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Caterina, la joven narradora de este gran clásico de la literatura griega del siglo XX, es amante de la lluvia y también del sol, de los animales domésticos con los que convive, de los paseos solitarios entre olivos y pinos y de los domingos de playa, de las texturas y los colores de lo que la rodea: mira el mundo con el deslumbramiento y la intensidad propia de los dieciséis años. Vive en una casa en el campo a las afueras de Atenas con su madre divorciada, una tía marcada por un trauma de juventud y sus dos hermanas mayores, que tienen un carácter y unas aspiraciones muy distintas a las de la voz protagonista, quien ama, por encima de todo, lo desconocido, la aventura. El personaje que encarna todos los anhelos de nuestra narradora es la abuela polaca, que un día desapareció para emprender una vida independiente fuera del matrimonio y lejos de sus hijas. De la abuela sólo queda el recuerdo de su rotunda decisión, pero, a pesar de que la familia ha renegado de ella, constituye para Caterina una figura tutelar. Mientras la heroína y sus hermanas acuden a fiestas, afrontan sus primeras cuitas amorosas y lidian con la canícula a lo largo de los tres veranos que recrea esta bella novela de formación, tratan de comprender las extrañas querencias de los adultos y se preguntan constantemente en qué tipo de personas quieren convertirse. Tres veranos es el amplio retrato de una feminidad diversa, compleja y, en ocasiones, contradictoria, una historia que encierra todo el encanto de aquellos momentos que inadvertidamente acaban convirtiéndose en los momentos decisivos de una vida sólo cuando se echa la vista atrás. «El sol ha desaparecido de los libros de hoy. Por eso hacen daño en lugar de ayudar a vivir. Usted está entre quienes irradian ese sol. Siento una gran afinidad con Tres veranos.» Albert Camus a Margarita Liberaki
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LARGO RECORRIDO, 172
Margarita Liberaki
TRES VERANOS
TRADUCCIÓN DE LAURA SALAS RODRÍGUEZ
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: abril de 2022
TÍTULO ORIGINAL:Τα ψάθινα καπέλα
DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez
MAQUETACIÓN: Grafime
La presente publicación ha sido beneficiaria de una de las ayudas a la Edición convocadas por la Consejería de Cultura, Turismo y Deportes de la Junta de Extremadura.
© Margarita Liberaki y Kastaniotis Editions S.A., Atenas, 1995.
Primera edición en griego: 1946.
Publicado por acuerdo con Iris Literary Agency.
© de la traducción, Laura Salas Rodríguez, 2022
© de esta edición, Editorial Periférica, 2022. Cáceres
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-18838-32-3
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
A mi hermana
Aquel verano nos compramos unos enormes sombreros de paja. El de María tenía cerezas alrededor; el de Infanta, nomeolvides azules, y el mío, amapolas rojas como el fuego. Así, cuando nos tumbábamos en el pajar, nos fundíamos con las flores silvestres. «¿Dónde os habéis metido otra vez?», gritaba nuestra madre. Nosotras, chitón. Susurrábamos, nos contábamos secretos. Los años anteriores María e Infanta se los confiaban a mis espaldas, pues yo era la más pequeña. Pero ese año… Ese año Infanta se tumbaba un poco más allá, en silencio, y María me los revelaba a mí. No dejaba de hablar mientras se revolcaba en la paja. Tenía las mejillas encendidas y los ojos le brillaban de un modo extraño. Si me distraía mirando el sol, que estaba a punto de ponerse, o algún insecto, María se enfadaba. «Pero bueno, ¿es que no te interesa lo que te cuento? –protestaba–. La culpa es mía por intentar abrirte los ojos. ¡Por mí, como si sigues creyendo que a los niños los trae la cigüeña!…»
Cuando me disponía a contestar que sabía que a los niños no los trae la cigüeña, que lo sabía desde siempre, me frenaba su carcajada, una carcajada decidida e impetuosa que estremecía los granos del trigo a su paso por la pradera hasta rebotar contra la montaña de enfrente y volver como un eco. En esos momentos me irritaba la risa de María. Adivinaba en ella una desvergüenza que disipaba el misterio de las cosas, su encanto. Y, no sé por qué, al oírla, se me venía a la cabeza la romería del año anterior, en la iglesia del profeta Elías, donde había visto a un bebé muerto metido en un tarro e inmerso en formol, igual que estaba en el vientre de su madre antes de nacer.
A mediodía nunca dormía la siesta, costumbre que había arraigado en mí de pequeña, cuando pensaba que no echar una cabezada durante el día era una acción revolucionaria, prueba de una voluntad de hierro y de un alma independiente. Así las cosas, trepaba al nogal y me hacía anillos de flores y pulseras de crin de caballo. Después me los ponía e intentaba ver mi reflejo en la alberca. Pero nunca lo conseguía porque a aquella hora el sol caía de lleno en el agua y la hacía brillar como un trozo de oro caliente que me cegaba.
También hacía abalorios para mis hermanas. Pero luego no me gustaba vérselos puestos. No por envidia, sino porque me daba la sensación de que no los apreciaban lo suficiente, de que no se los merecían, pues era como si estuvieran esperando a que las flores se marchitaran –razón por la que se marchitaban antes de tiempo–, o como si supieran que las pulseras no eran más que crin de caballo y, por tanto, no podían parecer sino eso, mera crin de caballo que, para más inri, procedía de la cola, la misma con la que el animal espanta las moscas que se le posan en la grupa.
Cuando la luz me deslumbraba tanto que me pesaban los párpados y se me aflojaban las extremidades como si hubiera bebido vino dulce, me iba al pajar, donde encontraba un silencio lleno de sombra y de olor a heno. Allí colmaba mi soledad con personajes y lugares remotos: cintas de colores al viento, mares naranjas, Gulliver en el país de los caballos habladores, Ulises en las islas de Calipso y de Circe. Circe era mala: transformaba a los humanos en cerdos. Pero tenía el poder de hacerlo. ¿Tendría yo más adelante algún poder parecido? No el de transformar a la gente en cerdos, claro, sino… El cuerpo se me iba hundiendo cada vez más en la paja, se apoderaba de mí un sopor de unos pocos minutos y empezaba a dar cabezadas, algo, eso sí, que no le confesaba a nadie. Era un sueño dulce y, al despertar, me daba la impresión de haber regresado de otro mundo. Pero la pradera reía y las uvas colgaban maduras de la parra, y yo, con las manos siempre prestas a cortarlas y la boca deseosa de saborearlas, me decía para mis adentros si, de todos los mundos, de todas las estrellas que son otros mundos, no sería la Tierra la más bonita.
