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Era la novia más apropiada para el siciliano... Hope Bishop se queda atónita cuando el atractivo magnate siciliano Luciano di Valerio le propone matrimonio. Criada por su adinerado pero distante abuelo, ella está acostumbrada a vivir en un segundo plano, ignorada. Pero las sensuales artes amatorias de Luciano la hacen sentirse más viva que nunca. Hope se enamora de su esposo y es enormemente feliz... ¡hasta que descubre que Luciano se ha casado con ella por conveniencia!
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Seitenzahl: 180
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2004 Lucy Monroe
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un amor siciliano, N.º 2003 - agosto 2024
Título original: The Sicilian’s Marriage Arrangement
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410742208
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Te has enterado? El abuelo está intentando comprarle un marido a ella –dijo con sorna una voz femenina.
–Con la fortuna que posee él, no le resultará difícil.
–Ese hombre vivirá hasta los ciento cinco años y seguirá controlando su empresa hasta el mismo día en que se muera –añadió la mujer–. Lo que significa más de treinta años casado con una mujer irremediablemente introvertida, irremediablemente normal y seguramente irremediable en la cama. Casi transcurrirá una vida antes de que su futuro marido pueda obtener algún fruto de su trabajo.
–Visto así, los rendimientos de la inversión resultan muy bajos –comentó el hombre sardónico.
–¿Acaso habías pensado presentarte al puesto? –bromeó la mujer, venenosa.
La carcajada masculina a modo de respuesta enervó a Luciano. Había llegado tarde a la fiesta de Nochevieja que ofrecía el multimillonario de Boston Joshua Reynolds. Sin embargo, sabía perfectamente de quién hablaban la cínica mujer y su acompañante: de Hope Bishop, la nieta del anfitrión. Una joven muy dulce y ciertamente muy tímida.
Él no se había enterado de que su abuelo había decidido conseguirle un marido. Tampoco le sorprendía: aunque ella poseía la inocencia de los dieciocho años, debía de tener veintitrés o veinticuatro, ya que había completado sus estudios en la universidad hacía dos años. Él recordaba haber asistido a una cena formal para celebrarlo.
La cena, como todos los actos sociales ofrecidos por Reynolds, se había convertido en un encuentro de negocios y la invitada de honor había desaparecido mucho antes de que terminara la velada. Él había tenido la impresión de ser la única persona que lo había advertido. Desde luego, el abuelo de ella no lo había hecho.
Luciano se apartó de la pareja de chismosos y rodeó una planta tan alta como una persona. Su frondoso follaje le impidió ver lo que ocultaba, una Hope Bishop petrificada de vergüenza, hasta que casi se dio de bruces con ella.
Ella ahogó un grito y dio un paso atrás.
–¡Signor di Valerio! –exclamó y de no ser porque él la sujetó, habría aterrizado sobre la gigantesca maceta china que albergaba la planta.
Sus enormes ojos violeta parpadearon intentando disimular las lágrimas. Su piel era suave y cálida, advirtió él.
–Lo siento. Soy una torpe –se disculpó ella.
–En absoluto, signorina. Soy yo quien debe disculparse, caminaba sin mirar por dónde iba. Me pongo a vuestros pies por mi comportamiento tan precipitado.
Tal y como él esperaba, su disculpa formal y anticuada logró arrancar una sonrisa de aquellos carnosos labios que un momento antes temblaban.
–Es usted muy amable.
Ella era una de las pocas personas que creían eso, se dijo él al tiempo que la soltaba y sorprendido de lo difícil que le resultó separarse de ella.
–Y usted está encantadora esta noche.
Ella clavó la mirada en la pareja que seguía chismorreando detrás de la planta y se le ensombreció el rostro. Era evidente que había oído las críticas de la pareja.
–Encantadora no creo, más bien «irremediablemente normal» –dijo con suavidad–. Y por favor, tutéame. Al fin y al cabo nos conocemos desde hace cinco años.
¿Tanto tiempo ya?
–De acuerdo, Hope –dijo él sonriendo y observó con fascinación que ella se sonrojaba.
Las risas de la pareja de chismosos les regresaron al presente. A Luciano no le gustó la tristeza en la mirada de Hope. La agarró del brazo.
