5,99 €
Todos los días de mi vida Jane Porter Payton había tenido un apasionado romance con Marco D'Angelo, pero cuando su matrimonio se vino abajo después de muy poco tiempo, decidió marcharse con sus dos hijas para no regresar jamás. Dos años después, Payton estaba de vuelta en Italia; había llegado el momento de que las niñas conocieran a su padre. Pero sus planes no incluían quedarse en Italia, ni permitir que aquel hombre tan sofisticado y seductor se acercara demasiado a ella. Con lo que no contaba era con que sus sentimientos por Marco despertaran nada más volver a verlo y la obligaran a admitir que seguía muriéndose de deseo por él... Del amor al odio Daphne Clair Cuatro años antes, Sorrel había abandonado a Blaize en el altar y había huido para empezar una nueva vida. Él nunca había sabido por qué lo había hecho, pero ahora Sorrel había vuelto, más bella que nunca. Y solo con verse renació el deseo... Sorrel había abandonado a Blaize porque lo quería demasiado y sabía que él no la amaba. Pero no estaba preparada para enfrentarse a todo el odio que parecía sentir ahora por ella. Ni a todo aquel deseo...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 312
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 82 - septiembre 2022
© 2003 Jane Porter
Todos los días de mi vida
Título original: Marco’s Pride
© 2003 Daphne Clair
Del amor al odio
Título original: Claiming His Bride
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin
Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,
utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina
Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos
los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-973-2
Créditos
Índice
Todos los días de mi vida
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Del amor al odio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
NO VOY a dejar que se cargue mi boda –retumbó la profunda voz de Marco D’Angelo. No solía levantar la voz y las modistas y modelos al otro lado del elegante salón lo miraron, sorprendidas.
La princesa Marilena puso una mano en su brazo.
–No estropeará la boda, cariño. Aún faltan casi tres meses.
–Dos meses y medio.
Iban a casarse después del desfile de primavera-verano. Pero el trabajo no estaba terminado y empezaban a quedarse sin tiempo.
–No deberías preocuparte. Las cosas, al final, siempre salen bien –sonrió entonces la princesa.
Marco no estaba tan seguro. Frunciendo el ceño, miró la pálida mano de Marilena, en cuyo dedo brillaba el opulento anillo de compromiso que le había regalado un mes antes.
Un diamante de tres quilates cortado en forma de esmeralda, rodeado de zafiros y montado en una banda de oro del siglo XVIII. El anillo había pertenecido a la familia Borgiano durante generaciones hasta que, veinticinco años antes el padre de Marilena, Stefano Borgiano, se había visto obligado a venderlo.
La fortuna de los Borgiano se hundió al tiempo que crecía la de los D’Angelo. Pero en aquel momento Marco no estaba pensando en eso. Estaba preocupado, muy preocupado por la colección. Le faltaba imaginación, inspiración.
Era, pensó, irritado, aburrida. Y eso en el mundo de la moda era un destino peor que la muerte.
Como su padre antes que él, Marco nunca había necesitado que alguien de fuera le dijese si las colecciones funcionaban o no. Lo sabía. Lo sabía por instinto. Y su instinto le decía que la colección de primavera-verano sería una desilusión para el público si no hacía algo inmediatamente. Si no encontraba la magia.
Pero ¿cómo iba a encontrarla?
Aún no lo sabía y, desde luego, no iba a encontrar la respuesta con su ex mujer en Milán.
–No confío en ella. Payton únicamente está interesada en sí misma.
–Ha dicho que solo venía de vacaciones, ¿no?
Marilena tenía unos preciosos ojos de color caramelo que contrastaban a las mil maravillas con su larga melena oscura.
Como director de D’Angelo, la casa de moda más importante de Milán, Marco trabajaba con modelos guapísimas todos los días y había vestido a algunas de las mujeres más bellas del mundo, pero la princesa Marilena Borgiano era algo especial.
–¿Cómo puedes ser tan comprensiva? –murmuró, metiendo la mano en el bolsillo para sacar el paquete de tabaco… y recordando después que había prometido dejar de fumar.
Ella se encogió de hombros.
–Porque Payton ya no representa una amenaza para mí. Nos conocemos hace mucho tiempo, Marco. Hemos pasado por muchas cosas juntos. Nos entendemos y sabemos bien lo que queremos. Es diferente de tu primer matrimonio, ¿no?
Completamente diferente, pensó él. En realidad, su relación de veintiún meses con Payton ni siquiera podía llamarse matrimonio. Fue más bien un desastre.
No, una pesadilla.
Marilena se puso de puntillas para darle un beso en los labios.
–No te enfades, cariño. No estará aquí mucho tiempo y, además, vendrá con las niñas. Sé que tú siempre has querido mantener una relación normal con ellas…
–Eso fue hace mucho tiempo, antes de que las hiciera rehenes, antes de que las usara contra mí. Una vez fueron mis hijas, pero ya no lo son. Payton se ha encargado de eso.