Nuestra casa quedaba a una media hora de Kifisiá. Estaba en medio de una pradera rodeada de vergeles y prácticamente aislada, ya que, para ir a la vivienda más cercana, que era la de Parigoris, el médico, se tardaba por lo menos diez minutos. «Sólo ir a la compra ya es agotador», decía nuestra vieja criada, Rodiá. La había construido el abuelo a su gusto: con habitaciones grandes, cuadradas, de techos altos, dos terrazas donde poníamos a secar el maíz o lo que fuera, la casita del jardinero y, un poco más apartados, el establo y los gallineros. Había puesto especial cuidado en el jardín: no sólo porque era ingeniero agrónomo, sino porque le gustaban los árboles. Los plantaba, los criaba como si fueran niños y se acordaba de sus enfermedades, de las heladas y de los malos vientos que habían doblegado sus troncos; también recordaba los injertos que les había hecho y la época en la que habían dado frutos por primera vez. «Los árboles –decía– son la cima de la Creación. Sus raíces en la tierra nos muestran que todas las criaturas están conectadas entre sí y con Dios.» En primavera solía tumbarse al pie del manzano –el manzano del abuelo, así lo llamábamos– y escuchaba el zumbido de las abejas mientras éstas se adentraban en las flores para extraer el polen dorado.
Me figuro que el abuelo tenía la finca para consolarse. Había perdido a la abuela cuando mamá y la tía Teresa tenían respectivamente cinco y siete años. No es que se la hubiera llevado la Muerte: el que se la llevó fue un vivo, un músico que pasó por Atenas para dar un par de conciertos. En el primero la abuela se enamoró de él, se conocieron y, después del segundo, ya no pudo aguantar y se marchó con él. Como eran los dos extranjeros, hacían buena pareja: la abuela era polaca y tenía los ojos verdes.
Me quedé boquiabierta la primera vez que Rodiá me habló de todo aquello. Recuerdo que fue una noche de invierno que estábamos sentadas en la cocina mientras se cocían unos boniatos. ¿Una abuela haciendo una cosa así? No me cabía en la cabeza. «A ver, alma de cántaro –me respondió–, en aquella época todavía no era abuela. ¡Si tu madre y la tía Teresa eran unos micos!» Es verdad, aún no era abuela… «Nunca supimos adónde se fue –prosiguió Rodiá–. Quién sabe qué habrá sido de ella y si está viva… Desde entonces, tu abuelo no quiere ni oír hablar de ella.»
En efecto, nadie mentaba su nombre. Ni madre ni la tía Teresa. Sólo nosotras pensábamos en ella alguna vez. Además, habíamos descubierto una foto suya en una vieja consola. Qué guapa era… La llamábamos la abuela polaca para diferenciarla de la otra, la paterna, que era una señora de pelo blanco y sonrisa amarga, a causa de quién sabe qué deseos sin cumplir.
–Pues yo, qué queréis que os diga, la admiro –les dije una tarde en que hablábamos de ella tumbadas en el pajar.
–¿Y eso? –soltó distraída Infanta.
–¿Por qué? –preguntó María con interés.
–Pues porque fue valiente marchándose así, lejos del abuelo…
–Valientes son los que se quedan –me interrumpió María, e Infanta no dijo nada.
Supongo que María tenía razón y que hablé de ese modo porque era pequeña. Andando el tiempo, comprendí que para la abuela polaca lo lejano estaba realmente aquí, no allí.
Aquel inverno llovió mucho. El bosque estaba empapado y no le daba tiempo a secarse, la hojarasca se pudría y se transformaba en tierra. Por la noche soplaba un vendaval tan tremendo que las cortinas del comedor se movían sin que nadie las tocara.
–¿Quién es? –preguntaba el abuelo.
–Nadie –respondíamos nosotras.
–Pero si han llamado.
–No –contestábamos–. Habrás oído mal, abuelo. –Y suspirábamos.
Por nuestro pelo se derramaban gruesas gotas de lluvia al volver del colegio. Teníamos capuchas, pero no nos las poníamos: nos las echábamos hacia atrás y caminábamos a la intemperie. María iba dando tumbos y dejaba los labios entreabiertos, como si estuviera borracha. Infanta caminaba en línea rectísima y, cuando una gota se le posaba en las pestañas, se la limpiaba con la mano como si fuera una lágrima. Si tenía toda la cara mojada, no entiendo por qué le molestaba esa única gota. Yo, en cambio, corría con los brazos extendidos hacia el cielo y la tierra, y cantaba, pues me fascinaba estar fuera bajo la lluvia. Sin embargo, cuando estaba en la habitación y el agua repiqueteaba en el tejado y resbalaba por los cristales, no sé qué me entraba. Me encerraba, me tiraba en la cama y, rendida, lloraba un buen rato. Aunque no sé si era de pena.
–Caterina es un poco nerviosa –le advirtió un día la tía Teresa a madre–. Hay que tener cuidado.
–¿Cuidado de qué?
–Pues de que no se parezca a…
Se referían a la abuela polaca. Me di cuenta por el tono de sus voces, por la mirada que intercambiaron. ¿Conque la abuela era nerviosa? A partir de aquel día, cuando alguien me reñía o cuando me enfadaba con mis hermanas, me ponía a dar voces. Además, cogí su foto y esa misma tarde la coloqué junto a mi rostro frente al espejo. Pero, a pesar de todos mis esfuerzos, no encontré más que un remoto parecido. Ella tenía los ojos verdes; yo, castaños y uno más oscuro que otro, cosa rara, sí, pero no me sentaba mal. Rodiá decía que era señal de que iba a ser una persona con suerte. Mi abuela tenía el pelo negro; yo, castaño de nuevo. Ella, la piel blanca; yo, del color del trigo. Sólo nos parecíamos en el cuello y un poco en la barbilla, algo de lo que yo me enorgullecía mucho. La manera en que el cuello nos nacía de los hombros y continuaba hasta el mentón para dar paso al rostro estaba dotada de cierta belleza, una línea limpia y firme, indicio de que algún día yo sería guapa y, lo que es más, me daba seguridad y confianza en mí misma. Muchas veces, cuando estaba sola, me bajaba el vestido hasta los hombros. Antes de dormir, hacía lo mismo con el camisón y me miraba en el espejo. Me quedaba absorta en mi reflejo, como si en el mundo no existiera nada más que yo y mi imagen, y eso me gustaba. Pero una noche que se había ido la luz, encendí una vela y me llevé un buen susto porque vi que mi sombra se alzaba, enorme, sobrenatural, en la pared de enfrente, hasta tocar mi cama, hasta llegar al techo y cubrirlo.
