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Diana Hamilton

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Beschreibung

Era una joven virgen e inocente… hasta la noche de bodas El increíblemente sexy y arrogante Paolo Venini necesitaba una esposa y, en cuanto vio a Lily Frome, supo que aquella inocente inglesa sería la candidata perfecta para el puesto… Lily tuvo que hacer un esfuerzo para adaptarse a la sofisticación del mundo de Paolo… especialmente cuando se dio cuenta de que tendría que cumplir todos los deseos de su marido… Lo que ella no sabía era que Paolo pretendía seducirla llevándosela a pasar la noche de bodas a la maravillosa costa de Amalfi… Una vez dijeran sus votos matrimoniales, la haría suya y sólo suya…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Diana Hamilton.

Todos los derechos reservados.

SÓLO DE ÉL, N.º 1872 - octubre 2011

Título original:Wedded at the Italian’s Convenience

Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-035-6

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Capítulo 1

CON UN estremecimiento, Lily Frome hundió su cuerpo flacucho en la trenca empapada. Los sábados por la mañana solía haber mucha gente en el pequeño mercado de la ciudad, pero aquel día, el viento cortante de finales de marzo y la fría lluvia sólo habían permitido salir a los más resistentes a las inclemencias del tiempo.

Hasta los que se habían armado de valor para salir a comprar lo imprescindible pasaban presurosamente a su lado con las cabezas agachadas, ignorando la hucha amarilla adornada con una cara sonriente y el logo «Life Begins». Normalmente solían ser generosos, porque la pequeña organización benéfica local era muy conocida y aceptada, pero a los caritativos habitantes de Market Hallow no les hacía gracia la idea de detenerse a charlar o a rebuscar en sus carteras en busca de una moneda de veinte peniques. O, al menos, no con aquel tiempo.

Tirando hacia abajo de su gorro de lana, Lily estaba a punto de rendirse y volver a la casita que compartía con su tía abuela Edith para contarle su fracaso, cuando vio un hombre alto que salía del despacho del abogado local. Estaba a punto de marcharse en dirección opuesta, subiéndose el cuello de su elegante abrigo gris oscuro.

Lily no lo había visto antes, y conocía muy bien a todos los vecinos de la zona, pero parecía tener dinero, al menos a juzgar por la imagen que le ofrecía desde atrás. Esbozó una sonrisa amplia y optimista y corrió tras él, dispuesta a hablarle sobre los objetivos y esfuerzos llevados a cabo por su organización. Tras adelantarle, se detuvo frente a él, evitando por muy poco un indecoroso choque de cabezas, agitando la hucha de lata y dejando las explicaciones para cuando recuperase el aliento.

Pero, al levantar la vista y encontrarse con más de un metro ochenta de impresionante belleza masculina, sintió como si un extraño capricho de la naturaleza desterrase para siempre sus pulmones de su respiración. Era el hombre más guapo que había visto jamás. Tenía el pelo negro, cubierto de gotas de lluvia y ligeramente despeinado, y un par de ojos dorados y penetrantes cuyo efecto ella sólo pudo describir como fascinante.

No era nada normal que se quedara sin habla. Nunca le había pasado antes. La tía abuela Edith siempre decía que si, por desgracia, alguna vez se veía encerrada en la celda de una cárcel, lograría salir de ella a base de conversación.

Pero su sonrisa se fue apagando. Mientras él le hablaba, se quedó paralizada mirando con sus ojos grises y cristalinos aquella boca de labios carnosos y sensuales. Tenía un ligero acento extranjero, y el tono de su voz hizo que una serie de escalofríos se aposentasen en su espina dorsal.

–Pareces joven y bastante preparada –dijo rotundamente–. Sugiero que te busques un trabajo. Esquivándola tras aquel desaire tan aplastante se marchó con las manos en los bolsillos del abrigo. Lily oyó a alguien detrás de ella que decía:

–¡Lo he oído todo! ¿Quieres que le parta la cara?

–¡Meg! –roto el hechizo, recuperó la cordura y se giró hacia su antigua compañera de colegio. Meg, de casi uno ochenta, le sacaba veinticinco centímetros a Lily. Era una «gran chica» en todos los sentidos y nadie se atrevía a meterse con ella, ¡sobre todo cuando la expresión de su cara prometía represalias!

