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Diana Rawlins salió del hospital con amnesia y un bebé en los brazos, pero no sabía qué había ocurrido. Su marido, Cal, estaba decidido a llegar al fondo del misterio, sobre todo porque una de las cosas que su mujer no recordaba era que estaban casados. A Diana sólo parecía interesarle su bebé, pero Cal sabía que era imposible que fuera de ella. Sin embargo, no estaba dispuesto a perder a su esposa. Si el bebé era la llave para llegar al corazón de Diana, lucharía para que ella volviera a enamorarse de él y para que pudiera quedarse con el niño.
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Seitenzahl: 179
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Rebecca Winters
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sin recuerdos, n.º 1507 - septiembre 2020
Título original: Undercover Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-131-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ES LA CASA de los señores Rawlins?
Cal Rawlins se puso la toalla alrededor del cuello, dispuesto a colgar el teléfono en caso de que fuera algún vendedor. Las siete y media de la mañana era un poco pronto como para molestar a nadie.
Si no hubiera sido por el buen humor que tenía después de haber hecho el amor con su amada esposa en aquella mañana del mes de junio, habría colgado de forma inmediata sin siquiera responderle.
–Sí.
–Llamo del departamento de urgencias del hospital Bonneville Regional. No se asuste, pero tenemos aquí a una señora llamada Diana Rawlins. Aparte de estar un poco desorientada porque se ha caído, parece que está bien. El niño parece que también está bien. Lo ha visto un pediatra, que lo está examinando ahora. Si por favor pudiera venir…
Al oír la palabra «niño» se quedó un poco más aliviado.
–Mi esposa se ha ido a trabajar y no tenemos ningún niño –le dijo–. Me parece que se ha confundido de Rawlins. Lo siento.
Colgó el auricular y se fue otra vez al cuarto de baño a terminar de afeitarse. Pensó en su matrimonio sin hijos, la única nube que oscurecía la felicidad matrimonial, porque su mujer deseaba tener un hijo.
En los cuatro años de matrimonio, Diana había sufrido tres abortos, perdiendo el feto a las ocho semanas. El último los había dejado destrozados a los dos, porque lo había perdido cuando tenía ya cuatro meses. Incluso le habían decorado la habitación donde iba a vivir.
Si hubiera sido un niño, le habrían llamado Tyler, como el abuelo de ella.
Si se volvía a quedar embarazada tendría que tener mucho cuidado y seguro que tendría que pasar por el quirófano para evitar que le volviera a ocurrir lo mismo. Pero hasta ese momento, Diana no se había quedado embarazada, a pesar de lo mucho que lo deseaba.
El médico le había dicho que se lo tenía que tomar con tranquilidad, que tenía que darle al cuerpo un descanso antes de intentarlo de nuevo. Cal estaba de acuerdo con el médico, pero convencer a Diana era otra cosa.
Cal había sugerido la idea de la adopción, pero ella la había descartado. No obstante lo había hablado con Roman Lufka, el mejor amigo de Cal y jefe de Diana en LFK Associates International.
Roman y Cal habían hablado de que si encontraban un niño para adoptar, a lo mejor se lo pensaba. Había veces que cuando se adoptaba un niño, la mujer de pronto se quedaba embarazada. Roman le había dicho que iba a investigarlo.
Era evidente que a él le apetecía mucho más tener un hijo natural, pero si no era posible, no le importaba adoptarlo. La felicidad de Diana era lo más importante. Eran muy felices en su matrimonio. Ella era su vida.
Mientras Cal terminaba de vestirse para ir al trabajo, decidió llamar a su amigo para quedar a comer ese mismo día. A lo mejor Roman ya había averiguado algo al respecto.
Estaba a punto de levantar el teléfono para hacer la llamada, cuando volvió a sonar otra vez. Llamaban de nuevo del hospital. Frunció el ceño.
–¿Señor Rawlins? ¿Vive usted en 18 Haxton Place, en Salt Lake?
–Sí. Pero ya le dicho antes que no tenemos hijos.
–Sin embargo esta señora dice que es la madre del niño. Hemos comprobado su permiso de circulación y la dirección que pone es la que le he dicho –sintió un escalofrío por la espalda–. Es una mujer alta, rubia y con los ojos verdes.
–Esa es mi mujer. ¿Podría hablar con ella?
