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Un secreto familiar Una estremecedora discusión puso patas arriba el mundo de Alice Parker, de diez años. Su apacible existencia en Honeysuckle Farm, en el tranquilo pueblo rural de Brook Bridge, fue sustituida por la bulliciosa metrópolis de Nueva York. La vida de Alice cambió para siempre… Una segunda oportunidad Ahora, trece años después, el sueño americano de Alice ha terminado. Con su vida hecha jirones, solo hay un lugar donde desea estar: en casa, en Honeysuckle Farm. Por eso, cuando se entera de que su querido abuelo está enfermo, sabe que es su última oportunidad de cerrar la herida familiar. ¿Un hogar para siempre? Pero todavía hay secretos en Brook Bridge y Alice no sabe toda la verdad. Y, por alguna razón, su nueva amistad con el rompecorazones local Sam Reid crea tensiones entre los lugareños. Harta de las mentiras, Alice sabe que ya es hora de dejar atrás el pasado de una vez por todas. Pero ¿podría la verdad arruinar sus esperanzas de hacer de nuevo de Honeysuckle Farm su hogar?
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Seitenzahl: 450
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Secretos en Brook Bridge
Título original: A Home at Honeysuckle Farm
© 2018 Christie Barlow
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
ISBN: 9788410021723
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Agradecimientos
Una carta de Christie
Para Sharon Pillinger,
cuyos incansables vítores y continuo entusiasmo
por mis libros nunca han pasado desapercibidos.
Gracias.
Con amor, AB x
A los diez años, el pueblo de Brook Bridge era lo único que conocía. Enclavado en plena campiña, a las afueras de Staffordshire, era un pueblecito pintoresco que irradiaba encanto antiguo, con sus callejuelas y sus casas con entramado de madera, muchas de ellas con tejados de paja. Era una comunidad muy unida, donde todo el mundo era amable y la gente se cuidaba mutuamente. Me encantaba vivir allí.
Los meses de verano eran siempre los más concurridos, cuando los visitantes acudían en masa para admirar los antiguos y llamativos edificios Tudor y para explorar hasta el último rincón de las tiendas de estilo shabby chic y los pubs históricos que se alineaban en la empedrada calle principal.
Esperaba con impaciencia las mañanas de los domingos, mi momento favorito de la semana, cuando paseaba con el abuelo por el puente de piedra arqueado que nos llevaba a una pintoresca explanada que era un imán para pintores y fotógrafos. En la esquina nos relajábamos a la puerta de La Vieja Tetería, tomando nuestro chocolate caliente y deleitándonos con uno de los exquisitos pasteles de la señora Jones, que estaban realmente deliciosos.
Vivía con mi madre en las afueras del pueblo, en la Granja Honeysuckle, en el anexo de la granja de ladrillo rústico de tres plantas del abuelo. Me sentía segura paseando por los graneros, montando en bicicleta por la hierba irregular y chapoteando en el arroyo. El campo que rodeaba la casa se extendía a lo largo de kilómetros, y en los campos acolchados de cuadros dorados y verdes entretejidos por setos crecían patatas y tubérculos para todos aquellos deliciosos guisos de otoño que preparaba mamá. Sin olvidar la abundancia de huevos frescos que ponían las gallinas que vagaban libremente por la granja. Era sencillamente el mejor lugar para vivir.
Más allá de los maizales había un viejo puente de madera desvencijado que se arqueaba sobre el riachuelo, con sauces de color óxido creciendo en las orillas; era mi lugar favorito. Me sentaba en la enorme roca gris que había al pie del arce y observaba a Billy, el cob galés castaño, pastar en el campo.
Acababa de comenzar el verano, las largas vacaciones escolares se extendían ante mí, y esperaba feliz a que mi amiga Grace viniera a pasar el día jugando. Saltaba y chapoteaba en las aguas poco profundas del arroyo con mis botas Wellington, sin ninguna preocupación.
No tenía ni idea de que mi vida estaba a punto de cambiar drásticamente…
Con la esperanza de unos huevos revueltos con mantequilla y pan de semillas casero, volví a la granja dando saltitos y abrí de golpe la puerta del porche, donde había un montón de botas, abrigos y paraguas. Me quité las botas de agua embarradas en la puerta trasera y sentí una ligera decepción al ver que no salían deliciosos aromas de la cocina. Marley estaba acurrucado en su cesta al pie de la cocina Aga, pero el adormilado spaniel ni siquiera intentó abrir los ojos cuando entré en la habitación.
Fue en ese momento cuando oí unas voces que venían del salón. Sin apenas atreverme a respirar, avancé de puntillas por el pasillo y dirigí la mirada hacia el hueco de la puerta del salón.
El abuelo estaba de pie en el otro extremo de la habitación, con las manos apoyadas en la repisa de la enorme chimenea de piedra y la cabeza agachada. Mamá estaba sentada en el borde de la mesita, los ojos fijos en el suelo.
Él dejó escapar un largo suspiro tembloroso y se volvió hacia mamá, que desvió la mirada hacia él.
—¡Por Dios, Rose! —le gritó—, ¿cuándo demonios ibas a decírmelo?
Mamá temblaba ahora físicamente, pero no le contestó.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando ni de lo que se suponía que había hecho mamá, pero una sensación de inquietud me recorrió el cuerpo. Me envolvió una atmósfera inquietante, que nunca había sentido antes, al haber sido criada entre algodones.
Clavada en el sitio, esperé ansiosa a ver qué ocurría a continuación.
Mientras la voz del abuelo seguía retumbando, sentí miedo, con el corazón martilleándome contra el pecho. Nunca había oído gritar al abuelo y nunca había oído discutir a mamá y a él. No me gustaba; no me gustaba nada.
—Con todo lo que he hecho por ti, y así es como me lo pagas. —La cara del abuelo estaba roja.
Mamá volvió a agachar la cabeza, incapaz de mirarle a los ojos.
—Pensé que te había educado mejor. ¿Cómo has podido traicionarme así? ¿No te da vergüenza? —Resopló él con disgusto—. Fuera de mi vista. No quiero volver a verte. —Su rostro era atronador; sus ojos estaban oscuros.
Aquellas palabras sacudieron a mamá.
Contuve la respiración, sin atreverme a moverme.
—¿Q-q-qué quieres decir? —tartamudeó mamá. Su fría fachada se estaba derrumbando y las lágrimas empezaban a correrle por el rostro.
—Exactamente eso: desaparece de mi vista —retumbó de nuevo su voz, lo que hizo que ella se pusiera en pie de un salto.
—¿Hablas en serio? —Esta vez sus cejas se alzaron y se atrevió a sostenerle la mirada.
—De lo más en serio.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire.
