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Maya Hayward se sentía como pez fuera del agua en presencia de su nuevo jefe. El seductor Blaise Walker era encantador y rebosaba confianza en sí mismo, y ella hacía lo posible por evitar que no notara su rubor cada vez que se le aproximaba. Blaise pronto se sintió intrigado por lo que había bajo la imagen serena, a la vez que seductora, de Maya… y decidió ofrecerle lo que él consideraba un ascenso: de secretaria pasaría a ser la amante del jefe. Pero… ¿aceptaría Maya la oferta?
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Seitenzahl: 167
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Maggie Cox.
Todos los derechos reservados.
SECRETARIA DE DÍA, AMANTE DE NOCHE N.º 2100 - agosto 2011
Título original: Secretary by Day, Mistress by Night
Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-693-1
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Promoción
AHORA sabía lo que debía haber sentido E.T., solo y abandonado, a años luz de lo que le resultaba familiar, en un planeta desconocido y hostil. No era de extrañar que hubiera buscado refugio en el garaje de Elliott. En ese momento, también Maya deseaba una habitación oscura en la que esconderse. Una rápida mirada a los influyentes comensales sentados alrededor de la pulida mesa iluminada por velas le confirmó lo que ya sabía, que ella no encajaba ahí, que era como un pez fuera del agua. Y, la verdad, tampoco quería formar parte de ese mundo.
Hasta el momento, sus trabajos temporales como secretaria no le habían dado problemas. Pero las últimas semanas, la agencia de empleo le había pedido que trabajara en una agencia de relaciones públicas, una auténtica pesadilla para ella en lo que al trabajo se refería. Un mundo de esnobismo con el que no quería tener nada que ver.
Su padre había perseguido ese estilo de vida y buscado el respecto de esa clase de gente; y para ello, lo había sacrificado todo. Había malgastado su talento, su dinero y el respecto que se debía a sí mismo al perder el sentido de la realidad y abandonar sus principios. Se había ido hundiendo en el fango hasta tocar fondo y dar aquel terrible y último paso.
Maya se estremeció.
El terrible recuerdo le quitó el apetito. Dejó de apetecerle la comida que tenía en el plato, a pesar de haber sido preparada en un restaurante con una estrella Michelin. Como de costumbre, su extravagante jefe, Jonathan Faraday, no había reparado en gastos a la hora de demostrar el gran éxito de su empresa de relaciones públicas.
Mientras trataba de controlar los nervios agarrados al estómago que le instaban a marcharse de allí a toda prisa con el fin de mantener su orgullo y dignidad intactos, Maya alzó la mirada, la clavó con decisión en el hombre de cabellos plateados sentado frente a ella y le dedicó la mejor sonrisa de la que fue capaz.
«Has cometido un error, Maya», se dijo a sí misma cuando la mirada sorprendida del hombre le lanzó una invitación, haciéndola comprender que él pensaba que le había dado su consentimiento.
¿Y ahora qué iba a hacer?
No podía permitirse perder el trabajo, ya que el sueldo era bueno, pero tampoco quería acostarse con su jefe para conservarlo. De no haber sido porque la muy eficiente y elegante Caroline, secretaria del jefe, se había tenido que ir al hospital a toda prisa, ya que su suegra se estaba muriendo, ella estaría a salvo en casa, con ropa cómoda, sentada en el sofá con un cuenco de patatas fritas en las manos y una copa de vino, y lista para ver la película que había sacado del vídeo club.
En vez de eso, llevaba puesto un vestido de terciopelo negro dos tallas más pequeño que la que ella necesitaba, los pechos saliéndosele por el escote, y un rímel nuevo al que, evidentemente, era alérgica. Y tanta incomodidad se debía a que Jonathan había insistido en que ocupara el lugar de Caroline. Daba igual que ella fuera una secretaria temporal... puesto que Jonathan hacía tiempo que le había echado el ojo. Según él, había visto que tenía talento y decisión, que tenía un brillante futuro... Y lo que había visto era la buena oportunidad que se le había presentado para llevarla a la cama.
Maya suspiró y, con gesto ausente, movió con el tenedor el plato de arándanos y jamón exquisitamente decorado. Y casi se puso en pie de un salto cuado sintió en el tobillo la descarada caricia de un pie descalzo.