La princesa sonrió, comprensiva.
–Siguen siendo tus hijas. Sé que adoras a esas niñas y que las has echado mucho de menos.
Marco intentó deshacer el nudo que tenía en la garganta. Las había echado de menos. Tanto que le dolía el corazón solo de pensar en ellas.
–Payton sabe que le pediré la custodia –dijo entonces–. Sabe que si vuelve a Italia, le resultará difícil volver a llevárselas del país.
–Entonces, ¿por qué las trae con ella?
Buena pregunta, pensó Marco. Una muy buena pregunta.
LA MUERTE y los impuestos. Las dos únicas certezas de la vida: la muerte y los impuestos.
Payton daba vueltas y vueltas sobre el asunto una y otra vez, como la cinta transportadora de equipaje en el aeropuerto.
Dejando escapar un largo suspiro, levantó la mano para apartar un rizo de su frente. Había subido al avión con un moño francés, pero después de doce horas de vuelo, los rizos empezaban a escaparse de las horquillas.
Una maleta negra apareció entonces y Payton, sujetando a la niña que llevaba en brazos, se inclinó para comprobar si era la suya.
No, no era la suya.
Entonces miró a Gia, que estaba dormida. Todavía tenía la carita hinchada, evidencia de las horas que había pasado llorando porque su mantita se perdió entre el aeropuerto de San Francisco y el de Nueva York.
No había sido un viaje fácil.
No había sido un mes fácil.
Su vida no era nada fácil.
Payton apretó los labios, intentando controlar la emoción. No podía empezar a pensar otra vez. Pensar solo empeoraría las cosas.
–¿Estás bien, Liv? –le preguntó a la gemela de Gia.
La niña, de tres años, estaba sentada en el carrito de las maletas. Tenía un dedo en la boca y apretaba con la otra mano su mantita para no perderla.
Livia asintió solemnemente. Tenía los ojos azul oscuro, del mismo color que su madre. También había heredado la cara ovalada y la nariz recta, pero el tono de su piel era bronceado, como el de su padre. Rizos oscuros, piel morena y las pestañas más largas del mundo.
Se le encogía el corazón solo de pensar en Marco. No podía creer lo que estaba haciendo…
Cuando se marchó de Milán dos años antes juró que no volvería allí por nada del mundo.
Pero tuvo que volver.
Parpadeando, Payton se concentró en la cinta para no llorar. Había dejado de llorar mucho tiempo atrás, pero estaba agotada, exhausta, asustada.
El año anterior había sido terrible, pero nada como el último mes. Eso fue un infierno. Cuatro semanas de miedo, de preocupación, de preguntas.
Y por fin tuvo que reconocer la verdad: si a ella le pasara algo, las niñas necesitarían a su padre.
Gia abrió los ojos en ese momento.
–Quiero mi mantita –dijo con la voz ronca de tanto llorar.
Payton acarició su pelo.
–Ya lo sé, cariño.
–¡Quiero mi mantita! –gritó la niña, con lágrimas en los ojos.
Las gemelas no iban a ningún lado sin sus mantas. ¿Cómo podía haber perdido la de Gia? Nunca le había pasado antes. Era increíble.
–Lo sé, cielo, pero ahora no podemos…
–¡Noooooooo!
El grito resonó por todo el aeropuerto. Payton besó a su hija en la frente, intentando consolarla.
–La encontraremos, no te preocupes.
Pero Gia, que no se sentía consolada en absoluto, siguió llorando. Y, por simpatía, Livia empezó a llorar también.
De repente, la cinta transportadora se detuvo.
Payton levantó la cara, perpleja. Un empleado del aeropuerto estaba colocando las maletas que quedaban en un carro.
La suya se había perdido.
Los dos cochecitos estaban allí, la bolsa de viaje de las niñas también, pero su maleta no.
Habían perdido su ropa, sus zapatos, los cosméticos, las cosas de baño…
Una auditoria de Hacienda.
Una biopsia terrible.
Y ahora le perdían la maleta. Increíble.
–¡Mamiiiiiiiii! –gritó Gia.
–Mamá, ¿dónde está la mantita de Gia? –preguntó su hermana–. Necesita su mantita.
–Lo sé, cariño –suspiró Payton–. Y la encontraremos, os lo prometo.
–¡Ahora! –lloraba la niña–. ¡Ahora, mami!
–Necesita su mantita –insistió Livia.
Gia miró a su hermana.
–La mantita está sola. Se ha perdido y está sola.
Las dos niñas lloraban a moco tendido y Payton intentó hacerlas callar mientras se preguntaba cómo había podido cuidarlas sola durante tanto tiempo.
No había sido nada fácil.
–Yo también echo de menos la mantita. A lo mejor podemos encontrar una nueva. Seguro que en Milán hay unas mantas preciosas y…
–¡Noooooooo! –gritó Gia, con los ojos llenos de lágrimas.