—En ese caso, me marcharé y lo lamentarás —soltó ella, y se dirigió hacia la puerta—. Iré donde no puedas encontrarme y me llevaré a Alice. Nunca la volverás a ver, si te pones así.
—No te llevarás a Alice —tronó el abuelo.
—Lo puedo hacer y lo haré. Soy su madre; ¡no puedes impedírmelo! —gritó entre lágrimas de frustración.
Sus palabras penetraron en mi corazón. Conmocionada, se me empañaron los ojos de lágrimas.
—¿Cómo puedes hacerme esto? Sabes cuánto quiero a esa niña. Si sales por esa puerta con Alice, hemos terminado… para siempre. —Se acercó a la mesa y golpeó con la mano, lo que hizo que una taza y un plato cayeran al suelo.
Mamá estaba a punto de abrir la puerta de golpe. De repente me aterrorizó la idea de que me pillaran de pie al otro lado. No podía descubrirme escuchando su conversación. Durante una fracción de segundo, mamá se quedó con la mano en el pomo de la puerta y se encogió de hombros desdeñosamente.
—Si eso es lo que quieres…
Sintiendo que mis rodillas estaban a punto de desmoronarse, me agaché rápidamente junto al reloj de pie y contuve la respiración. Su voz se apagó cuando pasó a mi lado y desapareció escaleras arriba. No me había visto, para mi alivio.
Me obligué a ponerme en pie y eché un vistazo rápido al salón antes de volver corriendo a la cocina y meter de nuevo los pies en las botas. Corrí y corrí por los campos hasta que le eché las manos al cuello a Billy, que me acarició los bolsillos en busca de zanahorias.
Volví a pensar en el abuelo, que se había desplomado en su silla. Se había pasado la mano por el pelo antes de hacer algo que nunca le había visto hacer: llorar.
No tenía ni idea de por qué discutían él y mamá, pero veinticuatro horas más tarde estaba con el cinturón de seguridad puesto en la parte de atrás de un taxi, abrazando con fuerza mi osito de peluche. Por supuesto, pregunté adónde íbamos, pero mamá no me dio ninguna respuesta.
—Deja de hacer preguntas, Alice, ya lo verás cuando lleguemos —fue todo lo que me dijo.
Connie, la mejor amiga de mamá, la había abrazado al pie de la escalinata de la granja.
—No entiendo por qué te marchas. ¿Adónde vais? ¿Qué ha pasado?
El aluvión de preguntas se le escapaba de la lengua, pero mamá no respondió a ninguna. En un estado de trance, murmuró algo y luego le dio un beso en la mejilla a Connie antes de abrazarla y meterse en el asiento del copiloto del taxi. Ni siquiera miró fugazmente hacia atrás.
No tenía ni idea de adónde íbamos ni por qué. Lo único que sabía era que sentía un dolor nauseabundo en la boca del estómago. Asustada, me acurruqué contra mi osito de peluche y parpadeé para contener las lágrimas. Cuando el taxi se alejó de la Granja Honeysuckle, levanté la vista y eché un último vistazo hacia la casa. Allí estaba el abuelo, de pie en la ventana del dormitorio. Apoyó una mano en el cristal que tenía delante, y yo hice lo mismo. Sus ojos llorosos y apenados en ningún momento se apartaron de los míos, pero, a medida que el taxi iba llegando a las ornamentadas puertas de hierro negro que había al final del camino de entrada, él se fue haciendo cada vez más pequeño, hasta que finalmente desapareció de mi vista, y el dolor me retorció el corazón.
No podía imaginar que sería la última vez que vería al abuelo en trece años.
Nueva York, trece años después…
Al oír que llamaban a la puerta, supe de inmediato que sería Molly —se podía poner el reloj en hora con ella—. Molly Gray había sido mi mejor amiga durante los últimos tres años. Era una auténtica chica de ciudad, nacida y criada en Nueva York, que vivía en un segundo piso cerca de la esquina de la calle Cincuenta y Siete con la Novena Avenida, en el lado oeste de la ciudad. Yo, en cambio, había llegado a la ciudad hacía trece años, aterrorizada y desconcertada, y siempre sentí que luchaba por encajar. Ahora vivía en un piso cochambroso en una zona menos agradable de Manhattan, un lugar lleno de sonidos y olores desconocidos y donde todo y todos estaban en constante movimiento. Se hallaba a un millón de kilómetros de distancia de la educación que había recibido en el campo, y a menudo añoraba oír los sonidos familiares de un gallo o el balido de un cordero. De vez en cuando soñaba que podía congelar el movimiento constante y caminar por las calles en silencio, a mi propio ritmo.
Todos los domingos por la mañana, lloviera o hiciera sol, Molly hacía marcha por Central Park durante una hora entera antes de tomarse un café y ponerse al día en mi casa cuando terminaba.
—¡La puerta está abierta! —grité—. ¡Estoy en la cocina!
Molly no tardó en aparecer en la puerta, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas.
—¡Buenos días! —exclamó, y apagó el último aparato que medía su rendimiento y su ritmo cardiaco—. No he hecho un mal tiempo —murmuró para sí.
Su esbelto cuerpo estaba embutido en la ropa de correr más ceñida y extravagante que jamás se hubiera visto, y una abundante cabellera color óxido se le escapaba de la coleta y se la enganchaba detrás de las orejas.
—Esto asomaba por tu buzón —me dijo; dejó el folleto en la mesa que había delante de mí y se dejó caer en la silla—. Te va como anillo al dedo. —Y cogió disimuladamente una tostada de mi plato y sonriéndome.
Audiciones para Malvados
Teatro Majestic
Broadway, Nueva York
—¿Qué? ¿Estás diciendo que soy una bruja? —Le sonreí, abrazando mi tercera taza de café de la mañana.
—Una bruja buena —se rio entre dientes—, pero esta mañana pareces más una de esas estrellas de rock inglesas de los ochenta. ¿Qué pasa con el maquillaje? —Me hizo un gesto con el dedo señalando mi cara antes de levantarse y arrastrar sus pies enfundados en Nike por el suelo de linóleo marrón y raído, que había visto días mejores, hacia la cafetera.
—No ha sido la mejor noche que he pasado. Digámoslo así —respondí. Dejé la taza sobre la mesa y miré a Molly.
—Voy a hacer más café y me lo cuentas todo. No puede ser tan malo. —Su tono era comprensivo.
—Lo siento, pero no hay más café, se me ha acabado… otra vez.
Molly echó un vistazo a la cafetera y luego volvió a mirarme, con una expresión mezcla de sorpresa y simpatía, pero no tenía ni idea del problema tan grande que yo tenía en realidad. Inmediatamente me sentí culpable por no haber compartido mis penas con ella, pero lo último que quería era que se compadecieran de mí.
