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Emma estaba siendo una atracción irresistible Cuando Emma entró en el club de striptease de Jake para entregarle el traje de padrino para la boda de su hermana, él no fue capaz de resistir la tentación de tomarle un poco el pelo. Emma siempre había sido demasiado seria, necesitaba divertirse un poco y él iba a ser el hombre que se lo enseñara. A Emma le gustaba su vida sin complicaciones. Pero después de un par de besos ardientes con su amor del instituto, fue incapaz de decir que no a la sugerencia de Jake de que exploraran durante el fin de semana de la boda la atracción mutua que sentían.
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Seitenzahl: 169
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Anne Oliver. Todos los derechos reservados.
¿SOLO UNA SEMANA?, N.º 1869 - agosto 2012
Título original: The Morning After the Wedding Before
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0737-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Emma Byrne se negó a ceder a los nervios que aleteaban en su caja torácica como avispas histéricas. Era una chica sofisticada de ciudad y no le daba miedo entrar en un club de striptease de tercera situado en King’s Cross, el famoso distrito de Sídney de clubes nocturnos. Sola.
Pero le había prometido a su hermana que le entregaría el traje de padrino a Jake Carmody, y lo haría. Podía hacerlo.
Eran las seis de la tarde de un apacible lunes de otoño y el Pink Mango ya estaba abierto. Subiéndose aún más las gafas de sol se cambió el bolso de mano y se echó la funda del traje al hombro y entró. La música vibraba por toda la sala, que olía a cerveza y a colonia barata. Respiró con una mueca de desagrado.
Titubeó cuando un millón de ojos parecieron mirarla. «Te lo estás imaginando», se dijo. «¿Quién te iba a mirar en un tugurio como este?». En especial con la gabardina roja que le llegaba hasta las rodillas y completamente abotonada, botas de caña hasta las rodillas y guantes. Al reflexionar en ello dedujo que quizá eran el motivo por el que recibía más que unas pocas miradas…
Sin prestar atención a los ojos curiosos, centró su atención en la decoración. El interior era incluso más cutre y chillón que el exterior. Predominaban el rosa caramelo, el dorado y el negro. Las sillas y los sillones estaban cubiertos de un fucsia de aspecto sucio con motivos animales. Una bola giratoria de discoteca proyectaba haces multicolores sobre las camareras en topless que recorrían la sala con sonrisas falsas como sus pechos.
Pero al menos ellas tenían pechos.
La mayoría de los clientes tempraneros se hallaba alrededor de un escenario oval elevado mirando con ojos lascivos a una solitaria bailarina cuya única vestimenta era un tanga dorado y que le hacía el amor a un poste de latón. En una nalga firme llevaba tatuada una cobra.
Emma no era capaz de apartar la vista. «Lo que le gusta a los hombres…». Ella jamás tendría esa voluptuosidad ni el valor para exhibirla.
Quizá ese era el motivo por el que Wayne había cortado con ella.
Desterró sus inseguridades, suspiró y le dio la espalda al espectáculo. En ese momento lo que menos necesitaba era recordar sus propias carencias físicas.
«No me importa que Ryan y tú os vayáis a casar el próximo fin de semana, me debes una gorda por hacer esto, hermanita».
«Tengo cita para la manicura», le había dicho Stella con la típica desesperación prenupcial en la voz. «Ryan está en Melbourne hasta mañana por una conferencia y tú no tienes nada especial programado para esta noche, ¿verdad?».
Stella sabía que desde su ruptura con Wayne no tenía vida social. Y aunque no hubiera estado libre, siendo dama de honor, ¿cómo iba a negarse a la petición de la novia? Pero un tugurio de striptease no había formado parte del trato.
Un hombre con una camisa abierta y una cadena de oro gorda sobre una obscena mata de vello gris en el pecho la observaba del otro lado de una mesa próxima. Sintió que unas gotas de sudor le caían por la espalda. Se estaba asando debajo de la gabardina.
Pero parecía la persona a la que dirigirse, así que se movió con rapidez. Se irguió y se obligó a mirarlo a los ojos, algo complicado cuando esos ojos estaban clavados en sus pechos.
