Secreto oculto - Clare Connelly - E-Book

Secreto oculto E-Book

Clare Connelly

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Beschreibung

De pasar la noche en la cama del huésped vip…. ¡a estar embarazada del heredero al trono! Tras una breve pero apasionada aventura con el jeque Sariq, la vida de Daisy Carrington ya no volvió a ser la misma. Se había resignado a revivir el placer de aquella noche como un maravilloso recuerdo… Como Sariq no lograba olvidar su encuentro con Daisy, no comprendía que ella declinara la invitación de ir a su palacio. ¡Pero el descubrimiento de que estaba secretamente embarazada exigía medidas drásticas! No era ni mucho menos la candidata apropiada, pero, por el bien de su hijo, Sariq debía coronarla… ¡Si Daisy aceptaba!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Clare Connelly

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Secreto oculto, n.º 2823 - diciembre 2020

Título original: The Secret Kept from the King

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-918-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CUANDO cerraba los ojos solo veía los de su padre, así que evitaba hacerlo. No porque no quisiera tener ante sí al honorable jeque Kadir Al Antarah, sino porque no quería recordarlos como nublados por el dolor y ciegos al mundo que lo rodeaba; porque en ellos no había ni la fortaleza ni la determinación que habían marcado su vida y su gobierno.

El rey había muerto dejándolo completamente solo y la cruda realidad se cerraba en torno a él, ahogándolo.

Había sido coronado: sobre sus hombros reposaba el destino del reino de Haleth. Para ello se había preparado toda su vida.

–¿Alteza? Malik me ha pedido que le recuerde la hora.

Sariq no contestó. Siguió mirando por la ventana los emblemáticos edificios de Nueva York: el Empire State, el Chrysler, Naciones Unidas, donde a la mañana siguiente iba a dar su primer discurso para asegurar a los líderes y delegados mundiales que mantendría la paz que su padre había establecido con occidente.

–¿Señor?

–Sí –contestó con más brusquedad de lo que pretendía. Cerró los ojos y volvió a ver a su padre. Miró de nuevo la vista–: Dile a Malik que sé qué hora es.

–¿Desea algo, señor? –preguntó el sirviente.

Sariq se volvió y vio que era un joven de unos dieciséis años. Llevaba el mismo uniforme que él había lucido a aquella edad, negro con ribetes dorados. La insignia indicaba que era un alférez.

–¿Cómo te llamas?

El chico abrió los ojos desmesuradamente.

–Kaleth.

Sariq forzó una sonrisa.

–Gracias, Kaleth. Puedes retirarte.

Kaleth vaciló y finalmente dijo:

–Buenas noches, señor.

Sariq volvió a mirar por la ventana sin responder. Había pasado la medianoche y el día había sido largo. Empezando con reuniones en Washington y acabando con el vuelo a Nueva York, donde había cenado con su embajador en Estados Unidos, que también estaba instalado en el hotel mientras se llevaban a cabo obras de renovación en la embajada. Y entretanto, había tenido que sofocar su dolor, consciente de que tenía que actuar con fortaleza y no pensar en que había enterrado a su padre hacía menos de tres semanas.

Su padre había sido un gigante, la personificación de la entereza, y su fallecimiento dejaba un gran vacío, no ya en Sariq, sino en su país. Y aunque él intentara llenarlo, solo habría un rey Kadir.

Salió a la terraza y siguió contemplando la ciudad. El sonido de las sirenas, del tráfico, de las bocinas le resultaba ensordecedor y le hacía añorar el silencio del desierto, el lugar donde podía instalar una tienda y estar rodeado de las arenas de su reino; arenas que contenían sabiduría y que habían sido testigos del devenir de su pueblo. Sus guerras, sus hambrunas, sus dolores y esperanzas; sus creencias y, en los últimos cuarenta años, la paz, la prosperidad y la modernización que lo habían situado en el escenario mundial.

Ese era el legado de su padre y Sariq haría lo que fuera para conservarlo e incluso mejorarlo, para afianzar la paz y borrar cualquier rastro de guerra civil. No era su padre, pero era sangre de su sangre, y había pasado su vida observando, aprendiendo y preparándose. A la mañana siguiente, empezaría todo y él estaba preparado.

 

 

Daisy miró la luz intermitente y luego el reloj de pared. Eran las tres de la madrugada y llamaban de la suite presidencial. Descolgó el teléfono.

