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Armando Rosselot

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Beschreibung

Obra de fantasía épica de aventuras y con algunos elementos de Ciencia Ficción, para un público juvenil y adolescente. Narra la historia de Juan, un joven huérfano de sangre indígena, casado hace muy poco, a quien, sobre sus hombros, cae el deber de defender a su gente contra fuerzas extremadamente poderosas y ajenas, en un mundo inhóspito y devastado por la última gran guerra e invasión.

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TOKI

(TE LLAMARÁS KONNALEF)

EL MUNDO INVERSO - 1

Armando Rosselot

Editorial Segismundo

Epígrafe

Y yo diré para mí mismo: “El mundo no puede terminarporque las palomas y los gorrionessiguen peleando por la avena en el patio”. Jorge Tellier

Nota del autor

Estimado lector, en sus manos tiene el resultado luego de la revisión y corrección de mi primera novela: Te llamarás Konnalef, editada en el 2009 por Editorial Forja.

Toki es una novela juvenil de aventuras, en la cual me esforcé en mantener el espíritu original, pero rescatando elementos que sólo fueron mencionados en la primera entrega y vincularla correctamente con su continuación: La Montaña Inversa.

Toki es una novela fantástica juvenil, de aventuras y esperanza. Es sobre la lucha por la libertad y de lo inútil que es tratar de pasar a llevarla. Es un trabajo en el cual he puesto gran energía, ya que después de siete años nunca quedé conforme con su primera edición.

Espero que usted, lector, la disfrute y le haga ir a esos lugares que como chilenos, a veces, no queremos aceptar, pero que siempre están ahí con nosotros: Nuestra gran herencia mapuche y el enorme deseo de libertad y justicia.

Buen viaje y gracias a Editorial Segismundo por el apoyo.

Santiago, Agosto 2016

Prólogo

Aún corría viento en la quebrada norte que daba al enorme Mar de Vida, alguna vez el viejo océano. Un niño corre hacia dos figuras que lo aguardan sobre una tortuga del desierto. Había sido una gran tarde de juegos y él sólo deseaba seguir disfrutando junto a sus padres.

De pronto, algo aparece más allá de las blancas nubes del verano y todo queda en la más completa oscuridad. Los gritos no se hacen esperar y, antes que el niño pudiese decir algo, es tomado por las fuertes y gentiles manos de su padre.

—Juan, no temas —le dice el hombre al niño—. Nada sucede. Junto con tu madre volveremos al Hábitat.

“Los gritos vienen de allá”, piensa el niño. No hay sol, no hay luz. Algo se siente en lo alto. Más allá de donde se supone pueden ver los ojos.

Ambos padres lo abrazan y dirigen el enorme animal hacia el lugar en donde los alaridos y el caos nacen: al Hábitat.

Algo se posa en frente de ellos y toma con brusquedad a la mujer, mientras el padre del niño trata, sin lograrlo, de sujetar a su esposa. Pero lo que se la lleva es más fuerte, más grande, más antiguo. El padre del niño grita desesperado mientras observa el cielo y la tortuga se encamina rápida hacia el Hábitat.

Un zumbido agudo y desgarrador hace que, tanto el padre como el niño, no puedan casi moverse sobre el lomo del asustado animal.

La luz comienza a volver de a poco por el oriente y las montañas. El gran castillo del Cepress gobernante brilla como nunca y un viento ardiente se vuelca hacia ellos.

—¡Tápense de la luz!

La voz es gruesa y potente, es la machi del Hábitat la que grita con desesperación.

—Algo ha pasado con la luz del sol —dice en un tono más bajo—. Algo muy malo viene y no podemos detenerlo.

Sus ojos están blancos como las nubes que se han ido quizás para siempre. Su voz como nunca antes tiembla. Juan tiene miedo. Su padre lo toma en brazos y corre lo más rápido posible hacia la machi.

La luz llega y quema. También puede cegar y mata. Juan oye aún más gritos mientras la mujer lo toma en brazos y su padre se aleja.

Berta, la machi, se queda en su choza con el pequeño Juan que no sabe muy bien lo que sucede.

Su padre, junto a otros brujos, ha ido donde el gran Cepress, allá muy alto en las montañas. Él debería tener la respuesta, él podría ayudar.

