Te sigo amando - Rebecca Winters - E-Book
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Te sigo amando E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

¿Podría mantenerla a salvo? Frenética por escapar de su violento exmarido, Gabi Rafferty se dirigió con su hija al parque de Yosemite para buscar al hombre en el que más confiaba. El guardia forestal Jeff Thompson había sido su amor de la adolescencia y nunca había dejado de pensar en él. Pero con su vida y la de su hija en peligro, no era el momento de mirar atrás. Sin embargo, habían dejado algo por terminar y Jeff sabía que había llegado el momento de contarle la verdad. Solo resolviendo el pasado tendrían la oportunidad de crear un futuro, porque no estaba dispuesto a perder a Gabi por segunda vez.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.

TE SIGO AMANDO, N.º 8 - agosto 2012

Título original: Ranger Daddy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0753-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

–¿SEÑORA Rafferty? Después de su mensaje de anoche, si fuera usted mi hija le aconsejaría, de manera extraoficial, que hiciera las maletas y buscase un sitio seguro. No le diga a nadie adónde va y no confíe en nadie. Si le dice a alguien dónde está, esa persona también correrá peligro.

–Lo entiendo –asintió Gabi–. ¿Cuánto tiempo debería estar fuera?

–Lo sabré mejor cuando hable con el abogado de su exmarido. Cuando descubra qué pretenden volveré a llamarla, pero tendrá que estar fuera de la ciudad al menos una semana.

Gabi dejó escapar un suspiro. Tendría que sacar parte de sus ahorros para estar fuera de casa otra semana. Y tres semanas después debía volver a la escuela primaria de Rosemead, California, para empezar a preparar sus clases.

–Haga lo que haga, no vuelva a casa por ninguna razón –insistió su abogado.

–No lo haré –asintió ella. El miedo que sentía hacía que incluso le costase trabajo pronunciar correctamente.

–Estaremos en contacto, no se preocupe.

–Gracias por devolverme la llamada un sábado, señor Steel.

–Lamento decirle esto, pero tenga cuidado.

–Lo tendré –Gabi cortó la comunicación y atravesó la cabaña que había alquilado en Oceanside, California, para hacer las maletas. Una pena que no pudieran quedarse, pero las vacaciones que había estado planeando desde el otoño anterior habían terminado.

Después de guardarlo todo, se dirigió al cuarto de estar, donde su hija de siete años, Ashley, estaba viendo dibujos animados en la televisión. Aún no habían desayunado y su preciosa hija estaba en pijama.

–Cariño… –empezó a decir Gabi, apagando el televisor.

–¿Por qué has hecho eso? –Ashley levantó la cabeza, sorprendida.

–Porque he decidido que vamos a hacer ese viaje que te prometí antes de que empiece el colegio. Ve a vestirte, cariño.

–Pero yo quiero jugar en la playa con los vecinos…

–Lo sé, pero vamos a ir a un sitio estupendo y quiero que salgamos lo antes posible. Es viernes y habrá mucha gente en la carretera.

–¿Cómo se llama? –le preguntó su hija mientras se ponía un pantalón vaquero y una camiseta con el lema Salvad a las ballenas.

–El parque nacional de Yosemite –respondió Gabi.

Era el primer sitio que se le había ocurrido después de hablar con su abogado. Al menos allí estarían lejos de casa mientras intentaba poner en orden sus ideas y esperaba la siguiente llamada del señor Steel. Pero tendría que buscar un alojamiento barato para no tener que utilizar sus ahorros.

–¿Y tardaremos mucho en llegar?

–Varias horas, pero puedes llevar tu dvd portátil y tus películas favoritas. Y no te olvides del Señor Charles. Creo que está debajo de la almohada, en tu cama –dijo Gabi. Ashley nunca iba a ningún sitio sin su perro de peluche. Era tan viejo que ya ni siquiera parecía un perro, pero su hija lo adoraba–. Pararemos en el camino para desayunar, ¿te parece?

–¿Puedo tomar beicon con huevos?

–Sí, claro.

Cualquier cosa para que su hija estuviera contenta.