–Recepción, ¿en qué puedo ayudarlo?

Habían pasado solo unas horas desde que la delegación del Reino de Haleth se instalara en la suite del hotel de cinco estrellas, así como en la planta completa, que había sido ocupada por sirvientes y guardas de seguridad, pero Daisy ya había tratado numerosas veces con un hombre llamado Malik, que parecía ser quien coordinaba la vida del jeque. Como conserje de los clientes VIP ella era la única responsable de proporcionar cualquier cosa que necesitaran los huéspedes más importantes. Bien fuera organizar fiestas tras sus conciertos en el Madison Square Garden o un desfile de modelos privado para la reina de un país escandinavo, Daisy se enorgullecía de ser capaz de cumplir cualquier encargo.

Así que cuando sonó el teléfono a una hora intempestiva, contestó con calma. Para lo que no estaba preparada fue para el timbre grave y profundo de la voz que dijo:

–Querría un té de caqui.

El embajador de Haleth llevaba tres meses instalado en el hotel. Así que el hotel se había provisto de los productos propios de su país, incluido ese té.

–Sí, señor. ¿Quiere también balajari? –preguntó ella, refiriéndose a las galletas de almendra y limón con las que el embajador solía acompañar el té.

Hubo una breve pausa.

–Muy bien.

El hombre colgó sin despedirse, algo a lo que Daisy, aunque siguiera irritándole, estaba acostumbrada. Con raras excepciones, los huéspedes de la suite presidencial tendían a ser maleducados.

Daisy llamó a la cocina y fue al ascensor de servicio. Allí había un espejo de cuerpo entero en el que el encargado insistía que se mirara el personal antes de acudir a las habitaciones. Recogió un mechón de su cabello rubio en el moño, se pellizcó las mejillas y se estiró la camisa por dentro de la cintura de la falda tubo. Aseada, profesional, neutra. Su trabajo consistía en pasar desapercibida, ser como un fantasma que acudiera cuando se la necesitara, pero sin ser vista.

Para cuando llegó a la cocina, en el sótano, el té estaba listo. Comprobó la bandeja, asegurándose de que no hubiera marcas de dedos en la porcelana o la tetera y sujetándola en una mano, llamó al ascensor. La suite presidencial estaba en el ático y solo el encargado y ella tenían tarjeta de acceso. La pasó por la ranura y entró en el ascensor.

Las puertas se abrieron a un corredor en cuyo extremo había una puerta blanca. Daisy llamó discretamente y entró aun sin recibir respuesta desde el interior.

Le encantaban aquellas habitaciones: su suntuosa decoración, sus espectaculares vistas, la promesa de lujo y grandeza. Aunque también era verdad que le gustaban más cuando estaban vacías de huéspedes caprichosos.

La mesa de café estaba en el centro de varios sofás. Daisy dejó la bandeja; luego se incorporó y miró en torno. Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la tenue luz. Solo entonces, distinguió la silueta de un hombre recortado contra la ventana.

El jeque.

Daisy solo lo había atisbado a distancia aquella mañana, pero lo reconoció por su altura y anchos hombros, además del largo cabello que llevaba recogido en un moño alto. Y aunque estaba acostumbrada a tratar con personas poderosas, eso no significaba que no sintiera cierta ansiedad al encontrarse frente a alguien como él.

En tono pausado, dijo:

–Buenas noches, señor. Le traigo su té –hizo una pausa, pero él ni habló ni la miró–. ¿Quiere que se lo sirva?

Otra pausa que se prolongó varios segundos durante la que Daisy esperó con aparente impasividad, observándolo. Hasta que le vio inclinar la cabeza y asumió que se trataba de una afirmación.

Con manos levemente temblorosas levantó la tetera, sirvió la taza hasta el borde y, tras dejar la tetera, dio un paso atrás para retirarse. Sin embargo, que él siguiera inmóvil despertó su curiosidad y su sentido del deber. Se inclinó para tomar la taza y se la acercó.

–Aquí tiene, señor –musitó a su lado.

Finalmente él se volvió a mirarla y Daisy tuvo que asir la taza con fuerza para que no temblara. Lo había visto de lejos y en fotografía, pero nada hacía justicia a su belleza. Tenía un mentón recto, unos pómulos tallados, una nariz con un pequeño abultamiento que indicaba que había sido rota alguna vez. Sus ojos eran negro azabache y llevaba una barba recortada. Tenía un magnetismo hipnótico, y Daisy tuvo que apartar la vista. Ser hipnotizada no formaba parte de su trabajo.