–Ven, piccola.
Pequeña. Un apelativo muy apropiado para ella, tan menuda.
Ella le siguió sin reparos. Él siempre había apreciado eso de ella: que no discutía por el mero hecho de hacerlo, ni siquiera con su abuelo sobreprotector; era una persona pacífica.
La condujo hasta la biblioteca donde, como esperaba, no había otros invitados. Entraron y él cerró la puerta. Ella necesitaba unos momentos para recuperarse.
De nuevo, se vio sorprendido por el deseo de no apartar sus manos de ella, pero ella se soltó suavemente y se giró hacia él. Estaba realmente encantadora con su traje púrpura oscuro. El corpiño moldeaba su figura menuda pero de bonitas curvas mientras que la brillante falda larga flotaba alrededor de sus tobillos de una manera muy femenina. Ella no era sexy como las mujeres con las que él solía salir, pero sí bonita, con una inocencia sorprendentemente tentadora.
–Yo no creo que mi abuelo esté intentando comprarme un marido, ¿sabes? –comenzó ella recogiéndose un rizo tras la oreja–. Desde que tuvo el ataque cardíaco me ha regalado muchas cosas, pero siempre de manera muy impersonal. No creo que se atreviera a buscarme esposo.
Luciano no estaba tan seguro, pero no dijo nada.
–¿A qué se refiere, signorina?
Ella giró el rostro y clavó la mirada en una estantería a su izquierda.
–Mi abuelo me ha criado desde que yo tenía cinco años –comenzó ella–. Pero yo apenas existía para él, excepto para ordenar a los sirvientes que me compraran todo lo que yo necesitara: ropa, libros, una educación…
Era lo que Luciano siempre había supuesto: ella había vivido relegada a la trastienda de la vida de Joshua Reynolds y había sido perfectamente consciente de ello.
–Aunque últimamente, él me ha comprado las cosas personalmente. Mi cumpleaños fue hace un mes y me regaló un coche. ¡Fue al concesionario y lo eligió él mismo! Me lo contó el ama de llaves –explicó ella anonadada por el hecho–. Lo gracioso es que yo no sé conducir. Creo que él está intentando compensarme por algo.
–Tal vez lamenta haber pasado tan poco tiempo contigo a lo largo de los años decisivos en tu formación.
La risa suave y femenina de ella afectó a la libido de él de manera inesperada.
–Hizo que el ama de llaves me sacara a cenar por mi cumpleaños después de que los del concesionario nos llevaran el Porsche a casa.
–¿Te compró un Porsche?
No era un regalo apropiado para una mujer joven que ni siquiera sabía conducir. Ella podría matarse al pilotar por primera vez un coche tan potente. Él tendría que hablar con Reynolds para asegurarse de que ella recibía unas apropiadas clases de conducir antes de circular por ahí sola.
–Sí. Y también un abrigo de visón. Auténtico –puntualizó ella y suspiró–. Soy vegetariana… La idea de matar animales me da náuseas.
Él sacudió la cabeza y se apoyó en una mesa.
–Tu abuelo no te conoce muy bien, por lo que se ve.
–Supongo que no. Aunque sí estoy emocionada con el viaje de seis semanas por Europa que me ha regalado esta Navidad. Será a principios del verano –comentó ella ilusionada–. Viajaré con un grupo de estudiantes universitarios y un guía.
–¿Cuántas chicas seréis?
–Aún no lo sé. El grupo es mixto. En total seremos diez sin contar el guía.
–¿Vas a viajar con chicos?
La idea de que aquella ingenua criatura pasara seis semanas con un grupo de estudiantes con las hormonas revolucionadas no gustó a Luciano. Tampoco se detuvo a analizar por qué le importaba tanto.
–No creo que sea una buena idea. Seguramente lo pasarías mejor en un grupo sólo femenino.
Ella lo miró atónita.
–Lo dices en broma, ¿verdad? Una de las mayores razones para hacer ese viaje es pasar algo de tiempo con hombres de mi edad.
–¿Pones reparos a que Joshua te compre un marido pero no un amante? –inquirió él, irracionalmente enfadado al conocer la noticia de que ella deseaba compañía masculina.
Ella palideció.
