THANDA ARLOOISE y la realidad mágica - Joan Jaile - E-Book

THANDA ARLOOISE y la realidad mágica E-Book

Joan Jaile

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Beschreibung

Thanda Arlooise es una adolescente normal con una vida como la de cualquier joven de quince años, hasta que un día su mundo se pone patas arriba cuando la magia despierta en su interior. Por suerte, su nuevo tutor de clase resulta ser alguien muy especial, quien la guiará en su nueva realidad y le mostrará Celekis, un mundo paralelo lleno de seres físicamente parecidos a los humanos, pero con habilidades extraordinarias.  En este nuevo mundo que cohabita con la Tierra, Thanda visitará lugares increíbles y llenos de magia ancestral, hará nuevos amigos con sorprendentes dones y descubrirá la importancia de trabajar en sí misma para controlar la magia que habita dentro de ella.  Por suerte o por desgracia, hay una ley inquebrantable en el Universo: donde hay luz, hay sombra. Y será ante el descubrimiento de un terrible y oscuro secreto, cuando nuestra protagonista deberá tomar una decisión de la que puede que dependa el futuro de ambos mundos.

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THANDA ARLOOISE y el despertar de la magia

© del texto y las ilustraciones: Joan Jaile

© de la ilustración de la portada: David Corrius

© diseño y corrección: Equipo BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI-BÚ, 2024

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 23

Edificio Sevilla 2

41018 - SEVILLA

Tlfn: 912.665.684

[email protected]

www.babidibulibros.com

Primera edición: marzo, 2024

ISBN: 978-84-10329-70-6

Producción del ePub: booqlab

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra»

 

ÍNDICE

PREÁMBULO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

EPÍLOGO

PREÁMBULO

En un tiempo fuera del tiempo, a decenas de quilómetros bajo el subsuelo de un mundo que solo existe en la imaginación, dos almas buscaban entusiasmadas algo que llevaban persiguiendo desde el inicio de su memoria. Al fin, después de años y años de perseguir quimeras y pistas falsas que los habían conducido a callejones sin salida y casi a la desesperación, ahora parecía que estaban dónde y cuándo debían estar.

¿Habrían merecido la pena todas las frustraciones, todas las amistades perdidas en el camino que habían elegido, todo… todo el sufrimiento causado por la loca persecución del sueño que los unía?

Entonces, el alma a la que se podría llamar «ella», si es que realmente hay un él y una ella diferenciables, sufrió un instante de pánico. «¿Y si volvían a estar equivocados?». No sabía si podría soportar otra desilusión, otro fracaso que convertiría su encarnación en una pérdida absoluta de tiempo y recursos. No, imposible, esta vez lo habían encontrado, ¡seguro! No cabía duda, las pistas que habían seguido eran ciertas, así como ciertas eran las señales armónicas que los habían acompañado durante toda su búsqueda. Habían aprendido de sus antiguos errores y el universo los había ungido con la verdad.

—¿Lo tienes? —le preguntó al alma a la que se podría nombrar como «él», su mitad complementaria. Silencio. Se sentó sobre la dura y fría roca mientras aguardaba temblorosa en la fría oscuridad una respuesta afirmativa. Recordó todo lo que habían vivido juntos. Se sentía afortunada de haberlo elegido compañero de vida y aún más de que él hubiera hecho lo mismo con ella. Oh, sí, habían tenido sus más y sus menos en todas aquellas incontables décadas de recorrer los dos mundos y su relación se había tambaleado por momentos. Pero siempre se habían impuesto el deseo y el amor y, gracias a esta persistencia, ahora se encontraban en el punto en el que todo Buscador de la Verdad querría estar—. Lucil, ¿lo tienes? ¡Dime algo!

Nada, solo el frío silencio. Se empezó a intranquilizar. No era normal que su amante, su compañero, su alma gemela la dejara en ascuas a propósito. ¿Le habría ocurrido algo malo? Pero, si fuera así, la habría llamado mentalmente. Además, ¿qué le podía ocurrir al ser más poderoso de todos los que había conocido? A pesar de ello, seguía inquieta. Allí, sentada en las duras rocas que se le clavaban por todas partes, abandonada en la helada oscuridad, empezó a invocar a su compañero. Transcurridos unos minutos, una distante pero clara voz se personó en un recoveco de su mente. ¡Era él! Al principio lo escuchó tan flojito que no entendía nada, pero al poco tiempo sus palabras sonaron en su cabeza altas y claras:

—Lo tengo, amada, ¡lo tengo! —Ah, qué alegría, desde el fondo de la escarpada y lúgubre caverna escuchaba la voz de Lucilor.

—¿De verdad lo tienes? —le respondió esperanzada.

—¡Sí! Por fin. ¡Lo hemos logrado! —gritó él emocionado.

—Sube, corre, y cuéntamelo todo.

—Un segundo, necesito descansar un momento para recuperarme. He tenido que utilizar casi todo mi poder mágico para llegar al oráculo.

—No te preocupes, yo estoy fresca como una rosa. Bajo ahora mismo y te ayudo.

—Tranquila, enseguida me recupero y subo. Va, que te debes estar muriendo de ganas. ¿Te cuento lo que me ha dicho y así no me tienes que esperar? —le dijo él con entonación traviesa.

—Pues claro que sí, ¡no seas malo, venga!

—Vaaaale —contestó el otro riendo. Luego se aclaró la voz dispuesto a empezar su relato— Ahí va: Nada empieza ni nada acaba en este universo circular. Pero, sin duda, el final no está lejos para las dos razas que habitan nuestro planeta. La división del mundo es inevitable y con ella la guerra llegará. El premio será la devastación y el borrado de cualquier memoria de las dos razas. Y de las cenizas de la desesperación renacerán otra vez, para repetir una vez más sus penosas elecciones…

—¡No puede ser! —exclamó ella—. Si este es el Oráculo de la Verdad, no hay solución posible. ¡No quiero aceptarlo!

—Aguarda, querida, no termina aquí —la interrumpió él—. Aún hay más: O quizás, esta sea la vez en la que la rueda se quiebre y de paso a un presente distinto de los futuros pasados. Puede que esta vez, los dos hermanos sean capaces de juzgar con ética y astucia y salven a los dos mundos venideros. Pero eso no será posible si navegan perdidos en los océanos de la intemporalidad y la ignorancia. Oh, guardianes de la sabiduría, oh esperanza de este lugar y este tiempo, localizad a los salvadores y guiadlos; de otra forma, como tantas otras veces, solo aguarda la destrucción.

—¿Ya está, solo eso? —preguntó ella desesperada—. ¿Se puede saber qué significa, quiénes son esos hermanos y quién esos guardianes?

—No lo sé —respondió él mientras empezaba a levantarse y a trepar por la rocosa chimenea—. Pero no te preocupes, tú y yo lo descubriremos y salvaremos el futuro.

Entonces, un rumor que provenía del techo se incrementó hasta convertirse en un estruendo ensordecedor que culminó en una explosión, y con ella aconteció el desastre. Todo comenzó a derrumbarse. Ella esquivó una enorme roca que cayó en el lugar donde había estado sentada un instante antes y contempló con pánico mudo cómo toneladas de piedra se precipitaban en el agujero donde se encontraba él.

—Vigila Luci, ¡la cueva se hunde! —le gritó al tiempo que absorbía toda la energía de su cuerpo creándose una membrana protectora y se disponía a saltar por el tubo para salvar a su amado.

—¡Detente! —le gritó él—. No te va a dar tiempo.