—Puedes quedarte con esta. —Le ofrecí mi taza, y se la acerqué deslizándola por la mesa.
—No te preocupes. Parece que tú lo necesitas más que yo. Cogeré agua del grifo.
—No me pagan hasta mañana. —Suspiré—. Pero quedan un par de rebanadas de pan, por si quieres más tostadas.
Molly me miró inquisitivamente antes de abrir la puerta del frigorífico. Todos los estantes estaban vacíos, salvo uno en que había un trozo de queso mohoso al fondo.
—¿Qué piensas comer hoy?
Me encogí de hombros. Me sentía totalmente impotente. No había pensado tan adelante en el tiempo. No quería pensar tanto.
—No lo sé, probablemente acabe con un par de pastelitos de crema —respondí, en parte, en broma, pero en el fondo sabía que si las cosas seguían como hasta ahora eso podría ser verdad.
—¿Tan mal están las cosas? —El tono de Molly era ahora un poco más serio.
—Molly, no llego a fin de mes por más que lo intento —le contesté sin mirarla a los ojos—. Es muy difícil encontrar trabajo con un sueldo y un horario decentes. Todos a los que me presento ya están cubiertos o el sueldo apenas da para cubrir el alquiler, de manera que no me queda dinero para nada más. No quiero trabajos basura; quiero labrarme una carrera profesional, quiero trabajar en el sector para el que me formé, pero no paso de las audiciones. Esto tiene que cambiar. No puedo seguir así.
Molly cerró la puerta del frigorífico antes de apretarme la mano, pero no llegó a decirme que todo iba a salir bien. Las cosas no iban bien. De hecho, no habían ido bien en los últimos años, pero últimamente todo se me escapaba de las manos y ya no podía ocultarlo. Tenía un montón de facturas sin pagar encima de la mesa y, para colmo, ya llevaba un mes de retraso con el alquiler.
—Déjame ayudarte.
No me di cuenta de que estaba conteniendo las lágrimas, pero estaba claro que sí, ya que su amable gesto hizo que enseguida se me humedecieran las mejillas.
Negué con la cabeza.
—Gracias. Es muy considerado de tu parte, pero no. Tú tienes tus propias facturas que pagar. Es mi problema; no el tuyo.
—No seas tonta, Alice. Eres mi amiga, mi mejor amiga. Puedo hacerte la compra y ayudarte a resolver este lío. ¿Se lo has dicho a tu madre? —sondeó suavemente.
—No —le confirmé—, el restaurante en el que trabajaba acaba de cerrar y sé que está en una situación parecida. No quería preocuparla.
Molly me miró intranquila, acercó una silla y se sentó a la mesa frente a mí.
Pensé en mis tres últimos trabajos y exhalé un suspiro. Había repartido panfletos en Times Square por una miseria, había trabajado a horas intempestivas en una hamburguesería abierta las veinticuatro horas del día que solía estar frecuentada por borrachos e indeseables, y actualmente estaba empleada como limpiadora en un teatro de Broadway. El dinero apenas me alcanzaba para pagar el alquiler, por no hablar de los extras para comida o salidas nocturnas. No podía permitirme ropa nueva y cada día era una lucha. La cosa no iba como se suponía que debía ir.
La noche anterior había sido un punto de inflexión para mí; me había dicho a mí misma con decisión que algo tenía que cambiar. Necesitaba tomar el control.
—Tuve sueños una vez Molly, y mírame ahora. ¿Recuerdas cuando nos conocimos?
Molly sonrió.
—Claro que me acuerdo.
Molly y yo nos habíamos conocido hacía tres años, cuando íbamos como sardinas en lata en el metro. Era hora punta y viajábamos en la misma dirección hacia Times Square, agarradas al mismo pasamanos metálico. Las dos nos fijamos en él al mismo tiempo.
—Mira esas pestañas, ¡qué envidia! —Molly me había susurrado y yo me había reído.
No pude evitar quedarme mirando sus ojos azul intenso, sus pómulos marcados y aquellas pestañas. Molly tenía razón: eran increíbles. Cualquier chica de este lado de la ciudad (en realidad, de cualquier lado de la ciudad) habría muerto por esas pestañas. Su atuendo, que consistía en un traje de terciopelo morado brillante, un sombrero de copa marrón y una pajarita dorada, estaba causando un pequeño revuelo en otro grupo de chicas que había sentadas cerca. Yo también estaba fascinada. Él tenía un aura especial.
El tren aminoró la marcha y él se apeó en la calle Cuarenta y Dos. Pero, justo antes, se volvió hacia nosotras con un brillo en los ojos y sacó dos entradas doradas para la Fábrica de Chocolate de Willy Wonka.
Cuando bajamos del tren, muy cerca de él, vimos cómo desaparecía entre hordas de gente.
—No todos los días te regalan una entrada al paraíso del chocolate —susurró Molly, y yo me reí y me la metí en el bolso.
Caminamos y reímos hasta Times Square.
En aquel breve paseo, algo entre nosotras encajó y congeniamos de inmediato. Le conté que acababa de graduarme en Artes Escénicas y que mi sueño era actuar en Broadway.
Molly me invitó a un café y paseamos por la Sexta Avenida, a la luz del sol de Nueva York, en dirección a la emisora de radio, el lugar donde Molly había trabajado desde que dejó el instituto. Me contó que había empezado como chica de los recados, atendiendo el teléfono, preparando interminables tazas de café y, en general, evitando las manos errantes del tío de la redacción. Pero ahora, gracias a su ingenio rápido, su trabajo duro y su determinación, se había asegurado un puesto detrás del micrófono y trabajaba en el programa de la tarde, entre las cinco y las siete, los días laborables.
Me quedé asombrada y, cuando cruzamos las puertas de cristal del estudio, sentí como si entrara en un mundo diferente. En el vestíbulo había fotografías firmadas de numerosos personajes famosos que habían sido entrevistados en la emisora, y Molly me dijo que había conocido a la mayoría de ellos. Era emocionante pensar que se había codeado con ricos y famosos y que estaba triunfando por derecho propio. Yo también quería que mi nombre saliera a la luz, quería que me entrevistaran en la radio y que mi nombre apareciera en las revistas.
Ahora que me había licenciado, estaba decidida a triunfar. Buscaba trabajo en Broadway y me ilusionaba lo que me depararía el futuro.
Después del café, Molly me invitó a unirme a ella en el estudio y participar en su programa de radio. La emoción se apoderó de mí cuando me indicó que me sentara frente a ella. Observé con asombro cómo se ponía los auriculares, acercaba el micrófono y empezaba el programa. Cuando sonó la primera canción, Molly nos hizo una foto en el estudio con las entradas doradas en la mano y tuiteó #EncuentraaWillyWonka. Al cabo de una hora, Twitter había respondido, y el actor Joe Tucker también.
