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Tentación arriesgada Anne Oliver Lissa Sanderson estaba pasando por el peor momento de su vida, y justo entonces tuvo que aparecer el mejor amigo de su hermano, el guapísimo e inaccesible Blake Everett, del que siempre había estado enamorada a pesar de su mala reputación. Pero Lissa ya no era una adolescente cándida y soñadora, y Blake no era tan inmune a sus encantos de mujer como aparentaba ser... Diario íntimo Anne Oliver La costumbre de Sophie de poner por escrito sus sueños eróticos hizo que se los enviase accidentalmente a su jefe, Jared. Él no estaba buscando un compromiso y, afortunadamente, también era lo último que ella tenía en mente, de modo que acordaron vivir una aventura sin compromisos. Pero el trabajo en equipo, las noches ardientes y los dolorosos secretos compartidos despertaron unos sentimientos inesperados. Y Sophie pronto descubrió que se había metido en un buen lío.
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Seitenzahl: 334
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 462 - diciembre 2020
© 2011 Anne Oliver
Tentación arriesgada
Título original: There’s Something About a Rebel...
© 2011 Anne Oliver
Diario íntimo
Título original: Her Not-So-Secret Diary
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2015
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-166-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Tentación arriesgada
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Diario íntimo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
No fueron los truenos de la tormenta que se avecinaba lo que despertó a Lissa Sanderson poco después de medianoche. Ni el sofocante calor tropical de Mooloolaba, que la había obligado a dejar abiertas las ventanas de la casa flotante para aprovechar la mínima brisa que soplara del río. Ni siquiera la preocupante situación económica que llevaba varias semanas padeciendo.
Fueron las pisadas que se acercaban por el muelle.
No eran las pisadas de su hermano –Jared estaba en el extranjero–, y ninguno de sus conocidos iría a visitarla a aquellas horas. Eran las pisadas de un desconocido, pensó con un escalofrío.
Levantó la cabeza de la almohada y prestó atención. El lento pero firme sonido de las pisadas se oía claramente por encima del crujido de las hojas de palma y de la campanilla que colgada encima de la puerta trasera.
Sus pensamientos se remontaron nueve meses atrás… y la sangre se le heló en las venas al pensar en Todd. El Sapo no se atrevería a dejarse ver en aquella parte del mundo… ¿O quizá sí?
No, de ninguna manera. No lo haría.
Apoyó los pies en el suelo y escudriñó la familiar penumbra en busca de la linterna, hasta que recordó que la había dejado en la cocina cuando fue a examinar una nueva gotera en el techo.
El embarcadero pertenecía a los mismos dueños de la lujosa mansión que alquilaban a acaudalados veraneantes. Lissa tenía alquilada la casa flotante y el contrato de arrendamiento no vencería hasta dentro de dos años. Febrero era temporada baja y la mansión llevaba dos semanas desocupada. ¿Podría ser que hubieran llegado nuevos inquilinos y no supieran que el embarcadero estaba alquilado por otra persona?
Rezó porque así fuera.
El garaje por el que se accedía al patio trasero y de ahí a la casa flotante solo se podía abrir con un código de seguridad. ¿Quién podía ser sino un habitante de la casa? Intentó tranquilizarse y no ceder a la inquietud que llevaba meses agobiándola. Las puertas tenían un seguro; al igual que las ventanas, aunque estuviesen abiertas; tenía el móvil junto a ella y bastaba con pulsar un botón para llamar a sus hermanos: Jared y Crystal.
Las pisadas se detuvieron. Un objeto pesado cayó al suelo de madera, haciéndolo vibrar unos segundos. El golpeteo del agua contra el casco le puso los pelos de punta.
Había alguien en su muelle… Justo al otro lado de la puerta.
Agarró el móvil y marcó frenética un número, pero la pantalla permaneció apagada. No tenía batería.
Con el corazón desbocado se dirigió a la puerta del dormitorio. Desde allí se podía ver todo el barco hasta la puerta de cristal. Una ligera llovizna caía sobre la cubierta… y sobre una figura alta y masculina.
Era demasiado ancho de hombros para ser Todd, gracias a Dios, pero podría haber sido el jorobado de Notre Dame, con su perfil iluminado por un relámpago.
Lissa sintió un escalofrío por toda la piel.
Entonces la joroba desapareció y Lissa se dio cuenta de que era una bolsa de viaje. El bulto cayó al suelo con un ruido sordo y la figura se irguió en toda su estatura, tan imponente que Lissa dio un paso atrás y tragó saliva para sofocar el grito de pánico que le subía por la garganta. Se puso rápidamente la bata y se metió el móvil en el bolsillo. Podría salir por la puerta trasera, junto a la cama, pero para abandonar el barco tendría que pasar por el estrecho embarcadero, a pocos pasos del hombre, llegar hasta la cochera y esperar a que se elevara la puerta… No, era más seguro permanecer donde estaba.