Indignada y con el rostro enrojecido, escondió las piernas debajo de la silla y miró a su jefe. Le había asaltado el presentimiento de que él podía perder el control con el alcohol, pero no había imaginado que pudiera ser tan descarado. Y eso que acababan de sentarse a la mesa y su jefe sólo había tomado una copa de champán.
«¡No debería haber ido allí!».
–Disculpen.
–¿Le ocurre algo, señorita Hayward? –le preguntó Jonathan recostándose en el respaldo de su silla al tiempo que la miraba sin disimular el placer que sentía.
–No, nada en absoluto.
¿Por qué tenía que fijarse en todo lo que hacía ella? ¿Acaso tenía que anunciar a todos los comensales que le habían entrado ganas de ir al baño? ¿Por qué su jefe no se limitaba a hablar con la despampanante rubia que estaba sentada a su lado, que no dejaba de intentar atraer su atención con parpadeantes miradas? Debía ser porque, al parecer, a Jonathan Faraday no le interesaban las mujeres de su edad, por hermosas que fueran. Le gustaban jóvenes.
«Mala suerte la suya, que acababa de cumplir veinticinco años».
–Enseguida vuelvo.
Y escapó antes de que a él se le ocurriera alguna disculpa para acompañarla.
¿Por qué había accedido a ir allí? Ahora estaba ahí, en medio del campo y dependía del mujeriego de su jefe para volver a Londres, que no sería hasta el mediodía del día siguiente si era verdad lo que le había dicho Carolina. Al parecer, Jonathan no tenía intención de volver a Londres hasta el mediodía del día siguiente.
No había sido buena idea beber una copa de champán, pensó Maya, se le había subido a la cabeza. Debería haberse limitado al zumo de naranja o al agua. Si quería salir de allí sin que su virtud sufriera un revés, debía mantener la mente despejada. Ni una gota más de alcohol, por mucho que Jonathan insistiera.
Sus verdes ojos miraron a un lado y a otro. Había jurado haber visto un cuarto de baño por allí...
Abrió una puerta de doble hoja y se adentró en una estancia de alto techo, decorada en exquisitos tonos rosa y crema. La enorme chimenea de mármol estaba encendida, tentándola a quedarse allí mientras recuperaba la compostura.
Paseó la mirada por la habitación y, momentáneamente, le distrajeron las pinturas colgadas en las paredes. La suave luz de las lámparas de época acentuaba la impresión de espacio y elegancia de la estancia.
Maya suspiró profundamente y el ceñido cuerpo del vestido casi le rompió una costilla; además, sus exuberantes pechos corrieron el peligro de salirse por el escote.
¿Por qué demonios se había puesto semejante vestido? Carolina le había dicho que tenía que ir con vestido de fiesta, pero debería haberse dado cuenta de que tomar prestado un vestido de su amiga Sadie, que era menos corpulenta que ella, era buscarse problemas innecesarios. Sobre todo, con Jonathan Faraday a su lado.
–Vaya, una de las amiguitas de Jonathan. Al oír aquella voz varonil y burlona, Maya se dio media vuelta, disgustada consigo misma por no haberse dado cuenta de que no estaba sola. Avergonzada, se llevó la mano al escote y se mordió los labios mientras aquel hombre se levantaba del sillón de orejas vuelto hacia la chimenea.
¿Cómo no había advertido su presencia? Avergonzada y frustrada, sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo mientras clavaba los ojos en el impresionante desconocido.
–¿Y usted es...?
Aunque no quería saberlo. Le molestaba terriblemente que ese hombre hubiera cometido la impertinencia de suponer que Jonathan la había invitado a la fiesta sólo como objeto decorativo.
–Ya veo que no ha hecho los deberes, señorita...
¡Vaya arrogancia!
–Trabajo para el señor Faraday.
–Así vestida, siento que no trabaje para mí.
La vergüenza la inmovilizó. ¡Maldito estúpido vestido! ¡Y malditas las curvas de su cuerpo! La vida le habría resultado mucho más sencilla de no tener tantas curvas y con menos pecho.
