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Ensayo en el que se analizan -con una perspectiva histórico-política- los debates surgidos en la intelectualidad estadounidense durante la década de los sesenta en torno a la triunfante Revolución cubana. Rafael Rojas se enfoca en la relación entre la izquierda neoyorquina, representada por una amplia gama de tendencias ideológicas y culturales, y el régimen político de la isla, dando cuenta de cómo fue reinterpretada la experiencia cubana.
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Seitenzahl: 489
Rafael Rojas es doctor en historia por El Colegio de México y se desempeña como profesor investigador titular de la División de Historia del CIDE. Entre 2011 y 2012 fue nombrado Global Scholar en el Department of Spanish and Portuguese Languages and Cultures adscrito a la Universidad de Princeton. Su principal línea de investigación es la historia intelectual y política de América Latina. En el FCE publicó recientemente La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013).
Rojas ha escrito un extrañamente cautivador informe de la Revolución cubana justo en el momento en que […] dos mundos se enfrentaron, cuando una revuelta política en una nación cambió drásticamente las fuerzas intelectuales en otra. En vez de enfocarse en la figura de Fidel Castro, el Che Guevara, J. F. Kennedy u otros usuales personajes de la era de la Guerra Fría, Rojas nos cuenta la historia del ala izquierda en la academia, poetas de la generación beat, Panteras Negras y periodistas radicales en los Estados Unidos […] quienes inicialmente acogieron las transformaciones de Cuba sólo para terminar distanciándose de la represión castrista de las libertades individuales y del movimiento de la isla hacia la órbita de la Unión Soviética.
CARLOS LOZADAWashington Post
SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO
TRADUCTORES DE LA UTOPÍA
Primera edición en inglés, 2016 Primera edición en español, 2016 Primera edición electrónica, 2016
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar Fotografía: istockphoto / © tatiana sayig
Traducción de las citas: Alejandra Ortiz Hernández
Título original: Fighting over Fidel. The New York Intellectuals and the Cuban Revolution D. R. © 2016, Princeton University Press
D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-4627-9 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
La investigación que me permitió escribir este libro fue posible gracias al nombramiento de Global Scholar de la Universidad de Princeton que me concedieron el Departamento de Español y Portugués y el Programa de Estudios Latinoamericanos de esa importante institución. A Arcadio Díaz Quiñones, Jeremy Adelman, Rubén Gallo, Gabriella Nouzailles y Pedro Meira Monteiro, toda mi gratitud. Varios colegas (Jorge I. Domínguez, Lisandro Pérez, Alejandro de la Fuente, Velia Cecilia Bobes, Ada Ferrer, Lillian Guerra, Marial Iglesias, Enrique Krauze, Claudio Lomnitz, Samuel Farber, Stanley Aronowitz, Miguel Ángel Centeno…) leyeron diversos capítulos del manuscrito y me hicieron valiosas sugerencias y críticas. Patrick Iber y Jeffrey Lawrence compartieron información gráfica y de archivo sobre Waldo Frank, que fue utilizada en la versión en inglés del volumen. Carl Good hizo la traducción para Princeton University Press y muchas de sus observaciones en el tránsito de una lengua a otra me sirvieron para trabajar la edición en español que el lector tiene en sus manos.
En abril de 1959, durante su primer viaje a los Estados Unidos luego del triunfo de la Revolución cubana, Fidel Castro pasó unos días en la Universidad de Princeton. Enterados de la visita que haría el entonces primer ministro a Washington y Nueva York, auspiciada por la American Society of Newspapers Editors, la American Whig-Cliosophic Society y el Special Program in American Civilization de la Woodrow Wilson School de esa universidad, instados por el profesor Roland T. Ely, estudioso de la historia de la industria azucarera cubana, extendieron a Castro una invitación para que impartiera una conferencia magistral el 20 de abril de 1959 en el seminario “The United States and the Revolutionary Spirit”.1 Una de las célebres ponentes en ese seminario, quien probablemente escuchó a Fidel Castro aquella noche, fue Hannah Arendt, profesora por entonces en Princeton.2
Castro comenzó su conferencia disculpándose por no ser un teórico o un historiador de las revoluciones. Su sabiduría se originaba en la práctica de una revolución que había tenido lugar en un pequeño país del Caribe, muy cercano a los Estados Unidos. Esa revolución, a su juicio, había derribado dos mitos de la derecha latinoamericana: que una revolución era imposible si el pueblo estaba hambriento —tesis que hubiera implicado un reconocimiento del relativo bienestar económico y social de Cuba antes de 1959—, y que nunca triunfaría contra un ejército profesional, poseedor de armas modernas. A tono con la perspectiva predominante en aquel seminario, Fidel Castro se declaraba más heredero de la Revolución norteamericana de 1776 que de la francesa de 1789, o la rusa de 1917, que habían sido encabezadas por la “fuerza” y el “terror” de “minorías”.3
“Those groups which took power used force and terror to form a new terror”,4 agregaba el líder cubano, colocando su ideología dentro de un humanismo democrático americano que compartían los Estados Unidos y América Latina, dos regiones que, a pesar de sus especificidades culturales, no constituían “pueblos diferentes”.5 Las elecciones y la formación de los partidos políticos, aseguraba, tendrían lugar pronto, pero antes era necesario implementar una transformación social que erradicara el desempleo y el analfabetismo y construyera escuelas y hospitales. Los Estados Unidos podían ayudar a ese desarrollo social de Cuba con una política amistosa, desechando cualquier miedo al comunismo, ya que una auténtica revolución social en Cuba haría de la democracia un proceso “real”, que conjuraría el peligro comunista. “When our goals are won, Communism will be dead.”6
Fidel Castro invitaba a los jóvenes estadunidenses a visitar Cuba y a involucrarse en ese “espíritu revolucionario”, que estaba impulsando el cambio social en una isla primero intervenida y luego neocolonizada y modernizada por los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Su mensaje encontró recepción entusiasta en aquella juventud universitaria, que comenzaba a ganar conciencia del papel imperial que los Estados Unidos tenían en el mundo —especialmente en el Tercer Mundo—, con la naciente Guerra Fría, y de la propia disparidad de derechos civiles que atravesaba la sociedad estadunidense. Pero así como la Revolución cubana se incorporaba naturalmente al imaginario social de aquella juventud pacifista y libertaria, anticolonial y desprejuiciada, también generaba feroces disputas por los giros ideológicos y geopolíticos que dio entre 1959 y 1971.
Los debates en torno a la Revolución cubana en la esfera pública y en el campo intelectual de Nueva York durante los años sesenta son el tema de este libro. Aquella década y aquella ciudad conformaron un microcosmos de fuerte resonancia para la cultura global del pasado siglo. El momento y el lugar de las vanguardias artísticas, la emancipación femenina, la liberación sexual, el movimiento afroamericano y la oposición a la guerra de Vietnam fueron, también, escenarios privilegiados de debate sobre la identidad ideológica del socialismo cubano, sus aciertos y errores, sus coincidencias y divergencias con el modelo soviético, sus lecciones para la izquierda occidental y la crítica de la política del gobierno de los Estados Unidos hacia Cuba.