–Yo no he dicho eso. No busco ningún amante –afirmó y se puso en pie de un salto–. Regreso a la fiesta.
Le rodeó como si él fuera un animal furioso que amenazara con atacarla y salió por la puerta.
Él maldijo para sí en italiano. Había visto lágrimas en aquellos ojos color lavanda. Lo que la pareja de chismosos no había logrado con sus desagradables comentarios, él lo había conseguido con una sola frase.
La había hecho llorar.
Hope notó dos manos ya familiares en sus hombros.
–Por favor, piccola, permíteme que me disculpe de nuevo.
Ella no dijo nada ni se movió. ¿Cómo iba a hacerlo? En cuanto él la tocaba, ella perdía toda su voluntad. Él no podía ni imaginarlo, ni tenía por qué. Los magnates sicilianos no se fijaban en vírgenes de veintitrés años irremediablemente normales para una relación… del tipo que fuera.
Parpadeó furiosa sin poder evitar que las lágrimas bañaran sus mejillas. Ya era malo el haberse oído ridiculizada por dos de los invitados de su abuelo. Pero que Luciano, de entre todos los asistentes, también los hubiera escuchado había aumentado el daño tremendamente. ¡Y encima él la había acusado de querer que su abuelo le comprara un amante! ¡Como si la idea de que algún hombre pudiera desearla por ella misma fuera imposible!
–Suéltame –susurró ella–. Voy a comprobar cómo está mi abuelo.
–Joshua tiene una legión de sirvientes que se ocupan de sus necesidades. Yo sólo te tengo a ti.
–Tú no me necesitas.
Él la giró hacia sí e hizo que lo mirara a los ojos.
–No lo decía en serio, pequeña –afirmó destilando arrepentimiento.
Luego murmuró algo en italiano y le secó las mejillas con un pañuelo de seda negra que había sacado de su bolsillo.
–No te aflijas tanto. No ha sido más que una broma mal formulada.
Ella sacudió la cabeza. No estaba suficientemente curtida como para encajar las sofisticadas bromas de él con ecuanimidad.
–Lo siento. Soy una estúpida emotiva.
Él entrecerró sus fabulosos ojos castaños.
–No eres estúpida, piccola, tan sólo excesivamente sensible. Los chismes de esa pareja te han afligido a pesar de que sabes que son falsos –señaló él con un suave apretón en los hombros–. Tu abuelo no tiene necesidad de comprarte ni un marido ni un amante. Eres encantadora y amable, una mujer que cualquier hombre desearía.
Estaba claro que él se veía forzado a mentir para salir de aquella incómoda situación, se dijo Hope y se obligó a sonreír.
–Gracias.
El atractivo rostro de él se relajó, aliviado, y le devolvió la sonrisa.
Perfecto. Si lograba convencerlo de que estaba bien, él la dejaría irse y ella podría retirarse a su habitación a lamerse las heridas.
Nadie repararía en que ella había abandonado la fiesta. O quizás Edward, su compañero del hogar de acogida para mujeres, si se diera cuenta. Aunque le había dejado enfrascado en un debate con otro de los invitados y dudaba mucho de que acabara antes que la fiesta.
Ella se apartó de las manos de Luciano por supervivencia. La proximidad de él la afectaba hasta niveles preocupantes. ¿Haría que le prepararan un aroma personal? Ningún hombre olía tan bien como él.
–Estoy segura de que hay otros invitados con quienes querrás hablar –señaló con una leve sonrisa forzada–. Si te pareces a mi abuelo, verás cualquier evento social como una oportunidad para fomentar tus negocios. La mayoría de los invitados son contactos profesionales suyos.
Él dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio con su presencia y su aroma.
–En lugar de hablar con hombres a quienes puedo ver cualquier día de la semana, preferiría que me llevaras al bufé. He llegado hace poco.
De hecho, ella había creído que él no se presentaría. Había conocido su llegada tras la debacle junto a la planta.
–Desde luego.
Después de todo, era su deber como anfitriona, se dijo girándose para que él la siguiera.
Casi se detuvo en seco al sentir la mano de él en su cintura. Para cuando llegaron a la mesa del bufé, ella tenía las emociones y el corazón disparados.
