Un buen acto - Ángel Alonso - E-Book

Un buen acto E-Book

Ángel Alonso

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Beschreibung

El daño infligido siempre regresa.
Camila regresa al centro social donde acostumbra a reunirse todos los miércoles a las ocho con su grupo de apoyo.
Pero no es miércoles y son las nueve y media.
Necesita confesarse con el padre Porfirio, un ex cura que colgó los hábitos por una crisis de fe.
Su pecado: un asesinato.
En la confesión, Camila relatará su vida dominada por el miedo, la vergüenza y la culpa. Todo ello cambiará el día que conozca a Ilena, una enigmática mujer. Gracias a ella comprenderá que para estar en paz consigo misma es necesario hacer un buen acto. Uno que compense todas sus malas acciones.
Pero lo que Camila no alcanza a comprender es que todo buen acto exige un sacrificio.
Y no hay sacrificio sin sangre ni dolor.
En su segunda novela, Ángel Alonso transita por los recovecos de la culpa en una búsqueda angustiosa de redención. Un periplo intenso a la mente de la protagonista, una mujer atormentada que recurrirá a los más retorcidos métodos para encontrar la paz que tanto ansía.

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Portada

UN BUEN ACTO

Página de título

UN BUEN ACTO

ÁNGEL ALONSO

Copyright

UN BUEN ACTO

Primera edición Maniac Ediciones: 2024

© del texto: Ángel Alonso 2024

© del diseño y cubierta de esta edición: Maniac Ediciones

www.maniacediciones.com

Libro electrónico de ePUBoo.com

ISBN epub: 978-84-128440-8-5

Depósito legal: DL SG 151-2024

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a [email protected] si quiere reproducir algún fragmento de esta obra.

Piensa siempre que si haces un daño, Tarde o temprano este regresará contra ti. (Esopo)

PRÓLOGOPor Martha Barilari

Miedo, vergüenza, culpa. Y la mentira y la verdad y la bondad y la maldad. ¿Qué sabemos en realidad de todo esto? ¿Qué sabemos de lo que realmente somos o dejamos de ser?

Emociones poderosas que se convierten en armas de doble filo en mentes perturbadas. O mentes que, en algún momento, fueron como la tuya y la mía, normales (si es que puedo permitirme el lujo de llamar normal a algo hoy en día).

Cualquiera de nosotros podría ser uno de los protagonistas de esta historia. Y eso es lo grandioso de esta novela. De este thriller psicológico que Ángel Alonso nos narra casi engañándonos por momentos, perdiéndonos en el camino, aunque dándonos la mano a la vez, provocando en el lector una crisis de fe en la verdad.

Voy a parafrasear un fragmento: «Vivir con la muerte. Mentir con la verdad. Morir en vida. Decir la verdad por medio de una mentira».

¿Quién no ha mentido alguna vez? Decir que no es una mentira en sí misma. Y eso es un acto innegable. ¿Un buen acto? ¿Un mal acto? Todo es cuestión de la situación. Del contexto. Del cristal a través del que se observe. Del alma y del ánimo a través del que se escudriñe.

Un buen acto nos habla de todo esto. Del bien y del mal que se encuentra en cada persona y de cómo, entre contradicciones y luces y sombras, cualquiera es capaz de cualquier acto. Pero, sobre todo, habla de la culpa y enlaza, de manera inequívoca e inevitable, con Lo que quedó de nosotras, ópera prima del autor. Una culpa que nace allí, en esa primera novela, pero que viene desde fuera y se instala profundamente, arañando el interior de cada palabra y de cada descripción casi con dolor psicológico.

La primera acepción de la RAE define culpa como «falta o delito que comete una persona de forma voluntaria». En la segunda definición nos explica que la culpa es la «responsabilidad o causa de un suceso o de una acción negativa o perjudicial, que se atribuye a una persona o a una cosa».

Yo creo que la culpa es todo esto mezclado con dolor. Con las cantidades de subjuntivos que flotan en el aire, con esos pensamientos intrusivos que acechan en la sombra, incluso con la propia sombra que acecha en los sueños. La mente es, quizá, una de las partes más frágiles del ser humano y es ahí, nada más y nada menos, donde radica la culpa. En las ideas y en el pecho. Y si la culpa crece, si desgarra desde adentro, la locura está a la vuelta de la esquina.

Me gustaría hablar largo y tendido de los personajes de esta novela, aunque en realidad ya lo he hecho. Sí, obviamente son personajes con nombres y características físicas y pasados turbios y presentes pesimistas que nos llevan de un lugar a otro; pero los verdaderos protagonistas son los que ya he mencionado, los que, por suerte o por desgracia o porque la vida es una quimera que puede ser posible o no, todos conocemos: la culpa y la mentira.

Leer a Ángel Alonso, en ocasiones, es como estar viendo una película. Muy oscura y sangrienta, todo hay que decirlo. Y pesimista. Quizá por eso resulte fácil adentrarse en su meticuloso vocabulario, porque, por muy extraño y contradictorio que parezca, nos resulta cotidiano. Sus descripciones, profusamente detallistas, nos sitúan allá donde él nos lleve, allá donde él quiera que estemos y con quien quiera que estemos. Hay que ser valiente como escritor para regalarnos un billete de ida tan agudo; pero hay que serlo más aún como lector para aceptarlo con los ojos cerrados, puesto que, como he dicho, es solo de ida. El universo de Ángel te atrapa y no te devuelve más.