La relevancia que el debate sobre la Revolución cubana alcanzó en la esfera pública de Nueva York se explica, en parte, por los antecedentes históricos de la conexión económica, política y cultural entre esa isla del Caribe y los Estados Unidos. Ese proceso, narrado por Louis A. Pérez Jr. y otros historiadores, aseguró que en el momento del estallido de la Revolución, medios neoyorquinos como The New York Times y la NBC tuvieran redacciones y corresponsalías en La Habana y hubieran hecho de la isla uno de los tópicos centrales de sus coberturas latinoamericanas.7 Sobre todo en Nueva York, una ciudad con fuertes tradiciones liberales y socialistas, la Revolución cubana fue comentada y discutida, como antes lo habían sido la Revolución mexicana o la República española.
Este libro recorre personalidades intelectuales que adoptaron posiciones públicas sobre Cuba y escribieron libros o ensayos sobre la experiencia cubana, como Waldo Frank, Carleton Beals, Charles Wright Mills, Allen Ginsberg, Amiri Baraka, Susan Sontag, Norman Mailer, Irving Howe, Paul Sweezy, Leo Huberman, Paul Baran, Eldridge Cleaver, Stokely Carmichael, José Yglesias y Elizabeth Sutherland Martínez. Pero también se releerán aquí textos publicados en Monthly Review, Kulchur y Pa’lante, y se hablará de movimientos culturales y políticos, como los de la Beat Generation y los Black Panthers. A través de ese recorrido por diversos actores sociales y políticos, y distintas ideologías y estéticas, es posible reconstruir el mapa de representaciones sobre Cuba imperante en la izquierda neoyorquina.
La pluralidad es un rasgo distintivo del mapa intelectual de Nueva York. Una pluralidad no únicamente ideológica o política, sino la asegurada por las disímiles identidades de los sujetos que intervinieron en aquel debate: beats y hippies; judíos, afroamericanos e hispanos; académicos, escritores y activistas.8 Veteranos de la izquierda rooseveltiana, como Frank y Beals, no podían ver la Revolución cubana de la misma manera que jóvenes liberales como Wright Mills y Mailer o que jóvenes socialistas como Sweezy y Baran. Aun dentro del mismo flujo de simpatía y solidaridad con el proyecto cubano, es posible discernir acentos y prioridades entre la izquierda hispana de Sutherland Martínez e Yglesias y la izquierda afroamericana de Cleaver y Carmichael.
En pocas ciudades del planeta se produjo tal pluralización de los discursos sobre el socialismo cubano. Ecos débiles de aquellas polémicas se escucharon en La Habana. Pensamiento Crítico, por ejemplo, la publicación cubana más claramente adscrita al marxismo crítico y opuesta al hegemónico marxismo-leninismo de inspiración soviética, dedicó un número a los intelectuales afroestadunidenses agrupados en los Black Panthers. Aquella identificación crítica con la Revolución cubana tuvo, naturalmente, un efecto nulo y hasta agravante sobre la política de Washington hacia el Caribe y América Latina. Una vez más, Nueva York funcionó como una isla en medio de las corrientes atlánticas de la Guerra Fría. La riqueza intelectual y moral de aquellas polémicas fue desaprovechada por los poderes involucrados en el conflicto cubano.
El tema que nos ocupa ha sido estudiado desde múltiples perspectivas: varios protagonistas de aquellas décadas dejaron memorias y testimonios de su involucramiento en los debates sobre Cuba en Nueva York y algunos intelectuales y académicos han intentado una reconstrucción general del fenómeno. La propia polarización generada por el evento revolucionario, en el contexto de la Guerra Fría, se ha transferido a dichos análisis. Dos casos emblemáticos de esa polarización son el capítulo cubano del clásico Political Pilgrims (1981), de Paul Hollander, y el más reciente Cuba and the Western Intellectuals since 1959 (2009), de Kepa Artaraz. Mientras el primero presenta a los intelectuales de la izquierda de Nueva York como “peregrinos” hechizados por la fe en una revolución exótica, el segundo, desde el otro polo ideológico, insiste en la consonancia política entre el socialismo cubano y la nueva izquierda occidental.9
Estudios clásicos sobre la izquierda marxista en los Estados Unidos, como Marxism in the United States (1987), no dan mayor importancia a los debates sobre la Revolución cubana en los sesenta, a pesar de admitir, siguiendo a Fredric Jameson, que una de las primeras intuiciones de la nueva izquierda fue la certeza de que el capitalismo amenazaba con absorber dos regiones que hasta entonces le eran ajenas: el subconsciente y el Tercer Mundo.10 La relevancia que Buhle concede a la izquierda afroestadunidense difícilmente podría constatarse sin advertir el respaldo que sus líderes dieron a la Revolución cubana en cuanto hito de la descolonización del Tercer Mundo.11 Análisis más contemporáneos, como The Left Hemisphere (2013), de Razmig Keucheyan, lejos de desestimar los debates sobre el socialismo cubano, los sitúan en una relación más amplia o transnacional de la nueva izquierda con el Tercer Mundo que incluye la descolonización norafricana, la de China, Vietnam, Egipto y la India y, desde luego, las guerrillas latinoamericanas.12
Sin desestimar los indudables aportes de esas investigaciones, este libro intenta explorar, junto con las sintonías, las tensiones que se produjeron entre la Revolución cubana y la nueva izquierda. Es evidente que todos los intelectuales se sumaron al entusiasmo que despertó el triunfo de la Revolución en enero de 1959 en la opinión pública de Nueva York, pero no todos acompañaron de la misma manera la radicalización socialista del proceso a lo largo de los sesenta. De hecho, muchos de quienes defendieron el tránsito socialista a principios de aquella década tomarían distancia luego, cuando constataron los efectos que sobre la economía, la política y la cultura de la isla tuvo la alianza con la URSS y la reproducción de instituciones y estilos del socialismo real de Europa del Este.
El estudio de los debates que suscitó la Revolución cubana en Nueva York en los años sesenta obliga a pensar las políticas de traducción de la experiencia latinoamericana que se emprenden desde la esfera pública de una metrópoli cultural de Occidente. La traducción ha sido un práctica cultural constitutiva de la historia intelectual atlántica desde el siglo XVI. Historiadores, antropólogos y estudiosos de la literatura, especialmente desde la perspectiva poscolonial, como Mary Louise Pratt, Douglas Robinson, Robert Stam y Ella Shohat, han colocado la traducción en el centro del choque y el contacto entre las culturas de Europa, los Estados Unidos y América Latina, y han destacado la importancia de ese cruce de representaciones mutuas entre distintas lenguas y culturas para el proceso de la modernidad.13
En el caso de la Revolución cubana, lo que se somete a traducción es, desde luego, una cultura, pero también un proyecto político en medio de la tensión ideológica de la Guerra Fría. Al igual que la Revolución mexicana unas décadas antes, estudiada por Claudio Lomnitz y otros autores como un fenómeno que impacta cultural y políticamente la frontera con los Estados Unidos, el socialismo cubano, con la conexión soviética en el Caribe que lo acompaña, desafía la esfera pública de los Estados Unidos como un dilema interno.14 Tomar posición frente al comunismo cubano se vuelve un imperativo para los intelectuales y los políticos de Nueva York, en la medida en que lo que está en juego es la propia identidad de los Estados Unidos en el mundo bipolar.