–Se supone que ayuda a dormir.

Daisy no había oído en su vida una voz igual.

–Eso tengo entendido –dijo ella fríamente, disponiéndose a desaparecer discretamente.

–¿Lo ha probado?

–No –dijo ella con la boca seca–. Pero a su embajador le gusta.

–Es muy común en mi país.

Él escrutó su rostro de una manera que le aceleró el corazón. Debía escapar.

–¿Necesita algo más?

Él frunció los labios como si reprimiera una sonrisa. Volvió a mirar por la ventana.

–Malik diría que necesito dormir.

–Para eso tiene el té.

–Igual un whisky me ayudaría más.

–¿Quiere que le haga enviar uno?

–Son las tres –dijo él. Ella lo miró desconcertada–. Son las tres y está trabajando –aclaró.

–Ah, sí. Así es mi trabajo.

Él enarcó una ceja.

–¿Trabajar toda la noche?

–Trabajar cuando se me necesita. Estoy asignada a esta suite exclusivamente.

–¿Y tiene que hacer cualquier cosa que se le pida?

Daisy esbozó una sonrisa.

–No sé cocinar ni contar chistes, pero sí debo proporcionarle lo que solicite dentro de lo humanamente posible.

Él bebió sin dejar de mirarla y Daisy comentó:

–Supongo que está acostumbrado a ese tipo de atención.

–¿Por qué lo cree?

–Porque viaja con un séquito de cuarenta hombres cuya única misión parece ser la de servirlo.

Otro sorbo.

–Así es. Soy el rey y en mi país es un gran honor servir a la familia real.

Daisy recordó entonces haber leído en la prensa que su padre había muerto recientemente y sintió de inmediato compasión por él porque recordaba vivamente el dolor de esa pérdida. Al morir su madre, cinco años atrás, había creído que nunca se recuperaría del golpe, y aunque poco a poco había ido sintiéndose mejor, el proceso aún no había concluido. No pasaba un día sin que la echara de menos.

Fue eso lo que le hizo decir impulsivamente:

–Siento lo de su padre. Aunque sea ley de vida, nada nos prepara para la pérdida de un progenitor.

Él la miró fijamente con ojos de asombro y Daisy lamentó la familiaridad que se había tomado. Inclinó la cabeza.

–Si eso es todo, señor, me retiro –sin esperar respuesta fue hacia la puerta.

Ya tenía la mano en el pomo cuando oyó:

–Espere.

Daisy se detuvo con el corazón acelerado, pero no se volvió.

–Vuelva aquí.

Ella lo miró al tiempo que se le desbocaba el corazón.

–¿Sí, señor?

Él frunció el ceño.

–Siéntese –dijo, indicando un sofá–. Beba té conmigo.

Daisy pensó en mil razones para decir que no. Entre otras cosas, estaba prohibido en su contrato.

Este es un establecimiento profesional. No son nuestros amigos, sino huéspedes en el hotel más exclusivo del mundo.

Pero esa no era la única razón por la que debía declinar la invitación.

Aquel hombre era demasiado seductor, demasiado guapo, demasiado masculino, y si ella había aprendido algo de su primer fracaso matrimonial, era que no debía confiar en los hombres demasiado guapos.

–Insisto –la voz de él la sacó de sus reflexiones. En cierta medida, tomar té con él entraba dentro de su trabajo.

–No sé en qué le puede ayudar eso a dormir –dijo amablemente.

Él puso una expresión severa.

–¿Se niega?

Ella sacudió la cabeza, alarmada.

–Por supuesto que no, señor –volvió hacia los sofás. Solo había una taza, pero se sentó con las manos entrelazadas sobre el regazo y esperó en el cargado silencio.

–Muy bien –dijo él, pero la tensión no se relajó.

La diferencia de sus posiciones era patente. Él era el rey de un país conocido por su riqueza en petróleo y oro, que había despertado a lo largo de la historia la codicia de otros países. Tal vez eso explicaba el poder que emanaba: era un hombre nacido para gobernar un país que requería un líder fuerte.

–¿Quiere un té?

–Sería descortés rechazarlo –dijo ella en voz baja. Pero él la oyó.

–No pretendo forzarla a tomar una bebida de mi país. ¿Prefiere otra cosa? ¿Llamo al servicio?