Después de una última inspección para asegurarse de que no dejaba nada atrás, Gabi entró en el dormitorio para ponerse un pantalón vaquero y una camiseta como la que llevaba su hija. Las habían comprado en Sea World, después de ver el espectáculo de los delfines unos días antes.

Había pagado la cabaña por anticipado, de modo que dejó la llave sobre una mesita y ayudó a su hija a subir al Honda Civic, aparcado en la parte de atrás. Mientras Ashley se ponía el cinturón de seguridad, Gabi metió las cosas en el maletero y se colocó tras el volante para dirigirse a algún restaurante de carretera.

Después de desayunar paró en una gasolinera y, mientras esperaba a que se llenase el tanque, sacó el cepillo del bolso e intentó ponerse un poco presentable. Tanto Ashley como ella tenían el pelo corto, moreno y rizado. En su hija resultaba adorable aunque estuviese despeinada, pero a ella no le pasaba lo mismo.

Afortunadamente, no había demasiado tráfico porque los coches iban en dirección contraria, hacia los pueblos de la costa. Gabi tomó la autopista de Fresno vía Bakersfield, esperando que su corazón se calmase un poco, pero la llamada de teléfono de su antigua madre de acogida, Bev White, le había dado un susto de muerte.

–Tu exmarido está buscándote. Dice que ha dejado el ejército y quiere ver a su hija. Cuando le recordé que había renunciado a la patria potestad de Ashley, me contestó que su abogado se encargaría de que la recuperase.

Gabi estaba atónita y furiosa no solo por tan repentina aparición, sino porque había involucrado a Bev, la mujer que la había acogido en su casa desde los catorce hasta los dieciocho años y que, a pesar de ser viuda, seguía teniendo niños de acogida. Bev no debería estar involucrada en ese tipo de problema a su edad y, después de la advertencia del señor Steel, no podía decirle adónde iba.

Gabi no entendía por qué Ryan quería ver a Ashley después de tanto tiempo. Él mismo había renunciado a su patria potestad cuando estaba embarazada, sin saber si sería niño o niña.

Había conocido a Ryan Rafferty en una boda en Los Ángeles. Por aquel entonces ella trabajaba para una empresa de catering para pagarse la carrera y él estaba en un campamento del ejército, en una unidad que un año más tarde sería destinada a Afganistán.

Se casaron poco después, cuando ella terminó la carrera en la universidad de California, y se mudaron a San Marino, donde Ryan tenía un apartamento.

Su matrimonio, tan prometedor al principio, se había roto diez meses más tarde, cuando le dijo que estaba embarazada. Habían tomado precauciones porque los dos estaban de acuerdo en esperar unos años antes de formar una familia, pero se había quedado embarazada por accidente.

Y cuando se lo dijo, Ryan mostró una cara oscura que ella desconocía.

–Tienes que interrumpir el embarazo. No quiero irme a Afganistán sabiendo que tengo un hijo.

Gabi había intentado convencerlo, pero él insistía en decir que ella era todo lo que necesitaba y que no quería tener hijos.

Ryan conocía los sentimientos de Gabi sobre el tema. Sabía que, siendo una niña abandonada, nunca interrumpiría el embarazo. ¿Y si su madre biológica hubiera decidido abortar? Su madre la había abandonado en una estación de tren cuando acababa de nacer y, aunque no la había conocido, al menos le había dado la vida.

Pero cuando le dijo a Ryan que no estaba dispuesta a interrumpir el embarazo, él la empujó violentamente contra la pared y Gabi se dio un golpe en la cabeza.

–Yo no quiero ese hijo. ¿Lo entiendes? Recuerda lo que he dicho: no quiero ese hijo.

Gabi había vivido con niños de acogida toda su vida; niños que provenían de familias rotas, con padres abusivos, y había aprendido pronto que, si no querías que abusaran de ti, no podías tolerar el abuso. De modo que cuando Ryan la empujó, exigiendo que abortase, su amor por él murió por completo.

Asustada, se había marchado a casa de Bev, su madre de acogida, y ella le recomendó que fuese inmediatamente a un albergue para mujeres maltratadas.