Esa misma noche Joe nos invitó a uno de sus espectáculos. Fue sensacional, una actuación fuera de serie. Después quedó con nosotras para tomar una copa y, gracias a su amabilidad, organizó numerosas audiciones para mí, pero una y otra vez la competencia fue feroz y yo no era lo bastante buena para conseguir un papel, y las cartas de rechazo llenaban el felpudo de la puerta. A medida que pasaban los meses, sentía que el estrellato se alejaba cada vez más y empecé a sentirme una fracasada, luchando por hacer realidad la carrera de mis sueños. Fue entonces cuando empecé a aceptar cualquier trabajo, a trabajar a cualquier hora para pagarme mi propia casa y como me encontré en la situación en la que estaba ahora…
Molly bebió un sorbo de agua.
—Vamos, ¿qué pasó anoche? —preguntó, sacándome de mis recuerdos.
Eché un vistazo a la sucia cocina. El papel pintado se desprendía de la mancha de humedad que había en un rincón de la estancia, el linóleo marrón se rizaba en los bordes y apenas entraba luz por la ventana de la cocina. Todas las superficies parecían estar llenas de folletos, periódicos y facturas sin pagar.
Exhalé y cogí aire.
—Necesitaba tiempo para pensar, así que di un paseo por la Quinta Avenida, hasta que me encontré mirando el Empire State Building. Ya sabes… —Hice una pausa—. Nunca había subido a lo alto de ese edificio hasta anoche. Estaba allí de pie, mirando hacia las luces de arriba, cuando oí que alguien me llamaba por mi nombre. No me lo podía creer cuando vi a Madison, una chica con la que fui a la universidad. Estaba vendiendo entradas fuera del edificio y me dio un pase gratis para la cima. Mientras me dirigía a la planta 86, sentí que se me saltaban las lágrimas; algo cambió en mi interior —empecé a explicar.
—¿Qué quieres decir?
Parpadeé para contener las lágrimas y me tragué el nudo que tenía en la garganta.
—La vista era espectacular, y en todo el tiempo que llevo viviendo aquí, en Nueva York, nunca había visto nada igual. Me quedé mirando la ciudad…, el millón de luces que brilla en el cielo nocturno, y era sencillamente impresionante. También puede que sea el lugar más bonito del mundo, Mol…, pero —me preparé mientras las palabras salían de mi boca— no soy feliz.
Casi de inmediato, Molly me alcanzó las manos por encima de la mesa y me las agarró.
—Oh, Alice —dijo suavemente—, ¿cómo puedo ayudarte?
Por la expresión de su cara, me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo me sentía. Por supuesto, vivir en Nueva York tenía sus buenos momentos; sin embargo, había algo dentro de mí que me decía que ya no formaba parte de este lugar, que no encajaba, que en realidad nunca había encajado. Incluso en el colegio, yo era la chica de la cara pálida y pecosa, la inglesa con el acento raro que siempre destacaba.
Mamá nunca hablaba de la razón por la que nos mudamos a Nueva York, y con el paso del tiempo se hizo aún más difícil abordar el tema con ella.
—No estoy segura de que haya nada que puedas hacer… —Me temblaba la voz—. Debí de pasarme una eternidad en lo alto del Empire State Building, sumida en mis pensamientos, contemplando la ciudad. Entonces, estallaron los aplausos. Miré a mi alrededor y vi que una multitud se había reunido en torno a una pareja. Había un hombre arrodillado mirando a una mujer que sujetaba una caja burdeos. Se notaba cuánto la quería y, justo en ese momento, ¡le propuso matrimonio! ¡Qué proposición, Molly! Fue tan romántica, todo corazones y flores, como sacado de un cuento de hadas, pero… me hizo pensar: «¿Qué tengo yo aquí?».
—No estás nada mal. —Me dedicó una media sonrisa, intentando relajar el ambiente—. Conozco a un montón de hombres que darían su brazo derecho por una cita contigo…, aunque quizá yo primero prescindiría del maquillaje roquero ochentero.
—Me siento sola, Mol, sentada en este desastroso piso sin apenas dinero, trabajando en lo que puedo para llegar a fin de mes. Seguro que tiene que haber algo más en la vida que esto.
Con el tiempo había empezado a estar resentida cada vez más con este piso. Solo en la última semana me habían despertado casi todas las noches. La música del piso de arriba atravesaba las finísimas paredes y la pantalla de la lámpara temblaba con la vibración de los tambores y los bajos. A menudo me pasaba las noches gritando improperios y golpeando el techo con el palo de la escoba, y, cuando eso no funcionaba, enterraba la cabeza bajo la almohada en un intento de bloquear el sonido.
—No me había dado cuenta de que las cosas se habían puesto tan mal —dijo Molly, con una atención inquebrantable—. Déjame ver si hay algo en la emisora de radio.
—Es demasiado tarde —dije en voz baja—; es demasiado tarde. —Apoyé las manos en la mesa con tranquilidad y suspiré.
Molly asintió con la cabeza por enésima vez, asimilando lo que le decía, y nos quedamos un momento en silencio.
—Algún día, conocerás al hombre adecuado —sugirió.
Conseguí sonreír.
—No es solo eso.
Hacía tiempo que me rondaba algo por la cabeza, cierta intranquilidad, un picor que había que rascar, pero no lo había dicho en voz alta.
Respiré hondo. Este era el momento de limpiar mi conciencia y confesar todo, dado que en ese momento disponía de toda la atención de Molly. Era mi mejor amiga, y yo no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ante mi siguiente noticia. Pero conseguí balbucear las siguientes palabras:
—Estoy pensando en volver a Inglaterra.
Vi cómo las palabras se reflejaban en la cara de Molly. Su expresión cambió y se irguió en su asiento como cuando se abre una caja de sorpresas por primera vez.
—Alice, Inglaterra está a casi 5000 kilómetros —dijo finalmente, rompiendo el silencio. Le costó mantener la voz firme.
—Lo sé, pero hace tiempo que me ronda por la cabeza —respondí con sinceridad.
A Molly le tembló el labio inferior.
—¿Cuánto es «hace tiempo»? Y ¿por qué yo no tenía ni idea de nada de esto? —Se puso a juguetear con la correa de su Garmin con una expresión de dolor en el rostro.
—Tal vez desde hace seis meses, más o menos, pero más aún desde que recibí esto —admití, exhalé lentamente y giré mi portátil hacia ella para que pudiera leer el mensaje que me había escrito Grace por Facebook a principios de semana.