–Si ha intentado halagarme, le aseguro que no lo ha conseguido. No considero un halago que me consideren un simple objeto decorativo... carente de inteligencia. He conocido a hombre de su estilo y le aseguro que... –Maya tomó aire y se mordió la lengua–. En fin, será mejor que me calle. Adiós, señor.
–¿Qué quiere decir con eso de «hombres de mi estilo»?
–No tiene importancia.
–Claro que la tiene. Explíquese.
Era demasiado tarde, ya había hecho el comentario. Resignada y algo enojada, dejó caer los hombros.
–Basta con decir que no formo parte del entretenimiento de los invitados, aunque pueda parecerlo. ¡Ni siquiera quería venir!
Los bien definidos labios del desconocido se abrieron en una sonrisa.
–Vaya, esto se está poniendo interesante. ¿Por qué no quería venir, señorita...?
–Hayward.
Resultaba difícil discernir el color de los ojos de aquel hombre bajo la suave luz de las lámparas, pero sí captaba la fiereza de su brillo, su poder hipnotizante, su capacidad de clavarla en el suelo e impedirle moverse.
¿Era ella o, de repente, la habitación había adquirido la temperatura de un oasis tropical?
–Estoy aquí por mi trabajo. Lo que quería decir es que no me gustan esta clase de eventos sociales ni tampoco la gente que asiste a ellos. Y, si mi franqueza le ofende, le ruego que me disculpe.
–Acepto sus disculpas. Y no, no me ha ofendido en absoluto. Me ha interesado.
–De todos modos, será mejor que me vaya ya.
–Preferiría que no lo hiciera.
El hombre se le acercó y, de repente, lo reconoció. Blaise Walker, el actor de cine que se había convertido en un célebre escritor de obras de teatro. Ahora no le extrañaba que le hubiera reprochado no haber hecho los deberes. ¡Blaise Walker era el invitado de honor allí! El invitado al que Jonathan se había referido hacía apenas diez minutos para disculpar su inevitable retraso.
Las mejillas le ardieron. Se había mostrado casi grosera con Blaise Walker y, sin duda, Jonathan se enteraría. Pero... ¿qué estaba haciendo Blaise ahí escondido? Se inquietó aún más. En primer lugar, porque ese hombre era más atractivo en carne y hueso que en las fotos; en segundo lugar, porque no creía que a su jefe le hiciera gracia que una simple secretaria estuviera charlando con un cliente tan importante... ¡y mucho menos que le pusiera en su sitio! Sí, lo mejor era irse a toda prisa.
–Bueno, tengo que marcharme. Me esperan en la mesa.
–Sí, claro. No me sorprende que echen de menos a una mujer como usted.
–Le pido disculpas por haberle importunado. Yo... sólo estaba buscando el baño de señoras, pero me he perdido.
–Ésta es una casa muy grande.
¿Acaso dudaba que lo hubiera notado? Y también era una casa impresionante. La clase de casa en la que a su padre le habría encantado invitar a su ilustre clientela, que incluía estrellas del rock, actores de cine y aduladores que habían comprado los cuadros que había pintado durante su breve carrera artística a cambio de unas copas y otras ofertas «recreativas». Cien veces más grande que su diminuto estudio.
Decidida a salir de allí, Maya se acercó a la puerta entornada.
–En cualquier caso, como ya he dicho, perdone la intromisión.
–Ha sido un gran placer, así que las disculpas son innecesarias. Quizá, cuando vuelva del cuarto de baño, podría regresar. Así, tendríamos la oportunidad de conocernos mejor. ¿Qué le parece?
–¡No!
La forma como Blaise Walker la estaba mirando hacía que no pudiera pensar con claridad.
–Lo siento –murmuró, disculpándose una vez más mientras salía de la estancia apresuradamente.
Cuando ella se marchó, Blaise olfateó el débil rastro del sensual perfume de la atractiva mujer que le había hecho una breve visita y sintió un hormigueo en el bajo vientre. Y no era sólo el olor a resina y mandarina lo que le había despertado la lívido, sino el embriagador aspecto de esos ojos verdes almendrados de negras pestañas, el largo cabello negro y las atrevidas curvas acentuadas por el más insinuante vestido de terciopelo negro que había visto nunca.