Y si aquel hombre no fuese un nuevo inquilino…
Se obligó a avanzar y, sin hacer ruido, descalza, fue sorteando bolsas y cajas hasta que resbaló en un charco que no había estado allí dos horas antes. Se agarró a la diminuta mesa de la minúscula cocina y miró de nuevo al hombre. Un relámpago reveló ropa negra, antebrazos desnudos, pelo corto y negro mojado por la lluvia, recio mentón oscurecido por una barba incipiente… Demasiado atractivo para ser un ladrón. Y le resultaba vagamente familiar.
Se palpó el pecho con unas manos grandes y fuertes y se las llevó a los muslos, como si hubiera perdido algo. La imagen de aquellas manos palpándose los pechos hizo estremecer a Lissa, y un recuerdo de su temprana adolescencia asomó al fondo de su memoria. El recuerdo de un hombre tan alto y atractivo como aquel intruso…
Se sacudió las imágenes de la cabeza. Ya se había dejado engañar por demasiados hombres altos y atractivos. Y aquel hombre se disponía seguramente a forzar la cerradura mientras ella se quedaba mirándolo como una tonta.
Tensó los músculos e intentó pensar en su próximo movimiento, pero el cerebro no terminaba de funcionarle. Olió la relajante fragancia de la vela de jazmín que había prendido antes, la albahaca que había metido en un tarro, la omnipresente humedad del río.
¿Cuál sería su último recuerdo antes de morir?
Observó, paralizada, cómo el intruso se hurgaba en el bolsillo, sacaba algo y se acercaba a la puerta.
La adrenalina la impulsó a actuar. Agarró el objeto más cercano, una caracola del tamaño de su puño, y se irguió en su metro sesenta de estatura.
–Largo de aquí. Esto es una propiedad pri…
La orden, formulada con una voz patéticamente débil, se le quebró en la garganta al oír el estremecedor sonido de una llave girando en la cerradura. La puerta se abrió y el hombre entró, chocando con la campanilla y portando el olor a lluvia con él.
Lissa sacó el móvil del bolsillo.
–No se acerque.
La figura se cernió amenazadora sobre ella, invadiéndola con el intenso olor a hombre mojado.
–He llamado a la policía.
El hombre se detuvo, aparentemente sorprendido pero no asustado, y Lissa comprendió que su voz acababa de delatarla.
Era una mujer. Y estaba sola.
Avanzó, apuntando al cuello del hombre con su improvisada arma, pero él la agarró del brazo.
–Tranquila, no voy a hacerte daño –su voz, profunda y varonil, acompañó al trueno que retumbó en el océano.
–¿Y yo cómo lo sé? –preguntó ella–. Este es mi barco. ¡Fuera de aquí! –apretó la caracola en el puño y volvió a la carga, pero él bloqueó su ataque con el antebrazo y suspiró pesadamente.
–No hagas eso, cariño –murmuró, desarmándola con una facilidad pasmosa. Acto seguido aflojó la mano y la bajó desde la muñeca hasta el codo. Lissa sintió otro escalofrío, incapaz de recuperar el control.
–Este es mi barco –declaró en voz baja y débil.
–Pues yo tengo una llave.
Antes de que Lissa pudiera analizar la respuesta, él la soltó y pasó a su lado para encender la luz. A continuación levantó las dos manos para demostrarle que no pretendía hacerle daño.
Ella parpadeó unas cuantas veces hasta adaptar la vista al súbito resplandor. Vio la marca roja que le había hecho en el cuello con la caracola y comprobó que, efectivamente, tenía una llave y que había encontrado sin problemas el interruptor de la luz. Con lo cual solo podía tratarse de…
Blake Everett.
Se apoyó en la mesa con gran alivio, pero enseguida volvió a ponerse en guardia. Blake llevaba unos vaqueros negros descoloridos y un viejo jersey, también negro y desteñido, remangado hasta la mitad de unos antebrazos fuertes y salpicados de vello.
Era el amigo de Jared. Lissa se había enamorado de él cuando ella tenía nueve años y él dieciocho y recién alistado en la Armada. Cuatro años después volvió a casa al morir su madre y ella siguió amándolo en secreto.
No creía que la hubiese mirado salvo en aquella ocasión en la que, con nueve años, se cayó del monopatín al intentar impresionarlo y solo consiguió romperse la nariz, manchar de sangre la camiseta blanca de Blake y, lo peor de todo, echar a perder su joven orgullo.
Circulaban muchos rumores sobre él, y ninguno bueno. El chico malo, la oveja negra de la familia… Pero Lissa no cambió de opinión hasta que oyó que había dejado embarazada a Janine Baker y que había huido del pueblo para alistarse en la Armada. En cierto modo lo sintió como una traición personal.
Los ojos de Black podían ser tan azules como un cielo tropical o tan fríos como un glaciar, y su aire taciturno e indiferente había avivado los instintos maternales de Lissa. Durante mucho tiempo se imaginó cómo sería ser el centro de aquella mirada.