Lily se echó a reír y unos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas.

–Olvídalo. Está claro que pensó que era una mendiga –miró arrepentida su vieja trenca, sus pantalones de pana gastada y sus feas zapatillas y se dio cuenta de que era una suposición totalmente comprensible–. ¡Sólo me falta la caja de cartón y un perro atado con una cuerda!

–¡Lo único que te falta –afirmó Meg con mordacidad– es algo de sentido común! ¡Tienes veintitrés años, eres más lista que el hambre y sigues trabajando por casi nada!

«Òltimamente, por nada», pensó Lily corrigiendo en silencio aquel comentario sobre su situación económica.

–Merece la pena –dijo sin dudarlo, porque aunque no tuviese el trabajo más glamuroso o mejor remunerado del mundo, las satisfacciones que le producía le compensaban con creces.

–¿Ah, sí? –escéptica, Meg la agarró del brazo con tal fuerza que sólo un luchador podría haberse zafado de ella–. Vamos. Café. Invito yo.

Cinco minutos más tarde, Lily había olvidado por completo a aquel extraño malhumorado y la impresión que le había causado. Se sumergió encantada en la calidez que el Ye Olde Copper Kettle le ofrecía, sentándose en una de aquellas diminutas mesas sobre las que se apelotonaban los tapetes, el menú redactado con una maravillosa caligrafía y un jarrón de tulipanes artificiales muy poco convincentes. Colocó la hucha al filo de la mesa y se quitó el gorro de lana mojada, dejando al descubierto un pelo aplastado color caramelo y completamente lacio. Al ver que la vieja y robusta camarera se aproximaba con una bandeja cargada de cosas, se levantó rápidamente para ayudarla a descargar las tazas, el azúcar, la cafetera y la jarrita de leche.

–¿Y su nieto, cómo está? –le preguntó.

–Va mejorando, gracias. Ya le han dado el alta. ¡Dice su padre que, si se atreve siquiera a mirar una moto, lo despelleja vivo!

–Enséñale a correr por los senderos –dijo Meg adustamente, ganándose el desdén de la camarera, que se limitó a ignorarla y a sonreír a Lily empujando la hucha para apartarla del filo de la mesa.

–¡Hace un día muy malo para postular! Esto ha estado desierto toda la mañana. Pero acudiré a tu mercadillo la semana que viene si consigo algo de tiempo libre.

Lily mudó la expresión de su rostro mientras veía alejarse a la mujer. El mercadillo bianual, que se celebraba con el fin de recaudar fondos para Life Begins, iba a ser un completo desastre. Transmitió a Meg su preocupación.

–Esta ciudad es pequeña y sólo muy de vez en cuando se reciclan los trajes, los libros y los adornos. Hasta ahora ha habido muy pocas donaciones y la mayoría son cosas que todos han visto y rechazado en otras ediciones.

–Igual puedo echarte una mano –Meg sirvió el café en las delicadas tazas de porcelana–. ¿Sabes que acaban de vender Felton Hall?

–¿Y? –Lily bebió un sorbo de aquel excelente café. El Hall, situado a unos tres kilómetros de la casa de su tía abuela, llevaba en venta desde que el viejo coronel Masters falleciese seis meses antes. No había oído nada de la venta, pero Meg lo sabía porque trabajaba para una empresa de agentes inmobiliarios de ámbito nacional que tenía sede en la ciudad grande más cercana a la de ellas–. ¿Eso a mí de qué me sirve?

–Todo depende del morro que tengas para presentarte allí antes de que los del servicio de recogida de muebles crucen el umbral –Meg sonrió, echando cuatro cucharadas de azúcar en su taza–. El contenido de la casa se vendía junto con la propiedad. El único hijo del coronel trabaja en la City y seguramente tiene un ático funcional y minimalista como corresponde a un licenciado prometedor, de modo que no tendrá mayor interés por los trastos anticuados de su padre. Y el flamante dueño querrá deshacerse de ellos, así que, si sonríes dulcemente, puede que consigas algunas cositas medio decentes para el mercadillo. ¡Lo peor que puede pasarte es que te den con la puerta en las narices!