Universo. El universo que un escritor es capaz de crear a través de su obra. Cómo enlazar historias entre obras literarias que van de la mano y que, pudiendo tener sentido la una sin la otra, suponen una explosión de emociones en su totalidad. Una explosión casi mortal, casi extática, casi alucinógena, en la que merece la pena sumergirse. Aunque, repito con especial hincapié, hay que ser muy valiente.

Pero leer a Ángel Alonso en ocasiones es también como estar siendo devorado por otro yo. Por uno que puede existir en alguna parte, oculto pero dispuesto a salir en cualquier momento. Las truculentas escenas para las que hay que tener estómago —tanto para escribirlas como para leerlas, sobre todo leerlas— son directamente un golpe a la cara. Un puñetazo, un jab que perfora y lastima, incapaz de dejar indiferente y que se convierte en una especie de droga de la que quieres más, aunque duela.

Sí, hay que ser muy valiente.

Pudimos ver todo esto en Lo que quedó de nosotras. Si estás sosteniendo Un buen acto entre tus manos y no has leído la novela anterior, hazme caso y léela porque, además de entender mucho mejor el universo del autor, es clara su evolución hasta un estilo propio y definido; pero, sin duda, Un buen acto va mucho más allá de Lo que quedó de nosotras, porque, en ese caso, Ángel desentraña la mente humana hasta los límites más oscuros y deja, siempre, un resquicio para la luz. Pesimista, sí, pero siempre guiñando el ojo.

Despierto. No como las otras veces; es incluso más doloroso. Acostumbro a sufrir una sensación transitoria de ahogo, solo que esta vez se prolonga en el tiempo, más allá de lo humanamente recomendable y, cuando consigo insuflar un poco más que una brizna de aire, noto que los alveolos no se llenan. Se aplastan.

Grito. Los pulmones se desbloquean. La garganta, pastosa.

Mientras recobro la respiración, empleo un instante en orientarme. Es un proceso habitual, necesario, tranquilizador.

La penumbra me rodea. Y me ciega. Necesito que la vista se acomode. En ese tiempo tomo conciencia de dónde me encuentro.

Estoy sentada. Presión firme localizada en las muñecas. Algo me ata a los reposabrazos. Intento moverlas. La tensión es tal que apenas consigo elevar un palmo los codos. De idéntico modo sucede con las piernas.

Con las pupilas acostumbradas a la ausencia de luz —no total, alguna fuente exterior consigue filtrase—, compruebo que la silla es un modelo de madera de lo más común; nada relevante.

Doy un vistazo alrededor. Apenas atisbo formas lejanas sin definir, confundiéndose con las partes más sombrías. Dudo si son reales o fruto de la imaginación.

Reduzco la respiración a un susurro y aguzo el oído. Espero. Más allá de algún crujido lejano, capto un sonido rítmico en dos partes: ascendente y ligeramente agudo al principio, descendente y grave al final. En un primer instante no lo identifico. La memoria viaja lenta y tarda en ofrecer la ansiada respuesta.

Es una respiración.

Escudriño al frente. Allí, escondida a ojos no entrenados, descubro la forma de la sombra. Me observa, igual que yo lo hago con ella. Eso la invita a caminar hacia mí. Extiende la mano y acaricia mi rostro. Me estremezco, no tanto por sentir el tacto suave y artificial, sino porque se trata de la primera vez que establece contacto físico.

La sombra es real.

Al instante siguiente, me atiza en la cara con el puño. De seguido, noto que la penumbra me arrastra.

Antes de que la cabeza recobre la posición, sé que caeré presa de un microsueño.

Otra vez.

ACTO I

1

En ocasiones, la trayectoria vital de una persona se ve alterada por situaciones que definen un antes y un después. Son puntos de inflexión. Un cambio de rumbo en la vida. Para bien o para mal. En mi caso, puedo decir que soy una afortunada por haber afrontado varios de ellos. Eso ha hecho que me convierta en lo que soy.

El cielo plomizo aprisiona la noche. Llueve. Agua fría que se clava en el tuétano. No tengo paraguas ni capucha. Tampoco me muevo. Me encuentro delante de la puerta de entrada del centro social donde acostumbraba a reunirme todos los miércoles a las ocho con mi grupo de apoyo. Hoy no es miércoles y son las nueve y media. Eso me genera un nerviosismo que solo puedo calmar a golpe de música.

En los auriculares suena el puente de la canción Sweet sacrifice, de Evanescence, la parte en la que Amy Lee dice que el miedo solo está en nuestras mentes, cuando el padre Porfirio asoma por la puerta. La despreocupación de quien ha finalizado sus quehaceres diarios transmuta de inmediato al verme.

—Camila —dice. Más que mirarme me examina—. Tienes mal…

Un sentimiento de autocensura le trunca la frase, no así el desasosiego que encierra. Le entiendo en parte. La llovizna me aplasta el cabello contra el cráneo. Tengo la piel magullada, la nariz amoratada y los pómulos ligeramente hinchados. El mal aspecto es evidente, aunque la educación le impida expresarlo. «Y eso que no me ha visto las manos aún», ironizo. La frialdad hace que les busque refugio en el fondo de los bolsillos de la cazadora. Y que lleve guantes.