—Pero si no lo hago, morirás —murmuró mientras seguían intentando bajar.

—Es demasiado tarde. Tienes que huir ahora.

—¡No lo haré! —Se resistió—. No quiero vivir ni media encarnación sin ti.

—Tienes que hacerlo. No me cabe duda de que hallarás la forma de reencontrarme y hacerme recordar. Eres el alma más increíble que conozco y si alguien puede lograrlo eres tú. Además, solo tú conoces lo que la Verdad me ha contado. Tienes que descifrar la profecía y salvar a nuestra raza. Si te quedas, todo estará perdido.

—No, no —sollozó ella sabiendo que era cierto. Notó cómo la energía que le quedaba a él le envolvía y le daba fuerzas para avanzar hacia la salida. Se resignó y avanzó pesadamente hacia la luz mientras a su espalda se escuchó un derrumbe casi apocalíptico hasta que perdió todo contacto con él. Se había ido.

Después de unos agonizantes minutos en los que temió por su vida, logró zafarse de todas aquellas rocas y salió a la superficie. Ya tumbada mirando un espectacular cielo de estrellas fugaces, tomó la innegociable decisión de que dedicaría toda su vida y las que vinieran para evitar que la oscura profecía se cumpliera. Encontraría a los dos hermanos y salvaría la realidad; esa era su promesa y esa sería la verdad.

CAPÍTULO 1

—¡Feliz cumpleaños! —gritaba todo el mundo—. ¡¡¡Que tengas un año maravilloso, Thanda!!!

Y toda la gente aplaudía en el mismo instante en el que un chico moreno aparecía con un pastel coronado con quince velas para la chica que estaba sentada al final de la mesa. Era una preciosa adolescente, con las cejas de un brillante rubio platino y el pelo castaño claro que tenía la particularidad que cuando le daba el sol directamente brillaba como el oro. Su nariz era medianamente grande, como también lo eran sus orejas, de las que se sentía tan avergonzada y por culpa de las cuales no se atrevía a ir con coleta. Tenía los labios carnosos y su sonrisa era tan encantadora que la había salvado de más de una regañina. No mediría más de un metro cincuenta, pero eso no era ningún problema para ella y, aunque le encantaba ir a la moda, nunca usaba tacones; de hecho, siempre iba con deportivas. Solía pensar que, si tenía que saltar o correr en algún momento, un calzado poco apropiado le supondría un impedimento.

Lo cierto es que Thanda era una chica con una vida feliz, rodeada de gente que la quería mucho y a la que ella también quería.

En aquella mesa estaban todos: sus amigos y amigas del instituto; sus primas Livi, dos gemelas inquietas, por así decirlo, con las que siempre que se juntaban la «liaban parda», como solían decir ellas entre risas. Aún se acordaba de aquella vez que, con siete u ocho años, se habían encontrado un charco lleno de ranas cerca del río del pueblo donde veraneaban. Tuvieron la genial idea de capturar unas cuantas y llevarlas a casa, pero después de varias peripecias lo único que Thanda recordaba era el chaparrón que les cayó por haber dejado toda la casa llena de barro y animalitos arrastrándose por todas partes. Sabía que era mayor para que aún le hicieran gracia esas chorradas, sin embargo, no podía dejar de reír cada vez que se acordaba de aquellas travesuras que ahora empezaban a quedársele lejanas.

Evidentemente, como en toda fiesta nunca falta alguien que sobra, ahí también estaba el pequeño Nil, el mocoso, o como solían recordarle a menudo sus padres: su hermano. En fin, qué se le iba a hacer, no podía ser todo perfecto.

Al lado de este estaba su madre, una mujer delgaducha con el pelo negro como el carbón que, a pesar de no ser gran cosa físicamente, había que tener cuidado con ella ya que cuando quería hacía gala de un carácter fuerte, capaz de doblegar al más poderoso villano de los cómics de superhéroes. Tampoco había que olvidar su carácter protector, casi asfixiante, para con sus hijos. Tanto era así, que a veces eso provocaba duros enfrentamientos entre las dos, los cuales se habían incrementado en intensidad y frecuencia en los últimos meses. A pesar de eso, eran muchas las tardes de fin de semana que, con una buena limonada encima de la mesa de la terraza de su casa, las dos charlaban mientras su madre cosía y ella dibujaban hasta que el sol empezaba a ponerse o su padre las llamaba a cenar.

Su padre. Un hombre robusto; duro a la vez que afable y que quería con locura a sus hijos. De hecho, el único problema que tenía con él era que apenas lo veía, ya que era director comercial de una multinacional y cada mes pasaba días o semanas fuera por motivos de trabajo.

En realidad, excepto por el pelmazo de su hermano, la vida en su casa era muy agradable y la envidia de quien lo mirara desde fuera. Ella también lo veía así y sabía que solo tenía motivos para sentirse llena y feliz; sin embargo, había algo que a Thanda siempre la había inquietado, un nosequé que le decía que algo no iba bien, que había alguna cosa que no estaba en su sitio. Esa pequeña inquietud, la diminuta sensación de que había algo fuera de lugar en su vida, había ido creciendo a medida que ella también lo había hecho y, aunque era algo casi imperceptible, no la dejaba estar feliz al cien por cien.

Sin embargo, lo único que la preocupaba de verdad en ese momento era que el pequeño Nil no le saboteara la fiesta. No sabía por qué, pero ese mocoso tenía tendencia a descontrolarse y a montar espectáculos lamentables para ser el centro de atención. Por el momento, sin embargo, todo parecía controlado.

Estaba ansiosa aguardando que llegaran sus regalos. Deseaba que sus padres le hubiesen comprado ese vestido tan «cool» de la tienda del centro comercial al que fueron el mes pasado. Se emocionaba con tan solo recordarlo, ¡era tan bonito y le quedaba tan bien! Un vestidito con tonos verdes pálidos, con unas líneas azules que le daban un toque alegre, de mangas cortas que le quedaban unos milímetros por debajo de los hombros y con el bajo en forma de falda con volantes que flotaban justo por encima de las rodillas. Ni demasiado largo ni demasiado corto, ni muy informal ni aburridamente formal, es decir, perfecto. Se lo había pedido a sus padres quienes al ver el precio se habían echado atrás, pero estaba segura de que como regalo de cumpleaños sí que iba a caer. ¿Quizás era muy superficial por desear con tantas ganas algo tan superfluo como un vestido? No, tener ropa bonita y actual era importante. Además, darse un capricho de vez en cuando era algo que demostraba un gran amor hacia una misma, eso era algo profundo, ¿verdad?

¿Y sus amigos? No tenía ni idea de qué le podrían haber comprado, pero seguro que Alliyna Sofía, quien era especialista en acertar los regalos, se habría encargado de que fuera genial.

Mientras se perdía en sus elucubraciones sentía cómo el viento mecía las hojas de los pinos que los rodeaban. Los pájaros piaban, sus amigos se reían y su padre hacía alguna broma a su madre. Thanda se recostó en su silla y con una sonrisa de oreja a oreja se quedó observando cómo las nubes dibujaban sinuosas pareidolias en el cielo. Poco a poco se fue adormilando; era un día perfecto…

De repente la voz de su padre sonaba tenue y distante. Las risas de sus amigos casi inaudibles. El viento sonaba fuerte y un frío inesperado empezó a recorrer su piel, erizándole el vello de sus brazos y piernas. Abrió los ojos y se percató de que a su alrededor reinaba la oscuridad. Empezó a mirar por todos lados hasta que se le ocurrió bajar la vista. Ahí se podía ver pequeña y lejana la reunión familiar y de seres queridos que estaban celebrando su cumpleaños.