Sacudiendo la cabeza, volvió a su cómodo sillón de orejas y al vino de Oporto que su anfitrión había tenido el detalle de proporcionarle. Se preguntó cuándo había sido la última vez que una mujer le había negado algo. Nunca, fue la respuesta.
Blaise vació la copa y frunció el ceño. No sentía mucho respeto por lo que le resultaba fácil de conseguir; sobre todo, en lo que al éxito y a las mujeres se refería. Era natural que una hermosa joven como su inesperada visitante, una joven claramente no dispuesta a acostarse con él cuando a él se le antojara, despertara su interés. Sin embargo, a pesar de haberlo negado, era evidente que esa joven pertenecía a Jonathan. Era inevitable.
Blaise se pasó los dedos por el rubio cabello, cerró los ojos un instante y se arrepintió de haber permitido que Jane, su agente, le hubiera convencido de que debía aprovechar el actual interés que su trabajo en el teatro había despertado y beneficiarse de unas buenas relaciones públicas para promocionar su imagen.
No obstante, lo único que él quería era aislarse en la casa que tenía en el campo, en Northumberland, con el rugido del viento y la salvaje belleza del lugar por compañía, escribir y olvidarse del mundo.
Se había hecho famoso durante los tres años que había trabajado como actor, y el entrometimiento del interés del público en su vida privada le había resultado sumamente desagradable. A él no le gustaba ser famoso, al contrario que les ocurría a otros actores.
Ahora, sin embargo, dedicaba toda su energía y pasión a escribir. Con suerte, el público y los medios de comunicación dejarían pronto de interesarse por él y podría retirarse a Hawk’s Lair y subir el puente levadizo; al menos, durante un tiempo. No obstante, eso no le impedía continuar pensando en la atractiva morena de aterciopelado escote.
Su imaginación le llevó a intentar adivinar cómo sería en la cama. Y también a imaginarse a sí mismo quitándola ese insinuante vestido.
Se detuvieron delante de la puerta del dormitorio y Maya, nerviosa y con los brazos por detrás de las espalda, agarró el pomo de la puerta, deseosa de escapar. Su jefe se tambaleaba delante de ella, el aliento le olía a alcohol. Tenía fama de bebedor y aquella noche se había lucido. De hecho, le sorprendía que pudiera tenerse en pie, y mucho más que tratara de convencerla de que se acostara con él.
Jonathan le clavó sus camaleónicos y castaños ojos en el escote, y posó una mano en la pared, al lado de ella, para apoyarse.
Ignorando la expresión de sorpresa de ella, Jonathan aprovechó la postura para acercarse a su cuerpo.
–La cena ha sido un éxito, ¿no te parece? Pero ahora estoy muy cansada y... –Maya se interrumpió y, a tiempo, se echó hacia un lado con el fin de evitar una caricia de Jonathan.
El corazón le latía con tal fuerza que casi estaba mareada.
Frustrado y enfadado, Jonathan lanzó una maldición.
–¡Qué más da la cena! Lo que quiero es que te acuestes conmigo. Piénsalo, cariño. Una chica como tú se merece mucho más que el sueldo de una simple secretaria. Si eres buena conmigo, llegarás lejos. ¿Me has entendido, encanto?
–Sí, Jonathan, te he entendido. Pero eres mi jefe y yo tengo la buena costumbre de no mezclar las relaciones profesionales con las personales –Maya respiró hondo e hizo un esfuerzo para evitar que le temblara la voz–. Yo soy tu empleada, aunque sólo temporalmente. Dicho lo cual, voy a rechazar tu invitación. Y buenas noches. Estoy segura de que te alegrarás de mi decisión cuando mañana, con la cabeza más despejada, lo veas todo de otra forma.
–¿Y si te ofreciera un trabajo fijo? ¿Te ayudaría eso a ver las cosas de diferente manera?
–No –respondió Maya sin titubear–. No, no cambiaría nada.
–Qué pena –dijo Jonathan en tono burlón–. Creía que eras una chica lista. De todos modos, no vas a escapar tan fácilmente.
–¿Qué quieres decir? –su expresión mostró alarma.