Detengo la canción.

—Padre.

La sorpresa vuelve a modificarle el rostro. No suelo llamarle así. A diferencia del resto de integrantes del grupo de apoyo, yo siempre me resistí a emplear ese apelativo. Decidió colgar el hábito de manera voluntaria. A pesar de que le encandila que se dirijan a él así —un vicio del pasado—, en mi consideración, nunca fue un verdadero padre. Hasta esa noche.

La puerta se cierra tras él cuando avanza hacia el borde de los tres escalones que nos separan.

—Padre… —repito con el convencimiento de que he conseguido acuñar la suficiente fortaleza interna para expresar lo que tengo que decir—. Necesito confesión.

Compruebo que sus ojos, pequeños y vivaces, se agrandan y las pupilas se congelan.

—Hace años que no ejerzo.

—Soy una mala persona —digo esperando convencerle.

Niega de forma pausada con la cabeza.

—Nadie lo es del todo.

—En verdad, sí que lo soy.

Apenas alzo la voz. Por un instante, dudo que haya sido capaz de escucharme. Luego digo:

—He pecado.

Se hace el silencio. Las gotas de agua me golpean en la base del cráneo. El repiqueteo rítmico lo asemeja a la tortura china. Lo soporto con entereza.

Un suspiro. Él cede.

—¿Qué es lo que necesitas de mí, hija mía?

Odio que me llamen así. No soy su hija, ni mucho menos de su propiedad.

Me lo callo. Agacho la cabeza y pregunto:

—¿Podemos hablar dentro?

El silencio posterior se tiñe de duda y yo me digo, con un halo de fatalidad, que es comprensible.

—Antes necesito saber cuál es tu pecado.

Medito las palabras mientras me pierdo al comprobar cómo mi sombra se alarga alejándose de mí hacia la zona umbría que surge en medio de dos farolas. Sin el abrigo de la música, me siento indefensa. Soy consciente de lo delicado del momento. Lo que voy a confesar es un punto de inflexión que nos va a cambiar la vida a los dos. Para siempre.

—Un asesinato.

2

La sala de reuniones me parece pequeña, desangelada, muda. Un espacio liminal. Incluso el aire es diferente, de atmósfera esterilizada. Lo achaco a que las últimas semanas he dejado de asistir a las reuniones. Tenía mis motivos. Me siento como un elemento extraño. Entonces me percato de que todas las sillas están apiladas contra la pared del fondo, no en la habitual disposición circular en el centro. Incluso la mesa donde tomamos café, con pastas o tarta congelada, cortesía del padre, está recogida.

—Mejor vayamos a su despacho —sugiero.

—¡No! —El padre Porfirio eleva la voz, las cejas, el cuerpo—. Disculpa a este viejo. Estoy haciendo algunas reformas y lo tengo, como suele decirse, manga por hombro.

Las palabras encierran miedo. Comprendo que quiera estar en un espacio más amplio, un lugar en el que poder huir en caso necesario, por eso se justifica con una sonrisa llena de desconcierto y, acto seguido, se desplaza con rapidez por la sala vacía para coger dos sillas. Las coloca en el centro, enfrentadas, a un metro de distancia. Una decisión acertada. Me invita a sentarme. Antes examino la mía. La estructura tubular de acero con asiento y respaldo de color verde me recuerda a la de un instituto. Nunca había reparado en ello. Ahora lo hago para cerciorarme de que no tienen reposabrazos. Me gusta que sea así.

—Estás empapada.

Entra en el despacho como alma que lleva el diablo y sale casi de inmediato con un rollo de papel de cocina. Es de diferente tipo al empleado a modo de servilletas en nuestras tertulias posteriores a las reuniones. Reconozco la doble capa de acabado liso. Reconozco la marca blanca. Reconozco el precio barato. Y lo hago porque disfruto fijándome en los detalles; y porque trabajo en el supermercado donde se venden.

—Permíteme que te seque.

El padre posa un trozo doblado a la mitad en mi hombro derecho. No le importa acercarse, dejar el miedo, ese que solo está en nuestras cabezas, a un lado. Justo cuando comienza a resbalarlo por la parte delantera lo detengo con la mano izquierda.

—Puedo hacerlo sola. —Mi voz no es intrusiva. Solo cuando percibo que su mano se aleja, añado—: Le agradezco mucho que se preocupe por mí.

—No es nada. Sé que tú harías lo mismo.

Le suelto la mano y él me corresponde tendiéndome el corte de papel doblado. Con suavidad, como si evitara rozarme. Lo empleo para secarme la cara. Empiezo por la frente, retirándome el flequillo hacia el lado izquierdo. Luego paso por los pómulos hacia el mentón y, por último, la nariz.

Siento un hormigueo fantasmal dentro. En el tabique.

Reprimo las ganas de rascarme.

—Deberías quitarte la cazadora —sugiere tras recoger los trozos empapados y estrujarlos en la mano. Un ramillete de gotas se precipita al suelo.

