Snehild - La vidente de Midgard - Anne-Marie Vedsø Olesen - E-Book

Snehild - La vidente de Midgard E-Book

Anne-Marie Vedsø Olesen

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Beschreibung

Snehild viene al mundo en medio de una sangrienta guerra. Su madre huye atravesando los bosques y llega a la ciudad de Himlinge, donde se cría Snehild. Cuando la poderosa sacerdotisa suprema de la ciudad tiene la sospecha de que Snehild tiene poderes superiores a los suyos, decide deshacerse de ella. Esta saga está inspirada en la mitología nórdica y se desarrolla en Dinamarca durante la Edad del Hierro. Un arrebatador relato sobre mujeres fuertes, venganza, destino y la gracia de los dioses en una época donde la pasión y el honor decidían el desenlace de las batallas.-

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Anne-Marie Vedsø Olesen

Snehild - La vidente de Midgard

Traducción de Daniel Sancosmed Masiá

Saga

Snehild - La vidente de Midgard

 

Translated by Daniel Sancosmed Masiá

 

Original title: Snehild

 

Original language: Danish

 

Copyright © 0, 2023 Anne-Marie Vedsø Olesen and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726922516

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Gigantes recuerdo

en remotos tiempos

de ellos un día

yo misma nací;

los anchos mundos,

los nueve recuerdo,

bajo tierra tapado

el árbol glorioso.

Völuspá. La profecía de la vidente. Edda Mayor.

Prólogo

Asdis nota de nuevo cómo el bebé da patadas y, después, una pesadez, una presión contra el suelo, como si la succionasen las raíces del Yggdrasil. El fruto de su vientre lleva muchos meses incontrolable y fuerte como un lobezno.

Ahora quiere salir. Ella lo nota. También es que ya es el momento.

Afuera está nevando. Las ráfagas han empezado a soplar y hacen que la puerta de madera cruja, pero el viento no entra, ella lleva todo el otoño aislando la cabaña con esmero.

Entonces lo oye. Primero como una agitación en el aire; un remolino de elfos, alcanza a pensar antes de que el ruido se vuelva lo bastante real como para comprender la amenaza.

No hay tiempo que perder, ella nunca ha dudado y ahora tampoco lo hace: agarra el manto de piel y el cuchillo, se echa a la oscuridad de la noche y comienza a correr.

Resuenan los gritos y las voces.

Asdis corre entre cabañas, serpentea entre hombres armados; tiene que salir de la aldea, ir hacia el bosque. Siente fuego tras de sí, el crepitar y el fulgor, y oye gritos de guerra y cuchillos afilándose.

Una flecha le pasa susurrando al lado de la cabeza, pero ella no grita ni mira atrás. Para sobrevivir hay que actuar de forma metódica, sin dudas ni emociones, eso siempre lo ha sabido. En momentos de peligro no hay hueco para los sueños de elfos.

La nieve ha arreciado, es compacta, un soplo frío, como el aliento que viene de Niflheim, pero aquello es beneficioso: los copos que se arremolinan cobijan frente a miradas enemigas.

Y ella da las gracias a la nieve que cae cuando por fin puede correr entre los abetos.

Los gritos que suenan tras ella son más débiles, han cambiado; hay menos alboroto masculino y más gritos de mujeres.

Tiene que adentrarse en el bosque, correr hasta que no pueda oír la batalla.

Le atraviesa un dolor, es como hielo y fuego, como el agua creadora del abismo Ginnungagap que ahora corre por sus piernas, y se retuerce y cae de rodillas.

La nieve es profunda, las manos se entierran en ella y todo se enfría, pero ella aún no puede levantarse. Jadea de dolor, el cuerpo está rígido como el arco del enemigo y ella sigue oyéndolo a lo lejos y sabe que tiene que ponerse de pie y continuar. No puede dar a luz a la criatura aquí. Ambas morirían.

Pero tiene contracciones y ya ha roto aguas. No tiene mucho tiempo para encontrar un sitio adecuado.

Cuando disminuye el dolor, Asdis se levanta a duras penas. Se sopla las manos para calentarlas y se estrecha una piel contra el cuerpo. Está confeccionada de crías de zorro y le viene de maravilla.

La nieve se acumula en las ramas de los pinos, la nevada apenas se oye dentro del bosque; el viento susurra entre las copas de los árboles, pero no llega a las raíces, y ella da pasos pesados que hacen crujir a la profunda nieve. Gélidos copos aterrizan en sus pestañas y se derriten en sus mejillas.

Hay un cobertizo junto al arroyo, el que usan los pescadores, y a la luz del día no tendría problemas para encontrarlo. Pero la oscuridad está llena de copos centelleantes y el cielo nocturno no muestra ni la luna ni estrellas que puedan guiar su camino.

Tiene que intentar encontrar ese cobertizo. Es su única esperanza.

El bebé vuelve a hacer presión, ella jadea, mientras la nieve sigue azotando; es el gigante Forniot, ha convocado a toda su estirpe, Frosti, Sne y Vind-Kåre; el mundo se reduce a abetos cubiertos de nieve y a dolor genital y frío en las manos y en los pies.

Le caen lágrimas por las mejillas, le gustaría tanto tener al bebé entre sus brazos. Pero no es una gigante, no puede vencer a la estirpe de Forniot, el viento, el hielo, la nieve; no tiene las fuerzas de una diosa. Y por primera vez piensa que esta quizá sea la noche de su muerte. No se puede luchar contra el destino.

Vuelven los dolores del parto y ella cae de nuevo a cuatro patas, como si fuera un animal.

Podía ser una perra o una zorra o una loba; podía ser una gatita al calor de la hoguera, piensa, y se enfada consigo misma por esos sueños de elfo, que solo traen muerte.

Preferiría ser una loba, estaba llena de dolor, era hielo y fuego; el sufrimiento es insoportable, tiene náuseas y sudor frío, los dedos azules, y su mirada navega hacia la muerte mientras miles de cuchillos le atraviesan el útero.

La niebla y la nieve la arropan, los ojos le hacen chiribitas, se llenan de manchas oscuras. Y ella ve a la muerte venir montada en un lobo enorme.

Le da la bienvenida.

—Dulce muerte —le dice jadeando a la enorme mujer cuando llega la siguiente contracción.

La gigante se baja del lobo; suelta la rienda, que parece una serpiente, una rienda de víbora resbaladiza, escamosa, que se retuerce por el cuello del lobo.

Asdis nota la fatiga mortal, va flotando hacia Helheim, la tierra gris de los muertos, y se siente bien, porque ya no puede más.

Estira el brazo hacia la mujer.

Unos brazos fuertes la levantan.

Y se queda flotando en los copos de nieve, en la noche, en la nada.

 

—Tranquila —dice la gigante.

Asdis está tumbada sobre unas ramas de abeto secas. El cobertizo tiene tres lados y ella tiene una buena visión nocturna. Junto a la entrada hay una pequeña hoguera encendida. No se ve al lobo con las víboras, solo la nevisca, cuya fuerza parece ir en aumento. El viento sigue soplando, pero ella está en el refugio. Quizá lo del lobo fue una visión.

—¿No eres la muerte? —pregunta Asdis, y levanta la vista hacia un rostro curtido rodeado de un cabello greñudo entre castaño y gris.

—Pues no —dice la mujer entre risas—. Soy Hyrrokin, de la estirpe de los gigantes. No te asustes, ya he hecho esto antes. Estoy notando la cabeza del bebé. Dentro de poco tendrás que empujar con todas tus fuerzas.