Como México, las islas del Caribe siempre han formado parte de una zona fronteriza determinada por las dinámicas imperiales del Atlántico. Desde 1898, cuando se consolida la hegemonía hemisférica de los Estados Unidos, el Caribe hispano queda plenamente integrado a la frontera sur de la nueva potencia mundial. En la propia tradición intelectual cubana, ese carácter fronterizo alcanzó célebres intelecciones en la obra de José Martí, Enrique José Varona, Fernando Ortiz y, sobre todo, Jorge Mañach, quien intentó condensarlo en su Teoría de la frontera (1961).15 La Revolución cubana y su acelerada radicalización comunista reforzaron esa dimensión de la isla como enclave fronterizo de los Estados Unidos.
La traducción de esa experiencia desde la esfera pública y el campo intelectual de Nueva York rebajó, de hecho, el perfil periférico de Cuba como comunidad fronteriza. Quienes rechazaron o defendieron un comunismo en el Caribe lo hicieron, en buena medida, como si se tratara de un drama que tenía lugar dentro de los Estados Unidos. Un drama mundial, transnacional por antonomasia, en el que se dirimía la esencia del mundo posterior a la construcción del Muro de Berlín. El choque entre unos y otros reflejó la pugna entre dos universalismos, el de la democracia y la filosofía de los derechos humanos, estudiado por Lynn Hunt y Samuel Moyn, y el del comunismo y el “internacionalismo proletario”, estudiado por David Priestland y Archie Brown.16
La representación utópica de la isla en el campo intelectual de Nueva York, con todos los estereotipos que le son inherentes, se produjo lo mismo entre quienes celebraban el giro comunista de la Revolución como entre quienes llamaban a construir una democracia modelo en el Caribe. Desde la izquierda, aquellas traducciones de la utopía no sólo aspiraban a acompañar políticas concretas del gobierno revolucionario o a respaldar movimientos latinoamericanos y caribeños inspirados en el experimento cubano, sino a catalizar corrientes reformistas o antisistema dentro de la juventud intelectual de Nueva York. Como referente de aquellas izquierdas, la Revolución cubana simbolizaba algo muy distinto de la Unión Soviética o de cualquier comunismo de Europa del Este.
Algunos movimientos que se estudian en este libro, como los Black Panthers y The League of Militant Poets, se apropiaron del ejemplo cubano como un referente genuino de la revolución que las izquierdas afroestadunidenses e hispanas intentaron promover dentro de los Estados Unidos. Sin embargo, esas apropiaciones, al igual que las múltiples críticas al comunismo insular que leemos entre marxistas, socialdemócratas y liberales de Nueva York, tenían un distanciamiento ideológico que destaca la diferencia de contextos entre los Estados Unidos y Cuba. La perspectiva imperial e incluso colonial, que entendía el radicalismo y la violencia como componentes de la cultura caribeña, aparecía con frecuencia dentro del propio discurso de la solidaridad con la Revolución articulado por la izquierda de Nueva York.
Aunque las polémicas sobre Cuba en Nueva York reflejaron, como decíamos, la polarización ideológica de la Guerra Fría, el espectro intelectual que describieron estuvo muy lejos de cualquier fractura binaria. No fueron dos, sino muchas las posiciones ante el fenómeno cubano que se perfilaron en la izquierda de Nueva York. Esta pluralidad tenía que ver con la propia heterogeneidad del campo intelectual neoyorquino, pero también con la naturaleza cambiante y, por momentos, experimental del socialismo cubano en su primera década. Son varias las revoluciones cubanas que se ven interpeladas en la esfera pública de Nueva York porque eran varias, de hecho, las revoluciones cubanas que tenían lugar en la isla.
La revolución humanista de Waldo Frank era distinta a la revolución marxista de C. Wright Mills y a la revolución populista de Carleton Beals. El socialismo prosoviético, maoísta y guevarista que debatían el Village Voice y Monthly Review era diferente en cada una de sus modalidades. Una cosa era una economía planificada y un régimen burocrático de partido único, perfectamente inmerso en el campo del “socialismo real” de la Unión Soviética y Europa del Este, como el que criticaba Hannah Arendt, y otra, diametralmente opuesta, una revolución anticolonial y nacionalista en sintonía con la descolonización africana y el antiimperialismo latinoamericano, como la que celebraba Frantz Fanon.17 La pluralidad de la esfera pública de Nueva York reproducía la propia diversidad y el carácter experimental del socialismo cubano antes de la institucionalización soviética de los años setenta.
Nueva York —y, en menor medida, otras capitales culturales de Occidente, como París y Madrid, la Ciudad de México y Buenos Aires— ofreció el debate teórico y el choque público de ideas y opiniones que faltaron a la propia Revolución cubana. En aquellos años la esfera pública de la isla estuvo más abierta y viva que en las décadas siguientes, pero desde 1961 el debate ideológico y el campo intelectual fueron sometidos al control y a la centralización del Estado. Como fenómeno transnacional, la Revolución cubana sólo puede ser plenamente comprendida por medio de su resonancia en esas capitales, en las que se pensaban y decidían las políticas de la Guerra Fría.
La intensidad de la vida intelectual de Nueva York tiene, desde finales del siglo XIX, causas demográficas e institucionales evidentes, relacionadas con la heterogeneidad étnica de su población cosmopolita y la concentración de universidades, teatros, museos, periódicos, revistas y toda clase de asociaciones culturales. Ese formidable entramado de tránsito y movilidad convirtió a la urbe en una de las capitales de la vanguardia occidental desde los años veinte. Al cosmopolitismo intelectual y a la diversidad cultural de la ciudad se sumó el auge del movimiento obrero, especialmente notable en Boston, Filadelfia y otras ciudades del norte de la Costa Este.
La prensa neoyorquina, que desde los años de la guerra contra España por el dominio de Cuba, Puerto Rico y Filipinas era una caja de resonancia de la opinión pública nacional, se hizo eco de las campañas socialistas del líder sindical ferroviario Eugene V. Debs en el Chicago de las primeras décadas del siglo XX.18 En periódicos y universidades de la ciudad comenzó a debatirse desde entonces la pertinencia del partido socialdemócrata fundado por Debs en un país como los Estados Unidos. Un aporte sustancial a dicho debate fue el del economista y sociólogo alemán Werner Sombart en su ensayo Why is There no Socialism in the United States? (1906).
Publicado inicialmente en alemán, en una revista de ciencias sociales, el ensayo de Sombart fue traducido rápidamente al inglés, generando todo tipo de reacciones. A partir de los datos sobre el pobre desempeño del Partido Socialista en las elecciones presidenciales de 1900 y 1904 y en las contiendas por las gubernaturas de Alabama, Colorado, Massachusetts, Pensilvania, Texas, Chicago y Nueva York, Sombart concluía que el socialismo en los Estados Unidos no era una opción política competitiva.19 La socialdemocracia estadunidense, en los primeros años del siglo XX, no rebasaba el volumen demográfico de la socialdemocracia alemana de la década de 1870.
