruzo de brazos para ocultar el temblor de mis manos.

—Tu padre me ha pedido que venga a entrenar a algunos de los potros más jóvenes. —Me sonríe y se me caen las bragas. Eres patética, Ada—. Dice que nadie inicia a un caballo mejor que yo.

Esbozo una sonrisa forzada y me pierdo en la calidez de sus ojos, de un marrón suave y seductor, como las sillas de montar que pasaba horas engrasando sobre la valla mientras veía cómo domaba a los caballos más jóvenes cada verano. Ese color hace el contraste perfecto con el verde brillante del valle de Ruby y el arroyo que desemboca en la empinada cordillera de North Cascades.

—Y después de haberte visto hace un momento, tengo que decir… que a lo mejor sé por qué lo piensa.

Me guiña un ojo, tan engreído y bromista como siempre, como si no hubiera pasado nada trascendental entre nosotros.

—Sí, ya… —Sacudo la cabeza y doy media vuelta para ir junto a Penny—. Yo también me alegro de verte, Dermot —añado por encima del hombro, incapaz de mirarlo ni un segundo más.

—¿Necesitas ayuda con la potrilla?

Me detengo a mitad de camino, sorprendida por la oferta.

—¿Tienes tiempo? —pregunto, intentando actuar con indiferencia, y sigo acercándome a la preciosa potranca de color cobre.

—Voy a quedarme unas cuantas semanas, así que sí.

Me cuesta respirar. ¿Unas cuantas semanas? ¿Voy a tener que lidiar con mis hormonas descontroladas, con la vergüenza y el estómago revuelto unas cuantas semanas?

—¡Vale, genial! —digo, y no puedo reprimir una mueca incómoda por el tono excesivamente alegre de mi voz.

Tienes veintiún años, Ada. Compórtate, murmuro para mis adentros; cojo las riendas de Penny y vuelvo junto a Dermot, que me mira con curiosidad.

—¿Mañana por la tarde? Por la mañana tengo que trabajar con los demás. —Señala a Penny—. Y así puedes hablarme de «Big Red».

Levanto el pulgar y voy hacia los establos, y siento cómo sus ojos me recorren de arriba abajo, como un chorro de agua tibia sobre la espalda.

¿Voy a estar a solas con Dermot Harding? Dios mío, ayúdame…

—Así que tienes tu propio caballo de carreras, ¿eh? —dice Dermot, arrastrando las palabras, con el río murmurando suavemente tras él.

Le acaricio la sedosa testuz a Penny, asiento y admiro sus ojos inteligentes, quizá demasiado inteligentes para su propio bien. Estoy segura de que todo valdrá la pena cuando consiga que me dé una oportunidad.

Mi padre no ha criado a una rajada, pero caerme de lomos de la potranca día sí y día también es desalentador, por no decir doloroso.

Dermot suelta una risilla.

—No te culpo por tener claro lo que quieres. Has deseado dedicarte a las carreras de caballos desde que eras una cría, pero has elegido un desafío enorme para empezar.

—Ya, es lo que me ha dicho todo el mundo —replico, incapaz de apartar la mirada de donde él está ciñendo la cincha de la silla.

El modo en que sus antebrazos se flexionan y sus músculos se tensan mientras ata el cuero es un afrodisíaco para la parte más primitiva de mi cerebro. No puedo evitar humedecerme los labios ni que mis ojos sigan las venas del dorso de su firme mano cuando acaricia el cuello de la potranca.

Por el amor de Dios, Ada: te estás poniendo cachonda con las venas de un hombre…

Me había hecho la promesa de tomármelo con calma, pero está claro que no la estoy cumpliendo, porque ahora mismo estoy actuando de cualquier forma menos calmada. Como tampoco la he cumplido esta mañana, cuando me he imaginado a Harding moviéndose sobre mí, dentro de mí, con duros y febriles embates.

Sí, he fantaseado con echar un polvo salvaje con Dermot Harding, y estar a su lado me deja hecha un manojo de nervios. Me cuesta aceptar que está durmiendo al otro lado del camino de entrada, en la pequeña casa de invitados, después de tanto tiempo separados.