¿Qué significaba aquello? ¿Por qué estaban tan lejos? No, era ella la que se había alejado. Alejado no, ¡se estaba elevando hacia el cielo! Empezó a chillar sumida en una desesperación creciente, pero nadie podía escucharla ya, estaba demasiado lejos y seguía subiendo y subiendo a toda velocidad. Notaba cómo el aire frío le acariciaba la piel y cada vez se le hacía más difícil respirar. Ese pensamiento la hizo estremecer; si seguía ascendiendo a esa velocidad, en pocos minutos sobrepasaría la estratosfera, por encima de los aviones, donde haría tanto frío y tendría tan poco oxígeno que no podría sobrevivir.

Esa idea se fue apoderando de ella hasta que entró en pánico. Chilló y lloró, pero nadie podía escucharla ni socorrerla, estaba ahí arriba sola y moriría de forma inminente sin que nadie supiera qué le había pasado. Tenía la certeza de que se quedaría flotando fuera de la atmósfera como un trozo de satélite roto, perdida para siempre en el olvido de la deriva espacial.

¡No! No podía rendirse. Era necesario entender qué estaba pasando, qué significado tenía todo eso, qué o quién estaba actuando sobre ella y cuál era el motivo por el que la quería matar. Además, ¿por qué tan pronto? Aún era tan joven… no había podido vivir casi ninguna de las experiencias que tenía en su lista de cosas por hacer. Había perdido tanto el tiempo hasta sus quince años que ahora se arrepentía de no haber sido más atrevida y haber experimentado más sensaciones de las que se había permitido por querer ser una buena chica.

—A la porra —se dijo irritada—, se acabó la buena niña, santa Thanda, la que todo lo hace bien y de quien los padres y los profesores están tan orgullosos. ¡Juro que si sobrevivo a esto viviré la vida con mucha más intensidad y sin seguir ninguna regla impuesta! —Al menos eso quería creer, que sobreviviría a lo que fuera que estuviera ocurriendo.

Transcurrieron los minutos y poco a poco dejó de luchar. El frío le había calado los huesos y se le esparcía por todo el cuerpo de forma insoportable. Ya no notaba ni las manos ni los pies, y las piernas y los brazos se le empezaban a adormecer. La nariz y las orejas le dolían con una intensidad que no recordaba haber sentido jamás y la cabeza le daba vueltas debido a la falta de oxígeno; poco a poco empezó a dormirse.

—Adiós —dijo con un hilo de voz—. Adiós, papá, mamá, queridos amigos y compañeros, a todo el que me haya querido alguna vez. Hoy mi vida termina y ya no me veréis nunca más y yo, yo ya no volveré a ver vuestros ojos, a escuchar vuestras risas, a discutir con vosotros, a jugar, a bailar… todo finaliza y no sé por qué, qué injusticia, qué rabia, qué... lástima.

La calma se apoderó de ella y el dolor desapareció. Notaba cómo se había escapado el oxígeno de sus pulmones y estos se habían rendido. Sentía cómo su corazón latía cada vez más lento, más tenue, decayendo en intensidad latido a latido. Recordó que su madre siempre le decía que era una melodramática, exagerada y medio hipocondríaca, pero esta vez era distinto, seguro que ahora le diría que estaba siendo valiente al aceptar su destino y rindiéndose al infortunio. Le vinieron a la cabeza tantas otras veces en las que había tirado la toalla y que al final había descubierto que hubiera podido arreglárselas si hubiese seguido luchando. Pero esta vez no, esta vez era distinto y no había duda alguna de que todo se terminaba; su cuerpo se había rendido por completo y ese era su final. Thanda perdió el sentido y se sumergió en el vacío infinito flotando en el mar de la inexistencia.

De repente, toda la calma que la rodeaba se vio perturbada por un relámpago que la cegó, seguido de una fuerza desconocida que tiró violentamente de ella hacia abajo al mismo tiempo que una bocanada de aire llenaba sus pulmones de sopetón. No tenía idea de si había estado inconsciente dos segundos o toda una eternidad; fuera como fuese, cuando consiguió que sus ojos pudieran ver, descubrió que estaba cayendo en picado.

Las montañas y el mar que hasta el momento habían sido como un pequeño cuadro pintado y lejano, iban cogiendo forma y se acercaban rápidamente. A los pocos segundos de su caída libre empezó a divisar de forma más clara los caminos, bosques y claros, pudiendo apreciar las diferencias de colores entre grupos de árboles. Seguía cayendo y cayendo y cada vez era capaz de distinguir más aspectos del paisaje, hasta que empezó a acercarse tanto que hubiera podido reconocer cualquier animal grande que estuviera en la tierra.

En ese momento el pánico que la había inundado en los niveles más altos de la atmósfera se convirtió en miedo histérico a causa del inminente impacto que iba a recibir cuando chocara con el suelo. Otra vez más estaba equivocada. A unas pocas decenas de metros del suelo el descenso se detuvo y ella se quedó flotando como si por arte de magia la gravedad hubiese desaparecido. Pocos segundos después de la recién lograda calma, otra vez su cuerpo reaccionó como si una fuerza externa tirase de él con furia. Esta vez, sin embargo, ya no ascendía ni caía, sino que volaba en línea recta a una velocidad alarmantemente rápida y completamente fuera de control. Iba tan rápido que le pareció que adelantaba pájaros o algo que estaba en el aire, ya que a esa velocidad solo conseguía divisar manchas fugaces de colores. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que sobrevolaba el mar. Un inagotable océano lo cubría todo bajo sus pies. Miles y miles de hectáreas sin tierra a la vista la rodeaban mirara a donde mirase.

Continuó sobrevolando aquel desierto líquido sin tener ningún control sobre su cuerpo. Por más que lo intentaba no lograba ni tan siquiera mover uno solo de sus dedos, ¡era horrible! Al cabo de un tiempo por fin divisó en el horizonte lo que parecía ser un gran trozo de tierra y recobró la esperanza. Su velocidad de vuelo se empezó a ralentizar. Primero solo se veía un pequeño punto a lo lejos, pero a medida que se iba acercando empezó a confirmarse que era una gran extensión de tierra; un continente seguramente. ¡Por fin!

Lo primero que sobrevoló fue un enorme bosque, casi infinito, de altos y tupidos árboles. Ahora volaba casi a ras de suelo y, a pesar de que su velocidad había aminorado, seguía yendo muy deprisa y sin controlar sus acciones. Su cuerpo se deslizaba entre los árboles, jugando en zigzags temerarios. Girando en el último momento antes de impactar contra la corteza de un árbol aquí; evitando una espinosa rama con un giro de equilibrista allá; rozando con el pelo de la nuca uno de la multitud de saltos de agua que aparecían en aquel terreno irregular y virgen. Daba la sensación de que su cuerpo se divertía llevándola al límite. En una de las maniobras imposibles casi se dio de bruces contra una especie de ciervo con cuatro cuernos. El animal ni se inmutó y solo lo esquivó porque el piloto automático de su cuerpo decidió bordearlo. También le pareció ver conejos de seis patas y un cuervo con tres ojos. Qué raro era todo aquello; qué angustia.

Por fortuna, una luz apareció detrás de unos distantes árboles y cuando la atravesó contempló con alegría cómo el bosque había cesado, dando paso a un precioso prado de fresca yerba y rojos kikirikis, lavandas y otras mil flores silvestres que ella desconocía, pero que eran intensamente hermosas.