Paolo Venini aparcó el Lexus frente al último añadido a su cartera personal de inversiones y miró satisfecho la fachada georgiana de Felton Hall. Situada sobre cuatro hectáreas de terreno boscoso y pintoresco, resultaba ideal para el exclusivísimo hotel que tenía en mente abrir allí.

Todo lo que tenía que hacer para echar a rodar la bola era mantener apartados a los de conservación de patrimonio del condado. La primera reunión estaba programada para el día siguiente por la tarde y tenía que transcurrir tal y como había previsto. Tenía a mano planos exhaustivos de la transformación del interior, dibujados por el mejor arquitecto del país, pero éste no iba a estar allí para encabezar la reunión.

Con la boca apretada, atravesó la imponente puerta principal. Se encontraba tenso a pesar de que, como norma, no permitía que nada alterase su estado de ánimo. Su adorada madre era la única persona en el mundo capaz de echar por tierra su férreo autocontrol y la madrugada anterior le había llamado su médico para decirle que había sufrido un colapso, que se encontraba hospitalizada y le estaban haciendo pruebas, y que le mantendrían informado. Tan pronto como llegara la asistenta personal de su oficina central en Londres él regresaría a Florencia para estar junto a su frágil progenitora que, aunque siempre había estado rodeada de lujos, no había tenido una vida fácil. Había perdido hacía diez años a su marido, padre de sus dos hijos, y hacía uno a su hijo mayor y su nuera Rosa en un trágico accidente de coche, cosa que casi acaba con ella. Antonio tenía treinta y seis años, dos más que Paolo. Había rechazado dedicarse al negocio bancario familiar y habría sido un abogado excepcional con un brillante futuro ante él. Lo peor de todo es que Rosa se encontraba embarazada de ocho semanas y llevaba en su seno el nieto que tanto ansiaba su abuela.

Todas las conversaciones que Paolo había mantenido con su madre una vez superada la tragedia, se habían centrado en la necesidad de que se casara y le proporcionase un heredero. Era su deber darle nietos que heredasen su nombre y las enormes propiedades familiares.

Aunque se esforzaba mucho por complacerla y prestarle toda su atención, cariño y amor filial, no sentía deseo alguno de cumplir con aquella obligación, porque ya había pasado por un compromiso desastroso y vergonzante del que había salido mal parado, y un matrimonio que había durado apenas diez meses: uno de felicidad y nueve de amarga decepción.

Deseaba darle a su madre lo que ella quería, ver sus ojos tristes brillar de felicidad y contemplar la sonrisa que le provocaría saber de su inminente matrimonio, pero todo en él se rebelaba contra la idea de volver a pasar otra vez por aquello.

Frunció el ceño inconscientemente mientras entraba en la enorme cocina buscando los preparativos de una comida improvisada. Penny Fleming ya debía estar allí. La había llamado a Londres y le había ordenado que saliese para Felton Hall inmediatamente, conequipaje para varios días. Él no podía marcharse hasta que ella llegara y recibiese instrucciones precisas sobre la reunión del día siguiente.

Consciente de que iba conformando en su mente una tremenda reprimenda para cuando la señorita Fleming apareciese por la puerta, desechó la idea de la comida y asió un cartón de zumo de naranja de la nevera, caprichosamente abastecida. Después de dejar al abogado aquella mañana debía haberse acercado a una tienda a por algo más apetecible que aquellos tomates con mala pinta y el trozo de queso envuelto en plástico que había comprado en una gasolinera la tarde anterior, cuyo aspecto nada apetitoso era sin duda premonición de cómo sería en realidad.

Bien, Penny Fleming tendría que ir a comprar cosas para ella, ¡si es que se dignaba a aparecer! Cerró la puerta del frigorífico con tal fuerza que, de no ser aquella casa tan sólida, lo hubiese hecho atravesar la pared, y exhaló un largo suspiro.

La tensión que le había provocado el colapso de su madre, su necesidad de estar con ella y su frustración por tener que esperar, lo habían tornado más hiriente que de costumbre con la mendiga que se había cruzado en su camino aquella mañana. Tendría que hacer un esfuerzo para no leerle la cartilla a su asistente cuando finalmente apareciese.

El problema era que los retrasos no apaciguaban su mal humor, ni que sus empleados dejasen de hacer un esfuerzo inmediato y sobrehumano, ¡ni los vagos ni los incompetentes!