De repente, oyeron una voz masculina:
–¡Giannina Elettra María D’Angelo!
La reprimenda silenció a la niña de inmediato.
Y a Payton también.
Conocía esa voz y un escalofrío recorrió su espalda.
Marco.
No quería estar allí, no quería verlo, pero no tenía más remedio.
Payton levantó la mirada para ver a su ex marido, un hombre al que no había visto en un año.
Sus ojos se encontraron y, por un momento, no pudo respirar; su corazón encogido de rabia y de dolor.
Pensó que nunca volvería a verlo. Que nada del mundo la haría volver a Milán. Incluso se lo había dicho la última vez que se vieron: «¡No volvería contigo ni muerta!».
Payton intentó disimular la angustia.
Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Era por las niñas.
Pero al ver la carita de susto de Gia y las lágrimas en los ojos de Livia, sintió una punzada de desesperación.
Ni siquiera lo conocían. ¿Cómo iba a dejarlas con él? ¿Cómo había podido pensar que aquella era la solución?
Pero no tenía alternativa.
No era justo. La vida no era justa.
–Hola, Marco –dijo, intentando parecer natural y fracasando miserablemente. Últimamente fracasaba en todo.
–Hola, Payton –la saludó él, aparentemente tranquilo.
Aquel era el Marco D’Angelo que hablaba con la prensa, el Marco que salía en las revistas y los periódicos, el Marco fotografiado veinte veces a la semana, el Marco que creía lo que decían los de su gabinete de prensa.
Payton sonrió. Una sonrisa falsa, absurda. Pero su vida dependía de esa sonrisa.
Lo importante eran las niñas. Su futuro era lo único en lo que debía pensar.
Odiaba a Marco D’Angelo, pero era el padre de sus hijas.
–No esperaba verte aquí.
–Dijiste que llegarías a Milán esta mañana.
Payton vio que tenía los labios apretados. Estaba furioso. Lo cual no la sorprendía en absoluto. Siempre estaba enfadado con ella. Durante su corto matrimonio Marco siempre parecía impaciente, harto…
–Te informé para que no te sorprendiera mi llegada, no para que vinieses a buscarnos.
–Necesitas que alguien te lleve a casa, ¿no?
–Hay taxis.
–Mis hijas no se alojarán en un hotel –dijo Marco entonces.
–Ya he hecho las reservas.
–Las he cancelado –contestó él, mirando a Livia–. ¿Qué le pasa? Está temblando como un ratoncillo.
Payton supo que era una crítica, un reproche. Como siempre.
En opinión de Marco, ella había fracasado como esposa, como mujer y como madre. Una mujer italiana nunca habría tomado las decisiones que Payton había tomado.
Pero ella no era italiana y Marco nunca le dio una oportunidad.
–Está cansada –contestó, acariciando el pelo de la niña.
Livia era la más tierna de las dos, la más tranquila. Giannina era la peleona.
–¿Y ella? –preguntó Marco entonces, señalando a Gia.
–Ha perdido su mantita y está disgustada.
–Su mantita –repitió él.
–Eso es.
–Quiero mi mantita. ¡Quiero mi mantita ahora! –exclamó la niña.
Marco y su hija se miraron a los ojos. Gia no se asustaba fácilmente y le devolvió la mirada, retadora.
Y pensar que solo tenía tres años… Payton sabía que aquellos dos acabarían peleándose. Eran igual de obstinados.
–¿No son demasiado mayores para esas cosas?
–¡No! –contestó Gia, indignada–. La mantita es mi mejor amiga. El médico dice que podemos tener amigas.
De nuevo, Marco miró a Payton, incrédulo.
–¿Tú les cuentas esas cosas?
–Yo no, su pediatra, el doctor Crosby. Son demasiado mayores para usar chupete, pero necesitan algo a qué agarrarse, algo que les dé seguridad. Las mantitas son como un salvavidas para ellas.
«Sabrías esas cosas si hubieras sido parte de su vida», pensaba Payton. Pero no se lo diría delante de las niñas, especialmente en aquel momento.
Tenían que desayunar y echarse un rato. Necesitaban volver a su rutina normal. Necesitaban tiempo, atenciones y mucho cariño, pero Payton no dijo ninguna de esas cosas.
Era irónico que en San Francisco fuese conocida por su simpatía, por su carisma para tratar con la gente y, sin embargo, cada vez que se encontraba con Marco, tenía que hacer un esfuerzo para mantener la compostura.
–No me hace gracia, pero si necesita una mantita le conseguiremos una mantita.
Marco intentó tomar a Gia en brazos, pero la niña se resistió.
–Ve con papá, cariño –dijo Payton.
Gia aceptó, pero volvió la carita sin decir una palabra.
Estaba asustada. Gia, que no se asustaba de nada, tenía miedo de su propio padre.