Y en esos momentos la estaba mirando como ella siempre había deseado… con un inconfundible destello de calor en aquellos ojos azules. Pero Lissa ya no era una cría ingenua e inocente, al menos en lo que se refería a los hombres, y bajo ninguna circunstancia iba a bajar la guardia.
–Me llamo Blake Everett –dijo él, apoyado en la encimera y recorriendo con la mirada la corta bata de Lissa, quien sintió un hormigueo de la cabeza a los pies y cómo se le endurecían los pezones–. Soy…
–Sé quién eres –lo interrumpió ella, sofocando el impulso de cubrirse los pechos.
Blake entornó los ojos y Lissa se fijó en las arrugas que los enmarcaban. Pero sus labios seguían siendo los más sensuales que había visto en su vida: carnosos, firmes, irresistibles…
–En ese caso, me llevas ventaja.
Lissa levantó la mirada hacia la suya. No la había reconocido. Estupendo.
–Yo diría que estamos empatados.
–¿Por qué lo dices?
¿Sería posible que lo conociera? Ignorando los agarrotados músculos tras haber conducido desde Surfers bajo la lluvia y el terrible dolor de cabeza, Blake la observó atentamente mientras intentaba hacer memoria.
Hacía mucho que no estaba tan cerca de una mujer, y menos de una tan atractiva como aquella pequeña pelirroja cuyo olor era una fragancia exquisita comparado con el hedor a testosterona que reinaba en los buques de la Armada. A la luz amarilla su pelo brillaba con más fuerza que una bengala de socorro, y sus ojos eran tan verdes como una laguna tropical. Pero, al igual que las playas de aspecto virgen donde él solía buscar peligros ocultos, percibía una tormenta gestándose tras aquella mirada.
Y con razón. El viejo no le había dicho a la mujer que aquel barco era de Blake y que no podía alquilarse. Diez años atrás, cuando murió su madre, Blake se lo compró a su padre para ayudarlo a saldar sus deudas y para tener un lugar tranquilo y apartado donde hospedarse cuando estuviera de permiso en Australia. No había vuelto a poner un pie en aquel sitio desde entonces.
–Por lo que veo, estás aquí de alquiler. He estado en el extranjero, y mi padre…
–No estoy de alquiler. Mi hermano le compró este barco a tu padre hace tres años, así que ahora pertenece a nuestra familia. Es mi casa, de modo que… tendrás que buscarte otro sitio.
–¿Tu hermano compró el barco? –recordó la transacción y sintió un escalofrío. No debería haber confiado en un ludópata como su padre.
–Jared Sanderson.
¿Jared? El nombre le hizo examinarla más atentamente. El pelo rojizo y despeinado, los ojos de color azul verdoso, labios carnosos y torcidos en una mueca de disgusto… Hacía mucho que había perdido el contacto con Jared, su compañero de surf, pero recordaba a su hermana pequeña.
–¿Eres Melissa? –seguía siendo baja de estatura, pero su cuerpo no era el de la niña que él recordaba. Era el cuerpo de una mujer adulta, y a Blake se le aceleraron los latidos al contemplar sus sensuales curvas.
Alzó la vista de nuevo hacia sus ojos, atisbando de pasada unos pechos grandes y turgentes y una generosa porción de escote blanco, antes de que ella se protegiera con los brazos.
–Siento haberte asustado, Melissa. Debería haber llamado a la puerta.
–Soy Lissa. Y sí, deberías haber llamado.
Los labios se le fruncieron en un mohín que él recordaba bien, pero aquella noche lo encontró extrañamente seductor.
–Lissa.
–Está bien, acepto tus disculpas, aunque me has dado un susto de muerte. No he llamado a la policía porque no tengo batería –lo miró con expresión recelosa–. ¿Qué haces aquí?
–¿Es que un hombre no puede volver a casa después de catorce años? –replicó él secamente.
–Me refiero a qué haces aquí, en el barco.
–Creía que el barco era mío –le había engañado su propio padre. Debería haber ido a verlo antes de ir hasta allí, pero no se había sentido capaz de soportar el inevitable enfrentamiento.
–No, no puede ser… –frunció el ceño con expresión confundida–. No lo entiendo.
–Es una larga historia –repuso él, frotándose el rasguño bajo la barbilla.
–Siento lo del golpe –murmuró ella, ruborizándose–. Voy a por…
–No hace falta. Estoy bien.
Ella no le hizo caso y se desplazó hasta un armario para alcanzar los estantes superiores. Al levantar los brazos la bata rosa se le subió hasta los muslos, firmes, esbeltos y bronceados.
Blake contempló sin disimulo su espectacular trasero mientras ella agarraba un botiquín y sacaba un tubo.
–Esto debería servir para… –se dio la vuelta y lo sorprendió mirándola, pero él no desvió la mirada. Era la mejor imagen que había visto en mucho tiempo.
Le tendió bruscamente el tubo, pero pareció cambiar de opinión, como si temiera el contacto físico, y lo dejó en la mesa.