Gabi había seguido su consejo y, una vez allí, los trabajadores sociales la ayudaron a encontrar al señor Steel, un abogado de Los Ángeles que estaba dispuesto a cobrarle una cantidad mínima que podría pagar a plazos.

El señor Steel envió la solicitud de divorcio a su marido y, para sorpresa de Gabi, el abogado de Ryan les ofreció un trato: Ryan renunciaría a la patria potestad de su hijo y aceptaría el divorcio si Gabi no presentaba cargos por maltrato para que no apareciese en su hoja de servicio.

A ella le había parecido bien y, como una ingenua, había pensado que después del divorcio no tendría que volver a verlo nunca más.

–A partir de ahora no sentiréis la lluvia porque cada uno será el refugio del otro. A partir de ahora no sentiréis frío porque cada uno dará calor al otro. No os sentiréis solos nunca más porque cada uno será el constante compañero del otro.

Con esas palabras, el jefe indio Sam Dick, el viejo y venerable jefe paiute del parque Yosemite, vestido con traje ceremonial, dio por terminada la ceremonia de casamiento.

Cal y Alex se volvieron el uno hacia el otro con los ojos llenos de felicidad antes de besarse.

Para Jeff Thompson, jefe de recursos del parque Yosemite, ver a su mejor amigo casándose con la mujer de la que llevaba tanto tiempo enamorado era emocionante. E incluso sintió una punzada de envidia.

La bendición del viejo jefe indio resumía lo que un matrimonio debería ser. Pero, debido a circunstancias que no había podido controlar, Jeff y la chica que le había robado el corazón tantos años atrás no serían tan afortunados.

El noventa y nueve por ciento del tiempo intentaba no pensar en ello, pero durante aquella ceremonia se había visto obligado a revivir el pasado, recordando un dolor que no había desaparecido a pesar de los años. Y el único miedo que sentía era por la posibilidad de irse a la tumba sin haber encontrado nunca la felicidad que habían encontrado Cal y Alex.

Después de hacer unas fotografías, Jeff miró las gigantescas secuoyas que formaban una hermosa cúpula al aire libre. Sus copas casi rozaban el cielo azul de agosto y la luz del sol que se colaba entre las ramas iluminaba a los congregados para la ceremonia.

Alex Harcourt, preciosa con un sencillo vestido blanco que le llegaba por las rodillas, era ya la esposa del guardia forestal Calvin Hollis, que iba de uniforme. Aparte de familiares y amigos, entre los invitados había un grupo de adolescentes de Nuevo México que ella había llevado al parque como voluntarios.

Mientras todos se congregaban alrededor de la feliz pareja, Jeff se apartó un poco porque lo había celebrado con ellos la noche anterior. Además, estaba de servicio y tenía que volver al cuartel general de los forestales.

Mientras subía a la camioneta del parque, el perro blanco y negro de Cal lanzó un ladrido de saludo.

–Ahora sois una familia, Sergei. Pero durante los siguientes diez días vas a tener que soportarme –sonrió Jeff mientras arrancaba.

Cal y Alex estaban a punto de empezar una nueva vida. Después de unos días en el rancho de los padres de Alex pensaban irse al Caribe de luna de miel y, a la vuelta, pararían en Cincinnati para visitar a los padres de Cal.

Jeff nunca había visto más feliz a su amigo y si había dos personas que mereciesen ser felices, eran ellos.

Poco después, Jeff entró en el cuartel general de los forestales de Yosemite y asomó la cabeza en el despacho de su secretaria.

–He vuelto, Diane.

–¿Qué tal la boda?

–Una maravilla, luego te enseñaré las fotos. Con el jefe paiute presidiendo la ceremonia entre los árboles y Alex tan guapa, se me ha puesto la piel de gallina.

De nuevo, Jeff volvió a experimentar el mismo anhelo que había sentido durante la ceremonia.

–¡Se me está poniendo la piel de gallina a mí! –exclamó Diane.

Su ayudante afroamericana, esposa y madre, era uno de los tesoros de Yosemite. Atender un parque natural tan grande era una tarea hercúlea y Jeff no podría hacer su trabajo sin ella.