El maravilloso perfume le inundó las fosas nasales y un torrente de endorfinas se disparó en su cerebro. Ahora nada la preocupaba, solo podía disfrutar del colorido paisaje. La temperatura era genial, el aire en la cara fresco y perfumado y las vistas no podían ser más espléndidas. Aquello se parecía un poco al paraíso o, al menos, su belleza podía competir con cualquier cosa que ella hubiese visto jamás. Quería quedarse ahí para siempre, dormir sobre la fresca hierba y alimentarse de los perfumes que flotaban en el aire. Quería llorar de felicidad de haber encontrado un lugar tan precioso. Y no era solo la hermosura de cuanto la rodeaba, había algo más, algo que formaba parte de un todo indivisible; aquel lugar tenía un encanto especial.

Su asombro solo fue incrementándose a medida que avanzaba por aquella rica tierra. Empezaron a aparecer edificaciones. Algunas de piedra, otras de madera, de metales e incluso de cristal. Todas muy distintas, pero manteniendo una sintonía con el entorno y entre ellas. No podía decir cómo, pero en un corto período de tiempo, o al menos eso le pareció a ella, visitó lo que debieron de ser como unas diez poblaciones. Algunas con edificios más exuberantes, otras más pequeñitas y coquetas. Pasó tan rápido que no tuvo tiempo de fijarse bien, su cerebro no podía retener toda la belleza que sus ojos contemplaban.

¿Qué era aquello alto y blanco que veía?, ¿una torre de mármol rodeada por una ciudad? Y aquel pueblo pequeño, ¿tenía las construcciones de espléndidos edificios de cristal flotando encima del agua? Y ahora que se paraba a pensar, también había visto personas, ¿o no? Sí, claro, pero qué le pasaba a su cabeza, si había visto a un montón de gente en todos lados. Bueno, quizás no un montón junta, pero en cada lugar visitado en ese mágico instante sin tiempo, había visto seres de apariencia humana, aunque con una particularidad: todos y cada uno de ellos respondían a la definición de belleza.

Los había visto danzar en la ribera de un río, de hecho, aquel baile bien podría decirse que se había bailado encima del agua del río, pero seguro que eran alucinaciones suyas. Quería abrazarlos a todos, quería tocarlos, chicas, chicos, jóvenes y viejos, todos eran tan deseables, tan hermosos. Había visto a otros corriendo a toda velocidad, escalando montañas sin usar las manos, nadando en lagos al lado de lo que parecían ser tiburones, hacer malabarismos con tantas pelotas que no se podían contar. Qué valientes, qué audaces. Todas esas visiones y emociones se mezclaban en su cerebro y le daba la sensación de que le iba a estallar por exceso de estímulos.

Mientras su mente saltaba por las nubes perdida en elucubraciones, su cuerpo seguía avanzando sin tregua hasta que llegó a un lago con una gran isla en el centro. Estaba recubierta de mil tonalidades de verde que al ir acercándose se mostraron como extensos bosques que cubrían casi toda su superficie. Esta era irregular y con una impresionante montaña en el centro encima de la cual se encontraba algún tipo de artefacto o edificación enorme que no terminaba de descifrar. Brillaba con gran intensidad y parecía una especie de monumento dorado, algo que no era capaz de definir, pero que le producía una agradable sensación.

«¿Qué será esta figura brillante? —pensó—. ¿Por qué me resulta tan cálida y me reconforta si ni sé lo que es?».

Pronto salió de dudas. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, descubrió que era una especie de edificación. Podía discernir cuatro torres situadas en los extremos y una gran pirámide central. Las cuatro torres estaban rodeadas por una espectacular muralla circular y eran enormes; en especial una de ellas que sobresalía de las demás con su punto más elevado acariciando las nubes. La pirámide que ocupaba la zona central de esa macro edificación era imponente. No en términos de altura, pues las torres llegaban mucho más arriba, sino en volumen, con una superficie que debía ser de, al menos, la de tres campos de futbol, si no más. Tenía el contorno tallado perfectamente y en muchas partes se veían dibujos que parecían hechos a mano. Eran grabados de personas, animales y otros objetos que Thanda no identificaba, acompañados de símbolos y letras desconocidas para ella. Además, visto desde lejos, todos aquellos mosaicos parecían representar uno mayor, como si la pirámide quisiera explicar una historia a través de sus paredes exteriores.

Después de intentar comprender en vano qué significaba, decidió que ya no podía obtener más información sobre esa pirámide-castillo, giró la vista hacia la derecha para seguir inspeccionando el terreno y se percató de que a unos centenares de metros de donde se encontraba ella, había una gran ciudad. Pensó que le gustaría sobrevolarla; al instante su cuerpo obedeció y la llevó planeando hacia el centro de la urbe, manteniéndose a una altura suficiente como para divisarla en su completitud.

Su composición arquitectónica era, por lo menos extraña, por no decir anárquica. Daba la impresión de que tanto las calles como las casas y edificios estaban construidos sin seguir ningún plan urbanístico, como si cada cual que hubiese querido se hubiera construido su hogar allí donde creía que estaría mejor y con sus preferencias y gustos particulares, sin respetar patrones evidentes. Pero la realidad era que cuando más la observaba más le invadía la sensación de que dentro de aquel aparente caos había un orden escondido, como si un pintor la hubiera dibujado en un lienzo, con una idea muy clara de lo que hacía, y luego la hubiese pintado en un ataque febril e imparable de excitación artística, quedándole una obra de arte imposible de repetir. No se parecía a las otras poblaciones que había visitado en aquel instante perdido en el tiempo, sin embargo, toda ella irradiaba hermosura, casi divinidad, a pesar de ser sencilla y poco pretenciosa.

La mayoría de las edificaciones eran casas de dos plantas con patios interiores o edificios pequeños de no más de tres o cuatro pisos, de colores variopintos que se mezclaban en una extraña armonía. Todo ello emanaba un aire medieval, con calles llenas de adoquines de piedra gastados por el paso del tiempo, la mayoría de las cuales demasiado estrechas para que los coches pudieran circular por ellas.

Había una multitud de pequeños y estrechos canales que atravesaban la ciudad y separaban casas y calles, con un sinfín de puentes que los sorteaban. En ese aspecto le recordaba la maravillosa Venecia, ciudad que se había anclado a su memoria desde aquella vez que la había visitado con sus padres en el viaje a Italia cuando ella tenía siete años. Sin embargo, a pesar de alguna similitud, la urbe que observaba ahora era muy distinta y parecía como atrapada en el tiempo entre la era medieval y una era perdida de colores y fragancias exquisitas. Estas provenían, sin lugar a duda, de los incontables jardines inundados de flores de mil y una tonalidades que se encontraban por doquier mirara a donde mirase; algunos de pequeñitos en los patios de las casas o en la orilla de algún canal, y otros de enormes con majestuosas fuentes de piedra de las que emanaba agua por doquier.

Una vez pasada la fascinación inicial, reparó en el hecho de que en esas calles había vida. Un ir y venir de gente atareada con sus quehaceres circulaba por ellas a ritmo tranquilo pero constante. Había otras personas que se relajaban en los jardines, ya fuese tiradas en el césped contemplando las plantas o recostadas en unos bancos sin patas que parecían amoldarse a quien se sentaba en ellos. Entonces, Thanda puso especial atención en una plaza en la que no se había fijado inicialmente. Tenía un gran árbol en el centro al que catalogó como un viejo roble, aunque no estaba segura, ya que para ella no había mucha diferencia entre robles, alcornoques o cualquier otro árbol que tuviese hojas verdes, alrededor del cual había diversas figuras de piedra con formas humanas dispuestas en círculo y representando lo que podría definirse como un baile o algo por el estilo.