–¿Y esa larga historia que ibas a contarme?
–Mañana volveré a Surfers y hablaré con mi padre y con Jared. Todo se arreglará –le aseguró. Le reembolsaría el dinero a Jared y ayudaría a Melissa… a Lissa a buscar otro alojamiento.
–¿Cómo se arreglará? Jared adquirió el barco cuando tu padre vendió la casa de Surfers para mudarse al sur. A Nueva Gales del Sur, creo. Nadie sabe exactamente adónde.
A Blake no lo sorprendió enterarse por otra fuente de la supuesta desaparición de su padre. Le había pagado a su padre por el barco el día que se marchó de Australia, pero sin llegar a firmar nada. Los papeles nunca le llegaron, como había quedado acordado, y cuando llamó para pedirlos descubrió que los teléfonos estaban apagados y que las direcciones de los correos electrónicos eran incorrectas. El viejo no había dudado en aprovecharse de él para salirse con la suya, lo cual tampoco era ninguna sorpresa.
–¿Estoy en lo cierto al suponer que la casa también te pertenece? –preguntó ella, señalando la ventana. La tormenta predicha había estallado y un tremendo aguacero oscurecía la vista.
Blake asintió. Al comprar el barco había adquirido la casa de vacaciones de su familia.
–¿Y por qué quieres pasar la noche en el barco, cuando tienes una alternativa mejor? –quiso saber ella.
Blake había encargado que le llenaran la nevera de la mansión y airearan las sábanas, pero no había logrado encontrar la serenidad que necesitaba para instalarse. Demasiado espacio, demasiadas habitaciones, demasiados recuerdos… Incapaz de relajarse, agarró un viejo saco de dormir y se encaminó hasta la orilla con la esperanza de que la soledad y el aire marino aliviaran el terrible dolor de cabeza que sufría desde el accidente. Pero al parecer aquella noche no estaba de suerte.
–Tenía la esperanza de dormir un poco –lo último que esperaba era encontrarse alguien más allí.
–Pero como aquí estoy yo vas a volver a la casa, ¿verdad?
Esa había sido su primera intención. Pero el inesperado cambio de planes lo había hecho darse cuenta de que no estaba tan cansado como creía, y de que no tenía ninguna prisa por darle las buenas noches a la encantadora Lissa Sanderson.
No, aquello no era del todo cierto. Era su cuerpo el que lo acuciaba a quedarse, a embriagarse con la deliciosa fragancia femenina, a volver a tocarle el brazo y sentir la exquisita suavidad de su piel…
Pero su cabeza no le permitiría ceder a sus más bajos instintos. En el ejército era conocido por la frialdad y serenidad que demostraba bajo presión, incluso en las situaciones más peligrosas. La misma frialdad que le echaban en cara las mujeres antes de cerrarle la puerta en las narices.
Lissa Sanderson, con sus apetitosas curvas y penetrante mirada, era un riesgo que debía evitar por el bien de ambos.
–Está bien, te dejaré en paz… Por ahora.
–¿Por ahora? –repitió ella con incredulidad–. ¡Esta es mi casa! –exclamó en tono desesperado–. No lo entiendes… ¡Necesito este sitio!
–Cálmate, por amor de Dios –las mujeres y sus reacciones exageradas–. Encontraremos alguna solución.
Por primera vez desde que pisó el barco miró a su alrededor y lo comparó con el aspecto que recordaba de años atrás, cuando pertenecía a su padre y Blake vivía en él.
Un sofá azul, hundido bajo el peso de cajas abiertas y cerradas, ocupaba el espacio donde una vez había habido un tresillo de cuero. La cocina permanecía igual, salvo por un microondas y un montón de papeles en el banco. La mirada de Blake se posó levemente en un aviso de pago sujeto con un imán en el frigorífico.
El barco estaba atestado de trastos. No quedaba ni un hueco libre. Lienzos apoyados en la pared, latas llenas de pinceles, lápices y carboncillos, camas cubiertas de revistas, libros, retales y paletas. ¿Cómo podía vivir alguien con semejante desorden?
Tal vez se debiera a la fragancia a flores o a las macetas que ocupaban un estante junto a una ventana, pero el caso era que se respiraba un aire relajante y hogareño bajo aquel caos doméstico. Blake no había experimentado nada igual desde que vivió con su madre, y se preguntó si podría conciliar el sueño en un lugar así.
Debería largarse de allí, buscar algo para alquilar en la costa mientras estuviera en Australia y olvidar que había visto a Melissa Sanderson. Lo único que quería era soledad.
Un goteo constante le llamó la atención. Levantó la mirada y vio caer una gota plateada a contra luz, seguida rápidamente por otra. La gotera debía de llevar bastante tiempo, a juzgar por el recipiente medio lleno que había debajo. Al examinar el techo con más atención vio otras manchas de humedad.
–¿Desde cuándo hay goteras?
Ella miró el techo y apartó rápido la mirada.
–Desde no hace mucho. Puedo arreglármelas sola, no es nada –declaró a la defensiva.