La tía Teresa llevaba razón al decir que ese año tendríamos muchas amapolas. Por lo visto, las lluvias habían multiplicado las semillas y éstas se habían esparcido por todo el prado. Aun dentro de la finca, en los sitios sin sembrar, se formaban alfombras cuadradas de rojo, como augurando que sucedería algo de manera inminente: eso decía Rodiá que significaba soñar con rojo. Me alegro de haber elegido amapolas de ese color para mi sombrero de paja. Así estoy en armonía con todo. También María acertó al elegir las cerezas rojas, un fruto jugoso y dulce. En cuanto a los nomeolvides azules de Infanta, son tan poco corrientes…
Recuerdo aquellos años como si fueran un único día, un momento. Las tardes de primavera y de verano poníamos un mantel de color cereza en la mesa pequeña de la terraza. Y, cuando llegaba la hora de la puesta de sol y empezaba a refrescar, se oía a la tía Teresa haciendo ruido arriba, en su cuarto, como si moviera algún mueble. Luego bajaba con aquel paso suyo inestable que daba la impresión de que se había mareado y de que se podía desplomar de un momento a otro. Se veía también a madre saliendo sigilosa de la casa para sentarse en su sitio de costumbre, que no miraba al bosquecillo, sino al recinto abierto de Tatoi. También el abuelo dejaba el trabajo, se lavaba las manos y la cara para refrescarse después de un largo día antes de venir a sentarse. Aún me parece oír el grifo del baño corriendo al mismo tiempo que el agua de la reguera. El aire era templado, Mavrucos miraba el agua correr y, confundiéndola con algo vivo, ladraba. De lejos se oía la voz de la Capátena llamando a sus hijos –«Costas, Cula, ¡eh!, Manolis»– y Rodiá aparecía con la bandeja grande del té y las galletitas. Todo era perfecto y melancólico.
Debajo de la terraza estaba el parterre, mi parterre, el que me había regalado el abuelo para plantar lo que quisiera. Cultivaba todo tipo de flores. No prestaba atención a su tipología ni las disponía formando triángulos, cuadrados o en líneas, como suele ser costumbre, sino que me limitaba a sembrar las semillas esparciéndolas al azar en la época idónea, intentando muchas veces olvidar cuáles había empleado para llevarme una sorpresa al verlas brotar de la tierra. Las especies y los colores se mezclaban, se apretujaban unos contra otros: flores amarillas, rojas, moradas, azules, naranjas, unas largas y otras cortas, y otras escondidas por completo entre las hojas. Aún no sé si aquello era o muy feo o muy bonito. No obstante, madre siempre murmuraba que por esos detalles se conocía a las personas, y que no hacía falta más que echar una mirada al parterre para ver lo desordenada que yo era. Los demás lo llamaban «el parterre chillón», y el abuelo, una vez, al verlo, me dijo algo como: «A ti te gusta la naturaleza y no eres su esclava. Yo soy su esclavo: me deja que la sirva, pero no que me acerque».
Al lado del quiosco estaba el pequeño huerto de María. Lo había dividido en cuadrados diminutos, uno para cada verdura de temporada. Y la verdad es que sus guisantes eran los más ricos de toda la finca. Al año solamente sacaba unos tres o cuatro kilos, así que apenas nos alcanzaban para cocinarlos un par de veces. Por eso María insistía en que los saboreáramos en pequeñas cantidades pinchándolos con la punta del tenedor, pues quería que nos deleitáramos con cada bocado.
Infanta había elegido para ella diez almendros. No necesitaban muchos cuidados, no había ni que regarlos a menudo ni que cavar la tierra. Aunque sus frutos no eran comestibles, daba alegría verlos en primavera, y pena en invierno, eso sí. Infanta apoyaba la mano en las ramas, estuvieran floridas o desnudas, y la dejaba allí mucho tiempo. En aquel entonces Infanta era una niña, pero tenía las manos de una mujer adulta.
Cuando refrescaba, yo cavaba en mi jardín de flores; María, en su huerto; Infanta miraba sus árboles, y los mayores se reunían en la terraza alrededor del mantel color cereza. No pasaba mucho rato antes de que apareciera el señor Lusis, que venía a visitarnos con regularidad. A diario, casi a la misma hora, oíamos el crujido de la puerta de madera y el rechinar de las piedras del jardín, que parecían romperse bajo sus fuertes pisadas. Puesto que caminaba agitando bruscamente los brazos y el bastón, a su paso sacudía las ramas más bajas de los tres pistacheros que estaban en el caminito de tierra, hasta el punto de que muchas veces me acercaba para comprobar si se había roto alguna. Aunque no me lo explico, el señor Lusis jamás llegó a romper ninguna. Lo único que hacía era arrancar y aplastar sin querer algunas hojas que acaban cayendo al suelo mientras se cambiaba mecánicamente el bastón de mano.
–¿Quién será a estas horas? –decía siempre la tía Teresa–. Yo me voy dentro, no sea que venga algún desconocido. No tengo ganas. –Se levantaba a toda prisa, como si la persiguieran, y apenas tenía tiempo de esconderse en el comedor, que daba a la terraza, cuando aparecía a los dos minutos–: Ah, es usted, señor Lusis. Me había ido por si era algún desconocido…
–Siéntese –lo invitaba mi madre mirando el recinto abierto de Tatoi–. Rodiá, el café…
El señor Lusis decía que sólo bebía té cuando estaba muy enfermo.
–No le hagas café –le decía yo a Rodiá en la cocina–. ¿Por qué hay que prepararle algo aparte? Que beba té…
–Pero ¿por qué? –preguntaba Rodiá.
–¿Por qué? Y yo qué sé…
Al poco aparecía el café en una taza grande. El señor Lusis lo olía y se encendía un puro; daba un trago, una calada; otro trago, otra calada, y así una hora entera.
Siempre iba muy arreglado. En primavera llevaba ropa de lana fina inglesa color gris claro; en verano, lino blanco o seda cruda. Pero estaba gordo.
«¿Qué hay de nuevo?», preguntaba el abuelo frotándose las manos. El señor Lusis no sólo sabía lo que pasaba en Atenas, sino también en todo el mundo. Saltaba de un tema a otro con una facilidad pasmosa y cierta gracia: de las bodas de unos y otros al último invento estadounidense, de una conversación sobre arte –¿era auténtico tal cuadro del Greco?– al mejor método para injertar rosales. Era un hombre viajado y sabía muchas cosas. Para los mayores se trataba de una compañía agradable, valiosa. Para el abuelo, en concreto, tenía especial interés, pues, uniendo las piezas del puzle que le ofrecía, entre las bodas de unos y los inventos de otros, podía hacerse una idea del mundo. Así dejaba de atormentarlo el pensamiento de vivir fuera de él, aislado, y, libre ya de esa idea, podía seguir viviendo fuera de él, a su aire, que era lo que más deseaba. En fin, que el señor Lusis, sin saberlo, le daba la oportunidad de llevar la vida que quería sin remordimientos, algo por lo que el abuelo le estaba muy agradecido.