La gigante Hyrrokin le ha abierto las piernas y ha metido los dedos.

El aullido del viento arrecia y, cuando llega la siguiente contracción, Asdis piensa que el viento se convierte en palabras que ella comprende.

—Las nornas —dice Hyrrokin asombrada y mira hacia fuera. Luego mira a Asdis y le ordena que empuje.

—¡Allí, allí, son tres! —grita Asdis mientras aprieta y hace que la desesperación y el dolor se vayan.

Las tres vagas sombras se inclinan allá fuera en los remolinos de nieve bajo los fresnos y ella las conoce y las oye; aprieta sin parar, las voces de las nornas son el mismísimo viento, sus palabras son copos de nieve entre la tormenta, y el bebé sale.

Las nornas gritan a los cielos de la batalla de nieve.

 

Urd dice:

Tu padre era tuerto,

tú bebiste del mismo pozo.

 

Verdande dice:

Que en las tormentas de Frosti

encuentres tu ser y tu nombre, Snehild.

 

Skuld dice:

Reinos y reyes te adeudarán sangre,

piensa bien tus palabras, llevas hierro en tu corazón.

 

Las nornas gritan con triple alegría:

no visto para la estirpe de Ask y Embla,

pero no para Snehild:

el hacha asesina,

la promesa rota,

la tierra partida,

el aliento del lobo y el engaño de los dioses.

Sigue tu camino, hija de la visión,

abraza tu gloria para no desaparecer,

con el sol crepuscular en las fauces del lobo.

PRIMERA PARTE

VERDANDE

Capítulo 1

Describió una línea recta en lo que parecía la punta de una nariz. Los dedos de Snehild se deslizaron por los dibujos. El siguiente trazo parecía una casa que se derrumbaba.

Mamá Asdis le había tomado prestada la vara a Brynjulf. Estaba hecha de madera de haya y llena de signos tallados. Brynjulf Ravneblik era especial, sabía leer las runas y era el consejero más importante del rey. Todo el mundo lo temía un poco, excepto Asdis, que solía hablar con él largo rato y siempre acababa contenta tras las charlas.

Snehild comprendió lo que significaba eso. Cuando era pequeña se solía imaginar cómo sería tener padre. Ahora comenzaba a pensar si Brynjulf sería bueno para ella. Tenía talento y era poderoso, pero parecía no importarle mucho la adolescente Snehild. No la miraba ni le hablaba cuando iba a visitar a su madre.

Asdis decía que las runas contenían las fuerzas de los dioses. Y también que Snehild algún día podría interpretarlas. Ahora su madre aprendería antes que ella.

—¡Snehild, ven! —dijo Asdis con una voz inequívoca.

Snehild se puso de pie a regañadientes y fue hacia la puerta. Se iban a recoger verduras.

El veranillo de San Miguel la deslumbró cuando salió de la oscura cabaña, la luz del sol era penetrante, el cielo, blanco, y, a pesar de los primeros fulgores amarillentos del otoño, la mayoría de las copas de los árboles permanecían en verde oscuro, los prados florecían como un mar de plantas de varios colores, los arbustos rebosaban de frutos y en el horizonte se veían los campos dorados de los grandes granjeros.

Ellas vivían en la parte externa de la aldea. Himlinge era un pueblo rico situado en el extremo oriental del reino de Sialand, y el palacio del rey Tormod y de la reina Grid era conocido más allá de Himlinge. Los comerciantes se dirigían a la plaza con sus carros, había campesinos con frutas y cazadores con pieles, y un vendedor de hidromiel se había tumbado delante del curtidor y gritaba exaltado.

Siguieron el llano camino de tierra que salía de Himlinge. Asdis comenzó a hacerle un examen a Snehild sobre qué alimentos sanadores se podían encontrar en esa época del año.

—Ortigas muertas —respondió tras dudar—, bolsas de pastor, bardanas.

—¡Asdis, espera!

El grito vino desde atrás; Snehild se giró y vio a Ragnfrid, la pelirroja sacerdotisa suprema, acercándose con rapidez. Se detuvieron y la esperaron.

Snehild se echó un poco hacia atrás. Era como si el aire que había entre las dos mujeres estuviera teñido de sangre de batalla.

—Que la paz de Freya te acompañe —saludó Ragnfrid—. ¿Es verdad que estás aprendiendo el lenguaje las runas? Ásgar vio que Brynjulf te daba una vara.

—Lo que pase entre Brynjulf y yo solo les concierne a los dioses —contestó Asdis—. ¿Estás celosa? He visto cómo lo miras con esos ojos de cordero degollado.

—Soy la lengua de los dioses en Midgard —dijo Ragnfrid, que parecía estar luchando por contener un ataque de furia—. Sabes perfectamente que la magia rúnica solo pertenece a los elegidos: a los sacerdotes o a Brynjulf, que es el consejero y el mensajero del rey. Asdis, tú no eres nada de eso.

Asdis no respondió, su rostro se quedó inmóvil cuando se giró para llamar a Snehild.

—Snehild, ven, le he prometido a la reina Grid que llevaría más corteza de sauce.

Caminaron y dejaron tras de sí a la furiosa Ragnfrid. Snehild comprendió que su madre había nombrado a la reina Grid a propósito porque Ragnfrid había intentado humillarla. Conocer a la reina daba poder.

Cuando estuvieron fuera de la ciudad, Snehild preguntó por qué su madre y Ragnfrid no se caían bien.

—A veces, a los adultos les pasan estas cosas.

—Madre, tengo doce años. Entiendo lo de Brynjulf.

Asdis la miró. Un mirlo cantaba y las margaritas crecían. A Snehild le pareció que tras ese día veraniego soleado se ocultaba algo desagradable, algo que se había puesto en marcha tras el encontronazo entre Ragnfrid y su madre.

—Petasites rojas —dijo Asdis, se agachó y cogió una—. Se las reconoce por el olor, intenta partir el tallo. La raíz cura heridas.

Snehild notó cómo aumentaba su enfado. Su madre se respondía a sí misma y eso le hacía sentir indefensa.

—Ahí —prosiguió Asdis y señaló a un grupo de flores violetas que le llegaban a Snehild por la tibia—. Dime qué flores son esas.

—Son lengua de buey —contestó Snehild con sequedad—. Se emplea para la tos y el dolor.

Asdis supo ver el enfado subyacente de Snehild.

—Eres buena —dijo con dulzura y la examinaba minuciosamente—. Un día te pedirán consejo a ti. Te has ganado venirte conmigo a la fiesta. De todos modos, pronto serás adulta.

Capítulo 2

Ragnfrid estaba entrando en la ciudad. Tenía que usar un puñal nuevo y había que tallarle unas runas en la empuñadura. Debía de tener un poder especial cuando hiciera el sacrificio y estaba segura de que estaría listo para el inminente ritual de otoño.

La casa de Ragnfrid estaba junto al bosque de Himlinge. Se la había concedido la anterior sacerdotisa suprema y estaba convenientemente situada cerca de la arboleda sagrada; cada mañana, al amanecer, Ragnfrid saludaba a los dioses antes de entrar en el palacio real para atender preguntas y dar consejos.