Grace Anderson y yo nos conocíamos de toda la vida. Nuestras madres eran muy amigas y, de niñas, íbamos juntas a todas partes. No solo íbamos a la misma clase en el colegio, sino que compartíamos la pasión por la danza y el teatro, y cada sábado Connie, la madre de Grace, la llevaba, vestida de rosa, a la escuela de ballet del abuelo, donde mi madre trabajaba como profesora de danza. Todo el mundo pensaba que éramos hermanas al vernos dar vueltas con el mismo pelo largo trenzado de color café, los mismos ojos azules y una ristra idéntica de pecas que teníamos en la nariz. Entonces éramos inseparables; éramos la mejor amiga la una de la otra hasta el día en que me fui.
Cuando me fui, recuerdo que Grace se aferró a mí en el escalón y me hizo prometer que le escribiría en cuanto pudiera. Nunca rompí esa promesa y nunca perdí el contacto. Con el paso de los años, mantener el contacto se fue haciendo más fácil. Seguíamos la vida de la otra en las redes sociales y me encantaba ver que ella estaba viviendo su sueño, actuando en el teatro en Birmingham, aunque tenía que admitir que estaba un poco celosa de que su carrera hubiera funcionado mucho mejor que la mía.
Sentí que se me aceleraba el pulso cuando Molly empezó a leer el mensaje de Grace.
Querida Alice:
Espero que te estés portando bien en esa gran ciudad y que te esté tratando bien.
Por favor, perdóname por el mensaje que te envié de madrugada. Llevo las últimas veinticuatro horas planteándome si decirte algo o no, y al final he llegado a la conclusión de que, si yo estuviera en tu lugar, me gustaría enterarme. Me temo que tu abuelo no se encuentra bien. Su salud se ha ido deteriorando en los dos últimos meses y está ingresado en el hospital. Mi madre sigue limpiando y haciendo de ama de llaves de la Granja Honeysuckle. Y él le ha dicho que le gustaría verte por última vez, lo cual sé que puede ser difícil en las circunstancias actuales, pero creo que tenías que saberlo.
Si decides que quieres volver, siempre hay una cama libre para ti en mi casa. ¡A mí también me encantaría verte!
Grace xx
—¿Lo sabe tu madre? —Molly abrió los ojos como platos y volvió a meter los pies debajo de su cuerpo. Tragué saliva y negué con la cabeza—. Tendrás que decirle que vuelves a Inglaterra. No puedes marcharte sin decirle nada. —Molly logró esbozar una sonrisa—. Tienes que ir, Alice. —Su voz vaciló mientras me devolvía el portátil y yo cerraba lentamente la tapa—. Tienes que ver a tu abuelo. No viven para siempre y el tiempo es oro.
Sabía que Molly tenía razón. No tenía intención de largarme sin más, pero tampoco me entusiasmaba tener que decírselo a mamá. No tenía ni idea de cómo iba a reaccionar. Hacía años que no se mencionaba al abuelo; de hecho, no se había vuelto a hablar de él desde que nos fuimos de Inglaterra. Se me revolvía el estómago solo de pensarlo.
—No te preocupes, me tienes a mí para ayudarte —me dijo Molly, y me dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—Gracias, Mol. Significa mucho para mí.
—¿Estás segura de esto?
Asentí con la cabeza.
—Por supuesto —respondí—. Tengo que volver a verlo. Podría ser la última vez.
—Lo sé. —La voz de Molly apenas era un susurro.
—Grace no me mandaría un mensaje si no fuera grave, y algo dentro de mí me dice que tengo que intentar arreglar esta situación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó tímidamente.
—Quería al abuelo, sigo queriéndolo, pero cuando nos fuimos no tenía elección, tenía solo diez años. En cambio, ahora sí la tengo. Soy dueña de mis actos, y lo que haya pasado entre mi madre y él no me incumbe.
Molly hizo un breve gesto de comprensión.
—¿Tienes idea de por qué discutieron?
—No. —Negué con la cabeza y empecé a temblar al recordar aquel día—. No tengo ni idea. Lo único que sé es que el abuelo estaba enfadado y gritaba que ella lo había traicionado. —El dolor se me agarraba al estómago solo de pensar en esas palabras.
—¿Recuerdas mucho de Inglaterra?
Asentí con la cabeza y sonreí, y una calidez llenó mi corazón solo de pensarlo.
—El abuelo vive en la Granja Honeysuckle, y nosotras vivíamos en el anexo que había junto a la casa. —No me había dado cuenta de cuánto lo echaba de menos, hasta ahora.
—Suena como si fuera muy grande.
—Lo es. —Echando la vista atrás, recordé el edificio de tres plantas lleno de ladrillo visto, vigas de madera y enormes chimeneas de piedra que rugían en invierno—. Y había una escalera de caracol secreta en la parte trasera de la casa.
—Muy pintoresco, como sacado de una novela romántica.
Sonreí.
—La Granja Honeysuckle era idílica, rodeada de acres de tierra con muretes de piedra, ponis y gallinas. Tienes que ir a verla algún día.
—Me encantaría.
—Luego estaba la escuela de danza, donde empezó mi amor por el ballet y el teatro. Mi madre era profesora y ayudaba a llevar el negocio. La idea era que, cuando el abuelo se jubilara, ella se hiciera cargo de todo.
Molly frunció el ceño, preocupada.
—¿Sabes qué ha pasado con la escuela de danza? ¿Sigue funcionando?
—No estoy segura. Supongo que al final cerraría. —Mi tono era doloroso, al pensar en ello.
Nunca le había preguntado a Grace si seguía abierta. Con el paso del tiempo, nunca se me pasó por la cabeza qué había sido de ella, pero fue ese pequeño local el que moldeó mis sueños de convertirme en artista. Me encantaba bailar allí.
—Qué pena.
Asentí con la cabeza.
—Te encantaría Brook Bridge; es un pueblo muy bonito, el típico entorno idílico con encantadoras teterías también, todo rústico.
—¡Muy inglés!
Un repentino calor me recorrió el cuerpo, una sensación de pertenencia a mis recuerdos.
—Era un lugar maravilloso, pero no tengo ni idea de cómo es ahora. —Empecé a preguntarme si habría cambiado y lo diferente que podría ser.
De repente, el estado de ánimo de Molly decayó. Se mordió el labio inferior y bajó los ojos.
—Al menos, gracias a que viniste aquí nos conocimos.
—¡Mol! —exclamé—, voy a volver a Inglaterra por poco tiempo, unas semanas como mucho. Necesito recargar las pilas. Creo que necesito un cambio de aires y espero volver con nuevos bríos.
—¿Cuándo se lo vas a decir a Rose? —preguntó Molly como si me leyera el pensamiento.
Exhalé y respiré hondo.
—Estoy intentando ver cómo —dije, dándole vueltas en la cabeza.
—Y ¿cuándo piensas irte?