Luego del triunfo de la Revolución de Octubre en Rusia y la escisión, en los Estados Unidos como en el resto de Occidente, entre una izquierda socialdemócrata y otra comunista, la tesis de Sombart comenzaría a ser crecientemente cuestionada. Durante los años veinte, el comunismo en los Estados Unidos creció por medio de una radicalización de la socialdemocracia, en la que desempeñaron un papel fundamental líderes como John Reed, Charles Ruthenberg y James P. Cannon. La desbordante movilización pública en favor de los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos inmigrantes italianos acusados de robo y asesinato en Boston, estudiada por Moshik Temkin, es una buena prueba de la influencia del socialismo en los Estados Unidos.20
Como en la mayoría de las capitales culturales de Occidente, esa propagación de ideas socialistas en Nueva York vivió una ramificación entre corrientes estalinistas y antiestalinistas luego de la muerte de Lenin. Hacia mediados de los años treinta, ante los “procesos de Moscú” y la consolidación del poder de Stalin, los socialistas de Nueva York se dividieron. En una ciudad donde pululaban modernistas radicales, judíos internacionalistas, marxistas ortodoxos y disidentes del comunismo, era natural que surgieran publicaciones como The New Masses y Partisan Review, que polarizaron el campo ideológico de la izquierda.21 Una izquierda intelectual que desbordaba ampliamente los partidos y las asociaciones estalinistas y trotskistas, como puede constatarse en la relación que establecieron figuras como Ernest Hemingway, John Dos Passos, Eugene O’ Neill y William Carlos Williams con la primera revista, y Hannah Arendt, George Orwell, T. S. Eliot y Lionel Trilling con la segunda.
Partisan Review se convirtió en el medio fundamental del flanco antiestalinista de la izquierda de Nueva York. Como han señalado Alexander Bloom, Neil Jumonville y Terry A. Cooney, esa revista, fundada por William Phillips, Philip Rahv y Sender Garlin, se transformó en los años previos y posteriores a la segunda Guerra Mundial en la plataforma primordial de un socialismo crítico que muy pronto comenzaría a desplazarse hacia un anticomunismo liberal.22 La evolución de intelectuales como Sidney Hook, Dwight Macdonald, Harold Rosenberg y Norman Podhoretz es sumamente reveladora de los desplazamientos ideológicos provocados por el macartismo y la Guerra Fría.23
Aun cuando una parte importante de aquellos intelectuales evolucionó hacia un liberalismo anticomunista, que al calentarse la Guerra Fría en los sesenta derivaría en un franco conservadurismo, otra zona de la izquierda neoyorquina preservó lo que Cooney ha llamado el “appeal del marxismo” y se abrió al lenguaje y los valores de los beats, los hippies y la contracultura.24 La bifurcación de aquella izquierda en la Guerra Fría podría ilustrarse por medio de los casos de Irving Kristol y Norman Podhoretz, quienes siguieron la deriva conservadora, y de Harvey Swados e Irving Howe, dos de los principales defensores de una posible socialdemocracia en los Estados Unidos.25
Howe y Swados son figuras ideales para reconstruir la radicalización del liberalismo estadunidense en la Guerra Fría y, a la vez, las tensiones de éste con la nueva izquierda. Ambos formaron parte de la generación que a mediados de los cincuenta, preservando el legado de Partisan Review, fundó la revista Dissent y que en la década siguiente intentó mantener la orientación socialista de esta publicación, en contra del giro anticomunista que daban Commentary, bajo la dirección de Podhoretz, y otras publicaciones neoyorquinas. El peso de la literatura en la obra de Howe, quien siempre se interesó en la crítica literaria, y de Swados, autor de varias novelas y libros de relatos, fue una clara señal del magisterio de Lionel Trilling como referente fundamental de la articulación entre literatura y política defendida por Partisan Review.
En ensayos cardinales, como Politics and the Novel (1957) y A World More Attractive. A View of Modern Literature (1963), Howe proponía leer la política allí donde parecía ocultarse: en la trama y los personajes de grandes novelas modernas. Política era la “supervivencia” en Stendhal, la “salvación” en Dostoievski, el “orden” y la “anarquía” en Conrad, la “duda” en Turgueniev y la “vocación” en James.26 Ya en aquellos libros Howe se quejaba del excepcionalismo y el aislamiento de la gran tradición literaria estadunidense (Hawthorne, James, Chancellor, Ramson…) y demandaba de los escritores de su país un mayor involucramiento en los debates ideológicos de la posguerra, liderados por autores europeos como Malraux, Silone, Koestler y Orwell.27
Howe y Swados eran partidarios de que los escritores estadunidenses intervinieran en la opinión pública como intelectuales y discutieran los dilemas de la democracia, el comunismo y el fascismo.28 En The Decline of the New (1970), un volumen en el que recogió ensayos publicados en los sesenta en diversas publicaciones neoyorquinas, Howe caracterizaba el campo intelectual de Nueva York como un microcosmos de judíos, inmigrantes europeos, afroestadunidenses e hispanos que debatían los grandes temas del comunismo y el fascismo, la colonización y el racismo, desde una predominante afinidad con la crítica del totalitarismo y la lectura de ficciones antiutópicas como las de Zamiatin, Orwell y Huxley.29 Así como el ejemplo de Trilling inspiraba su defensa del crítico que lee literatura y, a la vez, opina sobre política, la silueta de Edmund Wilson le servía para reclamar la preservación del referente marxista y socialista en medio de la oposición al totalitarismo.
Harvey Swados también desandó los caminos paralelos de la literatura y la política. A la par de sus textos de ficción, las novelas False Coin (1959) y The Will (1963), y la más lograda colección de cuentos Nigths in the Gardens of Brooklyn (1960), que recreaba el título de una pieza famosa de Manuel de Falla, Swados escribió una serie de artículos y ensayos, reunidos en sus volúmenes A Radical’s America (1963) y A Radical at Large (1968), en los que se situaba en el horizonte de la nueva izquierda aunque sin abandonar una perspectiva socialdemócrata. Swados, como Howe, reclamaba para sí el término radicalismo,pero cuestionaba abiertamente, en contra de su amigo C. Wright Mills, el alineamiento con la Unión Soviética de movimientos nacionalistas del Tercer Mundo, como la Revolución cubana.