De algo está seguro el padre del niño: alguien que puso un gran objeto entre la tierra y el sol se llevó a su mujer. Eso, era indudable que sembraría más muerte. Y si aquel poderoso hombre gobernante no estaba de su lado, él mismo lo iba a combatir hasta la muerte. Si no él, su hijo Juan.

En ese preciso momento la machi abrazaba al niño que poco entendía de la tragedia que se cernía sobre él y los demás hombres. Recitaba palabras antiguas y peligrosas. Algunas lágrimas caían de sus ya arrugados ojos.

El pacto no puede romperse, piensa. No. Pero no era la primera vez que se había roto uno, ni tampoco la última.

Aún con más fuerza abraza al niño, el cual, según sus visiones, pondría fin a todo el sufrimiento de la tierra y a la tiranía establecida en el mundo.

No debería romperse…

Una voz desconocida y poderosa comienza a retumbar en la asustada mente de aquel niño llamado Juan:

“El tiempo ha llegado, y la cuenta atrás ha comenzado, pequeño”.

ILa Voz

1.

“Uno de estos días te despertarás con extraños ruidos y temor en tu morada. Pensarás que es sólo un mal sueño, pero no será así. Ingresarán en tu casa y tendrás tanto o más miedo del que nunca llegarás a experimentar. Ellos habrán entrado.

Ya no serán los demonios de otro, ni los temores lejanos. Esos que alguna vez oíste de ancianos magullados o de solteras perturbadas, con el cabello roído por la desesperación y el desconsuelo. Ahora serán tuyos por siempre, y los gritos de tus hijos y pueblo no dejarán de atormentarte jamás.

¿Qué voy a hacer ahora?, te preguntarás. La respuesta está en la lejanía y en manos de un hombre desconocido y de tiempo remoto.

Pensarás casi como él. Tomarás la venganza, tomarás la salvación. Pero recordarás siempre el momento en que tiraron la puerta de tu hogar por el suelo y nada ni nadie los pudo proteger. Tu esposa, tu amada mujer, será carnada del Gran Señor y ni Dios puede interferir. Nadie”.

“Ni Dios...”.

La noche estaba fresca como nunca, corría algo de viento y en el cielo no había luna. Yumo Huanquimany dormía plácido junto a su esposa Millary, cuando sintió una presencia a sus pies.

Despertó sobresaltado. Una fibrosa mano lo tomó rápidamente de la cabeza y lo sacó de entre las telas. No podía gritar.

A su lado, la compañera de su vida corría la misma suerte que él y era tomada por otro ser abominable. Clavaron sus grandes dientes en los hombros de su mujer y en los suyos. Unos momentos después sintió el ardor del aire en la herida y el viento golpeando su rostro.

Una fuerte voz hizo que todo cambiara de color, y las grises bestias se retiraran una vez que lo dejaron sobre un frío piso de piedra.

Yumo levantó con dificultad la cabeza mientras estaba de rodillas en el suelo carmesí. En seguida vio al majestuoso hombre frente a él que mostraba una perfecta sonrisa. Su mujer no estaba ahí.

—¿Dónde estoy? —preguntó con gran esfuerzo, mientras gotas de sangre caían por su brazo izquierdo hasta el suelo.

—Donde tu amo y señor —respondió un hombre vestido con un atuendo lila que se había situado al lado de él.

Varios hombres y extraños seres desnudos, sin ojos, pero con grandes fauces, se abalanzaron sobre el malherido Yumo, desmembrándolo, devorándolo.

La risa, del poderoso señor que observaba la escena, se perdió en la mente del infortunado Yumo Huanquimany, mientras era abrazado por la muerte y la oscuridad.

2.

La cabeza pesaba como nunca. Sintió como si su vida entera pasara frente a él. Su corazón aún latía agitado luego de la visión que la machi le mostrara.

—¡Algo malo pasó anoche! —El joven miró desesperado en todas direcciones—. ¿No es así?

—Tranquilo, Juan —respondió la mujer—. Como tu padre, sueles angustiarte mucho. Ve y toma un vaso de licor marrón.

—Ellos, los de la montaña, nos entregan esa porquería.