Caminaba veloz, como de costumbre; no soportaba el trote cochinero sin rumbo y apreciaba ver a los campesinos que cosechaban en los campos del oeste. Todas las manos libres ayudaban. Amenazaba tormenta. Delante de ella había carros entrando a la ciudad y vio un pequeño grupo de lanceros del rey Tormod haciendo guardia junto a la empalizada.

Los pensamientos de Ragnfrid giraban en torno al encuentro del día anterior con Asdis, que estaba aprendiendo las runas y quería tomar cartas en el asunto. El dominio de las runas no era para todo el mundo. No podía permitir que se diluyera el poder de los sacerdotes.

Ragnfrid llevaba soñando con ser sacerdotisa desde que era una mocosa con pecas y largas trenzas pelirrojas. Soñaba con ser la única que entendiera la voluntad de los dioses y poder pedirles ayuda. De niña había seguido con atención los sacrificios de todo tipo, había escuchado las voces del bosque y del río y había sentido la presencia de los dioses al tocar las piedras y los troncos de árboles. Había practicado el trance, había cazado animales pequeños como culebras y ratones y los había sacrificado con piedras que había afilado ella misma. Había estado colgada de las faldas de verdaderas sacerdotisas y les estuvo dando la lata hasta que le mostraron los cuencos sagrados y los miembros embalsamados de caballos. Tomaron nota de su perseverancia y al final la admitieron como aprendiz.

Ragnfrid pasó al lado de los esclavos que estaban levantando la muralla que protegería Himlinge bajo la supervisión de Eik, el arquitecto. Dentro de poco estaría junto al herrero y cerca del palacio donde Brynjulf aconsejaba al rey. Le entraba calor por el cuerpo solo de pensarlo. Tenía que inventarse un recado que hacer dentro de palacio.

Las runas no eran la única razón por la que no aguantaba a Asdis. Odiaba que le hubiera quitado a Brynjulf.

Este le había provocado inquietud en su vida. Tres veces se habían acostado y las tres se sintió como si estuviera viajando más allá de Midgard. Había experimentado un éxtasis con el que siempre había soñado pero que siempre había creído que obtendría al encuentro de los dioses y no en un coito con un mortal.

Pensaba mucho en ese éxtasis. El cuerpo le cosquilleaba cuando pensaba en Brynjulf, pero, al mismo tiempo, le hacía dudar de sus capacidades como sacerdotisa. ¿Eran sus ritos una ilusión? ¿Viajaba durante el trance por el arcoíris Bífrost hasta Asgard, el hogar de los dioses? Ya no estaba segura.

Siguió atravesando la ciudad hasta llegar al herrero. Podía ser muy vago y ella había preparado unas duras palabras que le harían aplicarse y acabar su trabajo con el puñal. El sacrificio de otoño era fundamental y ella era la persona más importante de ese ritual. Todos los ojos estarían fijándose en la sacerdotisa suprema. Tanto los del rey y la reina como los de Brynjulf.

Apareció la imagen de una chica rubia. Era la hija de Asdis. Snehild la observaba de una forma muy extraña, casi como si pudiera mirar dentro de ella. Parecía una cría de elfo.

Ragnfrid se quedó inquieta. Esa chica tenía algo especial y esa sensación no le gustaba. Deseaba poder expulsar de Himlinge tanto a la madre como a la hija.

Capítulo 3

Snehild se echó la mano al cabello una vez más y lo palpó intentando averiguar si se notaba que se había cortado un mechón del lado izquierdo. Era una suerte que su pelo fuera espeso. Se había arrepentido de su colérica reacción.

Tenían que irse al sacrificio y Asdis le había peinado el cabello enredado, aunque Snehild había insistido en hacerlo ella. Ya no era una niña, y cuando Asdis se dio la vuelta, Snehild, irritada, cogió las tijeras.

Por fortuna se le había pasado el enfado. Ahora solo estaba ansiosa. Después del sacrificio en la arboleda sagrada iría a la fiesta de palacio.

—Pero solo un rato —recalcó Asdis—. Los invitados beberán como Tor del barril de Égir y te tienes que ir a casa antes de que el hidromiel los vuelva locos.

Su madre estaba radiante. El rojo era un color raro y caro y la túnica de la reina Grid le hacía parecer una noble. Incluso Snehild parecía una chica normal de pueblo con su recia túnica marrón. Pero estaba limpia y pensaba que su cabello peinado le daba un buen aspecto a pesar de todo.

Había más gente saliendo de la ciudad para ir a la arboleda. El sol otoñal brillaba entre las ligeras nubes, era un día cálido y se oían voces alegres por doquier. Los campos segados de Sialand tenían rastrojos dorados de cebada y trigo, se extendían hacia el norte en el horizonte hasta donde alcanzaba la vista y delante de ellos, hacia el sur, estaba el bosque de hayas, del que se decía que llegaba hasta el río Tryggveld y quizá más allá, hasta la tierra de los elfos.

Asdis habló de aquella vez que estuvo en un sacrificio humano. Se acababa de mudar a Himlinge, Snehild era muy pequeña y se quedó a cargo de una vecina, y Asdis había asistido a los sacerdotes en el sacrificio como experta en hierbas con una poción sedante. Era un hombre joven y ella le había dado una mezcla potente de valeriana, beleño y cápsulas de amapola que le hizo ir con tranquilidad al encuentro de la muerte. Se tumbó en el ara y le abrieron la yugular para que la sangre bajase hasta el barril sagrado de Odín.

—Espero que los sacerdotes no vuelvan a necesitar mi ayuda —dijo Asdis—. Fue un día duro. Llovía con fuerza y la gente estaba asustada. Pero Tormod ganó la guerra. Los dioses recibieron la ofrenda.

Snehild pensó en cómo sería entregarse a ese destino. Se afirmaba que era un honor. Ella no cedería sin oponer resistencia. Si la obligaban, tampoco querría plantas sedantes. Iría con dignidad y todos los sentidos intactos, aunque fuera hacia la muerte.

Pero aquel día era alegre, la cosecha anual había sido enorme y solo se sacrificarían animales como agradecimiento.

Un poco más adelante iba el pequeño Krimbjørn de la mano de su madre, Birla. Snehild le saludó. Parecía perplejo cuando se acercaron a los túmulos, que estaban en una zona pantanosa justo antes de la linde.

Krimbjørn era, a pesar de la diferencia de edad, uno de los pocos amigos que tenía Snehild. Ella tenía algo que mantenía a casi todo el mundo a distancia. Quizá era su apariencia pálida y extraña. Era como un elfo luminoso y translúcido, le dijo Krimbjørn un día, y le tocó con devoción la cabellera blanca y encrespada tan sedosa como la semilla de un diente de león.

En total había siete túmulos y se decía que los primeros reyes y reinas de Himlinge de los tiempos pasados estaban enterrados allí, que sus huesos daban fuerza a la tierra y que, en caso de necesidad, los podían llamar desde Valhala para proteger la ciudad frente a enemigos. Parecía apropiado que la arboleda sagrada estuviera cerca.

Siguieron el camino que había entre los túmulos, la gente comenzó a bajar la voz y sobre ella se posó un sentimiento de devoción.

No se sabe si era por pensar en los huesos o por la víctima, pero de pronto, Snehild oyó que la hierba amarillenta de los túmulos susurraba al viento:

«Fuerza nacida de la nieve, pisas el arcoíris Bífrost con hierro en el corazón y sangre en la mirada. Tu lengua flamígera habla el idioma de las nornas, tu ojo lo encontraste en el pozo».