Interesante. Si Blake no recordaba mal, la joven Melissa era de todo menos independiente.
–¿Nada? Fíjate bien, encanto. Si el agua llega a esa toma de corriente tendremos un serio problema.
Ella volvió a mirar hacia arriba y frunció el ceño. Era evidente que no se había percatado de la magnitud de los daños.
Blake se fijó en el charco que se formaba junto a los pies de Melissa, rodeando el frigorífico.
–¿Es que no sabes lo que pasa cuando el agua entra en contacto con la electricidad?
–Claro que lo sé –espetó ella–. Y soy yo quien tiene un problema, no nosotros.
Él sacudió la cabeza.
–Me da igual de quién sea el problema. En estos momentos el barco no es un lugar seguro –habiendo visto los riesgos su conciencia no le permitiría dejarla allí sola.
Un relámpago iluminó la noche, seguido por un trueno que retumbó con furia.
–Tienes dos minutos para recoger tus cosas –dijo, golpeando la mesa con los nudillos–. Vas a dormir en la casa.
–¿Cómo dices? –Lissa lo miró furiosa. Era difícil fulminar con la mirada a alguien tan atractivo, pero ella no aceptaba órdenes de nadie–. No voy a…
–Tú eliges, Lissa. Puedes venirte tal y como estás, para mí no supone ninguna diferencia –le recorrió el cuerpo con la mirada, haciendo que le ardieran las zonas más íntimas–. Pero piensa que te vendría bien cambiarte de ropa.
Se acercó y ella se encogió involuntariamente al recordar la intimidación de otro hombre, grande y abusivo, al que ella había creído amar en una ocasión.
Reprimió el estremecimiento y lo empujó.
–Si no te importa… Estás invadiendo mi espacio –su tacto era recio y cálido, y la tentaba a olvidar sus temores y a sentir aquellos músculos y los latidos del corazón bajo la palma de la mano. Retiró la mano inmediatamente–. Voy a quedarme aquí, en este barco, por si ocurre algo.
–Algo va a ocurrir como no te vistas y te pongas en marcha ahora mismo.
Él dio un paso atrás. Por mucho que odiase admitirlo, tenía razón. ¿Qué haría ella si el agua llegaba a la toma de corriente? Nunca se había encontrado bajo una lluvia tan fuerte, y la situación había empeorado en las últimas horas.
–Está bien –aceptó lo más dignamente que pudo mientras se daba la vuelta y se encaminaba a su dormitorio–. Pero tú quédate aquí y vigila que no pase nada.
–Eso pensaba hacer.
¿En serio? Por lo visto aquel superhéroe era inmune a los peligros que él mismo había señalado. Mejor para ella. Ya tenía bastantes problemas sin necesidad de añadir un arrebatador espécimen masculino a la lista.
Agarró los vaqueros y la camiseta que había usado aquel día, reacia a cambiarse de ropa. Desnudarse con Blake Everett a pocos metros la colocaría en una posición muy vulnerable, algo que estaba decidida a evitar a toda costa.
Volvió junto a él y se puso a meter las cosas desperdigadas en dos cajas de plástico.
–Si de verdad tengo que abandonar el barco, he de llevarme todo esto conmigo a la casa.
–¿Todo? –repitió él, dubitativo–. ¿En serio lo necesitas todo?
–Hasta el último retal. Mi trabajo depende de ello. Soy diseñadora de interiores –actualmente desempleada, pero no iba a revelar aquel detalle.
–En ese caso, deja que te eche una mano.
–Bien –procedió a empaquetarlo todo rápidamente, intentando que la proximidad de Blake no la afectara–. ¿Puedes meter esos blocs en bolsas de plástico? –le pidió para alejarlo de ella.
Pocos minutos después lo tenían todo listo.
–Vendré por el resto cuando te hayas instalado en la casa –tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre la persistente lluvia.
¿Instalarse? Lissa se enderezó con una caja bajo cada brazo y su bolsa de viaje colgada al hombro. Si Blake quería jugar a rescatarla tendría que tolerarlo, siempre que sus cosas estuvieran a salvo.
–Gracias –murmuró a regañadientes. No quería recibir su ayuda.
Se puso las sandalias de goma junto a la puerta y abrió para salir a cubierta. Un torrente de agua le cayó encima donde debería estar seco. Miró hacia arriba y vio la lona ondeando al viento. Tal vez no quisiera la ayuda de Blake, pero estaba obligada a aceptarla.
Subió al muelle seguida por Blake. Las sandalias chapoteaban en el suelo encharcado al pasar junto a la piscina y la zona de recreo de camino a la amplia puerta de cristal.
Los dos últimos años había asistido al continuo ir y venir de gente guapa en la elegante mansión, y por fin le llegaba el turno de ver el interior. Estaría bien dormir rodeada de lujo para variar, y desde una perspectiva profesional estaba impaciente por ver la decoración.