–¿Me acompañarías mientras como?
No tenía elección, se dijo ella. Negarse supondría una grosería. Lo único que podía equipararse a la venganza siciliana era el sentimiento de culpa siciliano. Se preguntó cuánta penitencia necesitaría Luciano antes de olvidarse de ella de nuevo.
–Sí, por supuesto –dijo y ahogó un suspiro.
En circunstancias normales, ella estaría feliz ante la oportunidad de pasar algo de tiempo junto a él. Él la había fascinado desde que se habían visto por primera vez cinco años atrás. Desde entonces, coincidían un par de veces al año ya que él y su abuelo hacían muchos negocios juntos.
En aquel momento, ser el centro de su atención le parecía una experiencia embriagadora, por más que estuviera motivada por la compasión y la culpa.
Esperó a que él llenara su plato y le condujo a una mesa para dos. Si aquellos breves momentos eran todo lo que ella podría tener de él, quería disfrutarlos en privado.
–¿Sigues trabajando como bibliotecaria en el hogar de acogida para mujeres?
A ella le sorprendió que él recordara ese dato. Durante veinte minutos, le habló de su trabajo allí, que tanto le gustaba. Cuidaban principalmente de víctimas de violencia doméstica, pero también de madres solteras que atravesaban una mala racha.
–¿Admitís donaciones? –inquirió él.
Así que ésa era la manera como él mitigaría su culpa por haberla hecho llorar, pensó ella. Él podía donar mucho dinero a una causa justa como aquélla.
–Sí. Compraron los muebles de la planta de arriba con mi abrigo de piel, pero todavía queda amueblar la planta de abajo.
Él sonrió y ella sintió que se derretía por dentro.
–Así que vendiste el visón, ¿cierto?
–No, eso no estaría bien. Después de todo, era un regalo. Se lo di al refugio –respondió ella guiñándole un ojo y ruborizándose ante su propia temeridad–. Ellos lo vendieron.
–Ocultas a una pequeña pícara en tu interior.
–Tal vez, signor. Tal vez.
–¿Tienes una tarjeta del hogar? Me gustaría pasársela a mi asistente personal para que hiciera una donación en mi nombre lo suficientemente cuantiosa como para amueblar varias salas.
–Están en mi habitación. ¿Esperas un momento a que te la traiga?
Hope sacó una tarjeta del estudio anexo a su habitación. Iba a volver a la fiesta cuando se dio cuenta de que faltaban menos de diez minutos para la medianoche. Si esperaba un poco, podría evitar el ritual de tener que besar a alguien al dar las doce.
No le preocupaba que alguno de los invitados la abordara. Seguramente se quedaría sola mirando cómo se besaban los demás. Pero se le encogía el estómago al imaginar a Luciano unido a alguna mujer despampanante. Y había muchas en la fiesta.
Bajar al salón en aquel momento sólo subrayaría el humillante hecho de que ella no encajaba entre los invitados de su abuelo. Tal vez había nacido en aquel mundo, pero nunca lograría sentirse parte de él… quizás porque nunca se había sentido parte de nada.
Se fijó en una placa en la pared con una cita de Eleanor Roosevelt: tal vez no pudiera evitar ser tímida, pero no tenía por qué ser cobarde.
Luciano advirtió la presencia de Hope en cuando ella apareció de nuevo en la sala y se apartó de la modelo escandinava que lo había abordado nada más marcharse Hope.
–Has regresado.
Ella miró a la modelo y después a él.
–Aquí están las señas del hogar –dijo tendiéndole una tarjeta delicadamente.
Él se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
De pronto se produjo un alboroto y comenzó la cuenta atrás. Luciano advirtió que el rostro de ella se contraía de aprensión. ¿Qué le preocuparía ante la llegada del nuevo año? Notó que la modelo rubia se colgaba de su brazo y advirtió que los hombres y las mujeres estaban emparejándose. Se acercaba el tradicional beso para comenzar el año con buena suerte.
De pronto, comprendió la tristeza de Hope y supo que él debía elegir: podía besar a la mujer sexy y de mundo a su izquierda o a Hope.