–Sólo te estás haciendo de rogar, ¿verdad?
De repente, le inquietó el cambio de la expresión de Jonathan. «Esto va a resultar más difícil de lo que había imaginado», pensó ella con pánico al tiempo que soltaba el pomo de la puerta y, para protegerse, se cubrió el escote con las manos.
–No te comprendo. Yo sólo he venido aquí esta noche por el trabajo, nada más.
–No es posible que seas tan ingenua –contestó Jonathan tirando de ella hacia sí–. No invito a una simple secretaria a mi casa para que escriba lo que le dicto. Llevo semanas insinuándome, no me digas que no te habías dado cuenta de eso ni de la finalidad de mis insinuaciones.
–He venido porque Caroline ha tenido que ir al hospital. Me dijo que necesitabas a alguien que ocupara su puesto –protestó Maya, a pesar de que Jonathan sacudía la cabeza.
–¡Carolina no ha venido porque yo le ordené que no lo hiciera! –le espetó él–. Como todas las veces que te invité a salir rechazaste la invitación, ésta me pareció la única manera. ¿Has entendido ahora, señorita Hayward?
Maya volvió el rostro hacia un lado cuando Jonathan bajó la cabeza para besarla; al tiempo, trató de apartarle de sí poniéndole ambas manos en el pecho. En cuestión de segundos, se dio cuenta de que se había esforzado y había trabajado para nada, lo único que iba a conseguir era el despido.
«Qué le vamos a hacer. Tendré que dejar la agencia y buscarme otro trabajo», pensó. Pero a lo que no estaba dispuesta era a acostarse con un hombre sólo por no perder el trabajo.
–Vamos, Maya, esperaba ansioso a que llegara el fin de semana y estuvieras en mi casa. Vamos, dame un beso.
A pesar de estar borracho, Jonathan tenía fuerza.
Logró inmovilizarla, atrapándola entre la pared y su cuerpo, seguro de que iba a conseguir lo que se había propuesto...
Hasta que una voz varonil y autoritaria dijo fríamente:
–Debo admitir que me sorprendes, Jonathan. Sabía que te gustaban las mujeres, lo que no sabía era que estabas dispuesto a forzarlas.
–¿Qué? –Jonathan soltó a Maya y, tambaleante, dio un paso atrás.
Jonathan se pasó una mano por la boca, se enderezó y luego miró a Blaise Walker con expresión desafiante.
–¡No seas tonto! Lleva coqueteando conmigo toda la noche. Prácticamente estaba...
–¿Pidiéndotelo de rodillas? –concluyó Blaise.
Maya deseó que se la tragara la tierra. Estaba furiosa por la humillación que había sufrido y lo injusto de la situación. ¿Era eso lo que pensaba el famoso cliente de Jonathan? Sin poder mirar a Blaise Walker, se echó el pelo hacia atrás.
–Por lo que yo he visto, la señorita parecía estar rechazando tus atenciones. ¿Por qué no se lo preguntamos a ella?
Maya se encontró con un dilema. Si permitía que Jonathan pareciera un violador en potencia, ¿qué ocurriría con la relación que él tenía con su cliente, Blaise Walker? Por otra parte, tenía que considerar su propia reputación. Además, podía decirse que ya había perdido su trabajo.
–Como ya le dije esta tarde, trabajo para el señor Faraday –declaró Maya–. Si el señor Faraday , erróneamente, ha pensado que a mí me interesaba algo más que cumplir con mi trabajo, se ha equivocado por completo.
Enrojeciendo, Maya aventuró una mirada al guapo dramaturgo y, rápidamente, la desvió antes de que los ojos de él adivinaran más de lo que ella había tenido intención de desvelar, como que Jonathan la había asustado de verdad.
Blaise era un hombre alto y de anchos hombros. Con el esmoquin negro y la camisa blanca, su impresionante físico y porte le intimidaron. No le extrañaba que hubiera tenido tanto éxito como actor, y no sólo por el físico, sino por el empaque que tenía.
–Bueno, creo que ha quedado claro, amigo.
Bajo la mirada burlona de Blaise, Jonathan tuvo la delicadeza de parecer arrepentido momentáneamente, ruborizándose ligeramente.