Merecía la pena intentarlo. Como había dicho Meg, ¡lo único que podía hacerle el nuevo propietario era cerrarle la puerta en las narices!

Dirigiéndose lentamente hacia el camino en su antiguo Mini, Lily se despidió con un gesto de su tía abuela, que la observaba desde la ventana, y se internó en una maraña de estrechos senderos en dirección a Felton Hall.

Nada más doblar la curva desapareció la sonrisa que llevaba en la cara, porque estaba preocupada por la anciana. Edith había fundado la organización de beneficencia hacía muchos años, organizando recogida de objetos para vender, mercadillos y escribiendo peticiones a los gerifaltes locales para exponerles sus intenciones. Había confiado en sus voluntarios, sobre todo en Alice Dunstan, que le había llevado las cuentas meticulosamente. Pero ahora Alice se había mudado a otra ciudad, lo que significaba que las cuentas eran un embrollo y los fondos cada vez más escasos. El Mini, comprado de segunda mano gracias a una donación, se usaba para el transporte de personas entre muchas otras cosas, por lo que estaba muy destartalado. Había que pagar el seguro, ya que sin él no podía circular, y Lily no sabía de dónde iban a sacar el dinero.

Pero lo que era aún peor es que, por primera vez en ochenta años, Edith había reconocido que le pesaba la edad. Su espíritu infatigable se estaba apagando y hablaba incluso de verse obligada a tirar la toalla.

Lily había tomado una decisión: ¡No si ella podía evitarlo! Le debía todo a su tía abuela, que la había cuidado después de la muerte de su madre. Su padre, alegando que no podía cuidar de una niña de dieciocho meses, se la había dejado a la única pariente viva de su esposa y se había largado sin dejar rastro. Aquella anciana merecía todos sus desvelos, ya que la había adoptado legalmente, le había proporcionado amor, una infancia feliz y segura, y, aunque fuese a la antigua usanza, una buena educación.

Si conseguía material en el Hall, el mercadillo del sábado iba a ser un éxito y salvarían el obstáculo del seguro del coche. Lily se dejó llevar por su optimismo y se dispuso a pisar el acelerador, pero se vio obligada a frenar bruscamente al torcer la esquina, deslizándose por el barro para no embestir por detrás a un flamante Ford que bloqueaba el camino.

Con las manos apretadas sobre el volante, Lily observó que del coche salía una mujer elegantemente vestida de unos treinta y tantos años y se dirigía hacia ella a toda prisa con una expresión mezcla entre expectación y ansiedad.

Pero cuando Lily bajó la ventanilla, fue la ansiedad la que ganó la mano.

–Oh, esperaba... Llevo horas aquí. ¡Mi jefe me estará esperando y detesta que le hagan esperar! Había obras en la autopista, luego me perdí porque me equivoqué de salida en dirección a Market Hallow, ¡y ahora este maldito pinchazo! Para colmo, salí con tanta prisa que me dejé el teléfono móvil y no puedo avisarle de lo que me ha pasado. ¡Me va a matar!

Estaba al borde de la histeria y su jefe, fuera quien fuese, parecía el mismo demonio. Escondiendo una sonrisa, Lily salió como pudo de su viejo coche. Aquella especie de secretaria elegante esperaba por supuesto que pasara un tipo fornido, ¡y debía de haberse hundido al ver aparecer a una mujer tan flacucha!

–No te preocupes –Lily descubrió su sonrisa–. Enseguida estarás en marcha.

–¿Estás segura? –preguntó sin mucha convicción.

–Abre el maletero –le pidió Lily con decisión. Para ahorrar en facturas de taller, se encargaba personalmente del mantenimiento de su coche e incluso tenía nociones de mecánica.

Diez minutos después, la rueda había sido reemplazada y la gabardina medio elegante que llevaba estaba cubierta de barro, por no hablar de sus manos y sus mejores zapatos.

La lluvia copiosa de aquella mañana había sido sustituida por una ligera llovizna, así que no se encontraba calada hasta los huesos como antes. Pero el pelo le caía en mechones como colas de rata y debía de parecer recién salida de una pelea en el barro. ¡Y le había costado tanto arreglarse para ir a conocer al nuevo dueño del Hall!