Así lo hago. La coloco en el respaldo de la silla para que el agua resbale por el tejido .

—¿Y los guantes? —me pregunta con desconcierto.

—Si no le importa, prefiero dejármelos puestos.

La respuesta no parece convencerle y hace un esfuerzo por aceptarla. De seguido, se centra en el motivo de nuestro encuentro.

—Ya sabrás que, más que una confesión religiosa, necesitas una secular.

Encojo los hombros.

—Llamar a la policía —puntualiza.

—No busco el perdón, solo la paz del alma que se alcanza tras la confesión del pecado.

Aunque el silencio indica que no esperaba semejante respuesta, el tono de la pregunta posterior confirma que le ha gustado.

—¿Cómo quieres que empecemos?

Solo hay una manera.

—Hola. Soy Camila y…

Las palabras «soy una mala persona» quedan atascadas ante un gesto reprobatorio.

—Me niego por completo a que utilices esa fórmula. Tampoco me parecería honesto emplear el rito de la confesión sacramental.

Lo recito con mi voz interna: «Ave María purísima».

Me contesto: «Sin pecado concebida».

—Le necesito como cura.

De nuevo mi propuesta lo descoloca. Y, al tiempo, le fascina.

—Comprendo tu petición y así lo haré; con una salvedad. Es mi deber informarte de que, tras haber renunciado al sacerdocio, no estoy obligado a acogerme al código de derecho canónico que garantiza el secreto de confesión.

—No se preocupe por eso. Permítame que le explique mi historia con calma y, una vez haya finalizado, decidiremos juntos el desenlace.

Emite una sonora exhalación. Yo hago lo mismo. Es nuestra manera de aceptar los términos de este acuerdo verbal.

—En ese caso, lo más sensato es que confieses qué te ha llevado a cometer un…

La palabra queda suspendida en el aire. ¿Pudor? ¿Precaución? ¿Miedo?

—¿Un asesinato?

Completo la frase y, al hacerlo, casi puedo escuchar cómo el pensamiento le indica que se trata de un pecado mortal, ese que conduce a la condenación eterna si la persona que lo ha cometido no presenta arrepentimiento.

—Todo ha tenido que ver con un buen acto.

Me divierte comprobar la manera en que se le afloja la mandíbula y su rostro se alarga rivalizando con el famoso cuadro de Edvard Munch.

—La culpa es suya, padre.

3

El padre Porfirio dice algo. Mi mente no lo procesa. En realidad, no está lejos, hablando en términos de situación, pero si atendemos a la temporalidad, sí que hay una distancia. Retrocedo en el tiempo. Escarbo en los recuerdos. Odio esta sala vacía, por lo que recreo la configuración original.

Un círculo de sillas en medio. El padre Porfirio está enfrente de mí, como ahora. A mi izquierda, Eusebio. Jubilado de manera anticipada. Es un hombre de la vieja escuela en todos los sentidos. Le gustan las cosas bien hechas, tal vez demasiado, sin espacio a la improvisación. A su lado, próximo al padre, Anselmo. Un joven víctima de unos progenitores tan exigentes que le han creado un trauma en forma de pérdida de autoestima. Incluso su estilo de vestir, demasiado formal con colores discretos, es un reflejo de su inestabilidad emocional. Si en unos años no coge un arma y se lía a tiros en un centro comercial es porque antes se lo ha pegado él. Tomás queda a mi derecha, al lado de Porfirio. Su pinta que quinqui ochentero no engaña a nadie —tal vez solo a él—. Es un niño pijo que pasa de los cuarenta, criado en el seno de una familia acomodada del barrio de Salamanca —según mis pesquisas, él evita el tema—, al que le gusta aparentar que camina por el lado oscuro de la vida. Que esté sentado a la derecha del padre no es casual. Nada en esta sala lo es. Se rumorea que sus acaudalados padres son generosos benefactores de esta actividad.

La otra silla, cercana a mí, la ocupa Ossian. Solo lleva con nosotros un mes y es la persona con la mirada más triste que he encontrado jamás. Conversador introvertido pero certero. Dicción entrenada, mezcla de locutor de radio y francotirador verbal. Mientras Tomás hace gala de un aspecto conflictivo, Ossian es justo lo contario. Correcto en extremo, exhibe una normalidad que desconcierta.

Somos un grupo extraño. Que sean todo hombres no me supone ningún problema. No siento que en nuestro pequeño cenáculo se dé el síndrome de Pitufina. Aquí somos todos iguales: unos perdedores. No valemos ni para héroes, villanos o antihéroes. Ni siquiera nuestros nombres son reales. Porfirio nos aconsejó que los ocultáramos tras otros inventados, cuyo significado solo conociéramos nosotros, a fin de centrarnos más en nuestros problemas personales, no en quiénes somos. La opción es discutible, pero es un imperativo del padre que lleva al grupo con disciplina conciliadora. Él sabe lo que somos. Y yo también. Muñecos rotos de una sociedad que todavía está en proceso de decisión para saber qué hacer con nosotros, o bien repararnos o abandonarnos a nuestra propia suerte. Mientras lo piensa, aquí estamos, descomponiéndonos día a día hasta que, tal vez, lleguemos a desaparecer sin hacer ruido en un fatídico destino final; y, hasta que eso suceda, matamos el tiempo reuniéndonos los miércoles, convirtiendo la fecha en nuestro domingo excepcional. De eso se trata, de una liturgia peculiar donde exponemos nuestro buen acto semanal, ese que compensa todas las malas acciones que cometemos durante el resto de los días. Como si eso fuera suficiente para redimirnos.