A Payton se le encogió el corazón. No debía ser así. Y si no fuera por el resultado de la biopsia, no estaría allí en absoluto.
Marco metió la mano en el bolsillo de su elegante abrigo para sacar un móvil.
–¿Cuándo visteis la manta por última vez?
–Entre San Francisco y Nueva York. Cuando cambiamos de avión.
–Entonces, estará en el primer avión.
Ella se encogió de hombros.
–O en el aeropuerto de La Guardia.
No era fácil cambiar de avión de noche, con dos niñas medio dormidas y tirando de las maletas. Podría haber jurado que lo tenía todo, pero evidentemente una de las mantitas se había perdido.
Marco habló con alguien en italiano. Payton no había hablado ese idioma en dos años, pero podía seguir la conversación sin dificultad.
Hablaba con uno de sus ayudantes y estaba pidiéndole que buscase la mantita. Si no podía localizarla desde Milán, quería que tomase el primer avión para ir a buscarla en persona.
A Payton no siempre le gustaban sus tácticas, pero solían funcionar. Normalmente, se salía con la suya.
Incluso cuando no quería algo. Como a ella. Y la consiguió de todas formas.
–Gracias –dijo cuando volvió a guardar el móvil en el bolsillo.
Se había dicho a sí misma que arreglaría aquello con calma, que no dejaría que el pasado influyera en su reconciliación, pero era más fácil decirlo que hacerlo.
–¿Lo tienes todo? –preguntó él.
–Mi maleta se ha perdido.
Marco contuvo un suspiro de irritación. Las niñas eran su familia, pero ella no. Eso estaba muy claro.
Payton rellenó el formulario para solicitar la devolución de la maleta mientras Liv se pegaba a su pierna, apartándose de aquel hombre todo lo posible.
Aquel hombre. Su padre.
Payton se dio cuenta de que todo estaba empezando: los cambios, las decisiones…
Hicieron el viaje hasta el centro de Milán en silencio. Las niñas dormían y Marco iba tan apartado de ella en el asiento de la limusina como era posible.
Cuando la casa de fachada barroca apareció ante sus ojos se le hizo un nudo en el estómago. Una vez aquella casa de altos ventanales y balaustradas de mármol le pareció maravillosa.
En aquel momento sentía miedo.
Payton dejó a las niñas en su habitación, pintada de color ocre, en la que seguía habiendo dos camitas gemelas.
Había llegado el momento de enfrentarse con Marco.
Él la esperaba en el salón del primer piso, muy serio. Se había quitado la chaqueta y el jersey oscuro destacaba sus anchos hombros. Siempre había sido atlético, pensó ella, pero en aquel momento parecía casi amenazante.
–Has vuelto –dijo por fin, tomando una taza de café.
Tan frío como siempre, tan duro como siempre.
–No había otra opción.
–¿Ah, no? Me resulta difícil de creer.
Payton llevaba semanas anticipando aquel momento, temiendo encontrarse con él. Pero el momento había llegado y su corazón seguía latiendo al mismo ritmo. No tenía el pulso acelerado, no estaba emocionada. Nada.
Absolutamente nada. Afortunadamente.
No podría dejarle a las niñas sabiendo que seguían siendo una familia. No podría haberse marchado sabiendo que aún había una oportunidad para ellos dos.
Solo entonces se dio cuenta de que nunca habían estado enamorados. Nunca estuvieron juntos de verdad, a pesar de los votos, las alianzas y las niñas. Solo fue un accidente.
–No quería discutir delante de ellas, pero reservé habitación en un hotel porque prefiero…
–¿Has venido hasta aquí para verme, pero pensabas alojarte en un hotel?
Payton no quería pelearse con él. Una bronca era lo último que deseaba.
–He venido para que las niñas pasen algún tiempo contigo…
–¿Y cómo van a pasar algún tiempo conmigo si están en un hotel?
Ella respiró profundamente, intentando mantener la calma.
–Puedes verlas cuando quieras.
–Yo trabajo durante el día, Payton. De hecho, tengo que volver a la oficina ahora mismo.
–¿Te vas?
–Son las once de la mañana y tengo mucho trabajo.
–Pero las niñas…
–Has sido tú quien insistió en venir, Payton. No me has pedido opinión, no has preguntado si me venía bien. No me culpes si tengo trabajo.
Payton apretó los puños.
–Sé que no te he avisado con mucha antelación y lo siento. Pero esperaba que pudieses tomarte unos días libres para conocer mejor a tus hijas.
–Me caso dentro de un par de meses. Entonces me tomaré tres semanas libres. Ahora mismo no puedo dejar de trabajar, pero eso no significa que vaya a desatender a las niñas.
No, claro que no. Por eso las visitaba tan a menudo en California, pensó ella, irónica.
Pero tenía que que controlarse. Marco pensaba que había vuelto a sus hijas contra él, aunque no era cierto. Las había visto menos de seis veces en dos años. ¿Qué clase de relación era aquella?
