Tenerlo por escrito - Lucía Lorenzo - E-Book

Tenerlo por escrito E-Book

Lucía Lorenzo

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Beschreibung

"No ofrecer tus conclusiones a nadie", dice uno de los personajes de este libro, como expresión de deseos, como premisa de la existencia. Los breves cuentos de Lucía Lorenzo pretenden eso: exponer una situación, un momento, física y emocionalmente, y que el lector saque sus conclusiones. Con la determinación de "buscar en lo anodino algo más" presenciamos un desfile de historias que, como las ideas, "viajan en vagones llenos, repletos, oscuros, desordenados".

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Tenerlo por escrito

Lucía Lorenzo

colección narrativas ocultas / 1

ISBN 978-9915-9313-3-3

Tenerlo por escrito

Todos los derechos reservados.

1ª edición, Montevideo, Uruguay, Setiembre 2019

1ª edición ebook 2021

© civiles iletrados

civiles iletrados editores

Castillos 2572

Montevideo, Uruguay

CP 11800

[email protected]

civilesiletrados.blogspot.com.uy

facebook.com/civilesiletrados

Diseño Cubierta: D/G José Prieto, www.prieto.com.uy

Diagramación: D/G José Prieto

Días así

Hacía calor y no escalarían una montaña. Tomaban cerveza y no hablaban del futuro. Tenía gracia. Tenía gracia estar allí, así, encaramadas, viendo todo desde lo alto, sin pretensiones. Como si el tiempo, o sus vidas hasta ahora, fuesen nada. Debajo, la amplia carcasa viva, iluminada. Tomaban del pico de la botella; la botella, ese deporte; cada movimiento, un movimiento duplicado. ¿Te gusta el cansancio? ¿Cansarte? Hablarían de los trabajos que habían tenido, hasta ahora. No había sido tan malo. Se podía hacer de cuenta que todo eso había sido más que trabajo, vida. Los días habían pasado así. ¿Y cuando vos te escondías en el cuarto de máquinas? Esa sola frase, que la otra agradecía, inspiraba todo tipo de imágenes, diez relatos diferentes sobre un escenario cambiante, y no siempre verosímil. Eso era de cuando trabajamos en Conaprole, decía una después, concreta, bajando a tierra el relato. Tomaban cerveza y repasaban antiguas cosas. Ilaciones vitales breves que sucumbían enseguida. Y la vez que casi te revienta la mano una máquina. Eso también era de la época de Conaprole. Se quedaron calladas; quizá, queriendo cambiar de anécdotas. La ciudad abajo era, también, bastante inverosímil. ¿Dónde está el Salvo? Ni siquiera era posible identificar cúpulas, feas estructuras, grandes fachadas. Puede ser cualquier ciudad, dijo una. Eso era bueno. Se podía soñar, un poco, con estar en cualquier otra parte. No ahí, siempre ahí, envejeciendo despacio. Se miraron y se rieron de eso último. Se reirían de cualquier acotación semejante. Toda esa cosa hilarante sobre las edades, las ciudades, y los cuartos de máquinas. Sobre envejecer despacio. La botella iba, pesada, de una mano, a la otra mano. Y también fumaban. Un cigarrillo y casi enseguida, otro cigarrillo. Se habían convertido en grandes fumadoras. Eso tampoco era raro. La vida era más acorde así. Voy a renunciar y me voy a ir a vivir a Chile, dijo una. ¿A Chile? Hablaron un rato sobre tener dinero y viajar, rellenando los vacíos con imágenes ideales. Casi siempre era así. La cerveza, los vacíos, las imágenes ideales, los cigarros. Escucharon un poco de música en el celular. Sin graves, sólo líneas agudas, ascendiendo, trazando caminos conocidos. Un baile, los bailes, los bonitos bailes. Después, una habló sobre su hijo, eso concreto, vivo, esa enorme dosis de realidad. Y la otra hizo breves acotaciones, simpática pero desinteresada. Vieron quince, treinta fotos en las que un niño chico sonreía en diferentes poses, casi siempre con una gran pared blanca detrás. ¿Con quién lo dejaste?, preguntó una. Hoy le tocaba con el padre, contestó la otra. Y una, o ambas, imaginaron un poco el mundo del padre (siempre algo turbio, como si se cocinaran allí oscuros negocios), y al niño viviendo en ese mundo, siempre otro niño, siempre un niño raro, distinto. Cuando la pantalla se apagó, las dos se quedaron calladas, viendo las luces abajo. Es precioso, dijo una mucho rato después. Tu hijo, aclaró enseguida. La otra le pasó la botella y se inclinó un poco como para ver, con detenimiento, algo abajo. ¿Qué hay? ¿Hay algo? Se quedaron viendo y escuchando nada. Y casi desilusionadas, volvieron a lo de antes. La botella, nuevos cigarros. Calibraron opciones, las futuras, las de ahora, las que habían tenido, un día. ¿O no todos calibraban opciones? Claro que sí. No era impúdico eso. Se miraron entre medio, se rieron con enormes carcajadas, y una rodó, un poco, por el verde pasto. Había sido vida, aquello. Claro que sí. No había sido, únicamente, trabajo. Claro que no. ¿Y qué hacías en el cuarto de máquinas? ¿Dormías, dormitabas? ¿O sólo disfrutabas del engaño? Negarse a ser productivo. No producir todo el tiempo algo. No producir entonces nada. Sólo estados mentales. Un fuego artificial explotó a lo lejos, quizá en la bahía. Gran alboroto de colores, arriba. Después, desfasados, nuevos ruidos como grandes golpes, y unos segundos más tarde, nuevos colores por todas partes. El alboroto se repitió muchas veces más y en todas direcciones. Feliz año. Sí, feliz año. Un abrazo simple, un abrazo rápido, como una broma. Y enseguida se rieron otra vez, por nada. Miraron el cielo, todos aquellos fogonazos desatinados, todo aquel estruendo sin sentido. Qué exagerados, dijo una. Sí, demasiado, dijo la otra. Una abrió la segunda cerveza. ¿Está muy caliente? No tanto. Podría ser peor. Todo podría ser peor, siempre. Se quedaron un largo rato así, tomando del pico y fumando, viendo todo aquel impulso de color y ruido, sin decir nada. Y una pensó en su hijo, el niño chico, quizá ya adormilado, ajeno al ruido y al jolgorio, entregado a su sueño insólito. Y la otra pensó en su sitio, su lugar, el resumen de ella, de sí misma, ¿qué?, ¿qué?, imaginando todavía otra posible, otra insólita vida abajo. Allá está el Salvo, ¿lo ves? Sí, lo veo. Lo vieron, las dos, rápido. ¿Cómo no verlo? La botella, ese hobby, se bamboleó hacia acá y hacia allá. Los fuegos se irían apagando despacio.