Todo le mereció la pena cuando vio que recibía una enorme sonrisa de gratitud.

–¡No sé cómo agradecértelo, me has salvado la vida! ¡Sólo puedo desearte que alguien acuda en tu rescate si alguna vez lo necesitas!

Tras un agarrón por los hombros y dos besos en las mejillas, Lily sonrió, contemplando cómo la mujer se alejaba, y luego volvió a su coche para quitarse todo el barro que pudo de los zapatos y las manos con los últimos pañuelos que le quedaban en la caja. No consiguió mejorar el aspecto de su gabardina.

Era de esperar que su desaliño no provocase que el nuevo propietario le diese con la puerta en las narices. Por lo general, la gente se mostraba receptiva con las buenas causas. Con este pensamiento reconfortante, se introdujo en el camino flanqueado de árboles que llevaba a Felton Hall, animándose al ver el coche de aquella mujer aparcado junto a un Lexus de lujo y echándose a temblar a continuación al recordar que, por lo que le había contado, su jefe era una especie de monstruo.

Pero ya no iba a echarse atrás. Agarró el llamador de hierro y tiró de él con decisión.

Rechazando las disculpas de Penny Fleming, Paolo Venini le había pasado el proyecto del arquitecto y otros documentos para que los revisase antes de la reunión del día siguiente. Estaba terminando de darle instrucciones cuando el antiguo timbre de la puerta dejó oír su sonido discordante.

–¡Mira a ver quién es y deshazte de él!

Caminando por el estudio forrado de libros, miró su reloj. El jet privado del banco le estaba esperando. Tardaría una hora llegar al aeropuerto, menos si pisaba el acelerador. ¿Qué era lo que entretenía a aquella mujer? ¿Tanto tiempo llevaba abrir una puerta y decir a quien fuese que se marchara?

Como exitoso hombre de negocios, responder agresivamente a cualquier tipo de demora formaba parte de su carácter. Estaba indignado, ¡y se indignó aún más al ver a Penny Fleming entrar en la habitación seguida de la mendiga!

Exasperado, Paolo respiró hondo, y estaba a punto de decirle a su eficiente asistente que la despediría a menos que se organizase como Dios manda y que no se lo iba a advertir dos veces, cuando ella se adelantó a sus obvias objeciones:

–Le presento a Lily. Trabaja para una organización benéfica. ¿Hay algo que pueda llevarse para un mercadillo?

Madonna diavola! ¡Estaba rodeado de locos! ¡Y la criatura que había tomado por mendiga aquella mañana parecía ya de por sí un caso de beneficencia!

Pero no era un hombre tacaño. De hecho, contribuía generosamente a muchas buenas causas.

Preguntó a aquella mujer escuálida y cubierta de barro a qué se dedicaba la organización.

Lily tragó saliva al verse ante el hombre que la había impresionado aquella mañana. Tenía un magnífico aspecto, ¡pero la miraba con unos ojos de hielo que seguramente reflejaban cómo era en realidad su corazón!

Cuando Penny, que era el nombre con que se había presentado, le había abierto la puerta y escuchado su petición con simpatía evidente, había ganado confianza. Sobre todo cuando le dijo en un susurro que creía que su jefe no quería conservar el contenido de la casa y que estaba en deuda con ella e iba a hacer todo lo posible por ayudarla.

Lily notó que él se impacientaba porque apretaba la boca. ¡Seguramente la paciencia tampoco era lo suyo!

Ella respondió tardíamente, pero con toda la decisión que pudo.

–Mi tía abuela fundó Life Begins hace diez años. Yo le echo una mano –animada por el modo en que Penny le apretó el codo, prosiguió–: ayudamos a la gente de la ciudad en tareas prácticas como hacer la compra, la limpieza, proporcionarles asistencia a domicilio si no tienen seguridad social, llevarlos y traerlos en coche…

–¡Basta! –dijo él, interrumpiendo aquella perorata cada vez más confiada. Ella tenía unos ojos increíbles. Claros, inocentes, sinceros. Y la forma más rápida de volver a tratar asuntos serios era dejar que obtuviese lo que deseaba–. Espera en el vestíbulo. En cuanto quede libre, la señorita Fleming te ayudará a decidir qué es lo que puede servirte.