–¿Ha llegado Bryce para la reunión? –le preguntó. Bryce Knolls era el jefe de ingenieros en el que Jeff se apoyaba para los grandes proyectos.

–Están todos en la sala de juntas, tomando café con donuts –respondió Diane.

–Eres una santa –bromeó Jeff, entrando en su despacho para buscar unos papeles.

Controlar los costes de mantenimiento para ajustarse al presupuesto era una pesadilla. Cuando le ascendieron a jefe de recursos en mayo le había parecido una bendición… aunque solo a medias. Más dinero, más dolores de cabeza.

–Vamos, Sergei. Me temo que vas a aburrirte, pero prometo llevarte a dar un paseo por la tarde.

El obediente perro trotaba a su lado alegremente. El mes anterior, Sergei se había hecho famoso en todo el país por su ayuda para detener a unos canallas que habían matado a un oso del parque. Como Cal y él, Sergei había salido en televisión y desde entonces muchos turistas lo reconocían y querían hacerse fotos con él.

Jeff sonrió. El pobre Cal acababa rodeado de gente cada vez que aparecía con el perro pero, como su amigo le había recordado la noche anterior, ahora le tocaba a él.

–Buenos días –Jeff entró en la sala de juntas, donde se había reunido una docena de hombres–. Perdonad que llegue un poco tarde, acabo de regresar de la boda de Cal Hollis en Mariposa Grove.

Bryce levantó las cejas.

–Ah, Cal es un hombre afortunado.

La guapísima hija del exsenador Harcourt era conocida en todo el parque.

–Creo que todos estamos de acuerdo en eso –dijo Jeff, con una sonrisa–. Como no quiero haceros perder el tiempo, vamos directamente al asunto: tenemos varios proyectos que hay que atender de inmediato; por ejemplo, las reformas en el club de los forestales o el puente sobre la cascada Vernal. También he estado inspeccionando los daños que ha causado el hielo durante el mes de abril y hay varios puentes pequeños que reparar. ¿Bryce?

–Dime.

–Aquí están los planos que ha hecho el arquitecto. Diane ha hecho copias para todo el mundo –dijo Jeff, repartiéndolas entre todos–. Estaría bien que pudiéramos reconstruirlos en junio, pero hay otras prioridades. Estudiadlo todo y decidme si tenéis alguna duda.

Marty levantó la cabeza.

–Antes de empezar, debo preguntar si es cierto que se va a limitar el número de visitantes a partir de ahora.

La pregunta del segundo ingeniero no tenía que ver con el tema por el que se habían reunido, pero a Jeff no le importaba responder porque había habido muchos rumores al respecto últimamente.

–Por el momento, no vamos a cambiar nada. Pero como el río Merced es una valiosa fuente de recursos, queremos asegurarnos de que esté protegido y, por lo tanto, no vamos a construir nada allí durante un año.

Su explicación generó varias preguntas entre los asistentes:

–¿Eso incluye una moratoria en la restauración de Curry Village? –preguntó Bryce.

–Eso parece –respondió Jeff–. Habíamos pensado trasladar las cabañas que están más cerca del acantilado, pero el jefe Rossiter aún no me ha dado el visto bueno. Tenemos algunos proyectos por valor de cien millones de dólares que, por el momento, tendrán que esperar. Mientras los expertos se preocupan del frágil ecosistema de Yosemite y de cómo preservarlo, nosotros concentraremos nuestros esfuerzos en reparar edificios históricos, caminos dañados y cosas así.

–¿Es cierto el rumor de que algunas de las cabañas serán eliminadas de forma permanente? Varios políticos están diciendo que las estructuras que tenemos no son las mejores para el medio ambiente –dijo Marty.

–Ese tema lleva dando vueltas muchos años, pero la respuesta es no. Y, desde mi punto de vista, siempre será no.

–Me alegro –dijo el ingeniero–. Mi mujer y yo estábamos hablando de ello esta mañana. A ninguno de los dos le haría gracia tener que vivir fuera del parque.

–A nadie le gustaría. Sería absurdo tirar casas y, además, trasladar a los empleados fuera del parque significaría un aumento del transporte y eso tendría un impacto negativo para el ecosistema.