–Ahora mismo no. Como le he dicho hace unos minutos está un poco desorientada.
–Voy ahora mismo.
Sintiéndose como si le acabaran de dar una patada en el estómago, salió disparado de la casa. Condujo su Saab a toda velocidad hasta el hospital.
Cuando vio el Buick de color blanco de su esposa aparcado, tragó saliva. Su presencia indicaba que había ido al hospital a primera hora de la mañana. Había salido de casa tan solo una hora antes que él.
¿Qué le podría haber ocurrido en tan corto espacio de tiempo? Además, lo del niño no tenía sentido alguno.
–Hola, soy el señor Rawlins –saludó, en cuanto llegó a la recepción del hospital–. Me han llamado porque mi esposa está aquí.
–Siéntese un momento, por favor, enseguida lo atienden.
Cal prefirió quedarse de pie. Estaba demasiado nervioso como para sentarse a esperar. A pesar de que la persona que lo había llamado le había asegurado que Diana estaba bien.
–¿Señor Rawlins? Soy el doctor Farr, el que ha examinado a su esposa. Entre por favor.
Cal siguió al médico y entró en una sala. Pensó que el doctor le iba a llevar directamente donde estaba Diana. Al ver que no lo hacía, sintió como si tuviera un agujero en el estómago.
–¿Está bien mi esposa? Eso es lo único que me interesa.
El doctor Farr lo miró.
–Cuando se cayó, se pegó un golpe en la nuca. Le hemos hecho una radiografía y parece que solo es una contusión. Pero está un poco desorientada. Le he pedido al neurocirujano que venga a examinarla. Estará aquí en unos minutos.
Cuando asimiló el mensaje del médico, Cal levantó la cabeza y le preguntó:
–¿Está muy desorientada?
–Los auxiliares de enfermería la encontraron a la entrada de urgencias. Estaba sentada en el asfalto, medio mareada y agarrada a su hijo. No recordaba su nombre, ni dónde vivía, ni lo que estaba haciendo allí. Tuvieron que buscar en su bolso algún tipo de identificación para poder llamarlo.
Cal sintió un sudor frío en todo su cuerpo.
–¿La vio alguien caer? ¿Cómo saben que no la atacó nadie?
–Parece que se resbaló en el cemento. El camino está inclinado y probablemente se cayó para atrás. Tenía un poco de sangre en la cabeza y heridas en los codos. El niño parecía que estaba bien, pero como ya le he dicho los índices de bilirrubina eran muy altos. El pediatra lo está tratando.
Cal movió la cabeza, incapaz de creerse lo que estaba oyendo.
–Pues no sé de quién puede ser el niño.
–A lo mejor de alguna amiga.
–Puede, pero no se me ocurre de quién. A lo mejor Diana se ofreció para cuidarlo y se le olvidó comentármelo. Pero lo que no entiendo es cómo lo iba a cuidar cuando se supone que iba a trabajar.
–Pronto lo sabremos, en cuando su esposa empiece a recordar.
–Tiene razón. ¿Puedo verla?
–Claro. Venga conmigo. Lo que le ruego es que no se alarme, porque la pérdida de memoria es algo muy frecuente en las personas que se dan golpes en la cabeza.
La pérdida de memoria era otro término para referirse a la amnesia. Una palabra que ponía a Cal la carne de gallina.
–En la mayoría de los casos es algo temporal. En doce horas aproximadamente seguro que vuelve a su estado normal. Solo quería que estuviera preparado en caso de que no lo reconozca.
¿Cómo no lo iba a reconocer?
Cal desechó de inmediato la idea. Podría estar mareada, pero era imposible que no reconociera a su propio marido. Eran como dos almas gemelas. Eso fue lo que sintieron nada más conocerse.
–Pase por aquí. Si necesita algo, estaré en mi despacho.
Cal asintió y entró en otra habitación, con el corazón a toda velocidad. Nada más entrar sintió unos deseos inmensos de abrazar a la mujer que solo una horas antes había estado en la cama con él.
En lugar del vestido verde con el que había salido de casa, llevaba una bata del hospital y parecía como medio dormida. Estaba tumbada en una camilla, con los ojos cerrados.
De todas maneras no tenía mal aspecto. Seguro que podría irse con él a casa.
Se acercó a ella para examinarle el codo. Nada más tocárselo abrió los ojos.