El fresno que crecía en lo alto del túmulo más grande elevaba sus ramas al cielo, donde apareció un espléndido arcoíris de arcos morados, verdes, rojos y amarillos se alzaron como caminos celestiales hacia el Asgard de los dioses. Los juncos y las eneas se cimbreaban mientras ella los acompañaba, las hojas del fresno se caían como estrellas fugaces a la luz del día mientras ella cayó del cielo a la tierra, de Asgard a Midgard.

Asdis la agarró.

—¡Deja esos sueños de elfo, no te hacen ningún bien!

El arcoíris se esfumó. El fresno no llegó a ninguna parte.

—Pero he visto el arcoíris —murmuró exasperada. Ver el Bífrost no podía ser una mala señal.

Fueron con los demás, pasaron entre los esbeltos pinos y llegaron por fin a la arboleda de hayas.

Ragnfrid estaba al lado de la piedra sagrada. Llevaba la cara pintada con círculos rojos alrededor de los ojos y rayas blancas en la frente, las mejillas y la barbilla. Detrás de ella había dos sacerdotes y dos sacerdotisas, todos pintados de la misma manera. Cada uno vigilaba a un animal atado: una oveja, una cabra, un cerdo y un perro. El perro gimoteaba y el cerdo se echaba hacia atrás con mucha brusquedad. Solo la oveja y la cabra estaban tranquilas.

Se agruparon en círculos bajo los árboles. El suelo estaba lleno de hojas caídas; tras ellas se elevaban las copas de las hayas con los primeros esplendores otoñales, y las sombras de las hojas se extendían por la arboleda como una cúpula centelleante salpicada de manchas de la luz solar.

Todas las charlas cesaron cuando el rey Tormod y la reina Grid llegaron en último lugar junto a Aslak y a Roald. La gente se echó a un lado a su paso para que pudieran estar enfrente de Ragnfrid y sus sacerdotes.

Snehild miró con curiosidad a los niños. La última vez que los vio fue hacía un año, habían dado el estirón y ahora parecían dos hombres jóvenes. Aslak emanaba una especie de luz. Era tan guapo que podía ser hijo de Báldir, del que se decía que era el más hermoso de todos los dioses. La gente alabó la belleza de Aslak. Su hermano Roald era totalmente distinto; se parecía más a un oso, era bruto y fanfarrón, y era imposible suponer que eran gemelos. Aún no se había decidido cuál de los dos heredaría el título de rey y la sucesión seguía siendo objeto de especulaciones en Himlinge.

Ragnfrid hizo que pusieran a la cabra sobre la piedra para ser el primer animal sacrificado. Invocó a los dioses enumerando, uno tras otro, Odín y Frig, Tor y Sif, Tyr y Niord, Báldir y Freya y, por último, Frey. Luego bebió de una gran copa de bronce, alzó el cuchillo y le habló a Frey sobre el animal que le enviaban como agradecimiento por la cosecha.

El cuchillo se hundió en la garganta del animal, la sangre salió a borbotones y la sacerdotisa que estaba al lado recogió en una tinaja toda la sangre que pudo.

Tormod avanzó hacia el ara y Ragnfrid le pintó con la sangre una raya en la frente. Por último, colgaron a la cabra de un árbol bocabajo para que se desangrase.

Todo el mundo estaba contentísimo. Habían realizado la primera ofrenda.

El siguiente animal fue el cerdo, que había comenzado a gritar cuando mataron a la cabra y ahora chillaba de una manera desgarradora. Era resbaladizo y acudieron cuatro hombres para ayudar a los sacerdotes a inmovilizarlo.

Ragnfrid no se dejó influir. Con la voz firme, le pidió sabiduría a Odín mientras clavaba el cuchillo en la garganta del cerdo, que pataleó y soltó un par de gritos estridentes que hicieron que mucha gente se tapase los oídos. Después, llegó la calma.

Grid avanzó y le pintaron una raya con la sangre.

La sesión se repitió con la oveja y el perro, y ahora les tocaba a los gemelos recibir la sangre en la frente. La mirada de Roald estaba iluminada y en tensión, mientras que Aslak parecía indiferente. Con la oveja, Ragnhild le pidió victorias a Tor y con el perro, comercio enriquecedor a Niord.

Snehild pensó en Kræ, su perro muerto, cuando pusieron al can encima de la piedra. Habían querido mucho a Kræ y lo habían mimado tanto que hasta le habían hecho una trampilla en la cabaña para que pudiera entrar y salir cuando quisiera. Este perro gimoteaba y meneaba la cola al mismo tiempo y ella se compadeció y le dieron ganas de consolarlo.

«Hierro en el corazón, sangre en la mirada». No quería ser de sangre. El futuro solo le pertenecía a quien era fuerte tanto de cuerpo como de mente, pensó y se obligó a observar cada detalle del sacrificio.

 

De camino de vuelta al palacio, el ánimo estaba por las nubes. Toda la ciudad iba a festejar hasta altas horas de la noche.

—La túnica te sienta bien —dijo Birla, la tejedora, que se la había entregado como regalo a Asdis una luna antes y que ahora iba acompañando a Snehild y su madre.

Era una lujosa túnica roja que los reyes le habían regalado a Asdis por el tratamiento mensual que le dio a la reina Grid para sus dolores inguinales. Y con ella venía una invitación a la celebración del sacrificio del otoño en el mismísimo palacio real.

—Sí, algunos debemos contentarnos con festejar en la plaza —prosiguió Birla—. Ahora eres una persona de categoría. También te lo mereces. Llevas años trabajando mucho en beneficio de toda la gente de Himlinge. ¿Qué le das a Grid? ¿Corteza de sauce? Por fin la gente ha dejado de echarte la culpa por ser la única que se escapó aquella vez que los sin ley atacaron tu ciudad. Piensa que ahora también han tomado Vallev. No entiendo que el rey Tormod no haga algo con Gisle y sus ladrones de Egedal.

—Todavía hay algunos que me miran de reojo y creen que miento o que estoy loca —dijo Asdis.

—Eso no quiere decir nada. Es simple envidia. Pero tu historia también era especial. Yo creía que todos la habían olvidado, en los últimos años no has hablado de ello. A mí no me importa. Cada uno puede acostarse con quien quiera y está bien que los seres mágicos aparezcan de vez en cuando y se entretengan un poco entre los mortales.

Llegaron a la plaza, donde habían puesto unas tinajas de hidromiel y hogueras para asar cerdos. Los primeros que llegaron se pusieron a llenar cuernos y bandejas.

Asdis se detuvo ante Brynjulf en cuanto cruzaron la plaza.

—En principio, me llevo a Snehild, ¿estás de acuerdo?

Brynjulf escudriñó rápidamente a Snehild.

—¿Cuántos años tiene?

—Doce. Pero es madura para su edad. Quiere aprender a cómo comportarse.

—Madura. —La miró con un poco más de detenimiento—. ¿También es inteligente?

—Sí —dijo Snehild antes de que su madre dijera nada. Por fin tenía una oportunidad para hacerse notar—. Ya conozco las hierbas, tengo que aprender las runas y conoceré los nueve mundos de Yggdrasil. Y después aprenderé a luchar con armas.

Brynjulf la miró perplejo y estalló en carcajadas.

—Yo a eso no lo llamaría madura. Si crees que puedes levantar una espada con ese cuerpecito de niña... Pero al menos no te falta valentía. —Se le calmó risa—. Bien, eres un año menor que los gemelos, pero puedes sentarte con ellos. También van a participar en la fiesta hasta que se ponga el sol. Quizá consigas que te enseñen sus espadas.