Mañana

Estos son los minutos. Los miran. Los cuentan. Los señalan. Traeme un libro. ¿Qué libro? Uno, el que sea. ¿Cualquiera? Sí. La espalda duda. Se mece frente a la biblioteca. Demora, se mece, demora, duda. No hay libros, al parecer, en la biblioteca. Sólo estantes y minutos; estantes y minutos. Uno cualquiera, repite él. La mano choca contra uno. Lo elige por el color. Azul, ¿o rojo?, (recién era azul). Lo desempolva, lo refresca, le habla al oído, le da una orden mínima de consecución. Este, dice y se lo entrega con cierta agonía, de la mano o del brazo, del centro cerebral que ya indica error (libro equivocado). Lo devolverá. Dirá que ya lo leyó. Que lo leyó ayer. ¿Ayer, martes? Sí, ayer martes. Pero si ayer fue lunes. Sólo ella va a reírse. Él la mirará de soslayo, odiándola un poco. Esa es la escena. Esos, los minutos.

La espalda ya está otra vez frente a la biblioteca. Demora, se mece, demora. Abrí la ventana, ordena él. Ella mira la ventana, a un costado, a quince pasos de donde está, y piensa en, precisamente, ventanas. La abre. Mira para afuera. Crecen los niños de golpe. Se estropean las cosas, los vestidos. Caen y se pudren los higos. El libro, dice él. Lo mira. Está acostado, tiene tres almohadas en la espalda, los brazos delgados, quietos, a los lados. Deja de mirarlo y vuelve a los estantes. Le da el azul (¿o el rojo?, ¿otra vez el rojo?). Lo hojea. Lo ve hojearlo. Pasar las páginas, olerlo, meter su nariz allí, sacar su nariz de allí, buscar el índice, pasar un dedo por encima, reprocharle al índice algo, abrirlo en cualquier parte, y fingir leer.