–¿Diana? –le dijo al ver que estaba despierta.
De forma instintiva, le puso los labios en su boca, en una demostración del amor que habían compartido esa misma mañana.
Al ver que ella no respondía, él trató de que abriese los labios, para provocar la respuesta que él tanto necesitaba.
–No… –suplicó ella–. Por favor –le puso la mano en el hombro para apartarlo.
Nunca antes lo había rechazado. Asustado por su respuesta, levantó la cabeza y la miró. Lo estaba mirando con sus ojos verdes como si no lo conociera. Solo vio signos de ansiedad.
Parecía de verdad que no lo reconocía.
¡Aquello era imposible!
–¡Diana, soy yo, Cal, tu marido! ¿Por el amor de Dios, di algo!
Esperó a que ella dijera las palabras que él tanto necesitaba oír.
–Lo siento –susurró ella al cabo de unos minutos–. Pero no sé quién eres. ¿Podría, por favor, hablar con el médico?
El terror se apoderó del corazón de Cal, al oír aquellas palabras.
El hombre de anchos hombros que estaba al lado de su cama acababa de decir que era su marido, Cal. La había llamado Diana y la había besado como si la conociera de toda la vida.
Cuando la habían llevado a urgencias, el doctor Farr se había dirigido a ella como la señora Rawlins. Estaba claro que estaba casada y seguro que su marido llegaría pronto a verla.
Miró al hombre de pelo oscuro, con una expresión en sus ojos del mismo color. Le recordaba a los anuncios que había visto en la publicidad de las revistas, que aparecían subidos a un caballo, anunciando alguna marca de cigarrillos. Pero aquel hombre iba con traje y corbata y tenía un aspecto muy sofisticado.
Parecía un hombre muy confiado, con control de su propio destino. Ella no recordaba estar casada con un hombre de aspecto tan masculino y dominante.
Todos los poros de su cuerpo estaban llenos de sudor. Era incapaz de recordar nada a partir del momento que la habían llevado a ella y a su hijo a urgencias.
La sensación de angustia que recibía de aquel hombre que no conocía la hacía sentirse incómoda y culpable, porque no podía hacer nada por evitarlo.
Se miró la mano y vio el anillo de diamantes que llevaba en un dedo. En otro llevaba una alianza. Parecía que de verdad estaba casada con aquel hombre. Y que los dos tenían un niño.
¡El niño!
Tenía que ver a Tyler cuanto antes.
¿Por qué no se lo habían llevado todavía?
El médico le había dicho que estaba bien. No sabía por qué tardaba tanto.
Deseando que aquel hombre que decía ser su marido se fuera de su lado, le preguntó:
–¿Podrías hacerme un favor?
–Sabes que haría cualquier cosa por ti, querida –le respondió–. ¿Qué quieres?
–¿Podrías ir por Tyler y traérmelo?
–¿Tyler?
–¡Mi hijo! –exclamó, sin entender por qué se lo había preguntado tan extrañado–. Quiero ver a Tyler –le dijo, con lágrimas en los ojos–. Me dijeron que no le había pasado nada cuando me caí, pero quizá el médico ha encontrado algo después de examinarlo.
Le dio un beso en la frente.
–Volveré enseguida, cariño.
Cuando salió de la habitación respiró más aliviada. Si la volvía a tocar de nuevo, o le dirigía aquellas palabras de cariño, le diría a la enfermera que no lo dejara entrar.
Dolido por la actitud que ella había mostrado cuando él le dio el beso, Cal salió de la habitación y se fue a buscar al doctor Farr, que estaba rellenando un cuestionario. Al verlo acercarse, el médico levantó la cabeza.
–¿Qué tal está su esposa? ¿Lo ha reconocido?
–Todavía no –le respondió, soltando el aire que había retenido hasta aquel momento–. Pero ha llamado al niño Tyler –le explicó al médico el significado de aquel nombre.
El médico le sonrió.
–Eso es un buen síntoma. Parece que poco a poco va recuperando la memoria. Estoy seguro de que el doctor Harkness opinará lo mismo. Le diré que lo está esperando en cuanto quede libre.
–Se lo agradezco. Sin embargo, hay otro problema. Diana está preocupada por el niño y quiere ver si está bien. Ya le he contado lo que le pasó en el último aborto que tuvo, por lo que no creo que sea una buena idea.