Pero antes de que pudiera hablarle, el giró un dedo gordo y dijo:
–Si vienes por el trabajo, quítate esa gabardina y muéstranos qué tienes.
El vello de la nuca se le puso de punta.
–¿Disculpe? Yo no…
–Aquí no necesitarás un disfraz, encanto –miró la funda que llevaba al hombro–. Esta noche nos falta alguien, así que puedes empezar por las mesas.
Cherry te lo indicará. ¡Eh, Cherry! –su voz ronca por el tabaco atravesó el aire espeso.
Emma usó un tono de voz más gélido.
–He venido a hablar con Jake Carmody. Así que dígame dónde puedo encontrarlo para terminar mi asunto con él y largarme de aquí.
Esos ojos pálidos la observaron más mientras una mujer se acercaba portando una bandeja. Lucía unos shorts dorados estilo años 80 y una blusa negra transparente. Debajo del maquillaje, vio que se la veía cansada y sintió simpatía. Sabía lo que era tener que trabajar en cualquier cosa por necesidad.
–La dama aquí quiere ver al jefe. ¿Sabes dónde está?
¿El jefe?
–Tiene que haber un error… –calló. Su secretaria le había dicho que podría encontrarlo en esa dirección, pero… ¿era el jefe de ese tugurio?
La mujer llamada Cherry se encogió de hombros con indiferencia.
–La última vez que lo vi, estaba en su despacho.
El hombre indicó con el dedo pulgar una escalera estrecha en el extremo de la sala.
–Arriba, primera puerta a la derecha.
–Gracias –con los labios apretados y consciente de algunas miradas que seguían su avance, cruzó el club.
¿El jefe?
A pesar del calor, experimentó un escalofrío. El estilo de vida que llevara no era asunto suyo, pero ni en un millón de años habría esperado que el hombre al que recordaba estuviera implicado en un tugurio un nivel por debajo de los clubes nocturnos de dudosa reputación. Estaba titulado en derecho mercantil.
Era evidente que esto le producía más beneficios.
Conocía a Jake desde el instituto. Era uno de los amigos de Ryan y los dos a menudo se habían presentado en su casa para charlar con su hermana más sociable y escuchar música. Ella o bien había estado en uno de sus trabajos después de la escuela o bien experimentando con su fabricación de jabón, pero en contadas ocasiones Stella la había convencido de unirse a ellos.
Era un imán para las chicas. Ecuánime, levemente peligroso y demasiado experimentado para alguien como ella. Quizá por eso siempre que había sido posible había intentado evitarlo.
Aunque eso no había impedido que se enamorara un poco de él. Movió la cabeza y pensó que sus ojos jóvenes habían estado nublados por la ingenuidad. Además, el amor no figuraba en su plan vital. Nunca más.
Lo oyó antes de llegar a la puerta. Esa voz familiar profunda y algo parsimoniosa que parecía fluir sobre los sentidos como caramelo líquido. Hablaba por teléfono.
La puerta se hallaba entreabierta y llamó. Oyó el ruido sordo que hizo al colgar con fuerza al tiempo que soltaba un epíteto corto y grosero antes de decir con impaciencia:
–Adelante.
No alzó la vista de inmediato, lo que le permitió acomodarse las gafas sobre la cabeza y estudiarlo.
Sentado ante un escritorio destartalado lleno de papeles, escribía algo. Llevaba una camisa azul con las mangas remangadas sobre unos antebrazos fibrosos y bronceados. A diferencia del resto del tugurio, la ropa era de primera calidad. Lo miró a la cara y el corazón le latió con un poco más de rapidez.
El pelo tupido y oscuro se levantaba aquí y allá, como si hubiera estado pasándose las manos por él.
Sus dedos anhelaron bajárselo… Santo cielo, estaba deseando a un hombre que no solo usaba a las mujeres, sino que las explotaba en una sala de mala muerte dedicada al striptease. Desear tocarlo la colocaba en un lugar tan bajo como él y tan mala como los pervertidos que había abajo. Pero a pesar de ello, siguió experimentando pequeños escalofríos.
–Hola, Jake –se sintió impresionada consigo misma por el saludo distante que logró ofrecer.