–Tus hijas están en Milán por primera vez en dos años…
–¿Y de quién es la culpa? –la interrumpió él.
Payton cerró los ojos. Otra vez estaban discutiendo. Era lo único que hacían durante los últimos doce meses de su matrimonio. Las peleas se volvieron insoportables. La tensión, imposible.
–Entonces, nos veremos esta tarde.
Marco estaba en las oficinas de D’Angelo, en Via Borgospesso, el distrito más elegante de la ciudad, pero no podía concentrarse en el trabajo. Estaba pensando en las niñas.
Tenían que encontrar la mantita lo antes posible.
Cuando llegó a la oficina se vio rodeado por todos los miembros de su equipo, cada uno con un problema diferente. Lo siguieron hasta su despacho, hablando todos a la vez. El diseñador de la colección de hombres, el director creativo, el encargado de la sección de tejidos… todos intentaban hacerse oír.
Marco cerró la puerta y señaló los elegantes sofás de piel.
–Veo que tenemos algún problema –dijo, irónico.
–¿Alguno? –Jacopo levantó los ojos al cielo.
Jacopo Monti era el cerebro de las colecciones masculinas. La casa D’Angelo había diseñado exclusivamente para mujeres durante la época de su padre, pero cuando Marco se hizo cargo del negocio, diez años antes, decidió abrir nuevos mercados.
–A ver, cuéntame. ¿Qué pasa?
–La fábrica de tejidos que nos abastecía acaba de cerrar sus puertas. No nos han enviado las telas que les pedimos… y no tenemos nada para el desfile.
–Este año no habíamos contratado a ninguna otra empresa –siguió Fabrizio, el director creativo–. Habíamos decidido trabajar solo con ellos y hemos metido la pata.
No se podía ser más claro, pensó Marco.
El cierre de la fábrica afectaba más a la colección de mujer y a la de diseños para el hogar.
–No pueden cerrar sus puertas sin servirnos el pedido. Se exponen a una demanda multimillonaria.
Nadie dijo nada y Marco miró a María, la directora de publicidad.
–¿Qué? Sé que estás pensando en algo y no es la fábrica de tejidos.
María levantó una ceja.
–Es la campaña publicitaria del nuevo perfume. Nos han enviado el primer boceto.
–¿Y?
–No es lo que les habíamos pedido. No es la campaña nueva e innovadora que esperábamos.
–¿No es buena? –preguntó Marco. Supuestamente, iba a ser un lanzamiento internacional.
–No.
«Hay días que es mejor no levantarse de la cama», pensó Marco entonces. Y aquel era uno de ellos.
–¿Tan mala es?
–Horrible.
–Muy bien. Llama a la agencia por teléfono. Jacopo, pide una reunión con el director de la fábrica. Dile que iré yo personalmente… con mis asesores legales. Parece que hoy va a ser un día muy movidito.
Y lo sería, pensó, sacando el móvil del bolsillo. Pero no tanto como para olvidarse de las gemelas.
Marco llamó a su ayudante.
–¿Has tenido suerte con la mantita de mi hija?
No había habido suerte. Y esa no era la respuesta que esperaba.
–Ya sé que podría comprarle una nueva, pero no es eso. Gia no quiere una manta nueva, quiere la suya. Vete esta noche a Nueva York, quiero que mi hija recupere su mantita.
MARCO llegó a casa mucho más tarde de lo que hubiera querido y las luces estaban ya apagadas.
Desde el pasillo oyó la voz de Payton. Las puertas del salón estaban entreabiertas y vio a su ex mujer sentada en el sofá, hablando por el móvil. Llevaba unos chinos de color verde botella, un jersey negro de cuello vuelto y una chaqueta de ante verde.
Sabía combinar los colores, pensó. Ese tono verde musgo destacaba el color caoba de su pelo y su complexión pálida.
Siempre había tenido buen ojo para colores y diseños y de eso era precisamente de lo que estaba hablando. Negocios. Debía hablar con alguien en San Francisco.
Por un momento, Marco sintió una punzada de emoción. No era cólera, ni siquiera resentimiento. Payton y él habían tenido problemas, pero respetaba su talento para el diseño. Parecía ver cómo iban a quedar las telas antes de verlas en realidad.
Marco admiraba su trabajo y la quería en su equipo. Pero cuando el matrimonio se rompió, Payton se marchó a América y empezó a trabajar para un diseñador italiano.
A Payton le dolían los dedos de sujetar el móvil durante tanto tiempo. Había llamado a la oficina solo para comprobar cómo iba todo, pero su ayudante no la dejaba colgar.
–¿Cuándo vuelves? Te lo juro, tú eres la única que sabe de qué va todo esto.
–Pues alguien tendrá que averiguarlo.
Si la casa Calvanti tenía problemas dos días después de que se hubiera marchado, iban a llevarse un auténtico susto cuando les dijera que pensaba pedir una excedencia.