–Entiendo sus preocupaciones, señor Rawlins. No quiere que se encariñe mucho con un niño que no es suyo. Pero, por otra parte, yo creo que es positivo no crearle más ansiedad en estos momentos. Si ver al niño la tranquiliza, puede que esa sea la mejor medicina para iniciar el proceso de curación.
–¿Qué edad tiene el niño?
–Yo creo que tres o cuatro días.
¡Tan pequeño!
Cal sintió un escalofrío en todo el cuerpo. ¿De dónde había salido aquel niño? ¿Qué hacía Diana con él? Cada vez estaba más confuso.
–¿Podría pedirle a alguien que le lleven al niño?
–Tiene que estar en la incubadora. Pero veré lo que puedo hacer. Mientras tanto, vuelva con su esposa a ver si hablando con ella empieza a recordar algo.
Cal asintió. Pero antes tenía que llamar a Roman.
Porque estaba claro que aquel niño tenía que ser de alguien.
Si Diana no recordaba nada en las siguientes horas, la policía empezaría a buscarlo. Seguro que a Roman se le ocurriría alguna forma de tratar aquel asunto de forma discreta.
Porque era imposible que su mujer lo hubiera robado. Pero fuera cual fuera la explicación, seguro que no querría desprenderse de él, aunque recuperara la memoria.
Aquel accidente había ocurrido poco después de su último aborto. Cuanto antes empezaran a buscar un niño para adoptar mejor.
Buscó una habitación vacía desde donde pudiera hablar con su amigo en privado. Sacó el móvil y lo llamó.
–¿Hola?
–Roman, soy Cal.
–¡Hola! Me alegro de que hayas llamado. Le estaba diciendo a Brittany que teníamos que vernos los cuatro este fin de semana. Por cierto, ¿dónde está la mejor ayudante que he tenido jamás? Me dijo que iba a llegar temprano.
–Por eso te llamo. Estoy en el hospital. Diana está en urgencias. Se ha dado un golpe en la cabeza.
–¿Qué?
Cal cerró los ojos. Estaba demasiado afectado como para hablar.
–No digas más. Voy para allá ahora mismo.
–Gracias –le respondió Cal en un susurró y volvió a meterse el teléfono en el bolsillo. Porque lo que más necesitaba en aquel momento era un amigo a su lado. Se fue a la habitación donde estaba Diana.
Había un médico examinándola. Cal se imaginó que sería el doctor Harkness. Con una mirada el médico le indicó que quería estar a solas con la paciente.
Resistió como pudo sus deseos de decirle que él era el marido de Diana y que quería estar presente. Pero el doctor Harkness le había indicado con claridad que lo esperara en recepción.
Incapaz de estar parado en un sitio, Cal decidió salir fuera a esperar a Roman. Tenía que respirar aire fresco, aire que no oliera a antiséptico. Cuando salía le preguntó a alguien que le enseñaran dónde se había caído su esposa.
–¿La vio alguien caerse?
–No que yo sepa, señor. Salimos y cuando entraba una ambulancia la vieron en el suelo. Tenía las pupilas dilatadas. No sabía dónde estaba y la metimos en urgencias.
–Muy bien, gracias.
Se fue hacia el coche de Diana. Había dejado las puertas sin cerrar con llave, algo que ella nunca hacía. Lo cual indicaba que se había dirigido tan deprisa a urgencias que ni siquiera se había parado a cerrarlas.
De pronto vio una caja de cartón rectangular en los asientos de atrás. Abrió la puerta y alcanzó la caja. No había nada dentro, pero estaba forrada con tela de algodón.
¿Habría encontrado al niño en aquella caja?
–¿Cal? –oyó que una voz familiar lo llamaba.
Cal se dio la vuelta y vio a Roman de pie. Había llegado casi volando desde su oficina.
–¿Qué ocurre?
Le contó a su amigo todo.
–Y lo más grave, Roman, es que no me reconoce.
Le dio un golpe en la espalda.
–Cuando estaba en la policía vi muchos accidentes como este. Su amnesia es temporal.
Cal sintió un escalofrío.
–No te puedes imaginar lo que es besar a tu mujer, mirarla a los ojos y ver que siente miedo y rechazo por ti.