Él alzó la vista y el ceño fruncido se vio reemplazado por una expresión de aturdida sorpresa.
–Emma –dejó despacio el bolígrafo sobre la mesa, cerró la carpeta y se tomó su tiempo para ponerse de pie–. Cuánto tiempo sin verte.
–Sí –convino ella, soslayando esa visión masculina de unos gloriosos metro ochenta y cinco, con unos hombros anchos que llenaban por completo la camisa–. Bueno… todos tenemos vidas ocupadas.
–Sí, hoy en día es así, ¿verdad? A diferencia del instituto.
Rodeó la mesa con una sonrisa que era como una caricia lenta que le hacía cosas asombrosas a su cuerpo.
Retrocedió un paso. Necesitaba largarse y deprisa.
–Veo que estás ocupado –dijo con celeridad, mirándolo a los ojos negros como el café–. Yo…
–¿Has venido en busca de un trabajo?
Se quedó boquiabierta y sintió que se sonrojaba. El muy imbécil.
–Llamé a tu oficina… tu otra oficina, y tu secretaria me dijo que estabas aquí –hizo una mueca y arrojó el portatrajes sobre la mesa, haciendo que los papeles volaran por todas partes–. Tu traje para la boda. Si requiere algún retoque, el sastre ha dicho que necesitaría al menos tres días, razón por la que he venido a traértelo esta noche. Ryan se encuentra fuera del estado y Stella tenía una cita, así que yo…
–Emma. Bromeaba.
Vislumbró el brillo en sus ojos y retrocedió otro paso. ¿Por qué no iba a bromear? Ella no estaba a la altura de esas criaturas voluptuosas que había en la sala.
–Hoy no tengo tiempo para bromas. Ni para nada más. Bien… ya tienes el traje. Me marcho.
Bajo la dura luz fluorescente, Emma vio las ojeras y las líneas bajo los ojos, como si llevara semanas sin dormir. Se dijo que merecía esa tensión por hacer que se sintiera como una tonta. Como si su autoestima no sufriera suficiente después de que Wayne hubiera puesto fin a la relación…
–Así que a nosotros dos nos tocó Lo que el viento se llevó, ¿eh? Espero poder hacerle justicia a Rhett Butler –miró el portatrajes y luego le dedicó una sonrisa sexy–. Y tú serás mi Escarlata por ese día.
Se puso rígida, pero la sangre fluyó a más velocidad por sus venas.
–No seré tu nadie. Se me escapa por qué habrán elegido un tema de parejas famosas para la boda.
Él se encogió de hombros.
–Querían algo original y descabelladamente romántico… ¿por qué no? Bien pueden divertirse ese gran día. A partir de ahí todo será cuesta abajo –volvió a dedicarle esa sonrisa demoledora–. Gracias por traérmelo. ¿Puedo ofrecerte una copa antes de que te marches?
–No. Gracias.
Jake cruzó los brazos y se apoyó contra el escritorio, inhalando la fragancia fresca y desconocida que había entrado con ella. Era una visión renovadora para ojos cansados.
Alta y esbelta como una amapola de ojos azules. Incluso enfadada se la veía asombrosa, con esa mirada gélida de zafiro y el modo que tenía de fruncir los labios. Brillantes, carnosos…
Contuvo el impulso súbito y loco de acercarse y probarlos. Probablemente, no tendría que haber hecho la broma del trabajo allí. Pero no se había podido contener. En las contadas ocasiones en que la habían podido convencer de que se uniera a ellos, había estado tan condenadamente seria. Era evidente que eso no había cambiado.
Se frotó la mandíbula sin afeitar.
–De haber sabido que ibas a venir, lo habría arreglado para que dejaras el traje en mi otra oficina.
Ella le dedicó otra mirada gélida y, extrañamente, él sintió como si le hubiera dado un puñetazo.
–He de irme –anunció con rigidez.
–Te acompañaré abajo –se apartó de la mesa.
–No. Preferiría que no lo hicieras.
Conocía lo suficientemente bien ese tono como para saber que lo mejor era no llevarle la contraria. Cruzó los brazos.