En los sesenta, Howe compiló varias antologías colectivas de ensayos aparecidos, fundamentalmente, en Dissent, como The Radical Papers (1966), The Radical Imagination (1967), A Dissenter’s Guide to Foreign Policy (1968) y Poverty: Views from the Left (1968), en los que intentaba condensar la visión global y nacional de la socialdemocracia estadunidense. En ellos, autores como Michael Harrington, Daniel Bell, Michael Walzer, Harvey Swados y el propio Howe analizaban críticamente fenómenos como la pobreza en el sur, el movimiento negro, la corporativización del capitalismo, el intervencionismo mundial de los Estados Unidos en la Guerra Fría, la China de Mao, la Indonesia de Sukarno, la Argelia de Ben Bella, el Egipto de Nasser, los procesos de descolonización en el Tercer Mundo y, por supuesto, la guerra de Vietnam.30
A pesar de lo intenso que fue el debate sobre Cuba en la esfera pública neoyorkina de los sesenta, en estas antologías la cuestión del socialismo insular era tratada de manera lateral. Walter Laqueur hablaba del “Castro’s type of socialism”31 como un régimen político diferente de los nacionalismos descolonizadores africanos y asiáticos; Richard Lowenthal veía a La Habana aproximarse al modelo chino luego de la crisis de los misiles, y Robert L. Heilbroner criticaba el embargo comercial de los Estados Unidos contra la isla; reconocía la política social de la Revolución, aunque cuestionaba la diferencia ideológica entre el Fidel martiano de 1959 y el Castro prosoviético de 1962.32
La cuestión cubana, aunque poco reflejada en algunas de esas antologías, fue central para el posicionamiento público de aquellos intelectuales. En The Radical Imagination (1967), por ejemplo, Howe y Swados se acercaron a ella de un modo emblemático dentro de la izquierda neoyorquina de los sesenta. La nueva izquierda que le interesaba defender a Dissent, como señalaba Michael Harrington en el texto preliminar, se había formado en el ciclo histórico que va de la oposición al macartismo en los cincuenta a los movimientos por los derechos civiles y la paz en Vietnam en los sesenta. Pero esa nueva izquierda se identificaba también con la denuncia de los totalitarismos del siglo XX, el fascista y el comunista, hecha por Albert Camus, con la crítica del “realismo socialista” como canon estético del socialismo real y con la defensa de los escritores y los políticos disidentes de la Unión Soviética y Europa del Este.33
Observaba curiosas conexiones dentro de la nueva izquierda, algunos colindantes, como la oposición a la guerra de Vietnam, el movimiento negro y el respaldo a las descolonización africana y asiática —Marshall Sahlins y Joseph Buttinger se encargaban elocuentemente de esta zona en The Radical Imagination—.34 Sin embargo, a su juicio, el rechazo a la guerra no debía implicar una posición acrítica ante la adopción de regímenes totalitarios en Vietnam y Cuba. Esa argumentación delicada era introducida por Lewis Coser en un ensayo en el que distinguía tres alternativas para las nuevas naciones descolonizadas del Tercer Mundo: el totalitarismo, el autoritarismo y la democracia, y se inclinaba, naturalmente, por esta última.35
Howe era aún más explícito en esta distinción de “estilos” de la nueva izquierda al elogiar, por un lado, el nacionalismo norafricano de Frantz Fanon, expuesto en The Wretched of the Earth (1961), y cuestionar el giro comunista de la Revolución cubana.36 Observaba curiosas conexiones entre Fanon y Trotsky, que localizaban al primero dentro de la heterodoxia y el revisionismo que admiraba en marxistas polacos como Leszek Kolakowski y yugoslavos como Milovan Djilas.37 La política de los Estados Unidos hacia la Revolución cubana era “injustificadamente hostil”, pero la “supresión de derechos democráticos, incluidos especialmente los de las tendencias de la izquierda”, por parte del gobierno cubano no podía ser avalada.38
Alan M. Wald señala que esta doble crítica de intelectuales públicos adscritos al radicalismo, como Iriving Howe y Harvey Swados, condujo al “cul-de-sac de la socialdemocracia” en los Estados Unidos.39 La polarización de la Guerra Fría en los sesenta dejaba muy poco margen para un socialismo antiestalinista en los Estados Unidos, y una poderosa corriente popular de la izquierda radical tampoco estaba dispuesta a nublar la solidaridad con los nacionalismos del Tercer Mundo con reparos a la ausencia de libertades o a la adopción de regímenes autoritarios o totalitarios. Incluso el antiestalinismo parecía languidecer en algunos círculos liberales de la izquierda neoyorquina luego del XX Congreso del PCUS y el “deshielo” emprendido por Nikita Jrushchov en Moscú.
El choque entre estas dos ramas del socialismo estadunidense puede reconstruirse mediante la relación entre Harvey Swados, Irving Howe y C. Wright Mills. Los tres intelectuales habían sido amigos en el Nueva York de los cincuenta y compartido la lucha contra el macartismo en diversas publicaciones de la ciudad. Cuando a principios de los sesenta se produce la diferenciación de “estilos” de la nueva izquierda, antes descrita, Howe, Swados y Wright Mills se enfrentan a propósito de la Unión Soviética y la Revolución cubana. En la primavera de 1959, Howe publicó una reseña crítica del libro The Causes of World War III de Wright Mills, en Dissent, porque, a su juicio, el enfoque de la bipolaridad de la Guerra Fría aceptaba acríticamente la organización comunista de las sociedades como alternativa a la democracia occidental.40
El debate entre ambos socialistas se enconó adoptando la estructura binaria de la propia Guerra Fría: Wright Mills acusó a Howe de defender el “socialismo de Washington” y Howe refutó catalogando a Wright Mills de “estalinista”.41 La misma crispación se reprodujo al año siguiente, cuando apareció Listen, Yankee!, el libro en que Wright Mills se solidarizaba con la Revolución cubana. No fue Howe, sino Swados, quien marcaría distancias con Wright Mills en una “memoria personal” escrita después de la muerte del sociólogo, en 1963, en la que reconocía el valor de la obra intelectual del autor de The Power Elite pero lamentaba su excesivo entusiasmo por el régimen cubano.42
Según Howe y Swados, el reconocimiento del derecho a la independencia de Vietnam, Cuba y demás naciones del Tercer Mundo y las objeciones públicas a la política imperial de los Estados Unidos y otras potencias europeas no debían impedir la crítica de los autoritarismos políticos en esos países. En esa matización residía la diferencia entre el radicalismo cercano a la socialdemocracia y el radicalismo plenamente incluido en el espectro de la nueva izquierda, que personalizaba Wright Mills. Esa complejidad no determinaba, como sostuvo Wald, un “legado ambiguo” de la socialdemocracia ni impedía una reconstrucción de las convergencias ideológicas que, a pesar de aquellos desencuentros, hubo entre ambos radicalismos.43
El trasfondo de aquellos desencuentros no tenía que ver, propiamente, con Vietnam o Cuba, sino con la Unión Soviética y el campo socialista. Wright Mills en los Estados Unidos, lo mismo que Jean-Paul Sartre en Francia, intentaba abrir una brecha dentro de la opinión pública liberal que partiera del reconocimiento de la realidad de la existencia del bloque soviético. No era Wright Mills, desde luego, un estalinista —Howe mismo lo sabía—, pero se diferenciaba de los socialdemócratas en la defensa de un marxismo y un socialismo que se oponían más resueltamente a la hegemonía mundial de los Estados Unidos. Como ha señalado Stanley Aronowitz, esa crítica del papel imperial que cumplía Washington en el mundo —y que lo acercaba a una aceptación del equivalente papel de la Unión Soviética— provenía de un rechazo ostensible a las estructuras sociales del poder en los Estados Unidos.44
Los socialdemócratas norteamericanos, en cambio, estaban ligados a una red política mundial que, al tiempo o a consecuencia de demandar un espacio parlamentario y, eventualmente, ejecutivo en las democracias occidentales, se posicionaba en contra de la URSS y el socialismo real. Una reconstrucción de los debates sobre Cuba en la Internacional Socialista, a la que pertenecían el Socialist Party of America y la Independent Socialist League, encabezada por Max Shachtman y que incluía a Irving Howe, Michael Harrington, Dwight Macdonald y otros intelectuales públicos de Nueva York entre 1959 y 1963, permite valorar con mayor fidelidad el posicionamiento de aquella corriente ideológica occidental ante la cuestión cubana.45
Durante todo 1959, la Internacional Socialista apenas se interesó en Cuba —más importante eran para sus miembros China, Argelia, el Congo y los problemas del socialismo real en Europa del Este—. La identidad política de la socialdemocracia, en la posguerra, se había formado en la intersección del antifascismo, la oposición al macartismo, la simpatía por los movimientos disidentes en Europa del Este y el rechazo de la hegemonía soviética, puesta a prueba en 1956 durante la invasión de Hungría. Hasta los primeros meses de 1961, cuando se precipita la ruptura entre los Estados Unidos y Cuba y se produce la invasión de Bahía de Cochinos, la Revolución cubana era vista por los socialdemócratas como un movimiento nacionalista, no muy diferente al peronismo argentino o al cardenismo mexicano.