A veces concluyo que mi vida está condenada. Otras, albergo una esperanza, un débil atisbo de luminosidad en el que pienso que se puede obrar el cambio. Es la única motivación que tengo para regresar cada miércoles a las reuniones a escuchar los buenos actos de mis compañeros y a ofrecer el mío con una frase introductoria, a modo de introito gregoriano, que refuerza el carácter ritual de nuestras reuniones.

«Hola. Soy Camila y soy una mala persona».

Es lo que soy. Miento cada vez que debo exponer mi buen acto. Jamás he realizado alguno por convicción propia, salvo un único día en el que creí que un gesto banal, algo que podía redimirme de mi pasado, cuando yo era otra persona, sería capaz de alterar mi trayectoria vital.

No fue así.

4

—¿Quieres un café bien caliente?

La pregunta me arranca de mis pensamientos. La sensación de vacío de la sala regresa. Me envuelve. Respiro con profundidad. No siento ahogo, lo hago porque me relaja. Dejo que transcurran unos segundos antes de asentir.

—¿Con un trozo de tarta? —pregunta con un timbre de voz que no admite una negativa.

—No.

—Alabo tu fortaleza. Ojalá la tuviera yo para estos menesteres. —Se palmea la barriga. Pretende ser un gesto gracioso y lo único que consigue es que los gruesos pómulos formen dos pelotas al ascender. —No se diga más. —Me pasa el rollo de papel—. Ponte cómoda mientras lo preparo.

Lo persigo con la mirada hasta que entra en el despacho anexo y entorna la puerta. Desde mi posición apenas consigo ver nada del interior, solo al padre moverse de un lado a otro, como una sombra.

Me entretengo cortando un trozo de papel. Con dificultad. Necesito apoyar el rollo en el asiento de la silla y sujetarlo por la parte superior con la mano derecha. Doy un nuevo repaso a cara y cabello. La celulosa se humedece de inmediato. Se arruga. Lo observo con la decepción de las cosas que se convierten con rapidez en inútiles a pesar de haber cumplido con su cometido. Es un esfuerzo estéril. Como secarme por completo. Por eso, decido sentarme. Dejo el rollo en el suelo. Aprieto el trozo empapado con la mano izquierda; escondo la derecha dentro del bolsillo central de la sudadera.

El sonido de la máquina de cápsulas al activarse anticipa el olor de café recién hecho. Pronto inunda mis fosas nasales. Me gusta.

Pasan unos instantes hasta que sale del despacho. Ha dejado la cazadora dentro y viene con dos tazas de café; y una pasta. Río por dentro. «Es incapaz de resistirse a ingerir dulce», pienso mientras me ofrece una. Me extraña que no sea un vaso reciclable como el que nos ofrece en las reuniones. No le doy importancia y la cojo con la mano izquierda; al hacerlo se cae el papel mojado. El padre me regala un gesto de despreocupación mientras se sienta y yo vislumbro que ha cerrado por completo la puerta del despacho al salir. Le gustan las puertas cerradas, algo que entiendo. A mí, en otra vida, cuando era una persona diferente, también me gustaban.

Ahora ya no. No tengo nada que esconder.

El calor de la bebida traspasa la cerámica, la tela del guante y anida en las yemas de los dedos. Lo prefiero más templado. Lo poso con delicadeza en el suelo, entre los pies, mientras el humo asciende en forma de espirales entrelazadas.

El padre está masticando con urgencia. La pasta desaparece en un segundo.

—Has venido para arrepentirte de tu pecado —declara de inmediato.

—Todos en algún momento debemos confesarlos.

Mantiene la boca abierta sin decir nada. Al cabo de un segundo, le apunto al cuello del jersey de punto. Se mira. Hay migajas.

—La gula. Un pecado capital —bromea.

—Para eso estamos aquí. Para pagar por ellos.

—Ya lo estoy haciendo, hija mía.

Otra palmada en la barriga. El gesto produce un sonido sólido.

—Hay otras formas de expiarlo —apunto.

El padre Porfirio replica con calculada aspereza.

—No hay ningún buen acto que justifique llegar tan lejos.

Inclino la cabeza hacia delante.

—Tal vez sí que lo haya —replico.

El padre me evita. No quiere iniciar una confrontación directa conmigo. Lo entiendo.

—Ni siquiera sé por dónde empezar —digo al cabo de un rato—. Soy una narradora horrible.

Pretendo reír. Rebajar la tensión.

—Yo te guío. ¿A quién has matado?

Hace un esfuerzo por mostrar entereza. La voz le tiembla al final de la pregunta.

—Deberíamos remontarnos antes a los hechos iniciales.

—Me parece sensato.

El padre se pierde unos segundos. Se lo permito. Mientras tanto, me centro en el sonido de la lluvia. En las gotas golpeando el techado en una cadencia pausada pero constante.

—¿En qué momento tomaste la decisión de que matar era la única opción?