Ella vuelve a la ventana. Es más joven cuando vuelve a la ventana; tiene un trabajo mejor, cierta belleza, y los hombres que ella conoce son como espigas tiernas por las que ella avanza, acariciada, ida, vuelta de regreso de un sitio que. Tose. Lo oye toser. Entonces, morirá por el pulmón. Le pedirá agua, para distraerla. Le pedirá cosas, cualquier cosa, para distraerla. Deja de toser. Se pasa la mano por el pelo mohoso. La viscosa mano por el mohoso pelo. Esa es la imagen. Oye su respiración. Es tensa, abigarrada. La respiración de un hombre que está dormido, que ya está dormido. Lo mira. Finge que lee (¿o no todos fingen que leen?). Vuelve al afuera. Vuelan pequeñas cosas. Se agitan por segundos. No pesan nada. ¿Qué?, lo oye decir. Lo mira. Se miran.

-¿Qué pensás?

Ella duda (no sabe decirle la verdad).

-En el temporal -dice.

Él la mira, incómodo, la cabeza esforzándose por mantenerse de perfil, desacomodado.

-Dicen que va a haber un temporal.

Él continúa mirándola, esperando.

-En eso y en mañana -agrega ella.

-¿Mañana? -pregunta él, la cabeza en el aire ahora.

Ella sonríe, le sonríe.

-¿Quiere agua? -pregunta.

-Agua no -dice él, volviendo la cabeza a su lugar.

 

Un día entrará a la habitación y él estará muerto. Piensa eso mientras cierra la ventana y mira (amarillo, dice para sí, ya todo es amarillo). Él estará muerto y ella sin trabajo; despedida de la forma violenta de los que cuidan, de los que cuidaron algo, mucho, un día. Será vieja entonces, aunque no lo sea. Él pide que le acomode un poco las almohadas. Ya se hace la hora. El enfermero, un hombre grande, casi musculoso, llegará en un rato para hacerle la higiene. ¿Quién es, cómo se llama ese hombre?, le pregunta, para testear su memoria. Con R. Es con R. ¿Raúl? No. ¿Ricardo? No. Se llama Roberto, dice ella y le sonríe. Le sonríe, mirándolo y despidiéndose, ahora que ya casi está afuera, en la calle, del otro lado de la ventana. Y enseguida se inclina para acomodarle las almohadas y él la mira acomodándole las almohadas. Y siente su olor básico, ajeno, su delicioso olor básico, ajeno. ¿Mañana?, le pregunta. ¿Mañana qué?, dice ella, olvidada ya del resto de aquella conversación. Mañana qué. Se sostiene eso en el aire. Ella sonríe. Mueve los brazos alrededor suyo y esparce su perfume personal. Amarillea. El libro, le dice después, y ella lo lleva y lo coloca en algún lugar de la biblioteca. ¿Otro? ¿Uno marrón? ¿Uno anaranjado? (si es que todos fingían leer). Él niega sin mirarla. Sabe que ya se va, que ya está afuera. Sabe que eso se termina. Sabe que se terminó.

Épocas

La soledad, como la fiebre, medra en la noche

Truman Capote

 

 

Los niños volvían a la escuela después de unos días de ausencia y decían: se murió mi abuelo. Si estabas cerca, podías intentar imaginártelo. Pero era imposible. La palabra murió al lado de la palabra abuelo era un error del lenguaje. Ni siquiera se podía sentir lástima por el niño. Sólo se podía identificarlo después en medio del patio. Y mirarlo correr en la distancia, subiendo y bajando, desplazándose hacia los costados, con todas las características de un niño pero siempre demasiado liviano, demasiado imposible, como si sólo fuese el viento arrastrando y empujando algo. Eso es todo lo que había sabido sobre duelos, durante su infancia. Y ahora ella lo vivía, ahora lo vivía en carne propia, y hasta le daba gracia la expresión “en carne propia”. Aunque no se tratara de la muerte de nadie, dolía como un duelo. Era como estar inmersa en algo, soñando. Sentada, soñando, fingiendo algo. Fingiendo tener un nombre, un cuerpo, una cara. Fingiendo un movimiento y, enseguida, otro movimiento. Repitiendo, para el que quisiera oírlo, que algo había pasado. Sólo esa información mínima, dicha así, mientras la muchacha daba un vuelto, y uno estiraba mecánicamente la mano. Dicha en medio de cualquier actividad cotidiana. Y la voz sonando dentro de su cabeza como si se tratara de una voz grabada, refiriendo el hecho casi sin cambios, sin cambiar nada. Nada que fuera sustancial. Quizá tenía miedo. Miedo del tiempo, de lo que el tiempo pudiese hacer con las palabras, de lo que no pudiese hacer. ¿Sentían lástima por ella? No se detenía en averiguarlo. ¿La culpaban?, ¿creían que algo en ella la había colocado donde estaba, doliente y sin significado? No lo sabía. Sólo sabía que a las personas no les importaba. No del todo o no lo suficiente. Y que si la veían levantarse de una silla, y volverse a sentar, creerían que no era, finalmente, tan grave.