En el Boletín de la Internacional Socialista del 29 de abril de 1961, los principales partidos de Europa se pronuncian contra la radicalización comunista de los revolucionarios cubanos, pero también contra la política hostil de los Estados Unidos contra la isla, que, en aquella primavera, ya no descarta una invasión militar.46 Los socialdemócratas piensan que el combate en foros internacionales a la transformación de Cuba en un satélite soviético es tan popular en Occidente como la desaprobación de un ataque estadunidense contra la isla. “La violencia genera violencia”, dicen, y una intervención de los Estados Unidos en el Caribe, justo cuando Nasser ha nacionalizado el Canal de Suez y varias colonias de Asia y África se independizan, no favorecerá la causa del “mundo libre”.47
No sólo los socialdemócratas de los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania, también austriacos, suizos, noruegos, italianos, holandeses y finlandeses convergen en esta percepción del problema cubano desde la primavera de 1961; un comunicado del National Action Committee del Partido Socialista de los Estados Unidos rechaza claramente el apoyo de Washington a la invasión de Bahía de Cochinos, aun cuando reconoce que se trata de una “intervención indirecta” en apoyo a una oposición armada que no es, ya, partidaria del ancien regime, es decir, la dictadura de Fulgencio Batista.48 La crítica a la política de Washington hacia la isla no era, según ellos, incompatible con la reprobación del giro totalitario de los líderes cubanos:
In saying this, we do not endorse the Castro regime. On the contrary, we have become increasingly alarmed at the anti-democratic acts of the Castro Government, particularly the repression of free speech, the political execution, and the destruction of an independent labour movement. We further note the growing evidence of greater Cuban Communist influence in the government, and we deplore it. One can no longer exclude the possibility that Cuba may become a “people’s democracy”, communist style.49
Curiosamente, uno de los pocos pronunciamientos socialdemócratas en favor de la invasión de Bahía de Cochinos provino del socialista indio A. D. Gorwala, quien insistió en que los exiliados cubanos no eran fascistas ni batistianos, sino “revolucionarios demócratas”, y argumentó que la intervención de Washington estaba justificada por el hecho de que la Unión Soviética estaba avanzando en el control de la economía cubana desde mediados de 1960.50 Gorwala, crítico de Nehru, repudiaba que la socialdemocracia occidental fuera tan condescendiente con los gobiernos del Tercer Mundo que se aliaban con el bloque soviético.
Cuando la Internacional Socialista retoma el tema cubano, en el otoño de 1962, la posición de centro-izquierda occidental se ha afianzado en la línea trazada desde los días de Bahía de Cochinos. Como dirá el laborista Hugh Gaitskell en la Cámara de los Comunes el 30 de octubre de ese año, ya no hay dudas en la comunidad internacional de que Cuba se ha integrado al bloque soviético.51 Ante una situación límite como la crisis de los misiles, la socialdemocracia aplaude la negociación entre Kennedy y Jrushchov, que da como resultado la preservación de la paz mundial y el compromiso de los Estados Unidos de no invadir Cuba. Los socialdemócratas sienten, entonces, que su posición ha triunfado, aunque no descartan que, al sentirse traicionada por Moscú, la dirigencia cubana decida acercarse a China.52
Una historia más cuidadosa del tratamiento del tema cubano entre los socialistas de los Estados Unidos, a principios de los sesenta, muestra que las posturas de la socialdemocracia y de la administración demócrata de Kennedy no son asimilables, como afrimó en su momento Wrigth Mills y como han repetido, desde entonces, decenas de historiadores. A diferencia de Arthur M. Schlesinger Jr., quien redactó el célebre White Cuban Paper para justificar una invasión a Cuba en la primavera de 1961, los socialdemócratas siempre se opusieron a la política agresiva de Washington hacia La Habana.53 Coincidían con Wright Mills y los marxistas de Monthly Review —Paul Sweezy, Leo Huberman, J. P. Morray…— en que una diplomacia cuidadosa evitaría un entendimiento rígido entre los soviéticos y los cubanos, pero divergían en que la crítica pública al comunismo cubano formaba parte del compromiso intelectual de la izquierda.
Tampoco los socialdemócratas, a pesar de reconocer que la oposición anticastrista no era “fascista” o “batistiana”, se aferraron al tópico de la “revolución traicionada”, argüido por Schlesinger y también identificable en otros intelectuales sumados al debate sobre Cuba en Nueva York, como Waldo Frank y Carleton Beals. Shachtman y los socialdemócratas, por su contacto con el trotskismo, estaban más cerca de la tesis de la “segunda revolución” de J. P. Morray, quien afirmaba que el abandono de la primera fase “humanista” de la Revolución cubana aceleraba el proceso de igualdad y justicia social, pero, a la vez, introducía elementos totalitarios, como el control de la prensa, la centralización de los sindicatos, la ilegalidad de la oposición y la dependencia del poder judicial.54
A pesar de su escandaloso fracaso, la invasión de Bahía de Cochinos y el acelerado alineamiento de La Habana con la URSS que le sucedió complicaron la relación con la isla de los propios partidarios de la Revolución cubana en los Estados Unidos. Muchos intelectuales que habían defendido el carácter “humanista”, no totalitario, del proceso cubano se vieron en dificultades para sostener su discurso en medio de las noticias sobre la creciente colaboración económica, política y militar del gobierno revolucionario con el Kremlin. Hasta un escritor tan mimado por la dirigencia cubana como Ernest Hemingway encontró difícil, como recuerda Michael Reynolds, mantener su residencia en la finca Vigía y su amistad con Fidel Castro.55
En su ensayo El puño invisible (2011), el estudioso colombiano Carlos Granés anotaba con extrañeza que la Revolución cubana fue un referente fundamental de los jóvenes liberales neoyorquinos de los sesenta que, como Norman Mailer y Susan Sontag, se enfrentaron al conservadurismo norteamericano de aquella década. Se preguntaba Granés cómo era posible que los vanguardistas Mailer y Sontag, defensores de la liberación sexual y críticos de la ortodoxia marxista-leninista, respaldaran un régimen político que, como el cubano desde principios de los sesenta, demostraba notables coincidencias institucionales e ideológicas con la Unión Soviética y el socialismo real de Europa del Este.56
Las razones de esa paradoja habría que encontrarlas en los propios textos que Mailer y Sontag escribieron sobre la experiencia cubana. En dos escritos que abren y cierran las visiones sobre Cuba en la opinión pública neoyorquina de los sesenta, “Open Letter to JFK and Fidel Castro” (1961), de Mailer, para The Village Voice, y “Some Thoughts on the Right Way (for us) to Love the Cuban Revolution” (1969), de Sontag para Ramparts, se sintetizan las claves de la compleja relación entre la nueva izquierda de Nueva York y el socialismo cubano, una relación que en el lapso de una década osciló entre la promesa de una izquierda libertaria y el desencanto que generó el alineamiento de La Habana con Moscú.