—Me disculpo —dijo su madre y se ruborizó—. Puede ser un poco terca, pero es cierto que la he dejado entrever que aprenderá los nueve mundos del árbol de la vida y el arte de leer runas.

—La perseverancia es buena —dijo Brynjulf y por primera vez miró a Snehild con interés—. Ya veremos. Quizá... —Se quedó pensativo.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos. Habían llegado al palacio. Los sacerdotes que habían encabezado la comitiva estaban en la entrada recibiendo a Tormod y a Grid y al largo séquito. Ragnfrid se había limpiado la cara. Su cabello rojo estaba peinado con dos trenzas y una corona de zafra le adornaba la frente. Fue al encuentro de Brynjulf con una mirada radiante.

Brynjulf se inclinó sobre la madre de Snehild y le susurró algo. Ella sonrió y asintió. Luego se llevó consigo a Snehild con una expresión de satisfacción.

 

El salón real era oscuro, el aire, compacto, y el ruido que hacían los numerosos invitados incomodaba a Snehild. Llenaban los cuernos en las tinajas y había gran animación, aunque nadie se había sentado aún a la mesa.

Caminaron entre la riada de gente que se dirigía hacia el matrimonio real y su madre le explicó que quienes estaban a su lado eran Gislaug, la hermana de Grid, y su marido Bjørn, que era el jefe de la ciudad de Alflev, situada al sur de Himlinge. Roald y Aslak estaban a sus espaldas e imitaron la veneración de los que saludaban. Roald con una gran sonrisa, Aslak con una mirada alegre y mordaz que parecía captar todos los detalles de la esencia de los invitados.

Asdis inclinó la cabeza.

—Que la paz de Freya esté contigo —saludó al matrimonio y a sus invitados de alto linaje. Detrás, Roald también agachó la cabeza con un gesto solemne.

Snehild se rio para sus adentros y sonrió a Roald.

Para asombro suyo, quien le devolvió el gesto fue el rey Tormod, y lo hizo con una mirada cálida y encantadora, como si se conocieran. Por algún motivo, la mirada del rey la incomodaba.

La reina Grid vio la sonrisa de su esposo y miró a Snehild escéptica.

—¿Así que esta es tu hija? —le preguntó a Asdis—. Qué curioso. ¿Se llama Snehild? Brynjulf Ravneblik acaba de sugerir que se siente con los niños detrás de la mesa de honor. Pero se irán a dormir al anochecer.

Asdis le dio las gracias y Snehild vio lo contenta que estaba. Era un gran honor.

—Niños, venid —dijo Grid—. Saludad a Snehild. Id a dar una vuelta con ella.

Ambos hicieron una reverencia, pero ella vio que a Roald le costaba no reírse.

—Vámonos de aquí —dijo—, no aguanto más, «que la paz de Freya esté contigo». ¿Dónde ha quedado «la victoria de Tor» y «el ojo de Odín»? ¿De qué valen los dioses títeres teniendo a los ases?

Los gemelos la llevaron por la sala hacia la zona de la cocina. Aslak dijo que quizá podrían ofrecerle miel o puré de bayas a la señora.

—Tú puedes ser Freya, Roald puede ser Tor y yo seré Odín.

—Creo que más bien te pareces a Báldir —le dijo Snehild a Aslak.

—Báldir es un espantajo —dijo Roald—. Además, ya somos mayores para esos juegos de niños.

—Báldir sabe cantar y componer poemas —replicó su hermano.

—Lo que decía, un títere.

—Nunca has entendido el poder de la palabra —dijo Aslak—. Y eres demasiado tonto para hacerlo algún día.

La durísima frase de Aslak cogió a Snehild de sorpresa.

Como Aslak sabía que había desvelado una parte de sí, deseaba ocultarse y volvió a ser amable y tranquilo.

En la cocina les dieron pan con miel y Roald insistió en enseñarle a Snehild la armería.

—Seguro que te asustas. Ahí dentro hay hierros que matan. Espadas de verdad, de las que usan los guerreros. Nosotros creceremos pronto y tendremos fuerza para llevarlas.

—¿Por qué debería tener más miedo que vosotros? —dijo Snehild—. Existen mujeres guerreras y Odín tiene a sus valquirias. He visto a hombres lloriqueando como niñas cuando mi madre les trataba los huesos rotos y he visto a mujeres cazadoras sin miedo ir al encuentro de jabalíes. Además, quiero aprender a luchar. Siempre he querido. En mí el miedo no tiene cabida.

La respuesta dejó mudo a Roald, pero ella percibió su admiración. La miró de reojo largo rato como si estuviera comprendiendo ahora quién era ella y le gustó lo que veía.

—¿Así que quieres ser guerrera? —Aslak la observó también curioso—. Quizá puedas entrenar con nosotros.

Aslak encendió una antorcha y los guio hasta la armería, cuya pesada puerta abrió Roald.

El fuego de la antorcha iluminó una habitación llena de lanzas, hachas, picas, puñales, escudos, arcos, flechas y costosas espadas.

—Por regla general, solo llevan espadas los guerreros principales y ciertos guardias —explicó Roald y cogió una de las pesadas espadas de hierro, no sin esfuerzo. La dejó en su sitio y cogió dos espadas más pequeñas que había al lado—. Estas son nuestras espadas de entrenamiento. Salgamos y te enseño cómo se lucha.

Los tres salieron de la armería y fueron al patio.

Afuera había cuatro guerreros con largas espadas. Roald le contó que eran los guardaespaldas de Gislaug y Bjørn y que no podían beber mientras estaban de guardia.

—Madre y Gislaug no se fían la una de la otra —añadió Aslak—. Y padre y Bjørn, tampoco. Por eso se han traído a los guardaespaldas Gislaug y Bjørn, aunque solo sea para asistir a una fiesta.

Aslak y Roald fingían estar luchando. Daban vueltas el uno alrededor del otro hasta que se esfumó toda sensación de juego. Eran dos jóvenes guerreros con muchas ganas de pelear. Snehild vio que su presencia allí tenía su importancia. Los dos querían impresionarla.

Los guardias observaron la escena con apatía.

El sol estaba bajo, una soflama se extendía en el horizonte. Snehild comenzó a inquietarse. Las nubes se achicaron y apareció un soplo de viento. Iba a pasar algo. De inmediato, la atravesaron palabras e imágenes, no podía oponerse.

Dos hermanos con una espada en la mano,

son dos árboles vigorosos,

un esbelto abedul blanco,

un roble nudoso y marrón,

el abedul inquebrantable se inclina pertinaz,

con una presencia poderosa,

uno es intenso, cantando al viento,

el otro salvaje, matando en la lucha;

la victoria es de ambos,

la pérdida, segura.

—Snehild —gritó Roald, lo cual le hizo despertar—. ¿Quieres probar?

No notaron nada raro en ella. Al parecer todo aquello había durado un abrir y cerrar de ojos.

Roald le dio la espada de entrenamiento y le explicó que la hoja no estaba afilada como la de una espada de verdad, pero era suficiente para provocar moratones.

Ella cogió la espada, aunque estaba alterada. Había percibido el camino de la muerte al agarrar la espada.

—Eres una mezcla de nosotros —dijo Aslak cuando se preparó para luchar contra ella—. ¿No lo ves? Tu pelo lo demuestra: blanco como el mío y largo y lozano como el de Roald. Creo que por dentro también eres como nosotros.