Nada era tan grave, si es que uno podía seguir levantándose de una silla. Si uno podía salir al patio como en un día cualquiera, entreverarse con los otros, correr y sudar, mostrarle a los demás que todavía podía gritar cualquier cosa banal y, una tras otra, infinitas cosas banales. Nada era tan grave si uno era todavía capaz de reaccionar. Ese día el niño volvía del recreo completamente rojo. Agotado porque había corrido el doble y gritado el doble y gesticulado el doble. Entraba al salón casi tembloroso, una vena latiéndole en el cuello, la cara entera latiéndole, como si dijera que no, como diciéndoles a todos que no, que él estaba bien, que no era nada y todo estaba bien. Todo está bien, decía ella cuando contestaba a las preguntas y tenía la delicadeza de usar eufemismos, o metáforas simples y conciliadoras. Y todo estaba bien, les decía cuando, aun sin ganas, atendía el teléfono y les hacía creer que no era ninguna molestia, por el contrario, siempre era bueno saber que había alguien del otro lado. Los límites entre ella y los demás, no eran demasiado claros. Podía, incluso, haber dejado que la invadieran, que la asediaran, llenándola de respuestas, de consejos, y de opiniones. Podía haber dejado que decidieran por ella. Y hasta podría haber dejado que ellos la alimentaran.

En las noches, cuando llegaba la angustiosa pregunta, ¿qué soy?, ¿qué soy ahora, entonces?, recorría zonas lejanas de su niñez, sitios que nunca había vuelto a ver. Repasaba con obligada lentitud su biografía. Lo que había vivido, y también lo que había imaginado. Se buscaba allí como a un reflejo, su nombre, su cuerpo, su cara; el nombre y el cuerpo y las caras de los demás. Ella, sus primos, sus hermanos, todos los desconocidos niños que nunca había vuelto a ver. Y antes todavía. Antes también. Cuando ella no era nada. Sólo un cuerpo que se podía desnudar, vestir y volver a desnudar. Sólo ese cuerpo levantado en el aire. Y una suave mano puesta allí, dirigiendo su cabeza para que saliera de frente en las fotografías. Lo posible y lo imposible, todo lo repasaba. Y al niño todavía en el patio, repitiendo para el que quisiera oírlo que su abuelo había muerto, diciéndolo en voz baja y tenue, como si evocara un recuerdo lejano y triste, o diciéndolo en voz alta y fuerte, como una dolorosa amenaza, una advertencia, un presagio. Ensayando formas y alternando estilos.

Y algunas noches le parecía que el niño no corría ni gesticulaba trágicamente, y que era apenas una sombra quieta contra el alto paredón del patio. Sólo una silueta allí, igual que ella, quieta y esperando, contando minutos y comparando tardes, sufriendo las burlonas semejanzas. Sabiendo ahora que los días podían separarse unos de otros, que podían diferenciarse, juntarse todos y apartarse, dejarse a un costado, llamarles después época, adjuntarles ese nombre como una etiqueta, y dejar que fueran esa pequeña carga que se desprende, quedando siempre a la vista, a la deriva e insólita.

Helechos

Como un mundo aparte. Ser viuda, alcohólica quizá, ser vieja. Ser demasiado vieja para todo. Para cualquier cosa congruente. No responder ya a nada, ni a nadie. Una parte de su cuerpo, muriendo. Y la otra, también. En salud, incluso en salud. Mira el jardín que una vez improvisó. Lo repasa sin amor. Preguntándose cómo, a partir de qué idea, de qué impulso. Deambula un poco más. Con su alma arrastrada hacia atrás, como un resabio inútil, un lastre que no se desprende.