—Ellos nos dan casi todo, Juan. Además, no es una porquería, nos mantiene sanos y evita que enfermemos.

—Pero ellos nos quitan más de lo que dan. ¿Hasta cuándo lo soportaremos? ¿Hasta que la visión se cumpla y seamos aniquilados?

—No, Juan —la mujer lo miró con simpatía—, todo tomará el curso correcto en algún momento.

—Como lo de Yumo y su esposa anoche, ¿no?

La machi lo miró con sorpresa, pero supo disimular.

—¿Qué sucedió?

El joven salió del cuarto sin decir nada, no sin antes tomar la botella de licor.

La mujer se reincorporó con lentitud y fue hacia él con su protector solar sobre su cabeza, hacia donde la luz del sol tocaba todo. Ahí Juan, bajo la sombra de un seco tronco, tomaba el licor marrón de la botella casi como pretendiendo entrar en ella.

—No tomes tanto licor o no vas a poder volver a tu ruka. —La mujer lo observó con algo más que cariño—. Tranquilo Juan, külmelka.

—¡Aaaah! Lo ves tía, esto es lo único que cuenta: emborracharse hasta no saber nada, hasta que los bichos lleguen, te coman y te pudras en la eterna péuma, o esperar a que los demonios te lleven —la miró desafiante—, sólo ahí encontraremos esa tan anhelada tranquilidad.

—Juan, vuelve a tu casa, es tarde.

La mujer le retiró la botella de las manos y lo miró a los ojos.

—¡Tú deseaste que te diera las visiones! —le regañó.

—Quería una respuesta, nada más, no quiero más miedos. Sé que todos los tenemos y vivimos atemorizados por mucho tiempo. Tú dijiste que mis padres habían visto algo y que tú también sabías qué era lo que nos acechaba.

—Cállate, chiquillo. Vuelve a tu casa. Otro día hablaremos de ello. Te lo prometo.

—¿Casa? No. Vivimos en criaderos, como los que hablaba mi abuelo cuando aún no había sido llevado. Hace siglos que no hay caminos y ciudades como en tus libros. ¿Qué clase de vida es esta?

—Vete, te pueden oír.

—Que me oigan, yo no tengo miedo, nunca lo he tenido.

—Lo sé, hijo. Por eso es que debes prepararte.

—Hace veinte años que se supone que me estoy preparando. La pregunta es, para qué tanta preparación.

La mujer dio media vuelta y entró a su choza.

Juan quedó de pie frente a la puerta del hogar de su vieja tía Berta, la machi y kalku del lugar. Solo, bajo la luz y calor del sol implacable que mataba, cegaba y también daba la energía para dejar las casas temperadas para la fría noche. Se acomodó su blanca capucha, sacó unos gusanos de una bolsa desde su bolsillo y se los fue comiendo de regreso a su ruka, dos kilómetros hacia el norte, cerca de la quebrada, frente al gran lodazal viviente. Alguna vez, fuente de animales y lluvia. El mar, el lafken, como lo llamaba su querida tía loca en aquel idioma de los hombres muertos, pero quizás más vivos que él y todos los que vagaban por la agonizante tierra dominada por el Cepress y el miedo de ser llevado a su presencia.

Tomó el rumbo de costumbre. Por las entradas y las pequeñas ventanas de las rukas muchas figuras se movían entre las sombras, sentía cómo era observado de manera descarada por toda esa tropa de cobardes sumisos, que sólo sabían gritar y lamentarse. Pero él era hijo de un guerrero fuerte y único, el cual fue vencido por el poder de un tirano casi eterno, hijo del único que tuvo las agallas de ir contra el destino y lo invencible. Pero, ¿sería él igual?, dudó. Sabía que aquella duda era compartida por todos los demás hombres y mujeres del Hábitat. También sabía que a Miriam, su joven esposa, no le importaba, que siempre iba a estar a su lado, pasara lo que pasara.

Él y Miriam se habían casado hace dos años, cuando ambos cumplieron los veinte años de edad, bajo la antigua ley mapuche, tal como la machi y su padre quisieron para él y todas las personas del Hábitat. Bajo aquella ley ancestral que los sobrevivientes de la gran catástrofe dictaron otra vez. Tal como su padre le dijo cuando era muy pequeño: “Tú serás regente algún día”. El pequeño gran toki del mundo, que tendría que pelear como un gran guerrero cuando fuese un hombre.