Esperó a que Blake abriera la puerta y lo siguió al interior. Él pulsó un interruptor y la luz inundó la suntuosa estancia. Lissa alzó la vista hacia las diminutas esferas de cristal que rodeaban el globo central y que despedían una mirada de arcoíris por toda la sala. La ausencia de tabiques interiores le confería una atmósfera abierta y espaciosa. El techo de madera de color miel se elevaba a una altura de dos pisos, y una amplia escalera subía pegada a una pared de acento del mismo tono melado. El suelo de baldosas blancas se fundía con las paredes blancas y aumentaba la sensación de espacio. Junto a la pared de pizarra exterior había un gran sofá de cuero negro con cojines de color lima y mandarina. El resto del mobiliario era de teca y cristal.
Impresionante. Pero impersonal y un poco anticuado. Carecía del aire doméstico y acogedor que cabría esperarse en un verdadero hogar.
Un hormigueo de excitación le subió el ánimo. Podría preguntarle a Blake si quería redecorar la casa…
Dejaron las cosas en un rincón.
–Iré a por el resto dentro de un momento –dijo él de camino a la escalera.
Mientras la conducía a la entreplanta, Lissa intentó no fijarse en su firme trasero, enfundado en unos vaqueros negros, e intentó concentrarse en la decoración de las paredes.
Blake le mostró una amplia habitación con una gruesa moqueta de color crema y una abultada colcha a rayas negras y verdes. Los relucientes muebles negros estaban desprovistos de chismes y baratijas. La ventana daba a la casa vecina y al río, pero no se veía el barco.
Tal vez Blake la hubiese elegido a propósito, pensó Lissa mientras dejaba la bolsa y la ropa en un sillón forrado de seda junto a una cómoda. No habría forma de espiarlo y alimentar las fantasías más lujuriosas mientras lo veía trabajar desnudo de cintura para arriba, con los músculos en tensión y la piel empapada de sudor…
–La ducha está ahí –le indicó él, tras ella–. Aún no lo he comprobado, pero me han dicho que han llenado la despensa hoy, así que mañana puedes prepararte el desayuno.
Lissa se inquietó ante la posibilidad de que Blake decidiera echar un vistazo a su despensa o a su nevera, porque hacía más de una semana que no hacía la compra. Su precaria situación económica la obligaba a saltarse más de una comida, y el desayuno era un lujo que no podía permitirse.
–Recogeré el resto de tus cosas y le echaré una ojeada al barco. ¿Tienes algo que pueda usar para las reparaciones?
–Busca en la cubierta, junto a la puerta. Debajo de la lona. Y ten cuidado.
–Siempre lo tengo.
Se dio la vuelta y se alejó, y Lissa se quedó pensando en lo que le había dicho. ¿De verdad tenía siempre cuidado? ¿Y qué había pasado con Janine Baker? También Janine se había marchado del pueblo, sin que nadie supiera lo que había sido de ella y del bebé.
Esperó a que cerrara la puerta y buscó una vista mejor del río. Y de Blake. La encontró en el dormitorio principal. A la luz del salón que se derramaba en el patio, bañado por la lluvia, vio a Blake alejarse rápidamente por el camino, pasar junto a la piscina y continuar por el muelle. Su figura resultaba imponente e inquietante.
Desapareció en la cubierta y Lissa se giró para examinar el dormitorio. La luz del pasillo se proyectaba sobre la inmensa cama king-size desecha. La huella de la cabeza en la almohada le desató una ola de excitación en el estómago, como le ocurría cada vez que pensaba en él.
Se apretó la mano en el vientre y se obligó a calmarse. Blake había estado durmiendo allí. ¿Qué le había hecho levantarse y abandonar una cama tan cómoda para ir a una casa flotante en mitad de la noche?
Registró la habitación en busca de pistas. La bolsa yacía abierta junto a la pared, llena de ropa. Sobre la cómoda había un montón de folletos de barcos, junto a su pasaporte y algo de dinero. Se sintió tentada de mirar el pasaporte para ver dónde había estado, pero en vez de eso se acercó a la cama, agarró la almohada y cerró los ojos mientras inhalaba profundamente. Había pasado mucho tiempo, pero recordaba su inconfundible olor. Se le escapó un débil gemido…
–¿Va todo bien por aquí?
El corazón casi se le salió por la boca, las rodillas se le combaron y abrió los ojos. Blake estaba de pie en la puerta, con un brazo en el marco y la cabeza ligeramente ladeada. Al estar a contraluz no se podía distinguir su expresión, pero no debía de ser muy amable.
–Sí, sí. Todo bien –sonrió forzadamente y se apartó de la cama–. Quería… cerciorarme de que el barco seguía a flote –soltó una carcajada excesivamente aguda–. Es ridículo, ya lo sé. De paso estaba buscando una almohada extra, si no es un problema para ti. ¿Querías algo?
¿Qué clase de imagen estaba dando, ataviada con su minúscula bata, a oscuras, junto a la cama de Blake y formulando aquella pregunta? Apretó los labios antes de empeorar la situación.