Aun así, yo tenía la impresión de que en todo lo que decía dejaba la impronta de su chillona risotada y de sus pasos pesados, y de que las cosas, vistas desde su prisma, adquirían algo de su personalidad y se afeaban. En su boca el mayor invento era insignificante. Y, cuando madre se reía de sus chistes, me daban ganas de llorar con la cara enterrada en mi parterre chillón.
Entonces teníamos una institutriz que nos enseñaba francés y nos bañaba los sábados. Primero a María, luego a Infanta y por último a mí. El día del baño era el más cansado para mademoiselle Sina. El mero hecho de lavarle el pelo a María, que entonces lo tenía muy largo, le daba dolor de espalda. También se enfadaba conmigo, pues, según decía, tenía el cuello un poco sucio, como si no me lo hubiera lavado en toda la semana. Y la verdad es que, a pesar de que me gustaba el agua y la disfrutaba, cuando me metía por la mañana bajo el grifo, intentaba que el chorro me cayera directamente en la espalda porque en el cuello me daba escalofríos. Sólo al zambullirme en el mar o en la alberca me daba igual mojarme el cuello. Cuando yo, que era la última, entraba en el baño, estaba lleno de vapor y olía a jabón; la estufa estaba al rojo vivo y la leña se había convertido en brasa. Aquel calor me ralentizaba los latidos del corazón. Ponía los ojos en blanco y me entraba una especie de desmayo, pero no decía nada porque aquello me gustaba. Era como estar dormida pero en vela, como hablar con otra voz. También tenía pensamientos extraños que, a pesar de su vaguedad, al recordarlos me llenaban de vergüenza.
El baño hacía que el sábado no se pareciera a ningún día. Tomábamos el té más temprano que de costumbre, con poco pan y poca mermelada para no tener el estómago pesado. Por la noche no nos sentábamos a la mesa, sino que cenábamos en la cama. Nos deslizábamos dentro de las sábanas limpias, el pelo humedecía un poco la almohada, teníamos la piel reluciente, el cerebro despejado –los pensamientos que un rato antes me habían avergonzado se disipaban, ni siquiera sospechaba que hubieran podido existir– y Rodiá nos traía a cada una sendas bandejas con sopa y cabeza de cordero hervida. La despedazábamos poco a poco, chupando todos los huesos, aprovechando la oportunidad de portarnos como unas bárbaras. Yo me comía todos los ojos –ni a Infanta ni a María les gustaban; el cordero les daba pena, o eso decían–, y María, todas las lenguas. No íbamos a darle las buenas noches a madre: era ella la que venía. Se inclinaba sobre la cama de cada una, tomaba entre sus sedosas manos nuestro rostro, nos miraba a los ojos y nos besaba en las dos mejillas. Tenía la piel suave, blanca como las flores del invernadero del señor Lusis, y los ojos negros y brillantes como su pelo. Madre era guapa, muy guapa. Yo le suplicaba que volviera a besarme y, si bien algunas veces se inclinaba de nuevo y me tomaba la cabeza, otras fingía no haberme oído y se marchaba.
Mademoiselle Sina, a quien a menudo llamábamos Sesina, se sabía todas las historias de Bécassine, pero a mí me gustaba más Sin familia porque entonces estaba convencida de que los rasgos cómicos afean la vida y los trágicos la embellecen. Disfrutaba llorando mientras leía Sin familia. Cuanto más se multiplicaban las peripecias y los contratiempos de Rémy, más importante y valiosa me sentía.
A mademoiselle Sina la quise mucho después de marcharse, ya que, mientras vivió con nosotras, me daba la impresión de que me coartaba, de que no me dejaba hacer lo que yo quería. Y aquella certidumbre mía era aún más sólida precisamente por no estar justificada.
Era suiza y tenía las mejillas rosadas con venitas rojas. La escuché hablar tan a menudo de Guillermo Tell que hoy en día sigo pensando que es el mayor héroe de todos los tiempos. Me hablaba de la espesa leche suiza, de las cumbres nevadas, de las tartaletas que salían ardiendo del horno de su padre. Me imaginaba deslizándome en trineo desde la cima más alta y llegando a toda velocidad justo delante de la panadería de su padre. Dejaba el trineo en la calle –allí puedes dejar lo que quieras en la calle, hasta el dinero, pues nadie roba– y cogía una tartaleta de albaricoque y otra de fresa. Antes incluso de probarlas, se me hacía la boca agua mientras aquella fantástica fragancia del dulce caliente agitaba mis fosas nasales. «Allí hay fresas hasta en los bosques –decía mademoiselle Sina–. Sales de paseo y llenas una cesta entera. Pero yo no comía porque, en cuanto me metía una sola en la boca, me daban escalofríos y fiebre.»
Era verdad. Recuerdo que una vez la convencí de que probara dos fresas de la finca para ver si le entraban escalofríos, y no había pasado media hora cuando tuvo que meterse en la cama medio desmayada.
La atormentábamos, pobre, la enfadábamos, y entonces se le subía la sangre a la cabeza, las venitas de las mejillas se le ponían moradas y a nosotras nos entraba la risa. Pero hacíamos mal en olvidar que era buena y que había sido ella quien ahuyentó el miedo que nos había metido la otra institutriz, miss Ghost, quien, por las noches, me acuerdo perfectamente, se levantaba y se ponía a tocar el violín y a colgar sábanas blancas en los espejos. Nos llevaba a dar largos paseos por el bosque, nos sentaba a su alrededor y nos contaba que nuestra alma había pertenecido a otra persona o a otro animal antes que a nosotras y que, cuando nos muriéramos, volvería a pertenecer a otro ser.
Me volvía loca sólo de pensar que perdería mi alma, que ésta alzaría el vuelo como un pájaro. ¿Y si en la otra vida me convertía en caballo y los cocheros me azotaban con el látigo por la calle?
–Yo estoy aprendiendo violín para entonces –añadía ella con la mirada encendida.
–Y, si se convierte en cerdito o en gato, ¿cómo va a tocar, miss Ghost?
Recuerdo que un día le pregunté eso, riéndome a mandíbula batiente, a pesar de que me sudaban las manos y de que por poco desgarro el pañuelo de los nervios. «Tonterías», murmuró, amarilla como un limón.
De todos modos, miss Ghost siempre estaba amarilla, amarilla tirando a cenicienta. Llevaba el pelo pegado a las orejas y unos vestidos chillones.
Por aquella época mis noches eran difíciles. Tardaba en dormirme y, cuando lo conseguía, tenía pesadillas. A menudo pasaba ante mis ojos una ola de arena que me cegaba. Intentaba abrir los párpados, pero no podía. Entonces me ponía a chillar y despertaba a toda la casa. Incluso ahora soy incapaz de decir si aquella ola de arena cegadora fue un sueño o si fue fruto de mi imaginación, inflamada por el insomnio.