Esta vez soy yo la que me ensimismo en los recuerdos.

—¿Recuerda el incidente con Tomás?

—Cómo olvidarlo. —La voz se torna apesadumbrada—. Siento lo sucedido entre vosotros. A todos nos pilló por sorpresa. Luego te fuiste de esa manera tan…

—Decepcionada —completo la frase—. Pero no se lamente por lo sucedido. Es agua pasada. Si le he preguntado por ello es para tener un marco temporal concreto. Ese fue el día que lo cambió todo.

—¿Por lo de Tomás?

—Al abandonar la reunión conocí a la persona que me cambiaría la vida.

—¿A quién?

Aclaro la voz:

—La conocí. A ella. A Ilena.

5

Salir a la calle no logró calmar mi enfado; todo lo contrario, lo avivó. El eco de los dedos nervudos y rígidos de Tomás apretándome el cuello me comprimía ya no solo la garganta, sino el juicio.

Traté de despojarme del recuerdo por medio de unos pasos apresurados que me dirigían hacia ninguna parte. Caminar conseguía vaciarme la mente. De todo. Excepto de la reacción de Ossian.

«Mierda».

Su actitud, manifiestamente indiferente y ajena a la agresión, me perseguía. Y me causaba unas nauseas que a duras penas lograba controlar.

«Maldito Ossian, ¿qué te hubiera costado detenerlo?».

Tuvo que ser Anselmo el que intercediera. El más inseguro de todos nosotros.

Frené en seco. Respiré. Necesitaba recalibrar el ritmo cardiaco. Orientarme. De seguido, reconduje mi destino poniendo el foco en la estación de metro. Pensé en sacar los auriculares y realizar el trayecto acompañada de música. Deseché la idea de inmediato. Debido al alto nivel de excitación, ninguna canción llegaría a atemperarme.

Maldije entre dientes y, acto seguido, propiné una patada a un montículo de hojas cercano. Resbalé. Y casi caí. De la rabia, volví a golpearlas antes de que se posaran en el suelo. Un vómito de tonalidades ocres se alzó para volver a caer al adoquinado como si no hubiera pasado nada. Me contenté pensando que las hojas estaban muertas y solo restaba que la inevitable putrefacción las hiciera desaparecer.

Recorrí la calle mientras rememoraba la brusquedad con la que acababa de abandonar la reunión, así como el comentario que, a modo de colofón, había escupido. Porque esas palabras no se dicen. Se escupen. Como el veneno. Para hacer el máximo daño posible.

«Mierda».

Detestaba cuando me poseía la impulsividad, muchas más veces de las que sería prudente admitir. Sin embargo, en un conato de lucidez, me permití reflexionar, lamenté el hecho de haber incluido a Eusebio y a Anselmo, por lo que me impuse un cruento castigo interno en forma de lapidarios insultos.

Quise cruzar la acera. Me lo impidió la señalización roja del semáforo. El instinto me aconsejó que lo pateara. Y lo hice. Gracias a ello, conseguí un dolor en la punta de los dedos y que la luz verde se encendiera. Con el nivel de cabreo lejos de descender, crucé con los dientes prietos al tiempo que me propinaba palmadas en la cara. La insuficiencia del castigo mental imponía una agresión física. Avivar aún más el ardor interior. ¿Acaso el fuego no se combatía con fuego?

Alcancé la plazoleta triangular que precedía a la estación del metro. Allí, me detuve al lado del árbol más grande. Apoyé la mano. En una fracción de segundo el semblante de Ossian brotó en el interior de mi mente. Él inclinaba la cabeza hacia mí dejando escapar una mueca de satisfacción. «¿No fue así como sucedió?», me apuntó una voz interna. Él sonreía. ¿O se reía de mí? Cerré los ojos para que desapareciera. Imposible. La imagen oponía una feroz resistencia. ¿Qué podía hacer? Un derechazo al tronco consiguió desmonopolizar el foco de atención. El dolor en los nudillos nubló la efigie de Ossian y trajo una cruel cuestión. ¿Qué me molestaba más, la agresión de Tomás o su inacción? Un jab a la corteza. Firme. Duro. Impasible. Le siguió otro, para recordar quién mandaba.

Ossian desapareció. Por completo. Abrí los ojos. Me encontraba en posición de guardia, los nudillos raspados. Bajé los brazos. Al hacerlo, advertí una presencia detrás de mí. No hacía falta darme la vuelta para saber lo que me acechaba.

La sombra.

Grande. Corpulenta. Conocida.

«Mierda».

Sus dedos filosos se extendieron hacía mí. Me rodearon. Se entrelazaron. Y me robaban el aire, el pensamiento, la conciencia. Al instante siguiente descubrí que los míos también estaban en la misma posición. Unos contra otros. Luché por resistirme y, cuando sentí que la derrotaba estaba cercana, solo encontré una vía de escape.

Chillé.

El sonido me rasgó la garganta y quebró la noche.

Detrás de mí, una voz habló.

—¿Puedo ayudarte?

Al darme la vuelta descubrí dos cosas. La sombra había desaparecido por completo. En su lugar, una mujer me observaba con la sonrisa más dulce que jamás había visto.