–No, no me lo imagino. Pero hace solo dos horas que ha tenido el accidente. Dale tiempo para que se recupere. Dentro de poco volverá a recordar. Mientras tanto, vamos a ver lo que hay en el coche que nos dé una pista de lo que ha podido pasar.
Roman era la voz de la sensatez. Juntos buscaron en el interior del coche, pero no encontraron nada.
–¿Has mirado en su bolso, o en su ropa?
–No –le respondió Cal con voz ronca–. La reacción que tuvo me dejó la mente en blanco.
–Bueno, vamos dentro a ver si podemos averiguar algo que ponga un poco de luz en todo esto.
Cal asintió y los dos entraron en urgencias. El doctor Harkness los estaba esperando en recepción.
Después de saludarse les dijo:
–Según les ha dicho el doctor que la atendió, su esposa sufre de amnesia causada por el golpe que se ha dado en la cabeza. No parece que haya olvidado las cosas que hay a su alrededor. Por ejemplo, sabe que está en un hospital, sabe la hora, sumar y cosas de esa índole. Pero no recuerda nada de su pasado. Pero poco a poco irá recordando.
–¿Cuánto va a tardar, doctor?
–Nadie puede responder esa pregunta. Tendrá que ser paciente. Mi consejo es que no la fuerce. Su mente parece que no quiere recordar. ¿Le ha ocurrido algo hace poco que haya supuesto un trauma para ella?
Cal empezó a asentir.
–Ha tenido tres abortos seguidos. El más reciente ha sido un golpe muy duro para los dos. Desde entonces, Diana ha estado obsesionada con la idea de volver a quedarse embarazada y tener un niño. Quiso tener un hijo desde que nos casamos.
–Esa puede ser una razón por la que no quiere recordar, señor Rawlins. El doctor Farr me ha dicho que el niño que llevaba en sus brazos no era suyo y que no sabe de quién puede ser.
–No. Roman es el jefe de una agencia de detectives y va a investigar el caso.
–Muy bien –respondió el médico–. Pero creo que se habrá dado cuenta de que ella piensa que el niño es suyo.
–Sí. Y eso es lo que me preocupa.
–Le aseguro que a mí también. El doctor Farr me ha dicho que usted no quiere que vuelva a ver al niño. Y yo he de confesar que soy de la misma opinión. Pero también veo el punto de vista de mi colega. El niño puede tranquilizarla y hacerla perder el miedo. Está muy asustada de no poder recordar nada. Parece que ese niño es el único nexo de unión con el presente.
–¿Y qué debo hacer?
–El niño tiene que estar unas horas en la incubadora todavía. Ya la he informado a su esposa de su situación. Parece que ha aceptado el hecho de que tendrá que esperar unas horas a verlo. Confiemos en que poco a poco vaya recordando cosas.
–El problema es que le repugna mi presencia –respondió Cal.
–Me ha dicho que tiene miedo de usted. Por eso no lo invité a quedarse mientras estaba examinándola. Es una reacción natural. Para ella usted es un desconocido. La voy a dejar aquí esta noche bajo observación. Por la mañana, si después de hacerle las radiografías vemos que está bien, la enviaremos a casa. Por el momento, mi consejo es que la trate más como si fuera una hermana que como una esposa. Poco a poco vaya presentándole a su familia y a los amigos, pero sin asustarla por la pérdida de la memoria. No la fuerce. Se está protegiendo a sí misma. – Cal movió la cabeza–. No intente ningún contacto físico.
–Ya lo intenté. La besé y ella no me respondió.
–Un gesto natural por su parte, pero que explica su ansiedad. Hasta que recupere su memoria tiene que volver a tener confianza en usted. Ya sé que es una situación difícil, pero estoy casi seguro de que es algo temporal. Dentro de poco volverá a recuperar la memoria.
Después se dirigió a Roman.
–Tendremos que informar de lo del niño a la policía, pero si usted averigua algo, háganoslo saber.
–Por supuesto. Espero tener algunas respuestas en pocas horas.
–Muy bien. Los veré entonces más tarde. Los médicos me mantendrán informado del estado de su esposa. Si tienen algo que preguntarme no duden en llamarme.
–Gracias, doctor Harkness.
El doctor sonrió.
–Es una mujer encantadora. Puedo entender sus temores. En estos momentos es cuando los votos del matrimonio tienen más significado.