–De acuerdo. Gracias por traerme el traje. Es algo que aprecio.
–Me alegra oír eso, porque ha sido una excepción.
–Te veré mañana en la cena.
–Siete y media –se acomodó el bolso–. No llegues tarde.
–Emma… –ella giró la cabeza y él volvió a pensar en un campo de amapolas un día de verano. Tendido entre ellas con Emma–. Me alegro de volver a verte.
No contestó, pero titubeó, mirándolo con esos ojos fabulosos. Luego Emma asintió una vez y giró hacia la puerta.
La observó irse, admirando cómo se movía, recta, sexy y con clase. Durante un momento se preguntó por qué no había intentado nada con ella en el pasado. La había visto mirarlo en más de una ocasión cuando había creído que él no la veía.
Dejó de sonreír y supo por qué. Emma Byrne desconocía el significado de lo que era divertirse, y desde luego no sabía cómo relajarse. Era como si llevara tatuado en la cara la palabra «seria».
Jake, por el contrario, no buscaba nada serio. No se comprometía. Disfrutaba con las mujeres… en sus términos. Con mujeres que conocían las reglas. Y cuando se terminaba, se terminaba, sin malentendidos ni mirar atrás. Pero no podía negar que esa Emma más hermosa, más madura y más femenina lo excitaba. Y mucho.
La puerta se cerró y escuchó sus pisadas desvanecerse. Volvió a pensar que debería haberla acompañado abajo. Pero tanto ella como su lenguaje corporal habían irradiado una negativa rotunda.
Desterrando los pensamientos lujuriosos, se bajó las mangas de la camisa. Maldijo al condenado Earl, el padre que lo había engendrado, por dejarle ese caos que debía desentrañar. Nadie estaba al corriente de su conexión con ese club, con la excepción de Ry y sus padres, y más recientemente su secretaria.
A la que en ese instante había que añadir a Emma Byrne.
–Maldición.
Miró la hora y se guardó el teléfono móvil en el bolsillo. No tenía tiempo en ese momento para esa complicación en particular… debía asistir a una importante reunión de negocios.
Y encima ella le había dicho que no se presentara tarde.
–Más vale que tenga una buena excusa –musitó Jake la noche siguiente al girar a la izquierda con su BMW para poner rumbo a la zona Coogee Beach, en la costa de Sídney, donde Emma vivía con su madre.
Siempre había sido muy responsable, y siendo esa la noche de su hermana, dedujo que no se ausentaría sin una razón válida. Pero no había contestado el móvil y la preocupación le iba carcomiendo la impaciencia.
Quizá Emma no era la misma esos días. Tal vez había decidido pasar de esas obligaciones autoimpuestas para divertirse al fin un poco.
Las entrañas se le tensaron unos momentos ante el recuerdo. Sabía exactamente la última vez que la había visto. Siete meses atrás, en la fiesta de compromiso de Stella y Ryan. También sabía exactamente lo que llevaba en aquella ocasión… un vestido largo y ceñido del color del mar.
Se obligó a relajar la mandíbula. ¿Qué importaba que hubiera notado cada detalle… hasta el esmalte que le adornaba las uñas de los pies? Un chico podía mirar.
Había llegado justo a tiempo para verla marcharse de la mano con un rubio musculoso de estilo surfero. Stella le había dicho que se llamaba Wayne. Al parecer Emma y Wayne estaban enamorados.
Se dijo que quizá el surfero era el motivo por el que Emma había perdido la noción del tiempo…
Giró por la entrada de vehículos de los Byrne que daba al oscuro océano. Las puertas metálicas estaban abiertas y se detuvo detrás de una ranchera roja aparcada ante las escaleras de piedra.
A mitad de la propiedad en pendiente se hallaba el estudio de música donde recordaba haber pasado tardes el último curso del instituto. Las sombras amortajaban las paredes de ladrillo, pero de la ventana salía una débil luz ambarina. Le habían informado de que en ese momento Emma vivía allí y era evidente que seguía en casa. Y al parecer también estaba sola, ya que no se veía ningún otro coche.
Bajó del coche y sacó el móvil del bolsillo.