Aslak sonrió cuando lo dijo. En ese mismo momento le quitó la espada de la mano con un golpe tan fuerte que le provocó dolor en el brazo. Seguía sonriendo mientras ella se lamentaba, una sonrisa aparentemente inocente que la sedujo y que la asqueó al mismo tiempo.

Capítulo 4

Eik, el arquitecto, estaba contento con el lugar de la mesa en el que le habían puesto. La bella Asdis estaba a su lado y, como su mujer y su hija aún no habían llegado a Himlinge, hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la compañía de una mujer. Asdis, además, era una mujer juiciosa. Escuchó con interés su explicación sobre empalizadas y mampostería e hizo preguntas inteligentes sobre su teoría sobre la construcción de barcos, y él no entendió por qué se reían de ella en Himlinge. Había escuchado el mito de la concepción de su hija y quizá ella había contado esa patraña para hacerse la interesante, pero al menos era una mentira llena de fantasía que exigía un cierto ingenio.

—Himlinge tiene la fortuna de que estés aquí —dijo Asdis—. Necesitamos esa muralla contra los ladrones de Egedal. Se dice que Gisle, su jefe, atrae cada vez a más forajidos y que pronto tendrá todo un ejército.

—Himlinge estará segura cuando yo haya acabado. Pronto se erigirá la empalizada, y cuando la muralla de piedra esté terminada, Himlinge será inexpugnable. Pero necesitaremos muchas más piedras. En el lugar de donde yo vengo hay muchísimas. Tardamos mucho en encontrar una piedra adecuada aquí.

—He oído que vienes de Burgundarholm y que el jefe te tenía en alta estima.

—El rey Tormod me ha prometido aún más estima —respondió Eik cortante.

Y era verdad. El rey Tormod, en un principio, lo atrajo con oro, plata, armas y tierras, pero todo eso ya lo tenía Eik en la isla de Burgundarholm, donde no podían prescindir de su eminente capacidad para construir barcos. Pero había una cosa que Eik podía conseguir gracias a Tormod y que nunca sería suya en Burgundarholm: que el linaje de Eik fuera el heredero del reino de Sialand. Eik había exigido y obtenido la promesa de matrimonio entre su hija Eldbjørg y uno de los gemelos de Tormod. Por el momento, aquello debía quedar en secreto. Pero cuando la muralla de piedra que rodearía a Himlinge estuviera terminada se haría público el desposamiento. Primero la empalizada provisional, después, una sólida muralla. Así formaría parte Eik de una familia real.

—Actualmente hay mucha gente que está yéndose de Burgundarholm —le dijo a Asdis alzando un poco la voz. Volvía a haber ruido, se gritaba y cantaba, y le costaba hacerse oír—. Prueban suerte y navegan hacia el sur. Pero Himlinge ahora parece prometedora.

Se rio, le puso la mano en el muslo y la subió hacia su regazo.

Asdis correspondió manoseándole la entrepierna y él, con la satisfacción de un borracho, hizo gala de sus dotes de seducción con las mujeres en muy poco tiempo.

Entonces llegó el dolor, aparecieron las náuseas y el lujurioso jadeo que estaba en camino se convirtió en un aullido. La mujer le estaba apretando las pelotas. Se le escapó otro aullido más cuando notó un agudo dolor en el muslo.

Asdis llevó el puñal hacia sí y limpió impasible la hoja en la manga de la túnica roja mientras la gente que estaba alrededor se partía de risa.

Él maldijo y se llevó la mano al muslo. Estaba mojado por la sangre que brotaba.

—El color de la túnica es práctico, por lo que veo —dijo Asdis y bebió un sorbo de su copa.

Los compañeros de mesa se alborotaron aún más, brindaron con ella y golpearon la mesa con sus copas.

—¡Así muerde una loba! —gritó uno.

—¡Así folla una valquiria! —exclamó otro.

Eik miró de reojo a su alrededor buscando algo con lo que vendarse la pierna. Al fin rasgó un trozo de tela de su sayo y detuvo el sangrado.

Brynjulf se acercó a la mesa. Eik había comprendido hacía mucho tiempo que Brynjulf era el consejero de Tormod más poderoso y, cuando vio que le ponía una mano en el hombro a Asdis, se agachó y le susurró algo al oído; Eik se enfadó aún más consigo mismo por haber provocado ese acercamiento.

Debía de haber otro ser femenino sobre el que volcar su deseo.

Miró a su alrededor. El alcohol se le estaba subiendo a la cabeza, el hidromiel aliviaba el dolor del muslo y pensó que quizá aquello era de lo que iba el sacrificio de otoño mientras su mirada se dirigía a la mesa de honor, donde Grid y Tormod bebían hidromiel de unas exóticas copas de cristal talladas. Sabía que venían de un pueblo del sur y eran señal de una gran riqueza.

Su mirada recayó en la pelirroja sacerdotisa suprema. Bebía de una copa de plata costosa y llevaba un collar de perlas y piedras verdes. Estaba deslumbrante y, cuando miró hacia él, la sonrió. Entonces se dio cuenta de que no era a él a quien miraba.

Emanaba deseo. Toda la atención de Ragnfrid estaba dirigida a Brynjulf Ravneblik y a Asdis, y Eik vio inmediatamente los peligrosos celos que la enojaban.

«Más hidromiel, menos mujeres», se dijo y se levantó ligeramente mareado para meter la copa en la tinaja de la entrada.

Llenó la copa y dio un par de sorbos más. Hacía mucho calor, el aire estaba cargado de humo y sudor y la cabeza le latía por el ruido. Necesitaba aire fresco y salió.

El sol se había puesto, el patio estaba totalmente a oscuras y hacía fresco. Eik fue tambaleándose hacia unos barriles que parecían apropiados para apoyarse. Se veían los primeros brillos débiles de las estrellas y la luna estaba pálida en el cielo oscurecido.

Eik miró hacia arriba y soltó una risilla. Podía poseer la luna si quisiera, era el mejor arquitecto de todo Midgard y ningún reino sería algo sin él. Tormod le debía su trono, o al menos un yerno, en cuanto construyera la muralla. Y las promesas del rey eran las más fuertes, todos vivían sobre esa base. Las promesas de los reyes y de los dioses mostrarían el camino, la muralla de Eik crearía la paz.

Viajó por mar para llegar hasta aquí, hasta las fecundas tierras de Tormod, pero echaba de menos su isla de acantilados, las costas y el agua salada. Aquí había lagos y pantanos, bosques frondosos y campos, y, sobre todo, Sialand era llanísimo. Entró por el gran río Tryggveld. No fue hasta más tarde cuando comprendió que solo los menos propensos a marearse y los más experimentados navegaban por ese río. La tierra de la orilla derecha era considerada mágica y peligrosa.

Eik casi había llegado a los barriles y seguía contemplando la luna cuando se golpeó el pie con algo pesado. Miró hacia abajo y vio una pierna entre los barriles.

—Otro tonto que cree que puede beber como un gigante —murmuró, y le dio una patadita a la pierna—. Menudos enclenques, desmayarse así por haber bebido.

Entonces abrió los ojos como platos. Entre los barriles había cuatro hombres. Iban vestidos de guerreros y estaban muertos. Vio que a dos les habían rajado el cuello.