La plaza tenía forma redondeada con el suelo de adoquines en algunas partes y césped en otras, además de que contaba con distintos arbustos con flores variadas. Un pequeño arroyo que la atravesaba por la mitad rodeaba las estatuas y se fundía con la fuente; era un espacio particularmente bello.

El lugar estaba concurrido por un puñado de chicos que jugaban con el agua corriendo de arriba para abajo, con sus padres observándolos desde los cafés situados en los extremos. Una niña que no debía tener más de ocho años perseguía a un chiquillo pequeñito con un pañuelo mojado gritándole que se las iba a pagar, mientras el pequeño corría y reía. Cerca de ellos, un grupo de chicos que no tendrían más de doce o trece estaban inmersos en una guerra de globos y mojaban a los viandantes incautos que cometían el error de deambular demasiado cerca de ellos.

En la parte este de la plaza, en la terraza de una granja, un grupo de señoras de entrada edad charlaban y reían sentadas alrededor de una mesa cuadrada y un camarero joven con el pelo negro y largo recogido en una coleta les traía unas bebidas y algo de comer. Cerca, había un grupo de tiendas improvisadas de artesanía donde las personas se amontonaban para admirar las creaciones de los artistas y comprar las obras que más les gustaban. Se podía ver cuadros, esculturas de madera y piedra, también trastos varios que no sabía ni qué eran ni para qué podían servir y a un hombre que hacía caricaturas a todo el que se lo pedía.

A Thanda le entraron ganas de bajar para hacerse un retrato con la plaza de fondo y así poder demostrar a su familia y amigos cuando volviera que no se había vuelto loca y que la ciudad que había visto era real, no un simple sueño. Fue ese pensamiento que la hizo despertar de su ensimismamiento debido a la mágica atracción que los paisajes visitados y esa ciudad desconocida en la que ahora se encontraba habían infundido en ella. Al ver que ahora controlaba el vuelo, por más extraño que eso pudiese sonar, era el momento de ir a preguntar dónde se encontraba y, a poder ser, si por casualidad alguien le dejaba un móvil para llamar a casa y que la vinieran a recoger.

Dicho y hecho, con solo pensar en bajar al suelo, su cuerpo obedeció de inmediato y descendió hasta que las plantas de sus pies conectaron con el adoquinado de la plaza. Entonces, poco a poco, se acercó al bar donde estaban aquellas señoras discutiendo amistosamente.

—Señoras, disculpen, ¿me podrían decir en qué sitio nos encontramos? —dijo la chica educadamente con la esperanza de obtener una respuesta que le aportara luz sobre lo que estaba pasando. Sin embargo, esas mujeres no le hicieron ningún caso—. Señoras, por favor ―insistió―, ¿me pueden escuchar un segundo? Me he perdido y necesito regresar a mi casa.

Solo silencio por respuesta. En un primer momento se enfadó, pero detrás de esa chispa de rabia, el miedo empezaba a ganar terreno. Cuando vio que el camarero salía otra vez a la terraza para atender a esas maleducadas, se dirigió a él:

—Perdone, señor, ¿me podría decir dónde estamos, cómo se llama este lugar? —La respuesta del camarero fue el mismo silencio.

Entonces Thanda se dio cuenta de que sus miedos estaban fundamentados: parecía que la gente de esa ciudad ni la escuchaban ni la veían. «Tranquila —se dijo—, no tienes que perder la calma, tiene que haber alguien que te pueda ayudar, alguien que sí te vea o te escuche. ¡No eres un fantasma!».

Se apartó de esa gente y se dirigió hacia el grupo de niños que estaban tirando globos y cuando estuvo suficientemente cerca volvió a formular la pregunta, pero los chicos siguieron jugando como si nada.

Nadie parecía percatarse de que Thanda estaba ahí. El pánico se apoderó de ella. ¿Y si realmente era un fantasma? ¿Y si lo que pasaba es que había muerto y eso era el más allá? ¿Podía ser que, porque no había sido lo suficiente buena, ahora su castigo eterno fuera vagar por el mundo sin poder comunicarse con nadie? Esto tenía que ser culpa de su hermano, que como siempre la molestaba, entonces ella tenía que chillarle y engañar a sus padres y por culpa de las mentiras provocadas por el pequeño, ahora ella sufría esa absurda condena. «¡No es justo! —pensó mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla izquierda—. Qué voy a hacer aquí atrapada, ¿tendré que quedarme sola y olvidada para siempre? ¡De ninguna manera!». Levantó el vuelo con intención de recorrer la ciudad de cabo a rabo y hablar con todo el que ahí estuviera, seguro que habría alguien que la escuchara. No podía pasar desapercibida por todos y no iba a rendirse bajo ningún concepto.

Cuando se disponía a sobrevolar la ciudad observó que a lo lejos había una enorme nube que parecía acercarse a toda velocidad. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, aquella masa oscura que se acercaba le transmitía un sentimiento maligno. Le dio la sensación de que estaba viva; no era una tempestad normal y corriente, sino algo que se movía por voluntad propia, con un objetivo concreto y horrible.

Miró hacia abajo y se dio cuenta de que toda esa gente se encontraba en peligro. A ras de suelo aún no se podía ver la maligna tempestad que se les acercaba y cuando se dieran cuenta ya la tendrían encima y sería demasiado tarde. Entonces pensó que tenía que hacer algo para salvarlos.

Descendió a toda prisa y recorrió a vuelo raso todas las paraditas, gritando tan fuerte como le era posible hacerlo.

—¡Corred, rápido, escondeos enseguida! —chillaba una y otra vez.

Nadie se giraba, nadie le hacía caso. Todo el mundo continuaba con sus quehaceres: familias comprando sus artículos preferidos, el pintor inmerso en su obra y los pequeños jugando sin preocupación.

Sus esfuerzos no estaban dando resultado, así que decidió probar otra estrategia. Se dirigió hacia la granja y, aterrizando con un golpe seco, se acercó al camarero gritando y empujando. Intentó chocar con él, pero al querer empujarlo se confirmó lo que había temido: su mano traspasó el hombro del chico de la coleta y luego de la mano todo el cuerpo. Era cierto entonces, se había convertido en un espectro y no podía comunicarse con los vivos ni ayudarlos si estaban en problemas. Abatida, se sentó en el suelo llorando sin consuelo mientras la nube se acercaba.

Al principio se notó un viento que hacía ondular las hojas de los árboles, pero a medida que la tempestad recortaba distancias con la ciudad, su intensidad crecía de forma exponencial hasta que se convirtió en un fuerte huracán que empezó a absorber los matojos primero, para luego levantar las mesas y las sillas de los locales. Para cuando la nube se situó en el centro de la plaza, su poder era ya tan colosal que la chica testimonió con sumo terror e impotencia cómo primero los niños y luego los adultos eran absorbidos hacia el centro del remolino.

La escena era dantesca. La gente chillaba histérica. Quienes podían se abrazaban a bancos, postes, árboles… a lo que fuera que tuviesen a mano, pero la fuerza del viento era tal que arrancaba paredes enteras. Con el viento llegaron los rayos y con ellos el fuego. Un impacto directo cayó sobre el viejo roble, lo partió por la mitad y lo encendió por completo. Otros destrozaron establecimientos e incendiaron las paradas del mercado. Algunos incluso prendieron fuego a las casas de alrededor de la plaza; aquello parecía el fin del mundo.