Entre nosotros quedó mucho por decir, y las cosas se han vuelto incómodas y tensas. Para mí, al menos; él está tan campante: el mismo Dermot tranquilo e imperturbable de siempre. Supongo que es así como reaccionan la mayoría de los adultos responsables cuando los besa una chica de dieciocho años. Para él no ha debido de ser más que una anécdota divertida con una adolescente con las hormonas alborotadas que llevaba demasiado tiempo atrapada en un rancho.

Pero a mí ese recuerdo todavía tiene el poder de hacer que me sonroje; es la aguda punzada de decepción que aún no me deja dormir por las noches. Fue uno de mis peores errores.

Posa la mano sobre mi hombro y me sobresalto.

—¿Estás lista? Voy a montar a Solar y a llevar a Penny al río. Cuando esté metida hasta las babillas, puedes venir. En el agua no podrá comportarse como una yegua salvaje, y, con suerte, tener a un caballo más experimentado junto a ella la ayudará a mantener la calma.

El calor de la palma de su mano me quema la piel bajo el ardiente sol del verano. Le dedico un brusco asentimiento e intento armarme de valor. Llevamos a Penny y a Solar, el caballo favorito de mi padre, hasta el río, tras la pequeña casa de invitados donde vive Dermot cuando está en el rancho. La granja de su familia está en Merritt, lo bastante lejos como para que quedarse aquí sea lo más lógico.

Inspiro profundamente, llena de determinación, al acercarme a mi pura sangre. Dermot balancea una de sus fuertes piernas sobre el lomo de Solar, sujeta las riendas de Penny y la guía hasta la suave corriente. Una vez que se han adentrado lo suficiente, me meto en el río y el agua helada de la montaña me aguijonea los tobillos.

—Oye, pequeña —digo, acariciándole las ancas para tranquilizarla—. ¿Qué tal si lo intentamos de nuevo, eh? Me portaré bien contigo si tú te portas bien conmigo. —Dermot deja escapar un resoplido, y lo miro con los ojos entrecerrados—. ¿He dicho algo gracioso?

—Sí. Vas a malcriar a esta yegua incluso aunque no se porte bien contigo.

No creo que se haya dado cuenta de lo que acaba de insinuar… Sacudo la cabeza y me doy media vuelta, con la indignación atenazándome el pecho.

—Ya, lo que tú digas… —refunfuño, y pongo la bota en el estribo.

—Ada… —intenta frenarme, pero lo ignoro y me apoyo en el lomo de Penny.

Se tensa bajo mi peso cuando percibe a través de su visión periférica que estoy levantando la pierna.

—Tranquila, nena —musita Dermot con voz profunda y tranquilizadora, mientras que yo le acaricio el cuello, esperando unos segundos para que, con suerte, se relaje un poco.

Cuando oigo un fuerte resoplido, decido arriesgarme y paso la pierna muy despacio sobre la silla.

Tenso los muslos para sentarme con la mayor suavidad posible, manteniéndome en el aire sobre ella antes de descansar con delicadeza sobre su lomo. Se remueve un poco, pero enseguida se queda quieta.

Levanto la cabeza muy despacio porque no quiero romper la frágil tregua a la que hemos llegado, y miro a Dermot con una amplia y genuina sonrisa. Han pasado al menos diez segundos y todavía estoy sobre ella. Mueve las orejas de un lado a otro con incertidumbre y está tensa bajo mi cuerpo, pero ¡aún estoy aquí!

Veo el destello de los blancos dientes de Dermot cuando sonríe, sacudiendo la cabeza con un gesto cargado de orgullo.

Y luego, con un relincho, Penny se alza sobre sus patas traseras y su cuello llena mi línea de visión. Su movimiento es tan rápido que casi ni lo veo venir.

Antes de que pueda siquiera aferrarme a sus crines, me lanza sin contemplaciones al agua helada del río.

2

Dermot

—¡Ada!

Al principio casi me echo a reír. Su rostro pasa de una sonrisa embobada a la pura conmoción en un segundo, pero luego se cae de espaldas al agua y el pánico me inunda las venas mientras rezo para que esté bien.