—Hoy voy a mirar vuelos. Solicité una tarjeta de crédito y me llegó ayer. Cuanto antes me vaya, antes volveré.
—Alice Parker, estaré contando los días que faltan para que vuelvas. —Abrió los brazos y caí en ellos, y abracé a mi amiga con fuerza.
Por mucho que fuera a echar de menos a Molly, la idea de regresar a Inglaterra yo sola me provocaba una sensación como de luciérnagas excitadas que me explotaran en la boca del estómago. ¿Era esta una oportunidad de volver a encarrilar mi vida? Me moría de ganas de ver al abuelo y a Grace y, por supuesto, la Granja Honeysuckle. Lo único que me dolía era que mamá no me acompañaría.
Veinticuatro horas más tarde, la calidez del aire de la tarde había hecho salir a la mayoría de los habitantes de la ciudad, y Molly y yo estábamos sentadas en los cómodos asientos de la azotea del bar de jazz, con vistas a los carteles de neón y a las gigantescas vallas publicitarias que iluminaban la ciudad. El cielo azul y despejado era el telón de foro perfecto para los rascacielos que brillaban a la luz del atardecer. Me encantaba ese bar, puro gypsy swing, con cócteles de impresionante elaboración y que se encontraba a tiro de piedra de la emisora de radio donde trabajaba Molly. La decoración era perfecta, con un interior poco iluminado, plantas en las paredes y la barra cubierta de guirnaldas de luces. La azotea era pequeña e íntima, y había un grupo tocando en el pequeño escenario que había en el rincón.
Molly me había convencido de que saliéramos. Ella invitaba, decía, pero, como su novio Jay era el encargado de la barra de este local de copas, casi nunca pagábamos las consumiciones. Él nos había reservado nuestra mesa favorita. En cuanto nos vio, sonrió y nos saludó.
En cuestión de segundos, apareció a nuestro lado con dos cócteles de prosecco en equilibrio sobre una bandeja redonda plateada.
—A esto es lo que se llama un buen servicio. —Molly sonrió a Jay con calidez y le besó en la mejilla—. ¿Podemos abrir una cuenta?
Él le guiñó un ojo.
—En mi turno no. Tú pones las sonrisas, y yo, las bebidas —respondió con un brillo en los ojos antes de darme un rápido beso en la mejilla.
—Trato hecho —dijimos Molly y yo al unísono, y luego nos echamos a reír.
Molly había conocido a Jay en este mismo bar hacía casi cinco años y desde entonces eran la pareja ideal. Él también era un auténtico neoyorquino, nacido y criado en aquella ciudad, y su sonrisa sería una de las que echaría de menos cuando regresara a Inglaterra.
—¿Un día ajetreado? —preguntó colocando los cócteles en la mesa delante de nosotras.
—Sí, el programa de radio ha sido divertido esta noche, y aquí la señorita —Molly me sonrió— ha hecho su último turno de limpieza y ha empezado a hacer la maleta.
—¿Cómo? —preguntó Jay, perplejo.
—¡Sabía que no me estabas escuchando cuando te lo contaba! —Molly le dio un codazo en las costillas en broma.
—¿Cuando me contabas qué? Siempre te escucho —le guiñó un ojo—, pero no a las tres de la mañana, cuando acabo de terminar mi turno y lo único que quiero es dormir.
—Mmm, estás perdonado —respondió juguetona.
Jay se volvió hacia mí.
—¿Adónde te vas?
—Me voy de viaje… a Inglaterra —respondí.
—No me lo esperaba —dijo, enarcó una ceja y se sentó en el brazo de la silla—. ¿Por alguna razón en especial?
—Mi abuelo está enfermo y hace mucho tiempo que no lo veo. Puede que sea la última vez que lo vea —dije, y le dediqué a Jay una sonrisa acuosa.
—¿Volverás?
—Por supuesto, no sé cuándo, pero no me ausentaré mucho tiempo —prometí.
—Te echaré de menos, mi Mary Poppins.
Sonreí a Jay. En cuanto entré con Molly, el primer día que fui al bar, Jay adivinó que yo era inglesa. Con el tiempo, obviamente, mi voz había adquirido un acento americano, pero en el fondo seguía habiendo una pizca de acento inglés. Me llamó Mary Poppins, un apodo que se me había quedado.
—Yo también, Jay.
—¿Cuándo te vas?
—Pasado mañana.
Se quedó callado y se tomó un segundo para asimilar esta información.
—Qué pronto. —Miró a Molly, cuyos ojos se habían empañado—. Yo invito a las copas esta noche. —Me tocó el brazo tímidamente antes de volver a la barra.
Durante un momento, Molly y yo nos quedamos contemplando el impresionante cielo nocturno, sorbiendo nuestros cócteles y perdidas en nuestros propios pensamientos, hasta que ella rompió el silencio.
—¿Con quién voy a tomar algo cuando te vayas?
—¡Haces que suene como si no tuvieras más amigos! Tienes toda una pandilla en la emisora. —Le sonreí.
—Pero no es lo mismo, ¿no? —Asomó el labio inferior con mal humor—. Tú eres mi mejor amiga.
—Estaré al otro lado del iPad, podemos hablar por FaceTime y volveré antes de que te des cuenta. —Las palabras salieron de mi boca, pero no sonaban convincentes, ni siquiera para mí misma.
Molly me señaló con el dedo índice.
—Más te vale, o iré a buscarte.
Aunque nos reímos, sentí que un aire de incertidumbre se cernía sobre mí. ¿De verdad quería volver a esta vida? No veía cómo iba a cambiar mi infelicidad aquí, con lo mismo de siempre, día tras día.
La banda de música en una esquina estaba ahora en pleno apogeo y había llegado un jovial grupo de sedientos bebedores, que disfrutaban del comienzo de una noche en el bar. Jay estaba ocupado entreteniéndoles y preparándoles las bebidas.
Molly me miró atentamente, con la pajita de su cóctel en los labios.
—¿Quieres que hablemos de lo de esta tarde? —me preguntó—. Me sorprendí cuando recibí ese mensaje. —Volví a mirar a Molly, tragué saliva y sentí que se me iba el color de las mejillas. Sabía que era la pregunta que llevaba queriendo hacerme toda la tarde—. Yo te habría acompañado, ¿sabes? —continuó suavemente—. No tenías que afrontarlo tú sola.
No había estado tan nerviosa en toda mi vida. Hacer una audición para un papel principal en una producción era una cosa —los nervios siempre hacían acto de presencia—, pero ni siquiera eso se acercaba a como me había sentido cuando fui a ver a mamá para decirle que iba a volver a Inglaterra. Me sudaban las manos, tenía náuseas y de verdad creía que me iba a desmayar.