6

El cuerpo grueso del padre Porfirio se revuelve en la silla al dejar la taza de café en el suelo. Ha hecho un gesto para que detenga la narración. Aunque antes le he visto mirar de reojo mi mano izquierda, como si buscara algo. «Los nudillos raspados», pienso de inmediato. Llevo las manos enguantadas. Es un impedimento para comprobar la veracidad de la historia sin hacer preguntas, algo a lo que él se siente obligado.

—Son muchas cosas las que sé de ti y jamás has mencionado nada referente a una sombra.

Le tengo que dar la razón. Pero hay un motivo para ello. Y no es fácil de explicar.

Lo intento.

—Hace algo más de un año tuve un accidente de tráfico —digo.

—Te atropelló un coche.

Es correcto. Con matices.

—Apenas conservo recuerdos del accidente. Ya sabe que la memoria es bastante caprichosa. Tras despertar de un coma de tres meses debido a la conmoción cerebral, me explicaron que me había atropellado un conductor que tuvo que hacer una maniobra peligrosa para esquivar a un coche que circulaba en sentido contrario. Al hacerlo, perdió el control e invadió la calzada. Chocó con una papelera. Fue eso lo que me salvó la vida. La trayectoria del vehículo se desvió, por ello el impacto que sufrí fue menor. Ironías del destino, debo agradecer a esa papelera que mi vida se haya convertido en una mierda.

—No creo que puedas definir tu vida como una mierda.

—Tres meses tirados a la basura y una fractura abierta de tibia y peroné que no me lastra en el día a día y tampoco me sirve para predecir si mañana va a llover. —Río y celebro que al padre Porfirio le haga gracia mi broma—. A eso le sumo una hermosa cicatriz en la pierna izquierda. Otra más en el cuerpo. No es una queja. Gracias a ellas he conseguido desarrollar una gran resistencia al dolor. Al emocional. Y al físico.

Un sorbo al café. Está más templado. Me gusta así. Que no me derrita el esófago. Mientras dejo la taza, espero a que el padre Porfirio procese la información.

No es más que el principio.

—Y para rematar, sufro de insomnio.

—Nunca has querido tratarlo con un profesional.

Él sabe que he probado todos los remedios posibles; a decir verdad, todos los que he encontrado por internet. No acostumbro a echar siestas. Voy al gimnasio de manera regular, de tres a cuatro días de la semana hago boxeo o, más bien, lanzo puñetazos a un saco de poliuretano al ritmo de canciones pegadizas. Ligado al ejercicio, mi alimentación es saludable. Sustituí los jueves de hamburguesas y cañas por salmón a la plancha con brotes de soja y batido de proteínas. Durante unos meses reduje la ingesta de cafeína hasta el mínimo. Debido al nefasto resultado obtenido, me permito el placer de tomar todo el café que quiera a la hora que quiera. He probado todas las infusiones y preparados que prometen «dulces sueños». Magnesio. Melatonina. CBD. A mí me provocan pesadillas lúcidas que me ahogan en un mar de extenuación y sudor pringoso. Las terapias de meditación me ponen nerviosa. Los baños de agua templada me destemplan. La televisión me aburre y solo tolero ver alguna serie o película sin hacer maratones que resequen el cerebro. Leer no ayuda. Llega un momento en que las palabras se cruzan, o directamente desaparecen, por lo que pierdo el hilo de la historia. Pero no duermo. Durante un tiempo decidí dar paseos por la noche. Lo único que conseguía era cansar más al cuerpo y estar más activa.

Sí. La ayuda médica parece ser el único remedio.

—No me gustan los médicos —digo con desgana.

—¿Es debido al insomnio por lo que crees ver una sombra?

La falta de sueño me deja en un estado de pesadez mental y física que es lo más cercano a una muerte en vida. Sin embargo, la sombra no tiene nada que ver con ello. Me persigue desde mucho antes. Cuando yo era otra persona.

Pero no quiero hablar de eso ahora.

—¿Le puedo hacer una pregunta? —Sin darle tiempo a responderme, la formulo—: ¿Cuántas personas somos en el grupo?

La pregunta es extraña. Lo reconozco. Él también lo cree a juzgar por su contracción facial, de la que brota una doble papada rosácea que parece tener vida propia.

—Anselmo, Eusebio y Tomás —recita con tenue convencimiento—. Y tú, por supuesto. Esta es tu casa, ya lo sabes.

Lo sé.

—Se ha olvidado de Ossian —digo.

Tuerce el gesto. Los dos sabemos el motivo.

—Pensé que te referías a las personas que componen el grupo en la actualidad.

Enfatiza la última palabra.

—¿Nunca ha habido nadie más? —Trato de explicarme mientras la doble papada crece—. Me refiero a una persona que no acostumbra a venir a todas las reuniones y, cuando lo hace, se sienta fuera del círculo. Allí. —Apunto con el dedo a la esquina donde el padre Porfirio ha apilado las sillas.

El gesto que esgrime es elocuente. Es una descripción gráfica de la idea que le circunda por la cabeza. Una traslación literal. «Está jodida». Razón no le falta. La educación, o puede que sea otra cosa, le insta a responder.

—Nunca ha habido nadie más —esgrime con convencimiento.