Diría que ella estaba convencida de que escogería a la modelo. Ella había crecido acostumbrada a que nadie la cuidara y, aunque parecía muy dispuesta a hablar con él, frente a los demás era extremadamente tímida. No esperaba que nadie la besara y esa expectativa le había llenado los ojos de tristeza. No era justo.
Ella era amable y generosa. ¿Qué les ocurría a los hombres de Boston que no reparaban en aquella flor exótica y delicada?
Se soltó de la rubia y se acercó a Hope. Ella olvidó su cuenta atrás y se lo quedó mirando atónita. Una algarabía explotó a su alrededor y él se inclinó sobre ella. La besaría brevemente, nada comprometedor. Le debía aquella pequeña concesión por haberla hecho llorar. El insulto había sido algo personal y el desagravio también debía serlo.
Sus labios rozaron los de ella y ella se estremeció y entreabrió los labios. Él la tanteó con la lengua y decidió dar un paso más. Fue mucho mejor de lo que habría imaginado posible.
La lengua de ella rozó tímidamente la suya y él se encendió y quiso más: la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí. Ella se amoldó completamente a su cuerpo. Él la elevó del suelo hasta que sus rostros se encontraron a la misma altura y pudo besarla ardientemente. Ella lo abrazó por el cuello y gimió, correspondiendo a su beso con una pasión arrolladora.
Los sonidos que ella dejaba escapar lo excitaron aún más. Ajeno a lo que les rodeaba él quiso desnudarla y saborear cada centímetro de su delicioso cuerpo.
Se disponía a tomarla en brazos para llevársela a algún sitio cuando una voz retumbante interrumpió sus pensamientos lascivos.
–Con un beso como ése, ambos vais a tener más suerte que un dragón chino.
Luciano irguió la cabeza ante el tono de broma de Joshua Reynolds y regresó dolorosamente a la realidad: el anfitrión le había sorprendido besando ardientemente a su nieta. Hope seguía fuertemente abrazada a él, como extasiada, pero el resto de los invitados sí que eran conscientes de la situación.
Dejó a Hope con más rapidez que delicadeza, apartándola de sí con un movimiento brusco.
–¿Luciano? –preguntó ella descolocada.
–No sabía que vosotros dos os conocíais tan bien –dijo su abuelo con una picardía que a Luciano no le gustó.
–No es imprescindible conocer bien a alguien para compartir un beso de Año Nuevo –aseguró con firmeza–. Usted sabe tan bien como cualquiera que la he visto poco a lo largo de los años.
Deseaba atajar cualquier idea que aquel hombre pudiera tener acerca de Hope y él como algo más que meros conocidos.
–¿Es eso cierto? –inquirió Reynolds girándose hacia Hope–. ¿Tú qué dices, pequeña?
Hope se quedó mirando a su abuelo como si no le reconociera. Luego miró a Luciano quien, con la mirada, la animó a Hope a que despertara de su hechizo y le confirmara eso a su abuelo.
En un principio, ella pareció confusa, pero luego su expresión se transformó vertiginosamente. Pasó de la maravilla al dolor, aunque trató de ocultarlo. Esbozó una sonrisa que a él le dolió por forzada.
–No ha sido nada, abuelo. Menos que nada –respondió dándose media vuelta y evitando mirar a Luciano–. Voy a comprobar cómo vamos de champán.
Y se marchó.
–A mí no me ha parecido menos que nada, pero tan sólo soy un anciano. ¿Qué puedo saber?
El tono especulativo de Joshua Reynolds puso en alerta a Luciano. Si el chismorreo que había oído anteriormente era cierto, aquel anciano podía olvidarse de intentar comprarle como marido de su tímida nieta.
Aunque besar a Hope Bishop fuera lo más parecido a hacer el amor con ropa puesta que él había experimentado nunca.
Hope entró en su dormitorio, cerró la puerta de un portazo y echó el cerrojo.
Eran más de las tres de la madrugada y el último invitado por fin se había marchado. Ella se había obligado a permanecer en el salón hasta el final de la fiesta porque su abuelo la había organizado para beneficiarla a ella más que por meros negocios.
Ojalá él no se hubiera molestado en hacerlo. Al menos eso deseaba una parte de ella. Otra parte, la mujer sensual de su interior, se recreaba recordando su primer contacto con la pasión.