—Lo sé, gracias. Pero, una vez que se me había metido en la cabeza que iba a ir, no había nada que me pudiera detener. Tenía que hacerlo de una vez por todas.
—¿Y puedo preguntar? —Molly se recostó en el asiento para mirarme con atención.
Mamá me había abierto la puerta con una sonrisa en la cara y, entonces, empezó a hacer sus comentarios habituales, como que no me esperaba y que disculpase el estado en que se encontraba el apartamento. Por supuesto, estaba inmaculado y no había nada fuera de su lugar. A continuación, como cada vez que yo aparecía de improviso, tuvimos la charla habitual: si ella hubiera sabido que yo iba a ir, habría hecho la compra, etc. Sabía que luchaba por mantenerse a flote tanto como yo, y yo a menudo había pensado en volver a vivir con ella, pero cuando empecé la universidad me independicé. Quería hacer las cosas a mi manera, necesitaba crecer como persona, y volver a vivir con ella habría sido incómodo para las dos, en un sitio tan pequeño.
Apuré mi copa.
—El tema del abuelo fue difícil de sacar, créeme. Me sentía como si caminara entre minas. Al final, le enseñé el mensaje de Grace que tenía en el móvil.
—¿Y?
—Y se quedó mirándolo un minuto sin decir nada. Siguió doblando la ropa como si no lo hubiera leído.
Una mirada de curiosidad apareció en el rostro de Molly.
—Entonces, ¿qué?
—Le dije que volvía a Inglaterra. Lo único que me dijo fue: «Haz lo que tengas que hacer». Me di cuenta de que se quedó preocupada, se le había ido el color de la cara y tenía lágrimas en los ojos, pero se limitaba a mirarse las manos, que le temblaban notablemente. Me disgustó verla así.
—¿Sabe ella cuándo te vas?
Asentí con la cabeza.
—Sí, se lo dije. Se levantó y se metió un momento en su dormitorio, donde oí golpes. Luego volvió con un librito azul en la mano.
—¿Qué era?
—Una cartilla de ahorros… —Respiré hondo—. Me dijo que, desde que era pequeña, el abuelo había estado ingresando dinero en una cuenta de ahorros para mí. Ella no tenía ni idea de si seguía haciéndolo, porque la libreta no podía actualizarse, pero, al llegar a Inglaterra podré comprobarlo en el banco y podré retirar el dinero.
—¿Cuánto hay? —preguntó Molly con una mirada inquisitiva.
—Cinco mil libras, pero esa era la cantidad hace trece años.
Me había quedado atónita cuando abrí la libreta. No tenía ni idea de que el abuelo hubiera estado ahorrando para mí. Mamá me dijo que no me lo había contado antes porque, después de su pelea, no quería aceptar nada de él. No sabía cómo retirar el dinero solo con la antigua libreta de ahorros, pero ahora que yo regresaba eso sería fácil de arreglar. El dinero era mío, y solo necesitaría mi partida de nacimiento y mi permiso de conducir para demostrar mi identidad.
Molly silbó por lo bajo y dijo:
—Qué sorpresa tan inesperada.
Asentí con la cabeza.
—Para ser sincera, no podría haber llegado en mejor momento. Y significa que no tengo que cargar mi vuelo a una tarjeta de crédito. Ya sabes cómo me asustan esas cosas, y los intereses no tardan en acumularse.
—Sí —asintió Molly—, pero con este dinero podrás pagarlo cuanto antes y te sobrará para el vuelo de vuelta a casa.
—Por supuesto. —Le sonreí—. Incluso le he pedido a mi madre que me acompañe, pero ella solo negó con la cabeza.
—¿Intentaste hacerla cambiar de opinión?
—Por supuesto, lo intenté, pero no quiso hablar del tema. Me dijo que lo dejara, me repitió que yo tenía que hacer lo que tenía que hacer, luego se levantó y empezó a doblar la colada de nuevo en una especie de trance. Fue como si yo no le hubiera dicho nada en absoluto.
Después de decírselo a mamá, sentí como si me hubiera quitado un peso de encima, pero me quedé preocupada por ella. Se la veía tensa, con los hombros caídos y ahora parecía que tenía el peso del mundo sobre sus hombros. Sabía que no podía insistir más en la conversación, pero estaba decidida a descubrir un día el secreto que nos había sacado de Inglaterra.
—Debió de ser un desacuerdo tremendo —sondeó Molly.
—Lo fue, y solo hay dos personas que saben la verdad: mi madre y el abuelo. Mi madre no lo dice, nunca lo ha dicho, pero puedo ver que está dolida. Ella también debe de echarle de menos.
—Será orgullo.
—Orgullo obstinado. ¿Cómo puedes dejar que las cosas se pongan tan mal?
—No estoy segura, pero hay una cosa que he aprendido en la vida: no hay nada tan divertido como las peleas populares o familiares.
Sabía que la discusión que presencié había sido acalorada y había dividido a la familia, pero aquella situación seguía desconcertándome. Llevábamos una buena vida en la granja; todo era pacífico y tranquilo, y las dos teníamos una relación con el abuelo que era un tesoro, hasta aquel día.
En Nueva York, mamá había desempeñado varios trabajos, como yo. La mayoría eran trabajos que detestaba, con horarios intempestivos, pero ganaba lo suficiente para llevar comida a la mesa. Mamá disimulaba delante de todo el mundo, pero en el fondo yo sabía que estaba triste y que había perdido las ganas de vivir que tenía en Inglaterra.
Allí ella era una respetada profesora de danza que trabajaba en el negocio familiar. Todos los años coreografiaba el espectáculo del pueblo; a sus clases acudían en masa tanto niños como ancianos y disfrutaban de cada segundo. Debía de echar de menos su vida en Inglaterra. Si pudiera retroceder al día anterior a la discusión, nuestras vidas habrían sido diferentes.
Asentí débilmente con la cabeza.
—¿Y si muere, Mol, sin que ella haya hecho las paces con él? —Se me escapó una lágrima de solo pensarlo—. Seguramente mi madre no sería capaz de vivir en paz.
Molly se levantó de la silla e inmediatamente me abrazó.
—No puedes castigarte por eso; es su decisión. Le has pedido que vuelva contigo y te ha dicho que no. ¿Qué más puedes hacer? Es su decisión. Estás haciendo lo correcto, haciendo lo que tienes que hacer. Eso es lo único que importa —me tranquilizó, pero eso no quitaba para que me sintiera preocupada por dejar sola a mamá. Yo quería que viniera conmigo.
—Te voy a echar de menos, Molly.
—No te me pongas sentimental, que me vas a hacer llorar —me pidió, tratando de mantener la voz firme.