Dicha oscilación, habría que decir, expuso todas sus posibilidades desde un inicio. Mailer, por ejemplo, apenas unos días después de la invasión de Bahía de Cochinos, escribía a Castro y a Kennedy —con el convencimiento de que ambos líderes personificaban la llegada al poder de una nueva generación— que podían y debían encontrar nuevas reglas de convivencia para las ideologías opuestas de la Guerra Fría. Ambos anunciaban la proyección histórica de un “nuevo espíritu” en América que dejaría atrás dictaduras tropicales como la de Fulgencio Batista en Cuba y “tiranías” —es la palabra que usaba Mailer— de la opinión pública, como el macartismo en los Estados Unidos.57
Como recuerda su biógrafa Hillary Mills, la primera versión de la carta de Mailer a Castro data de noviembre de 1960, cuando aún no se confirmaba la radicalización comunista de la Revolución cubana.58 Luego de Bahía de Cochinos, sin embargo, Mailer creía posible un entendimiento entre Kennedy y Castro, basado en esa identidad generacional que el escritor atribuía a ambos políticos. El sociólogo del “white negro”, el hipster y el beatnik, el defensor de la homosexualidad y la liberación femenina, el crítico de la guerra de Vietnam y del conservadurismo protestante o católico no se tomaba en serio el comunismo de los revolucionarios cubanos.59
Así como la certeza del involucramiento de la CIA en los planes militares contra la Revolución cubana, plasmada treinta años después en su novela Harlot’s Ghost (1991), no alteró la admiración que Mailer sintió por Kennedy y que hizo evidente en An American Dream (1965), los elementos totalitarios del régimen cubano tampoco disminuyeron su admiración por Castro.60 La explicación de este comportamiento tal vez se encuentre en un pasaje de la crónica que Mailer escribió sobre las convenciones demócrata y republicana, en Chicago y Miami, respectivamente, en 1968. Curiosamente, allí no mencionaba a Cuba a propósito del exilio anticomunista de Miami, involucrado en la campaña de Nixon, sino a propósito de las izquierdas radicales y pacifistas que se manifestaron contra la Convención Nacional Demócrata en Chicago.
Observaba Mailer que así como aquellos jóvenes, en cuanto “mentes modernas”, rechazaban “the anally compulsive oprressions of Russian communism (as much as they detested the anally retentive ideologies of the corporation)”,61 rendían culto al Che Guevara, a Mao, a Tito y a los líderes de la Primavera de Praga, que también eran comunistas.62 Ese radicalismo de izquierda, pensaba Mailer, rehuía las vías institucionales del liberalismo demócrata o, incluso, socialista, para sumarse a una corriente más amorfa y heterogénea, cuyos espacios de sociabilidad habría que ubicar en la bohemia estudiantil y cultural. La bohemia libertaria practicaba su credo cosmopolita lo mismo en sesiones de yoga que en campañas de solidaridad con las descolonizaciones del Tercer Mundo.
En el mencionado texto de Susan Sontag para Ramparts, en abril de 1969, escrito luego de una estancia de dos semanas en La Habana, ese enlace entre bohemia y descolonización se hace evidente.63 A pesar de que Sontag es consciente de la introducción de discursos y prácticas estalinistas en el socialismo cubano —como las relacionadas con los campos de trabajo de las unidades militares de ayuda a la producción (UMAP), la expulsión de Allen Ginsberg, la persecución de los homosexuales y el acoso a escritores disidentes, como el poeta Heberto Padilla—, su confianza en que los dirigentes cubanos corregirán esos errores es firme. No puede ser de otra manera, según Sontag, porque la Revolución cubana está obligada a producir un socialismo diferente al soviético. Un socialismo creado en una nación subdesarrollada y colonial del Caribe tiene que ser, a fuerza, un socialismo auténtico.
La bohemia libertaria en Nueva York y París, en Madrid y San Francisco, incorporó a Cuba como un ícono más de la estética de la autenticidad. La liberación sexual y moral —que, como puede leerse en sus diarios juveniles y en ensayos teóricos como Contra la interpretación (1966), constituía en el caso de Sontag tanto una epopeya personal como una premisa hermenéutica— era diáfanamente atribuida a La Habana. Poco importaba que la homofobia, la censura y otras formas de dogmatismo cultural remitieran, desde principios de los sesenta, a la reconfiguración en Cuba de un nuevo código moral, tan o más conservador que el católico o el liberal destruidos por el gobierno revolucionario.
En sus Diarios de 1960, justo cuando se estrenaba la Revolución cubana en el poder, Sontag anotaba sus lecturas de la antología From Max Weber de C. Wright Mills y Hans Gerth; especulaba sobre la relación entre la ortografía cirílica de Stalin y Lenin y el totalitarismo, y defendía la proporcionalidad entre liberación sexual y democracia política.64 Ya en Contra la interpretación (1966), esa búsqueda de la autenticidad se perfilaría como un rechazo al “filisteísmo interpretativo” y a una concepción de la vanguardia como abandono de la hermenéutica o la teoría por una “erótica del arte”.65 Es evidente que esa erótica era lo que buscaba Sontag en Cuba: una refuncionalización intelectual del papel del turista que la reconciliara con la existencia de un proceso social autóctono.
La experiencia de Sontag no fue, de hecho, de las más intensas que podrían encontrarse en la relación de la izquierda intelectual neoyorquina y la Revolución cubana. El corresponsal de la CBS Robert Taber, quien llegó a involucrarse a tal grado con la causa revolucionaria que se puso de parte de las milicias cubanas durante la invasión de Bahía de Cochinos; el escritor beat Allen Ginsberg, que fuera expulsado de la isla por su respaldo a los jóvenes escritores libertarios de la editorial El Puente; el líder afroestadunidense Robert F. Williams, que tras una estancia en La Habana siguió rumbo a la China de Mao en busca de interlocuciones entre el movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos y el nacionalismo descolonizador de Asia y África; la activista y antropóloga hispana Elizabeth Sutherland Martínez, quien pasó meses investigando la construcción de la utopía socialista en la Isla de Pinos, al sur de La Habana, todos ellos vivieron una experiencia de radicalización de la bohemia que los llevó al compromiso con un proceso de descolonización socialista en el Caribe.
Habría que decir, sin embargo, que casi todas esas aventuras que comenzaron por la identificación terminaron en el desencanto o la crítica. Taber, por ejemplo, que realizó para la CBS un entusiasta reportaje, Rebels of the Sierra Maestra, escribió una apología de la epopeya revolucionaria, M-26. Biography of a Revolution (1961), y llegó a afirmar que la “historia registraría las batallas de la Ciénaga de Zapata como el Waterloo del poder imperial de los Estados Unidos”, acabó cuestionando el apoyo del gobierno cubano a las guerrillas y a las guerras civiles latinoamericanas en los setenta y ochenta.66
Sutherland Martínez, por su parte, pasó meses investigando las comunidades juveniles instaladas en la Isla de Pinos con el fin de retratar la “revolución más joven” de América Latina. Su lectura desafió, sin embargo, la relación acrítica con el socialismo cubano, sostenida por la corriente de solidaridad con La Habana de la izquierda occidental, al describir fenómenos como el racismo, el machismo, la homofobia, las granjas de castigo contra “antisociales” —las UMAP— y la censura de obras y autores, como la novela Paradiso, de José Lezama Lima.67 Sutherland era consciente de que el viejo discurso turístico de la etapa neocolonial de la historia de Cuba, determinada por la dependencia de los Estados Unidos, estaba siendo reconstruido, desde premisas antagónicas, por el turismo socialista y revolucionario.