Así pues, le debíamos mucho a Sesina, que en el bosque no se ponía a hablarnos de las almas, sino que nos dejaba corretear y jugar, y apaciguaba nuestro sueño con aquellos insustanciales cuentos suizos que ahora se ha llevado el olvido. Tenía las mejillas rojas, no amarillas, y eso también cuenta, y el pelo castaño claro con unas pocas canas que al principio se arrancaba con cuidado, pero que se fueron multiplicando con rapidez y formaron alrededor de su cabeza una bonita corona blanca que la llenaba de pesar, aunque, como yo le decía, le sentaba muy bien.
El domingo era el día que visitábamos a padre, un día lleno de tensión y melancolía. Las horas que pasábamos con él pensábamos en todas las que no pasábamos juntos. Por eso, y para reírnos, siempre nos inventábamos alguna locura que nos distrajera: una excursión en su coche, el Caraiscakis, a playas lejanas, funciones de teatro poco apropiadas para nuestra edad, películas de caballos que corrían como locos por llanuras interminables o de mujeres extravagantes. Me acuerdo de que una vez vimos a Greta Garbo matando a un general que estaba sentado en su sillón y de que después llamaban a la puerta y decía «¡adelante!» con toda tranquilidad, sentada en el reposabrazos, al lado del muerto, haciendo como que lo abrazaba y le hablaba.
Al llegar el lunes, le contábamos todo a Marios, lo que habíamos visto, lo que habíamos oído. El sol aún no había salido y él ya estaba en casa para jugar, o eso decía, aunque nosotras sabíamos que en realidad venía para enterarse de todo. Durante un rato nos hacíamos las tontas hablando de a qué íbamos a jugar, pero enseguida él decía, mirando al cielo:
–¿Qué día es hoy?
–Lunes. ¿Por qué preguntas?
–Para organizar las asignaturas que tengo que estudiar.
No lográbamos aguantar. Empezaba María: «Marios, tendrías que haber estado allí…». Entonces nos sentábamos en el suelo y los instantes se convertían para nosotros en horas, días enteros, vidas.
Últimamente las ranas andan como locas. Empiezan las que viven en la cañada, en la avenida Aníxeos, enfrente del médico Parigoris. Es que por allí pasa el riachuelo que baja de Kefalari para regar las fincas, y el murmullo del agua, su sabor, su color, que tiene mil tonos, las embriaga.
A esa hora mis hermanas y yo contamos las estrellas y dejamos que la luna se nos cuele en el pelo. Advierto que a María se le altera la mirada.
–¿En qué piensas? –le pregunto. Estamos tumbadas boca arriba con las manos detrás de la cabeza.
–En las corridas de toros. –Me río a carcajadas y me susurra al oído–: Pues sí. Imagínate… La muleta roja, los toros desquiciados… los hombres clavándole el estoque en la nuca (así, crac) o viendo cómo se desparraman sus entrañas… Las mujeres abanicándose, esperando para entregarse al vencedor… Su placer empieza con el espectáculo de la lucha. –Sus palabras me parecen extrañas. Claro, tiene veinte años…
–Qué asquerosidad –dice Infanta, que se pone en pie y va a hacerle compañía a la tía Teresa. Son inseparables. Hacen bordados difíciles y leen libros gordos.
–No le hagas caso. No sabe nada de la vida. Ni aprenderá. Seguirá siendo un trozo de mármol hasta que se muera. –Las ranas hacen mucho ruido. María continúa–: ¿Sabes qué? Se acabó todo con Nicos. Resulta que un día vinieron con la pandilla Stéfanos y Eleni. A Eleni le gustó más Nicos, y a mí, más Stéfanos. En fin, que hicimos una especie de intercambio. –Y, como me quedo callada–: ¿Qué? ¿No vendrás tú también a dártelas de moralista, como Infanta?
–No, no es eso, María…
Los árboles se inclinan para ahogarme, las piernas se me convierten en plomo, la luna parece falsa. Stéfanos, María, Eleni, Nicos… Si las cosas son así, ¿qué puedo esperar yo?…
–¿Por qué no le haces caso a Marios? –pregunto–. Él te quiere. Cuando viene no te quita los ojos de encima y cuando se encuentra conmigo por la calle siempre me pregunta por ti…
–Uf… Es que es bobo. Débil, lánguido… –Se revuelca en el césped y dice–: Ya sé que está loco por mí. –Silencio–. Esto que quede entre nosotras, Caterina: los otros también son bobos, tanto Nicos como Stéfanos. Pero bueno, para pasar el rato…
Yo no me parezco a María. No pienso dejar que me toque un chico sólo para pasar el rato. A lo mejor encuentro a alguien con quien contemplar cómo florecen las margaritas, alguien que me corte los primeros madroños otoñales y me los traiga envueltos en hojas. O puede que me vaya sola a conocer mundo. «No entiendo a qué viene tanto cuchicheo entre la tía Teresa e Infanta –dice María, como si llevara todo el rato hablando de eso–. Mira que ir a sentarse ahí arriba cuando la hierba está tan suave… ¿Acaso he dicho algo malo? Sólo he hablado de las corridas de toros. ¡Infanta! ¡Infanta! –grita mirando hacia la habitación de la tía Teresa–. ¡Baja!… ¡Infanta!…»
El cuarto de la tía Teresa está en la primera planta, algo aislado del resto de la casa. Ella lo llama taller y quiere que nosotras también lo hagamos. Tiene unos pocos muebles, un caballete, una paleta con colores encima de la mesa y, en la esquina derecha, un montón de cuadros terminados y a medio terminar.
De todo lo que hay allí, lo que más me gusta mirar, más que las propias pinturas, es la paleta con todos aquellos colores, esas manchas brillantes, azules, naranjas, amarillas, rojas, verdes… Un día, de pequeña, hice un buen estropicio, porque la magia de los colores me hizo pensar que, si los mezclaba, saldría algo espectacular, lo nunca visto. Recuerdo que cogí todos los tubos, los vacié en la paleta y empecé a removerlo todo con las manos. Cuando terminé, me quedé sorprendida: ante mí había una inesperada masa negruzca. Y, por si no me bastara con aquella decepción, encima me riñeron. Ahora sé que no todos los colores combinan entre sí. «Si quieres morado, pon rojo y azul; si quieres verde, azul y amarillo», me explicó la tía Teresa.