Despedida de Su Presencia, se retiró sonriendo con sentidas palabras de agradecimiento, pero él ya no la escuchaba: se estaba volviendo para contestar el teléfono que había empezado a sonar. Ella se dijo que no le importaba, que no importaba que se deshiciesen de ella como si fuese insignificante y molesta, y esperó tal y como le habían indicado. Tenía lo que había venido buscando; autorización para marcharse con el tipo de cosas en las que la gente se gasta el dinero que tanto les ha costado ganar, con el fin de colocar a Life Begins en una posición económica más desahogada.

Angustiado, Paolo colgó el teléfono.

–¿Se encuentra bien, señor? –ignorando las palabras de Penny Fleming salió del estudio completamente decidido.

Sólo podía hacer una cosa. Como de costumbre, cuando se le presentaba un problema su cerebro encontraba rápidamente la solución.

La llamada del médico había confirmado sus peores temores, temores que como un puño de hielo le apretaban el corazón. Por lo que había deducido de la jerga médica que acababa de escuchar, su madre iba a morir muy pronto, así que se disponía a hacerla feliz en los últimos momentos de su vida. Era lo menos que podía hacer.

Y aquella desaliñada chica de la beneficencia sería estúpida si rechazase una sustanciosa donación a cambio de echarle una mano.

Capítulo 2

AL VER como la agarraba con fuerza por el hombro y la introducía otra vez en el estudio, Lily se preguntó inquieta si Paolo había cambiado de idea.

¿Había decidido de pronto que ella se traía algo entre manos e intentaba vaciarle la casa y largarse con los beneficios en nombre de una ficticia organización benéfica?

Se sintió incómoda, como una criminal, mientras él despedía cortésmente a su asistente y le ordenaba que se sentase como si estuviese entrenando a un perro desobediente.

Lily se ruborizó. ¿Quién se había creído?

–Escucha, yo...

Pero una mirada cortante de sus ojos la hizo callar y sentarse al filo de la silla que había frente a la enorme mesa de despacho. Satisfecho con su docilidad, se colocó al otro lado de la mesa, pero no se sentó. Se limitó a erguirse ante ella.

La miraba como si fuese una forma de vida recién descubierta. Lily se estremeció.

–¿Eres de fiar?

Sorprendida, Lily se quedó boquiabierta. Entonces tenía razón: ¡él pensaba que era una timadora! –¿Y bien? ¡De todos los desagradables, malhumorados, desconfiados…! Ofendida, alzó la cabeza y con una mirada de un gris glacial le respondió decorosamente:

–Por supuesto que soy de fiar. Sólo me llevaré lo que Penny me diga que puedo llevarme. Y si quieres comprobar mis credenciales...

Con un drástico movimiento de su delgada mano volvió a silenciarla.

–Llévate lo que quieras. No se trata de eso. Quiero saber si a cambio de una cuantiosa donación para tu organización me permitirías utilizar tu nombre y te abstendrías de decir nada sobre esta transacción... ahora y en el futuro.

Lily abrió los ojos atónita.

–¿Utilizar mi nombre? –mirando su fuerte mandíbula, sus encantadores ojos, la dura ondulación de sus mejillas y la forma en que su boca sensual se cerraba por la irritación, sólo pudo deducir que se había vuelto loco o estaba metido en un lío con muy mala pinta.

¡Fuese lo que fuese, no estaba dispuesta a tomar parte!

–¿Para qué? –preguntó imitando inconscientemente el tono estentóreo que su tía abuela utilizaba cuando se enfadaba.

Él alzó una ceja, sorprendido de que aquella cosita tan escuálida alcanzase semejante volumen de voz. Comenzó a dibujar una encantadora sonrisa y extendió expresivamente ambas manos.

–No tengo tiempo para entrar en detalles. Pero anoche mi madre sufrió un colapso. Las pruebas que le hicieron en el hospital revelaron que tiene un tumor en el cerebro y la operarán pasado mañana. El pronóstico no es muy bueno. De hecho, no podía ser peor –anunció pesadamente. El brillo de sus ojos se ensombreció bajo sus espesas pestañas y se le marcaron unas profundas arrugas a ambos lados de la boca.

Lily se levantó, inclinándose instintivamente hacia él. Su voz se suavizó y sus enormes ojos llenos de compasión buscaron su mirada.