Estaba cortando la conexión cuando oyó un ruido tras ella. Era Marco. Estaba apoyado en el quicio de la puerta.
–¿Desde cuándo estás ahí?
–Desde hace unos minutos. Pero no te preocupes, no he oído nada que no debiese oír.
–Ya.
–Me han contado que haces tus propios diseños en Calvanti –dijo él entonces, quitándose el abrigo.
–Así es –murmuró Payton.
Su ex marido se había quedado lívido cuando aceptó el puesto. Calvanti era una firma italo–americana que hacía diseños muy originales y ella se alegraba infinitamente de trabajar con ellos, pero Marco dijo que solo la habían contratado para capitalizar el apellido D’Angelo.
–Entonces, ¿ya no llevas la colección de hombre?
Payton apretó los labios. Marco nunca había creído en su talento. Cuando se conocieron le enseñó tímidamente sus diseños y él se mostró menos que impresionado.
–Sigo colaborando con las colecciones de hombre, pero en el futuro me concentraré solo en mi línea personal.
–Has tenido éxito.
–Pues sí, aunque no te lo creas.
–Supongo que el apellido D’Angelo no te ha perjudicado, todo lo contrario.
Payton se quedó callada un momento, formulando protestas silenciosas, queriendo instintivamente defenderse, pero no valdría de nada. Marco no creería que había conservado su apellido por las niñas. Lo único que había querido era que la vida de sus hijas fuese lo más normal posible.
–Esta noche conocerás a la princesa Marilena –dijo él entonces–. Llegará dentro de media hora y espero que la trates con amabilidad.
Ella lo miró, perpleja.
–Por supuesto.
–Y espero que mantengas las distancias.
–Te entiendo muy bien, Marco. Estamos hablando en mi idioma.
–Sí, pero tú eres famosa por escuchar solo cuando quieres. Y debes saber que no podrás interponerte entre Marilena y yo.
–No tengo ninguna intención de hacerlo. Todo lo contrario, me gustaría que la vuestra fuera una relación estable y…
–¿Por qué?
Podría haber sido un cirujano; hablaba con la misma frialdad, la misma precisión. Payton buscó las palabras adecuadas. Y no era fácil.
–Si algo me pasara… –empezó a decir– las niñas tendrían que vivir contigo.
–Pensé que se irían con tu madre… –Marco no terminó la frase. Acababa de recordar que su madre había muerto el año anterior–. Lo siento, se me había olvidado.
–Gracias.
Parecía tan perdida, tan frágil. Pero él la conocía bien. No era ningún ángel de Boticelli. Tenía un objetivo cuando llegó a Milán cuatro años antes: quería un trabajo en una casa de modas y quería un hombre con dinero. Y había conseguido las dos cosas.
Y sin embargo… parecía tan cansada, tan vulnerable. Llevaba dos años criando sola a las gemelas y eso no debía de haber sido nada fácil.
–No he traído a las niñas para crear problemas. Pensé que sería bueno que conocieran a la princesa antes de la boda.
Marco la miró, pensativo. ¿Estaba diciendo la verdad? ¿Podía confiar en ella?
–¿Las niñas llevan mucho rato en la cama? –preguntó para cambiar de tema. Ver a Payton de nuevo no era fácil. Nada con Payton había sido nunca fácil–. Quería volver antes, pero he tenido un día terrible.
–Se durmieron hace dos horas. Estaban agotadas. El viaje, el cambio de horario…
–Sí, claro.
Payton vio que tenía arruguitas alrededor de los ojos. Esas arruguitas no estaban ahí dos años antes. Parecía cansado.
–Había pensado que… quizá podríamos cenar juntos esta noche. La princesa, tú y yo.
–¿Esta noche? –repitió él, tenso.
–Sí. Pero si tienes otros planes…
–Los tengo.
Marco D’Angelo no soportaba que le impusieran nada.
–Muy bien. Podemos cenar otro día. O comer, si te parece mejor.
La puerta se abrió entonces y la princesa Marilena apareció en el salón. Era alta, muy elegante. Llevaba un vestido azul marino que acentuaba su delgada cintura y sus largas piernas.
–¿Interrumpo? –preguntó, con una sonrisa.
Marco se levantó.
–No, cariño. Entra. Estábamos hablando de ti.
–Ahora entiendo por qué me pitaban los oídos. Aunque espero que hayas dicho cosas buenas.
Sus tacones repiqueteaban sobre el suelo de mármol. Solo tenía ojos para Marco y él solo tenía ojos para ella.
–Siempre digo cosas buenas de ti –sonrió Marco, pasándole un brazo por la cintura–. ¿Va todo bien?
Marilena asintió.
–Sí, cariño. Todo va estupendamente.