Ese momento ya lo estaba percibiendo en carne propia hace algunos meses y, aunque no lo demostraba abiertamente, sentía mucho miedo. Él sabía, al igual que su vieja tía Berta, que el tiempo avanzaba incólume y ese instante iba a llegar más pronto de lo que pensaba.

3.

“Despertarás una y otra vez. Sudoroso y con una ansiedad que te mata. Al salir verás la luz del sol, pero no como antes. Te preguntarás por qué los niños juegan si el horror todo lo rodea, y éste casi se puede oler, te preguntarás por qué nadie va contra ellos, por qué sólo algunos son llamados a ser parte de su corte, por qué su carne es tibia y gritan tan horriblemente al ser devorados. Buscarás entre las ruinas alguna respuesta que calme tu alma atormentada, buscarás la clave para terminar con la bestia en que se ha trasformado tu gente. Para no ver más sangre derramándose de los labios de los inocentes, para no ver más ancianos muriendo de hambre, para no sentir nunca más el olor a carne pudriéndose en la tierra”.

Noventa años.

Esa era la edad a la que los hombres aspiraban llegar antes del gran desastre. Luego, pensaba Juan, con suerte se llega a los cincuenta y cinco si es que no te llevaban antes. Te llevaban para no volver. Para lo que nadie deseaba decir, pero que todos sabían. Lo que ellos hacían con los raptados allá arriba en su gran castillo era horrible, sanguinario y salvaje. Todo el ritual se efectuaba bajo la mirada complaciente del Cepress gobernante. Era la manera de mostrar su poder cada cierto tiempo. ¿Es que acaso ya no tenía suficiente?

Juan se tomó la cabeza, no podía dejar de mirar hacia la gran estructura del terror sobre las montañas del oriente. ¿Dónde están ahora? ¿Qué hacen? ¿Cómo llegar hasta allá?, se preguntó.

Fue hacia sus excavaciones. Vestía pantalones blancos, una camisa amarilla hecha de fibra vegetal y su capucha blanca junto a su capa para protegerse del sol. Traía un carro con dos palas, una picota, algunas cajas y envases de metal antiguos y oxidados. Bajo la capa de protección llevaba un bolso con agua y su almuerzo: dos manzanas recién sacadas del árbol y algo de sal. Él sabía, que antes de que el sol alcance su cenit debía comerlas, ya que si esperaba más tiempo, las bacterias las encontrarían, las infectarían y las descompondrían en unos pocos minutos.

Las bacterias no permitían la muerte lenta, la apuraban vertiginosamente y de una forma tóxica y mortal. Desde hace siglos que no se podía comer nada que no estuviese crudo o casi vivo. Por eso Juan sólo comía gusanos y frutos de la estéril tierra del hombre.

Las ruinas se encontraban cerca, un poco más de tres kilómetros. Estaba exhausto a causa del sofocante calor y aburrido por la rutina, la cual seguía ya por dos meses y nadie del castillo lo había detenido o ido a buscar. Con seguridad, pensó, tía Berta hacía un buen trabajo con los conjuros. Era lo único que le quedaba a esa pobre vieja: su hechicería.

La mujer tenía ochenta supuestos largos años y nunca habían entrado en su choza. Tenía suerte, y mucha, pensó, pero no sabía con certeza si era así o no; quizás ni la misma tía Berta se había cuestionado al respecto.

Entró a la misma cueva donde se había refugiado en las últimas semanas. Era agradable estar a la sombra y no bajo ese sol mortal. Bebió su agua con calma, tenía tiempo. Comió sus manzanas y se acomodó para dormir un par de horas. Esperaría que el sol bajara de su cenit. Era impensable estar durante esos momentos al aire libre, bajo ese implacable depredador luminoso.

“Caminarás por antiguas calles que ya no existen. Sentirás que miles de ojos te observan expectantes, para redimirlos, para darles la tranquilidad que aguardan por siglos, y tú pensarás que la tuya no la encontrarás jamás. Descubres que tu mujer no está, tu cama arde y las ropas de tus hijos huelen a polvo. Gritas hacia adentro, tan adentro que sientes que vas a estallar de ira e impotencia.