Sus cuadros semejan calcomanías de la realidad. Reproduce lo que ve con mucha fidelidad. No se le escapa ni una hojita, ni una brizna de hierba ni una nube lejana. Pero, cuando pinta esa nube lejana, hace que parezca cercana, y eso lo estropea todo. No obstante, me gusta un retrato que hizo de Infanta. Es que es tan guapa… La tía Teresa dice que es como la Venus de Botticelli, una Venus pura. De las tres es la más guapa, sin duda. Sólo que María tiene el cuerpo más flexible, más torneado; y yo, los ojos más brillantes.
Le gustan los paisajes, los retratos y las natures mortes. Ha pintado muchos árboles de la finca y otros del bosquecillo que hay al lado. Pero, cuando los veo en sus lienzos, a pesar de ser idénticos a los reales en forma y color, es como si hubieran perdido la conexión que hay entre ellos, como si estuvieran solos, cada uno en un entorno diferente que alguien hubiera unido a la fuerza. En cuanto a las naturalezas muertas, tiene predilección por la fruta, sobre todo por los albaricoques y los melones abiertos. «Están tan bien hechos que me entran ganas de comérmelos», dice, y se ríe. A mí no me gustan. En general siento antipatía por las naturalezas muertas, aún más por aquellas en las que hay fruta, pues la fruta es sabor, textura y aroma.
Infanta pasa muchas horas con ella en su taller. Dice que le gusta la vista que hay desde allí arriba y la tranquilidad. Abajo quedan los enfados de madre, los refunfuños del abuelo, mis gritos, las risas de María… Pero ese silencio es poco natural y a veces da miedo: es como el recuerdo de esas pesadillas en las que te duele algo, en las que te persiguen, en las que la tierra se abre para tragarte, en las que quieres hablar pero no lo consigues porque tu voz, atascada en el algún lugar de tu garganta, no puede salir cuando lo que quieres es pedir auxilio…
Sin embargo, la tía Teresa es buena; buena y miedosa. Da un respingo al menor ruido, le tiemblan los labios en cuanto el viento sopla con un poco de fuerza.
–Viene alguien –dice. Para ella ese alguien es el mal.
–A mí también me ha parecido escuchar algo –respondo para asustarla un poco y porque para mí ese alguien es lo desconocido.
–Se le ha quedado el miedo desde entonces –me dijo una noche Rodiá, y me contó toda la historia.
Estábamos cociendo boniatos cerca de la chimenea. Es la única manera que tengo de encontrarme a solas con Rodiá y sonsacarle información. Porque yo quiero saber y saber. Al contrario que Infanta, yo no soy indiferente.
–Cuando sucedió la desgracia, la tía Teresa era una muchacha –comenzó Rodiá–. De la edad de Infanta más o menos y, además, se le parecía un poco. Habían ido de excursión tus padres, la tía Teresa y su prometido, un joven de pelo brillante y labios gruesos.
–¿Y yo, Rodiá?
–Tú entonces no existías. La señora Anna estaba embarazada de María, de tres o cuatro meses. Como te iba diciendo, después de comer y de beber, tus padres se tumbaron debajo de los pinos y la tía Teresa y su novio se fueron a dar un paseo. Por el camino se encontraron una cueva y entraron a descansar. Pero se ve que la pasión desbordó al joven y… A ver cómo te lo digo…
–Venga, Rodiá, cuéntamelo.
–Pues eso, que hizo mujer a la tía Teresa en contra de su voluntad. La forzó…
–Ah…
Visualizo el momento. Fuera, un sol de justicia, los árboles inmóviles, la resina corriendo por los troncos, líquida como el vino, las piedras ardiendo, los insectos mudos. Dentro de la cueva, el frescor, el moho, la humedad, las gotas colgando de las rocas sin llegar a caer. ¿Cuánto puede aguantar una gota de esa manera en el aire? Y la tía Teresa sin querer entregarse a él. Un escalofrío me recorrió la espalda…
–Pero vamos a ver, Rodiá, cuando una mujer quiere a un hombre, ¿no se entrega a él?
–Sin boda de por medio, nunca, hija mía. Es pecado. Y, además, depende de la manera. La tía Teresa no quería. Así que ¿a santo de qué actuó él de esa forma? Me acuerdo de la pobrecilla después de aquello. Durante un tiempo estuvo como ida. Y desde entonces no ha querido verlo ni en pintura. Tampoco ha podido acercarse a ningún otro hombre…
Ahora entiendo por qué a la tía Teresa le tiembla la voz cuando dice «viene alguien»; por qué los árboles de sus lienzos están unos separados de otros, como si pertenecieran a paisajes distintos, y también por qué para ella la fruta no tiene ni sabor, ni textura, ni olor.
Últimamente pinta mucho. Se planta delante de la ventana. Su mirada va más allá de la finca y llega al bosquecillo, a los pinos, algunos bajos, anchos, pegados a la tierra; otros finos, con ramas sin gracia que se elevan hacia el cielo, todos con una corona de bruma a su alrededor, una corona turbia de mediodía.
–Será una panorámica –dice. Entrecerrando un ojo, se aleja del caballete para ver mejor.
–Una panorámica –dice también Infanta.
Infanta no se encorva para bordar. Mantiene la espalda recta y la cintura firme. «Y ¿qué te parece esto?», pregunta mientras extiende el bordado sobre las rodillas. Se ven pavos reales, muchos pavos reales con las colas desplegadas. Esconden las patas, eso sí, porque los pavos reales tienen unas patas muy feas, y lo saben. Infanta empezó el bordado hace un año y tardará otros dos en terminarlo. Pretende cubrir con él la butaca grande de la tía Teresa, la que está cerca de la ventana. «Algunas veces me da por contar las puntadas y entonces me mareo…», dice. Sólo imaginar cuántas plumas tiene la cola de cada uno y cuántos colores cada pluma… Pero es una manera de protegerse. Cuando Infanta borda, no siente miedo. Ni preocupación. Ni nada.
«Será una obra de arte –dice en voz alta la tía Teresa–. Te estás acercando a la perfección, Infanta.» Ambas aspiran a la perfección. A menudo hablan de ella. En la pintura, en el bordado, en lo que sea.
–Pero, para alcanzarla, tienes que quedarte sola, Infanta.
–¿Sola? –había preguntado.
Infanta se sienta erguida, orgullosa, con su bordado de los pavos reales. Cada día tiene la mirada más ausente.
En algún momento tuve la impresión de que se le había metido Marios en la cabeza, porque se le ponían las mejillas coloradas cuando oía su silbido y lo veía bajar desde su casa a la nuestra, y porque, cuando llegaba, en vez de bromear con él, como hacíamos María y yo, susurraba un apresurado «buenas tardes» y se iba al taller.
Un día en que la pillé observándolo a través de los postigos entreabiertos hasta que se perdió en la curva de la avenida Aníxeos, no me pude aguantar y le dije:
–Infanta, si lo que quieres es ver a Marios, ¿por qué no bajas cuando viene? ¿O es que de lejos y, sobre todo, de espaldas… lo puedes idealizar más?