Mientras eso ocurría le pareció escuchar un susurro:

—Thanda, ven conmigo. —¿Qué era eso? Aquella extraña voz no parecía humana y le daba escalofríos. Miró por todas partes, pero no vio a nadie.

La chica se dio cuenta que el viento no le afectaba a ella, levantó el vuelo para hacer alguna cosa, y aún no sabía qué, tenía que intentar lo que fuera para ayudar a toda esa gente.

Cuando estuvo a unos doscientos metros de altura, vio que la tempestad estaba acabando con mucho más que con la plaza. De hecho, había señales de catástrofe en todos los recovecos de la ciudad. Era un infierno. El viento estaba arrancando todas las construcciones pequeñas y arrastrando a la gente por los aires y rebotándola contra los edificios una y otra vez. ¡Era espeluznante! A la pobre muchacha le entraron arcadas al ver ese espectáculo siniestro y tuvo grandes problemas para conservar la compostura. Además, por si no fuera suficiente, lo que ni el viento ni los rayos podían destrozar, el fuego que se propagaba por toda la ciudad se encargaba de arrasar.

La desesperación, la rabia y la tristeza que la invadieron eran proporcionales al miedo que sentía, al horror de lo que sus ojos veían y a la amarga impotencia de no poder hacer nada para evitarlo. Si eso era un castigo de los dioses, había que reconocer que lo habían conseguido: se sentía la persona más desgraciada del mundo.

—Thanda, regresa a mi lado. Llevo tiempo esperándote. —Maldición, ¿qué estaba ocurriendo allí? Ahora podía escuchar la voz con total nitidez mientras que a su alrededor todo eran gritos y llantos, truenos y relámpagos.

—¿Quién eres? ¡Qué quieres de mí! —preguntó la chica sin saber a quién se dirigía. No hubo contestación.

Ella seguía ahí, observando el caos, la muerte y la destrucción de aquella preciosa ciudad que acababa de descubrir, juntamente con todas las vidas humanas que ahí habitaban.

Entonces, sin previo aviso, perdió el control de sus movimientos otra vez. «¿Y ahora qué? —pensó—. ¿Qué más tendré que ver? ¿Qué más me va a pasar?». Pero no tenía ni fuerzas ni ánimo para seguir luchando. Fuera lo que fuese, escapaba a su control. Ahora solo tenía ganas de caer en un profundo sopor para no sentir nada más.

Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió. Su cuerpo empezó a ganar velocidad otra vez y se fue acercando a la tempestad. Cuanto más se adentraba, más oscuro se volvía todo a su alrededor, hasta que llegó un punto en donde no podía ver nada y lo único que escuchaba era el lejano sonido de los truenos y el viento.

—Eso es, acércate, pronto nos volveremos a reunir. —¿Qué puñetas significaba eso? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Entonces le pareció escuchar otra cosa más… una especie de rumor distante que no lograba catalogar. Dirigió la atención hacia ese ruido. Parecía una voz femenina que susurraba y lo hacía en un idioma que sabía que no conocía, pero que a la vez no le era desconocido.

—Cuando todo parezca perdido, cuando ya no quede esperanza y los días sean oscuros como la negra noche, los dos hermanos llegados de lejos os juzgarán y el destino de Celekis y de la Tierra se habrá decidido... —Y la voz desapareció junto con la oscuridad y con la consciencia de Thanda.

—Reina, reina, ¡despierta! —le gritaba su madre—. ¿Se puede saber qué te pasa?, son las nueve, es hora de levantarse y desayunar en familia, dormilona.

CAPÍTULO 2

Thanda se levantó un poco mareada. ¿Qué le había ocurrido? ¿Dónde estaban la isla y la ciudad en llamas con toda la gente gritado? ¿Qué hacía en su cama?

—Hija, ¿estás bien? —le repetía su madre una y otra vez.

Entonces lo comprendió: todo había sido un sueño. Aunque, si así era, ¿por qué sentía que lo ocurrido era tan cierto como que ahora se encontraba en su habitación y que su madre le estaba hablando? ¡Ostras, su madre, mejor que le contestara!

—Sí… sí…, perdona, mamá, estoy bien, solo un poco dormida, hoy me he despertado a medianoche y me ha costado volver a dormirme —le contestó ella sin sentirse muy segura de sus palabras. ¿Realmente había sido un sueño? Si era así, había sido el más real e intenso que nunca antes había tenido.

—Claro, si no te pasaras el día enganchada al aparato este chateando con tus amiguitos y amiguitas hasta las tantas, entonces quizá dormirías como una niña normal y por la mañana serías persona —la reprendió su madre con cara de pocos amigos.

—¡Ay, mamá! Qué pesada eres —se quejó Thanda.

—Escucha, mocosa, a mí no me hables así —le replicó su madre con aquella mirada que tanto miedo daba—. A ver si encima de tener que despertar a la princesa dormilona y prepararle el desayuno, también tendré que aguantar sus impertinencias.

—Que yo sepa nadie te ha pedido que me despertases ni que me prepararas nada. Estaba muy bien en la cama y ya soy lo bastante mayorcita como para prepararme el desayuno sola.

—Thanda A-r-l-o-o-i-s-e —deletreó su madre con voz gélida—. Te aconsejo que te levantes inmediatamente y bajes a desayunar con tu familia o ya te puedes ir preparando.

Thanda palideció. Cuando su madre la llamaba por el nombre y el apellido no había lugar para la réplica, ya que si no, las consecuencias serían terribles. Así que bajó la cabeza, se levantó y cumplió la orden encomendada.

Desayunaron en familia y solo fue después de aguantar las monerías de su hermano pequeño al que su madre le reía todas las gracias, que la dejaron salir a la calle. Faltaban once días para su decimoquinto cumpleaños y estaba loca de alegría porque sus padres le habían prometido que le alargarían la hora de regresar a casa los sábados por la noche hasta las doce, dos horas más que hasta el momento.

Había quedado con sus amigos para ir a ver el estreno de Megalodón contra Super Caimán, película que prometía acción sin igual. Como la primera sesión era a las cuatro de la tarde, había quedado con Yuri, Marcus y Alliyna Sofía a las doce en las escaleras de correos para ir al parque de la Devesa a pasar un rato bajo los plataneros y después ir a comer algo antes de la peli.

Llegó tarde, para no variar. Marcus y Alliyna Sofía estaban sentados en las escaleras con cara de aburridos. Pobrecillos, siempre tan puntuales… Thanda pensaba en qué pocas cosas tendrían por hacer porque a ella nunca le daba tiempo de llegar a la hora programada. Aunque Marcus era un chico y no tenía que arreglarse ni peinarse casi y Alliyna Sofía, bueno, a Alliyna Sofía no es que se interesara demasiado por su físico ni por estar a la moda; de hecho, se interesaba por pocas cosas aparte de los estudios. Aun así, era tan buena chica que Thanda la quería mucho. Nunca se olvidaría de la vez que ella y Yuri habían llenado las taquillas de bombas fétidas y Alliyna Sofía las pilló, pero no dijo nada ni cuando los castigaron a todos sin excursión a la playa a final de curso porque no salieron los responsables. La chica había mantenido la boca cerrada y desde entonces la habían aceptado en el grupo e intentaban aconsejarla en el mundo de la moda, aunque sin demasiado éxito.