—¿Un hombre de unos sesenta años? —insisto.

El padre inclina el cuerpo hacia delante y se lleva una mano a la boca, como si quisiera acallar lo que piensa. Solo que yo sé lo que es.

—No se preocupe. A ese hombre solo lo podía ver yo.

Agranda los ojos al tiempo que los dedos aprisionan los labios.

—He llegado a ver a un asistente imaginario de nuestras reuniones. Estaba bien jodida.

Hago un gesto circular con el dedo índice al lado de la sien. Consigo que el padre afloje los dedos. Sus labios me lo agradecerán.

—Atrévase a decirme ahora que mi vida no era una mierda.

7

No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi a M. Simplemente apareció en mi vida. Eso debería haberme dado una pista de su naturaleza engañosa. Tampoco supe el origen de su escueto nombre. En un grupo de personas acostumbradas a ocultarlo por medio de un seudónimo, su apelativo encajaba.

Todas esas cuestiones ya son triviales. Solo sé que aparecía de manera intermitente en nuestras reuniones, se sentaba al fondo en silencio y observaba. Mucho.

Nadie parecía advertir su presencia; yo pensaba que nadie quería advertirla. Supuse que se actitud indiferente se debía a que era algún tipo de supervisor cuya función era la de vigilar el correcto funcionamiento del grupo, algo así como que los impuestos municipales se destinaban a un buen fin. De haber sido así, hubieran clausurado las reuniones en la primera visita. Por muy loable que fuera la idea del padre Porfirio, nosotros no éramos más que despojos y ninguna corporación sostendría nuestro intento de recuperación tanto tiempo. Por eso llegué a la conclusión de que se trataba de un asalariado de la familia de Tomás. A ellos no les importaba tirar parte de su fortuna en reconducir a la buena senda al hijo descarriado, aunque supusiera ayudarnos de manera indirecta a nosotros, con sus donaciones a la obra social y la contratación de una peculiar «niñera».

Reconozco que la idea me producía envidia. Ojalá alguien me hubiera tendido la mano cuando más ahogada estaba. En mi caso, el diablo me había mostrado el camino y yo me había adentrado por voluntad propia. A pesar de estar en desacuerdo.

Pero era mi única opción.

Así era yo, una mala persona.

Alto, pelo entrecano, espalda curvada en la zona alta. M mostraba un aspecto que, si bien no intimidaba, incomodaba. Mi imaginación lo asemejaba a un buitre que percibe el inmediato hedor a muerte y espera paciente la oportunidad de deleitarse con la carroña.

Y la primera vez que habló conmigo comprendí que yo era su carroña.

Fue a la salida del centro social. En aquel momento yo ya mantenía contacto con Ilena. M estaba apostado en la umbría que se formaba entre dos farolas cercanas a la entrada. El intenso olor a nicotina quemada lo delató y el punto incandescente en medio de la noche me indicó su ubicación.

—Aléjate de ella.

Tres palabras escuetas. Voz macerada en whiskey añejo. Un silencio cortante.

Supe de inmediato a quién se refería.

—Que te jodan.

Tres palabras directas. Voz sangrante por rebasar mi privacidad. Un silencio biliar.

Me alejé de él. Mientras lo hacía lo escuché parlotear, pero mi proceso mental había puesto la máquina a pleno rendimiento para ignorarle, hasta que la nombró.

A ella. A Ilena.

—Es una mala persona.

La afirmación me paralizó.

Ella había supuesto un revulsivo en mi vida y no estaba dispuesta a permitir que nadie la juzgara de manera gratuita y mucho menos que me dijeran lo que yo debía hacer.

Me encaré a él. Desde la distancia apenas logré entrever su silueta.

—Ninguno de nosotros lo somos —dije.

Una calada intensificó la punta del cigarro haciendo que su mirada cobraba vida. Sentí que esperaba al momento adecuado para abalanzarse sobre mí, sobre mi podredumbre. Y así lo hizo cuando la oscuridad devoró su rostro afilado por medio de una frase que jamás podré olvidar.

—Aquí el único bueno soy yo.

8

Me descubro con la mirada perdida al fondo de la sala, en el lugar donde debería estar M; ahora solo hay sillas apiladas.

—Alcanzo a comprender lo que quieres decir respecto a que tu vida es una mierda.

Me permito dudarlo, aunque me lo callo.

—¿M es una proyección de tu imaginación? —me pregunta.

—Una proyección de un constructo de la mente —contesto y, ante su extrañeza, matizo la respuesta—. La verdad es que tampoco sé lo que eso significa. Es algo que me ha comentado un amigo.

El padre se sorprende al escucharme pronunciar la palabra «amigo». Le explico que se trata de Mendieta, la única persona a la que denomino así, algo que he llevado en secreto. Lo que evito explicarle es que fue el traumatólogo que dirigió la operación de mi fractura de tibia y peroné mientras yo estaba en coma. Mendieta me salvó la vida, motivo suficiente para que estableciera con él una dependencia emocional, un hecho que me gusta conservar en la privacidad.

Por si acaso, insisto al padre que él es real.

—Mendieta es real.

—¿Y la sombra? —Se interesa de inmediato, como si quisiera pillarme con la guardia baja.

—Es otra cosa —me defiendo.