–¡Tonta! –me respondió ella–. Estaba mirando el prado. ¿Me oyes? El prado. Punto redondo…
Nunca volvimos a hablar del tema. Y, aunque le hubiera preguntado, Infanta jamás me habría contado nada. Además, puede que me equivocara, que no pensara en él y que de veras estuviera mirando la pradera.
En cuanto a Marios, está claro que sólo tiene ojos para María. Hace años que me di cuenta. Nos habíamos subido a la higuera grande jugando a los castillos, sin saber que aquél sería el último año que lo haríamos, que crecíamos día tras día, hora tras hora, cuando de repente vi que Marios tocó el cuerpo de María sin querer. Se puso blanco como la cal y miró al suelo. En lo alto estábamos nosotras, señoras de la torre, y abajo, en la tierra, él, el conquistador.
–Marios, ¿qué te pasa? –le pregunté.
–Me ha dado mucho el sol –tartamudeó. Y al cabo de un rato–: No vuelvo a jugar a los castillos.
Pero tampoco quería ya jugar a luchar con ella, pues María se abalanzaba sobre él y, cuando no conseguía vencerlo, lo mordía y lo arañaba.
Así pues, aquel año dejamos de jugar. Nos entregamos al estudio y a los pensamientos serios. Marios viene de higos a brevas, por la tarde, muy arreglado y con un aire formal. No quiere que lo despeinemos como antaño. Y, desde que empezó la universidad, se da mucho pisto. Lee libros gruesos y pesados, y, cuando le proponemos ir de paseo o de excursión, nos dice que lo siente mucho, pero que tiene que estudiar y acercarse a Atenas, a los laboratorios. Marios está estudiando para ser cirujano. «Los Parigoris llevan la medicina en la sangre –dice la señora Parigoris. Y, como quien no quiere la cosa, menciona nuestra suerte por tenerlos de vecinos–: Porque no se sabe nunca, somos humanos… Y siempre puede ocurrir algo malo…»
Gracias a Dios, nunca ocurre nada malo. Todos estamos fuertes y sanos. El abuelo, que tiene setenta y cinco años, nunca va a ver al doctor. Tiene un gran diccionario de Medicina y, si se encuentra mal, lo abre, lee y se busca él solo el diagnóstico y el tratamiento. A Rodiá sí que le duelen las piernas cuando hay humedad. Pero contra eso, dice el médico, no se puede hacer nada. Y tampoco es capaz de aliviar los dolores de Tasía, la mujer del jardinero, cuando da a luz. Menudo susto nos dio con cada uno de sus tres hijos. A pesar de que su casita está en un extremo de la finca, sus gritos llegaban hasta la habitación del abuelo, que cerraba a cal y canto las puertas y las ventanas, y se metía algodón en las orejas.
Me daba mucha pena la pobre Tasía. Cuando veía que se le iba hinchando la barriga me entraba angustia, me sentía a punto de estallar, como si fuera yo la que llevara aquel peso en mis entrañas. María también mostraba interés. Acudía cuando a Tasía le empezaban los dolores, se escondía entre los tupidos lentiscos y esperaba. Al poco, veía llegar al médico y a la Capátena, que no había estudiado para comadrona, pero sabía de esas cosas. Tasía se negaba a dar a luz sin ella. Eran enemigas juradas, se insultaban todo el rato. Una tenía envidia de la otra y siempre encontraban cualquier pretexto para pelearse. Pero las cosas cambiaban en cuanto Tasía entraba en el octavo mes. Entonces Capátena le preparaba dulce de almáciga y se lo mandaba con alguien. También le llevaba leche para sus hijos. La víspera del parto le hacía una visita oficial.
–¿Para qué te molestas, mujer? –preguntaba Tasía.
–¡Pero si estamos al lado!, somos vecinas. ¿Cómo no voy a venir a verte?
Y la verdad es que la casa de la Capátena estaba a dos pasos, a la entrada del bosque. Una casa pobre, medio derruida, con una habitación pequeña y una cocina. ¡Qué iba a hacer la mujer, con cinco hijos! Capatos, el marido, se pasaba la vida en la cárcel con breves salidas, una especie de vacaciones, se podría decir. En cuanto cumplía su pena, se ocupaba de renovarla, algo a lo que su familia estaba acostumbrada.
María se escondía y ponía la oreja. Cuando Tasía alumbró al último niño, hasta consiguió echar un vistazo. Se había deslizado hábilmente hasta el lateral de la casa, junto a la ventana, mientras yo esperaba impaciente a que me contara. Llegó alterada y con la cara encendida. Intentaba esbozar una sonrisa, pero se le humedecían los ojos. No entendí nada de lo que me dijo.
Ahora Nondas, el hijo pequeño de Tasía, tiene dos años y nosotras hemos crecido dos años también. Vemos las cosas de otra manera. Lo que no sabemos es cómo las ve Infanta, pues nunca habla de eso. ¿Qué pasará con Infanta? «Es la más decorosa y la más guapa de las tres. Se llevará el mejor partido», dice madre.
Y la tía Teresa se ríe de forma enigmática.
Es un día cálido, el cerebro está aletargado; las hojas, inmóviles; el alma y el cuerpo, también. Intentamos otorgarle sentido a cuanto nos rodea. Unas veces lo muerto está vivo; otras, lo vivo está muerto. Les echo un vistazo a las vacas, que me miran como si me vieran por primera vez. Por su parte, las gallinas se arremolinan a mi alrededor pidiéndome unas migajas que no tengo. Romeos, el caballo preferido de Infanta, me enseña la grupa. Hasta la lápida de la tumba de Mavrucos, siempre fresca, está ardiendo hoy. También mi pobre amigo estará achicharrándose en su interior. Pasaba calor en verano. Solía sacar su larguísima lengua, jadeaba y su cara de bulldog adquiría una expresión trágica. Entonces subía al bordillo de la alberca y esperaba a que yo lo empujara porque él solo no se atrevía.
Por la puerta entreabierta del comedor veo que madre está poniendo la mesa. Es una tarea que siempre hace sola con el mayor de los cuidados. Coloca los cuchillos y los tenedores con delicadeza, como si fueran de cristal, mide las distancias al dedillo, pone en el centro el aceite, el vinagre y la sal –el abuelo nos tiene prohibida la pimienta, dice que es perjudicial– y el pan cortado, en una cesta de paja. Se diría que mamá reflexiona mientras pone la mesa, es como si estudiara cada uno de sus movimientos. Observo su cuerpo robusto, su pelo negro y brillante recogido en un moño en la nuca.