La idea de que la vieran sentada, hablando con el jeque era inconcebible.

–No, gracias.

–Está sentada como si temiera que fuera a morderla.

Daisy sonrió de medio lado.

–¿Cómo debo sentarme, señor?

Él se sentó frente a ella en actitud relajada y pasó un brazo por el respaldo del sofá. Como era lógico, se sentía como en casa en medio de aquel lujoso ambiente.

–Como quiera sentarse –contestó.

–Lo siento. Es que es la primera vez que me pasa esto.

–¿De verdad?

–Mi trabajo es darle lo que necesite, pero pasar desapercibida.

Un destello iluminó los ojos del jeque.

–Dudo mucho que pueda pasar desapercibida.

Daisy se ruborizó y no supo qué decir.

–¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

Daisy apretó los labios, pero los relajó al ver que él fijaba su atención en ellos con una expresión que le produjo un cosquilleo.

–Varios años.

No añadió lo que le había costado aceptar finalmente que el sueño de entrar en el conservatorio Juilliard no estaba a su alcance.

–¿Siempre en el mismo puesto?

–Empecé en la recepción general –Daisy cruzó las piernas y se reclinó en el respaldo–. Pero a los seis meses me promovieron a este puesto.

–¿Le gusta?

Daisy miró hacia el exterior y tamborileó los dedos sobre la rodilla como si fueran las teclas del amado piano que se había visto obligada a vender.

–Se me da bien

No vio la expresión respetuosa con la que la miró el jeque.

–¿Cuántos años tiene?

Ella lo miró preguntándose cuánto tiempo pensaba retenerla, consciente de que, aunque pudiera entrar en la descripción de su trabajo, se trataba de una situación peculiar.

–Veinticuatro.

–¿Y siempre ha vivido en América?

–Sí –se mordisqueó el labio–. Nunca he ido al extranjero.

–Qué raro, ¿no? –él enarcó una ceja.

Ella rio quedamente.

–¿Usted cree?

–Sí.

–Entonces supongo que sí.

–¿No le interesa viajar?

–No haber hecho algo no implica falta de interés –apuntó ella.

–¿Pero sí falta de oportunidades?

Tenía una mente aguda y la capacidad de leer entre líneas.

–Sí –contestó ella. No tenía sentido negarlo.

–¿Trabaja demasiado?

–Trabajo mucho –confirmó Daisy sin más.

No tenía sentido explicar que tenía una deuda que dudaba que pudiera llegar a saldar en toda su vida. Por un instante la dominó la rabia que solo sentía cuando pensaba en una persona: su maldito exmarido, Max, y los problemas que le había acarreado.

–Creía que en Estados Unidos tenían vacaciones estipuladas por ley –comentó él.

Sonrió calculadamente para disuadir más preguntas en esa dirección y decidió preguntar a su vez.

–¿Y usted, señor? Supongo que viaja frecuentemente.

Él la estudió entrecerrando los ojos y Daisy tuvo la extraña sensación de que estaba descomponiéndola en partes para poder comprender el todo. Contuvo el aliento, confiando en que dejara el tema, y le alivió que lo hiciera.

–Así es. Pero nunca por mucho tiempo; y últimamente, muy poco.

Por la expresión de su rostro Daisy dedujo que tampoco él no quería seguir hablando de ese asunto. Aun así, y a su pesar, se oyó preguntar:

–¿Su padre estuvo un tiempo enfermo antes de morir?

Él palideció brevemente. Se levantó y fue hasta la ventana, dándole la espalda. Daisy contuvo un exabrupto. ¿Cómo se le ocurría hacer una pregunta no ya solo personal, sino especialmente dolorosa?

–Lo siento –se puso en pie y se acercó a él, maldiciéndose por ser tan bocazas–. No tenía derecho a hacerle esa pregunta –al no recibir respuesta, tragó saliva y dijo quedamente–: Lo dejo tranquilo, Alteza.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MANHATTAN era un hervidero de actividad al otro lado de la ventanilla de la limusina. Sariq reposó la cabeza en el respaldo del asiento con la mirada abstraída.

–No podría haber ido mejor, señor.

Malik tenía razón. Su intervención en la sede de Naciones Unidas, en la que había resaltado lo que su país tenía en común con los demás, así como su fe en una educación universal como prevención contra la guerra y las desigualdades, había sido recibida con una ovación

Pero a pesar de su éxito, sentía una inexplicable insatisfacción dentro de sí.