—¡Hola, guapos! —les dijo tendiendo la mano hacia ellos—. Veo que no soy la última en llegar.

—Qué pasa, mañanera —contestó Marcus con una sonrisa—. Pues no, nuestra amazona aún es más tardona que tú por lo que parece, ya ves.

La amazona a la que se refería era Yuri, una chica exótica, de pelo rizado que le llegaba a media espalda y con unos enormes ojos rasgados de un intenso y penetrante color verde. Si en ese grupo hubiese habido un líder, sin duda hubiera sido ella. Siempre era la que tenía las peores ideas y la capacidad de llevarlos a su terreno para cometer cualquier acto ya fuera bueno o terriblemente malvado y divertido.

Thanda la admiraba. Era tan guapa, tenía tanto carisma y sacaba tan buenas notas que a veces pensaba que el año de su nacimiento todo lo bueno había ido primero hacia su amiga y los demás se habían tenido que repartir las sobras. De todas formas, además de la belleza y todos los demás atributos, Yuri era noble de los pies a la cabeza y si había alguien en quien se podía confiar al cien por cien, esa era ella.

En realidad, todos sus amigos tenían el atributo de la confiabilidad y eso no era por casualidad ya que era lo que la chica más valoraba en las personas, sobre todo después de que la hubiesen traicionado anteriormente. Pero el pasado había quedado atrás y Thanda apartó los dolorosos recuerdos que le venían a la memoria y los encerró en un recoveco de su mente.

—Ni idea de dónde puede estar esa —siguió Marcus—. Déjame llamarla a ver dónde está. —Como Yuri, igual que muchas otras veces, no le cogió el teléfono, le envió un mensaje y se fueron a pasear por la Rambla.

Al rato de estar dando vueltas, su amiga llegó con una explicación de que si su madre le había pedido nosequé cosa urgente y… ya ni se acordaba de lo que había contado. En realidad, no solía escuchar las explicaciones enrevesadas que siempre daba Yuri para justificar su impuntualidad. Lo importante era que estaban los cuatro juntos. Estuvieron un rato más dando vueltas, se zamparon unas suculentas hamburguesas y se fueron al cine.

Al final, la película había sido un tanto decepcionante, suerte que Marcus las había entretenido haciendo imitaciones del tiburón comiéndose las palomitas simulando que eran personas, entre otras payasadas de las suyas y así el tiempo había corrido más rápido entre risas y alguna que otra regañina por parte de los demás espectadores. Después de la peli decidieron ir a comprar unos helados para intentar luchar contra el calor abrasador que golpeaba la ciudad.

Estaban paseando tranquilamente, disfrutando de un día de verano divertido y en buena compañía cuando escucharon una risa conocida que a Thanda le provocaba un repelús singular.

Se giró y la vio: Atealia, la persona a la que más detestaba. Mil veces más que a su hermano pequeño, segundo en su lista negra. Ahí estaba, a diez metros de ellos, paseando con sus perritas guardianas, Giovanna y Teresa, que siempre iban con ella y le reían todas las gracias. Thanda pegó un codazo a Yuri y otro a Marcus para que miraran hacia atrás, al mismo tiempo que aceleraba el paso para evitar toparse con esas tres.

—Uy, mirad, chicas —dijo Atealia a viva voz para que todos la oyeran—, parece que las gallinitas que tenemos delante han visto algo que las ha asustado y se han puesto a corretear. Tranquilas, gallinitas, no os vamos a comer, jajaja.

Por favor, qué impertinente que era. Ahora ya no tenían escapatoria, a no ser que quisieran quedar como unos cobardes, así que Thanda se paró en seco y se giró, haciendo caso omiso al tirón que le dio Marcus para que no se moviera. Ya estaba harta de evitarla y había decidido que era momento de plantarle cara.

—A ver, tú, ¿se puede saber qué te pasa?, ¿por qué no nos dejas en paz? —dijo Thanda con voz pausada intentando aparentar una tranquilidad que no sentía.

—Vaya, vaya, la Panda se nos encara. Qué valiente que eres rodeada de tus perritos falderos, ¿no?

—Escucha ―contestó resignada―, no tengo intención de discutir y no quiero problemas, estamos paseando tranquilos y por lo que parece vosotras también, así que, ¿por qué no va cada uno por su camino y no nos molestamos?

—Ya me gustaría P, pero es que ahora que te he visto se me ha estropeado la tarde. Y, claro, alguien me lo tendrá que compensar. Venga, si nos invitas a un helado esta vez te perdono. ¿Qué te parece? —dijo dejando escapar una risita burlona.

A Thanda se le empezaba a terminar la paciencia. Si hubiera sido otra persona probablemente le hubiese contestado algo ingenioso y lo habría dejado pasar, pero esa chica le había hecho pasar la peor vergüenza de su vida el primer año de instituto. La que otrora había sido su amiga íntima, de un día para otro y sin saber por qué se había convertido en alguien desconocido que le hacía la vida imposible. Al principio había aguantado las vejaciones a las que la había sometido, intentando comprender por qué alguien que había sido su mejor amiga le había girado la espalda. Intentó hablar con ella muchas veces, pero la otra chica nunca volvió a dirigirle la palabra de manera racional. En verdad le había roto el corazón y lo más frustrante era que nunca supo porqué. Pero de eso hacía ya algún tiempo. Al menos el suficiente como para que la chica hubiera aceptado que ya no eran amigas. Aun así, le dolía en el alma, y no se podía mentir, si pudiera recuperar aquella amistad, perdonaría todo lo ocurrido y la aceptaría. Sin embargo, sabía que eso era imposible.

Entonces tomó una decisión que iniciaría unos acontecimientos que cambiarían el rumbo de su vida para siempre. Había llegado el momento de actuar, dejar de escapar de Atealia y pararle los pies. Sentía lástima porque le hubiese gustado arreglarlo todo y entender qué pasaba, pero estaba harta de aguantar durante tanto tiempo insultos y vejaciones. Así que se puso en jarras, se armó de valor y empezó a hablar dando un tono sólido y duro a su voz.

—Vamos a ver, y para que quede claro: ni te hemos molestado ni te pagaremos ningún helado, así que mejor que tú y tus amiguitas os vayáis de aquí ahora mismo. ¡Fuera de mi vista! —Uf, qué a gusto se había quedado con ese último grito, ojalá lo hubiera hecho antes.

La otra chica que quedó petrificada por unos segundos. Era la primera vez que alguien se le encaraba y no estaba preparada para una reacción como esa. No había que olvidar que era una niña consentida, hija de una pareja bien aposentada de la ciudad. Su padre era cirujano plástico y llevaba una clínica junto con su madre. Siempre que la chica quería algo lo tenía, al menos si era algo material. Lo que Thanda sabía muy bien era que lo que le faltaba a su examiga era lo que no podía tener: más tiempo con sus padres. Seguramente por eso hacía pagar sus frustraciones a los demás.

Fuere como fuese, pasada la sorpresa inicial, los colores se le subieron a la cara hasta que se puso tan colorada que pareció estar a punto de explotar. Se acercó a Thanda, muy despacio, hasta que se plantó justo delante suya, con la vista fija en los ojos de ella. Las dos caras estaban una delante de la otra y parecía que iban a saltar chispas mientras todos los que las rodeaban mantenían el silencio. De repente, sin previo aviso, Atealia golpeó la mano en la que Thanda tenía sujeto el helado, provocando que este se cayera al suelo. Acto seguido, las tres arpías se echaron a reír mientras la señalaban.