–Amén –dijo Bryce–. Además, sería más difícil contratar al personal cualificado que necesitamos y más aún retenerlo.

Jeff asintió con la cabeza.

–Vivir en el valle de Yosemite es un incentivo importante para mucha gente como tú y yo, que prefiere vivir lejos de la ciudad. Además, eso nos permite conocer mejor el parque y, por lo tanto, dar un mejor servicio a los turistas –asintió, mirando de unos a otros para ver si había más preguntas–. Muy bien, podéis leer los informes y preguntar lo que queráis.

Mientras ellos leían los informes, Jeff sacó una galleta del bolsillo para dársela a Sergei.

–Tengo que ir al camping de North Pines. ¿Qué tal si vamos cuando termine la reunión?

Se alegraba de tener al perro por compañero, pero al pensar en Cal de luna de miel, se dio cuenta de que tenía que hacer algo con su vida amorosa. Seguir pensando en alguien a quien había perdido años atrás no era sano.

Un psiquiatra seguramente le diría que estaba deprimido y que necesitaba superar esa depresión. ¿Pero cómo iba a hacerlo cuando seguía esperando sentir lo que había sentido por cierta chica en la época del instituto?

A su madre de acogida no le gustaba que saliera con él. Ni al padre de Jeff. Pero fue Ellen, su madrastra, quien se encargó de romper la relación entre Jeff y Gabi antes de que ocurriese algo que no pudieran solucionar, como un embarazo. A Jeff lo habían obligado a marcharse de Alhambra a los dieciocho años y nunca había vuelto a verla.

Durante el segundo año de carrera había intentado olvidarla casándose con Fran, pero el matrimonio terminó en divorcio un año después. De algún modo, él había sabido que ese matrimonio estaba destinado al fracaso. Y, aunque el divorcio no había hecho que renunciase a las mujeres, por el momento no se veía a sí mismo comprometiéndose por segunda vez a menos que estuviera profundamente enamorado.

Después de hablarle a Cal de su pasado, su amigo por fin había dejado de preguntar por qué sus relaciones con las mujeres nunca llegaban a ninguna parte.

¿Cómo iban a llegar a algún sitio si Jeff estaba inconscientemente buscando lo que había tenido de adolescente y no había vuelto a encontrar?

Desde que lo trasladaron a Yosemite, salía alguna vez con chicas que no tenían nada que ver con el parque porque no le gustaba la idea de salir con una compañera. Pero cuando tenía un permiso de veinticuatro horas quería un cambio total y, normalmente, se iba a recorrer el estado en su moto.

De hecho, el próximo sábado iba a hacer su actuación anual en North Fork a beneficio de los hijos de bomberos fallecidos en Yosemite. Si Denise Anderson estaba disponible, la invitaría a cenar después, pensó. Denise era una rubia muy atractiva que trabajaba en la Cámara de Comercio.

Debería llamarla para comprobar si estaba libre el sábado, pero no encontraba entusiasmo para hacerlo. Tal vez por la noche, pensó.

Ese era su problema: el mundo estaba lleno de mujeres guapas e interesantes, pero ninguna llamaba su atención.

Jeff hizo una mueca al darse cuenta de cómo lo había afectado la boda de Cal. Pero, por el momento, lo mejor sería dar un paseo con Sergei hasta terminar agotado.

Gabi había llegado al parque Yosemite, pero el forestal que controlaba las entradas le dijo que podría tener algún problema para encontrar alojamiento.

–Tal vez alguien haya cancelado a última hora, pero sin reserva nunca se sabe. El mes de agosto es temporada alta, así que le aconsejo que busque un hotel fuera del parque, por si acaso.

Le dio una lista de hoteles de la zona y, después de tres llamadas, Gabi encontró habitación.

–Gracias por su ayuda –le dijo–. En el Travelodge de El Portal tienen una habitación para nosotras.

–Me alegro. Disfrute de la visita, señora –el forestal se tocó el ala del sombrero, mirándola con un brillo de interés en los ojos.

–Lo intentaremos.