–Mi teléfono –dijo él. Encendió la luz y la observó unos instantes antes de desviar la atención hacia la mesilla, vacía–. No lo habrás visto, ¿verdad? Estoy seguro de haberlo dejado aquí, por algún sitio.
Ella negó con la cabeza.
–A lo mejor se te cayó al suelo.
–O a lo mejor lo tiraste tú –señaló él en un tono ligeramente acusador.
Impaciente por escapar de la embarazosa situación, Lissa dejó la almohada en la cama y se arrodilló para ocultar el rubor de sus mejillas.
–¿Está ahí?
–Eh…
–¿Te echo una mano?
El ofrecimiento de Blake, formulado en aquella voz tan sensual y masculina, le evocó una imagen nada tranquilizadora.
–Ah –sus dedos se cerraron sobre un objeto de plástico–. Ya lo tengo.
Blake oyó su respuesta ahogada mientras admiraba el meneo de sus caderas. Tenía un trasero perfecto del que por más que lo intentaba no podía apartar la mirada.
La última vez que vio a Lissa era una chica tímida, desgarbada y flacucha de trece años, pero todo parecía indicar que seguía siendo igual de impresionable. Su melena castaña rojiza le ocultaba el rostro, pero Blake sabía que sus mejillas eran del mismo color que el pelo. Quizá le estuviera diciendo la verdad sobre la almohada, pero tenía serias dudas al respecto.
Se sentía atraída por él.
Se levantó y sostuvo el móvil lo más lejos posible de ella, como si estuviera ardiendo.
–Gracias –dijo él.
–De nada –una chispa prendió al rozarse sus dedos, pero no pareció darse cuenta, o no quiso demostrarlo, y se colocó el pelo tras las orejas, se enderezó y le sostuvo desafiante la mirada.
Blake examinó el móvil con el ceño fruncido.
–¿Esperas la llamada de alguien especial? –le preguntó ella.
–Tú siempre directa al grano, ¿no? Tengo que hacer unas llamadas –a un fontanero y a un electricista, pero podía esperar hasta el día siguiente.
–Tus herramientas no sirven para nada. He asegurado la lona sobre la gotera, pero solo de manera provisional. ¿Sabes en qué estado se encuentra el techo?
Ella apartó la mirada.
–Iba a arreglarlo.
Blake se giró hacia la puerta, pero un pensamiento le hizo darse la vuelta… y lo que vio le dejó la mente en blanco.
Lissa estaba agarrando la almohada por un extremo y lo miraba fijamente. Blake se imaginó yendo hacia ella, quitándole la almohada e inclinándose para aspirar el olor de su cuello, sintiendo el calor de su piel en los nudillos mientras le desataba el cinturón y le deslizaba la bata por los hombros, tumbándola en la cama para que le hiciera olvidar por qué había vuelto a casa…
Pero las mujeres bonitas y delicadas no merecerían que las usaran de aquella manera. Ella no se lo merecía.
Lissa arqueó una ceja, expectante, y Blake recordó lo que iba a preguntarle.
–¿Trabajas mañana?
Ella dudó.
–No, mañana no –respondió vagamente.
–De acuerdo –pero intuía que le estaba ocultando algo. Lo adivinaba en su mirada esquiva, y en la reacción que le había mostrado antes–. Entonces, buenas noches… Ah, y si necesitas una almohada hay otros tres dormitorios en los que buscar.
Al salir bajo la tormenta se preguntó si Lissa tenía intención de dormir en su cama. La idea de tener aquella piel suave y delicada entre sus sábanas y aquella fragancia femenina en su almohada le hervía la sangre en las venas. Aceleró el paso y se alejó de la casa lo más rápido que pudo.
Blake llevó el resto del material a la casa y volvió al barco a ver qué podía hacer. Cambió el pequeño contenedor bajo la gotera por un cubo y se valió de un periódico para absorber el agua del suelo. Al extender las hojas se fijó en un anuncio rodeado con un círculo rojo. Era una oferta de empleo para trabajar como ayudante en una tienda de ropa de playa, pero bajo el mismo estaba escrito «demasiado tarde», junto a una carita triste.
A Blake le extrañó. ¿Estaría Lissa buscando empleo y por eso no iba a trabajar al día siguiente?
Miró la factura pegada en el frigorífico. Era obvio que Lissa se encontraba en dificultades económicas y que no le había dicho nada a Jared, quien de haberlo sabido habría hecho cualquier cosa por ayudarla.
No tenía trabajo y vivía en unas condiciones peligrosamente precarias.
Blake no podía quedarse de brazos cruzados. No solo por su instinto de protección sino porque Jared había sido su mejor amigo, el hermano que nunca había tenido.
La lluvia seguía cayendo mientras examinaba de nuevo la cubierta. No se podía hacer nada hasta que pasara la tormenta.