–Madre… –Es cierto que la cintura se le ha ensanchado y de ahí para abajo está bastante rellenita. No tiene las mejillas rosadas. Pero aún es joven y guapa.
–Ay, qué susto me has dado –dice–. ¿Cómo entras así, que ni te he oído? –Y, al ver mis pies desnudos–: ¿Otra vez descalza? ¿Dónde tienes las sandalias?
Le explico que estaba regando y que luego he ido a ver a las vacas, a Romeos y a las gallinas. De la tumba de Mavrucos no digo nada.
–Pero es que… hoy me aburro, madre. No sé qué me pasa, no… –Me tiembla la voz.
–¿Estás mala?
Me tumbo en el sofá boca abajo. Viene y me pone la mano en la frente. Querría que me abrazara como cuando era pequeña y me daba el pecho. Si sabe que no estoy enferma, ¿para qué pregunta? Le contaría tantas cosas si ella quisiera… Está a punto de preguntar, su voz se vuelve cálida, dulce, pero se echa atrás. Siempre hay cierto temor entre nosotras. No podemos traicionar secretos que no tenemos. «Te habrás cogido una insolación», concluye.
Qué pena, madre… Te contaría muchas cosas sobre el país de los caballos habladores, y sobre la tumba de Mavrucos, y sobre lo que veo subida al nogal. «Rodiá –llama–, una limonada para Caterina.» Echa un vistazo a la mesa. Corrige la posición de un cuchillo que queda un poco más lejos del plato que los demás. Un profundo suspiro se escapa de su pecho. Mira que tener hijos y no saber qué guardan en su interior…
–¿Qué te pasa, madre?
–Nada.
–Pero si has suspirado…
–No he suspirado: he respirado. –Y al rato–: Yo lo que no entiendo es esa inquietud tuya. No sé de dónde la has sacado. Tu padre y yo…
–¿Y la abuela polaca? –Se da la vuelta con brusquedad; tiene los ojos rebosantes de furia; no me mira como una madre mira a su hija.
–¿Cómo te atreves? –Está fuera de sí.
–¡Pues sí, mira! –chillo–. Aquí todos la odiáis. Pero yo la quiero porque era guapa, porque tocaba una música diferente a la tuya, porque sabía montar a caballo y galopar por el campo.
Me revuelvo en el sofá como una fierecilla. Me tiemblan los labios. Es porque soy nerviosa. Madre había palidecido. A lo mejor estaba pensando que se había sacrificado en vano, que tenía que haber vuelto a casarse, haber rehecho su vida, como dicen, en lugar de quedarse para cuidar a los que después habrían de admirar a aquella que un día se fue.
Me da pena. Quiero ir a besarle las manos, a darle las gracias…
–Caterina, ven aquí –susurra–. Siéntate a mi lado. Ya que lo sabes todo… Es verdad que no está bien juzgar a los padres, pero la abuela polaca no fue una buena madre. Se fue con un desconocido a recorrer mundo… Sin casa, sin patria…
–Pero fue libre, fue feliz.
–Eso no lo sabe nadie. Ya está, tranquilízate, mi niña. ¿Sabes? Le he mandado recado a la modista para que venga mañana a coserte el vestido amarillo. –Entretanto, me acaricia el pelo, me besa. Pero no debo ceder.
–Pues yo la quiero –insisto–. Y nada me hará cambiar de opinión.
En ese momento se oye el timbre de la puerta. Es Lida, la hermana pequeña de Marios. «Un mensaje –dice–. Marios os invita a las tres la semana que viene. Pero me ha dicho que le diera el papelito en mano a María. Lo pasaremos bien –me susurra al oído en la puerta (tiene trece años)–. Habrá también chicos mayores, compañeros de Marios.»
La casa de los Parigoris era la última de la avenida Aníxeos. Grande, con dos plantas, contrastaba con las casas de alrededor, en especial porque no tenía animales, verduras ni frutales. En la parte que daba al norte había una fila de cipreses que cortaban el viento, y en el jardín había mimosas, acacias y todo tipo de flores. En la parte delantera, un parterre enorme, redondo, con un césped verdísimo y bien segado de cuyo centro salían seis filas de rosales rojos, blancos, rosas, amarillos y otros de color indescriptible que recordaban el tono suave del té o las nubes extraviadas después de la puesta de sol.
Las rosas de la señora Parigoris habían ganado el primer premio dos años consecutivos en la exposición del parque. Y otro año había presentado un cactus muy extraño, como con forma de cabeza humana y expresión monstruosa. A la señora Parigoris le encantaban las flores: cavar la tierra, regarlas, decorar la casa con ellas. El señor Parigoris decía –era un chiste recurrente– que se había enamorado de su mujer cuando la vio arreglando un jarrón. Por supuesto, nadie se lo creía. Había sido en una reunión de amigos. Se fijó en sus manos, en sus largos dedos pálidos al coger un ramo de ciclámenes y colocarlo con delicadeza en un jarrón bajo y transparente; a través del agua se veían los tallos, de un verde ceniciento, y de nuevo aquellos dedos largos, aún más pálidos, moviéndose como el cuerpo desnudo de una mujer en el mar. Al cabo de un mes, le pidió la mano. Lora se sorprendió. No estaba enamorada de él, ni siquiera lo conocía bien. A despecho de eso, su madre insistió: «Es rico, tiene futuro y es buen chico. Está claro que no somos de la misma condición –porque los Mondelandis presumían de ser una de las dos o tres primeras familias de las islas Jónicas–, pero la gente de nuestra condición pide dote y tú no tienes».
Así pues, se celebró la boda. Él le ofreció amor y una vida cómoda; ella, sus relaciones en la alta sociedad y sus dedos finos y pálidos: una combinación ganadora. No habían pasado tres años y Parigoris ya era el médico más conocido de Atenas. Trabajaba mucho –hospital, visitas, conferencias–, pero, al caer el sol, le gustaba volver a su casa en el campo, arrellanarse en su sillón –junto a la chimenea en invierno; en la terraza en verano–, fumarse su cigarro inspirando el humo profundamente y contemplar a su mujer. Cuando nació Marios, su felicidad cambió, tomó otra forma. La voz y los gestos de Lora se le tornaron ajenos: ahora eran el llanto y los primeros pasos del niño los que habitaban su alma. «Qué niño más dulce», murmuraba. «El más dulce que existe», oía decir a su mujer, y se enfadaba porque quería ser el único en hablarle así a su hijo.
En cuanto a Lora, al principio de su matrimonio se había consagrado en cuerpo y alma a su marido. A él y al arreglo de la casa. Andando el tiempo, las horas empezaron a hacérsele más largas. Por la mañana un poco de lectura, un poco de bordado, cuidar de las flores… Pero la tarde era interminable. Y el atardecer…