–¿Ry? Al parecer todavía ni siquiera ha salido –fue hacia los escalones–. Estaremos allí pronto.
Guardó el teléfono y bajó los peldaños. Si conseguía llegar a tiempo a esa boda después del día infernal que él había tenido tratando de mantenerse en lo alto de dos negocios, Emma también podía. Después de todo, era la dama de honor.
Por la ventana se filtraba música relajante. Aminoró los pasos, respirando el aire salado con un toque de madreselva, y se ordenó calmarse.
El timbre de la puerta junto con una llamada perentoria al panel sacaron a Emma de su trabajo como si se hubiera hallado en un sueño profundo. Miró la hora. Parpadeó. Santo cielo. Le había asegurado a Stella que saldría de inmediato cuando la familia se marchó hacía casi una hora.
Estiró los músculos entumecidos y se aseguró que su desliz no era porque su subconsciente no quería ver a Jake. No iba a dejar que él y el momento loco del día anterior, cuando las miradas se habían encontrado y el mundo pareció desvanecerse, afectaran su vida. De ningún modo.
–Voy, voy –murmuró. Introdujo el pedido de pequeños jabones florales que había estado envolviendo en su contenedor y gritó–: ¡Voy! –se alisó los lados del delantal blanco y abrió la puerta–. Yo…
La silueta llenaba el umbral, bloqueando lo que quedaba de la luz crepuscular y oscureciendo sus facciones, pero de inmediato supo quién era cuando sintió el corazón en un puño.
–Jake –se sentía sin aliento. Ridículo. Ceñuda, encendió la luz del vestíbulo. Intentó no admirar la vista, pero con los ojos se comió su apostura morena como una mujer sometida a una larga dieta de chicos rubios.
Esa noche lucía unos pantalones oscuros hechos a medida y una camisa de color chocolate abierta al cuello. El pelo del color del whisky añejo se elevaba levemente bajo la brisa salada.
–Así que aquí estás –dijo con tono brusco.
–Sí, aquí estoy –intentó soslayar la agitación que le había provocado recordar dónde lo había visto la última vez. Le ofreció una sonrisa indiferente, decidida a no dejar que el ayer estropeara el presente–. Y con retraso –continuó–. Supongo que has venido por eso, ¿no? –¿qué otro motivo podía haber?
–Tenías a algunas personas preocupadas –dijo como si él no se considerara entre ellas; entró y estudió la mesa del comedor, cubierta con los jabones artesanales de leche de cabra–. No contestabas el teléfono –volvió a mirarla a ella–. No estás accesible cuando la gente trata de ponerse en contacto contigo.
–¿Y eso lo dice el hombre que ayer estaba demasiado ocupado en su otro negocio como para contestar el móvil? –replicó–. Por suerte tu secretaria me brindó la información.
–Me disculpo por los inconvenientes y por cualquier bochorno que pude haberte causado.
–De acuerdo –Emma respiró hondo. Forzó a su yo más maduro a encerrar en un rincón de su mente el incidente del día anterior. Por el momento–. En cuanto a mí, no tengo excusa legítima para haber olvidado la hora, así que es mi turno de disculparme porque hayas tenido que venir a buscarme –intentó sonreír.
Él asintió y su mirada se suavizó.
–Disculpas aceptadas –se inclinó y le dio un beso en la mejilla con labios firmes.
El hormigueo del día anterior regresó en una avalancha.
–Yo… mmm… iré a… –sintiéndose descentrada, retrocedió hacia una zona pequeña separada por una cortina que empleaba como su dormitorio, pero él no captó la insinuación y no se marchó–. Escucha, tú ve delante. Estaré lista en un abrir y cerrar de ojos y solo es un trayecto de diez minutos al restaurante.
–Ahora estoy aquí –se encogió de hombros y metió las manos en los bolsillos.
Ella se descalzó y con la vista se puso a buscar los zapatos.
–En serio, no hay necesidad de que esperes…
–Lo haré. Fin de la historia –examinó los pedidos de ella–. Tu afición sigue haciéndote ganar algo de dinero para gastos, entonces.
Lo miró con ojos centelleantes.