—Tú...¡Tú! ¡¿Quién te has creído que eres, maldita amargada?! —gritó Thanda desgarrándose las cuerdas vocales. Notaba cómo se le acumulaba la rabia y los ojos se le empañaban. «No, eso sí que no. De ninguna manera pienso llorar. No le voy a dar ese placer», pensó. Pero su cuerpo seguía acumulando más y más odio y sabía que por algún lado tenía que salir.

«Ojalá que venga un huracán y se te lleve muy lejos maldita», conjuró.

Lo deseaba con todo su ser, cada una de sus células estaba cargada con la rabia y el intenso anhelo de que el viento se llevara a la chica odiosa que tenía delante. Entonces, una vibración le recorrió todo el cuerpo y durante un segundo pareció que el tiempo se paraba, podía sentirlo todo. Notaba su respiración, el latir de los corazones de sus compañeros, los pájaros que cantaban y hasta las hojas que se mecían en los árboles. Miró a los demás y le pareció que estaban casi parados, como si fueran en cámara lenta. Luego puso toda su atención y rabia hacia Atealia y entonces, sin saber muy bien qué había pasado, la otra chica salió disparada más de tres metros hacia atrás y se estrelló contra el aparador de cristal de una tienda de zapatos, en el mismo instante en que Giovanna y Teresa se caían al suelo.

Todos los ahí presentes quedaron mudos mientras un puñado de hojas revoloteaban y se postraban suavemente sobre el asfalto. Después, el tiempo regresó a su lugar y los movimientos de lo que la rodeaba se normalizaron. Estaba absorta, como si hubiese presenciado un accidente de coche, completamente en shock.

—¡Atealia! —gritó Giovanna—. ¿Estás bien, te has roto algo?

—No, estoy… bien. Supongo que un poco mareada y dolorida. ¿Qué me ha ocurrido? —susurró la chica con la voz temblorosa.

—No tengo ni idea —contestó Teresa mientras se levantaba con dificultades ayudándose de su brazo derecho—. De repente el viento ha soplado con furia, me ha tirado al suelo y tú has salido disparada, chocando con este escaparate…

La joven se quedó en silencio. Giró su cabeza lentamente hasta encontrarse con la mirada de Thanda. Lentamente se levantó, señaló a la chica con la que se había estado metiendo hasta el momento y le gritó:

—¡Has sido tú, no sé cómo, pero tú eres la responsable de lo que me acaba de suceder!

Ella no respondió. La cabeza le daba vueltas y estaba completamente extenuada, como si acabara de correr cinco horas sin parar. Le dolía el cuerpo y casi no se tenía en pie. De alguna forma sabía que lo que le estaba diciendo era verdad. No tenía ni idea de qué había hecho ni de cómo, pero estaba convencida de que en el momento que había deseado que Atealia saliera volando, eso es lo que había ocurrido. «No, imposible, eso no puede ser —pensó en parte incrédula, en parte temerosa—. Lo más probable es que haya sido una causalidad, el viento es imprevisible y una ráfaga perdida tendría la fuerza para hacer volar unos metros a alguien de cuarenta quilos, ¿verdad?».

—Anda, cállate —dijo Yuri—. No tienes vergüenza. ¿Cómo quieres que Thanda sea la culpable? Además, si tuviera el poder de hacerte volar, sin duda haría tiempo que te hubiera facturado a algún lugar lejano. Lo que pasa es que eres tan patosa que te has caído. Suerte has tenido de que el aparador te haya detenido, si no, vete a saber qué te hubiera pasado. Venga, chicos, nos vamos, que la función ha terminado —dijo girándose y tirando de la manga de su amiga mientras empezaba a andar alejándose de donde estaban.

—Que diga lo que quiera tu amiga, yo sé lo que ha pasado. Me lo vas a pagar, lo juro por mi vida, ¿me escuchas? ¡No descansaré hasta que te lo haga pagar! —amenazó Atealia roja de rabia.

Los cuatro siguieron andando sin girarse, mientras las tres chicas restantes estaban plantadas en el mismo sitio, chillándoles y maldiciéndolos.

Avanzaron sin rumbo, dando tumbos por las calles estrechas del casco antiguo, charlando de trivialidades sin referirse en ningún momento a lo que acababa de ocurrir.

Después de un largo rato deambulando, alcanzaron el paseo de la muralla. Era un camino elevado que reseguía la antigua muralla que había protegido la ciudad centenares de siglos antes de que ellos nacieran. Desde allí se contemplaba toda la ciudad. El parque de la Devesa con sus centenares de plátanos de sombra, altos y majestuosos plantados por expertos jardineros que les habían dado formas geométricas preciosas de ver si se sobrevolaba la ciudad en globo, cosa que casi todos los domingos algún que otro turista hacía. En el centro del enorme parque había un pequeño zoológico, si es que se podía llamar así, donde había pavos reales, conejos, esquiroles y algún que otro animalillo, visitados frecuentemente por los niños de las escuelas. Muy cerca, se encontraba la parte antigua de la ciudad, con sus casas señoriales y sus pequeños bloques de edificios de dos o tres plantas a lo sumo y con las calles estrechas y poco ordenadas. Era encantador pasear por los callejones empedrados, los jardines escondidos y los trozos de la antigua muralla conservados con esmero. También era fascinante hacer el recorrido de las fuentes de leyenda y escuchar las historias que cada una escondía. Un pequeño río la separaba de la parte nueva, mucho más grande y llena de altos edificios y anchas avenidas.

Cuando se encontraban más o menos a medio camino entre la escalera de subida y la de bajada de un tramo de muralla, Thanda, que hasta el momento había estado absorta dando vueltas a lo ocurrido, se percató de que Alliyna Sofía no había abierto la boca desde hacía rato y que la miraba seria y pensativa. ¿Qué pasaba allí? ¿A qué venía esa cara?

—¿Se puede saber qué te pasa, Ally, por qué me miras así? —le preguntó un poco mosqueada.

—Yo no estoy mirando nada —replicó rápidamente la chica, que casi se atragantó con su saliva.

—¡Venga! —continuó Thanda—. Que ya nos conocemos de sobra y las dos sabemos que cuando estás callada tanto tiempo es que algo te pasa por la cabeza. —Quizás había estado demasiado brusca, pero realmente le molestaba que la miraran mal y no le contaran el porqué.

—Da igual, no es nada. Dejémoslo, de verdad.

—Pero es que yo no quiero dejarlo. ¿Te piensas que se puede andar tranquila con tu mirada clavada en mi nuca? Va, desembucha.

—De verdad —insistió Alliyna Sofía—. No es nada importante, solo algo que se me ha pasado por la cabeza un instante.

—Escucha, mejor que nos dejemos de tanto secretismo y participemos todos de la conversación —interrumpió Marcus—. Di lo que tengas que decir sin miedo, aquí todos somos amigos y la sinceridad está por encima de todo. Cuéntanos lo que te pasa por la mente.

—De acuerdo, pero luego no quiero problemas —protestó Alliyna Sofía. Entonces observó a sus tres amigos con cara un tanto apenada y comenzó—: ¿Por qué has tenido que encararte con Atealia? ¿Por qué no has escuchado a Marcus cuando te ha pedido que lo dejaras pasar o no has hecho caso de mi mirada suplicante?

—¿En serio me dices eso? —dijo Thanda visiblemente enfadada—. ¿Crees que no debería haberle dicho nada? Nos estaban increpando a todos y soy la única que ha salido en nuestra defensa.