Capítulo 5

Aslak, Roald y Snehild se sentaron bajo un cobertizo que había al lado de la herrería. Estaban exhaustos, pero contentos, por haber estado peleando con las espadas de entrenamiento, y Aslak habló de los intentos del herrero de hacer una espada de hierro de doble filo en vez de uno.

—Así no hay que acordarse de golpear con el lado correcto —dijo Aslak—. Es más importante tener una buena espada que ser fuerte. El avance es lo más importante.

—El avance sin fuerza no es nada —objetó Roald.

Los dos hermanos se miraron. Ninguno cedió. Snehild percibió la rivalidad.

—¿Cuál de vosotros es el mayor? —preguntó, sobre todo para romper el silencio.

Aslak y Roald siguieron callados.

—Nadie lo sabe —dijo al fin Roald, que parecía molesto.

—Ya no hablamos de eso —dijo Aslak con un tono directo y miró a Snehild cuando prosiguió—. A mi familia no le gusta hablar de cosas complicadas.

Roald asintió.

—Parece que la noche que nacimos fue dura para nuestra madre, casi se muere, y, cuando por fin llegamos, todo fue muy precipitado. Estaban ocupados deteniendo la hemorragia y cuando todo se calmó, nadie se acordaba de cuál de los dos salió primero.

Ambos miraron expectantes a Snehild.

—Entonces, ¿quién va a heredar?

Aslak se subió la manga y mostró una cicatriz en el antebrazo. Roald se puso el pelo detrás de la oreja derecha y desveló que le faltaba el lóbulo.

—Por eso ya no hablamos de ello —dijo riéndose.

—La pelea será real algún día —cortó en seco Aslak.

—Sí, yo no podría elegir entre los dos —afirmó Snehild con una sonrisa torcida, y vio cómo se les iluminó la cara.

Roald apoyó la cabeza en un poste de madera y Aslak comenzó a hablar de monturas y de la nueva raza equina de la que el rey Tormod había oído rumores.

Desde la sombra del cobertizo vieron cómo se ponía el sol en el horizonte. Sabían lo que quería decir eso: que pronto tendrían que retirarse de la fiesta. Ninguno tenía ganas. Se habían divertido juntos, aunque nunca llegarían a los extremos de comida y bebida de la gran sala. Snehild notó cierta atracción entre ella y los dos hermanos, una tensión estimulante que no había conocido antes.

Al otro lado de la plaza, los cuatro guardaespaldas de Gislaug y Bjørn seguían junto a los toneles y parecían estar aburridos.

Roald contó lo fuerte que había que ser para poder levantar unas espadas como las que llevaban los cuatro hombres. Dijo que había que entrenar los músculos y le mostró a Snehild cómo se hacían las flexiones.

Snehild lo intentó. Era demasiado difícil, no podía subir, le fallaba la espalda, y Roald se rio. Ella decidió que practicaría en casa, sola. No quería ser una debilucha.

Un grupo de hombres salió tambaleándose de la sala. Parecían borrachos, se reían y hacían eses y se daban palmadas en los hombros.

Aslak dijo que estaba contento de no haber tenido que participar en el resto de la fiesta de sacrificio. Despreciaba las borracheras. La gente perdía el control y, por tanto, el poder.

—Mira ese bicho —dijo señalando a un escarabajo que había a su lado—. Está en mi poder matarlo, pero no si estoy borracho. Me arriesgaría a no darle —dijo, y lo aplastó de un puñetazo.

Snehild miró a los hombres. Alguno se equivocaba al moverse al azar e ir hacia los barriles en los que estaban los guardaespaldas.

De repente, toda la pandilla de borrachos estaba junto a ellos. Eran seis contra cuatro y habían sacado cuchillos que relucían con los últimos rayos de sol.

Se oyó jaleo, los guardaespaldas intentaron desenvainar las espadas. Pero los atacantes fueron rápidos. A uno le cortaron el cuello de oreja a oreja, a otro le clavaron el cuchillo en la tráquea y le salieron burbujas de aire y sangre por la garganta.

Roald dio un salto y quiso ir corriendo hacia allí.

—Estate quieto, idiota —susurró Aslak, que se había puesto de pie junto a Snehild.

—¡Es un cobarde ataque por la espalda! —dijo Roald.

—¿No ves que son la gente de padre? El que está atrás del todo es Hjalmar. No nos tenemos que meter en esto. Es política —decidió Aslak y echó a Roald hacia atrás y lo escondió bajo el cobertizo.

Hjalmar y uno de sus hombres se echaron encima del tercer guardaespaldas. Hjalmar le rajó el vientre con un poderoso movimiento de abajo a arriba y le salieron las tripas por el corte. El hombre intentó contenerlas con ambas manos, lo cual le dio al otro la posibilidad de clavarle el cuchillo en el cuello sin resistencia. Cayó al suelo muerto.

El último de los cuatro guardaespaldas consiguió sacar la espada y dar un solo golpe antes de que lo apuñalaran a la vez en la espalda y en el abdomen. El hombre cayó al suelo y Hjalmar se agachó sobre él y le rajó el cuello para asegurarse de que estaba muerto.

—¿Qué hacemos? —dijo Roald en voz baja mientras negaba con la cabeza.

Snehild miró a los gemelos. Los seis asesinos desaparecieron por el otro lado de la plaza y se metieron de nuevo en la fiesta. Ella comenzó a comprender que se estaba urdiendo un plan.

—¿No entendéis que esto es solo el comienzo? Si han querido librarse de los guardaespaldas es para llegar sin problemas hasta Gislaug y Bjørn. Dentro de poco va a ocurrir algo violento en el salón. Me gustaría ver qué sucede.

Snehild pensó en su madre, que seguía allí dentro. No debería estar en peligro.

—Exacto —dijo Aslak—. Podemos aprender algo. Yo también quiero entrar. Pensamos igual, Snehild.

Había algo en la calma de Aslak que agitaba a Snehild. Era como una piedra, una fuerza tranquila e imperativa envuelta en belleza. En aquel momento no sabía si admirarlo o temerlo. Quizá ambas cosas. Él había dicho que pensaban igual.

Roald estaba de acuerdo. Tampoco estaba asustado de sí mismo, pero tenía una inquietud, una necesidad de actividad física y ya había sacado la espada y había dado el primer paso hacia el salón.

Aslak y Snehild se miraron. Luego asintieron en silencio y abrieron la puerta del salón.

Capítulo 6

La venganza de sangre siempre tiene un origen y Brynjulf Ravneblik, que era más listo que casi todos, entendió el significado del momento. Lo había meditado todo a conciencia, valorado los pros y los contras, y, aunque al rey Tormod no le daba miedo el plan, no había que tomárselo a la ligera. Podían tener que afrontar las consecuencias muchos años después.

Pero Tormod quería ver muerto a Bjørn. Y Brynjulf también sabía que en algún momento había que elegir y mantener la palabra.

Invitaron a Gislaug y a Bjørn y Hjalmar y sus guerreros afilaron los cuchillos. Bjørn llevaba mucho tiempo siendo una amenaza para el poder de Tormod.

El salón sería la mancha de su destino y la fiesta del sacrificio, su baile con las nornas. Solo los dioses sabían qué derroteros tomaría la vida. Brynjulf pensó en que debería haber una vidente en la corte de Tormod. Con acciones tan cruciales como la que iba a tener lugar, era imprescindible la presencia de una vidente a la que pedir consejo. Ningún asesinato queda sin venganza. ¿Tormod no lo vio? Pero las videntes eran escasas y Sialand nunca había tenido ninguna.