El espíritu crítico de la bohemia vanguardista de Nueva York se manifestaba en aquellas experiencias extremas de jóvenes intelectuales que viajaban a la isla con el propósito de vivir y documentar la utopía. El gesto de sumarse a esa epopeya del Caribe era una clara suscripción del proyecto descolonizador que la Revolución cubana y otros nacionalismos del Tercer Mundo impulsaban en los años de la Guerra Fría. El sentido libertario de la bohemia y, en general, de la vida intelectual de la nueva izquierda chocaba, sin embargo, con el traslado de instituciones e ideas del socialismo real de Europa del Este a la experiencia cubana. Era ése el límite que la mayor parte de la izquierda neoyorquina no estaba dispuesta a franquear: la descolonización de Cuba no podía producirse a cambio de la naturalización del dogma marxista-leninista.
Este libro quisiera contar la historia de ese compromiso y ese desencuentro. Tan importante como reconstruir las razones que llevaron a muchos intelectuales de la nueva izquierda a identificarse con la Revolución cubana es localizar el momento en que esa identidad se quiebra por medio de la disidencia y la crítica. En el diálogo y la tensión entre la izquierda neoyorquina y el socialismo cubano durante los años sesenta se cifran las posibilidades de un circuito cultural de vanguardia, articulado en torno al eje La Habana-Manhattan, que intentó desafiar la asfixiante polarización de la Guerra Fría.
ARTHUR M. SCHLESINGER JR. dedicó buena parte de su libro de memorias de la administración de Kennedy, A Thousand Days (1965), a reconstruir el dilema que la Cuba socialista de Fidel Castro implicó para Washington en 1961. Desde las primeras páginas del capítulo “The Hour of Euphoria”, Schlesinger suscribía un relato histórico sobre la radicalización comunista de la Revolución cubana, abastecido fundamentalmente por la lectura de autores como Theodore Draper y Hugh Thomas, quienes insistían en que la joven dirigencia cubana, racional y deliberadamente, había escogido reformular la ideología nacionalista democrática que la había llevado al poder, en enero de 1959, en términos de un socialismo comunista aliado al bloque soviético.1
En su libro, Schlesinger incluía dentro de la “euforia” desatada por la llegada de Kennedy a la Casa Blanca el entusiasmo que la Revolución cubana despertó en la opinión pública de los Estados Unidos. Desde 1957, cuando The New York Times comenzó a publicar la serie de artículos de Herbert L. Matthews sobre la guerrilla de la Sierra Maestra, Fidel empezó a ser percibido como el joven líder de una nueva izquierda latinoamericana, nacionalista y hasta socialista, pero todavía liberal y democrática, que en Washington se asociaba con los interlocutores de la Alianza para el Progreso en la región: Lázaro Cárdenas, Víctor Raúl Haya de la Torre, Rómulo Betancourt y José Figueres.
El rechazo al régimen de Batista en la opinión pública y la clase política de los Estados Unidos crecía a fines de los cincuenta. El propio presidente, recordaba Schlesinger, en su libro de campaña The Strategy of Peace (1960) había ubicado a Castro en el “legado de Bolívar”.2 Y Schlesinger mismo decía haber conocido a Castro durante el apoteósico viaje de éste a los Estados Unidos en abril de 1959, en el Harvard Faculty Club de Cambridge. Intentando explicar la popularidad del joven barbudo entre los jóvenes universitarios de su país, Schlesinger anotó: “They saw in him, I think, the hipster who in the era of the Organization Man had joyfully defied the system, summoned a dozen friends and overturned a government of wicked old men”.3
El giro al comunismo, según Schlesinger, produjo una reacción adversa en los Estados Unidos que, en un año, deshizo a Fidel Castro como héroe y lo convirtió en enemigo de la nación. Kennedy autorizó el plan de la invasión de Bahía de Cochinos, elaborado por la administración anterior, que resultaría ser el principal revés de su primer periodo presidencial. En su exhaustivo relato del episodio, Schlesinger responsabiliza a la CIA y a los propios líderes del exilio cubano de aquel fracaso y exculpa, naturalmente, a su jefe, el presidente Kennedy.4 Pero hace algo más: reprocha a intelectuales como C. Wright Mills, Jean-Paul Sartre y Norman Mailer, y a asociaciones simpatizantes de la Revolución cubana, como el Fair Play for Cuba Committe, que convocó a marchas en San Francisco y Union Square el 21 y el 22 de abril, por solidarizarse con La Habana en la primavera de 1961.5
De hecho, toda esa larga sección de su libro podría leerse como un contrapunto entre la visión sobre la Revolución cubana de Thomas y Draper, que él suscribe, y la de Wright Mills y Sartre, que equivocadamente presenta como favorable a la instauración del comunismo en Cuba. La confrontación ideológica de aquellos años y las propias críticas de Wright Mills y Norman Mailer a la política de la administración de Kennedy hacia Cuba hacían perder de vista a Schlesinger que aquellos intelectuales neoyorquinos no eran, en primera instancia, partidarios del giro comunista de la Revolución cubana, sino objetores de la política de Washington en la Guerra Fría. Ese equívoco, propio de liberales y demócratas, en anticomunistas de la derecha republicana adoptaba la forma de un rígido estereotipo.
Entre 1959 y 1962, la opinión pública de Nueva York fue un escenario clave de la radicalización ideológica de la Revolución cubana y del diseño de una nueva y audaz estrategia geopolítica por parte de sus jóvenes líderes. En Nueva York no sólo se situaban las editoriales de grandes medios impresos, televisivos y radiales, como The New York Times, The New York Herald Tribune, la CBS y la NBC, sino que en la sede de las Naciones Unidas de la ciudad se producían frecuentes reuniones de jefes de Estado del mundo a las que asistían los dirigentes cubanos. Fidel Castro y Ernesto Che Guevara se convirtieron en figuras centrales de aquel espectáculo de la política mundial en los sesenta.
En las páginas que siguen intentaremos reconstruir el proceso por el cual la opinión pública de Nueva York cambió su imagen de la Revolución cubana. El estudioso del periodismo norteamericano Robert A. Rutland se refirió a ese cambio cuando escribió: “Cuba, under Fidel Castro, turned from friend to enemy, with shocking suddenness”.6 Rutland ubica rígidamente ese cambio en el otoño de 1962, cuando, a su juicio, la prensa liberal de la ciudad, que había celebrado el triunfo de Castro en 1959 y había cuestionado a Kennedy por el fiasco de Bahía de Cochinos, presentó a la dirigencia cubana como una amenaza a la paz y la seguridad de los Estados Unidos.
Luego trataremos de observar la mutación que se produce dentro de la opinión radical y, especialmente, de publicaciones como Dissent y The Village Voice, a favor de una crítica a los elementos totalitarios del socialismo cubano, de la localización del Che Guevara como ícono de la nueva izquierda y del rechazo paralelo a las intervenciones de los Estados Unidos en Vietnam y de la Unión Soviética en Checoslovaquia. Entre 1963 y 1968, cuando se produce un discreto distanciamiento entre Cuba y la URSS, el radicalismo estadunidense se relaciona de manera compleja con el gobierno cubano. Mientras Dissent no duda en calificar a ese gobierno como una dictadura, The Village Voice prefiere identificarse con el guevarismo en cuanto corriente de la izquierda latinoamericana que expande y, a la vez, rebasa las ideas de la Revolución cubana.