Payton sintió una punzada de envidia. No debía sentir envidia. No había razón para estar celosa. Ella no quería vivir con Marco. Ya tuvo su oportunidad dos años antes y fue un fracaso. Sin embargo, verlo con la princesa, ver que parecían tan cómodos el uno con el otro…
Ella nunca se había sentido cómoda con Marco. Pero todo eso era pasado. Marco D’Angelo ya no era su marido.
–Marilena, te presento a Payton –dijo él entonces.
–Encantada de conocerte. Y felicidades –dijo Payton, estrechando su mano.
–Gracias. Estamos deseando que llegue el día de la boda. La ceremonia tendrá lugar en el Duomo –sonrió Marilena, refiriéndose a la famosa catedral gótica de la ciudad–. Y el banquete se celebrará aquí.
–Será una boda preciosa –murmuró Payton, sin saber qué decir.
Los tres se quedaron en silencio. Un silencio incómodo, incongruente.
Marco se aclaró la garganta.
–Payton ha sugerido que cenemos juntos un día de estos.
–Estupendo –asintió Marilena con una sonrisa–. Deberíamos conocernos mejor.
–Desgraciadamente, esa cena tendrá que esperar. Payton, tendrás que perdonarnos, pero he reservado mesa en un restaurante.
–Sí, claro.
Mientras ayudaba a Marilena a entrar en el descapotable negro, un coche que había comprado cuando Payton volvió a San Francisco, Marco se encontró pensando en su ex mujer.
Estaba diferente. Algo le había pasado. Algo había cambiado. ¿Tendría problemas económicos?, se preguntó. ¿Algún problema amoroso? ¿Le ocurría algo a las niñas?
Entonces se dio cuenta de que había cometido un error. No debería estar allí. No debería haberla llevado a su casa. Era un problema. Payton siempre había sido un problema.
Marilena le puso una mano en la pierna.
–No te preocupes, todo saldrá bien.
Marco besó su mano, sonriendo. Sin embargo, mientras lo hacía, no dejaba de pensar en su ex mujer.
Payton siempre conseguía meterse en su piel, sacarlo de quicio. Y lo estaba consiguiendo de nuevo.
Payton subió a su habitación para colocar la ropa de las niñas en el armario.
Era raro estar de vuelta en aquella casa, pensó, doblando unos vestiditos de color lila.
Aunque el padre de Marco murió dos años antes de que se conociesen, la villa seguía manteniendo la grandeza de Franco D’Angelo. Y siempre le pareció que no era su sitio. Por eso fue tan duro cuando Marco se marchó y la dejó sola en su casa.
Durante los primeros meses, intentó mantener las apariencias para que las niñas no sufrieran. Pero la teoría y la realidad son dos cosas diferentes.
Al final, no pudo soportarlo más. Después de la separación no podía ver a Marco y portarse como si no pasara nada. No podía charlar de cosas sin importancia. No podía verlo hablar, trabajar… no podía soportar que tocase a otra mujer, aunque solo fuera para ayudarla a ponerse el abrigo.
Parecía tan cómodo con todo el mundo… excepto con ella.
El tiempo solía curar las heridas, pero el dolor no había desaparecido con los años. Todo lo contrario. Ver a Marco de nuevo intensificaba la sensación de pérdida.
Verlo rompía su armadura protectora, la hacía sentir como si se estuviera resquebrajando. Ver a su ex marido le encogía el corazón.
Durante los últimos meses antes de volver a San Francisco, Payton sabía que toda Milán la observaba. Algunos con curiosidad, otros con pena. Los amigos de Marco la culpaban a ella por la separación. Y durante algún tiempo lo intentó, por las niñas. Pero no funcionó.
Intentaba actuar con normalidad, pero todo era mentira.
Por fin, nueve meses después de que Marco se hubiera ido de casa, decidió volver a su país y…
–¿Estás instalándote?
Payton se sobresaltó.
–Ah, hola. No te había oído entrar.
–Perdona, no quería asustarte –se disculpó Marco.
–Has vuelto muy temprano.
–Tengo una reunión a las siete de la mañana.
A las siete de la mañana… Entonces no tendría tiempo para ver a las niñas. Payton se mordió los labios, decepcionada.
–Esa reunión estaba planeada hace semanas.
–Yo no he dicho nada.
–No, pero lo veo en tus ojos. Crees que debería estar aquí. Crees que debería dejarlo todo porque tú has decidido venir a Milán.
Su rabia era tangible, amenazadora y sofocante.
–No espero que lo dejes todo por mí.
–Me alegro, porque no voy a hacerlo –replicó Marco–. En septiembre celebraremos el cincuenta aniversario de la casa D’Angelo. No es solo importante para mí, es importante para Milán y para la industria de la moda.
Payton sabía lo del aniversario. Todo el mundo lo sabía. Franco D’Angelo había vestido a reinas, princesas, esposas de presidentes, estrellas de cine…
–Ha venido un equipo de televisión inglés para hacer un documental sobre mi padre. Tengo pruebas durante toda la mañana y una entrevista por la tarde.