No puedes, nadie estalla por sólo desearlo”.

Para Juan el despertar luego de una larga siesta por lo general es desconcertante y confuso, más aún luego de tener sueños extraños y oír esa voz que le hablaba desde que era un niño. Voz que temía y deseaba con todo su corazón nunca más escuchar. Se recuperó con dificultad, tomó algo más de agua y se prometió regresar un par de horas antes de ir al Hábitat donde estaban Miriam y sus hijos.

Ese día iba a tomar otra dirección: iría hacia el oriente. Salió solo con la picota, una de las palas y un saco con una soga en su interior. Miró en dirección sur para observar el castillo, el cual parecía brillar con luz propia en lo alto de las montañas, como un gran ojo que lo seguía sin pestañear.

Al llegar a una zona de quebradas, las cuales fueron producidas por antiguos ríos, Juan se encontró en un borde con un pequeño rastrillo junto con dos cajas de madera y una pequeña picota, ninguna de ellas le pertenecía ni era de alguien del Hábitat. Buscó en todas direcciones por si encontraba alguna figura humana en la bruma del calor, pero no había nadie a la vista, sólo desierto y más desierto. Caminó unos metros hacia el poniente hasta que se topó con un abrupto corte. Bajó la vista y descubrió algo que hizo que su corazón se apresurara: una pierna humana sobresalía de una saliente, se encontraba descubierta y la piel estaba muy irritada por los rayos del sol. Calculó que podía estar a unos tres metros de donde él se encontraba parado. Puso la picota entre dos piedras que se veían bastante firmes en la tierra y amarró la soga a ésta.

Dada la longitud de la soga, que era bastante larga para llegar al cuerpo, se armó de valor y bajó con cuidado.

“Lo encontrarás sumido en una agonía lenta y dolorosa. Observarás su quemado rostro y no verás rasgos semejantes a los de tu pueblo… en ese momento lo sabrás… Hay cosas que ni los encantamientos de la kalku pueden mostrarte, sólo Yo puedo y podré por siempre hacerlo. Recuerda Juan, las otras veces fueron únicamente mirar por la rendija de una puerta, ahora Yo te la abro de par en par. Pronto verás mi rostro, tarde o temprano recibirás la visita de mis sirvientes”.

Juan se sujetó de una pequeña saliente en forma de pie y con buen cuidado de no pasar a llevar alguna extremidad del hombre, saltó quedando al lado de éste. Aún sentía la sensación al interior de su cabeza, ¿un pensamiento? ¿Una voz? Tocó la frente de aquel hombre palpando el infierno causado por su exposición al sol. El hombre estaba muy quemado, su piel blanca y débil no lo ayudó en nada contra el abominable astro, ni tampoco sus blancas prendas y un sombrero de cuero. Sus labios parecían que iban a estallar. Debía llevarlo lo más pronto posible con tía Berta o con seguridad moriría, se encontraba muy deshidratado y Juan ya conocía aquellos síntomas, más de una vez le tocó ayudar a su tía a curar a varios hombres que se quedaban sin agua cuando trataban de ir más lejos de lo que la cordura permitía.

La experiencia en las excavaciones le ayudó a sacar el ardiente cuerpo sin mayor problema. Lo difícil sería llevarlo al Hábitat. Aún había sol y no tenía con qué cubrirlo. No esperó más, lo tomó sobre sus hombros y lo llevó rápidamente al sitio donde había dejado sus demás pertenencias en la cueva. Ya se le ocurriría algo.

Al hombre lo subió a su carretilla, lo cubrió con algunas cajas vacías y con su manto aislante. Corrió casi todo el camino hasta que alguien se percató de su cercanía gracias al polvo que producía su marcha y dio la voz de alerta. Se sabía que estaba prohibido volver de donde fuese cuando todavía quedaba luz directa del sol, menos aún sin una protección, una manta o algo sobre el cuerpo. Al llegar, estaban casi todos los del Hábitat esperándolo. Dos mujeres se acercaron con urgencia a recibirlo. Juan sólo pudo decir cuatro palabras y se desvaneció sobre ellas:

—Llévenme donde tía Berta.

Sus brazos y hombros ardían, al igual que su cabeza.