Permaneció unos momentos en la cubierta, mirando la casa mientras el agua le chorreaba por el rostro y se le filtraba por la ropa. Necesitaba sentir el frío y la humedad para sofocar las llamas que lo abrasaban desde que había visto a Lissa y que se habían avivado salvajemente al verla con la nariz hundida en su almohada.
Pero no bastaba con el viento y la lluvia para apagar las llamas. Necesitaba una mujer.
Y tendría que intentar conciliar el sueño a pocos metros de una mujer enloquecedoramente sexy y atractiva.
Las veneras, maderos a la deriva y hojas de palmera cubrían la franja de arena dorada entre el bosque tropical y el mar. No había una sola nube en el cielo y el aire estaba impregnado de olor a vegetación y vida marina en descomposición. Un auténtico paraíso turístico.
Pero ni siquiera en sueños lo era. Porque el martilleo que le resonaba en la base del cráneo eran disparos enemigos.
Aquel día Blake había sido uno de los cinco buzos de salvamento en la playa. No iba a ser más que un ejercicio de entrenamiento rutinario… hasta que la selva explotó y el paraíso se convirtió en el infierno.
Expuestos y desprevenidos, devolvieron el fuego y echaron a correr. Pero el miembro más joven del equipo, Torque, se quedó paralizado, incapaz de reaccionar. Blake volvió sobre sus pasos esquivando las balas, agarró al muchacho y lo arrastró por la playa. Más disparos quemaron el aire y pasaron rozándole la cabeza. Torque soltó un último y agónico grito y se derrumbó contra Blake, haciéndole perder el equilibrio y caer contra las rocas. Y luego la oscuridad lo engulló todo…
* * *
Blake se despertó temblando, con la boca seca y el corazón golpeándole en las costillas. Estaba empapado de sudor y le dolía la cabeza. Le costó unos segundos recuperar el aliento.
Agarró los analgésicos de la mesilla y se los tragó sin agua. El médico se los había recetado al menos otra semana más, pero Blake se negaba a tomar somníferos a pesar de que no conseguía dormir más de un par de horas seguidas. Ojalá hubiera alguna poción mágica para eliminar las pesadillas…
Se incorporó y miró por la ventana. Aún no había amanecido y no quedaba ni rastro de la tormenta en el cielo tachonado de estrellas.
Incapaz de enfrentarse a más horrores nocturnos, se levantó y se puso unos pantalones cortos. Bajó al piso inferior, pasando junto al dormitorio donde Lissa debía de estar durmiendo plácidamente y sin pesadillas.
Se detuvo ante la puerta de cristal del salón y la abrió para que la brisa le refrescara el rostro. Casi podía oler la playa del sueño, las algas secas, la sangre recién derramada…
Oyó un ruido tras él y se giró con el puño levantado, siempre alerta.
Era Lissa. Tan frágil como una muñeca de porcelana, con los ojos muy abiertos y temblando de miedo.
Genial. Era la segunda vez que la asustaba en una noche. Se maldijo en voz baja y se giró de nuevo hacia la ventana.
–¿Qué haces aquí?
–He oído un gri… un ruido.
Blake oyó el susurro de unos pies descalzos acercándose a él y ahogó un gemido al imaginarse esos pies entrelazados con los suyos.
–¿Y tú qué haces aquí?
No respondió. Cerró los ojos y aspiró su fragancia, fresca y pura. Lissa no sabía nada de las atrocidades que se cometían fuera de su pequeño mundo. Y él quería que siguiera así, protegida y segura. A salvo de él.
–¿Estás bien? –le preguntó ella preocupada.
–Sí. Vuelve a la cama.
–Pero… –su pelo, sedoso y fragante, le rozó la barbilla al colocarse delante de él–. Me pareció haber oído… –le posó la mano en el brazo–. ¿Seguro que estás bien?
Él abrió los ojos y se encontró con los grandes ojos de Lissa y sus carnosos labios, al alcance de los suyos…
Apenas le llegaba al hombro. Era tan pequeña y delicada… Levantó las manos para sujetarla y mantenerla a distancia, y sintió como tensaba los brazos.
Le deslizó las manos hacia los hombros, acariciando con los pulgares la hendidura de la clavícula. Había olvidado lo suave que era el tacto de una mujer, tan diferente del suyo.
Las palpitaciones lo sacudieron por dentro. Sería muy fácil inclinarse y tomar posesión de aquella boca hasta olvidarse de todo. Salvo que él jamás olvidaría. Nunca podría ser el joven despreocupado al que ella recordaba. Los restos de la pesadilla seguían aferrados a él como una mortaja, contaminando la inocencia de Lissa. Bajó las manos y se apartó de su cautivadora mirada.
–Márchate, Lissa. No te quiero aquí.
Apenas la oyó alejarse, y cuando miró por encima del hombro, ya había desaparecido. Lo invadió una mezcla de alivio y amarga frustración. No quería ofenderla, pero no podía hacer otra cosa.
Lissa se pasó las dos horas siguientes dando vueltas en la cama, mientras la habitación se iba iluminando lentamente.