–¿Puedo hacer algo?
–Tú ya no trabajas con nosotros –contestó él–. Además, las niñas te necesitan aquí.
Payton apartó la mirada. ¿Por qué se había molestado en ofrecer su ayuda? Marco nunca había entendido que quería ayudarlo. Nunca se dio cuenta de cuánto le gustaba hacerlo.
–Perdona –se disculpó él entonces–. Estoy cansado. Este mes ha sido muy duro.
Para ella también, desde luego.
–Lo entiendo. Hacienda lleva meses detrás de mí y me he pasado horas y horas comprobando números.
Marco pareció relajarse un poco.
–Espero que lo hayas solucionado.
Al verlo sonreír, Payton sintió una punzada en el corazón. Lo había querido tanto…
Marco D’Angelo había hecho que su vida pareciese algo importante, le había enseñado a amar.
Y después todo terminó: la ilusión, el amor, el deseo. Le rompió el corazón y destrozó sus sueños. Había sido una pena horrible, insoportable. Lloró durante meses, en la ducha, en la cama, en el coche mientras iba a hacer la compra…
¿Cómo se olvidaba a alguien? ¿Cómo se dejaba de amar a una persona? ¿Cómo se dejaba de necesitarla?
La única forma de sobrevivir era matando ese amor. Payton se había visto obligada a aplastar el amor que sentía por su marido.
No más ternura.
No más deseo.
No más pasión.
Nada más que rabia. Le había hecho tanto daño que decidió no perdonarlo nunca, no volver a verlo en su vida.
Pero la biopsia la había obligado a enfrentarse no solo con su propia mortalidad, sino con su orgullo.
–Afortunadamente –murmuró, apartándose un rizo de la cara–. Y espero no tener que enfrentarme con Hacienda nunca más.
–Casi se me olvida –dijo Marco entonces–. Hay una persona camino de Nueva York para buscar la manta de Gia.
–Gracias. Pero sería un milagro que la encontrase.
Su ex marido apretó los labios.
–Crees que no quiero a las niñas, Payton, pero te equivocas. Siempre han sido importantes para mí.
–Si fueran tan importantes habrías ido a verlas.
–Fuiste tú la que se marchó a América.
–Era lo único que podía hacer.
–Eso es absurdo. Yo quería que te quedases. Un padre no puede vivir a diez mil kilómetros de sus hijas.
–Tú tienes negocios en Estados Unidos, pero no ibas a vernos –replicó Payton, apretando los puños–. Sé que estuviste en California varias veces, pero no te molestaste…
–Lo intenté –la interrumpió Marco–. Pero cada vez que llamaba por teléfono tenías una excusa. O te ibas de la ciudad o las niñas estaban enfermas…
–Cuando te dije que me iba de la ciudad era cierto. Tenía que acudir a un funeral.
El funeral de su madre.
Después de una batalla de cinco años contra el cáncer, su madre murió dejando a Payton rota de dolor.
–Y las niñas se ponen enfermas, por si no lo sabes.
–Les he enviado regalos… –se defendió Marco.
Pero sabía que era una pobre excusa. Se había alejado de ellas. No porque quisiera hacerlo, sino porque visitarlas era demasiado doloroso. Se sentía como un fracasado después de cada visita.
–Un oso de peluche no es un padre.
–¿Crees que no lo sé? ¿No crees que me duele que mis hijas crezcan al otro lado del mundo y me vean como a un extraño?
Payton dio un paso hacia él.
–Tienes razón. Te ven como a un extraño. ¿Y por qué no? No has intentado ser parte de sus vidas. El mes pasado fue su cumpleaños… te envié una invitación. ¿Por qué no fuiste a la fiesta?
–Porque no pude –contestó Marco.
–Podrías haberme llamado, haber enviado un e–mail. Podrías habérmelo dicho para que las niñas no se llevaran una desilusión.
–Las niñas ni siquiera se acordarían de mí.
No tenía ni idea, pensó Payton. No tenía ni idea de que sus hijas lo echaban de menos.
Y estaba furiosa, no solo con él, sino con la vida.
–¿Sabes que se pasaron toda la fiesta mirando la puerta? ¿Sabes que me rogaron que no cortase la tarta por si acaso llegabas tarde?
–Payton, por favor…
–Deja de tratar mal a las niñas porque estás enfadado conmigo. Ellas no se divorciaron de ti. No tienen la culpa de nada.
–No las culpo a ellas –dijo Marco.
–Pues eso parece.
–Entonces, ¿qué haces en Milán?
Payton tuvo que apretar los dientes.
–Mi madre ha muerto, como sabes. Si me pasara algo, las niñas tendrían que vivir contigo –contestó, intentando que no se le cortara la voz–. Es demasiado tarde para salvar nuestro matrimonio, pero no es demasiado tarde para que Gia y Liv tengan una buena relación contigo.
CUANDO