–Su padre habría estado orgulloso de usted, señor.

Malik estaba en lo cierto.

–Cuando lleguemos al hotel haga que venga a verme la conserje –dijo Sariq. No le había preguntado su nombre, pero lo remediaría.

–¿Desea algo?

–Ella se ocupará.

Si la solicitud sorprendió a Malik, este no dio la menor muestra de ello.

La limusina pasó junto al parque Bryant y Sariq contempló a los paseantes y a los niños jugando junto a una fuente.

Como heredero de la dinastía Al Antarah, gobernar formaba tan parte de su destino tener descendencia, y ese era precisamente uno de los asuntos en los que tendría que concentrarse en cuanto volviera a su reino, porque conocía bien los riesgos a los que, de otra manera, se enfrentaría, como una posible guerra civil por el trono.

El matrimonio y tener heredero lo liberarían de esa preocupación y asegurarían la estabilidad futura de su país.

 

 

–¿Quería verme, Alteza? –Daisy sentía el corazón en la boca.

Apenas había podido pegar ojo y estaba agotada. Siempre que había huéspedes importantes tenía que aprovechar su ausencia para hacer todo el trabajo pendiente y estar disponible cuando era requerida.

El jeque no estaba solo. Al contrario que la noche anterior, que llevaba vaqueros y camisa, estaba vestido con una túnica con ribetes dorados y el tocado tradicional o kufiya. Tenía un aspecto imponente, pero Daisy confió en mantener una expresión impasible a pesar de que le temblaban las piernas.

–Sí. Un momento.

Sus consejeros llevaban atuendos parecidos, pero era evidente que de distinto rango. Daisy esperó mientras seguían hablando en su musical y hermosa lengua. Pasaron diez minutos antes de que el grupo se fuera disolviendo y que cada uno de los hombres se despidiera con una profunda reverencia que el jeque reconocía con una inclinación de cabeza.

Tenía dedos largos y en uno de ellos lucía un anillo de oro parecido al que recibían los ganadores de la Super Bowl. Daisy sonrió para sí al imaginarlo en medio de un campo de fútbol, aunque estaba segura que sería un magnífico jugador. Debajo de aquella ropa había el cuerpo de un atleta…

Se le secó la garganta al verlo acercarse a ella. Solo contaba con unos segundos para bajar el ritmo de sus pulsaciones.

Él se detuvo a una distancia prudente, pero su masculina fragancia a limón y especias la envolvió.

–Anoche la ofendí.

Aquellas eran las últimas palabras que Daisy hubiera esperado. Sintió que le ardían las mejillas.

–Yo me comporté con demasiada familiaridad, señor –dijo, bajando la mirada para contener las mariposas que sentía en el estómago.

–Yo mismo se lo pedí –le recordó él, dando lugar a que las mariposas se convirtieran en una montaña rusa.

–Aun así. No debería de… –Daisy se encogió de hombros antes de mirarlo de soslayo y arrepentirse al instante al ver que él la miraba fijamente.

–Estuvo enfermo un tiempo –dijo él, súbitamente–. Fue muy duro. Lo único que quería era aliviar su dolor –un nervio tembló en su mandíbula–. Había crecido convencido de mi poder y, sin embargo, me sentía impotente ante su enfermedad. Ningún doctor pudo hacer nada por él.

Aunque no se movió, Daisy se sintió más cerca de él, como si se hubiera inclinado hacia adelante sin darse cuenta.

–Por eso me costó responder a su pregunta anoche.

–Lo siento –musitó Daisy.

–No tiene por qué. No hizo nada malo.

Daisy sentía todo su cuerpo en ebullición y la mínima parte de su cerebro que podía procesar pensamientos le advirtió que se estaba adentrando en arenas movedizas. Aquel era un huésped del hotel y el límite entre ambos estaba marcado con trazo grueso. Necesitaba volver a terreno firme.

–Trabajo para el hotel –dijo en voz baja–. No me corresponde hacer preguntas personales. No volverá a pasar.

Él permaneció inmóvil, como un centinela, observándola de una manera que le aceleró el pulso.

–Yo le pedí que hablara conmigo –le recordó finalmente.

–Pero tendría de haberme negado.

–¿No entra dentro de su trabajo proporcionarme lo que necesito?

El corazón de Daisy se aceleró.

–Dentro de un límite.