—Hey, vosotras dos, no está permitido llorar en mi bar. —Nuestros ojos se desviaron hacia Jay, que había aparecido junto a nuestra mesa—. Y parece que vuestras copas están vacías. —Sonrió, y deslizó otras dos copas de cóctel prosecco espumoso delante de nosotras y recogió las vacías antes de equilibrarlas en su bandeja.
—¿Sabes qué, Jay? Eres el mejor camarero de la ciudad —le dijo Molly guiñándole un ojo.
—Gracias, Jay. Eres una superestrella —añadí con una sonrisa acuosa.
—¿Me da un abrazo, señorita Poppins, antes de irse?
—Por supuesto que sí —respondí, y me puse en pie sin vacilar.
Jay me abrazó fuerte.
—Vuelve pronto. Molly no es la única que te va a echar de menos.
—Asegúrate de cuidar de ella mientras estoy fuera.
Incliné la cabeza hacia Molly, que parpadeaba para detener las lágrimas.
—Claro —respondió, y abrió más los brazos—. Vamos, un abrazo de grupo. Y, cuando regreses, me llevaré a mis dos chicas favoritas a pasar una noche en la ciudad.
—Por eso merece la pena volver. —Les sonreí a los dos, tratando de poner cara de valiente, a pesar de las lágrimas, pero sabiendo que era poco probable que volviera pronto.
Me tumbé en la cama, con el portátil abierto y miré los correos. No había nada de mucho interés, salvo algunos de audiciones y notificaciones de próximos espectáculos de Broadway a los que me había suscrito. Suspiré y pulsé el botón de cancelar suscripción. ¿Qué sentido tenía torturarme leyendo esos emails? Al fin y al cabo, lo único que conseguía con ellos era nuevas cartas de rechazo.
Al entrar en Facebook, hice clic en el perfil de Grace, que era un catálogo de éxitos en comparación con mi decepcionante currículum. Actualmente protagonizaba el musical Mamma mia! en Birmingham. Había seguido su carrera en los últimos años y me maravillaba lo bien que le iba. Estaba viviendo un sueño, nuestro sueño, el sueño que las dos teníamos de pequeñas, cuando éramos la mejor amiga la una de la otra. Por supuesto, me alegraba por ella, pero una parte de mí sentía envidia de los papeles que ella había interpretado y de lo que había conseguido.
Me di cuenta de que Grace había subido un álbum de fotos en las que aparecía con el reparto de su última producción disfrutando de una noche de fiesta. Estaba impresionante. La larga melena ondulada le rebotaba sobre los hombros y le brillaban los ojos. El vestido de flores Cath Kidston que llevaba con su rebeca de punto vintage con borde festoneado parecía sacado de una revista de moda. En las fotos aparecía con varios grupos de personas, copa en la mano y siempre con una sonrisa perfecta. Ojeé el álbum, pero no conocía a ninguno de ellos. Todos tenían ese aspecto inmaculado y pulido del West End, sonrisas brillantes y ni un pelo fuera de lugar.
Al pasar los ojos por la siguiente foto, se me erizó el vello de la nuca y se me puso la piel de gallina. Mis ojos se clavaron en un par de hipnotizantes ojos color avellana y un rostro casi totalmente simétrico. Aquel hombre me paró en seco, y ¡eso me pilló completamente por sorpresa!
—Es innegable que es un hombre muy guapo —murmuré mientras se me cortaba la respiración y pasaba el ratón por encima del nombre que aparecía en la foto: Sam Reid—. De hecho, eso es lo que se llamaría orgásmico.
Sabía que estaba hablando sola, pero no podía apartar los ojos de la foto. Me quedé mirándolo un momento más y sentí que mi cuerpo se enrojecía de calor. Algo dentro de mí se había despertado. Me sentía, simple y llanamente, atraída por él. Había una suavidad en sus ojos y una dulzura en su sonrisa que me atraían. Navegaba por la delgada línea que separa lo atractivo de lo francamente sexi. Era la foto de una persona que no conocía, pero por la que sentí una conexión inmediata, una sensación que había estado ausente de mi vida durante mucho tiempo.
—¿Con quién hablas? —preguntó Molly, que apareció en la puerta sonriendo—. ¿Tengo que llamar a los de las batas blancas?
Aunque podría esperar que Molly se acercase, me sobresalté.
—Ja, qué graciosa. Estaba hablando sola, como tú —respondí con una sonrisa—. De hecho, estoy mirando las fotos que subió Grace anoche —dije, y volví a la primera foto.
Molly señaló la pantalla y se sentó a mi lado.
—Me encanta el vestido de Grace. Es la quintaesencia de lo inglés.
—Sabe cómo vestirse.
—Y ¿quién es ese? —Molly abrió mucho los ojos y señaló con el dedo exactamente la misma fotografía que me había llamado la atención.
—Sam Reid, según Facebook.
Volví a mirar la foto más de cerca. Estaba de pie junto a Grace, con el brazo sobre el hombro de ella, vestido con una camiseta vintage desteñida y unos vaqueros Levi’s.
—No me importaría restregar mi cara contra ese pecho. —Molly puso los ojos en blanco.
—¡Molly! Tú estás pillada —le dije, un poco enfadada, aunque sabía que estaba bromeando y que Sam Reid vivía en la otra punta del mundo, y ¿quién sabía si tenía pareja o no?
—Esa camiseta se ajusta perfectamente a… Bueno, en realidad, a cada parte musculosa, y esos ojos, y ese pelo desgreñado y desaliñado… —Inclinó la cabeza y, soñadoramente, se puso la mano en el corazón.
—Todo tuyo, Molly. Espía todo lo que quieras mientras voy al baño. —Me levanté y pasé por encima de mi maleta antes de mirar el reloj—. El tiempo corre. El taxi me recogerá en quince minutos —dije con sentimientos encontrados, triste por dejar atrás a Molly, pero consciente de que la vida no me estaba ofreciendo nuevos retos últimamente.
En unas pocas horas estaría volando a la otra punta del mundo y ¿quién sabía qué aventuras podría suponer mi viaje? Sentí una punzada de emoción al pensarlo.
—Lo sé, no quiero pensar en ello, pero este Sam Reid nos va a ayudar a pasar el tiempo antes de que vueles de regreso a la tierra de las granjas y la gente que habla como la reina —intentó decir con acento inglés antes de acercarse el portátil e inclinar la cabeza hacia la pantalla.
—No todos tienen el acento de la reina, ¿sabes? —insistí con una sonrisa, y desaparecí en el cuarto de baño.
—Trabaja en la misma producción que Grace —gritó tras de mí—, según su perfil de Facebook, pero no veo si está soltero o no. No hay estado civil.
—No todo el mundo vive su vida a través de Facebook. —Sonreí a mi propio reflejo en el espejo, esperando el estallido de Molly.