Después de pagar la entrada, con Ashley leyendo folletos informativos, Gabi entró en el parque y experimentó una sensación de libertad. Era ridículo, pero el hecho de entrar allí la hacía sentir como si una puerta invisible se hubiera cerrado tras ella, protegiéndola del peligro.

Nunca había estado en Yosemite, pero había esperado ir algún día. Claro que no en aquellas circunstancias.

–¡Mira, mamá!

–No puedo mirar ahora, cariño. ¿Qué dice el folleto?

–Hay un trenecito. Se llama El tren de la montaña de azúcar.

Su hija había aprendido a leer muy pronto y lo demostraba a diario. Su querida niña, de la que Ryan no había querido saber nada…

Gabi apretó el volante, furiosa. Su exmarido había mostrado una cara desconocida cuando le dijo que estaba embarazada y, aparentemente, no había cambiado. Ir a casa de Bev exigiendo que le dijera dónde estaba ella dejaba claro que seguía siendo un hombre violento.

–Eso suena divertido. Iremos más tarde –le aseguró a su hija.

Aparte de Yosemite Lodge, el hotel más conocido del parque, había otras posibilidades de alojarse allí; como una tienda de campaña en Yosemite Village, donde estaba el cuartel general de los forestales.

Gabi había decidido que si tenía algún problema para encontrar alojamiento durante el resto de la semana, alguien podría decirle dónde localizar a Jeff Thompson, el guapísimo forestal cuya fotografía había visto en el periódico el mes anterior.

Había visto a Jeff por última vez catorce años antes, cuando la llevó a casa en su moto después de ir al cine. Le había dicho que tenía planes para ellos ese fin de semana, pero esos planes nunca se materializaron. Después de besarla hasta dejarla sin respiración, Jeff se había despedido y ella había entrado en casa de Bev, sin saber que no volvería a verlo nunca más.

Habían pasado muchos años desde entonces, pero una vez se habían querido mucho. Si pudiese encontrarlo, tal vez él sabría de algún sitio donde pudiera alojarse durante unos días.

En la fotografía del periódico estaba al lado de la hija de un antiguo senador de Nuevo México, una chica muy guapa. Entre Jeff y otro forestal, que aparecía en la foto con un perro, habían logrado detener a un cazador furtivo que mató a un oso del parque y desde que leyó el artículo, Gabi no había podido quitarse su imagen de la cabeza.

–Mira, una fotografía de gente montando a caballo, mamá –la voz de Ashley interrumpió sus pensamientos–. Aquí dice que los niños deben tener siete años para montar… o sea que yo puedo. ¿Podemos ver la cascada, mamá?

–Tal vez –respondió Gabi, demasiado asustada por lo que había pasado dieciocho horas antes como para concentrarse en la conversación.

Ashley no sabía nada de su padre. Le había contado lo que creía que la niña podía entender: que su matrimonio no había funcionado como esperaban y que se habían divorciado. Su padre se había ido a otro país con el ejército antes de que ella naciera y nunca había vuelto.

Y Ashley había aceptado esa explicación. Por supuesto, llegaría un momento en el que querría saber algo más, pero Gabi había pensado que aún faltaban muchos años para eso. Y cada vez que recordaba la llamada de Bev la noche anterior, se le encogía el corazón.

Bronceada y feliz, acababa de volver de un paseo por la playa con Ashley cuando había sonado su móvil. Y la noticia de Bev la había dejado desolada.

Gabi apretó el volante de nuevo, ansiosa por llegar a su destino, pero el tráfico se movía a velocidad de tortuga. A ese paso no llegarían nunca. Además, tenía el horrible presentimiento de que todos los hoteles de Yosemite estarían ocupados y agradecía que el forestal de la entrada hubiera sugerido reservar habitación fuera de allí.

Afortunadamente, Ashley había olvidado lo cansada que estaba. En aquel momento iba entretenida con el folleto, leyendo sobre las formaciones graníticas y los animales que vivían en el parque.

–Aquí dice que hay de trescientos a quinientos osos negros. ¡Mama, yo quiero ver uno!

–Yo también –murmuró Gabi automáticamente mientras tomaba una curva.

–¡Mira, mamá, es el paisaje que sale aquí!