Hjalmar y su gente entraron por la puerta. Brynjulf respondió al gesto afirmativo de Hjalmar, luego dejó a Asdis y se dirigió hacia la mesa de honor. Se quedó tranquilo al haberla advertido. De hecho, le gustaba más que el resto de mujeres. Ahora había que terminar.

El salón de madera retumbaba con las risas y los gritos, hombres y mujeres sudorosos se metían mano, cogían trozos de carne de cerdo y copas de hidromiel, y los flautistas hicieron que uno de los grandes terratenientes se subiese a bailar a la mesa mientras sus compañeros marcaban el ritmo en el tablero.

Hjalmar estaba delante de la mesa. Tormod se puso de pie. Estaba sentado al lado de Bjørn, cuya mujer, Gislaug, estaba al otro lado. Bjørn estaba borracho y apenas se dio cuenta de que el rey lo dejaba solo.

Pero las cosas no fueron como Brynjulf las había planeado, y aprendió que hay que aceptar con humildad la voluntad del destino.

Hjalmar y su gente estaban listos con los cuchillos. Bjørn y Gislaug se pusieron de pie de un salto cuando vieron a los hombres con esas hojas afiladas y Bjørn llamó a gritos a sus guardaespaldas.

Pero Tormod detuvo a Hjalmar.

Tormod no quería eso, al menos, no de ese modo, aunque Brynjulf creía que le había explicado al rey lo que iba a suceder. Tal emboscada no era digna de un rey, ni siquiera de un cacique, opinaba Tormod ahora.

—No toquéis a mi hermana —gritó la reina Grid.

Tormod cogió su espada.

—Bjørn, jefe de Alflev —dijo Tormod—. Esta noche vas a morir.

El salón quedó en silencio. Bjørn intentó concentrarse. Había bebido mucho hidromiel.

—Quieres usurpar el poder real —prosiguió Tormod—. Quieres dividir Sialand. Pero no vas a morir como un miserable. Yo mismo te voy a enviar a Valhala con todas mis fuerzas. Dadle una espada.

Hjalmar miró indeciso a Brynjulf, que no pudo hacer nada más que asentir.

—Mientras tanto, atad a Gislaug —ordenó Brynjulf.

Se rompió el silencio cuando Bjørn cogió una espada. La gente comenzó a gritar mientras hacían hueco para los dos luchadores en medio del salón. Es verdad que animaban a Tormod, su rey, pero la lucha era honrosa para ambos contendientes y era una grandiosa diversión ver a dos señores luchar a muerte. Iba a ser un sacrificio de otoño sobre el que se iban a hacer canciones.

Brynjulf tenía que pensar rápido. Había muchas cosas que valorar. No había pensado en este desenlace, aunque el hecho de que Tormod se hubiera mantenido sobrio y Bjørn estuviera borracho podía darle ventaja a Tormod.

Brynjulf detestaba ese tipo de inseguridades. Ahora tenía que darles una vuelta a todas las posibilidades y sus consecuencias para ver cuál era la más conveniente.

Si mataban a Tormod, Bjørn no debía sobrevivir. Eso tenía que dejárselo claro a Hjalmar rápidamente. Y entonces tendría que decidirse por uno de los gemelos como heredero.

Si por el contrario era Bjørn quien moría, todo estaba bien, excepto que Grid parecía querer salvar a su hermana Gislaug. ¿Era conveniente mandar a Gislaug de vuelta a Alflev? ¿Y su hijo y sus dos hijas? ¿Vendrían exigiendo venganza, especialmente ahora que Tormod se iba a encargar personalmente del asesinato? ¿Y cuántos años tenía Une?

Brynjulf no tuvo tiempo de hacer más valoraciones. Los gritos acalorados y el ruido de las espadas chocando atrajeron su atención.

Tormod y Bjørn daban vueltas el uno alrededor del otro. Tormod con movimientos seguros y una expresión de suficiencia; Brynjulf se tuvo que dar cuenta de que a Tormod le venía bien ser un buen guerrero.

Bjørn tampoco era poca cosa. Era más bajo que Tormod, pero compacto y musculoso, y se había hecho mala sangre, lo que le sirvió de motor. Ahora había entendido el engaño que había oculto en la invitación a la fiesta.

Y cuando Tormod elevó la espada para dar otro golpe, Bjørn vio el hueco que había para darle un golpe bajo a Tormod en la tripa. Este se echó a un lado y la espada de Bjørn le rozó el muslo. Apareció una línea de sangre y los espectadores le gritaron palabras de ánimo a Tormod.

Para Brynjulf era como si el mundo estuviese deteniéndose. No entendía la sensación, pero todo parecía detenerse y por un instante pensó que quizá estaba muerto y que estaba viéndolo todo desde Valhala. O como si Midgard estuviera congelándose en Niflheim. Pero había calor y gente viva a su alrededor y gritos y miradas y espadas que chocaban, y entonces vio a las hermanas Grid y Gislaug, que seguían la lucha con preocupación, esta última aún retenida por los hombres de Hjalmar. Una de las dos quedaría viuda esta noche.

Se oyeron nuevos gritos, primero de miedo, después de enfado y por último risas.

Brynjulf estaba preocupado. No solo por la batalla, había en juego un aspecto crucial. ¿Cómo podía un palacio real, una ciudad importante, una monarquía depender de borrachos y de conceptos como el honor y la venganza? ¿Los ases querrían que la gente organizase el Midgard de aquella manera? ¿Quizá era ese el modo en que Odín gobernaba el Asgard? Odín, cansado de la vida, se había sacrificado para alcanzar el conocimiento de las runas. Había sacrificado su ojo a Mímir para beber del pozo de la sabiduría. El cuervo de Odín voló hacia el mundo y volvió con el conocimiento. Brynjulf se consideró un cuervo igual. Era el cuervo de Sialand. Miró, informó al rey y lo guio. Ahora mismo estaba malgastándolo todo.

Se oyeron más gritos y más algarabía y Brynjulf observó a los contendientes. Tormod iba ganando, tal y como se esperaba. Algún día, al otro lado de la lucha, Brynjulf tendría que invocar a la sabiduría en la corte y contar con más sabios consejeros y con una vidente. No podía permitir que unas bárbaras casualidades gobernasen de ese modo.

Bjørn sudaba y resoplaba, sangraba por una herida del vientre.

Tormod alzó de nuevo la espada. Y con un violento golpe le cortó el brazo a Bjørn justo por debajo del hombro.

La sangre comenzó a salir a borbotones y Bjørn cayó al suelo entre gran divertimento.

—¡Mátalo, mátalo! —gritaban los asistentes.

Bjørn estaba perdiendo la consciencia por la pérdida de sangre. Tormod lo miró.

—Arrástrate a Valhala, jefe —dijo Tormod y le cortó la cabeza.

Gislaug dio un grito. No fue uno con miedo o pena, sino un profundo sonido de ira. Brynjulf sabía que acababa de crearse un peligroso enemigo.

Capítulo 7

Diez días después del sacrificio y del asesinato de Bjørn, Brynjulf fue a buscar a Asdis y le dijo que Snehild podía recibir formación con los gemelos.

—Estoy liado, me quedaré solo un momento —dijo cuando Asdis lo obligó a tomarse una jarra de mosto fermentado. La cogió junto a la puerta, la cual dejó abierta. Afuera estaba lloviendo.