Mira los helechos, crecidos, creciendo aún. Mientras el cerebro registra otra actividad paralela. ¿Tiene algo para tomar, ahora, enseguida, después? Vieja y alcohólica, qué raro eso. Llegarán sus hijos, sus nietos, esos, los reporteros de su infortunio. Vendrán a almorzar, otra vez, como cada domingo. En masa, casi militarmente, con ese, y otros beneficios. Y ella fingiendo cuidar, todavía, los helechos. ¿Cuida, todavía, la abuela, los helechos? Alcanza con verlos, esas enormes cosas verdes, creciendo incluso así, solos, y apartados. Un dato (crudo) de la realidad.

Tendrá que cocinar, también. Incluso hablar. Ser congruente. Y no dejarles saber (nadie, nada, nunca) que ella es, ya, otra cosa. ¿Y qué, qué cosa es? Avanza por el patio insistiendo en nombrar esa planta, y la otra. Aliviada, o asustada, por poder recordar sus nombres. Llegarán y tendrá que estar atenta, un poco seria y un poco alegre, siempre maternal y eficiente. Le recordarán la vida, afuera. La obligarán a hacer ese repaso. La someterán a ese interrogatorio. Algunas consultas médicas, exámenes nunca hechos, resultados jamás retirados. Cuidar el cuerpo era otro dato (crudo) de la realidad.

Se queda viendo las plantas altas, colgantes, allí, junto al muro. Y enseguida aparece una vieja, una normal, del otro lado. La vieja la mira, le hace un comentario a medida, como si le guiñara un ojo. Ella le mira la cabeza y el pelo, ese enjambre aéreo, la graficación de un impulso, de una voluntad, de un deseo. Hablan a través de las plantas y ella siente que su voz y la voz de ella, del otro lado, son sólo un eco que el patio le devuelve. Otro eco, uno más. Como ellos, llegando en tropel un poco después del mediodía. Y ella atendiéndolos como si tuviese ese pelo, el de la otra, una taza flotante y plateada arriba de su cabeza. Una cosa prolija, y calculada, arriba de su cabeza. Haciéndoles creer que sí, que todavía. Piensa eso mientras mira la cara de la otra, hundiéndose ya detrás del muro, como un sol inútil.

Vuelve a la cocina, intenta concentrarse allí, revuelve aquello, le baja el fuego, lo mira, lo huele un poco. Sale, lo deja, lo olvida. Deambula por el interior de la casa, se queda de pie, en el centro del living vacío, mira alrededor y deja que se despierte esa idea. Sólo un aperitivo, así le llamaban las personas. Sólo ese empujón chico. La idea no le parece desatinada, así que deshace el camino y, en la cocina, se sirve tres dedos de vermú en una taza de café. Le tira un hielo, una lasca de frío, adentro. Lo toma de a sorbitos mientras mira el patio por la pequeña ventana y recuerda neblinosamente un diálogo que había tenido con su hijo mayor. Él había hablado, ella no había dicho nada, o casi nada. Era sobre el alcohol y el hábito, sobre la afición y el vacío, sobre ser digno, quizá, hasta el final. Ella cree, ella está casi segura de que había sido sobre eso, el diálogo. Porque todavía podía ver al hijo levantando la taza, oliéndola, una vez, dos veces, como para cerciorarse, mirándola a la cara después, largamente, desde un momento cualquiera del pasado y, probablemente, pensó ella, odiándola como se odia a las madres, cuando no están a la altura de las circunstancias. Así le pareció que había sido, así fue, seguramente, el diálogo.

Mira de reojo la olla y el vapor en la olla y piensa en riesgos y accidentes. En cosas que suceden porque sí, azarosamente. Lo contrario a un peinado de peluquería, piensa, sonriendo, y apaga el fuego. Vacía de un solo trago la taza, esa pequeña taza, sintiéndose mejor, sintiendo que algo se desprende, y jura enseguida, a sí misma o a alguien, que serán sólo tres dedos más. Se sirve una medida generosa, busca una referencia temporal en la luz, afuera. Hay tiempo todavía.

Sale al patio con su taza, y se sienta allí, como tantos otros mediodías. Mira alrededor, el pequeño jardín, repasándolo con amor, con los restos de ese amor, improvisado un día. Y entre los helechos, su taza, su lasca de tiempo, la parte alta de un peinado que aparece y desaparece detrás de uno de los muros, y los colgantes, verdes brazos crecidos, creciendo aún, ella siente de una manera irrefutable que su situación (nadie, nada, nunca) es bastante buena, es más que buena, y que daría tres, seis, todos sus helechos con tal de prolongar esa certeza.

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